sábado, 27 de diciembre de 2014

LA SIESTA, DE SOCRATES

También Sócrates
dormía la siesta
De pequeños nos obligaban a dormir la
siesta en verano. Era una especie de tortura
sutil y paradójica, porque, a pesar de
estar recién comidos y de que las tardes
de estío eran sofocantes y pesadas, ni teníamos
sueño ni ganas de meternos en
la cama a perder el tiempo. Veinte años
después volvieron a obligarme a dormir
la siesta, pero en esta ocasión con toque
de silencio incluido, pues me encontraba
realizando el servicio militar y en tal
circunstancia suele ser corriente soportar
la inflexibilidad de las normas marciales
combinada con los aspectos más extravagantes
y chuscos de la vida. Ahora
bien, reconozco que en esta época sí me
apetecía tumbarme en la litera después de
trasegar de cualquier modo la bazofia que
ellos llamaban comida. No en balde, nos
levantábamos a las seis y media y no parábamos
de triscar en todo la mañana.
El calor, la fatiga y el aburrimiento nos
adormecían sin duda.
Tal vez algún delgado lazo emparenta
ambas situaciones, pues en los dos casos
dependemos de otros, que tienen mucho
interés en buscarnos ocupaciones para
controlar nuestras horas. El mundo se
sosiega, todo hay que decirlo, cuando un
niño de pocos años duerme. Ahora que
soy padre lo sé. Aquellos doscientos reclutas
de la compañía que estaban a punto
de jurar bandera también se calmaban
en las tardes de julio y agosto, mientras
el suboficial de guardia roncaba en su camareta
particular.
La infancia y la adolescencia son
edades de aprendizaje en todos los sentidos.
Tardamos en apreciar el refinamiento,
las complejidades de la existencia y
los innumerables matices de todos los placeres.
De hecho, hasta pasados los treinta
no sabemos comer ni beber ni gozamos
con solvencia de los misterios de la carne.
Es verdad que tragamos, engullimos,
nos emborrachamos y somos capaces de
hacerlo varias veces en una sola noche,
pero ignoramos en absoluto el secreto que
encierran estos extraordinarios sucesos.
No distinguimos entre el calimocho y un
Rioja del 64 o entre una hamburguesa y
un pastel de cabracho. Tenemos el paladar
y el resto de los sentidos abotargados,
pues nos hallamos en un tiempo en que
los días, la experiencia y la cultura irán
de un modo paulatino desbastándonos
hasta hacer de nosotros hombres y mujeres
con sensibilidad, discernimiento y
juicio.
Entregarse cada tarde a las delicias
táctiles de las sábanas frescas en invierno
y en verano, arrebujados para encontrar
el calor o despatarrados y boca arriba
para refrigerarnos, mientras repasamos
nuestros actos diarios, los beneficios y los
deberes de cada jornada, el objetivo de
nuestro trabajo cotidiano, el amor a nuestra
familia, los sueños y las aspiraciones
inevitables constituye un rito que vengo
practicando con regularidad casi monástica
desde que regresé de la mili, en la que
ni me hice hombre ni aprendí otra cosa
que a sobrevivir, pero trabé nuevas amistades
y me traje esta costumbre, que no
es un vano ejercicio de vagos y desocupados,
sino una búsqueda de la verdad en
el interior de cada uno de nosotros, pues
resulta imprescindible meditar, al menos
una vez al día, acerca de la naturaleza
de la que estamos hechos y del propósito
que nos guía en la vida. Es un alto
en el camino, una parada para tomar
aire, mirar atrás, volver el rostro a un lado
y a otro, cerciorarnos de que todo se
halla en su sitio y proseguir el viaje.
Confieso que con una hora me basta
y que un resorte íntimo me despierta
de un modo automático pasado ese lapso
de tiempo. El largo día se transforma,
de esta manera, en dos jornadas medianas,
y la reflexión incluida airea mi conciencia
y me despeja, sin duda. Es una cura
tan natural y antigua como el propio
hombre, que me renueva el deseo de trabajar
y de llevar a cabo otras empresas.
Continúo de esta forma la vieja tradición
de la familia, al menos en lo que
hace referencia a los hombres, porque las
mujeres parecen hechas de otra pasta y
apenas descansan en todo el día. Como
mis dos abuelos y mi padre, yo también
llevo a cabo esta saludable actividad por
la que tantas veces fuimos vilipendiados
los españoles en el extranjero y que ahora
empieza a ponerse de moda en algunos
de los países más desarrollados. Dormir
la siesta no es asunto de gandules. Yo estoy
seguro de que buena parte de la cultura
occidental, la que procede de Grecia
y de Roma, le debe mucho a esta suerte
de terapia, y que Sócrates, Aristóteles o
Virgilio, por poner unos pocos ejemplos,
también se echaban un rato cada tarde,
después de las comidas.