jueves, 25 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA, DE LA PAG 231 A LA PAG 260. LA PASION (TORTURA ) DE CRISTO


Caballo de Troya
J. J. Benítez
231

Y con voz premiosa y vacilante, pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los
cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo
sagrado y, además, puede destruirlo.
»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología1. La prueba de que prometa
edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»
Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz:
la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con
los falsos testigos.
Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar.
Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo,
Jesús no movió un solo músculo.
El anciano, visiblemente contrariado, se dejó caer sobre el banco y aquel denso y
amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.
En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el
dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo
de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír
su potente voz:
-Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y
reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.
Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió
dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al
igual que su cara y cuello. Sin dejar de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que
rodeaban su pecho y, con un tirón, hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por
la espalda2.
La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible
chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra el enlosado.
Y Caifás, fuera de sí, exclamó con voz quebrada por la congestión, al tiempo que una
involuntaria «lluvia» de gotitas de saliva saltaba por los aires:
-¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué
creen y cómo hemos de proceder con este violador?
La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie como uno solo hombre,
vociferando a coro:
-¡Merece la muerte...! ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!
La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras
que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la
misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras volvió a encararse con el
Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano
izquierda del sumo sacerdote (llegué a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una
cornerina) hirieron el pómulo y dos finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la
barba.
Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos
hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los
testigos.
El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando:
«¡Muerte...! ¡Muerte...!»
Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación.
Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.
1 La astrología estaba entonces severamente penada. Rops asegura que era una «ciencia funesta» que engendraba
todas las maldades. (N. de J. J. Benítez.)
2 En aquel tiempo, ni los hombres ni las mujeres usaban botones. En Israel no eran conocidos. En su lugar
utilizaban pasadores: una especie de aguja grande con un orificio en el centro al que se aseguraba un cordón. Se usaba
insertándolo en la tela y pasando el cordón por detrás de la punta y la cabeza. (N. del m.)


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El suegro del sumo sacerdote, que fue el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó
calma. Y cuando el último de los sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al
alterado Consejo sugiriendo que se buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que
pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho
más sutil que la del resto de los allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a
entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen
rato, los jefes del templo, escribas y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra
unos a otros. De aquella agria polémica deduje que los archiereis -tal y como ya había
demostrado Caifás- no deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:
Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los
trabajos debían concluir antes del mediodía.
Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara
Jerusalén, regresando a su base: Cesárea.
Este último extremo pesó mucho más que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las
maniobras del Sanedrín habrían resultado estériles.
Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron,
abandonando la sala. Pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole
en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá
a partes iguales.
Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de
las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada, el joven discípulo volvió su cara,
impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil
Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los
rincones de la sala.
De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de
aquel «juicio». Eran las seis y media de la madrugada...
Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret iba a ser en realidad una nueva y grotesca
caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. Las normas hebreas -como iré
desmenuzando al final de esta doble comparecencia del rabí de Galilea ante el irregular Consejo
del Sanedrín- eran muy estrictas en todo lo relativo a causas «de sangre». En su «orden
cuarto» (Capítulo V), la Misná israelita establece con gran rigor y meticulosidad que, «si el reo
es encontrado inocente, es despedido. En caso contrario, los jueces aplazan la sentencia para el
día siguiente...»
Pues bien, esta importantísima prescripción jurídica no sólo no fue tenida en cuenta por
aquellos treinta secuaces del sumo sacerdote, sino que, además, resultó vilmente manipulada.
De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las
24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30
escasos minutos. Una media hora que, en mi opinión, alcanzó una de las más altas cotas de
salvajismo a que pueda llegar un grupo que se autocalifica de «civilizado»...
Es posible que por ignorancia, o por un respeto muy humano, los evangelistas no nos digan
prácticamente nada de lo que padeció el Maestro en aquellos momentos y en aquel lugar.
Personalmente me inclino por la primera razón: la falta de información. Como detallaré de
inmediato, el joven Juan no pudo estar presente en aquella espeluznante media hora. Los
escritores sagrados hacen algunas alusiones -siempre muy superficiales y como no queriendo
entrar en detalles- sobre una bofetada, algunos salivazos y golpes propinados por los siervos
del Sanedrín...
Creo, honestamente, que los evangelistas -quizá en un afán de no mortificar a sus lectores
con los sufrimientos del Cristo- hicieron un flaco servicio a la Verdad no exponiendo con mayor
minuciosidad ese amargo trance del Nazareno. Precisamente al conocer con exactitud lo
sucedido aquella mañana en una de las cámaras del Sanedrín, uno puede llegar a intuir que
aquél fue, quizá, el momento más amargo y humillante de toda la Pasión. Mucho más, por
supuesto, que la flagelación o que la terrorífica escena del enclavamiento... Entiendo que, para
cualquier persona normal -y mucho más, lógicamente, si ese hombre «es» la propia Divinidad-,
los ultrajes y ataques a su dignidad pueden resultar más dolorosos que los golpes o torturas


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propiamente dichos. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín
central del edificio.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan,
muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior,
tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús.
Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de
muebles y sin ventilación alguna. Dos de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas
antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de
ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías
y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre
las paredes o sentándose en el duro suelo.
Mi primera impresión, al comprobar el silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue
relativamente tranquilizadora. Estaba claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes
de custodiar al reo y esperar la reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían
transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó
a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea. Después de un breve
cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus
compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel
policía.
Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas
ojeadas al preso. Algo tramaban...
En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin,
se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo
un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante.
Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez,
echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una
fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.
El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada.
Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de
Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no
tardaría en averiguarlo...
Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.
En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una
mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza,
hundiéndose en sus pensamientos.
Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al
Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado
que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la
cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y
comenzó a interrogarle:
-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?
Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.
En ese momento empecé a intuir en qué podía haber consistido aquella orden que acababan
de recibir los policías y servidores del Sanedrín. Si no recordaba mal, Anás le había formulado
esa misma pregunta. Era más que probable que el Consejo de los saduceos, escribas y fariseos,
que se había tomado un receso en el juicio, hubiera decretado que los guardianes del Maestro
trataran de aprovechar aquellos minutos para seguir interrogando y sonsacando al impostor.
-… Conocemos a Judas -añadió el lacayo con una sonrisa que me hizo temer lo peor-,
también a Simón, el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!
El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.
-… Así que te niegas a responder.
Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió,
abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de
Jesús se tambaleó.


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Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la
mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez,
tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del
Nazareno, restregándola sobre la tela.
Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del
Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero,
susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió
mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los
ángulos de la sala. Su satisfacción creció cuando me negué a aceptar mi parte.
A pesar del resentimiento que había empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra
cosa que observar y tratar de no alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de
Caballo de Troya...
Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del
Maestro.
De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...
-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el
mando...?
Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a
estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza
física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan
delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un
hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no
dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.
El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus
agresiones.
Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos
con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua,
sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser
humano.
Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos.
Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir
los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en
la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables
segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que
puso punto final á la tortura. Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué
forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de
Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante
proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)
El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita
seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un
puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero.
Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser
tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se
enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de
segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.
-¡Estúpidos! -intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es
que pretendéis acabar con él...?
El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había
quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre
la nuca del Nazareno.
Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me
temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron
que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.
Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido
en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia
del encontronazo con el suelo. Su nariz, aunque con algunos hematomas, no parecía


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gravemente lastimada por la caída. Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba
consciente en el instante del choque con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el
violento impacto con un giro de la cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en
abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.
Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue
recuperándose, aunque su rostro no guardaba semejanza alguna con aquel semblante
majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín.
La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la
túnica.
Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la
estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su
ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los
levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:
-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?
Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda
descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió
unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los
criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole.
Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando
en aquel juego despiadado1.
Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe,
el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:
-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!2.
Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los
muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus
colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló
en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido
reconocerle. El bastonazo -supongo que el primero-, y a pesar de que el tejido había
«acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la
hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían
ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de
ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.
Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a
algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y
ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia
de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por
temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del
Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo
del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el
policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del
rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas.
Los policías accedieron un tanto aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el
«arreglo». El Consejo esperaba.
1 En los antiguos textos griegos se describe un juego, denominado «muïnda», que consistía en tapar los ojos de uno
de los jugadores (bien con un lienzo o con la propia mano). Este debía adivinar el objeto que se le presentaba o a la
persona que le tocaba. Si acertaba, ocupaba su puesto aquel que había perdido.
2 El «bastardo», aunque existían diferentes interpretaciones, era, en líneas generales, el hijo nacido del adulterio.
No eran admitidos en la asamblea de Israel y tampoco sus descendientes, «hasta la décima generación». No podían
contraer matrimonio con ningún miembro legítimo de la comunidad judía, discutiéndose vivamente, incluso, si las
familias de bastardos podrían participar en la liberación final de Israel. Este insulto era considerado como una de las
peores injurias. Aquel que lo empleaba podía ser condenado a 39 azotes. (N. del m.)


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Obviamente, dentro de los planes de Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de
que yo «reparase», ni mucho menos, las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y
como ya he citado, ello estaba rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas
se disponían a asear la machacada faz del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible
ocasión de comprobar de cerca y personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin
embargo, y a pesar de esta justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar
semejante decisión...
Tomé, pues, el pico del tosco manto y con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a
limpiar los grumos de sangre que se habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las
hemorragias, tanto la producida por la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido
espectaculares, aunque tuve la impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A
juzgar por los reguerillos, plastones y sangre acumulada en barba, manto y túnica, no creo que
fuera superior a los 200 o 300 centímetros cúbicos.
Pude deducir igualmente que la capacidad de coagulabilidad de la sangre de Cristo era
normal. Tanto la brecha de la ceja como los cortes de los labios y los dos riachuelos que nacían
en los orificios de la nariz habían coagulado muy rápidamente.
Cuando aquella mitad del rostro quedó prudentemente limpia me deshice del manto y, antes de
que los domésticos de Caifás pudieran reaccionar, introduje mis dedos en el desgarrón que
había ocasionado la daga del bandido que había tratado de asaltarme en la noche del pasado
jueves y, con dos fuertes tirones, conseguí un reducido trozo de mi túnica. Lo introduje en la
boca del cántaro, humedeciéndolo cuanto me fue posible. Y acto seguido regresé a la pared
sobre la que seguía apoyado Jesús, pasando el suave lienzo color hueso sobre la deformada
nariz, labios, cejas y párpados1.
Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una
amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. Si aquel hematoma seguía
prosperando, lo más probable es que el Nazareno terminase por experimentar serias
dificultades a la hora de mantener abierto dicho ojo.
En cuanto a la nariz, la lógica imposibilidad de no poder practicar una radiografía me dejó
con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos
huesos, como saben todos los médicos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo.
En mi opinión, y después de aquella exploración, los trece huesos de la cara de Jesús
parecían intactos. Insisto, sin embargo, en mis serias dudas sobre la pareja de nasales. Dada la
violencia del golpe, cabía la posibilidad de que hubieran sido dañados. (Entiendo, además, que
la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado»
bien pudo referirse a los huesos «largos».) Hubo un especial detalle que, con la debida reserva,
me inclinó a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse
hundidos.
A lo largo de esta segunda limpieza, y cuando toqué la inflamada masa muscular de la nariz
(«piramidal» y «transverso», fundamentalmente), al palpar el área del cartílago nasal, el rabí
retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel
punto de su nariz multiplicó su dolor.
1 Gracias a aquel gesto, Caballo de Troya pudo hacerse con una Inestimable muestra de la sangre de Jesús de
Nazaret. Y aunque los análisis practicados sobre los coágulos que pasaron al trozo de mi túnica no pudieron efectuarse
con la velocidad aconsejada en estos casos, si pudimos averiguar, entre otras cosas, que el volumen de eritrocitos por
milímetro cúbico de sangre en aquellos momentos (siete de la mañana) era, aproximadamente, de 4 900 000 (algo
menos de lo normal, posiblemente como consecuencia de las pérdidas que había empezado a registrar). También
observamos algunos leucocitos (muy pocos). A través de análisis comparativos se estableció que, tanto el número de
estas células (7000 por milímetro cúbico), como los tipos examinados (neutrófilos, eosinófilos, basófilos, linfocitos y
monocitos) correspondían a lo normalmente exigido en un individuo sano. Y aunque el primer análisis fue hecho antes
de las 36 horas, no fue posible encontrar plaquetas. Todas habían desaparecido. Sin embargo, sí encontramos restos de
trombina y algunos productos propios de la degradación de la fibrina. En uno de los coágulos -que conservaba leves
restos de humedad- fue posible detectar algunas proteínas del plasma (fundamentalmente albúminas y globulinas), así
como ligeros indicios de glucosa, vitaminas, hormonas y diversos aminoácidos. No pudimos descubrir restos de
colesterol. En cuanto a la coagulación, y sólo a través de la observación personal de las heridas, pudimos establecer
que era normal. Esta deducción se vio reforzada por el análisis de una de las proteínas del plasma -el fibrinógeno-, que,
tras convertirse en fibrina, había quedado degradada. (N. del m.)


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En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando
su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó
mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi
desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la
impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto
de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia
la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el
dolor y el cansancio después de aquella paliza habían empezado a hacer mella en su
organismo.
Fui el último en abandonar aquel trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera
salido el último de los levitas para, agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los
policías había arrancado involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al
jirón ensangrentado de mi túnica y me apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y
otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del
rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir
la sorpresa. Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando
el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito
cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Juan, que se había unido a mí, no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos,
espantados, miraban y remiraban el semblante de su Maestro, sin poder dar crédito a lo que,
desgraciadamente, sólo era el principio del fin...
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y
señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea
que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión. Para el ex sumo sacerdote, la
acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en
la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la
justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía
contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a
Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces.
El cada vez más desmoralizado discípulo ni siquiera me escuchó. Tuve que zarandearle
ligeramente para que, al fin, atendiera mi pregunta. Y con los ojos húmedos me explicó que,
durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio,
«aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: ejecutar a Jesús».
Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de
la sentencia, redactado por el propio Caifás y después de no pocas discusiones.
Por un momento creí que el sumo sacerdote leería la acusación o acusaciones. Pero no fue
así. Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, tres de los
fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso». Aunque se
mostraron conformes con dar muerte al rabí, su tradicional sentido de la «pureza» les
aconsejaba según manifestaron públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad,
«a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué
había sido condenado».
Caifás no se conmovió por este desaire de los llamados «santos» o «separados» y, después
de consultar con el resto del tribunal, dio por aplazada la vista.
Y a las siete y media de la mañana, los saduceos, escribas y los escasos fariseos que se
habían mantenido fieles a Caifás desfilaron por segunda vez ante la maltrecha figura de Jesús
de Nazaret.
El Maestro no tardó en seguir los pasos de sus jueces. Fuertemente escoltado, el Galileo
permaneció unos minutos en el jardín interior del edificio del Sanedrín. En una de las esquinas,
Caifás y sus hombres siguieron discutiendo acaloradamente. Volvieron a entrar en el hemiciclo
y, al cabo de un rato, reaparecieron en el patio central. El voluminoso sumo sacerdote llevaba
dos pergaminos en su mano izquierda. Aquello me extrañó.


238
Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran
el cerco en torno al blasfemo mientras se dirigían al cuartel general romano. Anás y la mayor
parte de los jueces se despidieron de Caifás, regresando al interior de la estancia donde se
había celebrado aquella primera parte del proceso.
Judas Iscariote, que no había cruzado una sola palabra con nosotros, se unió también a la
comitiva.
El sumo sacerdote en funciones, la media docena de saduceos y el pelotón que rodeaba al
Maestro, se adentraron en las calles de la ciudad alta, en dirección a la Puerta de los Peces. Al
cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo
sacerdote. En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los
hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi
irreconocible.
Mientras marchábamos a toda prisa hacia la fortaleza reparé de nuevo en los dos rollos que
portaba Caifás. ¿Qué podían contener? ¿Se trataría de la sentencia que debía mostrar a Poncio
Pilato?
En mi mente giraba sin cesar aquel anuncio del tribunal, prometiendo una segunda parte en
el proceso. Si mis informaciones eran correctas, Jesús no volvería a pisar el Sanedrín. ¿Qué iba
a suceder entonces?
Aunque, bien mirado, y ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel
«simulacro» de juicio, ¿qué podía esperarse de una segunda y supuesta vista?
Haciendo un somero estudio del referido juicio, los sanedritas habían infringido, al menos,
doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la
pena capital. Veamos algunas de las más irritantes:
1.ª Para empezar, y según la Misná (Orden Cuarto, Sanedrín), los procesos llamados de
pena capital debían abrirse alegando la inocencia del reo y no su culpabilidad.
2.ª Los procesos de sangre -o donde se presume que puede estar en juego la vida del acusadodebían
celebrarse de día y la sentencia, si era condenatoria, jamás podía pronunciarse durante
la misma jornada. «Por eso -dice la ley judía- no puede realizarse un proceso de sangre en la
vigilia del sábado de un día festivo»1.
El «pequeño Sanedrín», al reunirse, por tanto, el viernes, 7 de abril, víspera del sábado y de
la Pascua, cometió un doble delito.
3.ª En estos procesos capitales, el juicio debía ser abierto siempre por uno de los jueces que
se sentaba al lado del más anciano, «a fin de que los jueces de menor autoridad no fuesen
influenciados por los ancianos» (en el juicio contra el Maestro fueron los falsos testigos los que
iniciaron la causa).
4.ª Y hablando de los falsos testigos, sólo la actuación de este grupo habría invalidado ya
cualquier otra vista similar. La ley judía era y es sumamente rigurosa en este sentido. Antes de
iniciarse el proceso, los testigos debían ser amonestados severamente: Se les introducía en el
interior de un recinto -dice la Misná- y se les infundía temor, diciéndoles: que no hablaran por
mera suposición, por oídas, por la deposición de otro testigo, por la declaración de un hombre
digno de fe que hubieren oído o que no fueran a creer que en último término no sería
examinada y analizada su deposición. «Habéis de saber -se les decía a los testigos- que en los
procesos de sangre, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el
falso testimonio hasta el fin del mundo...»
Nada de esto sucedió en la sede del Sanedrín. Es más: los sobornados testigos cayeron en
continuas y abrumadoras contradicciones. La misma ley aclaraba que los falsos testigos debían
ser flagelados o, incluso, condenados a muerte. Es obvio, por tanto, que aquellos individuos se
prestaron a semejante riesgo porque, previamente, se les había garantizado su inmunidad y,
naturalmente, alguna sustanciosa cantidad de dinero.
5.ª «Si el reo era encontrado culpable -sigue diciendo la ley mosaica- la sentencia debía ser
aplazada para el día siguiente.» Como ya he mencionado, nada de esto se respetó. A lo sumo,
el tribunal levantó la sesión durante media hora, regresando a la sala de inmediato. «En el
entretanto -prosigue la ley-, los jueces se reúnen de dos en dos, comen muy frugalmente, no
1 Así lo dice la ley (Misch., tratado «Sanedrín», capítulo IV, n.º 1). (N. del m.)


239
beben vino durante todo el día, pasan discutiendo y deliberando toda la noche y, por la
mañana, se levantan temprano y van al tribunal.»
6.ª Si después de todo esto siguen considerando al prisionero culpable de la pena capital, la
sentencia definitiva debía emitirse mediante votación. «Si doce lo declaraban inocente y doce lo
declaraban culpable, era declarado inocente. Si doce lo declaraban culpable y once inocente o,
incluso, once lo declaraban inocente y otros once culpable y uno decía "no sé", o incluso si
veintidós lo declaran inocente o culpable y uno dice “no se”, se han de añadir más jueces.»
¿Hasta cuántos habían de añadirse?
«Siempre de dos en dos hasta alcanzar los 71»
En el proceso presidido por Anás y Caifás no se produjo ninguna votación.
7.ª La ley hebrea prohibía que una misma persona fuera juez y acusador. En nuestro caso,
Caifás acaparó ambos puestos.
8.ª Tampoco fue anunciada la sentencia, tal y como prescribía la ley: «... Se escribe (la
sentencia) y se envían mensajeros a todos los lugares, diciendo fulanito de tal, hijo de fulanito
de tal, ha sido condenado a muerte por el tribunal.»
Esta fue una de las razones por la que los tres fariseos que formaban parte del Consejo
decidieron retirarse. Y en el colmo de la irregularidad jurídica, ni siquiera el propio procesado
conoció el texto definitivo de dicha sentencia a muerte. (Tal y como veremos más adelante,
Jesús de Nazaret murió sin saber «oficialmente» su culpa...)
9.ª Incluso la respuesta dada por el Maestro a Caifás, cuando éste le conjuró a que declarase
si era el Mesías, no fue motivo de blasfemia, tal y como señalaba la ley. Según la Misná, «el
blasfemo no es culpable en tanto no mencione explícitamente el Nombre». En la contestación
de Jesús, como se recordará, no se citaba el «Nombre»; es decir, Yavé, Dios o el Divino. Jesús
dijo: «Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de
poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.» ¿Dónde aparece en estas frases el
«Nombre» explícito de Dios?
10.ª Y en el caso de que así hubiera sido, la ley especificaba que, «una vez concluido el
juicio, no lo sentenciarán a muerte usando la circunlocución, sino que echarán a todo el público
fuera de la sala del juicio y preguntarán al testigo de más dignidad: "Di, ¿qué oíste de modo
explícito?" Aquél lo dice. Entonces los jueces se ponían en pie, rasgando sus vestiduras que no
podían volver a unir.
El segundo testigo decía: "También yo oí lo que él" y el tercero afirmaba: "También yo (oí)
como él"».
¿Es que en el juicio contra el Nazareno sucedió algo de esto? Ni siquiera Caifás llegó a
rasgarse verdaderamente las vestiduras...
11.ª Si el Tribunal consideró que Jesús era un falso profeta -como así ocurrió-, la ley
tampoco autorizaba su juicio, a no ser por el «gran Sanedrín», formado siempre por 71
miembros. Y aquél, como ya dije, sólo constaba, oficialmente, de 23.
12.ª Por último, aunque, como digo, el rosario de fallos e irregularidades en esta causa
podría ser muy extenso, los jueces no respetaron tampoco las normas legales, que señalaban
los lunes y jueves, como fechas oficiales para las distintas comisiones y asambleas de los
tribunales de justicia (así lo marca la Misná en su Orden Tercero, capítulo 1).
Mientras duró mi entrenamiento para esta misión, tuve la oportunidad de investigar en
numerosas fuentes, observando cómo, hasta hoy, entre los exegetas y demás autores y
estudiosos de esta parte de la Biblia no existe acuerdo sobre quiénes fueron los responsables
del juicio y posterior condena a muerte del Nazareno. Para muchos (fundamentalmente autores
judíos), el Sanedrín de aquella época gozaba de la prerrogativa de la pena capital. «Y si Jesús
de Nazaret -dicen- fue ejecutado al estilo romano es porque el conflicto no iba con ellos»1.
1 Así piensan y escriben, entre otros, autores como 8. Zeitlin (The crucifixion of Jesus reexamined»), H. Mantel
(Studies in the Story of the Sanhedrin), P. Winter (On the trial of Jesus), J. Carmichael (The death of Jesus), D. Flusser,
J. Isaac, H. Cohn, W. R. Wilson, Catchpole y un largo etcétera. (N. del m.)


240
Para otros, el Consejo Supremo de la comunidad israelita cl Sanedrin- podía juzgar, pero nunca
aplicar y ejecutar la pena máxima. En este supuesto, las castas sacerdotales no tuvieron más
remedio que acudir ante Poncio Pilato, para que confirmase la sentencia1.
Nunca he podido comprender el porqué de estas diferencias de criterios, al menos entre los
exegetas y escritores católicos. La mayoría se manifiesta conforme con el misterioso y
difícilmente comprobable suceso de la resurrección de Jesús (siempre desde un punto de vista
histórico-científico) y, sin embargo, corren ríos de tinta a favor y en contra de la jurisdicción
penal del Sanedrín. Si profundizasen de verdad en el asunto -amén de las numerosas
referencias históricas sobre la potestad de Roma y de sus procuradores- observarían que,
teniendo en cuenta el odio de Caifás y sus correligionarios hacia Jesús, lo fácil hubiera sido
dictar esa pena capital y ejecutarla sin más. El hecho incuestionable de su visita a la fortaleza
Antonia y e] sometimiento general judío al juicio de Poncio están gritando un hecho objetivo:
era Roma quien, en definitiva, tenía la última palabra. En los casos de las muertes de Esteban
(año 36 de nuestra Era) y de Santiago, uno de los hermanos de Jesús de Nazaret (año 62
después de Cristo), muchos de los defensores de la « culpabilidad romana» en la ejecución del
Maestro de Galilea han pretendido ver dos muestras decisivas de esa capacidad legal del
Sanedrín para dictar y ejecutar sentencias máximas. Entiendo, no obstante, que ambas
lapidaciones o apedreamientos -llevados a cabo, efectivamente, por el Sanedrín- ocurrieron en
sendos períodos en los que la provincia romana de Judea se encontraba temporalmente sin
procurador. En el año 36, Vitelio envió a Pilato a Roma para rendir cuentas ante el emperador
Tiberio y en el 62, según narra Flavio Josefo (Antigüedades, XX,197 y ss.), el procurador
romano Festo acababa de morir y su sustituto, Albino> no había llegado aún a Judea.
Existe, además, otro contrasentido. Si el Sanedrín hubiera gozado verdaderamente de esa
capacidad legal para aplicar y consumar la pena de muerte, ¿por qué Jesús no fue ajusticiado al
«estilo judío»?
La ley judía, una vez más, era sumamente cuidadosa en este aspecto. En el Orden Cuarto
(capítulo VII), la Misná dice textualmente: «El tribunal podía infligir cuatro tipos de penas de
muerte: la lapidación, el abrasamiento, la decapitación y el estrangulamiento.»
Generalmente, la lapidación o apedreamiento era la pena más dura. Era aplicada -y sigo
citando la ley hebrea- a los siguientes: «al que tiene relación sexual con su madre o con la
mujer de su padre o con la nuera o con un varón o con una bestia; la mujer que trae a sí una
bestia (para copular con ella); el blasfemo; el idólatra; el que ofrece sus hijos a Molok (un
ídolo); el nigromántico; el adivino; el profanador del sábado; el maldecidor del padre o de la
madre; el que copula con una joven prometida; el inductor, que induce a un particular a la
idolatría; el seductor, que lleva a toda una ciudad a la idolatría; el hechicero y el hijo obstinado
y rebelde».
En cuanto al «abrasamiento» -que tuve la oportunidad de contemplar en mi segundo «gran
viaje»-, la ley establecía que eran reos de semejante ejecución «el que tenía relación sexual
con una mujer y con su hija y la hija del sacerdote que había fornicado (después de haber
contraído matrimonio)».
Morían decapitados «el homicida y los habitantes de una ciudad apóstata».
Por último, la pena de estrangulamiento recaía en los siguientes:
«En el que hiere a su padre o a su madre; en el que rapta a una persona en Israel; en el
anciano que se rebela contra la sentencia del tribunal; en el falso profeta; en el que profetiza
en nombre de un ídolo; en el que tiene relación sexual con la mujer de otro; en el que levante
falso testimonio contra la hija de un sacerdote o se acueste con ella.»
Admitiendo, en consecuencia, que el Sanedrín hubiese tenido la potestad para ejecutar a
Jesús, y silos cargos más importantes eran los de «blasfemo», «falso profeta», «mago» y «
profanador del sábado», lo lógico hubiera sido que los hebreos lo hubiesen lapidado o
estrangulado. ¿Por qué pidieron entonces su muerte por crucifixión?
En mi opinión sólo puede obedecer a una doble razón: primera, porque el tribunal sabía que
era el procurador romano quien debía decidir. Y segunda, porque en aquel simulacro de juicio,
la mayor parte de los jueces fueron saduceos. En otras palabras, la rama «dura» de las castas
1 Entre los defensores de esta segunda hipótesis se hallan, por ejemplo, Blinzler (El proceso de Jesús), Jeremías, E.
Lohse (Sunedrion), Strack-Billerbeck, Mommsen (Römische Strafrecht), Sherwin-White (Roman Society and Roman Law
in the New Testament), A. Strobel (Die Stunde der Wharheit), E. Schurer, etcétera. (N. del m.)


241
sacerdotales. Caifás era uno de ellos y supo ganarse a un importante grupo, que fue el que
asistió a la sesión matinal del «pequeño Sanedrín». Como ya cité, los saduceos -calificados en
los Hechos de los Apóstoles (5,17) como «el cerco del sumo sacerdote Caifás»- estaban en
abierta oposición a los fariseos, disfrutando de una «teología» y «código penal» propios. Si el
Tribunal hubiera estado constituido por una mayoría de fariseos, posiblemente las cosas
habrían sido muy distintas y Jesús habría terminado su vida apedreado o estrangulado. Pero la
muerte por crucifixión era mucho más vil y humillante que las dictadas por la ley mosaica y es
casi seguro que la mayoría saducea se inclinara por aquélla, apurando hasta el límite su odio
contra el impostor. Sin embargo, la duda seguía llameando en mi cerebro. ¿Por qué los
inquisidores sanedritas habían gritado y volverían a gritar frente a Poncio Pilato la pena de
crucifixión?
Sólo al tener cumplido conocimiento de las acusaciones que, en efecto, figuraban en uno de
los pergaminos que llevaba Caifás pude despejar la incógnita.
Antes, un hecho totalmente imprevisto me obligaría a cambiar los planes de Caballo de Troya...


242
Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando la reducida comitiva dejó atrás
el barrio alto de Jerusalén. Caballo de Troya había creído desde un principio que el encuentro
de los sanedritas con el procurador romano tendría lugar precisamente por el portalón y túnel
de la fachada oeste de la Torre Antonia (aquella por la que yo había tenido acceso en compañía
de José, el de Arimatea). Pero no fue así. Caifás y los saduceos cruzaron ante el muro de
protección situado frente al foso y, sin dudarlo, doblaron la esquina noroeste, en dirección a
otra de las puertas de entrada al cuartel general de Poncio en la ciudad santa. Yo había
convenido con Pilato y su primer centurión, Civilis, que mi ingreso en la fortaleza se produciría
por el puesto de guardia ya mencionado. Y durante algunos segundos, mientras mi cerebro
buscaba una solución, me dejé arrastrar -casi por inercia- por el pelotón. Al doblar aquella
esquina de Antonia, la súbita presencia del anciano José de Arimatea y otro joven hebreo hizo
que olvidara momentáneamente mis dudas. José, lógicamente, estaba al tanto de los pasos de
Jesús y del sumo sacerdote. Aunque no lo había visto en el juicio, deduje que sus «contactos»
le mantenían puntualmente informado. El hecho de estar allí era una prueba.
Caifás tuvo que ver a José. Pasó prácticamente a su lado. Sin embargo, ni siquiera le saludó.
El anciano, al descubrir al Maestro, se sobrecogió. Aunque posiblemente estaba informado
también de la tortura a que había sido sometido, al comprobarlo por si mismo palideció. Sin
levantar demasiadas sospechas fui quedándome atrás, hasta unirme a él y a su compañero. Y
así seguimos al pelotón.
El de Arimatea, que parecía haber perdido las esperanzas que había tratado de contagiarme
en el patio del palacete de Anás, al captar mi desconfianza por la presencia de aquel joven
desconocido me insinuó que hablase abiertamente. Su acompañante era uno de los «correos»
de David Zebedeo. Estaba allí, según me explicó, para transmitir las últimas noticias al cuerpo
de emisarios que había sido centralizado por David en el campamento de Getsemaní.
De esta forma, conforme nos aproximábamos a la puerta norte de la Torre Antonia, José y el
emisario me pusieron en antecedentes de la suerte que habían corrido los restantes discípulos y
de los que no tenía noticia alguna desde el prendimiento.
La mayor parte de los griegos y discípulos que fueron testigos de la captura del Maestro en
el camino que discurre por la falda del Olivete terminó por volver al huerto de Simón, «el
leproso», despertando a los ocho apóstoles y demás seguidores, que permanecían ajenos a lo
que estaba ocurriendo.
Minutos más tarde, era el jovencísimo Juan Marcos quien corría hasta la cima del Monte de
las Aceitunas, poniendo sobre aviso a David Zebedeo, que seguía montando guardia y al
margen de los últimos sucesos.
Tras unos primeros momentos de lógica confusión, el grupo se concentró en torno al molino
de piedra situado a la entrada de la finca, iniciándose una viva polémica. Andrés, como jefe de
los apóstoles, se hallaba tan confuso que no pudo pronunciar palabra alguna. Y fue Simón, el
Zelote; quien, por último, terminó por encaramarse al muro de la almazara, arengando a sus
compañeros para que tomaran las armas y se lanzaran en persecución de los guardias,
liberando a Jesús.
Según el «correo» -testigo presencial de aquellos acontecimientos-, casi todos los presentes
en aquella madrugada en el huerto (alrededor de medio centenar) respondieron con
vehemencia a la invitación del «revolucionario» Simón, miembro activo como ya he insinuado
en alguna ocasión- del grupo clandestino y terrorista de los «Zelota».
Y es muy posible que se hubiesen lanzado monte abajo en busca del Maestro, de no haber
sido por la oportunísima mediación de Bartolomé. Una vez que Simón el Zelote hubo hablado,
Bartolomé pidió calma y recordó a sus amigos las continuas enseñanzas sobre la no violencia
que les había impartido Jesús. El apóstol, con una gran cordura, refrescó la memoria de los
excitados discípulos, hablándoles de las palabras que había pronunciado el rabí aquella misma
noche y a través de las cuales había ordenado que protegieran y conservaran sus vidas, en
espera del momento crucial de la dispersión y de la propagación del reino de los cielos.
La tesis de Bartolomé fue apoyada vivamente por Santiago, el hermano de Juan Zebedeo,
quien explicó también a sus compañeros cómo Pedro, algunos de los griegos y él mismo habían


243
desenvainado sus espadas en el momento de la captura de Jesús y cómo el Maestro les había
invitado a que guardaran las armas.
Los ánimos, al parecer, fueron apaciguándose. Después intervinieron también Felipe y Mateo
y por último Tomás, que insistió con su característico sentido práctico, en la necesidad de «no
exponerse a peligros mortales», tal y como Jesús había sugerido a su amigo Lázaro. Los
razonamientos de Tomás -rogando a los discípulos, que se dispersasen en espera de nuevos
acontecimientos- terminaron por doblegar el ansia de lucha de los seguidores del Cristo y los
discípulos desaparecieron definitivamente.
Hacia las dos y media o tres menos cuarto de esa madrugada, el huerto quedó desierto. Sólo
David Zebedeo y un reducido grupo de mensajeros continuaron en el campamento,
preparándose para una misión que, como ya insinué, resultaría vital. El intrépido discípulo supo
organizarse de tal forma que, bien a través de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y de otros
«agentes», pudo disponer de una notable y precisa información sobre el discurrir de los
acontecimientos. Cada hora, aproximadamente, uno de sus veloces mensajeros se entrevistaba
con los anteriormente citados, trasladando las noticias al improvisado «cuartel general» de
Getsemaní. Desde allí, a su vez, David enviaba a otros «correos» a los puntos donde hablan
acordado ocultarse los apóstoles: cinco de ellos -Bartolomé, Felipe, los dos gemelos y Tomásen
las aldeas de Betfagé y Betania. Los cuatro restantes -Simón Zelote, Santiago, Tomás y
Andrés- en Jerusalén.
Cuando pregunté al emisario por Pedro, el joven me tranquilizó. Poco después del amanecer,
David lo había encontrado en los alrededores del campamento, sin rumbo fijo y lleno de
tristeza. Es posible que en aquellos momentos, ni David Zebedeo ni el emisario ni ninguno de
los discípulos supieran la verdadera razón de aquella inmensa angustia del fogoso Simón. El
caso es que David ordenó a uno de los «correos» que le acompañase hasta la casa de
Nicodemo, en la ciudad santa, lugar de concentración de su hermano Andrés y de los otros tres
apóstoles.
Aquel mismo emisario que acompañaba a José de Arimatea me informó también que, poco
después de la partida de Pedro, llegó al huerto Judas, uno de los hermanos carnales del
Maestro. Se había anticipado al resto de su familia y allí supo del trágico arresto de Jesús. A
petición de David Zebedeo, regresó a la carrera por el sendero que atraviesa el Olivete,
reuniéndose con María, su madre, y con los demás componentes de su familia. Las órdenes de
David eran que la familia del Maestro permaneciese, de momento, en la casa de Marta y María,
en Betania. Y así se hizo.
Esto significaba que María, la madre de Jesús de Nazaret, se hallaba ya en las proximidades
de Jerusalén..., y que, por supuesto, debía estar advertida de cuanto ocurría con su hijo.
La posibilidad de ese encuentro con María me estremeció...
El viento soplaba con mayor fuerza. Cuando alcanzamos a Caifás y a sus huestes, uno de los
dos legionarios que montaban guardia en la cara norte del muro exterior que rodeaba la
fortaleza había acudido al interior del cuartel, con el anuncio de la presencia de aquel destacado
grupo de sacerdotes. Al parecer, el sumo sacerdote había advertido al centinela que el
procurador sabía ya de aquella temprana visita. José y yo nos miramos, deduciendo que Poncio
Pilato podía haber tenido conocimiento de este hecho por los judíos que le habían solicitado una
escolta la noche anterior.
Sea como fuere, el caso es que Poncio hacía rato que aguardaba la llegada de esta
representación del Sanedrín.
Mientras esperábamos a las puertas del parapeto de piedra, anuncié al de Arimatea que,
aprovechando la orden que me había extendido el propio procurador, intentaría adelantarme a
Caifás y a su pelotón. José asintió, añadiendo que él tenía intención de seguir al lado del
Maestro y que, presumiblemente, nos volveríamos a ver en el interior de la residencia del
procurador.
Así que, olvidando mi proyectada entrada en la Torre Antonia por el túnel del ala Oeste,
extraje el salvoconducto, mostrándoselo al legionario. Este, al leer la autorización y escuchar el
nombre de Civilis, me franqueó el paso, señalándome a varios soldados que montaban guardia
al otro lado del foso, junto a una gran puerta practicada en la muralla y flanqueada por dos
torretas de vigilancia.


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Al cruzar el puente levadizo, similar al que facilitaba el acceso por el túnel, uno de los
guardias me salió al paso. Tuve que repetir la operación. El centinela revisó la orden del
procurador y me ordenó que esperase. Después salió del puesto de guardia, adentrándose en el
interior de la fortaleza. Aquella monumental puerta, coronada por un arco de medio punto,
estaba provista de dos grandes batientes de madera, asegurados a unos postes verticales,
susceptibles de girar en cajas de piedra. Supuse que, de esta manera, en momentos de peligro
o ataque, los batientes podían cerrarse, siendo atrancados desde el interior.
Pocos minutos después, el legionario me llamaba desde unas escalinatas de piedra
existentes al fondo. Caminé en solitario hacia el centinela, salvando un ancho patio,
perfectamente adoquinado con cantos rodados. Al pie de las escalinatas, el soldado me indicó a
un oficial, comentando:
-Éste te conducirá hasta Civilis...
Y así fue. Al final de aquellos quince peldaños me aguardaba un centurión.
La escalinata permitía el acceso a una especie de terraza rectangular, cuidadosamente
embaldosada y cercada por ambos flancos con una serie de balaustres de mármol de un metro
de altura.
Aquélla era la entrada principal de lo que podríamos denominar la residencia privada del
procurador: un edificio suntuoso y relativamente apartado del conjunto, aunque dentro de la
fortaleza.
El oficial me condujo al interior: un «hall» de extraordinarias dimensiones del que
arrancaban tres escalinatas, todas de mármol blanco.
-Espera aquí -me dijo mientras se dirigía a las escaleras situadas frente a la puerta de doble
hoja del vestíbulo. Al pie de dicha escalinata montaban guardia otros dos soldados, con sus
lanzas y cotas de malla.
Obedecí, contemplando con admiración la serie de grandes vidrieras multicolores que se
alineaban a lo largo de los muros, proporcionando a la estancia una abundante luz natural. En
las paredes, revestidas de granitos procedentes de Siena, habían sido abiertos numerosos
nichos en los que reposaban bustos del emperador, jarrones griegos decorados con escenas
mitológicas y candelabros de plata.
El piso del «hall» había sido recubierto con un extenso mosaico, que nada tenía que envidiar
a los que yo había visto en las ruinas de Pompeya.
Ensimismado con aquella exquisita decoración no me percaté de la llegada de Civilis.
El centurión y comandante de la legión me saludó sonriente. En esta ocasión se tocaba con
un casco de metal sumamente pulido y rematado por un penacho de plumas rojas.
Antes de que pudiera explicarle que deseaba cambiar mis planes, Civilis se adelantó hasta la
puerta del «hall» y señalando el portalón de la muralla me anunció que « el día acababa de
complicarse».
-Poncio deberá recibir esta mañana -me dijo con un gesto de disgusto- a varios
representantes del Consejo de Justicia de los judíos...
-Lo sé -repuse- y precisamente quería hablarte de ello...
El centurión me miró sorprendido.
He oído que los judíos tratan de juzgar a un mago. Lo he visto al pasar. Sabes que me
intereso por los astros y sus designios y quisiera pedirte y pedirle al procurador un pequeño
cambio de planes.
Civilis siguió escuchándome con atención.
-Tengo entendido -proseguí- que ese hombre al que llaman Jesús de Nazaret ha obrado
grandes portentos y, abusando de vuestra hospitalidad, desearía estar presente cuando sea
presentado a Poncio.
Y antes de que el centurión pudiera responder, remaché mis palabras con una afirmación
que, tal y como esperaba, sólo a medias prendió la curiosidad del romano:
He sabido que hoy mismo, tú, el procurador, yo y toda la ciudad tendremos la oportunidad
de asistir a un extraño suceso celeste...
El pragmático e incrédulo oficial sonrió burlonamente, limitándose a contestar:
-Está bien, Jasón. Se lo diré a Poncio...
Civilis desapareció por la escalinata central, en busca del procurador, no sin antes
advertirme que no me moviera de allí.


245
-Esas ratas -me comentó refiriéndose a los sacerdotes que aguardaban junto al parapeto
exterior- no tienen escrúpulos para pedirnos que se ejecute a uno de los suyos y, sin embargo,
no quieren entrar en el pretorio por miedo a contaminarse y no poder celebrar su maldita
Pascua...
Civilis llevaba razón. Los judíos -y muy especialmente los miembros de las diferentes castas
sacerdotales- tenían prohibido entrar durante la celebración de la fiesta anual de la Pascua en
las casas de los gentiles (todas ellas eran sospechosas de albergar alimentos que pudieran
contener levadura, y este contacto con sustancias fermentadas estaba rigurosamente
prohibido)1.
Esto me hizo pensar que el procurador y sus hombres no tendrían más remedio que
escuchar a Caifás y a los saduceos «a las puertas» del pretorio. (Casi seguro -deduje- muy
cerca de esas escalinatas que acabo de subir.) Y dispuse mi «vara de Moisés» para el que iba a
ser el primer encuentro oficial de Poncio con los miembros del Sanedrín.
En efecto, hacia las ocho y quince minutos de aquella mañana del viernes, 7 de abril, el
obeso procurador apareció en lo alto de la escalera central del «hall» donde yo esperaba. Venía
acompañado de Civilis y de tres o cuatro centuriones más.
Al verme se apresuró a bajar las escalinatas, saludándome con el brazo en alto. Poncio había
cambiado la indumentaria. En esta ocasión, y dada su calidad de representante del César, se
había enfundado en una coraza de metal, corta y «musculada», bellamente trabajada y
brillante como un espejo, al estilo de los mejores blindajes griegos de la época. Bajo la
armadura lucía una túnica corta de seda, de media manga, de color hueso, meticulosamente
planchada y rematada por flecos de oro. El voluminoso vientre del procurador sobresalía por
debajo de la coraza, proporcionándole un perfil muy poco caballeresco.
Alrededor de su cuello y colgando por la espalda traía un manto o sagum de una tonalidad
«burdeos» muy apagada. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus piernas: aparecían
totalmente ceñidas con bandas de lino. Aquello me hizo sospechar que el procurador padecía de
varices.
El centurión jefe le había puesto en antecedentes de mis deseos y de ese «presagio» celeste
que había adelantado a Civilis y, sin poder contener su morbosidad, me interrogó, al tiempo
que me invitaba a caminar junto a él hacia la puerta de entrada a su residencia.
Le expliqué como pude que «los astros habían anunciado para esa misma mañana un
funesto augurio y que, por el bien de todos, extremase sus precauciones...».
No hubo tiempo para más. Poncio Pilato y sus oficiales se detuvieron en la «terraza»,
mientras uno de los centuriones descendía las escaleras, en busca, sin duda, de Caifás y de
aquel galileo que había empezado a estropear la apacible jornada del procurador. El viento
despeinó a Poncio, poniendo en dificultades su postizo. Aquello debió acrecentar su ya evidente
malhumor. El hecho de tener que salir a las puertas del pretorio para recibir al sumo sacerdote
y a los miembros del Sanedrín no le había hecho muy feliz...
Al poco vi aparecer por el arco de la muralla al grupo que encabezaba Caifás.
Inmediatamente detrás de éste, Jesús, el legionario romano que le había custodiado durante
toda la noche, Juan Zebedeo y los levitas y criados del Sanedrín.
Al llegar al pie de la escalinata, los saduceos se detuvieron, advirtiendo al procurador que su
religión les impedía dar un solo paso más. Poncio miró a Civilis y con un gesto de disgusto
avanzó hasta situarse en el filo mismo de los peldaños. Una vez allí, y en tono desabrido, les
preguntó:
-¿Cuáles son las acusaciones que tenéis contra este hombre?
Los jueces intercambiaron una mirada y, a una orden de Caifás, uno de los saduceos
respondió:
-Si este hombre no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído...
Poncio guardó silencio. Sujetó su manto y comenzó a descender las escaleras.
Inmediatamente, Civilis y los centuriones se apresuraron a seguirle, rodeándole.
El romano, siempre en silencio, se aproximó a Jesús, observándole con curiosidad El Maestro
permanecía con la cabeza baja y las manos atadas a la espalda. Sus cabellos, revueltos por el
fuerte viento, ocultaban en parte las excoriaciones de su rostro.
1 En su Orden Segundo, la Misná establece que en la noche del 14 del mes de Nisán (vigilia de la fiesta de Pascua)
«debía rebuscarse toda sustancia con levadura (generalmente cereales) a la luz de una vela». (N. del m.)


246
Poncio dio una vuelta completa en torno al Nazareno. Después, sin hacer comentario alguno,
pero con una evidente mueca de repugnancia en sus labios, volvió a subir los peldaños. Sin
lugar a dudas -y Civilis me confirmaría esta sospecha poco después-, el procurador había sido
previamente informado de la sesión matinal del Sanedrín, así como de las discrepancias
surgidas entre los jueces a la hora de fijar las acusaciones. (Según Civilis, una de las sirvientas
y el intérprete de la esposa de Pilato, Claudia Prócula, conocían las enseñanzas de Jesús de
Nazaret, habiendo informado al procurador de los prodigios y de las predicaciones del rabí.)
Cuando se encontraba en mitad de la escalinata, Pilato se detuvo y, girando sobre sus
talones, se encaró de nuevo con los hebreos, diciéndoles:
-Dado que no estáis de acuerdo en las acusaciones, ¿por qué no lleváis a este hombre para
que sea juzgado de conformidad con vuestras propias leyes?
Aquellas frases del procurador cayeron como un jarro de agua fría sobre los sanedritas, que
no esperaban semejante resistencia por parte de Poncio. Y, visiblemente nerviosos,
respondieron:
-No tenemos derecho a condenar a un hombre a muerte. Y este perturbador de nuestra
nación merece la muerte por cuanto ha dicho y hecho. Esta es la razón por la que venimos ante
ti: para que ratifiques esta decisión.
Pilato sonrió maliciosamente. Aquel público reconocimiento de la impotencia judía para
pronunciar y ejecutar una sentencia de muerte, ni siquiera contra uno de los suyos, le había
llenado de satisfacción. Su odio por los judíos era mucho más profundo de lo que podía
suponer.
-Yo no condenaré a este hombre -intervino el romano, señalando a Jesús con su mano
derecha- sin un juicio- Y nunca consentiré que le interroguen hasta no recibir, por escrito -
recalcó Poncio con énfasis-, las acusaciones...
Sin embargo, el procurador había subestimado a los sanedritas. Y cuando Pilato consideraba
que el asunto había quedado zanjado, suspendiendo así el enojoso asunto, Caifás entregó uno
de los dos rollos que portaba a un escriba judicial que los acompañaba, rogando al procurador
que escuchase las «acusaciones que había solicitado».
Aquella maniobra sorprendió a Poncio, que no tuvo más remedio que detener sus pasos
cuando estaba a punto de entrar en su residencia. Cada vez más irritado por la tenaz
insistencia de Caifás y los saduceos, se dispuso a escuchar el contenido de aquel pergamino.
El escriba lo desenrolló y, adoptando un tono solemne, procedió a su lectura:
-El tribunal sanedrita estima que este hombre es un malhechor y un perturbador de nuestra
nación, en base a las siguientes acusaciones:
»1.ª Por pervertir a nuestro pueblo e incitarle a la rebelión.
»2.ª Por impedir el pago del tributo al César.
»3.ª Por considerarse a sí mismo como rey de los judíos y propagar la creación de un nuevo
reino.
Al conocer aquellas acusaciones oficiales comprendí que dicho texto -que nada tenía que ver
con lo discutido en el juicio- había sido amañado por Anás y el resto de los miembros del
Consejo en su segunda entrada en la sala del Tribunal, mientras el Maestro y todos los demás
esperábamos en el patio central del edificio del Sanedrín. Ahora me explicaba el porqué de
aquellas agrias discusiones entre Caifás, Anás y los jueces y la súbita aparición de un segundo
pergamino en las manos del sumo sacerdote, momentos antes de salir hacia la Torre Antonia.
Muy astutamente, los saduceos habían preparado aquellas tres acusaciones, de forma que el
procurador romano se viera inevitablemente involucrado en el proceso.
Poncio pidió a Civilis que se aproximara y le susurró algo al oído. El centurión asintió con la
cabeza. (Aquella consulta confidencial -según supe por el comandante en jefe de la legión- se
había centrado en las informaciones que obraban en poder del procurador y que, tal y como
todos sabíamos, señalaban que el complot contra el Nazareno tenía unas raíces pura y
estrictamente religiosas.)
Pilato comprendió al momento que aquel «cambio» en la estrategia de los sacerdotes
obedecía únicamente a su fanatismo y ciego odio hacia aquel visionario, que había sido capaz
de desafiar la autoridad del sumo pontífice, ridiculizando a las castas sacerdotales. Sin
proponérselo, Caifás y sus esbirros habían conseguido con aquel engaño que Poncio Pilato se
inclinase ya, desde un principio, no en favor de Jesús -a quien prácticamente ignoraba- sino en
contra de aquella «ralea de mala madre», según palabras del propio romano. (Era sumamente


247
importante tener en cuenta estos hechos, de cara a la conducta y a los sucesivos intentos del
representante del emperador por liberar al Maestro. Nada hubiera satisfecho más su desprecio
hacia la suprema autoridad judía que hacerles morder el polvo, poniendo en libertad al
prisionero.)
Pero los acontecimientos -a pesar del procurador- iban a tomar caminos insospechados...
Poncio guardó silencio. Dirigió una mirada de desprecio a los jueces y descendiendo los
escalones por segunda vez se abrió paso hasta el Galileo. Una vez allí, ante la expectación
general, preguntó al Maestro qué tenía que alegar en su defensa. Jesús no levantó el rostro.
Civilis, que había seguido los pasos de su jefe, levantó el bastón de vid, dispuesto a golpear
al Galileo por lo que consideró una falta de respeto. Pero el procurador le detuvo. Aunque su
confusión y disgusto eran cada vez mayores, el romano comprendió que aquél no era el
escenario más idóneo para interrogar al prisionero. La sola presencia de los sanedritas podía
suponer un freno, tanto para él como para el reo. Y volviéndose hacia el primer centurión dio
las órdenes para que condujeran al gigante al interior de su residencia.
Civilis hizo una señal al soldado que custodiaba al rabí y ambos, en compañía de Juan
Zebedeo y de algunos de los domésticos del Sanedrín, siguieron a Pilato y a los oficiales.
Caifás y los jueces permanecieron en el patio. La contrariedad reflejada en sus rostros ponía
de manifiesto su frustrado deseo de acompañar a Jesús de Nazaret y asistir al interrogatorio
privado. Pero su propio fanatismo religioso acababa de jugarles una mala pasada (por
supuesto, dudo mucho que Pilato hubiera autorizado su presencia en el citado interrogatorio).
Al cruzar junto a mí, el procurador me hizo un gesto, invitándome a que le acompañase.
-Dime, Jasón -me preguntó Poncio mientras atravesábamos el «hall» en dirección a la
escalinata frontal-, ¿conoces a este mago?... ¿Crees que puede resultar un «zelota»?
Aquél fue un momento especialmente delicado para mí. Hubieran sido suficientes unas pocas
explicaciones para inclinar definitivamente la balanza del inestable procurador a favor del
Maestro. Pero aquél no era mi cometido. Y respondí a su pregunta con otra pregunta:
-Tengo entendido que tus hombres fueron destacados anoche hasta una finca en Getsemaní
y con el propósito de registrar un posible campamento «zelota». ¿Encontraron a esos
guerrilleros?
El procurador, a quien le costaba trabajo subir las 28 escaleras, se detuvo jadeante.
-Y tú, ¿cómo sabes eso?
Mientras Civilis dirigía al Nazareno y al reducido grupo por un luminoso corredor de mármol
númida, sembrado a derecha e izquierda de estatuas que descansaban sobre pedestales de
Carrara, tranquilicé a Poncio, narrándole mi «casual» encuentro con los dos legionarios que
perseguían a uno de los simpatizantes del «mago».
El procurador me confesó entonces que sus informes sobre el tal Jesús de Nazaret se
remontaban a años atrás, especialmente desde que uno de sus centuriones le confesó cómo
aquel mago había curado a uno de sus sirvientes más queridos, en Cafarnaúm. Poco a poco,
Poncio Pilato había ido reuniendo datos y confidencias suficientes como para saber si aquel
grupo que encabezaba el rabí era o no peligroso desde el único punto que podía interesarle: el
de la rebelión contra Roma.
Los agentes del procurador cerca del Sanedrín le habían advertido de las numerosas
reuniones celebradas para tratar de prender y perder al Nazareno. Pilato, por tanto, estaba al
corriente de las intenciones de los que esperaban en el patio y del carácter «místico y
visionario» -según expresión propia- del movimiento que encabezaba Jesús.
-¿Por qué iba a satisfacer a esos envidiosos -concluyó Pilato-, deteniendo a unos pobres
diablos cuyo único mal es creer en fantasías y sortilegios?...
Aquellas revelaciones del gobernador de la Judea me abrieron definitivamente los ojos.
Estaba claro que, por mi parte, también había subestimado el poder de Poncio. Era lógico que
en una provincia como aquélla, tan levantisca y difícil, el poder de Roma tuviera los suficientes
resortes y tentáculos como para saber quién era quién. Y, evidentemente, Poncio sabía quién
era el Maestro.
-Sin embargo -tercié con curiosidad-, ¿por qué accediste a enviar un pelotón de soldados a
Getsemaní?
El procurador volvió a sonreír maliciosamente.


248
-Tú no conoces aún a esta gente. Son testarudos como mulas. Además, mis relaciones...,
digamos «comerciales», con Anás, siempre han sido excelentes. No voy a negarte que la
procuraduría recibe importantes sumas de dinero, a cambio de ciertos favores...
No me atreví a indagar sobre la clase de «favores» que prestaba aquel corrupto
representante del César, pero el propio Poncio me facilitó una pista:
-Anás y ese carroñero que tiene por yerno han hecho grandes riquezas a expensas del
pueblo y del tráfico de monedas y de animales para los sacrificios... Te supongo enterado del
descalabro sufrido por los cambistas e intermediarios de la explanada del Templo, precisamente
a causa de ese Jesús. Pues bien, mis «intereses» en ese negocio me obligaban en parte a
salvar las apariencias y ayudar al ex sumo sacerdote en su pretensión de capturar al mago...
Aquel descarado nepotismo de la familia Anás -situando a los miembros de su «clan» en los
puestos clave del Templo- era un secreto a voces. La actuación del procurador, por tanto, me
pareció totalmente verosímil.
Al llegar al final del corredor, Civilis abrió una puerta, dando paso a Pilato. Detrás, y por
orden del centurión, entraron Jesús, Juan Zebedeo, otros dos oficiales y yo. El legionario y los
criados permanecieron fuera.
Al irrumpir en aquella estancia reconocí al instante el despacho oval donde había celebrado
mi primera entrevista con el procurador. El ala norte de la fortaleza se hallaba, pues,
perfectamente conectada con la sala de audiencias de Poncio. Ahora comprendía por qué no
había visto guardias en aquella puerta: era la que comunicaba posiblemente con las
habitaciones privadas y por la que había visto aparecer, en la mañana del miércoles, al
sirviente que nos anunció la comida.
Poncio Pilato fue directamente a su mesa, invitando al Nazareno a que se sentara en la silla
que había ocupado José de Arimatea. Juan, tímidamente, hizo otro tanto en la que yo había
utilizado. Los oficiales se situaron uno a cada lado del rabí, mientras Civilis ocupaba su habitual
posición, en el extremo de la mesa, a la izquierda del procurador. Yo, discretamente, procuré
unirme al jefe de los centuriones.
La luz que irradiaba por el gran ventanal situado a espaldas del romano me permitió explorar
con detenimiento el rostro del Maestro. Jesús había abandonado en parte aquella actitud de
permanente ausencia. Su cabeza aparecía ahora levantada. La nariz y el arco zigomático
derecho (zona malar o del pómulo) seguían muy hinchados, habiendo afectado, como temía, al
ojo. En cuanto a la ceja izquierda, parecía bastante bien cerrada. Los coágulos de sangre de las
fosas nasales y labios se habían secado, ennegreciendo parte del bigote y de la barba.
Pilato retomó el hilo de la conversación, indicando al rabí que, para empezar y para su propia
tranquilidad, «no creía en la primera de las acusaciones».
-Sé de tus pasos -le dijo con aire conciliador- y me cuesta trabajo creer que seas un
instigador político.
Jesús le observó con aire cansado.
-En cuanto a la segunda acusación, ¿has manifestado alguna vez que no debe pagarse el
tributo al César?
El Maestro señaló con la cabeza a Juan y respondió:
-Pregúntaselo a éste o a cualquiera que me haya oído.
El procurador interrogó al joven Zebedeo con la mirada y Juan, atropelladamente, le explicó
que tanto su Maestro como el resto del grupo pagaban siempre los impuestos del Templo y los
del César.
Cuando el discípulo se disponía a extenderse sobre otras enseñanzas, Pilato hizo un gesto
con la mano, ordenándole que guardara silencio.
-Es suficiente -le dijo-. ¡Y cuidado con informar a nadie de lo que has hablado conmigo!
Y así fue. Ni siquiera en el texto evangélico escrito por Juan muchos años más tarde se
recoge esta parte de la entrevista del procurador romano con Jesús. (Es más, el escritor
sagrado no hace siquiera mención de su presencia en dicho diálogo. Si esta parte del
interrogatorio -tal y como se desprende del Evangelio de San Juan- tuvo lugar en el interior del
pretorio y, por tanto, en privado, ¿cómo es posible que el Zebedeo la describa, refiriéndose a
los ya conocidos temas del «reino» y de la «verdad»? (Juan 18, 28-38). Sólo podía haber una
explicación: que él, precisamente, hubiera sido testigo de excepción.)
Pilato se dirigió nuevamente al Galileo:
-En lo que se refiere a la tercera de las acusaciones, dime, ¿eres tú el rey de los judíos?


249
El tono del procurador era sincero. Esa, al menos, fue mi impresión. Y el Maestro esbozó una
débil sonrisa. Al hacerlo, una de las grietas del labio inferior volvió a abrirse y un finísimo
reguerillo de sangre se precipitó entre los pelos de la barba.
-Pilato -repuso el rabí-, ¿haces esa pregunta por ti mismo o la has recogido de los
acusadores?
El procurador abrió sus ojos indignado.
-¿Es que soy un judío? Tu propio pueblo te ha entregado y los principales sacerdotes me han
pedido tu pena de muerte...
Poncio trató de recobrar la calma y mostrando sus dientes de oro añadió:
-Dudo de la validez de estas acusaciones y sólo trato de descubrir por mí mismo qué es lo
que has hecho. Por eso te preguntaré por segunda vez: ¿has dicho que eres el rey de los judíos
y que intentas formar un nuevo reino?
El Galileo no se demoró en su respuesta:
-¿No ves que mi reino no está en este mundo? Si así fuera, mis discípulos hubieran luchado
para que no me entregaran a los judíos. Mi presencia aquí, ante ti y atado, demuestra a todos
los hombres que mi reino es una dominación espiritual: la de la confraternidad de los hombres
que, por amor y fe, han pasado a ser hijos de Dios. Este ofrecimiento es igual para gentiles que
para judíos.
Pilato se levantó y golpeando la mesa con la palma de su mano, exclamó sin poder reprimir
su sorpresa:
-iPor consiguiente, tú eres rey!
-Sí -contestó el prisionero, mirando cara a cara al procurador-, soy un rey de este género y
mi reino es la familia de los que creen en mi Padre que está en los cielos. He nacido para
revelar a mi Padre a todos los hombres y testimoniar la verdad de Dios. Y ahora mismo declaro
que el amante de la verdad me oye.
El procurador dio un pequeño rodeo en torno a la mesa y. situándose entre Juan y el
prisionero, comentó para sí mismo:
-¡La Verdad!... ¿Qué es la Verdad?... ¿Quién la conoce?...
Y antes de que Jesús llegara a responder, hizo una señal a Civilis, dando por concluido el
interrogatorio.
Los oficiales obligaron al rabí a incorporarse y Poncio abrió la puerta, ordenando a sus
hombres que llevaran al Nazareno a la presencia de Caifás. Cuando avanzábamos nuevamente
por el corredor, Pilato se situó a mi altura, haciendo un solo pero elocuente comentario:
-Este hombre es un estoico. Conozco sus enseñanzas y sé lo que predican: «el hombre sabio
es siempre un rey».
Después de aquel razonamiento, deduje que el romano estaba dispuesto a liberar a Jesús. Al
presentarse por segunda vez ante los judíos, su actitud me confirmó aquel presentimiento.
Poco antes de las nueve de la mañana, Poncio se asomaba a la terraza y, adoptando un tono
autoritario, sentenció:
-He interrogado a este hombre y no veo culpabilidad alguna. No le considero culpable de las
acusaciones formuladas contra él. Por esta causa, pienso que debe ser puesto en libertad.
Caifás y los saduceos quedaron desconcertados. Pero, al instante, reaccionaron, gritando y
haciendo mil aspavientos. Civilis interrogó a Poncio con la mirada, al tiempo que echaba mano
de su espada. Pero el procurador volvió a, pedirle calma. Uno de los oficiales regresó
precipitadamente al interior del pretorio, posiblemente en busca de refuerzos.
Muy alterado, uno de los sanedritas se destacó del grupo y ascendiendo tres o cuatro
escalones, increpó a Pilato con las siguientes frases:
-¡Este hombre incita al pueblo!... Empezó por Galilea y ha continuado hasta Judea. Es autor
de desórdenes y un malhechor. Si dejas libre a este hombre lo lamentarás mucho tiempo...
Sin pretenderlo, aquel saduceo acababa de proporcionar a Pilato un motivo para esquivar el
desagradable tema, al menos temporalmente. El procurador se acercó entonces a su centuriónjefe,
comunicándole:
-Este hombre es un galileo. Condúzcanle inmediatamente ante Herodes...
Civilis se dispuso a cumplir la voluntad de Poncio y, cuando se dirigía hacia el legionario
encargado de la custodia del Maestro, Pilato se volvió desde lo alto de la plataforma,
añadiendo:
-¡Ah!, y en cuanto le haya interrogado, traedme sus conclusiones.


250
En esta ocasión fue el propio Civilis quien se responsabilizó de la custodia del Maestro. Los
ánimos de los judíos se hallaban tan alterados que, con muy buen criterio, el centurión se rodeó
de una pequeña escolta de diez legionarios, emprendiendo el camino hacia la residencia de
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y, como Pilato, visitante en aquellas fechas en Jerusalén.
Este Herodes era hijo del tristemente célebre Herodes el Grande, el que había ordenado la
matanza de los niños menores de dos años en Belén y su entorno. Una masacre muy propia del
carácter y trayectoria de aquel rey, odiado por el pueblo y al que llamaban con el despreciativo
de «criado edomita». A través de numerosas pesquisas, Caballo de Troya pudo averiguar que la
sanguinaria matanza de los « inocentes» alcanzó a una treintena de niños1.
Civilis, a la cabeza, cruzó el puente levadizo. Detrás, los soldados, arropando al Maestro y
formados en dos hileras. Y a escasa distancia, el resto del grupo: Caifás, el puñado de jueces,
Judas Iscariote, Juan Zebedeo, el anciano José de Arimatea y yo.
Mientras salíamos de la fortaleza me volví hacia el portalón abierto en la muralla norte y la
confusión reinó de nuevo en mi cerebro. Según los textos evangélicos, «una gran
muchedumbre» debía acudir hasta las mismísimas puertas del pretorio. Pero, ¿cómo podía ser
esto? De momento, las entrevistas con Poncio Pilato se habían celebrado poco menos que de
forma privada. Sólo aquella reducida representación del Sanedrín había tenido acceso al interior
de la Torre Antonia...
«Además -seguí reflexionando mientras descendíamos en dirección al barrio alto de la
ciudad-, sin el expreso consentimiento del procurador o de sus oficiales, ningún hebreo podía
traspasar el muro o parapeto exterior y, mucho menos, el foso que rodeaba aquella zona del
cuartel general romano.»
¿Qué iba a ocurrir, por tanto, para que la multitud judía pudiera llegar hasta las escalinatas
de la residencia privada de Poncio?
Juan, el discípulo amado de Jesús, informó inmediatamente a José y al mensajero de cuanto
había sucedido al pie del pretorio y en el interrogatorio privado del procurador, evitando, eso si,
su conversación con el romano. El joven Zebedeo había recobrado las esperanzas. Le vi
optimista ante las declaraciones de Pilato. Verdaderamente llevaba razón. Si el proceso se
hubiera mantenido dentro de aquella línea, prácticamente circunscrito al pequeño circulo de los
sanedritas y del gobernador extranjero, quizá la suerte del Maestro hubiera sido otra. Pero las
maquinaciones de Caifás y sus hombres no cesaban...
El «correo», una vez recogidas las últimas noticias sobre Jesús, se despidió de los amigos del
rabí, desapareciendo a la carrera hacia el campamento de Getsemaní.
Fue al cruzar bajo la puerta de los Peces cuando el de Arimatea, al ver cómo un nutrido
grupo de hebreos, presidido por varios jefes del Templo y otros fariseos, se unía al sumo
sacerdote y a los saduceos, expresó su desaliento. Mientras aguardaba frente al parapeto de
piedra de Antonia, José había recibido una información que venía a complicarlo todo: Anás, de
mutuo acuerdo con los jueces, había empezado a repartir secretamente monedas de oro
pertenecientes al tesoro del Templo. Después de anotar los nombres de cada uno de los
sobornados, los tres gizbarîm o tesoreros oficiales habían impartido una consigna común:
«clamar ante Poncio Pilato la muerte del impostor de Galilea».
Al ver cómo el grupo inicial de saduceos aumentaba sensiblemente, pregunté al de Arimatea
cómo pensaba Caifás introducir aquella muchedumbre en el recinto de la fortaleza.
-Dudo mucho -le dije- que Pilato y sus tropas lo autoricen.
José despejó mis dudas en un segundo. Casualmente aquella misma mañana del viernes,
víspera de la Pascua, los judíos disfrutaban de una antigua prerrogativa. Cientos de hebreos
tenían por costumbre subir hasta las inmediaciones del Pretorio y asistir a la liberación de un
1 Antes de iniciar la misión, yo habla recibido una completa información sobre quién era este tetrarca o gobernador
de Galilea: Herodes, por sobrenombre Antipas o «igual a su padre». Y la verdad es que dicho apodo encajaba a la
perfección. Herodes Antipas había heredado el gobierno de las tierras del norte (Galilea) a la muerte de su funesto
padre, Herodes el Grande, en el año menos 4 de nuestra Era. Tenía 17 años. Según el primer testamento de su padre,
Antipas debería de haber recibido el reino de Judea. Pero Herodes el Grande cambió de idea y sustituyó a Antipas por
su otro hijo Arquelao, que se hizo cargo del citado reino de la Judea. Y Herodes Antipas recibió, como digo, Galilea. Un
tercer hijo, Filipo, fue designado también tetrarca de la Perea. Fue precisamente a este último a quien Herodes Antipas
le quitaría su mujer, la no menos célebre Herodias, responsable, al parecer, del asesinato del primo hermano de Jesús
de Nazaret, Juan el Bautista. (N. del m.)


251
preso. Esa gracia, potestad que recaía en el procurador, constituía uno de los gestos de amistad
y simpatía de Roma hacia sus súbditos. Encerraba, en consecuencia, un eminente carácter
festivo y, durante los días precedentes, tanto los vecinos de Jerusalén como los miles de
peregrinos se hacían lenguas, apostando por uno u otro candidato. En esta ocasión, el nombre
que sonaba con más fuerza entre los hebreos era el de «Barrabás». Según José de Arimatea,
un miembro activo del grupo revolucionario «zelota», un «fulano de padre desconocido, vil y
sanguinario, capturado por las fuerzas romanas en una revuelta»1.
Aquella aclaración del anciano amigo de Jesús me hizo comprender muchas cosas. En primer
lugar, y en pura lógica, la ciudad santa había despertado aquella mañana del viernes, 7 de
abril, sin la menor noticia del prendimiento de su ídolo: Jesús de Nazaret. Sólo unos pocos lo
sabían. En segundo término, la próxima e inminente manifestación de judíos ante la residencia
de Pilato no tenía nada que ver con el Maestro de Galilea. Aunque Jesús no hubiera sido hecho
preso, se habría celebrado de igual forma.
Fueron, como digo, las malas artes del Sanedrín y la casi total ausencia de amigos y
partidarios del Nazareno en dicha reunión multitudinaria, para pedir la liberación de un reo, lo
que desembocó en lo que todos ya conocemos.
El palacio de los antiguos Asmoneos -residencia provisional de Herodes Antipas durante sus
breves estancias en Jerusalén- se hallaba muy cerca de la muralla que corría desde el soberbio
conjunto palaciego de Herodes el Grande (en el extremo occidental de la ciudad) al Templo. Se
trataba de una vetusta construcción, a base de enormes sillares de 20 codos de largo por 10 de
ancho que, en palabras de Josefo, «no podían ser cavadas ni rotas con hierro, ni movidas con
todas las máquinas del mundo».
A las puertas del palacio nos salió al paso una parte de la guardia personal de Antipas,
integrada en su mayoría por mercenarios tracios, germanos y galos. Muchos de ellos habían
servido primero con el padre del actual Herodes2. Vestían largas túnicas verdes -de media
manga- con el trono y vientre cubiertos por una especie de «camisa» o coraza trenzada a base
de escamas metálicas. Casi todos portaban a la espalda sendos carcajes de cuero, repletos de
flechas. (Herodes, a la vista del considerable número de soldados que llegué a detectar en el
interior del palacio, debía temer por su seguridad personal.)
Civilis intercambió algunas palabras con los porteros y la guardia abrió paso a la escolta
romana y a un reducido grupo de sacerdotes. El resto, incluido José de Arimatea, tuvo que
esperar frente al edificio.
Una vez más, la fortuna se puso de mi lado. Antes de emprender el camino hacia el interior
del palacio, el centurión me tomó por el brazo, anunciándome que el tetrarca era un entusiasta
de Grecia y que, silo estimaba oportuno, él tendría sumo placer en presentarme a Herodes y
hablarle de mis virtudes como astrólogo al servicio del Emperador. En principio acepté
encantado, aunque en los planes de Caballo de Troya no figuraba precisamente ningún tipo de
entrevista con aquel personaje.
Lógicamente, el centurión no podía imaginar que el interrogatorio de Antipas a Jesús de
Nazaret resultaría tan breve como estéril.
A pesar de lo antiguo de aquel palacio, Herodes se había encargado de embellecerlo hasta
límites insospechados. Desde el patio central, ocupado por un estanque rectangular y sobre
cuyo enlosado picoteaba un sinfín de palomas, varios de los criados, conducidos siempre por un
somatophylax o «guardaespaldas» de la corte herodiana (que respondía al nombre de Corinto),
nos fueron guiando hasta el piso superior. En aquella primera planta del palacio, abierta en su
totalidad hacia el jardín interior y cubierta por un artístico claustro de mármol, se hallaba la
sala de audiencias de Antipas.
Lo primero que me llamó la atención de aquella espaciosa sala, perfectamente iluminada por
tres grandes ventanales orientados hacia el norte, fue un sillón de madera negra,
magistralmente tallado y situado a la derecha de la cámara. Se trataba, sin duda, de un trono.
1 Al consultar los archivos de Santa Claus, el ordenador central confirmó que el nombre de «Barrabas» era de
origen semítico (más exactamente arameo). Podía tener varios significados: Bar, que significa «hijo» en arameo y
«Rabba» o maestro y rabí. También cabía la explicación de «Bar Abba» o «hijo de su padre», que era un modo de
llamar a cualquiera cuyo padre resultaba desconocido. (N. del m.)
2 Algunos de aquellos galos habían formado parte de la guardia de Cleopatra, reina de Egipto, cifrándose su número
en más de 400. (N. del m.)


252
Había sido elevado sobre un entarimado, también de oscura madera. A corta distancia, y
ocupando el centro de la sala, se abría una piscina circular de cuatro o cinco metros de
diámetro y una profundidad difícil de precisar, a causa del líquido blanco que la llenaba. A los
pies del trono, una veintena de individuos aparecían recostados en voluminosos y blancos
almohadones de plumas. Al vernos se hizo un gran silencio.
Pero, por más que traté de identificar a Antipas, no lo logré. El Maestro fue situado por el
centurión frente al sillón, de madera, entre la piscina y aquella pléyade de acicalados «primos y
amigos» del tetrarca, que miraban estupefactos al galileo y a los legionarios romanos.
Caifás rompió al fin aquel violento silencio. Se adelantó hacia el grupo de cortesanos y
extendió el pergamino de las acusaciones a un individuo extremadamente flaco, igualmente
recostado y semioculto entre los cojines.
Al ponerse en pie apareció ante mí un Herodes difícil de imaginar. A pesar de sus 55 años, su
aspecto era el de un viejo. Bajo una túnica prácticamente transparente se adivinaba un pellejo
esquelético, sembrado de costras cenicientas y sucias, que los romanos denominaban la
enfermedad de «mentagra»1.
Aquellas úlceras -que hoy nos harían pensar en una posible sífilis- se habían hecho
especialmente prolíficas en sus manos, cuello y rostro. Para colmo, Antipas lucía un cabello
largo y recortado en la frente, teñido de un rubio aparatoso.
Después de examinar el pergamino, Herodes fijó su mirada en Jesús, al tiempo que el sumo
sacerdote se deshacía en todo tipo de explicaciones sobre el proceso que se había seguido
contra aquel impostor y sobre los deseos del procurador romano de que el tetrarca procediera
al interrogatorio del galileo.
Antipas arrojó el rollo a los pies de Caifás. Este, confundido por la inesperada reacción del
gobernador de Galilea, enmudeció, mientras uno de sus levitas se apresuraba a recoger el
pergamino.
Y sin pronunciar una sola palabra, el enjuto tetrarca comenzó a dar vueltas en torno al
Nazareno. Al final se detuvo frente a Jesús, estallando en sonoras carcajadas. Los cortesanos
no tardaron en imitarle y las risas terminaron por retumbar en los muros de mármol de la
estancia.
Herodes levantó entonces sus brazos y las carcajadas cesaron al instante.
Después, bajando sus manos lentamente, comentó divertido:
-Así que, al final, este milagrero presuntuoso ha terminado por visitar a la vieja zorra...
El tetrarca, evidentemente, conocía al Maestro y estaba enterado de aquellas frases
pronunciadas por Jesús y en las que le había calificado de «zorra».
Antipas esperó la respuesta del prisionero. Pero el rabí, con la cabeza hundida sobre el
pecho, no se dignó mirarle. Durante algo más de un cuarto de hora, el hijo de Herodes el
Grande acosó a preguntas al prisionero. Pero no obtuvo ni una sola respuesta. Una de las
principales preocupaciones de Antipas -a juzgar por sus preguntas- se centraba en la
posibilidad de que aquel galileo fuera la reencarnación de Juan el Bautista, a quien él había
ejecutado tres años antes2. Saltaba a la vista que los remordimientos y el miedo habían hecho
presa en el alma de aquel gobernante despótico y cruel.
1 Plinio el Viejo, en su Historia Natural, describe esta enfermedad asegurando que las citadas úlceras empezaban
siempre por el mentón. De ahí el nombre de «mentagra». Según nuestro computador, aquella dolencia fue importada
desde Asia por un ciudadano de Perusa. (N. del m.)
2 Cuando Herodes Antipas se enamoró de la mujer de su hermano Filipo, tetrarca como él de la región de Perea, al
este del Jordán, aprovechó un viaje a Roma para unirse a Herodías. Su esposa legítima, hija del jeque árabe Areta,
cuarto rey de los nabateos, tuvo que salir de Israel, regresando con su familia. Desde entonces, Juan el Bautista
aprovechó cuantas oportunidades tuvo para reprochar a Herodes y a su amante, Herodías, su adulterio permanente.
Las críticas del primo hermano de Jesús fueron tan duras que Antipas, posiblemente por consejo de Herodías, mandó
encarcelar al Bautista en una apartada fortaleza situada en la orilla oriental del Mar Muerto y que los beduinos llaman
aún el Mashnaka o «Palacio Colgado». Allí sería decapitado poco después. Desde entonces, Antipas vivió consumido por
el miedo creyendo que el fantasma de Juan el Bautista regresaría algún día para hacer justicia. Según nuestras
investigaciones, era muy improbable que Antípas hubiera accedido a degollar al Bautista a raíz de la famosa danza de
Salomé, la hija de Herodias. En aquella época, Salomé debía ser una adolescente. El verdadero nombre de la hijastra
de Herodes nos es conocido gracias al testimonio de F. Josefo y a la inscripción de una moneda en la que aparece junto
a su marido Aristóbulo. Según los historiadores, la versión más racional v verosímil es que Juan el Bautista fuera
encarcelado y ejecutado como consecuencia de sus agrias críticas contra el tetrarca y contra la esposa de Filipo. (N. del
m.)


253
Decepcionado por el silencio del Galileo, Herodes cambió de táctica. Y señalando a uno de
sus leales, exclamó:
-¡Manaén!... ¡Llama a Herodías!
Y el viejo syntrophos o preceptor de Herodes Antipas se apresuró a salir del salón de
audiencias, en busca de la amante de su señor.
Herodes, lejos de irritarse por el mutismo del Galileo, parecía íntimamente complacido.
Aquella actitud resultaba muy extraña y, disimuladamente, fui bordeando el filo de la piscina,
procurando no resbalar sobre el pulido pavimento de mármol con incrustaciones de coral rosa.
Su pasión por el helenismo, tal y como me había adelantado el centurión, se notaba, no sólo en
su atuendo y en los hombres que le rodeaban, sino también en la decoración del palacio. Aquel
piso, por ejemplo, primorosamente trabajado a base de diminutas porciones del uniforme v
brillante coral llamado «piel de ángel» -extraído posiblemente del Mediterráneo- era una de las
pruebas más elocuentes del refinamiento de que hacía gala aquel personaje. Los artesanos
fenicios al servicio de Antipas habían logrado formar un gigantesco y hermosísimo «cuadro» de
la legendaria Medusa y de Teseo, su asesino1, embutiendo en las planchas de mármol miles de
gránulos de coral que daban forma a la citada escena mitológica.
De esta forma me aproximé a un costado de Civilis y, en voz baja, le pregunté por qué el
tetrarca adoptaba aquella actitud. El centurión -que conocía bien la desordenada vida de
Antipas- me sugirió una explicación nada despreciable:
Todo Israel sabe que Herodes temía y respetaba al fogoso profeta que llamaban el Bautista.
En alguna ocasión, este loco llegó a comentar que Jesús de Galilea podía ser Juan. No sería de
extrañar que, al comprobar el silencio del prisionero, su desequilibrada razón haya recobrado la
calma.
De pronto, Antipas salió de sus pensamientos y tomando una copa de cristal se aproximó al
estanque. Se inclinó y la llenó con aquel liquido blanco. Después, situándola a la altura del
rostro del Nazareno, le preguntó con soma:
-Dime, galileo, ¿podrías convertir la leche en vino?
Jesús, inmóvil, no pestañeó. Su cara seguía baja.
Herodes se encogió de hombros y regresó a su colchón de plumas. Uno de los criados,
posiblemente un eunuco, a juzgar por sus anillos en las orejas y sus caderas y ademanes
feminoides, se arrodilló ante el tetrarca, procediendo a calzarle. Aquellas sandalias con cintas
doradas me llamaron la atención. Ambas plantas aparecían cubiertas con una serie de finísimas
almohadillas. Una vez ajustadas, Antipas se puso nuevamente en pie y, ante mi sorpresa, bajo
el peso de su cuerpo, aquellas bolsitas empezaron a rezumar un líquido transparente y oloroso.
¡Eran «vaporizadores»! (una especie de desodorante que había empezado a hacer furor entre
las clases adineradas de Roma y Grecia y que eliminaba en buena medida los desagradables
olores de la transpiración).
Antipas no se rendía y trató de que el Maestro le divirtiera con alguno de sus prodigios.
Tomó una bandeja de plata en la que se alineaban unas pequeñas tiras de carne y
presentándosela a Jesús, le increpó en los siguientes términos:
-Si tú has sido capaz de multiplicar panes y peces, supongo que no te resultará muy difícil
hacer otro tanto con estas lenguas de flamenco... ¿Serias tan amable?
El silencio fue la única respuesta. Y Herodes, que había pasado de la burla a la cólera,
levantó la pieza de metal, dejando caer su manjar favorito sobre la cabeza y hombros del rabí.
La ocurrencia fue respaldada al momento por las risas de sus acólitos. Pero el Maestro no se
conmovió.
La grotesca escena se vio interrumpida por la súbita llegada de una mujer. Antipas, al verla,
se apresuró a acudir a su encuentro, tomándola por una mano y conduciéndola frente a Jesús.
A pesar de haber cruzado la barrera de los cuarenta, la belleza de Herodías, la amante de
Antipas, resultaba excitante. Su vestimenta constaba únicamente de una serie de gasas de
1 La leyenda griega relata que existían tres hermanas -las Gorgonas- que disponían de un solo ojo y de un solo
diente para las tres, pasándoselo una a otras, cuando querían ver o comer. Esto, según la leyenda, simbolizaba que la
envidia, la calumnia v el odio veían con un solo ojo y se alimentaban con el mismo diente. Una de estas terribles
hermanas, viejas como la Humanidad y con serpientes en lugar de cabellos (Medusa), tenía el poder de convertir en
piedra todo lo que miraba. Pero fue muerta por Teseo, que le cortó la cabeza. Y según la mitología, una parte de su
sangre fue a caer al mar, convirtiéndose en coral. De ahí que el coral haya tenido siempre una gran aceptación entre
estos pueblos, como valiosos amuletos contra el «mal de ojo» y la envidia. (N. del m.)


254
Malta que formaban una doble túnica y que transparentaban una piel aceitunada. Su cabeza
presentaba una cinta blanca que aprisionaba las sienes y sobre las que se alzaban tres pisos de
trenzas tan negras como sus ojos. Aquel complicado peinado estaba rematado en su cúspide
por pequeñas caracolas, hechas de rizos cilíndricos.
Civilis, al verla, fijó sus ojos en los pequeños pechos, perfectamente visibles a través de los
lienzos. Y volviéndose hacia mí, me guiñó un ojo.
Antipas se aproximó a Jesús y sacudiendo con sus dedos algunas de las lenguas de flamenco
que habían quedado enredadas en sus cabellos, tranquilizó a la mujer, asegurándole que aquel
mago no era siquiera la sombra del aborrecido Juan el Bautista. Herodías, con las cejas y
pestañas teñidas con brillantina y los párpados sombreados por alguna mezcla de lapislázuli
molido, observó detenidamente al reo. Después, contoneándose sin el menor pudor, se alejó
del Maestro, buscando acomodo en el trono de madera. Una vez allí, y ante la expectación
general, le hizo una señal a Antipas, indicándole que se aproximara. Herodes obedeció al
instante. Y tras susurrarle algo, el tetrarca, sonriendo maliciosamente, descendió del
entarimado hasta situarse a espaldas del rabí. Acto seguido tomó el filo de la túnica de Jesús,
levantándola lentamente, de forma que Herodías y sus cortesanos pudieran contemplar las
piernas del Nazareno. Antipas prosiguió hasta descubrir la totalidad de los musculosos muslos
del prisionero, así como el taparrabo que le cubría. Los labios de Herodías, de un rojo carmesí,
se abrieron con palpable admiración, al tiempo que un oleada de indignación empezaba a
quemarme las entrañas.
Civilis notó mi creciente cólera e, inclinándose hacia mí, comentó:
-No te alarmes. La ley judía le concede a ese puerco hasta un total de 18 mujeres, pero su
impotencia es tan pública y notoria que esa ramera busca consuelo hasta en los esclavos de las
caballerizas... Y Herodes lo sabe. Herodías lo tiene cogido por el trono y por los testículos...
Las palabras del oficial fueron tan acertadas como proféticas. ¡Qué poco sospechaba Antipas
que, precisamente aquella mujer, sería la causa de su desgracia final...!1
La humillante escena fue zanjada por el centurión. El tiempo apremiaba y con amables pero
firmes palabras rogó al tetrarca que le comunicara su veredicto respecto al prisionero.
-¿Veredicto? -argumentó Antipas, que hacia tiempo que había comprendido que el Galileo no
deseaba abrir la boca-. Dile a Poncio que agradezco su gentileza, pero que Judea no entra
dentro de mi jurisdicción. Que sea él quien decida.
Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de sus amigos. Le arrebató un costoso manto
de púrpura con que se cubría y, sin más explicaciones, lo depositó sobre los hombros del
Maestro, soltando una larga y estridente carcajada, que fue aplaudida por sus amigos y
parientes.
Caifás y los sacerdotes, tan decepcionados como Antipas, se encaminaron hacia la puerta,
mientras Civilis, tras saludar brazo en alto al tetrarca y a Herodías, empujó a Jesús, indicándole
que la visita había terminado.
Al abandonar la sala aún resonaban los aplausos de la camarilla de Herodes, sumamente
complacida por aquel último gesto de burla y escarnio del edomita.
(Una vez más, el testimonio de algunos exegetas no coincidía con la realidad. Jesús no fue
cubierto con un manto blanco, en señal de demencia, tal y como señalan estos comentaristas
bíblicos, sino con uno rojo brillante, que reflejaba la mofa de Herodes Antipas, considerándole
como un «libertador» o un «rey» de pacotilla. Un manto que acompañaría ya a Jesús de
1 Esta fulminante afirmación del mayor me llevó a revisar cuantos documentos me fue posible, en busca del
desgraciado final de Herodes Antipas. Con gran sorpresa por mí parte descubrí que el hijo de Herodes el Grande había
sido víctima, finalmente, de la ambición y del dominio de su amante: Herodías. Tras la muerte del emperador Tiberio,
en el año 37 de nuestra Era, otro miembro de la numerosa familia de los Herodes, hermano precisamente de Herodías,
fue sacado de la cárcel de Roma por el nuevo César, Cayo, alias «Calígula» o «Botita». Y ante la desesperación de
Antipas y de su amante, Herodes Agripa fue designado rey de todo Israel. Antipas se dejó influir por Herodías y acudió
a Roma, dispuesto a pedir para si el titulo de rey. Pero «Calígula», que se encontraba en aquellas fechas -año 39 de
nuestra Era- en plena campaña militar en las Galias, no sólo no accedió a los deseos del tetrarca de Galilea, sino que,
ante el desconcierto del «viejo zorro», le desposeyó de su título, desterrándole. Flavio Josefo y Tilemont coinciden en
que Herodes Antipas y su mujer, Herodías, se vieron obligados a peregrinar a España, donde posiblemente se
establecieron y murieron. (En aquellas fechas había ya en la península ibérica siete ciudades mediterráneas con
importantes colonias judías, así como otras zonas de Andalucía donde Herodes pudo fijar su residencia.) (N. de J. J.
Benítez.)


255
Nazaret hasta el momento crítico de la flagelación y que, como veremos más adelante, fue el
mismo con el que le cubrieron los legionarios romanos.)
A las diez de la mañana, la escolta se retiró del palacio de los Asmoneos, reemprendiendo el
retorno a la fortaleza Antonia. Al igual que en el camino de ida, un cerrado grupo de hebreos
siguió silencioso y vigilante a los legionarios que protegían al rabí.
En esos momentos, inesperadamente, Judas Iscariote se desligó de la turba que encabezaba
Caifás y me sorprendió con una pregunta...
Al principio titubeó. Miró a su alrededor con desconfianza y, finalmente, se decidió a
hablarme. Judas debía pensar que mi constante presencia cerca del Maestro me había
convertido en uno de sus seguidores. Sin embargo, terminó por vencer su recelo y
apartándome del pelotón de escolta me interrogó sobre el desarrollo del interrogatorio en el
palacio de Antipas. Le relaté lo sucedido y el Iscariote, por todo comentario, lamentó el silencio
de Jesús, añadiendo:
-¡Qué nueva oportunidad perdida...!
Le dije que no comprendía y el Iscariote, evitando mi mirada, me habló de sus tiempos como
discípulo del Bautista y de cómo jamás había perdonado al Maestro que no intercediera en favor
de la vida de Juan. Ahora -según el traidor-, Jesús tampoco había hecho nada por reivindicar la
memoria de su amigo y primo hermano. Aquella confesión me sorprendió. Por lo visto, el
Iscariote se había unido al Nazareno a raíz del encarcelamiento del Bautista y llegué a pensar
que buena parte de su odio hacia el rabí venía arrastrado precisamente por aquellas
circunstancias.
Ambos continuamos en silencio. Yo ardía en deseos de preguntarle la razón de su traición,
pero no tuve valor. Y sólo me atreví a interrogarle sobre la causa por la que se había
adelantado al grupo de soldados en la noche del prendimiento. Judas, aislado y humillado por
unos y otros, sentía la necesidad de sincerarse. Pero su respuesta fue una verdad a medias...
-Sé que nadie me cree -se lamentó-, pero mi intención fue buena. Si me adelanté a los
soldados y levitas del templo fue para advertir al Maestro y a mis compañeros del campamento
de la proximidad de la tropa que venía a prenderle.
Guardé silencio. Aquella manifestación, en efecto, resultaba difícil de aceptar. Es posible que
Judas, dada su cobardía, hubiera podido maquinar semejante «arreglo». De esta forma, los
discípulos quizá no habrían llegado a desconfiar de su presencia. Pero sus intenciones, si es que
realmente fueron éstas, se vieron truncadas ante la inesperada presencia del Nazareno en
mitad del camino que conducía al huerto.
No hubo tiempo para más. Civilis y sus hombres penetraron de nuevo por la muralla norte
de la Torre Antonia, dirigiéndose hacia las escalinatas del pretorio.
Al llegar a la terraza donde se había celebrado aquella primera parte del interrogatorio, me
desconcertó la presencia de una tarima semicircular sobre la que había sido dispuesta una silla
«curul», destinada generalmente para impartir justicia. El centurión dejó a Jesús al cuidado de
sus hombres y entró en la residencia.
El resto de los hebreos, con el sumo sacerdote en primera línea, aguardó, como de
costumbre, al pie de las escaleras. Esta vez, José de Arimatea si había entrado en el recinto de
la Torre.
Pilato no tardó en aparecer y tomando asiento en la silla transportable se dirigió a Caifás y a
los saduceos:
-Habéis traído a este hombre a mi presencia acusándole de pervertir al pueblo, de impedir el
pago del tributo al César y de pretender ser el rey de los judíos. Le he interrogado y no le creo
culpable de tales imputaciones. En realidad no veo falta alguna... Le he enviado a Herodes y el
tetrarca ha debido llegar a las mismas conclusiones, ya que me lo ha enviado nuevamente. Con
toda seguridad, este hombre no ha cometido ningún delito que justifique su muerte. Si
consideráis que debe ser castigado estoy dispuesto a imponerle una sanción antes de soltarle.
Juan, sin poder contener su alegría, dio un brinco, abrazándose a José de Arimatea.
Pero, cuando todo parecía inclinarse a favor del Nazareno, el patio existente entre la
escalinata y el portalón de la muralla se vio súbitamente invadido por cientos de judíos.
Irrumpieron tranquila y silenciosamente, con un grupo de soldados romanos a la cabeza.
Tal y como me había advertido el anciano de Arimatea, aquella muchedumbre había acudido
hasta la casa del procurador, deseosa de asistir al indulto de un reo. Y es de gran importancia
resaltar que, en el momento en que dicha masa humana llegó frente a la residencia de Poncio -


256
previa autorización de la guardia-, ninguno de aquellos israelitas sabía lo que estaba
ocurriendo. Fue allí, a la vista de Jesús y de los sacerdotes, donde se dejaron arrastrar por la
hábil y oportuna intervención de Caifás y los saduceos. Si el juicio contra Jesús se hubiera
producido en otro momento o en otra jornada, sin la presencia de aquella turba, es posible que
el Sanedrín no se hubiera salido con la suya.
Pilato sabía de la llegada de aquel gentío. De hecho, la colocación de la tarima y de la silla
sobre el embaldosado de la terraza obedecían única y exclusivamente a la ceremonia de la
tradicional amnistía. Pero Poncio, dejándose llevar de su buena fe, cometió un grave error. Tras
evacuar una serie de consultas con sus centuriones se levantó de la silla y, elevando la voz,
preguntó a la multitud el nombre del preso elegido.
«¡Barrabás!», respondió el pueblo como un solo hombre.
Hasta ese momento, ni Pilato ni los jueces habían pronunciado el nombre de Jesús. Aquello
significaba, tal y como suponía, que los hebreos habían llegado hasta el pretorio con la
intención premeditada de solicitar la liberación del terrorista y así lo manifestaron antes de que
el procurador les pidiera silencio y les explicara cómo los sacerdotes habían llevado a Jesús a su
presencia y de qué le acusaban. En suma: aquel gentío -aun no estando presente el rabí de
Galilea- hubiera clamado por Barrabás, el «zelota». Pero, como ya anuncié, la oportuna
intervención de Caifás y sus secuaces y el oro que había sido repartido entre un puñado de
judíos, mezclado estratégicamente entre aquella multitud, terminaron por inclinar la balanza
hacia el Sanedrín.
Cuando Poncio terminó de explicar a la muchedumbre la presencia de Jesús en aquel
tribunal, dejando bien claro que «él no veía en aquel hombre razones que justificaran dicha
sentencia», formuló una segunda pregunta:
-¿A quién queréis que libere? ¿A Barrabás, el asesino, o a este Jesús de Galilea?
Por un instante, los cientos de hebreos quedaron atónitos. No se produjo una respuesta
fulminante. Aquella gente, eso fue evidente, dudó.
Caifás y los saduceos se dieron cuenta del grave riesgo que suponía aquel silencio y,
adelantándose hacia Pilato, gritaron con fuerza:
-¡Barrabás...! ¡Barrabás!
La iniciativa de los sanedritas tuvo un rápido eco. Desde diferentes puntos del atestado patio
se levantaron otras voces, pertenecientes sin duda a los judíos sobornados, que clamaron
también por la liberación del revolucionario. Y en cuestión de segundos, la masa entera imitó a
los sacerdotes, uniéndose al coro de Caifás.
Fue inútil que Juan Zebedeo se quebrara casi la garganta, gritando el nombre de su Maestro.
Su voz quedó sepultada por un «¡Barrabás!» rotundo y generalizado, repetido una y otra vez
hasta que el procurador, levantando los brazos, pidió silencio.
En los ojos de Poncio había una llamarada de odio hacia aquellos saduceos, flagrantes
inductores de una masa amorfa e ignorante. Como dije, la irritación del procurador romano no
tenía su origen en el hecho circunstancial de que aquel galileo pudiera ser o no sentenciado. Lo
que le encolerizaba era, precisamente, que su decisión de poner en libertad al Maestro se viera
olímpicamente despreciada por la casta sacerdotal.
Pero el error de Pilato, ofreciendo a Jesús como posible candidato a la liberación, aún era
susceptible de rectificación. Y tomando nuevamente la palabra les recriminó su alevosa
conducta:
-¿Cómo es posible escoger la vida de un asesino -dijo señalando directamente a Caifáscontra
la de este galileo cuyo peor crimen es creerse rey de los judíos?
El resultado de aquellas palabras fue totalmente contrario a lo que podía esperar Pilato. Los
jueces se mostraron sumamente ofendidos por lo que consideraron un insulto a su soberanía
nacional, instigando a la muchedumbre a que clamara con mayor fuerza por la libertad del
«zelota». Y así ocurrió. Aquellos hebreos, en su mayoría gente inculta, bataneros, cargadores,
mendigos, peregrinos desocupados y, por supuesto, levitas libres de servicio en el templo,
levantaron de nuevo sus voces, exigiendo a Barrabás.
Aquella súbita explosión popular hizo dudar al procurador, quien, acompañado de sus
oficiales, se retiró a deliberar.
Ahora estoy convencido que si Poncio no hubiera mezclado al Nazareno en aquella elección,
seguramente no se habría visto comprometido ante los dignatarios sacerdotales.


257
Jesús, entretanto, permanecía tranquilo, de cara a la multitud. Aquellos minutos de espera -
y los que siguieron- fueron decisivos para Caifás. Aprovechando la momentánea ausencia del
procurador se las ingenió para que sus compañeros de complot se desparramaran entre los allí
congregados, incitándoles sin cesar a pedir la suelta del popular Barrabás. Era triste y
decepcionante observar a aquellas gentes, muchos de los cuales conocían y habían admirado
las palabras y valor del Galileo «limpiando», por ejemplo, la explanada de los Gentiles del
sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios. En un instante y, sin el menor criterio
personal, se habían vuelto contra el indefenso Jesús.
Poncio retornó a su silla y observó al gentío. Había apoyado los codos en los brazos del
asiento, sosteniendo la cabeza sobre sus manos entrelazadas, en actitud reflexiva. Como
medida de precaución, Civilis había dado la orden de que la puerta de la muralla fuera cerrada,
desplegando varias unidades armadas en torno a la muchedumbre. Fue una lástima que los
judíos no se percataran a tiempo de esta maniobra de los romanos. Conociendo como conocían
la crueldad de Pilato, quizá al observar cómo eran sigilosamente cercados se hubieran
preocupado más por su seguridad que por la liberación de nadie.
El comandante en jefe de la legión acababa de cursar órdenes precisas a sus legionarios. Si
el orden se veía amenazado tenían autorización para desenvainar sus espadas.
Durante algunos minutos, el gobernador romano guardó silencio. La multitud le imitó, en
espera de una decisión. Y en eso estábamos cuando uno de los sirvientes del pretorio apareció
en la terraza, entregando una misiva lacrada a Civilis, al tiempo que le comunicaba algo. El
centurión inspeccionó la pequeña hoja de pergamino y avanzó hacia la silla, sacando a Poncio
de sus pensamientos. El procurador abrió la nota y, tras leerla detenidamente, se puso en pie.
Caifás, los jueces y todos los allí reunidos quedamos intrigados. Poncio parecía dudar. Dio un
par de cortos paseos por la terraza y, al fin, parándose ante la multitud, anunció que había
recibido una carta de su esposa, Claudia Prócula, y que deseaba leerla en público. El viento le
obligó a sujetar el pergamino con ambas manos. Y con voz clara y potente procedió a su
lectura:
-Te ruego no intervengas para nada -decía la misiva- en la condena del hombre íntegro e
inocente que se llama Jesús. Esta noche, durante mi sueño, he sufrido mucho por él.
Al conocer el contenido de la carta, José de Arimatea pareció alegrarse sobremanera. Aunque el
anciano no llegó a confesármelo abiertamente, todos los indicios apuntaban hacia el importante
hecho de que la esposa de Poncio conocía y aceptaba las enseñanzas del Maestro de Galilea
(según pude entender, algunos de sus sirvientes formaban parte del primigenio grupo de
seguidores de Jesús)1
Al principio, al notar la intensa mirada de Civilis, no asocié el texto de la misiva de Prócula
con la aguda superstición que dominaba al procurador y con el augurio que yo me habla
atrevido a formular en presencia del centurión. Fue poco después, cuando nos dirigíamos al
patio central de la fortaleza para asistir a la flagelación del Maestro, cuando el oficial-jefe
recordó mis palabras sobre el extraño suceso celeste que yo había pronosticado para aquella
mañana, vinculándolo al misterioso «sueño» de la mujer del procurador. Todo aquello, al
parecer, había influido -y no poco- en Poncio. Quizá por ello, tras la lectura del mensaje de su
esposa, el gobernador, con voz temblorosa, se dirigió nuevamente a la multitud,
preguntándole:
-¿Por qué queréis crucificarle...? ¿Qué daño os ha causado?
Los sacerdotes percibieron inmediatamente la creciente debilidad del representante del César
y se ensañaron con él, vociferando sin descanso:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...!
El paroxismo de los judíos llegó a tal extremo que la siguiente pregunta de Poncio apenas si
fue oída:
1 Aunque en el aquel primer «gran viaje» de Caballo de Troya no llegué a coincidir con Claudia Prócula o Procla,
todas nuestras informaciones señalaban el origen de esta mujer como «distinguido» y, posiblemente, entroncado -
según Tác¡to- en la rama de los Próculos, pertenecientes como Poncio al orden ecuestre. Fueron muy conocidos Ticio
Próculo, amigo dc Sila; Cervario Próculo, que conspiró contra Nerón; Licinio Próculo, servidor de Otón y prefecto del
Pretorio y Volusio Fróculo, que mandó la flota de Mesina. Una de las tradiciones hacía a Prócula descendiente de los
«Claudios», oriundos a su vez de las Galias, y quizá emparentada lejanamente con Tiberio. Si esto fuera cierto, quizá
pudiera explicarse por qué Poncio Pilato fue desterrado a las Galias por Calígula después del fallecimiento de Tiberio.
(N. del m.)


258
-¿Quién quiere testimoniar contra él?
La muchedumbre sólo sabía repetir una única palabra:
-¡Crucifícale!
En vista de aquel tumulto, Civilis desenvainó su espada y, levantándola por encima de su
casco, se dispuso a dar la señal para que sus hombres entraran en acción. Pero Pilato obligó al
centurión a envainar su arma. Y agitando las palmas de sus manos pidió silencio. Poco a poco,
aquellos fanáticos fueron recobrando la calma. Y el procurador, haciendo caso omiso de las
anteriores peticiones del populacho, repitió su pregunta:
-Os pido una vez más que me digáis qué preso deseáis que liberemos en este día de Pascua.
La respuesta fue igualmente monolítica y contundente:
-¡Entréganos a Barrabás!
Pilato quedó silencioso y moviendo la cabeza en señal de desaprobación insistió:
-Si suelto a Barrabás, el asesino, ¿qué hago con Jesús?
Aquel nuevo signo de debilidad por parte del gobernador fue acogido con un brutal estallido
de violencia. Y la palabra «¡Crucifícale! » se levantó como un trueno.
La turba, con los puños en alto, siguió clamando, cada vez con más fuerza:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!.
El vocerío impresionó tanto a Poncio que, asustado, se retiró de la terraza, perdiéndose en el
interior de su residencia. Uno de los oficiales, siguiendo las instrucciones de Civilis, se apresuró
a seguir al procurador. Y al rato, mientras la multitud, poseída por la idea de matar al Maestro,
continuaba con su funesta petición de crucifixión, aquel centurión que había acudido en pos de
Pilato reapareció en la entrada del pretorio, cursando una trágica orden a Civilis.
El centurión jefe asintió con la cabeza y alzando sus brazos en un gesto autoritario ordenó
silencio. La multitud obedeció, consciente del poder y de la extrema dureza de aquel extranjero.
Una vez hecho el silencio, Civilis pronunció unas breves pero dramáticas palabras, que helaron
el corazón de José y Juan:
-La orden del procurador es ésta: el prisionero será azotado...
Y con el más absoluto de los desprecios giró sobre sus talones, haciendo un gesto a sus
hombres para que condujeran al reo al interior del pretorio.
Sin pararme a pensarlo me lancé tras Civilis, uniéndome a la escolta que cruzaba ya el
«hall» de la residencia.
Eran las diez y media de la mañana...
Aquella vez, Juan Zebedeo no acompañó al Maestro. Y me alegré profundamente. El
espectáculo que estaba a punto de presenciar hubiera terminado con su decaída moral.
Giramos por la escalinata de la derecha, adentrándonos en un largo y húmedo pasadizo,
apenas iluminado por algunas lámparas de aceite, cuyas llamas oscilaron al paso de la escolta.
El centurión, visiblemente disgustado por el curso que estaban tomando los acontecimientos,
se lamentó de la debilidad del procurador. Si de él hubiera dependido, el proceso contra aquel
galileo habría concluido sin contemplaciones...
-Entre este visionario y un «zelota» asesino -me aseguro mientras salvábamos los últimos
metros del pasadizo-, Roma no hubiera dudado. Y mucho menos cuando ese manojo de
serpientes tiene el atrevimiento de desafiar la autoridad del César...
Al salir de aquel túnel reconocí en seguida el patio porticado que había cruzado en la mañana
del miércoles, cuando José y yo nos disponíamos a entrevistamos con Poncio. Desde el «hall»
del Pretorio podía accederse, por tanto, al mencionado patio y al túnel abovedado de la entrada
oeste de la fortaleza, recorriendo simplemente aquel pasadizo de cincuenta escasos metros. La
salida se hallaba exactamente en la esquina nororiental del patio, a la derecha de las escaleras
de mármol que llevaban al despacho oval de Pilato.
Siguiendo, al parecer, una costumbre harto frecuente, los soldados llegaron al centro del
patio, deteniéndose junto a la fuente circular de la diosa Roma. El centurión advirtió que
retiraran los caballos que estaban siendo cepillados y, mientras los jinetes procedían a desatar
las riendas, varias decenas de legionarios libres de servicio fueron aproximándose. La noticia de
la inminente flagelación de aquel judío -que se autocalificaba como «rey» de los hebreos- se
había extendido rápidamente entre la guarnición, que, lógicamente, no quiso perderse el
acontecimiento.
Civilis me sugirió que me apartase.


259
-Poncio quiere un castigo... especial -añadió el centurión con una sarcástica sonrisa-. ¡Y por
Zeus que lo va a tener!
Las palabras del oficial me hicieron temblar. Miré a Jesús, pero el gigante seguía ausente e
inmóvil, con los ojos fijos en el chorro de agua que saltaba de la pequeña esfera que sostenía la
diosa en su mano izquierda.
Los cascos de los caballos, alejándose hacia una de las esquinas del recinto, marcaron el
principio de aquella tortura. De entre los legionarios se habían destacado dos, especialmente
fornidos. Ambos sostenían en sus manos sendos flagrum o látigos cortos, formados por mangos
de cuero y metal de apenas 30 centímetros de longitud. De uno de ellos partían tres correas de
unos 40 o 50 centímetros cada una, armadas en sus extremos de sendos pares de astrágalos
(tali) o tabas de carnero. El otro verdugo acariciaba los anillos de hierro de su plumbata, del
que salían dos tiras de cuero, provistas de un par de bolitas de metal (posiblemente plomo) en
cada punta.
A una señal del oficial en jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a
uno de los cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban
la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías.
Uno de los legionarios intentó soltar las ligaduras de las muñecas, pero habían sido
dispuestas de tal forma que, tras varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada,
cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las
manos de Jesús aparecían tumefactas y con un tinte violáceo.
Una vez desatado, los legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado
Herodes Antipas en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma
violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de
orín de las caballerías. Por último, le desataron las sandalias, descalzándole.
Y acto seguido, el mismo soldado que había cortado las ligaduras se colocó frente al
prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos de la maroma que acababa de
sajar.
Jesús, con una total y absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar.
Aquella reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni
mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. Di un pequeño rodeo a
la fuente, situándome frente a él y comprobé, efectivamente, cómo su rostro, cuello y costados
habían empezado a humedecerse. En ese momento lamenté no haberme encajado las lentes de
visión infrarroja. A juzgar por las cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas
y por las sucesivas y profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a
experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco.
El Nazareno era perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó
como el de cualquier individuo.
De un tirón, el legionario le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a
sujetar la cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del
Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a separar las piernas,
adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus
facciones por completo.
Por un lado me alegré de no poder ver su cara...
El sudor se fue haciendo más intenso, convirtiendo sus anchas espaldas y torso en una
superficie brillante.
De pronto, uno de los sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató
con un golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.
La rotura de las cintas que sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los
genitales de Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.
Al verle desnudo, los legionarios estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la
soldadesca fueron zanjadas por la llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el procurador
ordenó a los verdugos que procedieran. En mitad de un silencio expectante, el legionario más
alto, situado a la derecha del Maestro, levantó su flagrum de triple cola, lanzando un terrorífico
latigazo sobre la espalda de Jesús, al tiempo que cantaba el primero de los golpes:
-¡Unus!


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La descarga fue tan brutal que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de
caliza con un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al
tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe con su bífido fiagmm.
-¡Tres...!
-¡Quattour...!
Aquellos soldados, consumados profesionales, manejaban los látigos haciendo girar
simplemente sus muñecas. De esta forma, las correas se rizaban, consiguiendo un máximo
efecto con un mínimo de esfuerzo.
-iQuinque!
El entrechocar de los huesecillos y de las bolas de metal fueron el único sonido perceptible
durante los primeros minutos. Jesús, totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un
solo gemido. Los astrágalos y las piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada
retirada algunas porciones de piel. Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían
empezado a correr por el cuerpo, deslizándose hacia los costados y goteando sobre el
pavimento.
Tal y como sospechaba, después del fenómeno del sudor sanguinolento, la piel del Maestro
había quedado en un estado de extrema fragilidad. Y aquella lluvia de golpes múltiples no tardó
en abrirla, convirtiendo los hombros, espalda y cintura en una carnicería. Poco a poco, a cada
silbido del «flagrum», las tabas y bolas penetraban en la piel, provocando su ablación o
separación, desgarrando los tejidos musculares y arrastrando vasos y nervios.
¡Triginta!
Al llegar al golpe número treinta, el reo se desplomó, manteniéndose de rodillas y con los
dedos fuertemente sujetos al aro de metal de la columna.
La espalda, hombros y zonas lumbares aparecían ya encharcadas en sangre, con un sinfín de
hematomas, azulados y gruesos como huevos de gallina. Las correas, por su parte, hablan ido
dibujando decenas de estrías -similares a arañazos- de una tonalidad vinosa. La presencia de
aquella multitud de hematomas -algunos de los cuales hablan empezado a estallar-, me hizo
sospechar que el dolor que soportó Jesús de Nazaret en aquellos primeros minutos tuvo que ser
de auténtico paroxismo.
Pero, afortunadamente para él, los golpes, descargados con tanta saña como precisión,
fueron abriendo muchos de los hematomas, convirtiendo la espalda en un río de sangre y,
consecuentemente, disminuyendo el dolor en cierta medida.
¡Quadraginta!
El latigazo número cuarenta llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio.
Pero, lejos de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del
Nazareno no reaccionó. Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de
los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se
hallaba inerme, soltó la cabeza, que cayó desmayada entre el hueco de los brazos.
El centurión apremió a sus hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la
fuente, arrojándolo sobre la nuca del Nazareno. Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se
movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua.
Desde hacía rato, la columna, una amplia franja de la pared circular de la fuente y los
rostros, brazos y túnicas de los verdugos aparecían teñidos de rojo. La hemorragia,
generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado a ser preocupante.
Aunque el suplicio había sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente
con la fórmula judía de flagelación1, la intención de Pilato -que seguía impasible y silencioso el
desarrollo de la tortura- era que aquella masacre continuase.
Los verdugos aprovecharon el breve descanso para inclinarse sobre el estanque y refrescar
sus caras, al tiempo que refregaban los brazos, tratando de limpiar los lamparones de sangre.
Aunque los legionarios encargados del tormento conocían el latín, estoy casi seguro que -a
1 La ley judía establecía para el castigo de la flagelación un total de 40 azotes menos uno. Así estaba escrito: «en
número de cuarenta» (El añadido, según R. Yehudá, sería el cuarenta). El reo era azotado can las manos atadas a una
columna. El servidor de la sinagoga le agarraba los vestidos y si se desgarraban, se desgarraban y si se destrozaban, se
destrozaban, hasta que le quedaba el pecho descubierto. Tras él había colocada una piedra y sobre ella se subía el
servidor de la sinagoga teniendo en su mano una correa de ternero. Ésta estaba primeramente doblada en dos y las
dos en cuatro; otras dos correas subían y bajaban en ella. (N. del m.)



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