lunes, 27 de mayo de 2013

CABALLO DE TROLLA DE LA PAG 61 A LA PAG 80


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palmas invertidas. Un pequeño espejo rectangular situado en el piso de la urna permitía ver su cara inferior. La otra -también desenterrada en las rui-nas de Hazor- era una parte de una copa o recipiente cilíndrico, confeccio-nado igualmente en marfil.
Pero si el hallazgo del mango de hueso con el «ángel» fue vital, la obser-vación del dibujo exhibido en el atril contiguo a la urna lo fue mucho más. Los responsables del museo, con un acertado y providencial criterio, habían trasladado al papel el desarrollo íntegro y exacto -minuciosamente exacto diría yo- del altorrelieve labrado en el mencionado cilindro. Allí, las caracte-rísticas y detalles del «árbol de la vida» y del personaje aparecían con total nitidez.
Me arrodillé frente al esquema y, durante largo rato, permanecí ensimis-mado y saboreando lo que, a primera vista, parecía una importante clave. Desgraciadamente, a intervalos, el recuerdo del stater de plata venía a en-turbiar mis pensamientos. ¿Cuál de los dos tenía que ver con el criptogra-ma? ¿Y si no fuera ninguno? En el museo quedaba mucho por mirar.. Las circunstancias exigían una especial frialdad. Convenía analizar y desmenu-zar ambas pistas, siempre a la luz del texto del mayor.
Mira, envío mi mensajero
delante de ti, MARCOS 1.2.
Hazor es su nombre
y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía,
el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.
Un primer flash me hizo saltar de alegría. ¿Cómo no lo había intuido an-tes? La palabra «mensajero» también podía ser interpretada o traducida como «ángel». En sentido literal, ése es su genuino significado. Aquella criatura -con cuatro alas y aferrada al bíblico «árbol de la vida»- tenía que simbolizar al famoso ángel guardián del Paraíso: el querubín cuya misión era custodiar el árbol de la inmortalidad. Tanto si el mango de hueso había sido obra de judíos como de persas, ambos conocían y eran depositarios de la misma tradición.
« Mira, envío mi mensajero -¿mi ángel?- delante de ti. »
¿Estaba, por tanto, ante el «mensajero» citado en el criptograma?
En cuanto a la tercera frase Hazor es su nombre»-, quizá el juego de pa-labras del mayor estaba insinuando que el ángel o mensajero llevaba dicho nombre.


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La cuarta y quinta frases se resistieron. Si aquél, realmente, era el men-sajero alado, ¿cómo o de qué forma sus alas podían llevarme al guía?
Impaciente, salté a la sexta y séptima referencias: las plumas y el núme-ro secreto. Al sumarlas, el resultado me confundió. Incrédulo, repetí la ma-niobra.
« ¡No puede ser! Quizá la réplica del atril sea defectuosa. »
En el fondo, conociendo la eficacia de los judíos, sabía que tal posibilidad era una quimera. Pero, por seguridad, fui a reunirme con el original y, con una franciscana paciencia, conté las plumas esculpidas en el cilindro. No había error. Y la certeza de que me hallaba ante el «Hazor» del enigma conquistó terreno en mi corazón.
No podía desperdiciar un minuto. La imposibilidad de fotografiar la pieza y el dibujo -las cámaras estaban prohibidas en el museo- me obligó a recurrir a una fórmula intermedia: copiar el desarrollo. Tiempo habría de localizar la documentación correspondiente y actuar en consecuencia.
Perfilada mi rústica «obra de arte» y ansioso por encerrarme a estudiarla, a punto estuve de tomar el camino de salida.
Fue menester una carga extra de disciplina. El magnetismo del «ángel» de la sala 309 tiraba de mí hacia el hotel. Sin embargo, como digo, un inna-to sentido de la responsabilidad me amarró al lugar. Había que revisar el resto de las dependencias. Al menos, apurar aquellas que guardasen rela-ción con las excavaciones y hallazgos del tell de Galilea.
Poco antes del cierre del museo -rendido y excitado di por rematada la exploración. Paradójicamente, la infructuosa búsqueda me tranquilizó. Nin-guna de las salas albergaba el menor rastro de cerámica, escultura, pintura o enseres con representaciones o símbolos alados de Hazor. En cuanto a la moneda acuñada en Tiro, ni rastro.
Y con un prudencial optimismo lo dispuse todo para el «asalto» a la enigmática figura del «ángel de Hazor». ¿Había llegado el gran momento?
«El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía ... »
Estas sentencias -sexta y séptima respectivamente fueron mi principal obsesión en aquella larga noche del miércoles. Admitiendo que el mayor -que podía haber visitado el museo de Israel exactamente igual que yo hubiera puesto sus ojos en tan bella y simbólica imagen, convirtiéndola en el eje de su enigma, ¿qué reservada información había enterrado bajo el concepto de «número secreto de sus plumas»?
Cada una de las alas superiores presentaba 12 plumas. Ello hacía un total de 24. 0 sea: 2 + 4 = «6». Curioso.


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Las inferiores, en cambio, arrojaban un resultado diferente. La dibujada junto a la pierna derecha disponía de 10 plumas. En la cuarta sólo se dis-tinguían 5. Lo desconcertante es que la suma última -la de las plumas de las cuatro alas- también daba el mismo dígito: 42. Es decir, 4 + 2 = «6». Este número -el endiablado «seis»- aparecía invariablemente, tanto si lle-vaba a cabo las sumas individuales en las alas superiores o inferiores como en la mencionada adición final. (12 + 12 = 24 = 2 + 4 = 6, que sumado a 10 + 8 = 9 era igual a 6 + 9 = 15 = 1 + 5 = «6».)
Durante horas, aquel aparente juego me catapultó a un universo de espe-culaciones, maniobrando con las alas y los números en todas direcciones, por activa y por pasiva, hasta el agotamiento. La postrera y provisional conclusión fue la misma que había divisado en los primeros análisis, en la sala 309 del museo de Israel: quizá el número secreto de las
plumas de aquella criatura fuera el «seis». (Idéntico al que arro ' jaban los peldaños que conducían a los túneles de las ruinas de Hazor.)
Si estaba en lo cierto, «el número secreto del guía» tenía que ser, obvia-mente, el mismo.
Había, además, otro pequeño-gran detalle que -dado el peculiar estilo del mayor- fortaleció mi seguridad. La frase alusiva al críptico número secreto de las plumas hacía, justa y «causalmente», la número seis en el enigma. ¿No era mucha coincidencia?
Sin embargo, lo más importante -crucial a mi modo de ver- continuaba oscuro y lejano.
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
Aceptando, insisto, que aquél fuera el ansiado «Hazor» ¿Cómo interpretar el sentido de ambas frases? ¿Qué debía entender? Las palabras «te lleva-rán» sólo Podían esconder un significado puramente simbólico. El cilindro de hueso se hallaba enclaustrado en una urna. Eso era obvio. No hacía falta una especial inteligencia para deducir que las alas en cuestión eran quizá un medio, una fórmula o una desnuda orientación para acceder al no menos confuso guía. Así me lo planteé. Lo sabía por experiencia: aunque aparen-temente complicado, el «lenguaje» de los criptogramas del oficial nortea-mericano resultaba siempre mucho más directo y elemental de lo que yo mismo me empeñaba en imaginar. «Te llevarán», en suma, podía ser aso-ciado a «te conducirán» o «te guiarán».
Desafortunadamente, la modesta copia que yo dibujara en mi cuaderno «de campo» no me permitió mayores alardes. Estaba claro. Había que ins-peccionar las alas in situ. Quizá la posición u orientación de las mismas en el cilindro escondiese «algo» que no había advertido. Estos razonamientos -


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elementales por otra parte- ganaron lo suyo cuando, en uno de los infinitos paseos a lo largo y ancho de la habitación, me vino a la memoria otra de las claves del criptograma: la formada por la primera palabra de cada una de las frases. «Mira delante de Hazor y a Él. Es él.» Leyendo entre líneas, el enigma era un continuo sobresalto. La caja de las sorpresas -y de los true-nos- había sido destapada.
Suele ocurrirme con frecuencia. Aquellos que hayan sabido de mis peripe-cias y desventuras por el mundo, están al tanto de los bruscos giros que, con más asiduidad de lo recomendado, experimento y experimentan las in-vestigaciones en las qué me veo envuelto. Pero así es la vida.
A la mañana siguiente, con todo a punto para la exploración sobre el te-rreno, cambié de pensamientos. Retrasaría esta fase del trabajo en benefi-cio de un más redondo conocimiento bibliográfico del origen, naturaleza y simbología del «ángel de Hazor». Había, además, otra poderosa razón. So-bre mi espartana y metódica conciencia -suponiendo, claro, que aún quede algo de ella- seguía pesando la densa relación de libros y documentos inédi-tos que hablaban del tell de Galilea. No me sentiría en paz conmigo mismo hasta su total revisión. Este desprecio de lo que muchos llaman intuición calmaría mi espíritu, sí, pero me haría perder un tiempo precioso.
Dicho y hecho. En las jornadas siguientes -desoyendo como un necio Uli-ses las continuas «llamadas» de la sala 309-, mi tiempo e inteligencia fue-ron inmolados en la biblioteca del museo de Israel. La batalla con los fiche-ros, catálogos y volúmenes fue tan agotadora como inútil. Y al mediodía del viernes, a un paso de la rendición y seguramente a causa del nerviosismo, tuve el feliz gesto de mostrar a las pacientes bibliotecarias el dibujo que había copiado en el cuaderno «de campo». Al ver el «ángel», la más joven me guiñó un ojo, exclamando:
-¿Y por qué no lo dijo antes?
A los pocos minutos, complacida y sonriente, ponía en mis manos un libro de tapas ocres. Se trataba de una obra Yigael Yadin -Hazor- editada en Nueva York en 1975. Impaciente, revoloteé sobre sus doscientas ochenta páginas, todas ellas cuajadas de imágenes y gráficos relacionados con las excavaciones del célebre profesor judío. De repente, una fotografía en blan-co y negro -a toda plana- me dejó clavado en la página 156. Abrí el cuader-no de notas y, antes de proceder, di gracias al cielo.
« ¡Al fin! »
Pero el estallido de euforia iría apagándose lenta e inexorablemente, con-forme fui apurando el texto que acompañaba las ilustraciones.
En la mencionada lámina se mostraban tres excelentes tomas del cilindro que había descubierto en el museo. La de la izquierda presentaba la cara


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más aplanada del hueso, con el «árbol o arbusto de la vida». Las dos res-tantes correspondían a la superficie convexa, con el altorrelieve del «án-gel». En la página contigua, reforzando el texto en inglés, Yadin reproducía un dibujo de 4 X 6 centímetros, idéntico al que se exhibía en el atril de la sala 309. Al pie de la gran fotografía de la izquierda podía leerse el siguien-te texto: «El espejo de la vecina de la señora Makhbiram.»
En la página precedente reconocí también -en esta oportunidad en color- la cuchara de marfil, igualmente depositada en la urna y que, según el tex-to, había sido propiedad de la tal señora Makhbiram, en la ciudad-fortaleza de Hazor.
Como es fácil suponer, no quedó una sílaba de aquellas setenta y una lí-neas de texto -incluyendo los diecinueve versos de un poema del profeta Amós acerca de un terremoto que asoló la región- que no fuera escudriña-da. Sin embargo, como decía, las aclaraciones de los arqueólogos en torno al «ángel» resultaron poco menos que nulas. Las únicas novedades -si es que se las puede denominar así fueron que la pieza había sido desenterrada en el estrato VI de Hazor (el «6» parecía indeleblemente fundido a toda la historia), siendo propiedad de una anónima vecina de la pudiente señora Makhbirarn. Estos enseres fueron sepultados en el año 763 a. de J.C., a causa del referido terremoto. Por descontado, la figura del querubín-guardián del jardín del Edén ponía de manifiesto una notoria influencia de las civilizaciones fenicias y cananeas en los israelitas asentados en el norte del país. En cierto modo, aquel símbolo -si es que en verdad constituía la auténtica pista del enigma encajaba a las mil maravillas en la hipotética vo-luntad del mayor de resguardar su «tesoro». ¿Qué mejor «guardián» del propio criptograma que el mítico ángel del Paraíso?
Hubo también otro sutil factor que, francamente, me dio qué pensar. En opinión de los expertos, la cabeza de mujer que adorna la cuchara de cos-mética podía ser la efigie de Astarte, la diosa de la fertilidad. Sé que el ar-gumento resulta endeble, pero durante un tiempo no pude disociar la enig-mática sonrisa de la divinidad que había hallado en la pared de la sala 309 de esta otra réplica, tallada en un extremo de la cuchara de marfil y que, casualmente, acompañaba en la urna al cilindro de hueso. Pero esto, lógi-camente, sólo pertenecía al reino de las sospechas o, como mucho, al de las íntimas creencias que, al fin y a la postre, no servían para materializar lo que tanto ansiaba. La verdad, fría e inalterable, es que los textos científi-cos no aportaban indicio alguno sobre el «ángel» ni sobre sus alas. La con-sulta sirvió también para precisar las dimensiones exactas del cilindro de hueso: 18 centímetros de altura por 5,5 de diámetro. Gracias a Dios, ahí concluiría mi penosa y dilatada incursión a las bibliotecas de Israel. Y con idéntica amabilidad, las bibliotecarias accedieron a fotocopiar ,algunas de


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las páginas del libro de Yadin. Un volumen que, de haberlo hojeado a tiem-po, me habría ahorrado más de una calamidad. Pero el cielo -no me cansa-ré de insistir en ello- escribe derecho con renglones torcidos. Lo malo es que un servidor parece gozar de una especial habilidad para, encima, «re-torcer lo torcido»...
El declive de aquel viernes me forzó a olvidar la sala 309, al menos hasta las diez horas del día siguiente. La jornada, sin embargo, no se iría de va-cío.
Digo yo que no tiene otra explicación. Desde el instante en que empecé a trabajar sobre el desarrollo del «ángel», descubriendo que quizá el número secreto de sus plumas era el «6», una idea venía germinando en los reco-vecos de mi subconsciente.
A primera hora de la tarde, mientras contemplaba el sinuoso resbalar de la lluvia en los cristales del bus 9, decidí probar fortuna. Aunque la opera-ción era de lo más inocua e inocente, tomé precauciones. Mi súbito interés por aquellos documentos podía inquietar a los, de momento, tranquilos ser-vicios de Información judíos. Rehusé utilizar el teléfono del hotel y, desde una cabina pública, marqué el 282936. Instantes después, uno de mis ami-gos franciscanos del convento de la Flagelación, en la Ciudad Vieja, me pro-porcionaba la información necesaria.
El tiempo apremiaba. Y, casi a la carrera, me planté en la dirección exac-ta: la confluencia de las calles Jaffa y Shlomzion Hamalka. En dicha esquina -tal y como me había especificado el buen monje-, frente por frente a un comercio de flores, en el segundo piso, encontraría lo que buscaba. Tuve suerte. Aunque la oficina estaba a punto de cerrar, uno de los funcionarios, de origen sefardí, se mostró encantado de poder servirme y, de paso, de refrescar su arcaico castellano.
La verdad es que no tenía muy claro cuál de aquellos mapas militares po-día ser el idóneo. Así que, curándome en salud, arrambié con media doce-na, seleccionando diferentes áreas del norte, centro y sur del territorio. Hasta ahí todo fue de perlas. Pero un funesto presagio me conmovió de pies a cabeza cuando, al abonar las cartas topográficas, el empleado del Gobier-no reclamó mi pasaporte, tomando buena nota de mi filiación. El imprevisto contratiempo -insalvable por otro lado- traería cola...
Los mapas -a escala 1:100 000- eran minuciosos. Perfectos. Y entusias-mado por la adquisición y, en especial, ante la atractiva idea de poder veri-ficar la hipótesis acerca de las alas, apresuré la marcha, enclaustrándome de nuevo en el hotel.
« ... Y sus alas te llevarán ... »


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Busqué una guía de carreteras entre mis papeles. Al desplegarla, los de-dos temblaron. No sé explicarlo. Yo sabía que algo estaba a punto de suce-der.
Elegí la ciudad de Jerusalén como centro del «ensayo». Allí, después de todo, se encuentra el museo de Israel y el «ángel». A continuación dibujé dos líneas rectas sobre el mapa. Una vertical o eje de ordenadas, siguiendo la dirección norte-sur, y la segunda, horizontal o eje de abscisas, de este a oeste. La Ciudad Santa, repito, ocupaba la intersección de dichos ejes.
Examiné de nuevo la fotocopia del libro de Yadin, reafirmándome en lo que ya sabía: si tomaba la silueta de la criatura alada como imaginario eje vertical, cada una de las alas venía a ocupar un cuadrante.
El viejo presentimiento tomaba cuerpo...
Pues bien, de acuerdo con este planteamiento, las plumas más largas, co-rrespondientes a cada una de las alas, podían ser asociadas a otras tantas direcciones o rumbos. Las dos superiores marcarían así el noreste y noroes-te, respectivamente, y las inferiores, el sureste y suroeste, también respec-tivamente.
Aquello parecía válido. Si las alas -como aseguraba el enigma- debían conducir al guía, era lógico suponer que ocultasen alguna información. Quién sabe si la posición de una ciudad, de un pueblo, de un monumento o de un accidente geográfico. Para despejar el dilema sólo intuí un camino: trabajar con las plumas.
Las alas que nacían en la espalda del querubín -como ya fue dicho- su-maban 24 de estas plumas (12 en cada una). El paso siguiente era elemen-tal. ¿Qué sucedía si transformaba los números en grados? Ello desemboca-ba en cuatro rumbos muy precisos: 012, 098, 190 y 282 grados, respecti-vamente, tomando como base, insisto, el número de plumas de cada ala (12, 8, 10 y 12) y estos mismos dígitos como la magnitud angular a consi-derar, partiendo de los ejes base de cada uno de los cuadrantes. Al carecer de un transportador o de una regla graduada, tuve que ingeniármelas a ba-se de paciencia. Dividí cada cuadrante en diez ángulos más o menos igua-les, emprendiendo entonces una meticulosa revisión de los 40 rumbos. En un primer momento, el abigarrado haz de rectas me desmoralizó. Cada lí-nea «pisaba» decenas de poblados, montañas y ciudades israelitas. ¿Estaría allí la respuesta?
Tenía que empezar por alguna parte. Así que me decidí por lo más cuer-do: el rumbo 010'. Es decir, la primera de las divisiones. La mecánica de exploración fue igualmente simple: partiendo del centro de los ejes -de Je-rusalén-, fui siguiendo la línea que había dibujado a lápiz sobre el mapa, primero en dirección norte y, acto seguido, hacia el sur. La lectura de aquel rumbo no me dijo nada. La mayoría de las poblaciones -árabes o judías- re-

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sultó impermeable. No hallé una sola relación con Hazor o con el «ángel». Salté a la segunda dirección -020'- y, al cruzar el mar de Galilea, el nombre de Hazor me atrapó. Las ruinas del tell, rigurosamente registradas en el mapa, quedaban entre ambos rumbos, muy cercanas a los 010'. Aquella aparente casualidad me dejó un tanto perplejo. Pero, sin prestarle mayor atención, continué el paciente rastreo.
Dos horas más tarde, con el bloc garrapateado por un sinfín de inútiles anotaciones, me di por vencido. Había fallado de nuevo. Los cuarenta rum-bos sólo eran una maraña de vanas ilusiones. No me fue posible descubrir la más remota conexión entre los cientos de enclaves que coincidían con el paso de las líneas.
Desmoralizado, me tumbé en la cama, negándome a pensar.
Pero el Destino acostumbra a no darme tregua. A los pocos minutos, tre-pando por encima del desencanto y de la melancolía, esa misteriosa «fuer-za» que jamás me abandona removió mi memoria, sacando a la luz el ya olvidado lance de la posición de la ciudad-fortaleza de Hazor entre los rum-bos 0 10 y 020 grados. Visualicé en mi imaginación la airosa figura del «án-gel» e, instantáneamente, reparé en un detalle que, a fuerza de tenerlo a la vista, había escapado de mis pensamientos.
«¡Demonios!»
Como impulsado por un resorte me senté en la cama, sorprendido ante mis propias especulaciones.
« ¡Doce plumas! Pero no -rectifiqué sin poder olvidar el rosario de des-aciertos- Seguro que no coincide. Eso sería un milagro.»
La semilla de la duda estaba sembrada.
«Además -remaché para mis adentros-, para comprobarlo necesitaría un transportador .. »
Fue inútil. Aquel forcejeo conmigo mismo estaba sentenciado desde el principio.
«¿Y dónde localizo un maldito transportador?»
Consulté la hora. Las cuatro y media. El dichoso sábado judío estaba al caer. Caminé hacia la ventana, dando fe del raudo oscurecimiento de Jeru-salén.
« Sí, quizá aún pueda... »
Escapé del hotel como una exhalación, urgiendo al taxista para que me condujera a la puerta de Jaffa, en las murallas de la Ciudad Vieja. Tanto los árabes como los cristianos aprovechan el masivo cierre de los comercios y establecimientos judíos en el sabbath, ofreciendo los suyos a la miríada de extranjeros que acierta a circular por sus respectivos barrios.


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Con la precipitación no reconocí mi error hasta que, en pleno corazón de la Old City, comprendí que había equivocado la puerta de entrada a la tor-tuosa y negra ciudadela.
Por la de Damasco, algo más al norte, el acceso al sector cristiano habría sido directo. Pero no eran momentos para lamentaciones. Lo importante era encontrar una librería, una papelería o cualquier bazar donde adquirir el instrumental necesario para mis indagaciones.
Sin rumbo fijo fui penetrando en las animadas y pestilentes callejuelas, preguntando a los recelosos musulmanes.
-Book-shop?
Los escasos árabes que terminaban por entender mi propósito de visitar una librería me arrastraron invariablemente- a su propio negocio, o al de un pariente o amigo, metiéndome por los ojos los típicos y tópicos libros sobre Tierra Santa, embarullados siempre entre una constelación de souvenirs. La fuga de algunos de aquellos cuchitriles fue laboriosa. Y desplomada ya la noche, rendido por el incesante trotar de pasadizo en pasadizo y de bazar en bazar, renuncié a mi empeño, descubriendo con desolación que -para colmo de males y desventuras- me hallaba irremisiblemente perdido en las entrañas del nada recomendable barrio árabe. Los que conozcan este negro laberinto -en especial si lo han atravesado durante la noche- comprenderán la angustia que empezó a filtrarse en mi ya resentido ánimo. Ignoraba cuál de las puertas de la muralla -Jaffa, Nueva, Damasco o Herodes- podía estar más a mano. En cuanto a las parcas indicaciones de los cada vez más esca-sos transeúntes, sólo contribuyeron a marearme, hundiéndome en callejo-nes fétidos y tenebrosos, poblados de gatos y sombras furtivas. Si algún malnacido se percataba de mi problema, mi suerte y los dólares que porta-ba quedarían listos para sentencia...
A eso de las nueve de la noche, al ingresar en una de las callejas, tan exiguamente iluminada como las precedentes, me concedí un respiro. Tenía que zanjar aquella estúpida e irritante situación.
«Si al menos tuviera la fortuna de encarrilar mis pasos al convento de la Flagelación ... »
Le pegué fuego a uno de los últimos Ducados y, sin más, como en otras ocasiones límite, levanté los ojos hacia el borrascoso cielo, suplicando ayu-da. El lector incrédulo puede imputar lo que aconteció después -y está en su perfecto derecho- a una mera casualidad. Lo comprendo y respeto. Yo, afortunadamente, hace muchos años que no creo en la casualidad. Por eso, cuando apenas transcurridos treinta segundos, vi aparecer por el extremo de la calle las inconfundibles siluetas de dos monjes, no pude reprimir una generosa sonrisa. Una sonrisa -dirigida a los cielos- que sólo mi corazón en-tendió.


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Los solícitos franciscanos, aunque no llevaban el camino de la Flagelación, se desvivieron por ayudarme, orientándome hacia la vía Dolorosa. Desde allí, el resto fue sencillo. El prior del celebrado convento -padre Justo Arta-zar Ocerinjaureguin-, paisano y amigo, me puso en manos de otro ilustre fraile -el sabio Frederic Manss-, que resolvió mi papeleta.
Y a las once de esa noche del viernes -transportador en ristre- me dispu-se a comprobar lo que, poco antes, yo mismo había casi desestimado.
-Si resulta -me sorprendí a mí mismo hablando Solo-, no tendré más re-medio que creer en los milagros...
Deslicé el humilde semicírculo de plástico azulón sobre el mapa del terri-torio israelí, ayudándome en la medición con el canto de un libro.
-¡Santo cielo!
Repetí la operación y el rumbo 0 12 encajó matemáticamente. No había duda ni error posibles. Con relación al meridiano de Jerusalén, las ruinas de Hazor se hallaban a 012 grados.
-Fantástico!
Acaricié el dibujo del «ángel» y, todavía incrédulo, me pregunté una y otra vez cómo era posible. ¡La suma de las plumas del ala ubicada en el primer cuadrante coincidía con el rumbo de Hazor! Un rumbo exacto. Sin la menor desviación. Directo.
Y mi espíritu, al (in, se sintió reconfortado.
«... y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El criptograma, en parte, cobraba cierta lógica. Algunas de sus frases empezaban a ponerse en pie. Creo que en aquellos momentos de júbilo -como obligada consecuencia de lo anterior- las tres enrevesadas menciones al evangelista Marcos aparecieron ante mí, por primera vez, como lo que quizá eran en realidad: un semijuego del mayor, astutamente dispuesto pa-ra confundir. Días más tarde comprendería que tal deducción era correcta... a medias.
El resto de la noche, hasta el clarear del nuevo día, lo dediqué a una más profunda revisión del rumbo que, naciendo en Jerusalén, pasaba por Hazor (012'o N 12'E), así como a los indescifrables dígitos «6.2.0». Mi excitación era tal que el sueño y el cansancio debieron huir, espantados.
«Ran..., el monte Bet El, Mizrat Sharkiye.... la montaña denominada Shi-loh... Karyut... Talpit ... Salim..., el monte Ein Faria... Mueir... Gazit... Sha-rona ... Migdal... Amiad y Hazor. »


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Ninguno de aquellos pueblos y cimas sobre los que «volaba» el referido rumbo me infundió confianza. «Las alas deberían llevarme al guía.» Pero ¿a qué lugar? ¿Quizá a lo alto de alguno de los tres picos mencionados? ¿En
contraría allí al misterioso guía? ¿0 no se trataba de un ser humano?
No puedo negarlo. A pesar del pequeño-gran triunfo que había supuesto el hallazgo del rumbo 012', el enigma vomitaba tanta niebla que fueron ne-cesarias dosis especiales de calma y resignación para no enviar el asunto al mismísimo infierno. La posibilidad de tener que ascender a las montañas de Bet El, Shiloh y Ein Faria, sinceramente, me desmoralizó.
Investigué también el rumbo opuesto al de Hazor -192'-, pero los frutos no fueron mejores. La entrañable ciudad de Bethlehem (el Belén de los cris-tianos) rozaba casi la imaginaria línea. Según el transportador, el lugar del nacimiento de Jesús se asienta en una dirección de 190'. Es decir, dos me-nos que el que yo exploraba. En esos instantes no caí en la cuenta de otro curioso «detalle»...
El susodicho rumbo, en fin, se perdía en el desierto del Néguev, «sobre-volando» el pico de Zior y la ciudad de Amasa, muy al sur.
Cansado de lucubrar alrededor de los poblados y montañas que coincidían con el 012-192', cambié de táctica. Entonces, la magia de los números se apoderó de mí. Y el nerviosismo se disparó nuevamente. Por pura inercia me entretuve en averiguar los kilómetros existentes entre Jerusalén y Hazor, siempre en línea recta y siguiendo el mencionado rumbo Norte 12' Este. La cifra -142,5 kilómetros- tampoco me pareció significativa... Pero, al sumar los dígitos, el resultado me intrigó. Arrojaba un número muy fami-liar: 12. ¿Otra coincidencia? El sentido común no replicó. Allí había «algo» oculto y embriagante.
Y en mitad de una selva de cálculos, las indagaciones fueron a topar con otro singular hecho. La longitud de Hazor -35' 31' E-, una vez sumados es-tos dígitos, también daba 12. En cuanto a la latitud -33' 00' N-, para mayor suspense, sumaba «6». 0 todo era fruto del azar -el disfraz favorito de Dios- o el mayor intentaba reafirmar el importante asunto del número se-creto: el temido «6». No supe a qué atenerme. La confusión y el optimismo se hermanaron sin compasión.
Recapitulé por enésima vez. El ala superior derecha (en realidad, la situa-da a la izquierda del «ángel»), con sus 12 plumas, apuntaba a Hazor. (Rumbo 012'.) La distancia entre el lugar donde se exhibe el «ángel» y el punto donde fue desenterrado también sumaba 12. Otro tanto sucedía con los dígitos de la longitud de las ruinas (12). La latitud, en cambio, presen-taba un «6». Llegué a dudar, incluso, del número secreto. ¿Y si fuera el 12? Lo extraño es que, fundiendo estas cifras -grados, kilómetros, longitud y la-


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titud-, el resultado era «6». Mis neuronas flaquearon. ¡El total de plumas del «ángel»-42- coincidía con la suma anterior.
Era muy difícil de creer que «aquello» fuera pura y simple casualidad. Te-nía que obedecer a una metódica y concienzuda preparación. Y la querida imagen del mayor se materializó en mi memoria, con su inconfundible píca-ra sonrisa. Él, seguramente, había disfrutado lo suyo elaborando el cripto-grama e imaginando mis penurias. No se lo reprocho. Yo, a mi manera, peor que bien, también trabajaba con un inagotable espíritu deportivo. Y estaba dispuesto a llegar hasta donde fuera menester.
La extrema precisión de estos cálculos y medidas -en lo referente al ala del primer cuadrante- me hizo comprender que, quizá, las pesquisas des-plegadas sobre el rumbo opuesto a Hazor no eran correctas. En mi torpeza, olvidaba que debía ajustarme siempre a lo sugerido o marcado por el «mensajero» que tenía delante. En este caso, la dirección o rumbo que se desprendía del número de plumas del ala del tercer cuadrante era 190' (180 + 10). En mi obcecación, al prolongar el rumbo 012 hacia el suroeste (ter-cer cuadrante), estaba errando en dos grados. Pues bien, dado que no había mucho que perder, tracé la línea correspondiente, con la nueva mag-nitud - 190'-, enfrascándome en la revisión del rumbo que dictaba la referi-da ala inferior izquierda. El primer punto que llamó mi atención fue Belén. Como ya señalé, se encuentra al suroeste de Jerusalén, justamente en los 190'. El resto de la proyección se perdía igualmente en las arenas del Né-guev, sin apenas referencias dignas de mención.
«¿Belén?»
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Qué pintaba la ciudad de David en aquel embrollo? Marcos, el evangelis-ta, no habla de Belén. Su Evangelio arranca con la predicación de Juan el Bautista. No captaba la posible relación con Hazor o con la frase del cripto-grama. A pesar de ello, saltaba a la vista que, entre los nombres localizados en ambos rumbos -012 Y 190-, los de Belén y Hazor se erigían notablemen-te sobre los demás. Eran, en definitiva, los que reclamaban la atención des-de el primer momento.
Dejándome aconsejar por el instinto, repetí el baile de números, tomando el nuevo rumbo y la ciudad de Bethlehem como referencias. Las sorpresas no se hicieron de rogar. La distancia de Jerusalén a Belén -7,5 km- volvía a sumar 12. Y los 142,5 km que separan Hazor de la Ciudad Santa, añadidos a estos 7,5 km, arrojaron ante mis narices el pegajoso «6» (142,5 + 7,5 = 150 = 1 + 5 = 6).
«¡Santo cielo! Aquello era demasiado.»


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Probé asimismo con la longitud y latitud de Belén. El número último -121 = 4- no parecía relacionado con el racimo de «12» y «6» precedente. (Los amantes de la Kábala, en cambio, sí sabrán estrujarlo.)
La verdad es que, para una noche, fue más que suficiente. Los números cantaban. Aquella desconcertante sintonía Belén-Hazor de la mano de los rumbos y de los dígitos- sólo podía encerrar un significado. Pero debía ase-gurarme. Intuía que mis pasos eran acertados. Sin embargo, necesitaba nuevas pruebas. Era vital un exhaustivo «reconocimiento» del «ángel», in situ. Si la intuición no me traicionaba, quizá en el interior de la urna del museo de Israel pudiera detectar algún indicio o información complementa-rios. El mayor, hombre concienzudo donde los haya, tenía que haberlo pre-visto.
Lo que no fui capaz de prever -¿cómo imaginarlo siquiera?- es que esa misma mañana del sábado, 29, «alguien» a quien había olvidado me forza-ría a suspender las investigaciones, arrojándome, en cuestión de horas, a otra aventura sin par.
Medio dormido por tan precario descanso, y absorto en mil cavilaciones, necesité unas dos horas para descubrir que estaba siendo «controlado». A decir verdad, fueron «ellos», no yo, quienes desvelaron su «juego»... Pero antes, en mitad de la sala 309 de las de arqueología del museo de Israel, tendría lugar otro descubrimiento, bastante más venturoso.
A las diez horas y pocos minutos, apenas abiertas las dependencias, di-gamos que tomé posesión de la solitaria sala en la que se exhibe el mango de hueso de Hazor. No voy a silenciarlo. Después de lo averiguado la última noche, mi encuentro con el «ángel» fue especialmente emotivo. La figurilla se había convertido en algo querido y familiar. Un motivo otro más- que me unía, aunque sólo fuera espiritualmente, al fallecido y añorado mayor nor-teamericano. (Algún día me atreveré a narrar lo que jamás he revelado so-bre este hombre singular. Los lectores que hayan podido seguir mis investi-gaciones en estos quince años y que conozcan algunos de mis veintidós li-bros publicados, no se extrañarán si les digo que, por múltiples razones, a veces no doy a la luz pública ni el 10 por ciento de lo que realmente llega a mi poder. Pero todo se andará.)
Después de un saludo mental -curiosamente, en mi «locura», termino siempre por dialogar con las cosas, y el altorrelieve del querubín no fue una excepción- lo dispuse todo para el «chequeo» definitivo: brújula, mapas mi-litares, cinta métrica y el cuaderno de «campo».
Desconecté el seguro de la aguja magnética y fui a depositarla sobre el cristal de la urna. Justamente, en la vertical del «ángel». Agotada la natural


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oscilación inicial, la brújula se inmovilizó, marcando el norte magnético. Inspiré hondo antes de verificar la posición de la criatura alada.
«Norte ... »
Inseguro, repetí la comprobación.
«¡Jesús!»
Un cosquilleo inconfundible me sacó de este mundo. Pero, pragmático y tozudo hasta decir basta, quise demostrarme que no soñaba. Recuperé la brújula y, adelantándome hasta uno de los ventanales, busqué alguna refe-rencia conocida. A lo lejos se distinguía parte de la airosa Knesset, el par-lamento israelí. Desplegué un plano de Jerusalén, situando ambos mapa y brújula- sobre el alféizar de la ventana. La aguja, fiel y obediente a su natu-raleza, fue a marcar el rumbo lógico: el norte. Satisfecho, rodeé el dibujo de la Knesset con un círculo rojo. Grave error que no tardaría en lamentar..
La brújula de aceite funcionaba a la perfección. Su dictamen, por tanto, era fiable.
La devolví al punto que me interesaba -en la vertical del cilindro-, proce-diendo a una tercera lectura de las mediciones.
«Norte..., noreste.»
A pesar de tenerlo a la vista, me costó trabajo creerlo. La figura del guar-dián del «árbol de la vida» se hallaba -y se halla- orientada al noreste. Es decir, en la dirección de Hazor. La brújula, además, ciega e imparcial, fijaba un rumbo harto conocido y significativo: ¡012!
Con el alma arrugada por la sorpresa, no supe qué hacer ni qué pensar. ¿Cómo era posible? Por un lado, en el desarrollo del «ángel», el ala ubicada en el primer cuadrante había revelado la dirección de las ruinas y el conoci-do rumbo 012'. Y ahora, «sobre el terreno», el mismísimo altorrelieve lo ra-tificaba. Era para enloquecer.
La idea de que el mayor hubiera manipulado el cilindro, colocándolo en su posición actual, me pareció descabellada. La urna de cristal férreamente atornillada al pedestal metálico, era inviolable. Todo aquello emitía un halo mágico...
El penúltimo sobresalto llegó a continuación, al explorar las direcciones de las cuatro alas y del «arbusto sagrado». Al hallarse la pieza encarada al no-reste, tanto el «árbol de la vida» como el ala de diez plumas -la opuesta a la que apuntaba hacia Hazor- señalaban otro importante rumbo: sureste. En otras palabras, el de la ciudad de Belén. La confirmación fue definitiva. La mencionada ala de diez plumas, como ya expliqué, había sido la llave para trazar el rumbo 190'. Todo encajaba. Las incógnitas parecían despe-jarse.
Anoté minuciosamente estos postreros hallazgos y, rendido a la eviden-cia, utilizando la urna como improvisado pupitre, escribí:


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«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
(El mayor advierte de la existencia-presencia de un «ángel» o «mensaje-ro».... delante de mí: criatura híbrida depositada en el museo de Israel, sa-la 309. Correcto.)
Nota: el mayor aprovecha la frase del evangelista (Marcos 1.2). Si leo de corrido los versículos 1, 2 y 8 del criptograma, coincide con lo manifestado por Marcos en su primer capítulo: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino.» Tiene sentido. El «ángel» y sus claves son el medio para avanzan Aunque también por separado parece viable: ¿será el «guía» quien deba disponer mi camino?
«HAZOR ES SU NOMBRE. »
(El del mensajero-ángel: Hazon No distingo otra explicación. De allí es oriundo. Hazon por tanto, es su gracia.)
«Y SUS ALAS TE LLEVARAN
AL GUÍA MARCOS 6.2.0.»
(Las alas parecen «guiar» o «conducir» a dos lugares prácticamente opuestos: Belén y el tell de Hazon Eso creo, al menos ... )
Nota: «Marcos 6.2.0», ¡incomprensible! ¿Cómo debe entenderse esta quinta frase del enigma: ¿guía Marcos?, ¿guía. Marcos 620?, ¿guía Marcos 6.2.0? ¡Ojo!, puede no ser un hombre. ¿Quizá un determinado documento o dirección? Hasta ahora, exploración negativa.
«EL NÚMERO SECRETO DE SUS PLUMAS
ES EL NÚMERO SECRETO DEL GUIA.»
(Conviene barajar las cifras más significativas: «42», « 12 » y « 6 ». Me inclino por la última, aunque la suma total también remite al «6».)
Nota: estoy lejos de imaginar el significado de «número secreto del guía». Ni idea...
Frase vertical:
«MIRA
DELANTE DE
HAZOR
Y
A


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ÉL.
Es
ÉL. »
(Nada que objetar. Estoy seguro que el querubín de Hazor es la clave. Es él.)
No tuve opción de redondear aquella suerte de balance-memoria de lo conquistado hasta esos momentos. Alguien, con delicadeza, tocó mi hombro derecho. Me sobresalté. Al volverme, tres individuos me sonrieron al uníso-no. Ni siquiera los había sentido acercarse. El más bajo, de mediana edad y revólver al cinto, pidió disculpas por la interrupción. Se identificó como vigi-lante del museo, rogándome que atendiera a los que le acompañaban. Se trataba de dos jóvenes, correctamente vestidos y de modales impecables. Sin dejar de sonreír, uno de ellos echó manó al bolsillo posterior del panta-lón, mostrándome una diminuta cartera de plástico marrón. La abrió y me dejó leer: «Agaf Hamodiín.»
Instintivamente levanté la guardia. El Agaf es el servicio de Inteligencia del ejército judío. Junto con el célebre Mossad (Mossad Lemodún vetafkidim Meiujadim o Instítuto de Información y Operaciones Especiales), la máquina más perfecta del espionaje mundial.
Traté en vano de pensar. ¿Qué demonios sucedía?
-No se alarme -intervino el de la credencial adivinando mi inquietud-, me llamo Tzipori. Mi compañero lvri y yo deseamos hacerle unas preguntas...
-Pero, ¿cómo saben ... ?
El que decía llamarse Tzipori guardó la cartera y, perforándome con sus ojos azules, zanjó la estúpida pregunta.
-Nuestra obligación es saber, señor Benítez. Sabemos que es usted vas-co, periodista y que, entre otras cosas, ha adquirido cierta cartografía mili-tar...
-No comprendo.
Con un calculado ademán de su mano derecha, el israelí animó a su com-pañero a que refrescara mi memoria. Como un autómata, Ivii fue enume-rando los mapas que, en efecto, yo había comprado el día anterior:
-Sheet nueve: Jericó. Cuatro: Teverya. Seis: Bet Sheian. Sheet dos...
-Entiendo -respiré aliviado. E intenté aclarar el malentendido. Pero los ju-díos abortaron mis deseos con otras preguntas.
-Díganos: ¿por qué los ha comprado? ¿Y por qué las sheets trece y cator-ce?
Hice un esfuerzo, pero, la verdad, no recordé a qué parte del territorio correspondían estas láminas o sheets. Mi sincera ingenuidad los confundió.
-¿Trece y catorce?... ¿A qué zona pertenecen?


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-¡Al Néguev! -aclararon con gravedad.
En segundos creí descubrir el motivo de tanta preocupación. Estúpida-mente me había metido en una ratonera. Aquellos planos del sur de Israel contienen dos enclaves de especial interés estratégico-militar: una base aé-rea y el controvertido silo atómico de Rifidim. Según mis noticias, en la primera de estas instalaciones -tal y como había comentado con el entonces embajador judío en Madrid debía hallarse aún uno de los motores del avión de pasajeros de Iberia, siniestrado en el monte Oíz, en las proximidades de Bilbao, en el País Vasco. Por supuesto, como ya especifiqué en su momen-to, no tenía la menor intención de aventurarme en semejantes parajes. Pe-ro una cosa eran mis íntimos propósitos y otra, muy distinta, las suspicacias del Agaf. Estaba pisando un terreno resbaladizo.
-Es muy sencillo -me defendí, endulzando las palabras-. Tengo intención de reconstruir el histórico viaje de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, y esos mapas resultan insustituibles. El doctor Liba, del Instituto de Relaciones Culturales, el consulado español en Jerusalén y el propio Samuel Hadas, el embajador de ustedes en mi país, están al corriente.
-También lo sabemos -contraatacaron con terquedad- Y usted no ignora que el desierto del Néguev queda muy lejos de la ruta que pretende recons-truir..
Estaba atrapado. Gracias a Dios, la impaciencia de Tzipori evitó males mayores.
-¿Cuándo piensa emprender esa marcha?
-Si no hay inconvenientes, mañana mismo. Quizá el lunes...
La fulminante improvisación vino a relajar las duras miradas de los agen-tes de la Inteligencia militar, llenándome a cambio de incertidumbre. Aca-baba de hipotecar mi tiempo y las inmediatas y, sin duda, cruciales investi-gaciones. Pero los patinazos no terminaron ahí.
-Está bien.
Tzipori me tendió la mano y, al despedirse, soltó algo que, al parecer, le quemaba la lengua:
-No sabíamos que le interesase tanto la arqueología... en especial, esta sala.
Comprendí la indirecta. Muy posiblemente -mejor dicho, con seguridad- los servicios de Información israelíes venían controlando cada una de mis acciones y movimientos. La prueba es que me habían «encontrado».
Debí morderme la lengua. Pero, en mi afán por aparentar transparencia, les mostré el cuaderno «de campo», metiendo nuevamente la pata.
-Se trata del «ángel de Hazor» -les expliqué, al tiempo que Tzipori, astuto y vigilante, me arrebataba el bloc, curioseándolo todo- Un tesoro del siglo


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noveno antes de Cristo que puede servirme para la elaboración de un futuro libro...
Ignoro si los agentes leían español. El caso es que, sin el menor pudor, fueron trasteando las hojas y planos, intercambiando rápidos comentarios en hebreo. De pronto, lvri, al desplegar el manoseado mapa de Jerusalén sobre el que había trabajado con la brújula, reclamó la atención de su ami-go, señalándole un punto. Yo, como un perfecto tonto, seguí mi perorata en torno a las excelencias del tell de Hazor. Noté, eso sí, cómo Tzipori cerraba sus mandíbulas, chequeando la totalidad del mapa con agrio semblante. Al-go sucedía.
Al fin, metiéndome el plano por los ojos, preguntó sin miramientos:
-¿Y esto?
Correspondí con idéntica sequedad, apartando con firmeza la mano que sujetaba el mapa. Sin inmutarme bajé la vista, examinando el lugar por el que se interesaban.
¡Maldita sea! Era el dibujito trazado por M. Gabriel¡, autor del referido mapa, representando la Knesset. Mecánica e inconscientemente lo había encerrado en un círculo rojo, al verificar la fiabilidad de la aguja magnética.
Les dije la verdad, mostrándoles incluso la brújula. Dudo que aceptaran tan peregrina salida. La siguiente pregunta confirmaría mis sospechas:
-Muy bien. Pero ¿por qué la Knesset ha sido marcada en rojo y las restan-tes direcciones y lugares en azul?
Sagaces y desconfiados, no se les escapaba una. Imaginé lo peor. Aque-llos tipos -o la legión de agentes camuflados en Israel- podían estar al tanto de mis contactos con los árabes y, dada mi condición de vasco, asociarlos a otra terrorífica actividad que, naturalmente, detesto. ¡Dios santo!, ¿cómo explicarles que todo aquello era una cadena de desafortunadas coinciden-cias?
-Piensan que soy un terrorista? -estallé.
Los judíos me devolvieron el cuaderno de «campo» y, parapetándose en una irritante suficiencia, Tzipori dio por cancelada la entrevista con una fra-se que no olvidaré:
-Si usted lo fuera, amigo, ya estaría muerto...
No hubo más comentarios, consejos ni aclaraciones. Tal como habían lle-gado, así desaparecieron. A partir de entonces, mi estancia en Israel se convertiría en un sinvivir.
Atemorizado ante el cariz de los acontecimientos, no lo dudé. Cumplirla mi promesa. Las pesquisas alrededor del enigma podían esperar. Tampoco era cuestión de contrariar a los peligrosos servicios de Inteligencia. Y esa misma tarde preparé la gran marcha. Siguiendo las prudentes recomenda-ciones del doctor Liba -dada la alta conflictividad y teórica peligrosidad de


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uno de los tramos del viaje: la franja fronteriza entre Israel y Jordania-, te-lefoneé a varios de mis colegas y corresponsales de prensa en Jerusalén y Tel Aviv, con el fin de anunciarles mi objetivo. De esta forma, si la noticia saltaba a los medios de comunicación judíos, mi aventura podría verse res-paldada; en especial, de cara a los puestos de control militar que jalonan la margen derecha del río Jordán. No tuve mucha suerte. La noticia, que yo sepa, jamás se publicó en Jerusalén. No me desanimé. Lo intentada a «tumba abierta». Después de todo, así resultaba más excitante. Al alba, un autocar me trasladó a Nazaret. Y a eso de las nueve y media, con una flagelante mochila roja a la espalda y el espíritu encendido ante semejante reto, inicié la andadura. Tras una lacónica plegaria ataqué el descenso hacia las llanuras de Jezreel, rumbo a Bet Sheian, la antigua Scythópolis, final de la primera caminata. Mi plan contemplaba cuatro etapas -de algo más de 40 km cada una-, descendiendo en paralelo al Jordán, con un segundo descan-so al pie del monte Sartaba. La tercera jornada, en pleno desierto de Judá, concluiría en el oasis de Jericó y, desde allí, por último, remontando las du-ras pendientes que caen desde la Ciudad Santa, cubrir, en esa cuarta y pos-trera etapa, la distancia que separa Jerusalén de Belén. En total, unos 170 km.
Pero, como ya señalé, no es éste el momento ni el lugar para dar fe de tan memorable y accidentada «excursión». Modestamente, eso sí, creo haber contribuido a demostrar que la ruta más lógica para un viaje como el que emprendieron María y José, no es la de Samaria por el centro de Israel-, sino la del río Jordán. Un español, en fin, y me enorgullezco de ello, ha si-do el primer «loco» en reconstruir el decisivo peregrinar de los padres te-rrenales de Jesús, desde la Galilea a la ciudad de David.
Volvamos, pues, a lo que importa: el criptograma y las peripecias en las que -¡cómo no!- me vi envuelto hasta el final.
El miércoles, 3 de diciembre de 1986, amparado por la luz neutra del cre-púsculo, avistaba -al fin- la ciudad de Belén. Con un caminar inseguro y re-cortado -más propio de un anciano que de un hombre de cuarenta años, ló-gica consecuencia del fuerte castigo, de los malparados pies y de aquel in-domable dolor en la columna- fui a culminar la odisea ante los blancos mu-ros de la iglesia de la Natividad.
Quizá fuera una casualidad (?). La cuestión es que, al cerrar la marcha en la explanada pavimentada y recostarme sin resuello contra el pedestal so-bre el que se levanta la estrella de cinco puntas, el volteo de una de las campanas del sagrado recinto llenó mi rendido corazón. Levanté la mirada hacia el púrpura provisional de los cielos y agradecí la oportuna «señal» y la benevolencia del Gran Padre, que me había permitido llegar hasta allí. Du-


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rante un tiempo, ajeno a todo, lloré en silencio, quemando así los miedos, angustias y soledades de aquellos días. El frío y el mudo tintineo azul de las primeras estrellas secaron mis lágrimas y la plácida melancolía que me inundaba.
Regresé al punto a Jerusalén. En el hotel no había novedades. Los servi-cios de Inteligencia -apostaría la vida-, estaban al tanto de mis andanzas, pero supieron guardar las distancias. A partir de esos momentos, sin em-bargo, debería extremar los cuidados. Al menos durante unas horas, no se-ría yo quien rompiera la tregua. Mi único deseo era disfrutar de un intermi-nable baño y de un indefinido descanso. El cielo y los hombres respetaron mi voluntad, pero, a eso de las nueve de la mañana del día siguiente, el te-léfono -diabólico y pertinaz- me sacaría de un casi cataléptico y reparador sueño de catorce horas.
Al incorporarme en el lecho, un fortísimo y generalizado dolor muscular despertó como un león hambriento, derribándome. Imposible alcanzar el auricular. Al quinto o sexto repiqueteo, dejó de sonar.
-¡Dios mío!, ¡No puedo moverme!
Las inevitables agujetas -nada grave a decir verdad, pasaron factura. Es-peré una hora y, ante el riesgo de perderme en un nuevo sueño, apreté los puños, emprendiendo una lenta y más que cómica huida de la cama. Varias pastillas de glucosa, una ducha y una severa aplicación de linimento alivia-ron momentáneamente tan comprometido y deplorable estado.
Me preocupaba no haber atendido al teléfono. ¿Quién podía ser? Presentí detrás el silencioso planear de los servicios secretos y, en previsión de ma-les mayores, decidí averiguarlo. Marqué el 528658 y, al momento, mi buen amigo Elías Zaldívar, corresponsal de la Agencia Efe -con quien había man-tenido contacto en la primera etapa de la marcha a pie-, satisfizo mis du-das, negando ser el autor de la llamada. Ni siquiera sabía de mi retorno a Jerusalén. Se alegró de oírme, prometiéndome enviar a España una reseña de mi pequeña hazaña.
No tuve que darle vueltas al asunto. Nada más colgar, Rachel me locali-zaba, declarándose responsable de la fallida llamada. Aquello me dio qué pensar. En realidad, no sé por qué me sorprendía. Así y con todo, continué sopesando la sospechosa puntualidad de la funcionaria del Gobierno judío. Resultaba demasiado casual que marcara el teléfono de mi hotel, justo a las pocas horas de mi retorno.
Al confirmarle la culminación de mi aventura por tierras del Jordán, mos-tró cierta incredulidad y -directa, como siempre- pasó a recordarme las reuniones pendientes. Una de ellas, concertada en el museo de la Medicina Antigua de Israel, me vendría como anillo al dedo. Hoy, sinceramente, me arrepiento de la locura cometida.


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