viernes, 19 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 181 A LA PAG 210, LA ULTIMA CENA Y LO MEJOR AUN EL MONTE DE LOS OLIVOS , FANTASTICA NARRACION DE LOS SUCESOS


Caballo de Troya
J. J. Benítez

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engañéis. Correréis grave peligro cuando, en los tiempos posteriores, la mayoría de los
hombres hablen bien de los creyentes en el reino y muchos, incluso, ocupando altos cargos,
acepten el evangelio. Aprended a ser leales al reino, incluso en tiempos de paz y prosperidad.
No tentéis a los ángeles que os vigilan. No les tentéis a llevaros por caminos sembrados de
dificultades, como amante disciplina, cuando os dejéis arrastrar por la molicie y la vanagloria.
Recordad que estáis encargados de predicar este evangelio cl supremo deseo de hacer la
voluntad del Padre, junto con la alegría suprema de la realización de la fe de ser hijos de Diosy
no debéis dejar que nada desvíe vuestra atención. Haced que toda la humanidad se beneficie
del desbordamiento de vuestro amante ministerio espiritual, iluminando la comunión intelectual
e inspirando el servicio social. Pero ninguna de estas humanitarias labores deben ocupar el
verdadero objetivo de vuestros corazones: proclamar el evangelio.
»No debéis buscar la promulgación de la Verdad, ni establecer la honradez, por medio del
poder de los gobiernos civiles ni tampoco por la promulgación de leyes seculares.
»Podéis trabajar para persuadir a las mentes humanas, pero nunca -nunca- debéis atreveros
a imponeros. No olvidéis la gran ley de la justicia humana que os he enseñado: lo que deseéis
que otros os hagan, hacédselo vosotros a ellos...
«Cuando un creyente sea llamado a servir al gobierno terrenal, dejad que rinda ese servicio
como ciudadano temporal de dicho gobierno, aunque tenga que mostrar todos los rasgos y
señales ordinarios en la ciudadanía. Éstos han sido realzados por la ilustración espiritual de la
ennoblecedora asociación de la mente del hombre mortal con el espíritu divino que habita en él.
Si el no creyente llega a cualificarse como un sirviente civil superior, debéis preguntaros
seriamente si las raíces de la Verdad de vuestro corazón no han muerto por falta de las aguas
vivientes de la comunión espiritual con el servicio social. La conciencia de ser hijos de Dios debe
acelerar toda la vida de servicio a vuestros semejantes.
«No debéis ser místicos pasivos o desvaídos ascetas. No debéis volveros soñadores o
veletas, cayendo en el cómodo letargo de creer que una ficticia Providencia os va a proveer,
incluso, de lo necesario para vivir.
»En verdad, debéis ser suaves en vuestros tratos con los mortales que se equivocan. Y
pacientes en vuestras conversaciones con los hombres ignorantes. Y contenidos ante la
provocación... Pero también debéis ser valientes a la hora de defender la honradez y fuertes en
la promulgación de la verdad y hasta audaces para predicar este evangelio del reino. Y deberéis
llegar hasta los confines del mundo...
»Este evangelio es una Verdad viviente. Os he dicho que es como la levadura en el pan y
como el grano de mostaza. Y ahora os declaro que es como la semilla del ser viviente que, de
generación en generación, mientras siga siendo la misma semilla viviente, se despliega
indefectiblemente en nuevas manifestaciones y crece de forma aceptable, adaptándose a las
necesidades peculiares y condiciones de cada generación. La revelación que os he hecho es una
revelación viva...
El Galileo recalcó estas dos últimas palabras con una fuerza indescriptible.
-… Una revelación viva -dijo-, y es mi deseo que lleve frutos apropiados a cada individuo y a
cada generación, de acuerdo con las leyes del crecimiento espiritual. Es mi deseo que se
incremente y que tenga un desarrollo. De generación en generación, este evangelio debe
mostrar vitalidad creciente y mayor hondura de poder espiritual. No se debe permitir que llegue
a ser un simple recuerdo sagrado, una mera tradición sobre mí o sobre los tiempos en los que
ahora vivimos...
Aquella mirada profunda y afilada como un puñal se paseó por todos y cada uno de los
oyentes. Y al llegar a mi, Jesús volvió a repetirlas:
-… No se debe permitir que llegue a ser un simple recuerdo sagrado, una mera tradición
sobre mi o sobre los tiempos en los que ahora vivimos.
Después, descendiendo a un tono más calmado, prosiguió:
-Y no olvidéis que no hemos dirigido un ataque personal a los individuos ni a la autoridad de
los que se sientan en la silla de Moisés. Tan sólo les hemos ofrecido la nueva luz, que ellos han
rechazado con tanto vigor. Hemos arremetido contra ellos sólo por su deslealtad espiritual para
con las mismas verdades que confiesan enseñar y salvaguardar. Hemos chocado con estos
establecidos dirigentes y reconocidos jefes sólo cuando se han opuesto directamente a la
predicación del evangelio. E incluso ahora no somos nosotros los que arremetemos contra ellos,
sino ellos los que buscan nuestra destrucción. No estáis para atacar las antiguas formas. Debéis


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poner diestramente la levadura de la nueva Verdad en medio. de las viejas creencias. Y dejad
que el Espíritu haga su propio trabajo. Dejad que venga la controversia, sólo cuando aquellos
que os desprecian os fuercen a ella. Pero, cuando los no creyentes os ataquen
intencionadamente, no dudéis en manteneros en una vigorosa defensa de la Verdad que os ha
salvado y santificado.
»Recordad siempre amaros el uno al otro. No luchéis con los hombres, ni siquiera con los no
creyentes. Mostrad misericordia, incluso, con los que, despreciativamente, abusen de vosotros.
Mostraros ciudadanos leales, honrados artesanos, vecinos merecedores de alabanza, parientes
devotos, padres comprensivos y sinceros creyentes en la hermandad del reino del Espíritu. Y yo
os aseguro que mi espíritu estará sobre vosotros ahora y siempre, hasta el final del mundo...
Entre las horas sexta y nona (en nuestro sistema horario actual podrían ser las 13 horas),
Jesús dio por finalizada su alocución. Y fueron los griegos que asistían a la reunión los que más
preguntas formularon. Desde mi punto de vista, aquellos gentiles habían asimilado mejor que
los propios apóstoles las intenciones y enseñanzas del Maestro. Los once casi no abrieron la
boca. Y si debo juzgar por sus comentarios mientras descendíamos hacia el campamento, no
terminaban de entender qué relación podía existir entre sus martirios, persecuciones y muerte -
anunciadas por el rabí- y la inevitable propagación del evangelio por todo el mundo.
Persuadidos como estaban, con la excepción del joven Juan, de que aquel «reino» del que
hablaba Jesús tenía mucho que ver con un sistema político que liberase a Israel de la
dominación extranjera, tampoco acertaban a comprender que la difusión de la «Verdad»
pudiera llevarse a efecto «sin la promulgación de leyes seculares», como había pedido el
Maestro.
Sus mentes, una vez más, habían naufragado en un sinfín de especulaciones y dudas. Para
la mayoría, las últimas frases del rabí, sobre la destrucción que buscaban los dirigentes judíos,
fueron interpretadas como una gran tragedia que estaba a punto de asolar el mundo. Y aunque
conocían la orden concretísima del Sanedrín de dar caza a Jesús, su fe en los poderes del
Galileo era tal que se resistían a admitir que los sacerdotes pudieran tocarle siquiera. «En otras
oportunidades -se decían unos a otros en un simple afán de tranquilizarse-, el Maestro les ha
burlado. ¿Por qué no iba a hacerlo ahora...? Es casi seguro que esa "destrucción" a la que se
refiere Jesús tiene que ver con un cataclismo o con el fin del mundo...»
Estas impresiones de los discípulos se vieron alimentadas por la actitud personal de Jesús en
aquella mañana. Salvo en el breve parlamento con José de Arimatea, el Nazareno había
demostrado un humor excelente... «Si el Maestro temiera por su seguridad -argumentaban en
buena lógica- no adoptaría una postura tan alegre e inconsciente...»
(Deseo insistir en este momento de mi relato en una circunstancia a la que ya he hecho
alusión pero que, dada su importancia, estimo que debe ser considerada nuevamente. Aquel
discurso de Jesús de Nazaret había tenido una duración aproximada de algo más de dos horas.
Yo he referido únicamente los pasajes que he considerado más interesantes. Pues bien, tal y
como se refleja en el Nuevo Testamento, ninguno de los evangelistas llegó a recogerlo con un
mínimo de rigor y amplitud. A lo sumo, en los textos evangélicos aparecen algunas frases o
sentencias, perdidas aquí y allá y desvinculadas de lo que era en realidad todo un contexto
uniforme y perfectamente estructurado. Para mí, estas graves deficiencias -repetidas, como
digo, en otros capítulos- no son la consecuencia de una acción negligente por parte de los
escritores sagrados. La única razón por la que los Evangelios Canónicos no se hacen eco de
estas enseñanzas está en una realidad mucho más sencilla pero, no por ello, menos
lamentable: desde mi personal punto de vista, cuando los evangelistas trataron de poner por
escrito la vida, obras y parlamentos de Jesús había pasado el tiempo suficiente como para que
la inmensa mayoría de sus enseñanzas no pudieran ser recordadas textualmente. De no ser por
mi sistema de filmación-grabación, yo tampoco hubiera sido capaz de memorizar todo lo que
llevaba oído. Y debo insistir en algo que no puedo terminar de comprender: ¿por qué ninguno
de aquellos discípulos se preocupó de ir tomando notas de cuanto veía y escuchaba? De esta
forma tan elemental, hoy hubiéramos dispuesto de una visión mucho más amplia y acertada de
lo que dijo e hizo el Maestro de Galilea.)
Para mi, a nivel personal, algunas de las afirmaciones de Jesús en aquella inolvidable
mañana en la cima del Olivete han revestido una gran importancia. Por ejemplo, jamás he


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podido olvidar sus alusiones a la esperanza: «...La persistente predicación de este evangelio -
había prometido- llevará algún día a las naciones a una nueva e increíble liberación...»
¡Cuánto he ansiado ver cumplida tal afirmación! Sin embargo, hoy por hoy, esa maravillosa
realidad parece aún lejana... «Si Jesús fue capaz de pronosticar -¡40 años antes!- la total
destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito, ¿por qué iba a equivocarse en aquella otra
profecía?»
También me desconcertó su recomendación sobre la forma en que debía ser promulgada la
Verdad. «No debéis buscar -aseguró- la propagación de esta Verdad por medio de leyes
seculares.» Y una punzante duda quedó en mi corazón: ¿hubiera aprobado el Hijo del Hombre
la intrincada maraña de leyes, normas y códigos que han regido y siguen rigiendo los destinos
de las iglesias y que, en el fondo, no son otra cosa que una asfixiante burocracia secular,
agazapada bajo pretextos espirituales y sagrados más o menos claros?
Pero mi misión no era enjuiciar, sino observar y dar testimonio. Ruego a quien pueda leer
este diario me disculpe...
Cuando entramos en el campamento, David Zebedeo tenía lista la comida. Le noté nervioso
y malhumorado. En un primer momento, lo atribuí a nuestro retraso. Normalmente, aquel
almuerzo -a mitad de jornada- solía celebrarse alrededor de las doce. «El disgusto del Zebedeo
-pensé- está más que justificado...» Pero, una vez más, me equivocaba La desazón del jefe de
los emisarios no se debía a la demora del grupo...
Nos fuimos acomodando en torno al fuego y las mujeres comenzaron a servir: guiso a base
de lentejas, aromatizado con sendos «pellizcos» de comino negro y cilantro1, espigas frescas
pasadas ligeramente por la lumbre o grano tostado (proporcionado por Juan Marcos) y una
pequeña ración de requesón, elaborado por las mujeres con la leche de cabra. Y como
complemento, amén del vino, unas tortas de harina, amasadas esa misma mañana a base de
agua y sal. El procedimiento utilizado por las mujeres del campamento en la cocción de
aquellas tortas de unos 12 centímetros de diámetro era muy singular. Al menos para mí.
Empleaban un «horno» -si es que se le puede llamar así- consistente en un gran jarro,
perfectamente recubierto de barro en su exterior. Se aseguraba en el suelo y en su interior se
encendía un fuego. Una vez que la candela había calentado suficientemente las paredes del
jarro, las mujeres procedían a apagar las llamas, pegando entonces las tortas a la superficie
interior del «horno». En general, se comían calientes. Pero, cuando Jesús y los restantes
discípulos llegaron al huerto, las tortas hacía tiempo que se habían enfriado. Algunos de los
comensales subsanaron, sin embargo, aquel contratiempo rociándolas con miel.
Jesús apenas probó el guisado de lentejas, dedicando su atención al requesón y a su
obligada ración de pasas sin grano...
A mitad del almuerzo, Judas apareció en el campamento. Nadie se sorprendió. Sólo Jesús,
David Zebedeo y yo le seguimos con la mirada. El Iscariote, con la vista baja, tomó una de las
escudillas de madera, sirviéndose una generosa ración de lentejas. Y en el mismo silencio con
que había entrado en el huerto, así se retiró y aisló, sentándose entre las raíces de uno de los
olivos más cercanos. Durante un buen rato, el traidor centró su atención en la comida. Una vez
concluida, y mientras procedía a escarbarse los dientes con una brizna de hierba, levantó los
ojos hacia el cielo, en dirección al sol. (Supongo que tratando de averiguar lo que restaba de
luz.) Y allí siguió, atento a todos y cada uno de los movimientos del Galileo y de sus allegados.
Debía faltar una hora para las tres de la tarde, cuando David Zebedeo -cada vez más
inquieto- se levantó y tiró prácticamente de Jesús, caminando con él en dirección a las tiendas.
Hablaron unos minutos y observé cómo el Maestro le respondía, al tiempo que levantaba su
mano izquierda, como tratando de apaciguarle. Judas, impasible, seguía la escena sin moverse
de su sitio.
Cuando David regresó hasta el grupo, traté de sonsacarle:
1 El cilantro o Coriandrum sativum, de las umbelíferas, es el fruto más conocido en Occidente por coriandro, a causa
del fuerte olor a chinches que desprende cuando está recién cogido. Una vez desecado, se vuelve muy aromático. El
utilizado por las israelitas era amarillento y del tamaño de un grano de pimienta. Es menos excitante y afrodisíaco que
el comino. Según pude comprobar, muchos hebreos mezclaban este último con miel y pimienta, tomándolo dos veces al
día. Esto, según me dijeron, les excitaba sexualmente. (N. del m.)


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-¿Qué te ocurre? -le pregunté bajando el tono de mi voz, de forma que no pudiera ser oído
por el resto.
-Mis hombres en Jerusalén -me explicó con desesperación- han traído malas nuevas...
Empezaba a intuir de qué se trataba y cuál era en verdad la razón de la progresiva agitación
del discípulo.
Han seguido a Judas y, tal y como vosotros me adelantasteis, los planes para apresar al
Maestro están casi ultimados. Será hoy. Es posible que después de la puesta de sol. El capitán
de la policía del Templo está furioso por la fuga de Lázaro y ha apremiado al Iscariote para que
se consume el arresto.
-¿Sabéis dónde tendrá lugar?
-No. Lo único que sé es que no podemos perder de vista a ese bastardo... -masculló David
clavando su mirada en Judas.
-¿Y qué ha dicho Jesús?
El Zebedeo se encogió de hombros y rezumando aún la evidente sorpresa que le habla
causado la contestación del Galileo, comentó:
-Me ha pedido que no hable de esto con nadie, pero a ti sí puedo decírtelo, puesto que ya lo
sabes... «Sí, David -me ha respondido-, lo sé todo. Y sé que tú sabes, pero cuida de no
decírselo a nadie.» Y, cuando trataba de persuadirle para que huyera, añadió: «No dudes de
que la voluntad de Dios prevalecerá al final.» Te juro, Jasón, que no acierto a comprenderle. Si
él quisiera, ahora mismo pondríamos a su servicio más de un centenar de hombres armados
que le escoltarían y guardarían hasta llegar a la Perea...
Coloqué mis manos sobre sus hombros, tal y como había visto hacer a Jesús, e intenté
animarle con la mirada. Pero la tristeza de aquel hombre era mucho más profunda de lo que yo
podía suponer.
La súbita llegada de uno de los «correos» sacó a David de sus sombríos pensamientos. Le
acompañé hasta la tienda de los hombres y allí, en presencia del Zebedeo, el emisario -que
procedía de Filadelfia- leyó un mensaje de Abner. Hasta aquella remota ciudad oriental habían
llegado también los insistentes rumores sobre un complot para matar al Maestro y pedía
instrucciones. «¿Debía movilizarse con toda su gente y dirigirse a Jerusalén?»
El Zebedeo leyó la misiva y acudió de inmediato al Galileo. Éste, una vez conocida la nota del
hombre que daba protección a Lázaro, transmitió a David: «Dile a Abner que siga adelante con
su labor. Si marcho de vosotros en carne es porque puedo volver en espíritu. No os
abandonaré. Estaré con vosotros hasta el final.»
Otro de los mensajeros partió a la carrera hacia Filadelfia y yo aproveché aquella
oportunidad para preguntar al Zebedeo por la madre de Jesús. Era casi la hora nona (las tres) y
María y sus familiares no habían dado señales de vida. Como dije, la posibilidad de encontrarme
cara a cara con la madre del Galileo había ido excitando mi espíritu, llenándome de curiosidad.
¿Cómo era realmente aquella mujer? ¿Podía tener el aspecto que nos muestra la tradición
pictórica universal? ¿Qué había de cierto en todas esas cualidades y virtudes que han
remachado sin cesar los investigadores y estudiosos mariológicos?
David no pudo satisfacer mi duda. El camino desde Beth-Saida, en Galilea, a unos 600
estadios de Jerusalén (alrededor de 110 kilómetros), suponía un considerable esfuerzo, sobre
todo para un grupo en el que viajaban varias mujeres1. Había que esperar.
Apenas se hubo retirado David de la presencia de Jesús cuando el jefe de la intendencia,
Felipe, se aproximó al Maestro y le preguntó:
-Dado que se aproxima la hora de la Pascua, ¿dónde quieres que preparemos la cena?
El Galileo le respondió:
-Vete a buscar a Pedro y a Juan y os daré las instrucciones para la cena que comeremos
juntos esta noche. En cuanto a la Pascua, os hablaré de ello después de la cena...
Este asunto sí interesaba sobremanera a Judas. E incorporándose, comenzó a caminar hacia
Jesús, con el propósito -supongo- de averiguar dónde y a qué hora iba a celebrarse la cena de
1 La ruta utilizada habitualmente en aquella época, desde la localidad de Beth-Saida (Bethsaïde Julias) hasta
Jerusalén, obligaba a pasar por las poblaciones de Kursi e Hippos, en la orilla oriental del lago de Génésareth; Gadara y
Pella y, desde allí, siguiendo la margen del río Jordán, se alcanzaba Bethabara en la región de la Perea y, por último,
Jericó, Betania y Jerusalén. La otra ruta -la que cruzaba por el centro de Samaria- no era muy recomendable, dados los
continuos choques entre los habitantes de Judea y Galilea y los samaritanos. (N. del m.)


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aquel jueves. Pero el Zebedeo -que no le perdía de vista- comprendió las oscuras intenciones
del Iscariote y, con unos reflejos admirables, se interpuso en el camino del traidor,
entreteniéndole.
Judas, nervioso, vio cómo Felipe, Pedro, Juan y el Maestro se separaban del grupo, entrando
en una de las solitarias tiendas. A los pocos minutos, los tres apóstoles salieron del albergue y,
sin hacer el menor comentario, abandonaron el huerto, ladera abajo.
Por un momento dudé. ¿Qué debía hacer? ¿Me unía al grupo de los apóstoles que acababa
de salir del campamento o permanecía junto al Maestro? David seguía entreteniendo al
Iscariote quien, con el rostro desolado pero sin perder su sangre fría, parecía resignado a su
suerte.
Me dejé llevar por el instinto y, disimuladamente, me lancé en pos de Felipe y sus compañeros.
Los alcancé cuando cruzaban al otro lado del Cedrón, bordeando la muralla suroriental de la
ciudad santa, en dirección a la puerta de los Esenios. Al verme, los discípulos se mostraron un
tanto sorprendidos. Pero intenté disipar sus recelos, comentándoles que -puesto que se
avecinaba la fiesta pascual- tenía intención de agradecer la hospitalidad del Maestro,
entregándole un obsequio1.
-Os he visto partir hacia Jerusalén -les dije- y he creído que ésta era una buena oportunidad
para pediros consejo...
Sólo Juan -mejor observador y más sensible que sus amigos- se emocionó por aquel gesto
mío. Y tomándome por el brazo, me preguntó:
-¿Y qué has pensado regalarle?
-Quizá una nueva túnica -improvisé.
-No es mala idea -meditó en voz, alta-, pero, quizá fuese más práctico que compraras un
manto... El tiene en alta estima su túnica. Te habrás fijado que fue confeccionada a mano y sin
costuras...
Le hice saber que me parecía una excelente idea y que, si disponían de unos minutos, me
acompañaran y recomendaran un buen mercader en telas.
Pedro intervino y en un tono brusco -como si arrastrara un cierto malhumor- me desveló lo
que, precisamente, deseaba saber:
-Atiende, Jasón. Ahora no puede ser. El Maestro nos ha encomendado un asunto un tanto
raro...
En su voz adiviné aquella casi genética incapacidad para comprender muchas de las acciones
de Jesús.
-… Tenemos que llegar hasta las puertas de la ciudad y buscar a un hombre -exclamó con
«retintín»- con un cántaro de agua... ¡Imagínate!, con miles de peregrinos en Jerusalén...
Juan le reprochó su poca fe.
-Si el Maestro nos ha dicho que al franquear las puertas encontraremos a ese hombre con el
cántaro, no hay más que hablar.
-Pero, reconoce -trató de razonar Felipe- que Pedro lleva razón. ¿No hubiera sido más fácil y
práctico que Jesús nos hubiera dado la dirección de la casa donde desea cenar esta noche o el
nombre de su propietario? ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué necesidad hay de tanto laberinto?
Sonreí para mis adentros, recordando el texto evangélico donde se narra este suceso. No
habría estado de más que los escritores sagrados hubieran hecho mención de aquella polémica
entre los discípulos y que retrataba maravillosamente la fe ciega de uno y las lógicas dudas del
resto. (Cabe la posibilidad de que, con el paso de los años, ni Pedro ni Felipe desearan
descubrir a la incipiente comunidad cristiana su flaqueza de espíritu. Y es del todo humano y
comprensible.)
Los tres hombres siguieron enzarzados en aquella disputa, hasta que llegamos al umbral de
la gran puerta de los Esenios, frente al valle del Hinnom. A aquellas horas de la tarde el gentío
que entraba y salía sin cesar de Jerusalén era lo suficientemente grande como para desalentar
a cualquiera que intentara localizar a un «hombre con un cántaro de agua».
1 La costumbre judía de aquella época establecía que, para cumplir plenamente con el precepto de estar alegres en
la Pascua, era aconsejable hacer regalos, tanto a los amigos como a los familiares y, sobre todo, a las mujeres. Y
aunque éste no era mi caso, dada mi condición de gentil, consideré aquel pretexto muy adecuado para mis fines. (N.
del m.)


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De pronto, en aquel confuso trasiego de gentes, Juan nos llamó la atención sobre un grupo
de mujeres que salía de la ciudad. Dos de ellas cargaban sobre sus cabezas sendos cántaros. El
resto -posiblemente lavanderas- mantenía sobre sus cráneos, con gran destreza, cestos de
mimbre repletos de ropa.
Pero Pedro, cada vez más desalentado, hizo ver al joven discípulo que se trataba de mujeres
y que, además, seguían una dirección opuesta a la que les había anunciado el rabí.
Al traspasar el arco de piedra de la gigantesca puerta, los tres apóstoles se detuvieron frente
a las primeras casas del barrio bajo. Y, durante algunos minutos, se dedicaron a inspeccionar a
cuantos deambulaban por el lugar. No necesitaron mucho tiempo para descubrir, a la derecha
del portalón de los Esenios, a un hombre que se hallaba sentado y con la espalda apoyada en la
muralla. A su lado había una cántara de casi medio metro de alzada, de las usadas
comúnmente para recoger el agua de las fuentes situadas delante de Jerusalén.
Los discípulos se miraron en silencio y Juan, sonriente y decidido, se adelantó hasta situarse
a dos metros de aquel individuo. Felipe le siguió y Pedro, vacilante aún, terminó por unirse a
sus amigos, negando sistemáticamente con la cabeza.
Ni Juan ni el resto llegaron a despegar sus labios. Cuando aquel hombre -que parecía
aburrido de esperar- les vio inmóviles y con los ojos fijos en él, dibujó una leve sonrisa y, sin
más, se levantó, tomando la pesada cántara. Acto seguido, y con el recipiente bien sujeto sobre
su cadera izquierda, inició una apresurada caminata.
Pedro, en silencio y con los ojos bajos, había enrojecido de vergüenza.
En cuestión de minutos, el misterioso personaje nos condujo por las empinadas y angostas
callejas de aquella zona meridional de Jerusalén hasta una casa de dos plantas, situada muy
cerca de la residencia de Anás, el ex sumo sacerdote y suegro de Caifás.
A la puerta de aquella mansión, tan lujosa casi como la de José de Arimatea, esperaba un
conocido de todos: el pequeño Juan Marcos!
Al parecer no fui el único sorprendido. Los tres discípulos, al ver al adolescente,
intercambiaron una mirada, adivinando entonces las intenciones de Jesús. Por mi parte, el
supuesto hecho milagroso del encuentro con el hombre del cántaro empezaba a tener una
explicación más racional. Aunque en aquellos instantes no disponía de pruebas suficientes, un
presentimiento comenzó a rondarme:
¿Había dado instrucciones el Maestro a Juan Marcos, durante el largo paseo del miércoles,
para que un miembro de su familia -quizá un sirviente- acudiera a una hora determinada hasta
las puertas de Jerusalén y portando un cántaro de agua? De no haber sido así, ¿cómo explicar
la presencia del muchacho, justamente en el escalón de la puerta de la casa donde debería
celebrarse la llamada «última cena»? Aquella hipótesis fue ganando terreno en mi
subsconsciente. En el fondo, todo encajaba: el férreo mutismo del joven ante las preguntas de
los discípulos y la extrema prudencia del Maestro a la hora de indicar el lugar donde deseaba
reunirse con sus íntimos...
Jesús de Nazaret estaba al corriente del complot que protagonizaba Judas, así como de sus
manejos para facilitar su captura. Era lógico que, si el Galileo deseaba no ser molestado en el
transcurso de aquella cena, adoptase las necesarias medidas de precaución. Y aquella
«maniobra», evidentemente, formaba parte del plan.
El joven Marcos nos condujo hasta el interior de la casa, presentándonos a sus padres, Elías
y María. Aquella familia -según pude averiguar- estaba emparentada con la de Jesús,
comulgando plenamente con sus enseñanzas.
Felipe, como responsable de la preparación de la cena, rogó a Elías Marcos que le mostrase
el lugar elegido y que le pusiese al corriente del menú y de los restantes preparativos.
Prudentemente, y puesto que el muchacho se hallaba presente, me abstuve de formular
preguntas a los dueños de la casa. Sin embargo, después de comprobar que la cena tendría por
escenario el piso superior de la mansión de los Marcos, mis dudas sobre el acuerdo secreto
entre Jesús y el hijo de aquellos quedaron prácticamente disueltas. Sólo restaba que el
muchacho o sus padres me lo confirmaran. Pero eso sucedería pocas horas más tarde...
Me disponía ya a seguir a Felipe y a Pedro hasta la primera planta, iniciando así otra de las
delicadas misiones encomendadas por Caballo de Troya cuando, inesperadamente, Juan el
Evangelista- me propuso aprovechar aquellos minutos para visitar el cercano barrio de los
tintoreros, satisfaciendo así mi deseo de adquirir el manto para el Maestro. Me vi atrapado en


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mi propio engaño y no tuve más remedio que aceptar, simulando -además- gran contento por
aquella gentileza del discípulo.
El gremio de los tintoreros, tal y como me había anunciado Juan al salir de la casa, se
encontraba muy cerca. Descendimos por un estrecho callejón, tan mal empedrado como
pestilente, hasta desembocar en un corro de pequeñas casas de una planta, situado a la
sombra de la muralla exterior y en el ángulo suroccidental de la ciudad. Aquella treintena de
casas eran en realidad otras tantas tintorerías. Juan me condujo al interior de una de ellas,
propiedad de un viejo amigo: un tal Malkiyías, experto artesano y digno sucesor de una antigua
familia de tintoreros.
Y sin proponérmelo me vi en el interior de una habitación de unos seis por tres metros, casi
ahogada por la oscuridad, en uno de cuyos extremos divisé dos grandes cubas de casi un metro
de diámetro por otro de altura. A su lado habían sido situadas varias pilas de escaso fondo y un
banco de mampostería. En las cubas se había introducido potasa y cal apagada, así como una
pequeña cantidad de índigo1 en una de ellas y el doble en la siguiente. Cada cuba, cerrada por
una cubierta de piedra, presentaba un pequeño orificio o boca central (de unos 15 centímetros)
en la citada tapa. Por allí, el amigo Malkiyías iba introduciendo los hilos de los diferentes
tejidos, procediendo a su tinte. En otra de las pilas, varios obreros manipulaban grandes paños
de tela, sumergiéndolos en baños de púrpura y escarlata.
Juan le expuso mi deseo de hacer un regalo a un amigo, rogándole que nos enseñara
algunos de los mantos mejor trabajados y listos ya para su traslado al gremio de los
vendedores de telas. El jefe de la tintorería aceptó con gusto, mostrándonos un abundante
surtido de ropones, túnicas de lana y algodón, mantos para mujeres (muy parecidos al actual
chal) y finas vestiduras de hilo de Egipto, teñidos todos ellos en los más variados y sugestivos
colores.
Y, de pronto, al revisar aquellas prendas, tuve una idea. Busqué entre los tejidos más
delicados y señalándole a Juan un manto de lino blanco, le dije..
-Este... Desearía llevarme éste...
El discípulo me miró con asombro y comentó:
-Pero, Jasón, éste es un manto de mujer...
-Lo sé -repuse-, pero acabo de tener una idea mejor.
Juan respetó mi silencio, y sin hacerme una sola pregunta sobre aquel repentino cambio,
acordó con el maestro artesano el precio del rico manto. Aunque aquel tipo de operaciones
comerciales estaba prohibido -ya que los tintoreros no podían vender sus productos
directamente al público-, la amistad entre Juan y Malkiyías sirvió para soslayar el problema.
Y a eso de las cuatro de la tarde, después de recoger a Felipe y a Pedro y en compañía del
joven Juan Marcos, que quiso unirse a nosotros, reemprendimos el camino de regreso al
campamento de Getsemaní. En la casa de la familia Marcos, todo estaba listo para la cena. Las
circunstancias me habían impedido tener acceso al piso superior y ello empezaba a
preocuparme. Era vital para el completo desarrollo de mi misión que pudiera entrar en dicha
sala, antes de que fuera ocupada por Jesús y los doce...
Al vernos llegar, David Zebedeo se apresuró a interrogarme, mientras Pedro, Felipe y Juan
comunicaban a Jesús que todo estaba ultimado para la cena.
El astuto David me explicó que, dadas las circunstancias, había sugerido a Judas que le
entregara algo de dinero, con el fin de ir cubriendo las necesidades del grupo.
-Ante mi sorpresa -añadió-, este malnacido no sólo no ofreció resistencia, sino que,
entregándome la totalidad de los fondos líquidos y los recibos del dinero en depósito, me
anunció sin titubear: «Tienes razón. Creo que es lo más adecuado... Se está tramando algo
contra el Maestro y, en el caso de que me ocurriera algo, no serias molestado por nadie.» ¿Te
das cuenta, Jasón? -comentó con desaliento-. Este cínico acaba de confesarme que teme por la
vida de Jesús...
Aquel gesto de Judas -desprendiéndose de todo el dinero del movimiento- apuntaló aún más
mi sospecha de que el traidor no actuaba precisamente por avaricia.
1 A juzgar por su color azul y por su Forma, en panes cuadrados de unos 125 gramos de peso cada uno, aquella
pasta tintórea debía ser una de las especies de «índigo de la India», muy apreciada en el arte del tinte. (N. del m.)


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Hacia las cinco de la tarde, cuando apenas faltaba una hora para el ocaso, noté un
movimiento inusitado en el campamento. Felipe me informó que el Maestro tenía prisa por salir
hacia Jerusalén. Los apóstoles no terminaban de entender por qué el Maestro había organizado
aquella reducida e inusual cena, a la que sólo podían asistir sus doce hombres de confianza. Los
comentarios eran de lo más diverso. La costumbre judía establecía con gran rigor que el
almuerzo pascual debía celebrarse -una vez sacrificado el obligado cordero o cabrito en el
Templo- en la víspera de la Pascua propiamente dicha1. En esta ocasión, la fiesta pascual caía
en sábado por lo que era doblemente solemne, como creo que ya comenté. Si la tradicional
cena religiosa debía efectuarse al día siguiente, viernes, 7 de abril y una vez oscurecido, era
lógico que los discípulos se hicieran preguntas sobre el misterioso banquete organizado por el
Galileo para esa noche del jueves. Sólo unos pocos -Juan, Judas Iscariote, por supuesto, y
David Zebedeo- intuían que aquella cena iba a ser un acto muy especial, previo a la inmediata y
fulminante captura de su Maestro.
Para mí, aquellas prisas de Jesús por abandonar el huerto fueron la señal que me impulsó a
retirarme, adelantándome al grupo.
Dadas las especialísimas características de la «última cena» -a la que, insisto, sólo podían
asistir Jesús y sus doce apóstoles-, Caballo de Troya había estimado que mi presencia en la
misma hubiera podido quebrar el carácter íntimo que el Maestro pretendía. Era poco ético, por
tanto, que yo me hubiera sentado junto a los trece. Pero la misión no podía pasar por alto un
hecho tan trascendental y significativo como aquél. Yo debería recoger un máximo de
información sobre lo verdaderamente ocurrido en el piso superior de la casa de los Marcos. Y
para ello, el general Curtiss había dispuesto una solución «intermedia»: además de mis
indagaciones cerca de los protagonistas, la totalidad de las palabras de Jesús y de los doce
serían recogidas mediante un sensible y diminuto micrófono, que yo debería ocultar en un lugar
estratégico del cenáculo. (Difícilmente podía suponer entonces que aquella minúscula maravilla
de la electrónica -construida con gran mimo por los especialistas de la ATT (American
Telephone and Telegraph), empresa norteamericana de explotación telefónica, para nuestro
proyecto- iba a constituir una de las razones que aconsejaron a Caballo de Troya un segundo
«gran viaje» a la época de Cristo...)
Después de depositar el manto que había comprado en la tintorería de Malkiyías en manos
del Zebedeo, me apresuré a arrancar algunos manojos de espliego y lirios morados y blancos,
que crecían en las proximidades del olivar. Y a la carrera, tomé la senda más corta hacía
Jerusalén, advirtiendo al módulo que me disponía a situar el micro y la «vara de Moisés» en la
casa de Elías Marcos.
El gentil y apacible cabeza de familia no se sorprendió lo más mínimo cuando le anuncié que
Jesús y los doce no tardarían en llegar y que, como muestra de mi amistad y afecto hacia el
Maestro, deseaba contribuir, adornando la mesa con aquel humilde pero oloroso presente. Mi
plan surtió efecto y uno de los sirvientes -por indicación de Elías- me acompañó hasta el piso
superior.
Ascendimos por una estrecha escalera de piedra y, al abrir una puerta de doble hoja, el
improvisado «guía» me invitó a que le precediera. Así lo hice, penetrando en una espaciosa sala
rectangular de algo más de 20 metros de longitud, por 6 o 7 de anchura. En el centro había
sido dispuesta una mesa baja, en forma de « U » y de características muy parecidas a la que
había visto en la casa de Simón, «el leproso».
Alrededor se hallaban trece divanes, orientados casi perpendicularmente a la mesa. El que
ocupaba el centro, ola base de la «U», era algo más alto que los demás. Deduje de inmediato
que aquél era el puesto destinado al invitado de honor; es decir, a Jesús. Uno de los divanes -
muy similares a bancos de cuatro patas, pero sin brazos ni respaldo alguno- era más bajo que
el resto. Se encontraba situado en uno de los extremos de la mesa y, al verlo, deduje que el
anfitrión había tenido problemas para conseguir tantas tumbonas.
1 La fiesta de la Pascua judía -también llamada hag ha-massot o «fiesta de los ácimos»- se celebraba anualmente el
15 de Nisán, correspondiendo con el plenilunio o luna llena de la primavera. En aquel año 30, esta fecha -15 de Nisáncayó
en sábado, 8 de abril. El cordero pascual se sacrificaba la víspera (14 de Nisán) y se comía en familia, una vez
oscurecido; es decir, en esta ocasión, el viernes, 7 de abril. El Galileo celebró, por tanto, la «última cena» el 13 de
Nisán o jueves, 6 de abril. El mes de Nisán era el primero del año judío, correspondiendo a nuestros marzo o abril. (N.
del m.)


189
A la izquierda del comedor (tomando siempre como referencia la única puerta de entrada), y
pegados prácticamente al muro de ladrillo -cuidadosamente reforzado a base de caliza- conté
tres lavabos de bronce, elevados sobre el entarimado mediante sendos pies de madera. Todos
ellos, curiosamente, provistos de ruedas. De esta forma, aquellos recipientes de unos cuarenta
centímetros de diámetro y de escasa profundidad- podían ser trasladados cómodamente de una
parte a otra del aposento. Junto a los lavabos, el
dueño de la casa había preparado varías jarras con agua, así como algunas jofainas y lienzos
para el secado.
La escasa luz que penetraba por las espigadas ventanas -casi «troneras»-, que se repartían
a lo largo de los muros, había obligado ya a los sirvientes a encender las lámparas de aceite. En
una rápida exploración observé que las seis o siete lucernas adosadas en las paredes, y a cosa
de metro y medio del suelo, no daban una llama lo suficientemente grande como para iluminar
la estancia con amplitud. El defecto había sido subsanado con un farol cuadrado, en cuyo
interior ardía otra carga de aceite, con una triple mecha de cáñamo. Este refuerzo, plantado en
el interior de la «U» y sostenido a poco más de un metro del piso por un pie de hierro forjado
bellamente trabajado, sí proporcionaba a la mesa y a sus inmediaciones una generosa claridad.
A través de las paredes de vidrio -sutilmente teñidas de color oro-, la luz del farol inundaba y
bañaba de amarillo los divanes rojizos y el blanco e inmaculado mantel.
En uno de los extremos de la mesa (el más distante al lugar donde se encontraban los
lavabos «rodantes»), la servidumbre habla situado el pan, el vino, el agua y varios platos con
legumbres. Y sobre la mesa, en el punto correspondiente a cada uno de los invitados, trece
platos de fina cerámica, decorados con estrechas bandas rojas y blancas, posiblemente
trazadas a pincel por el artesano. Junto a la vajilla, cuatro copas de cristal de Sidón por
comensal. La presencia de tan numerosa cristalería me hizo suponer que Jesús pensaba
celebrar aquella cena, según el rito pascual.
Y por toda decoración, la sala lucía algunos tapices rojos, colgados estratégicamente en las
paredes. A la derecha de la puerta, en el ángulo del cenáculo, la madre del joven Marcos había
puesto un discreto toque femenino, a base de brillantes ramas de olivo y hojas de palma,
firmemente sujetas en un barreño con tierra.
Tras aquella vertiginosa ojeada a la estancia, comprendí que el lugar ideal para ocultar el
micrófono multidireccional era la base del farol. Desde aquel punto, equidistante de casi todos
los discípulos, las voces podrían llegar con nitidez hasta el sensible receptor. Pero, al volverme
hacia la puerta, la presencia del servicial acompañante me hizo desistir de mis propósitos. Tenía
que quedarme solo, aunque fuera únicamente durante un par de minutos...
De pronto advertí que aún tenía las flores en mi mano izquierda y entregándoselas al
sirviente le rogué que buscara algún jarrón. El buen hombre no entendía bien el griego y tuve
que expresarme por señas. Por fin pareció comprenderme y se alejó, escaleras abajo, con el fin
de satisfacer mi súplica.
Sin perder un segundo me hice con el micrófono, arrodillándome junto al farol. Por suerte, la
base era igualmente de hierro y el dispositivo magnético se «pegó» de inmediato. Los flecos
que colgaban del fanal formaron un excelente camuflaje. Retrocedí, saliendo del centro de la
mesa y, dirigiéndome rápidamente al diván que presumiblemente debía ocupar el Galileo, me
recosté sobre él, accionando la conexión auditiva con la nave. Eliseo respondió de inmediato.
Por espacio de varios segundos dirigí mi voz -en diferentes niveles de intensidad- hacia el farol,
situado a poco más de tres metros de la curvatura de la «U». Después repetí las pruebas de
sonido desde los dos extremos de la mesa.
Eliseo verificó las recepciones, anunciándome que el sonido llegaba «cinco por cinco»1.
Algo más sereno, me situé entonces en el rincón donde María Marcos había dispuesto el
adorno floral. En mi opinión, aquél era el único ángulo desde el que habría sido posible una
completa filmación de la escena. Pero, al examinar la posición de la única lente capaz -en este
caso- de registrar los acontecimientos, comprobé que existían dos obstáculos que dificultaban
la filmación: por un lado, las hojas de palma ocupaban la mayor parte del campo visual. Por
otro, y aunque no se hubiera dado aquel inconveniente, el lugar que tenía que ocupar el
Maestro quedaba oculto en parte por el farol central.
1 Esta expresión es frecuentemente utilizada en el argot aeronáutico para comunicar que se recibe el sonido de
forma nítida. (N. del t.)


190
Traté de tranquilizarme y, tomando de nuevo la vara, escudriñé hasta el último rincón de la
sala. Pronto desistí. No había una sola zona donde apoyar el cayado sin que levantase
sospechas y con garantías de una filmación correcta.
Desalentado, me dirigí entonces hacia el punto que había elegido en un principio, con el fin
de depositar la «vara de Moisés» por detrás de las ramas y palmas. «Al menos -me dije a mí
mismo-, quedará constancia del lugar y de algunos de los personajes.» Mi misión, en este caso,
era sencilla: bastaba con que dejara pulsado el clavo que activaba el rodaje. Una vez concluida
la cena, y si no surgían inconvenientes, todo era cuestión de subir nuevamente y recogerla.
Pero, cuando me faltaban unos pasos para alcanzar el rincón, el sirviente se presentó en la
estancia, arruinando mis intenciones. Traía en las manos un pequeño jarrón de barro y, en su
interior, mis flores.
Tuve que forzar una sonrisa. Después, casi como un autómata, lo situé sobre la mesa, frente
al plato y a las copas asignados al Nazareno.
Y profundamente contrariado, abandoné aquel histórico lugar.
Me disponía ya a despedirme de la familia Marcos cuando el bronco y áspero sonido de los
cuernos de carnero del Templo anunciaron el final del día. Mi intención era ocultarme en las
proximidades de la casa y esperar la llegada de Jesús y de sus hombres. De esta forma podría
controlarles y, sobre todo, estar al tanto de los movimientos de Judas. Pero la hospitalaria
familia no me dejó partir. Elías me rogó que aceptase un vaso de vino y que, si no alteraba mis
planes, permaneciese en su compañía hasta el regreso del grupo a Getsemaní. El padre de
Marcos conocía la disposición del rabí sobre la cena: nadie -excepto los trece- debería participar
en la comida pascual. Ni siquiera habría sirvientes. Y aunque yo me apresuré a recordarle este
deseo del Maestro, el buen hombre insistió en que no era necesario que yo estuviera presente
en el piso superior. Podía satisfacer mi apetito y, de paso, resguardarme en la planta baja o en
el pequeño jardín contiguo a la vivienda.
Reflexioné y acepté. Quizá aquél fuera el emplazamiento ideal para mi misión. Después de
todo, desde el piso inferior e, incluso desde el patio, era posible seguir los movimientos de
cuantos subieran o bajaran al cenáculo. Aquella amable invitación me permitió, además,
averiguar otro dato curioso: el menú de la «última cena».
De acuerdo con las costumbres judías, esta comida se sustentaba en un plato único -el
cordero o cabrito-, aderezado y acompañado con una serie de verduras, igualmente
obligatorias.
María Marcos había preparado varios platos con lechuga, perifollos olorosos (con un suave
aroma parecido al anís), un cardo llamado «eringe» o «eringio» y las imprescindibles yerbas
amargas. Todo ello, sin hervir ni cocer, tal y como marcaba la ley.
Cuando le pregunté sobre la forma de preparar el cordero, la matrona me condujo hasta el
jardín, mostrándome unas brasas de madera de pino, perfectamente circunscritas en un hogar
a base de grandes cantos de río. Uno de los sirvientes velaba para que la candela no se
extinguiera mientras otros dos se ocupaban de un cordero que no pesaría más allá de los ocho
o diez kilos. Con una destreza admirable, los sirvientes había cortado las extremidades y
extraído la totalidad de las entrañas. Después, tanto éstas como las patas -todo ello
perfectamente desollado y purificado a base de agua- fue introducido en el interior del cordero.
Uno de los hombres tomó varios brotes de alhova, así como laurel y pimienta, rellenando con
ello los huecos. A continuación, el vientre fue cerrado mediante largas y escogidas ramas de
romero, dispuestas alrededor de la pieza.
El segundo sirviente introdujo entonces un largo y sólido palo de granado por la boca del
cordero, atravesando todo el cuerpo y haciéndolo aparecer por el ano.
Una vez dispuesto de esta guisa, los extremos de la vara de granado fueron depositados
sobre sendas horquillas de hierro, firmemente clavadas en la tierra. Y dio comienzo un lento y
meticuloso asado. Siguiendo un antiguo ritual, antes de que los servidores situaran el cordero
sobre las brasas, el padre de familia dirigió su mirada al cielo, comprobando que nos
hallábamos «entre dos luces», tal y como específica el Éxodo (12,6).
El banquete había sido redondeado con puerros, guisantes, pan ácimo y, como postre,
nueces y almendras tostadas y una pasta -sin levadura- a base de higos secos.
Con el fin de aliviar el sabor de las obligadas yerbas amargas, la madre del pequeño Juan
Marcos tenía dispuesta una deliciosa compota o mermelada -llamada «jarôset»-, preparada a


191
base de vino, vinagre y frutas machacadas. El vino (los comensales debían beber, como
mínimo, cuatro copas previamente mezcladas con agua) procedía del Monte de Simeón, de
gran prestigio en Israel.
A eso de las seis y media, el benjamín de los Marcos irrumpió en la casa como una
exhalación. Jadeante y sudoroso comunicó a su padre que el Maestro se acercaba ya a la
mansión...
Los nervios y la alegría de la familia al recibir al Galileo y a sus hombres no tuvo límites. Y
durante varios minutos, la confusión fue total. María Marcos subía y bajaba sin cesar, mientras
la servidumbre procedía a ultimar los detalles de la cena.
Los discípulos -por consejo de Jesús- fueron ascendiendo las escaleras, camino de la estancia
superior. Según pude apreciar, no faltaba ninguno. Judas, encerrado en un mutismo total,
siguió a sus compañeros, mientras el rabí departía con la familia. A juzgar por sus jocosos
comentarios sobre el cordero, su humor seguía siendo excelente. Nada parecía perturbarle. Sin
embargo, y a partir de aquel momento, yo debía mantenerme en alerta total. El Iscariote, al
fin, había averiguado el lugar donde iba a celebrarse la misteriosa cena y sus pensamientos
sólo podían ocuparse ya de algo básico para él y para los policías que esperaban, sin duda, su
información: salir de la casa de los Marcos y acudir al Templo para poner en marcha la
operación de arresto del Nazareno.
Hacia las siete, Jesús se retiró, dirigiéndose hacia el cenáculo. Su semblante seguía
reflejando una gran jovialidad.
A partir de ese instante me situé en el quicio de la puerta que daba acceso al jardín,
montando guardia a escasos metros de la escalera que conducía al primer piso.
Al poco, el servicial Juan Marcos -por indicación de su padre- me trajo un pequeño taburete.
Me senté y él hizo otro tanto, observándome en silencio. Apuré lentamente el plato de pescado
cocido que me había servido la señora de la casa y, sin demasiadas esperanzas de éxito,
comencé a interrogar al muchacho. Pero Juan, a pesar de su corta edad, poseía un profundo
sentido de la lealtad y, sobre todas las cosas de este mundo, amaba a Jesús. Así que mis
preguntas fueron estrellándose, una detrás de otra, contra el celoso silencio del jovencito.
Cuando, por último, me atreví a exponerle mi teoría sobre su acuerdo secreto con el rabí, en
relación al hombre del cántaro de agua y a los demás planes sobre la cena, Juan Marcos se
puso pálido. Y en un arranque, se levantó, escapando hacia el fondo del jardín.
Sin querer, su actitud le había delatado. Pero no quise forzar la situación.
A la hora, aproximadamente, de iniciada la cena, Santiago y Judas de Alfeo -los gemelosaparecieron
por las escaleras. Me puse en pie. Pero, al verlos entrar en el patio y recoger la
bandeja de madera sobre la que había sido dispuesto el cordero -previamente troceado-, me
tranquilicé. Tenían la mirada grave. Y la curiosidad volvió a asaltarme. ¿Qué estaba sucediendo
allí arriba? ¿A qué se debía aquella sombra de angustia en los rostros de los hermanos,
habitualmente risueños? La constante presencia de la familia Marcos me impidió consultar al
módulo. Y opté por serenarme. Tiempo habría de averiguarlo.
Juan Marcos, algo más calmado y sonriente, recogió mi plato. Procuré mostrarme amistoso,
cambiando mi anterior tema de conversación por otro más cálido. De esta forma -haciendo de
Jesús el centro de mis palabras-, el muchacho olvidó sus recelos, demostrándome lo que yo ya
sabía; que su pasión por el Maestro no tenía límites y que, si fuera preciso, «él sería el primero
en ofrecer su vida por el rabí», según dijo.
Conforme avanzaba la noche, sin poder remediarlo, mi nerviosismo fue también en aumento.
Hasta que, finalmente, hacia las nueve, vi bajar a Judas. Evidentemente, llevaba prisa. Y sin
mirarnos siquiera, abrió el portalón de entrada, saliendo de la casa.
De un salto me situé en la puerta y observé cómo se alejaba precipitadamente. Juan Marcos,
alarmado por mi súbita actitud, preguntó si ocurría algo. Si mis suposiciones eran correctas, el
Iscariote se dirigía hacia el Templo. Aquello significaba que yo perdería su pista de inmediato.
Era preciso actuar con rapidez e inteligencia. Y, de pronto, fijándome en el muchacho, se me
ocurrió una solución.
-¿Conoces la casa de José, el de Arimatea? -le pregunté, tratando de no alarmarle.
Juan Marcos asintió.
-Pues bien, corre hacía allí y dile a José que acuda de inmediato al Templo. Es importante
que él o Ismael se reúnan con Judas...


192
Sin preguntar ni hacer el menor comentario, el muchacho -que había captado mi
preocupación- salió calle abajo, en dirección a la piscina de Sibé.
Por mi parte, procurando que el Iscariote no advirtiera mi presencia, inicié una tenaz
persecución del traidor. A aquellas horas de la noche, el número de transeúntes había decrecido
sensiblemente. A duras penas, ayudado más por la luz de la luna que por los míseros y
mortecinos candiles de aceite de las calles, pude seguir los presurosos andares del judío hasta
una casucha de una planta, en los límites casi del barrio bajo con la ciudad alta. Allí, Judas
penetró en la casa, saliendo a los pocos minutos en compañía de otro individuo. Y ambos se
dirigieron entonces hacia el muro occidental del Templo.
Cuando alcancé el atrio de los Gentiles, vi cómo el Iscariote y su acompañante se alejaban
por la solitaria explanada, camino de las escalinatas que rodeaban el Santuario. Algunos de los
21 guardianes que montaban el habitual servicio de vigilancia en torno al Templo les salieron al
paso. Dialogaron unos segundos y, de inmediato, dos de los levitas les acompañaron al interior.
Obviamente, allí terminó mi trabajo. Y confiando en que, bien el de Arimatea o Ismael, el
saduceo, supieran interpretar mi mensaje, acudiendo lo antes posible al Templo para poder
espiar los movimientos de Judas, di media vuelta, tratando de orientarme para retornar a la
casa de Marcos.
Preocupado por el asunto del Iscariote no me percaté que entraba en una solitaria callejuela,
sin ningún tipo de iluminación. De pronto, por mi izquierda surgió un bulto que se interpuso en
mi camino. Quedé paralizado por el susto. La luna iluminó entonces a un individuo de baja
estatura y poblada barba que avanzó lentamente hacia a mí. Un reflejo azulado en una de sus
manos me heló la sangre. Aquel salteador se abalanzó sobre mí y, sin mediar palabra alguna,
me asestó un duro golpe en el vientre. Pero la curvada daga se quebró por su base, cayendo
sobre los adoquines con un eco metálico. La «piel de serpiente» me había librado de un serio
percance.
El individuo, desconcertado, miró la hoja rota y soltando la empuñadura del arma, retrocedió
a trompicones, sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Segundos más tarde
desaparecía por el estrecho callejón, aullando como un loco.
Por fortuna, el desgarro en la túnica no era demasiado escandaloso. Y a toda prisa salí de la
zona.
Pocos minutos después de la diez llamaba a la puerta de los Marcos. La posibilidad de que
Jesús y los once hubieran salido ya del cenáculo me preocupaba. No quise alarmar a Eliseo,
dándole cuenta del penoso incidente con el ladrón. Después de todo, me encontraba
perfectamente. Sí el asaltante, en lugar de atacar, me hubiese exigido, por ejemplo, la bolsa
con el dinero, quizá la situación hubiera sido radicalmente distinta. Mis posibilidades de defensa
eran casi nulas y lo más probable es que aquel inoportuno bandolero se hubiera hecho con el
dinero de Caballo de Troya y, lo que habría sido mucho más lamentable, con el pequeño
estuche que contenía las «lentillas de visión infrarroja».
Al verme, Juan Marcos corrió a mi encuentro. El Maestro y los suyos seguían aún en el piso
superior. Respiré aliviado. José, el de Arimatea, había recibido mi recado y -según me explicó el
muchacho- salió al instante hacia el Templo. Le di las gracias y, un poco a regañadientes,
obedeció a su madre, retirándose a descansar. Pero su sueño no iba a ser muy prolongado...
Hacia las diez y media, poco más o menos, escuché un himno. Elías me ofreció un vaso de
vino con miel y, señalando hacia el lugar de donde procedía aquel cántico, me advirtió que
Jesús y los discípulos estaban a punto de terminar.
La verdad es que nunca había necesitado tanto una copa de vino como en aquellos
momentos. La apuré de un trago y, efectivamente, a los pocos segundos -una vez finalizado el
himno religioso-, los apóstoles empezaron a bajar. Jesús fue el último.
Los once, al menos en aquellos instantes, se hallaban mucho más relajados que durante la
mañana. Se despidieron de la familia y emprendimos el camino de regreso al campamento.
Mientras cruzábamos las solitarias calles del barrio bajo, en dirección a la Puerta de la
Fuente, en la esquina sur de Jerusalén, me las ingenié para descolgar a Andrés del resto del
grupo. Y un poco rezagados, me interesé por el desarrollo de la cena. El jefe de los apóstoles
empezó diciéndome que, tanto él como sus compañeros, estaban intrigados por la súbita
desaparición de Judas y, muy especialmente, por el hecho de que no hubiera vuelto al
cenáculo. «Al principio, cuando le vimos salir, todos pensamos que se dirigía al piso de abajo,


193
quizá en busca de alguno de los víveres para la cena. Otros creyeron que el Maestro le había
encomendado algún encargo...»
Los pensamientos de los discípulos eran correctos, ya que ninguno disponía de información
veraz sobre el complot. Por otra parte, con la excepción de David Zebedeo -que no había
asistido al convite pascual-, ni Andrés ni el resto sabía aún que el Iscariote había cesado como
administrador y que el dinero común estaba desde esa misma tarde en poder del jefe de los
emisarios.
Y Andrés continuó con su relato, haciendo hincapié en un hecho, acaecido nada más entrar
en el piso superior de la casa de los Marcos, que -desde mi punto de vista- aclaraba
perfectamente por qué el Nazareno se decidió a lavar los pies de sus discípulos. Los
evangelistas habían ofrecido una versión acertada: Jesús llevó a cabo este gesto, poniendo de
manifiesto la honrosísima virtud de la humildad. Sin embargo, ¿cuál había sido la «chispa» o la
causa final que obligó al Maestro a. poner en marcha el citado lavatorio de los pies? ¿Es que
todo aquello se debía a una simple y pura iniciativa de Jesús? Sí y no...
Al visitar la estancia donde iba a celebrarse la cena pascual, yo había reparado en los
lavabos, jofainas y «toallas», dispuestos para las obligadas abluciones de pies y manos. La
costumbre judía señalaba que, antes de sentarse a la mesa, los comensales debían ser aseados
por los sirvientes o por los propios anfitriones. Esa, repito, era la tradición. Sin embargo, las
órdenes del Maestro habían sido tajantes: no habría servidumbre en el piso superior. Y la
prueba es que -según pude comprobar-, los gemelos descendieron en una ocasión con el fin de
recoger el cordero asado. Pues bien, ahí surgió la polémica entre los doce...
-Cuando entramos en el cenáculo -continuó Andrés-, todos nos dimos cuenta de la presencia
de las jofainas y del agua para el lavado de los pies y manos. Pero, si el rabí había ordenado
que no hubiera sirvientes en la estancia, ¿quién se encargaría del obligado lavatorio? Debo
confesarte humildemente que, tanto yo como el resto, tuvimos los mismos pensamientos.
«Desde luego, yo no caería tan bajo de prestarme a lavar los pies de los demás. Esa era una
misión de la servidumbre...»
»Y todos, en silencio, nos dedicamos a disimular, evitando cualquier comentario sobre el
asunto del aseo.
»La atmósfera empezó a cargarse peligrosamente y, para colmo, el enojoso asunto del aseo
personal se vio envenenado por otro hecho que nos hizo estallar> enredándonos en una agria
polémica. El Maestro no terminaba de subir y, mientras tanto, cada cual se dedicó a
inspeccionar los divanes. Saltaba a la vista que el puesto de honor correspondía al diván más
alto -el situado en el centro- y nuevamente caímos en la tentación: ¿Quién ocuparía los lugares
próximos a Jesús? Supongo que casi todos volvimos a pensar lo mismo: «Será el Maestro quien
escoja a los discípulos predilectos.» Y en esos pensamientos estábamos cuando,
inesperadamente, Judas se fue hacia el asiento colocado a la izquierda del que había sido
reservado para el rabí, manifestando su intención de acomodarse en él, «como invitado
preferido». Esta actitud por parte del Iscariote nos sublevó a todos, produciéndose una
desagradable discusión. Pero Judas se había instalado ya en el diván y Juan, en uno de sus
arranques, hizo otro tanto, apoderándose del puesto de la derecha.
»Como podrás imaginar, la irritación fue general. Pero las amenazas y protestas no sirvieron
de nada. Judas y Juan no estaban dispuestos a ceder. Quizá el más enojado fue mi hermano
Simón. Se sentía herido y defraudado por lo que llamó «orgullo indecente» de sus compañeros.
Y visiblemente alterado, dio una vuelta a la mesa, eligiendo entonces el último puesto,
justamente, en el diván más bajo. A partir de ese momento, el resto se fue instalando donde
buenamente pudo. Tú sabes que Pedro es bueno y que ama intensamente al Maestro pero, en
esa ocasión, su debilidad fue grande. Conozco a mi hermano y sé por qué hizo aquello...
-¿Por qué? -le animé a que se sincerara conmigo.
Andrés necesitaba contárselo a alguien y descargó sobre mí:
-Aturdido por los celos y por la impertinente iniciativa de Judas y Juan, Simón no dudó en
acomodarse en el último rincón de la mesa con una secreta esperanza: que, cuando entrase el
Maestro, le pidiera públicamente que abandonara aquel diván, desplazando así a Judas o,
incluso, al joven Juan. De esta forma, ocupando un lugar de honor, se honraría a sí mismo y
dejaría en evidencia a sus «orgullosos» compañeros.


194
»Cuando el rabí apareció bajo el marco de la puerta, los doce nos hallábamos aún en plena
acometida dialéctica, recriminándonos mutuamente lo sucedido. Al verle se hizo un brusco
silencio.
»Jesús permaneció unos instantes en el umbral. Su rostro se había ido volviendo
paulatinamente serio. Evidentemente había captado la situación. Pero, sin hacer comentario
alguno, se dirigió a su lugar, ante la desolada mirada de mi hermano Pedro.
»Fueron uno minutos tensos. Sin embargo, Jesús fue recobrando su habitual y característica
dulzura y todos nos sentimos un poco más distendidos. Al poco, la conversación volvió a surgir,
aunque algunos de mis compañeros siguieron empeñados en echarse en cara el incidente de la
elección de los divanes, así como la aparente falta de consideración de la familia Marcos al no
haber previsto uno o varios sirvientes que lavaran sus pies.
»Jesús desvió entonces su mirada hacia los lavabos, comprobando que, en efecto, no habían
sido utilizados. Pero tampoco dijo nada.
»Tadeo procedió a servir la primera copa de vino, mientras el rabí escuchaba y observaba en
silencio.
»Como sabes, una vez apurada esta primera copa, la tradición fija que los huéspedes deben
levantarse y lavar sus manos. Nosotros sabíamos que el Maestro no era muy amante de estos
formulismos y aguardamos con expectación.
»Y ante la sorpresa general, el rabí se incorporó, caminando silenciosamente hacia las jarras
de agua. Nos miramos extrañados cuando, sin más, se quitó la túnica, ciñéndose uno de los
lienzos alrededor de la cintura. Después, cargando con una jofaina y el agua, dio la vuelta
completa a la mesa, llegando hasta el puesto menos honorífico: el que ocupaba mi hermano. Y
arrodillándose con gran humildad y mansedumbre, se dispuso a lavar los pies de Pedro. Al
verle, los doce nos levantamos como un solo hombre. Y del estupor pasamos a la vergüenza.
Jesús había cargado con el trabajo de un criado cualquiera, recriminándonos así nuestra mutua
falta de consideración y caridad. Judas y Juan bajaron sus ojos, aparentemente más doloridos
que el resto...
-¿También Judas? -le interrumpí con cierta incredulidad.
-Sí...
Andrés detuvo sus pasos y, mirándome fijamente, preguntó a su vez:
-Jasón, tú sabes algo... ¿Qué sucede con Judas?
Me encogí de hombros, tratando de esquivar el problema. Pero el jefe de los apóstoles
insistió y -dado lo inminente del prendimiento- le expuse que, efectivamente, yo también
dudaba de la lealtad del Iscariote.
Proseguimos y, al cruzar el Cedrón, mi acompañante salió de su sombrío mutismo. Le
supliqué que continuara con su relato y Andrés terminó por aceptar.
-Cuando Simón vio a Jesús arrodillado ante él, su corazón se encendió de nuevo y protestó
enérgicamente. Como te he dicho, mi hermano ama al Maestro por encima de todo y de todos.
Supongo que al verle así, como un insignificante sirviente y dispuesto a hacer lo que ni él ni
nosotros habíamos aceptado, comprendió su error y quiso disuadirle. Pero la decisión del rabí
era irrevocable y Pedro se dejó hacer. Uno a uno, como te decía, Jesús fue lavando nuestros
pies. Después de las palabras de Pedro, ninguno se atrevió a protestar. Y en un silencio
dramático, el Maestro fue rodeando la mesa, hasta llegar al último de los comensales.
Después se vistió la túnica y retornó a su puesto.
-¿Juan y Judas seguían a derecha e izquierda del Maestro, respectivamente?
-Si, nadie se movió de sus asientos, a excepción de Judas, que salió de la estancia poco
antes de que fuera servida la tercera copa:
la de las bendiciones...
La proximidad del campamento me obligó a suspender aquel esclarecedor relato. Sin
embargo, en mi mente se acumulaban aún muchas interrogantes. ¿Cómo había sido la
revelación de Jesús a Juan sobre la identidad del traidor? ¿Cómo era posible que el resto de los
apóstoles no lo hubiera oído? Indudablemente, así era ya que ninguno estaba al tanto de los
manejos del Iscariote. Sólo había sospechas... Era vital que buscase un hueco en las horas
siguientes para interrogar a Juan.
En esos momentos no me preocupaba excesivamente el no conocer las extensas enseñanzas
del Maestro durante la cena. Eliseo me había adelantado que la transmisión y grabación habían
sido impecables. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, iba a tener la oportunidad


195
de escucharlas en su totalidad. Y debo señalar -por enésima vez- que la transcripción de tales
palabras por parte de los evangelistas es sólo un pobre reflejo de lo que se habló aquella noche
del llamado «jueves santo». Cuando uno conoce esas enseñanzas y mensajes en su totalidad se
da cuenta que las Iglesias, con el paso de los siglos, han reducido el inmenso caudal espiritual
de aquella reunión con Jesús a casi una única fórmula matemática1.
Hacia las once de la noche, cuando entrábamos en el huerto, Andrés respondió a una última
cuestión que, aunque para él no revestía interés, para mi, en cambio, resultó de suma
importancia.
A mi pregunta de si Jesús había cenado abundantemente, el discípulo, visiblemente
extrañado, contestó que más bien poco. Y añadió que, tal y como tenía por costumbre, el
Maestro tampoco probó el delicioso asado de cordero.
Según esto, el Galileo sólo pudo degustar algunas de las verduras y legumbres -incluyendo
las yerbas amargas-, así como algo de pan ázimo, vino con agua y, presumiblemente, un poco
de postre. Este dato era de indudable valor, sobre todo de cara a las posibles reacciones del
organismo del Nazareno en las terribles y prolongadas horas que tenía por delante. A las
torturas, pérdida de sangre, agotamiento y lacerante dolor habría que sumar también una
notable falta de recursos energéticos, como consecuencia de una cena tan escasa y del
consiguiente y total ayuno, a partir de las diez de la noche de ese jueves.
En la primera oportunidad que tuve, transmití al módulo las características y volumen
aproximado de los alimentos que había ingerido Jesús en la cena, así como los tiempos de
iniciación y remate de la misma. (Según mis cálculos, la comida pascual propiamente dicha
pudo dar comienzo alrededor de las ocho u ocho y media de la noche, concluyendo una hora y
media después, más o menos.)
El computador central de la «cuna» nos proporcionó la siguiente tabla de calorías -siempre
de una forma estimativa-, en base a los alimentos mencionados y que constituyeron la dieta de
Jesús en aquella noche: teniendo en cuenta que cada una de las cuatro copas de vino había
sido mezclada con agua, ello arrojaba un total aproximado de 300 calorías2. En cuanto a los
puñados de nueces y almendras -alimentos de máximo poder energético de cuantos había
ingerido el Maestro-, el ordenador calculó el número de calorías entre 500 y 600. Considerando,
por último, que cada gramo de grasa proporciona nueve calorías, la llamada «última cena» de
Jesús de Nazaret pudo significar un total aproximado de 750 calorías. Un aporte energético -
teniendo en cuenta las características físicas del gigante- más bien bajo. (El «metabolismo
basal» de Jesús -es decir, lo que su cuerpo necesitaba diariamente para mantenerse con vida,
sin hacer ejercicio- fue igualmente calculado por Santa Claus en 1728 calorías3. En el caso de
que el Maestro desarrollase un mínimo de actividad física -aminar, etc.- la cifra se elevaba ya a
3 000 o 3 500 calorías, como consumo medio diario.)
Las mujeres y los cuarenta o cincuenta discípulos que aguardaban en el campamento
recibieron al Maestro y a sus apóstoles con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría en
venirse abajo. La causa, una vez más, fue Judas.
Al cerciorarse de que el Iscariote tampoco había hecho acto de presencia en Getsemaní,
algunos de los hombres del Nazareno empezaron a sospechar que la alusión del Maestro
durante la cena, sobre una inminente traición, tenía mucho que ver con el desaparecido
administrador. David Zabedeo, al escuchar el rumor, olvidó momentáneamente a sus
mensajeros, aproximándose a los corrillos. Pero su actitud siguió siendo prudente. Escuchó a
unos y a otros sin revelar lo que sabía.
1 El interesante contenido de las palabras y enseñanzas de Jesús de Nazaret durante la última cena aparecerán en
un siguiente volumen, en el que se relatan las vivencias del mayor norteamericano durante su segundo «gran viaje» al
año 30. (N. de J. J. Benítez.)
2 El volumen de cada copa fue calculado en 200 centímetros cúbicos, de los cuales, 100 correspondían a agua (un
litro de vino representa un aporte de 700 calorías, aproximadamente). (N. del m.)
3 "Metabolismo basal» de Jesús: 40 x 1,8 metros cuadrados de superficie total x 24 horas: 1728 calorías (cuando
me refiero a «calorías» se sobreentiende la expresión «kilocalorías»). (N. del m.)


196
Simón, el Zelotes, más nervioso que el resto, encabezó un grupo y acudiendo hasta Andrés,
comenzó a acosarle a preguntas. El responsable del grupo, que en realidad carecía de
información, se limitó a contestar:
-No sé dónde está Judas... Pero temo que nos haya abandonado.
El desaliento cundió rápidamente. Y Pedro, el Zelotes, Tomás y Santiago, entre otros, se
reunieron en la tienda, con la intención de examinar la situación y adoptar las medidas de
seguridad que creyeran oportunas.
En eso, el joven Marcos apareció en el recinto. Se cubría con una sábana blanca y, al verme,
corrió a mi encuentro, rogándome que no le delatara.
Cuando le pregunté por qué, me confesó que se había escapado de su casa. Al oír cómo
Jesús y los once abandonaban la mansión, se levantó del lecho, cubriéndose a toda prisa con lo
primero que encontró: el lienzo de lino que le cobijaba. Y así había llegado hasta el
campamento. La fidelidad de aquel muchacho por el Galileo me llenó de admiración.
Es muy posible que el Maestro se diera cuenta enseguida del tenso ambiente que reinaba
entre sus hombres, y llamándoles, les dijo:
-Amigos y hermanos. No me queda mucho tiempo para estar entre vosotros. Desearía que
nos aisláramos con el fin de pedirle a nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora y
seguir así la obra que, en su nombre, debemos realizar.
Los discípulos y los griegos le siguieron entonces ladera arriba, hasta una plataforma rocosa,
en plena cima del Olivete. Una vez allí, pidió que nos arrodilláramos a su alrededor. Yo continué
de pie, al tiempo que filmaba aquella impresionante escena. El gigante, bañado por la luz de la
luna, levantó los ojos hacia las estrellas y con su voz de trueno exclamó:
-¡Padre, ha llegado mi hora!... Glorifica a tu Hijo para que el Hijo pueda glorificarte. Sé que
me has dado plena autoridad sobre todas las criaturas vivientes de mi reino y daré la vida
eterna a todos aquellos que, por la fe, sean hijos de Dios. La vida eterna es que mis criaturas te
reconozcan como el único y verdadero Dios y Padre de todos. Que crean en Aquel a quien has
enviado a este mundo. Padre, te he exaltado en esta tierra y cumplido la obra que me
encomendaste. Casi he terminado mi efusión sobre los hijos de nuestra propia creación.
Solamente me resta sacrificar mi vida carnal.
»Ahora, Padre, glorifícame con la gloria que tenía antes de que este mundo existiera y
recíbeme una vez más a tu derecha.
Jesús hizo una breve pausa, mientras sus cabellos comenzaron a agitarse por una brisa cada
vez más intensa.
Te he puesto de manifiesto ante los hombres que has escogido en el mundo y que me has
dado -prosiguió-. Son tuyos, como toda la vida entre tus manos. He vivido con ellos
enseñándoles las normas de la vida, y ellos han creído. Estos hombres saben que todo lo que
tengo proviene de ti y que la encarnación de mi vida está destinada a dar a conocer a mi Padre
en el mundo. Les he revelado la verdad que me has dado y ellos -mis amigos y mis
embajadores- han querido sinceramente recibir tu palabra. Les he dicho que soy descendiente
tuyo, que me has enviado a esta tierra y que estoy dispuesto a volver hacia ti... Padre, ruego
por todos estos hombres escogidos. Ruego por ellos, no como lo haría por el mundo, sino como
hombres a los que he elegido para representarme después que haya vuelto junto a ti. Estos
hombres son míos. Tú me los has dado.
»No puedo permanecer más tiempo en este mundo. Voy a volver a la obra que m has
encargado. Es preciso que deje a estos compañeros tras de mí para que nos representen y
representen nuestro reino entre los hombres. Padre, preserva su fidelidad mientras me preparo
para abandonar esta vida encarnada. Ayúdales a estar unidos en espíritu como tú y yo lo
estamos. Son mis amigos.
«Durante mi estancia entre ellos podía velar y guiarles, pero ahora voy a partir. Padre,
permanece junto a ellos hasta que podamos enviar un nuevo instructor que les consuele y
reconforte. Me has dado a doce hombres y he guardado a todos menos a uno, que no ha
querido mantener su comunión con nosotros. Estos hombres son débiles y frágiles, pero sé que
puedo contar con ellos. Los he probado y sé que me quieren. Pese a que tengan que padecer
mucho por mi culpa, deseo que estén ilusionados.
«El mundo puede odiarles como me ha odiado a mí. Pero no pido que les retires del mundo;
solamente que les libres del mal que existe en este mundo. Santifícales en la verdad. Tu
palabra es la verdad. Lo mismo que me has enviado a este mundo, así voy a enviarles a ellos


197
por el mundo. Por ellos he vivido entre los hombres y consagrado mi vida a tu servicio, con el
fin de inspirarles para que se purifiquen en la verdad y en el amor que les he mostrado. Bien
sé, Padre mío, que no necesito rogarte que veles por ellos después de mi marcha. Y también sé
que les amas tanto como yo. Hago esto para que comprendan mejor que el Padre ama a los
mortales lo mismo que el Hijo.
»Deseo demostrar fervientemente a mis hermanos terrestres la gloria que disfrutaba a tu
lado antes de la creación de este mundo que se conoce tan poco...
»¡Oh, Padre justo!, pero yo te conozco y te he dado a conocer a estos creyentes, que
divulgarán tu nombre a otras generaciones.
»De momento les prometo que estarás cerca de ellos en el mundo, de la misma manera que
has estado conmigo.
Y levantando sus largos brazos hacia el cielo, concluyó:
Yo soy el pan de la vida... Yo soy el agua viva... Yo soy la luz del mundo... Yo soy el deseo
de todas las edades... Yo soy la puerta abierta a la salvación eterna... Yo soy la realidad de la
vida sin fin... Yo soy el buen pastor... Yo soy el sendero de la perfección infinita... Yo soy la
resurrección y la vida... Yo soy el secreto de la vida eterna... Yo soy el camino, la verdad y la
vida... Yo soy el Padre infinito de mis hijos limitados... Yo soy la verdadera cepa y vosotros, los
sarmientos... Yo soy la esperanza de todos aquellos que conocen la verdad viviente... Yo soy el
puente vivo que une un mundo con otro... Yo soy la unión viva entre el tiempo y la eternidad...
Tras unos minutos de silencio, el Galileo pidió a sus hombres que se alzaran y -uno por unofue
abrazándoles. Cuando llegó hasta mi, sus ojos se hallaban arrasados por las lágrimas.
Poco después, el grupo regresó al campamento.
David Zebedeo y Juan Marcos se aproximaron a Jesús y trataron inútilmente de convencerle
para que se alejara de Jerusalén. A partir de aquellos instantes -casi medianoche-, el habitual
buen humor del rabí desapareció. Y con palabras entrecortadas por una profunda emoción, el
Maestro rogó a sus discípulos que se retirasen a dormir. A regañadientes, los apóstoles fueron
acomodándose en la tienda y en sus lugares habituales de descanso. Pero antes, y mientras el
Nazareno pedía a Juan, a Santiago y a Pedro que «permanecieran un poco más con él», Simón
el Zelotes se dirigió con gran sigilo hacia uno de los laterales de la tienda de los hombres,
abriendo un gran fardo. ¡Eran espadas!
Los ocho apóstoles restantes acudieron a la llamada del Zelotes y se enfundaron las armas.
Todos menos uno: Bartolomé. Este, rechazando el equipo de combate, exclamó:
-Hermanos míos, el Maestro nos ha dicho muchas veces que su reino no es de este mundo y
que sus discípulos no deben combatir con la espada para establecerlo. A mi juicio, creo y pienso
que el Maestro no precisa que empleemos las armas para defenderlo. Todos hemos sido
testigos de su poder y sabemos que puede defenderse de sus enemigos si lo desea. Si no
quiere resistir es porque esta línea de conducta representa su intento por cumplir la voluntad
de su Padre. Por mi parte rezaré, pero no sacaré mi espada.
Al escuchar a Bartolomé, Andrés devolvió su espada. Si no me equivocaba, en total eran
nueve los apóstoles que ceñían un arma en aquellos momentos. Todos menos Bartolomé,
Andrés y Juan (aunque de este último no estaba muy seguro).
Por fin, francamente agotados, los apóstoles y discípulos se retiraron, estableciendo un
riguroso turno de vigilancia, consistente en dos hombres armados a las puertas del
campamento. Por lo que pude deducir, el grupo estaba persuadido de que la detención del
Maestro por parte de los jefes de los sacerdotes no se llevaría a cabo hasta la mañana
siguiente. Y se durmieron con la intención de levantarse muy de mañana, dispuestos a lo peor.
Juan, Pedro y Santiago se habían sentado en torno a la hoguera y esperaban a Jesús. Este
había llamado a David Zebedeo, pidiéndole el mensajero más veloz. Al poco regresó con un tal
Jacobo, que había desempeñado la función de «correo» nocturno entre Jerusalén y Beth-Saida.
Y el Nazareno le dijo:
-Vete enseguida a casa de Abner, en Filadelfia, y dile lo siguiente: el Maestro te envía sus
deseos de paz. Dile también que ha llegado la hora en que seré entregado a mis enemigos y
que seré muerto...
El emisario palideció, pero Jesús prosiguió sin inmutarse:
Dile igualmente que resucitaré de entre los muertos y que me apareceré a él antes de
regresar junto a mi Padre. Entonces le daré instrucciones sobre el momento en que el nuevo
instructor vendrá a morar en vuestros corazones.


198
David y yo nos miramos. Jesús rogó entonces a Jacobo que repitiera el mensaje y, una vez
satisfecho, le despidió con estas palabras:
-No temas. Esta noche, un mensajero invisible correrá a tu lado.
Mientras el Zebedeo ultimaba la partida del «correo», Jesús se dirigió a los griegos que
acampaban junto a la cuba de piedra de la almazara y se despidió de ellos.
Yo permanecí sentado muy cerca de Pedro, Juan y Santiago. Los apóstoles, a pesar de sus
esfuerzos, comenzaron a bajar los párpados y a dar algunas cabezadas. El Maestro regresó
hasta la fogata y, cuando se disponía a alejarse con sus íntimos hacia el interior del olivar,
David le retuvo unos instantes. Con la voz trémula y los ojos húmedos acertó al fin a decirle:
-Maestro, he tenido una gran satisfacción al trabajar para ti. Mis hermanos son tus
apóstoles, pero me alegro de haberte servido en las cosas más pequeñas. Lamentaré de todo
corazón tu partida...
Las lágrimas terminaron por rodar por sus curtidas mejillas. Y el Galileo, sin poder contener
su amor hacia aquel hombre prudente y eficaz, le tomó por los hombros, diciéndole:
-David, hijo mío, los otros han hecho lo que les ordené. Pero, en tu caso, ha sido tu propio
corazón el que ha respondido y servido con devoción. Tú también vendrás un día a servir a mi
lado en el reino eterno.
Y antes de separarse definitivamente del Maestro, David le confesó que había dado órdenes
para que su madre y su familia se trasladasen a Jerusalén. Jesús no pareció muy sorprendido.
-Un mensajero me ha comunicado -concluyó- que esta misma noche han llegado a Jericó y
que mañana temprano estarán aquí.
El Nazareno le miró y respondió:
-David, que así sea.
Y uniéndose a los tres apóstoles, que esperaban al pie del olivar, se perdió en la oscuridad
de la noche.
La gran tragedia estaba a punto de comenzar...
7 DE ABRIL, VIERNES
Un silencio extraño había caído sobre el campamento. Yo sabía que aquélla no iba a ser una
noche como las anteriores pero, a pesar de ello, noté en el ambiente una especie de pesada
turbulencia. Como si miles de fantasmas -quizá esos «mensajeros invisibles» a los que se había
referido Jesús- planeasen sobre las copas de los olivos, agitando, incluso, las menguadas
lenguas de fuego frente a las que yo permanecía. Y un escalofrío agitó mi espalda.
El campamento dormía cuando, al filo de las doce de la noche, y una vez que Jesús y sus
tres discípulos se. perdieron entre las hileras del olivar, me levanté, advirtiendo a Eliseo que me
dirigía al extremo norte del huerto. Con una rápida mirada recorrí las tiendas, la almazara y los
cuerpos dormidos de los griegos y, una vez seguro de que todo se hallaba en calma, encaminé
mis pasos hacia el muro que bordeaba el huerto por la cara Este y que yo había explorado ya
en mi primera visita a la finca de Getsemaní. Antes de desaparecer monte arriba, David
Zebedeo me había anunciado que, de mutuo acuerdo con Juan Marcos, llevarían a cabo una
vigilancia extra. El, en las proximidades de la cima del Olivete -cubriendo así el flanco oriental
del campamento- y el muchacho, en el sendero que serpenteaba junto a la puerta de entrada al
huerto y que moría en el puente sobre el barranco del Cedrón. De esta forma, si la policía del
Templo intentaba asaltar el refugio del Nazareno -bien por el camino más corto: el del Cedrón o
por la cumbre del Olivete-, Marcos o el Zebedeo podrían dar la alerta, respectivamente. Pero
los acontecimientos iban a desarrollarse de otra forma...
Lentamente, procurando ocultarme entre la masa de árboles, fui avanzando hacia la gruta,
sin perder contacto en ningún momento con el parapeto de piedra. De acuerdo con las
consignas de Caballo de Troya, mi observación de la llamada por los cristianos «la oración del
huerto» debía efectuarse sin que los protagonistas de la misma tuvieran conocimiento o
sospecha de mi presencia. Para ello debía saber con precisión en qué lugar permanecerían los
tres apóstoles y dónde pensaba orar el Maestro. Si Jesús, como suponía, elegía las



199
proximidades de la cueva, mi escondite sería precisamente aquella pared que cercaba la
propiedad de Simón, «el leproso».
Elíseo llevaba razón. Tal y como me había advertido horas antes, la fuerte perturbación en
los altos niveles de la atmósfera -al este de Palestina- empezaba a notarse sobre Jerusalén. Un
viento cada vez más insistente y bochornoso agitaba los árboles, silbando como un lúgubre
presagio por entre las tortuosas ramas y raíces de los olivos. El cañafístula que crecía junto a la
caverna castañeteaba cada vez con más fuerza, ayudándome a orientarme.
Al alcanzar el fondo del huerto descubrí enseguida la figura del Galileo, en pie y con la
cabeza baja, casi clavada sobre el pecho. Se encontraba, en efecto, a cuatro o cinco metros de
la entrada de la gruta, en mitad del reducido calvero existente entre el olivar y la peña. A los
pies del Maestro se extendía una de aquellas costras de caliza, blanqueada por la luna llena.
Sin perder un minuto salté al otro lado del muro y, arrastrándome sobre la maleza, rodeé la
caverna, apostándome a espaldas del corpulento cañafístula. Desde allí -perfectamente oculto-,
pude seguir, paso a paso, todos los movimientos y palabras de Jesús de Nazaret.
La claridad derramada por la luna me permitía ver la figura del Maestro con comodidad. Sin
embargo, necesité acostumbrar mis ojos a la oscuridad que dominaba la masa de los olivos
para descubrir, al fin, las siluetas de Pedro, Juan y Santiago. Los discípulos se habían sentado
en tierra, acomodándose con sus mantos entre los últimos árboles, a poco más de una
treintena de pasos del punto donde permanecía el Nazareno. Desde aquella distancia, y a pesar
de mis esfuerzos, no pude confirmar si se hallaban dormidos o no. A los quince o treinta
minutos, deduje que, al menos dos ellos, debían haber caído en un profundo sueño, a juzgar
por sus posturas -totalmente echados sobre el suelo- y por los inconfundibles ronquidos de
Pedro. Un tercero, sin embargo, aparecía reclinado contra el tronco de uno de los olivos,
aunque no podría jurar que estuviese dormido.
De pronto, cuando me encontraba atareado preparando la «vara de Moisés», un crujido de
ramas me sobresaltó. Me volví y, a cosa de diez o quince metros, mis ojos quedaron fijos en un
bulto blanco que se deslizaba entre las jaras, aproximándose. Tomé el cayado en actitud
defensiva y, con las rodillas en tierra, me dispuse a rechazar el ataque de lo que, en un primer
momento, identifiqué como un extraño animal. Pero, cuando aquella «cosa» estaba casi al
alcance de mi vara, se detuvo. ¡Era el joven Juan Marcos!
Respiré profundamente haciéndole una señal para que continuara agachado. El muchacho
llegó hasta mí, explicándome al oído que había abandonado su guardia porque quería estar
cerca del Maestro. No me atreví a sugerirle que regresara al camino pero, dadas las
circunstancias, le pedí que se mantuviera conmigo y en el más absoluto silencio. Al ver a Jesús
en actitud orante, Marcos lo comprendió y me hizo un gesto de aprobación. A partir de esos
momentos, y aunque procuré no perder de vista al impetuoso adolescente, mi atención quedó
absorbida ya por el gigante de Galilea.
Y en ello estaba cuando, súbitamente, Eliseo -con gran excitación- abrió la conexión auditiva,
informándome de algo que me dejó atónito ¡El radar del módulo estaba recibiendo información
de un objeto que «volaba» sobre la zona!
-Pero, ¡no es posible! -le contesté, metiendo prácticamente la cabeza entre mis rodillas, de
forma que el muchacho no pudiera oírme.
Jasón, te juro que he maniobrado la antena y la pantalla de aproximación del radar1 está
codificando un eco metálico. Ahí arriba, a unos 6 000 pies, se está moviendo algo... ¡Sí!, ahora
lo veo mejor... Se encuentra en 360º-30 millas...2 ¡Dios santo! ¡Se ha parado!...
Levanté los ojos hacia el firmamento y en la dirección que había transmitido Eliseo, pero no
observé nada anormal. La fuerte luminosidad de la Luna, cada vez más alta, dificultaba la visión
de la estrellas.
1 Caballo de Troya, gracias a un espléndido servicio de la Inteligencia norteamericana, había obtenido a finales de
1972 los planos del radar «Gun Dish», que sería utilizado meses después por los egipcios en la guerra del «Yom
Kippur» (octubre de 1973), y cuya frecuencia era de unos 16GHz. Es decir, 16000 Mc/s. Este complejo radar había sido
dispuesto a bordo del módulo.
2 La situación del «objeto» era de 360 grados (al Norte) y a 30 millas de distancia del punto donde se hallaba
posado el módulo. (N. del m.)


200
Mi compañero en la «cuna», tan confundido y perplejo como yo, permaneció con los cinco
sentidos sobre aquel insólito «visitante». Pero el objeto se había inmovilizado y así
permanecería durante un buen rato.
Aún no me había recuperado de la sorpresa producida por la aproximación de aquel
misterioso objeto volante cuando vi cómo Jesús se desplomaba, clavando sus rodillas en tierra.
El golpe seco contra el suelo hizo estremecer a Juan Marcos. Ni el muchacho ni yo habíamos
visto jamás al Galileo con un semblante tan pálido y abatido.
Durante varios minutos, permaneció con la barbilla enterrada entre los pliegues del manto
que cubría sus hombros y pecho. Aquella profunda inclinación de su cabeza no me dejaba ver
con claridad su rostro, aunque casi estoy seguro que mantenía los ojos cerrados.
Sus brazos, inmóviles y derrotados a lo largo del cuerpo, acentuaban aún más aquel
repentino decaimiento.
Después, muy lentamente, fue elevando la cabeza, hasta dejar sus ojos fijos en el cielo. El
viento había empezado a enredar sus cabellos. Y levantando los brazos por encima del rostro,
exclamó con voz apagada y suplicante: « Abbá!»... « ¡Abbá!»
Quedé desconcertado. Aquella palabra aramea -que yo había escuchado en más de una
ocasión, cuando los niños se dirigían a sus padre- venía a significar «papá». Era el familiar y
conocido apelativo cariñoso que, por cierto, los judíos no empleaban jamás cuando se dirigían a
Dios. ¿Por qué lo utilizaba Jesús?
Sus ojos me impresionaron igualmente: aquel brillo habitual se había difuminado. Ahora
aparecían hundidos y sombreados por una tristeza que, de no haber conocido el probado
temple de aquel Hombre, hubiera jurado que se hallaba muy cerca del miedo.
-¡Abbá! -murmuró de nuevo-. He venido a este mundo para cumplir tu voluntad y así lo he
hecho... Sé que ha llegado la hora de sacrificar mi vida carnal... No lo rehuyo, pero desearía
saber si es tu voluntad que beba esta copa...
Sus palabras retumbaron en el huerto como un timbal fúnebre. No podía dar crédito a lo que
estaba oyendo: ¿Es que Jesús estaba atemorizado?
-... Dame la seguridad -prosiguió- de que con mi muerte te satisfago como lo he hecho en
vida.
Sus manos, abiertas, tensas e implorantes, fueron descendiendo poco a poco. Pero su rostro
-tenuemente iluminado por la Luna- no se movió. Y sin saber por qué, yo también miré hacia la
legión de estrellas y luceros, esperando que se produjera alguna señal.
En ese instante, y como si Eliseo hubiera leído mis pensamientos, abrió la conexión,
gritándome:
-¡Jasón, Jasón!... Se mueve otra vez. Ese objeto se está desplazando... ¡No puedo creerlo!...
Ha cambiado el rumbo: ahora está siguiendo el radial 2401... ¡Jasón, viene hacia aquí!... ¿Me
oyes, Jasón?
-Te escucho «5 x 5» -le respondí como pude-. Pero, ¿no será algún meteoro?
Eliseo casi me manda al infierno por aquella pregunta, evidentemente estúpida.
-Esa «cosa», Jasón, ha hecho estacionario2 durante más de veinte minutos... Ahora se
mueve muy despacio.
Si aquel inexplicable objeto se hallaba aún a unas 30 millas de nuestra posición, era ridículo
que siguiera escudriñando el espacio. Traté, pues, de calmar a mi hermano en el módulo,
rogándole que me mantuviera puntualmente informado de las evoluciones del eco en el radar.
Mientras tanto, el Maestro se había levantado y, dando media vuelta, caminó hacia los
discípulos. Dada la distancia no pude registrar sus palabras, pero sí observé cómo se inclinaba
sobre sus hombres, tocándoles con la mano izquierda. Los dos que yacían se despertaron y vi
cómo se incorporaban parcialmente.
Al poco, Jesús retornó hasta el calvero. Los tres apóstoles le observaron durante breves
minutos, terminando por recostarse nuevamente.
1 El objeto, que había seguido una trayectoria Norte, empezaba a desplazarse en dirección Oeste-Suroeste.
Justamente hacia el área de Jerusalén.
2 Es decir, había permanecido estático o inmóvil. (N. del m.)


201
Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos
eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse
Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se
había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e
inmóvil. Juan Marcos se incorporó, dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le
hice ver que no era conveniente molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el
fogoso Marcos no habría seguido mis consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero
Jesús estaba plenamente consciente y el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue
incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó
por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso
silencio y sin levantar el rostro. Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada.
¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus
pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla
de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente,
todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi
imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los
costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los
estremecimientos se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló
materialmente por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente.
-¡Abbá!... ¡Abbá!...
Aquélla fue la única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un
grito contenido de angustia y terror.
Ahora estoy seguro que, en aquellos duros y cruciales momentos, el Galileo debió
experimentar una punzante e indescriptible sensación de soledad, de aflicción y quizá, ¿por qué
no?, de miedo ante lo que ¡e reservaba el destino.
Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando
sus manos y rostro.
Al verle quedé petrificado...
Toda su cara, frente, cuello así como las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina
película inicial de sudor se había convertido en sangre... Juan Marcos ocultó el rostro entre sus
manos.
Desde el cuero cabelludo, unas gruesas gotas sanguinolentas fueron resbalando sobre
aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos y rodando después por
las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos
en las comisuras de la boca, convirtiéndose después en hilos de sangre que caían
aparatosamente sobre los haces musculares del cuello.
En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios
destellos de su pelo. La sangre había inundado también sus cabellos.
Medio hipnotizado por aquella súbita reacción del organismo de Jesús, casi olvidé utilizar la
«vara de Moisés».
Y, precipitadamente, la situé de forma que pudiera filmar la escena y, al mismo tiempo, iniciar
una exploración de la piel y de algunos de los órganos internos de Jesús, mediante el rastreo
ultrasónico. (Como ya comenté anteriormente, el «cayado» encerraba, entre otros dispositivos,
un equipo miniaturizado, capaz de emitir este tipo de ondas mecánicas o ultrasonidos. La
«cabeza emisora» dispuesta en la parte superior de la vara -a 1,70 metros de la base- había
sido acondicionada para captar las ondas reflejadas, ampliándolas proporcionalmente y
acumulando la información en la memoria de titanio del computador nuclear. Una vez en el
módulo, los ultrasonidos -previamente codificados- podían ser convertidos en imágenes,
analizando los órganos y las reacciones fisiológicas del Maestro, tratando así de encontrar
explicaciones1.
1 ) Dado que no podíamos tocar a Jesús, Caballo de Troya situó en el interior de la «vara de Moisés» un complejo
entramado de equipos miniaturizados, destinados a explorar el cuerpo del Maestro, tanto en el singular fenómeno del
sudor sanguinolento del huerto de Getsemaní como en la flagelación y en las largas horas de la crucifixión. Estos


202
El orificio común de salida y proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente
camuflado con una banda de pintura negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había
dispuesto otros dos clavos de cabeza de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado
automáticamente el mecanismo correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «teletermografía
». Con el fin de orientar con precisión cada uno de estos flujos, la misión me había
dotado de unas lentes de contacto a las que llamábamos «crótalos»1 Estas «lentillas»
especiales -del tipo duro- fueron fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que
normalmente utilizan los laboratorios de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo
revelar2. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna», con las
que poder seguir la trayectoria del láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo
del Nazareno3, capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una
excelente oxigenación de la córnea, el general Curtiss me había advertido encarecidamente que
no abusase de las mismas, limitando su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos4.
Y rápidamente pulsé el clavo que accionaba la emisión de ultrasonidos5.
sistemas -que iré detallando paulatinamente- consistían fundamentalmente en un equipo de «tele-termografía» y en el
ya referido de ultrasonidos.
Este último fue seleccionado por los expertos de Caballo de Troya por su naturaleza inofensiva y por sus
características, que les hacían idóneo para la exploración, y posterior conversión en imágenes, de órganos internos tan
importantes como páncreas, vejiga, hígado y abdomen en general, así como en el control del torrente sanguíneo a
través de las grandes arterias y vasos intermedios, corazón, ojos y tejidos blandos en general. Caballo de Troya, en
base al llamado «efecto piezoeléctrico», descrito ya por los hermanos Curie y según el cual la compresión de la
superficie de un cristal de cuarzo crea en él una corriente (ultrasonidos), dispuso en la cabeza emisora una placa de
cristal piezoeléctrico, formada por titanato de bario. Un generador de alta frecuencia alimentaba dicha placa,
produciendo así las ondas ultrasónicas (en una frecuencia que oscilaba entre los 16000 y los 1010 Herz). Estos
ultrasonidos -con una velocidad de propagación en el cuerpo humano de 1000 a 1600 metros por segundo, con
excepción de los huesos- permiten, como digo, una excelente exploración y posterior visualización de los órganos
deseados, lográndose, incluso, la captación del sonido cardiaco y del flujo sanguíneo, a través de un sistema de
adaptación denominado «efecto Doppler». Con intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por
centímetro cuadrado y con frecuencias aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo de ultrasonidos transforma las
ondas iniciales en otras audibles, mediante una compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad, moduladores
y filtros de bandas.
Con el fin de solventar el arduo problema del aire -enemigo vital de los ultrasonidos- y ya que las mediciones y
rastreos sólo podían efectuarse a una cierta distancia de Jesús, los especialistas del proyecto idearon un revolucionario
sistema, capaz de «encarcelar» y guiar los citados ultrasonidos a través de un finísimo «cilindro» de luz láser de baja
energía, cuyo flujo de electrones libres quedaba «congelado» en el mismísimo instante de su emisión. El procedimiento
para «congelar» el láser, dando lugar a lo que podríamos calificar como «luz sólida» -cuyas aplicaciones en el futuro
serán inimaginables- no me está permitido desvelar. Por supuesto, al conservar una longitud de onda superior a 8000
armstrong (0,8 micras), el «tubo» láser seguía disfrutando de la propiedad esencial del infrarrojo, con lo que sólo podía
ser visto mediante las lentes especiales de contacto que me había suministrado Caballo de Troya. De esta forma, las
ondas ultrasónicas podían deslizarse por el interior de la «tubería» formada por la «luz sólida o coherente», pudiendo
ser lanzadas a distancias que oscilaban entre los cinco y veinticinco metros. (N. del m.)
1 Precisamente por su relativa semejanza con las fosas «infrarrojas» de estas serpientes, que les permiten la caza
de sus presas a través de las emisiones de radiación infrarroja de los cuerpos de las víctimas.
2 Generalmente, las lentes de contacto, del tipo duro, se basan en un producto llamado polimetil-metacrilato
(PMMA) que constituye en realidad la base fundamental de la «lentilla».
3 Como es sabido, cualquier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (menos 273 grados
centígrados), emite energía IR o infrarroja. Esta emisión de rayos infrarrojos -invisibles para el ojo humano- está
provocada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, en consecuencia, se halla estrechamente
ligada a la temperatura de cada cuerpo. Pues bien, el ojo del hombre, como está demostrado, sólo ve una pequeña
parcela del espectro electromagnético de la luz: la que se extiende desde los 400 a los 700 nanómetros. Por encima de
esta última aparecen las gamas del infrarrojo. Pero, mediante el uso de «gafas» especiales, adecuadas a la emisión del
infrarrojo, el hombre puede «ver» también en esa frecuencia. (A su vez, esta región del infrarrojo está subdividida en
infrarrojo próximo, medio, lejano y extremo.) Los sensores IR o infrarrojos de las serpientes americanas -crótalosestán
formados precisamente por una membrana dotada de abundantes terminaciones nerviosas, que le permiten
detectar variaciones de temperatura del orden de una milésima de grado. (N. del m.)
4 Aunque resultaba remota, la posibilidad de tropezar con una fuente energética natural de gran intensidad (caso de
haber mirado al sol), podría haber provocado graves lesiones en mis ojos. Y aunque nada de esto sucediera, el contacto
directo de la córnea con las «crótalos» no hacia aconsejable un uso excesivo.
5 En el caso de los ultrasonidos, la cabeza de cobre -de color blanco- podía adoptar dos posiciones perfectamente
diferenciadas: la primera, para activar el lanzamiento de ondas con una frecuencia de 3,5 MHZ (suficiente para explorar
órganos internos) y la segunda, de 7,5 a 10 MHZ (para el rastreo de superficie y tejidos blandos). (N. del m.)


203
El espectáculo que se ofreció a mis ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro»)
fue casi dantesco: el rostro, cuello y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso,
consecuencia del descenso de su temperatura corporal en dichas zonas (probablemente por el
efecto refrigerante del sudor y de la sangre que manaban por sus poros).
La túnica emitía un blanco mucho más intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más
oscura, casi negra. El follaje verde del olivar estalló en un rojo indescriptible...
Al pulsar la cabeza del clavo a su segunda posición -la más profunda-, de la parte superior
de la « vara de Moisés » surgió un finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin
perder un segundo lo dirigí hacia el rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por
supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni
oído nada. Como ya dije, el láser trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto,
resultaba invisible al ojo humano.
Después de un minucioso recorrido sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de
los ultrasonidos (haciendo retornar el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en
la parte superior del vientre del rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá
obtuviésemos una explicación satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre.
(Cuando, a nuestro regreso de este primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el
cúmulo de imágenes obtenidas por estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y
hematología llegaron a varias e interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o
«hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había
podido apreciar- se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una
explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que
le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la
liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas1, que forzaron la ruptura de
los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la
sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
El fenómeno -tan aparatoso como raro- es, sin embargo, perfectamente posible desde el
punto de vista médico. El evangelista Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit
cuenta en una de sus obras cómo en 1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido
ante un pelotón alemán de fusilamiento, sudó sangre, como consecuencia del pavor insuperable
que le produjo aquella angustiosa situación.)
Y aunque esta expulsión sanguinolenta o extravasación -que no hemorragia- en el Hijo del
Hombre no representó una pérdida importante de sangre, los informes de Caballo de Troya sí
estimaron en cambio que dejó la piel de Jesús en un alarmante estado de fragilidad. Esta
circunstancia resultaría determinante, de cara a la «carnicería», más que suplicio, a que sería
sometido pocas horas después. Me refiero, naturalmente, al castigo de los azotes. Aquella
ruptura generalizada de la red de capilares o finísimos vasos por los que circula la sangre bajo
la piel convertiría la flagelación en un trágico baño de sangre...
Una de mis preocupaciones en aquellos primeros momentos del fuerte stress sufrido en el
huerto fue el seguimiento del ritmo cardíaco y arterial de Jesús. Al dirigir los ultrasonidos sobre
el corazón, el «efecto Doppler» arrojó un ritmo de 135 pulsaciones por minuto. En cuanto a la
tensión arterial, la cifra se había elevado a 210 de máxima. (El ritmo cardíaco normal del
Nazareno fue calculado en 60 latidos por minuto y su tensión arterial media en 130 máxima y
80 mínima. Aquello significaba, evidentemente, una profunda alteración orgánica. Los
especialistas de Caballo de Troya estimaron asimismo que la descarga previa de adrenalina en
el torrente sanguíneo de aquel Hombre -a la vista de la resistencia arterial periférica- pudo ser
del orden de 10 microgramos por kilo y minuto.)
Poco a poco, al cabo de diez o quince minutos, conforme el rabí fue serenando su espíritu, el
ritmo cardíaco y arterial fueron recobrando la normalidad. Sin embargo, aquella dura prueba -
en opinión de los expertos en nutrición- significó, además, el total agotamiento de las 750
calorías suministradas al organismo en la reciente cena. El stress debió suponer un consumo de
1 Aunque en un principio se pensó que quizá la «hematohidrosis» había sido provocada por un exceso de histamina,
liberada por el sistema nervioso como consecuencia de la gran tensión emocional, y lanzada al torrente sanguíneo,
quebrando así los capilares, las investigaciones sobre el páncreas inclinaron a los expertos hacia la hipótesis de la
llamada fibrinolisis, consistente en la activación patológica de un mecanismo normal. Un súbito aumento de plasmina
(lisoquinasas) pudo originar un derramamiento generalizado en sangre, diluyendo el «cemento endotelial», que daría
como resultado el paso de la sangre al exterior. (N. del m.)


204
calorías sensiblemente superior a esa cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los
médicos de Caballo de Troya, tuvo que empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente
a partir de la una o las dos de la madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y
suponiendo que Jesús se hubiera retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera
podido aguantar hasta las ocho de la mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en
el huerto de Getsemaní, los especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del
Hombre tuvo que iniciar una «lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único
fin de suministrar ácido graso y sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se
agotarían en cuestión de horas, y la naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que
«echar mano», repito, de sus grasas.)
La situación del Maestro, desde un punto de vista puramente médico, empezaba a ser
delicada.
A los quince o veinte minutos de iniciado aquel primer «chequeo» -a base de ultrasonidos-,
desconecté el láser, deshaciéndome de las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto
por las manos, negándose a mirar a su Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su
cabeza. Poco a poco, fue descubriendo su cara. Estaba llorando.
En el calvero, el Galileo había ido bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y
también el flujo de sangre. Algunos de los chorreones, más caudalosos que el resto de los
reguerillos, habían coagulado ya. Muy pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la
sangre seca convertiría su hermoso rostro en una máscara... Jesús levantó de nuevo los ojos
hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:
-Padre..., muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he
venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo...
Entre esta segunda oración (no sé si debería calificarla así) y la primera, observé un notable
cambio, tanto en el estado emocional del Maestro como en su postura frente a los ya
inminentes acontecimientos. Mientras en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta
ocasión, el Galileo parecía haber superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente
decidido a asumir su suerte. Es posible que este cambio mental fuera responsable, en buena
medida, de su progresiva tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones
muy subjetivas.
El caso es que, enfrascado en mis primeras verificaciones médicas y pendiente de las
palabras de Jesús, casi me había olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático
objeto. Pero mi compañero no tardó en recordármelo:
-¡Atención, Jasón...! Esa «cosa» abandona el estacionario y se mueve de nuevo... ¡Por todos
los...!
La transmisión de mi compañero se interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo -muy
alterado- continuó:
-...¡Ha caído como un cubo...! ¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo!1
¡No puede ser...! Si continúa bajando lo perderé... ¡No! De momento se mantiene... Pero se
dirige hacia nosotros...
Pegando materialmente mis labios al tronco del cañafístula le pregunté:
-Entendí 30...
-Afirmativo -respondió Eliseo-. Es 30... Y sigue aproximándose en radial 1002... El radar
estima su posición en 10 millas. Si no varía el rumbo pronto lo tendrás a la vista...
Pero, por más que miré no logré distinguirlo. Fue entonces, al levantar la vista hacia las
estrellas cuando caí en la cuenta de otro extraño fenómeno: el ramaje del corpulento árbol tras
el que me ocultaba había quedado súbitamente inmóvil. El viento había cesado. Tampoco
aprecié movimiento alguno en las copas de los olivos ni en la maleza que nos rodeaba. Los
cabellos de Jesús se hallaban igualmente en reposo.
Un tanto alarmado interrogué a Eliseo sobre la velocidad y dirección del viento...
-A 40000 pies, 120 grados 503 -respondió mi hermano-. Pero, espera... ¡A nivel 10 ha
desaparecido...! No lo entiendo...
1 Nivel 30: 3000 pies (unos mil metros).
2 Radial 100: el objeto se aproximaba con rumbo 100 grados (aproximadamente, dirección Este-Sureste).


205
De pronto, por mi izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz
que se desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y
con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente horizontal al suelo.
Atónito y medio tartamudeando presioné mi oído derecho:
-¡Eliseo...! ¡Lo estoy viendo...! ¡Hacia las nueve de mi posición!1... Trae rumbo Este... Pero,
por todos los diablos, ¿qué es eso?
La respuesta del módulo serviría para confirmar que no era víctima de una alucinación...
-Afirmativo -exclamó Eliseo, tan desconcertado como yo-. La pantalla de altura sigue
detectándolo a nivel 10... ¡Ahora acaba de sobrevolar la «cuna»!... Lo tengo «colimado»2...
¿Velocidad? ¡Es increíble!: no llega a las 60 millas por hora... Pero, ¿qué pasa?
La comunicación volvió a interrumpirse. Fueron segundos eternos...
Entretanto aquella «luz» había alcanzado nuestra vertical. ¡Y se detuvo!
¡Jasón! -apareció al fin mi compañero-. Jasón, ¿me recibes?
-Afirmativo -me apresuré a responderle-. Y lo tenemos sobre nuestras cabezas...
-Jasón, algo está ocurriendo en el radar. ¡Esa «cosa» está «blocándome»3... ¿ Se aprecia
descenso de nivel?
-Negativo -contesté sin perder de vista la «luz»-. Parece que sigue en estacionario.
Apenas si había terminado de transmitir estas palabras a Eliseo cuando, en décimas de
segundo, la «luz» efectuó una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros
sobre el calvero. Todo fue tan vertiginoso que no tuve tiempo de nada. Quedé paralizado. Y,
como yo, Juan Marcos y -supongo- todo cuanto se hallaba en derredor nuestro. Yo seguía
absolutamente consciente: veía y escuchaba, pero no acertaba a mover mis músculos. Mi
aparato locomotor no obedecía los impulsos de mi cerebro y de mi voluntad. Era inútil que
tratase de forzarlos. La proximidad de aquella «luz» circular, de un blanco superior al de la
soldadura autógena y potentísima, nos había inmovilizado. Durante los segundos que duró
aquello, sí pude oír la voz de mi compañero en el módulo que -sumamente preocupado- no
hacía otra cosa que llamarme... Pero, como digo, a pesar de mis esfuerzos, no podía articular
palabra alguna.
Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa -de más de cincuenta metros de diámetrohacía
estacionario sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del
«disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco
o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas...
Mi confusión no tenía límites. ¿Cómo era posible que el Nazareno no se sintiera tan aturdido
y atemorizado como yo?
Aquel miedo que me había invadido era compartido plenamente por mi joven compañero, a
juzgar por la postura en que había quedado. El fulminante descenso de la «luz» le había hecho
llevar sus brazos sobre la cabeza, en un movimiento reflejo de protección. Y así seguía, con el
cuerpo encogido y el rostro apuntando hacia la silenciosa masa luminosa...
No acierto a entender cómo llegó hasta allí, pero, casi en el instante mismo que el «cilindro»
de luz blanca tocó el calvero, una figura humana -eso me pareció al menos- surgió sobre la laja
de piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. Estaba de espaldas a mí y, por supuesto, a
pesar de la cegadora luz que inundaba la zona, su estructura física tenía que ser sólida y
consistente. Una prueba de ello es que, al llegar a la altura del Maestro, lo ocultó con su
cuerpo.
El pavor, posiblemente, agudizó aún más los escasos sentidos que seguía controlando. Y
toda mi atención quedó polarizada en la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que
Jesús. Posiblemente alcanzase los dos metros y pico. No vestía como nosotros. Al contrario, su
3 A esa altura, el viento llevaba dirección 120 grados (Sureste) y unos 50 nudos de velocidad (alrededor de 100
kilómetros por hora) (N. del m.)
1 En el argot aeronáutico, a la izquierda del observador, tomando siempre las 12 horas de un reloj como el punto
frontal de observación. A las «tres» sería, por ejemplo, a la derecha.
2 Colimado»: Eliseo habla localizado y centrado el objeto en su panel de instrumentos.
3 El radar del módulo estaba siendo «silenciado» o inutilizado por otra posible emisión de radar o por alguna
interferencia electrónica procedente del objeto. (N. del m.)


206
indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho
más ajustado y de un brillo intensamente metalizado. (Aunque esta sensación bien podría
haber estado mediatizada por la aguda claridad reinante.)
El «mono» parecía de una sola pieza, con un cinto relativamente ancho y de la misma
tonalidad -similar a la del aluminio- que el resto del traje. Los pantalones (eso me llamó mucho
la atención) se hallaban recogidos en el interior de unas botas de media caña y de un color
dorado. En cuanto a su cabeza, sólo pude ver la zona occipital y la nuca. Tenía un cabello
blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Indudablemente se trataba de un
individuo musculoso y ancho de hombros.
Aunque el silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo
conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser,
dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de rodillas...
De no haber sido por Eliseo, tampoco hubiera ido capaz de contabilizar el tiempo
transcurrido. Según mi compañero, aquel «lapsus» -en el que la conexión auditiva con el
módulo quedó «en blanco»- duró entre cuatro y cinco minutos, aproximadamente.
Al cabo de este «tiempo», la figura de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron
instantáneamente. Y he dicho bien: ¡instantáneamente! No hubo -o, al menos, yo no pude
apreciarlo- elevación de aquel ser hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o
desaparecer por el olivar... Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz»
experimentó unos suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio
vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo),
el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose en el infinito. Casi al momento,
tanto Juan Marcos como yo recuperamos nuestra movilidad. Y el viento volvió a soplar con
fuerza entre las ramas de los árboles, mientras las cabras encerradas en la gruta balaban
lastimeramente.
-… ¡Jasón...! ¿Me recibes...? ¡Jasón!, ¡por Dios!, ¡contesta...! La voz de Eliseo seguía
repicando en mi oído.
Inspiré con todas mis fuerzas, tratando de calmar mis nervios.
-A-fir-ma-ti-vo. . .- le respondí con lo poco que me quedaba de voz.
-¡Roger...! ¡Al fin...! Jasón, ¿estás bien...? ¿Qué ha pasado...?
Como pude tranquilicé a mi compañero, indicándole que procuraría explicárselo más
adelante. La verdad es que mi confusión había aumentado. Por un instante pensé que todo
había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la
película sanguinolenta y los reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido!
Su semblante, todavía pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del
reciente fenómeno de «hematohidrosis». Era imposible que Jesús hubiera tenido tiempo de
acudir hasta algunos de los recipientes del campamento que contenían agua y proceder al
lavado de su cara, cuello y manos. Además, aceptando este supuesto, yo le habría visto
alejarse y, por supuesto, regresar junto a la roca. Por el contrario, estoy seguro -absolutamente
seguro- que el Maestro no había abandonado en ningún momento su postura: arrodillado sobre
el calvero.
Juan Marcos, incomprensiblemente, seguía agazapado detrás del muro de piedra, como si
nada hubiera ocurrido. Más adelante, cuando le interrogué sobre lo sucedido aquella noche en
el huerto, el muchacho respondió afirmativamente:
«Sí -me dijo sin darle excesiva importancia y como si hubiera sido testigo de otros sucesos
similares-, el Padre hizo descender un ángel... Claro que lo vi...»
El Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió.
Después, con paso firme, se incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la
súbita presencia de aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido
decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista- «y el ángel le
reconfortó»- no podía ser más apropiada.
El Nazareno debió encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con
ellos, volvió sobre sus pasos, arrodillándose por tercera vez al borde de la piedra. Era
asombroso. Ninguno de los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido.
Probablemente, se hallaban dormidos.
Una vez allí, ya con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija
en lo alto:


207
-Padre, ves a mis apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el
espíritu está presto, pero la carne es débil...
Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos,
dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:
-Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad
y no la mía...
Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante -
después de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo
al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.
Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco
después, los cuatro se internaban en el olivar, perdiéndose de vista.
He meditado mucho sobre aquellas extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir
cuando habló de «apartar la copa»? ¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su
propia muerte? Durante algún tiempo así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda
Pasión y de su increíble comportamiento, otra interpretación -más sutil si cabe- ha venido a
sustituir a mi anterior hipótesis. Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en
aquellos críticos momentos de la llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que
posiblemente provocó su honda angustia y el posterior sudor sanguinolento. El sabía lo que le
reservaba el destino y, como demostró sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y
valientemente. Pero, de la ruano de esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también las
humillaciones. Tuvo que ser la «contemplación» de esas ya inminentes vejaciones por parte de
las criaturas que Él mismo había creado lo que, quizá, le sumió en un agudo estado de
postración. Sí realmente era el Hijo de Dios, la simple observación -y mucho más el
padecimiento- de la barbarie y primitivismo de «sus hombres» para con Él mismo tenía que
resultar insoportable. Salvando las distancias, imagino el brutal sufrimiento moral que podría
significar para un padre el ver cómo sus hijos le abofetean, insultan, hieren e injurian...
Juan Marcos y yo nos apresuramos a salvar el muro que nos separaba del calvero donde
había tenido lugar la triple oración del huerto y, con idéntica prudencia, penetramos en el
olivar, siguiendo los pasos de Jesús y sus hombres. Conforme nos acercábamos a la explanada
del campamento, un pensamiento -quizá tan absurdo como inoportuno- seguía martilleando en
mi cerebro. No podía borrar de mi mente las imágenes de aquel ser de más de dos metros y del
objeto porque «aquello» tenía que ser un vehículo tripulado- que había sido capaz de desafiar
tan elocuentemente las leyes de la gravedad. ¿Qué clase de artefacto era aquél? ¿Qué
tecnología podía soslayar semejantes aceleraciones y deceleraciones?1. Y, sobre todo, ¿qué
relación guardaba todo aquello con Jesús y con la Divinidad?
Hubiera dado diez años de mi vida por haber registrado la conversación entre el Maestro y
aquel misterioso ser y maldije mi mala estrella, que no me permitió contemplar los rostros de
ambos personajes e interpretar al menos lo ocurrido entre los dos. Desde entonces, una afilada
incertidumbre anida en mi corazón: ¿podía ser aquél un ángel? Si realmente era así, ¡qué lejos
están los teólogos de la verdad...!
Cuando, al fin, nos asomamos al campamento, todo seguía más o menos igual. Los
discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de
suceder a pocos metros de las carpas. Y digo que todo seguía más o menos igual porque,
coincidiendo con nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban
también en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien
les señaló el lugar donde montaba guardia.
El Maestro, entre tanto, había aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a
dormir. Pero los apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos
sueños que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la
súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación,
1 Como miembro de las Fuerzas Aéreas sé hasta dónde llega hoy la resistencia humana frente a la gravedad.
Algunos astronautas, y con trajes muy especiales, han soportado hasta 11 «g« (el valor normal de la «aceleración de la
gravedad» es decir, de una «g»- es de 9,80665 metros por segundo cada segundo). Y según mi estimación, aquel
objeto practicó una «caída» y un posterior «despegue« que debió someter a los posibles «pilotos» a 20 o 30 «g». (N.
del m.)



208
interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de
Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se
dirigían hacia allí. Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las
tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino,
ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los
discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada
irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles,
interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se
tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se
movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó
del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.
Durante algunos segundos, los griegos y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven
Juan Marcos quien tomó la iniciativa. En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina
abajo.
Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó.
Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería
llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo... Sin
pensarlo dos veces seguí los pasos del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de
los griegos, que permanecían inmóviles en mitad del campamento.
Tanto Jesús como Juan Marcos habían tomado el conocido camino que discurría por la falda
occidental del Olivete y que me había llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la
depresión del entonces seco torrente del Cedrón.
En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento
de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía
hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado
el mensajero del Zebedeo. Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno
de los recodos del camino, vi a Marcos -mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blancorefugiándose
a toda prisa en una pequeña barraca de madera que se levantaba al pie mismo
del sendero. Me detuve sin saber qué hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del
viernes no habían hecho más que empezar.
Junto a la mencionada casamata distinguí otra cuba -similar a la construida a la entrada del
campamento de Getsemaní- que debía formar parte de uno de los lagares de aceite que tanto
abundaban en el monte de las Aceitunas. El Maestro se había sentado sobre el murete de
piedra de la prensa, a unos dos pasos de la pista y de cara a la dirección que traía el cada vez
más cercano y oscilante enjambre de luces amarillentas.
En un primer momento pensé en ocultarme también en la barraca. Pero deseché la idea.
Ignoraba absolutamente el curso que podían tomar los acontecimientos y preferí mantenerme
en un lugar más abierto. A ambos lados del sendero se extendían sendas plantaciones de
olivos. Aquél podía ser un buen observatorio. Y rápidamente abandoné la pista, internándome
en el oscuro olivar situado a la izquierda del camino. Elegí uno de los árboles más gruesos,
trepando a lo alto y camuflándome entre su ramaje. Desde allí, Jesús quedaba a poco más de
cinco o seis metros. Pero, de pronto, me vi asaltado por una duda que casi me hizo descender
del olivo: ¿Y si el Galileo regresaba al campamento? En ese caso no tendría más remedio que
arriesgarme y seguir a la tropa...
Si no me equivocaba, la distancia recorrida por Jesús desde la puerta de entrada al huerto
de Simón, «el leproso», hasta aquella curva del serpenteante camino de herradura, había sido
de unos cien o ciento cincuenta pasos. Y al verle allí, tan extrañamente sereno, empecé a
comprender. No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento de la
zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo de que su
encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabia que muchos
de los discípulos y de los griegos disponían dé armas y probablemente quiso evitar el más que
seguro riesgo de un choque armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía
haber en aquellos momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que
cualquiera de ellos -Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para
provocar un sangriento combate. Si la versión del agente secreto de Zebedeo era correcta, a


209
los levitas del Templo había que añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba
las cosas. Los legionarios de la Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces
modales... Yo había sido testigo de su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué
podía esperarse entonces de aquellos aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un
enfrentamiento? Lo más probable es que muchos de los discípulos del Maestro habrían
resultado heridos o muertos y, en el mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar
por sus oraciones en el olivar, quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de
la futura propagación del evangelio del reino silos directamente encargados de esa predicación
hubieran caído esa noche en Getsemaní?
Las antorchas aparecían y desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí
información a Eliseo sobre la hora exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.
La luna seguía brillando con todo su esplendor, proporcionándome una más que aceptable
visibilidad.
De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara
sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera,
siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del
camino. El presuroso caminante -a quien en un primer momento no acerté a identificardescubrió
enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La
inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al
momento. Pero, tras unos segundos de indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin
demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos
treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el
pelotón que portaba las antorchas. Venia en desorden, aunque formando una larga hilera de
gente. A primera vista, el número de individuos rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de
treinta soldados romanos. Vestían la misma indumentaria que yo había visto entre los
legionarios de la Torre Antonia e iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías
del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas,
diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran
velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían
supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos
bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.
El grupo de mi izquierda -el que procedía de Jerusalén- siguió avanzando en silencio hasta
detenerse a un tiro de piedra del Galileo.
Por su parte, los que acababan de aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el
sendero. Una vez reagrupados, continuaron bajando, pero con gran lentitud.
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de
Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a
veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una
veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni
tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido
despertados.
Durante unos minutos que se me antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los
olivos, agitando las llamaradas de las hachas de ambos grupos.
Jesús -en medio- seguía pendiente de aquel hombre que se había destacado de la turba
procedente de la ciudad santa.
Cuando faltaban apenas unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la
luna hizo resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!
Pero, ¿por qué se había adelantado a la tropa?
Aquella incógnita seria resuelta a la mañana siguiente, poco antes del fatal e inesperado
suceso que provocaría la muerte del Iscariote...
(Una vez más, Judas había maquinado sus planes con tanta astucia como ruindad.)


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Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se
desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se
revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus
pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
-¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada
(situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego,
respondió:
-¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:
-Soy yo...
Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios
que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que
algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando
una serie de grotescas caídas. Entre los que dieron con sus huesos en tierra había también
varios que portaban antorchas. Y éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a
multiplicar la confusión. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a
golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.
(Aquella escena me trajo a la memoria el relato evangélico de Juan: el único que habla de
esta caída generalizada de parte de la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero,
lejos del carácter milagroso que algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso,
la única verdad es que aquellos hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un
movimiento mal calculado. Otro asunto es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que
sintieran miedo. Casi todos habían visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y
también era muy probable que hubieran sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto
a la valentía con que el Galileo se presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta...)
Mientras los infantes romanos se incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas -
cuyos planes no estaban saliendo tal y como él había previsto, según pude averiguar horas más
tarde- se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos
pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente
de Jesús, al tiempo que le decía:
-¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre
con un beso?
Antes de que Judas pudiera reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor,
encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de ¡a tropa.
-¿Qué buscan?
-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.
-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los
demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a seguirte...
El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se
disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón
abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la
patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o
Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.
Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la
fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del
responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de
Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado
sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en altocayó
sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su
cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente
izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha
de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.

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