domingo, 14 de abril de 2013

SEGUIMOS CON LA GRAN HISTORIA DE JESUS , FANTASTICA E INCREIBLE, YA NO HAY RETROCESO, JASON CONCOCE A LAZARO A POCOS DIAS DE SER RESUCITADO Y EL ENCUENTRO ESPERADO CON JESUS, UFFF ESTA HISTORIA RECIEN EMPIEZA


Caballo de Troya
J. J. Benítez

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Revisé fugazmente mi atuendo y con paso cauteloso me adentré en el olivar. A mi derecha,
entre las epilépticas ramas de añosos olivos, se distinguía la dorada cúpula del templo y buena
parte de las murallas de Jerusalén. Pero, a pesar de mis intensos deseos de aproximarme hasta
el filo occidental de la «montaña de las aceitunas» (como también llamaban los israelitas al
Olivete) y disfrutar de aquel espectáculo inigualable que era la ciudad santa, me ceñí al plan
previsto e inicié el descenso por la vertiente sur, a la búsqueda del camino que habíamos
divisado desde el aire y que me conduciría hasta Betania.
De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto
sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un
andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un
vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella
tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.
El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi
seguridad.
-¿Algún problema, Jasón?
A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de
«Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de
los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio
Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido
madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del
vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.
Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a
mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.
Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una
pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro
grandes tiendas.
Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las
lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.
Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:
¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.
-Primer contacto humano a la vista... Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos
rebaños de ovejas junto a varias tiendas.
Eliseo consultó la memoria histórico-documental del ordenador central instalado en la
«cuna» y me trasladó el informe aparecido en pantalla:
-Santa Claus1 en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones (R.2,5 sobre 2,2 (44ª 2) y
el escrito rabínico Tac anit IV 8,69ª 36 (IV/1,191) en ese extremo de la falda sur del Olivete,
donde te encuentras ahora, se instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se
vendía lo necesario para los sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo
uno de esos dos cedros deberás encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios.
Volumen aproximado: 40 se) ah mensual... Es decir, unas 40 arrobas o 600 kilos de pichones, si
lo prefieres... Santa Claus menciona también un texto de Josefo (Guerras de los Judíos, V
12,2/505) en el que se describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este
muro conducía al monte de los Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del
palomar». Es muy probable que en los alrededores encuentres palomares excavados en la
roca...
-Recibido. Gracias... Voy hacia ellos.
-Un momento, Jasón -intervino nuevamente Eliseo-. Estos informes pueden resultarte
útiles... Santa Claus añade que, según el escrito rabínico Menahot (87ª), estos carneros
procedían de Moab; los corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la
Montaña Real o Judea. El ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa
y Lydda. Parte del ganado de carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros).
Idiomas dominantes entre estos mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego...
-O. K.
-¡Suerte!
1 Así llamábamos familiarmente al ordenador central del módulo. (N. del m.)


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Conforme fui aproximándome a las tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser
mi primera oportunidad, no sólo de entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi
arameo galilaico o griego.
Al entrar entre las tiendas, un tufo indescriptible -mezcla de ganado lanar, humo y aceite
cocinado- a punto estuvo de jugarme una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido
acondicionadas como apriscos. Bajo las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se
apiñaban unos 150 corderos y carneros. En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con
aceite y harina. Al amparo de esta última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas,
azules y blancas formaban corro, sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la
sombra de la lona, varias mujeres -casi todas con largas túnicas verdes- se afanaban en torno
a una fogata. Junto a ellas, algunos niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo
que supuse se trataba del almuerzo común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre
la candela, sujeta por un aro y tres pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita.
Varias jovencitas, con el rostro cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente,
permanecían arrodilladas junto a unas piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha
tomaba un puñado de grano de un saco situado junto al grupo y lo depositaba sobre la
superficie de la piedra, ligeramente cóncava. A continuación asían con ambas manos otra
piedra estrecha y procedían a triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la
harina por un cedazo con aro de madera, depositando el resultado de la molienda en una
especie de lebrillo.
Permanecí algunos minutos absorto con aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi
presencia y, tras intercambiar algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en
pie, dirigiéndose hacia mí.
El mercader -posiblemente uno de los más viejos- señaló a los rebaños y me preguntó si
deseaba comprar algún cordero para la próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una
dentadura diezmada por la caries.
Sonreí y en el mismo arameo popular en que me había preguntado le expliqué que no, que era
extranjero y que sólo iba de paso hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por ml
atuendo, que, en efecto, era un gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín
de disgusto por la presencia de aquel «impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al
resto de los vendedores1.
Un elemental sentido de la cautela me hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del
ansiado camino. Al cruzar frente al segundo cedro -en el que, tal y como había «vaticinado» el
computador, había sido plantada una quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas
con palomas- apenas si me detuve. Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al
comprobar que no había tenido grandes dificultades para entender y hacerme entender por
aquel israelita, tampoco deseaba tentar a la suerte.
El sol seguía corriendo hacia poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel
jueves, 30 de marzo. Debía darme prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el
ocaso pondría punto final a la jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi
contacto con la familia de Lázaro.
Apreté el paso y pronto me situé en la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la
falda del Olivete. A mis pies, a unos cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén
con Jericó, pasando por Betania. Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de
caminantes que iban y venían en uno y otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que
acudían a la ciudad santa o que salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A
ambos lados de la polvorienta calzada -perdiéndose en el horizonte- se extendía una
abigarrada masa de tiendas e improvisados tenderetes.
Me deslicé hasta el camino y comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en
dirección Este; es decir, en sentido opuesto a Jerusalén.
1 Los gentiles no podían celebrar la tradicional ofrenda de la Pascua judía. (N. del m.)

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Pronto comprobé que aquellas gentes eran, casi en su totalidad, galileos llegados en sucesivas
caravanas y que, de acuerdo con una ancestral costumbre, solían acampar a este lado de la
ciudad. La fiesta de la Pascua, una de las más solemnes del año, reunía en Jerusalén a cientos
de miles de israelitas, procedentes de las distintas provincias y del extranjero. Aquel año,
además, la solemnidad era doblemente importante, al coincidir dicha Pascua en sábado1.
El alojamiento en Jerusalén debía ser harto difícil y los peregrinos terminaban por
acomodarse en los alrededores.
Entre las tiendas distinguí a decenas de mujeres y niños, ocupados en animadas
conversaciones o afanados en el arreglo de sus frágiles pabellones de pieles y telas
multicolores. A pesar de no estar obligados a participar en la fiesta, estaba claro que las
familias judías acudían en su totalidad hasta la ciudad santa. Y allí permanecían durante los
días y noches previos a los sagrados ritos de la ofrenda y de la cena pascual.
Mientras caminaba entre aquella multitud alegre, variopinta y parlanchina empecé a intuir
cómo pudo ser -cómo iba a ser- la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en las primeras horas
de la tarde del domingo en Jerusalén...
Con gran contento por mi parte, ninguno de los acampados o de los peregrinos que se
cruzaban conmigo mostraban el menor asombro al verme. Sin embargo, mi inquietud creció al
divisar al fondo del camino un grupo de jinetes, perteneciente a la guarnición romana en
Jerusalén, que regresaba seguramente a sus acuartelamientos en la fortaleza Antonia. Como
medida precautoria, y fingiendo cansancio, me senté al borde del sendero, al pie de una de las
tiendas. Instintivamente me llevé la mano al oído y bajando el tono de mi voz comuniqué a
Eliseo la proximidad de la patrulla.
Mi hermano, previa consulta al ordenador, me proporcionó algunos datos sobre los soldados:
Puede tratarse de una pequeña unidad -una turmae- formada por unos treinta y tres jinetes.
La legión con base en Cesarea dispone de 5600 hombres, de los que 120 pertenecen a la
caballería. La presencia de una de las cuatro turmae en Jerusalén puede significar que Poncio
Pilato se ha trasladado ya a su residencia en la torre Antonia para administrar justicia durante
la Pascua... ¡Atención! -añadió Eliseo-. Santa Claus especifica que estos jinetes pueden
proceder de las tierras germánicas. Su extracción social es muy baja y su comportamiento
especialmente agresivo para con los judíos. Cada una de estas unidades está mandada por tres
oficiales -decuriones- cabezas de fila.
La advertencia de Santa Claus era acertada. Los jinetes avanzaban al paso, apartando a los
descuidados con las afiladas bases de hierro de sus pilum o lanzas. En total llegué a contar 33
soldados perfectamente uniformados con oscuras cotas de malla, cascos dorados y relucientes,
grebas, largas espadas al cinto y escudos hexagonales, orlados con un borde metálico. La
totalidad de los caballeros vestían unos pantalones rojizos, bastante ajustados, y hasta la mitad
de la pierna.
Marchaban de tres en fondo, ocupando prácticamente la totalidad del camino. Al pasar a mi
altura advertí con asombro que, a excepción de los jefes o decuriones, todos eran muy jóvenes;
quizá entre los dieciocho y treinta años. Naturalmente, tampoco podía conceder demasiado
crédito a aquella impresión. En el año 30, el promedio de vida podía oscilar alrededor de los
cuarenta años...
Cerraba el grupo armado un trío de soldados a lomos de caballos tordos sobre cuyas grupas
habían sido amarrados sendos haces de jabalinas, algo más cortas que los pilum que portaban
en la diestra y que posiblemente superaban los dos metros de longitud.
A pesar de estar viéndolo con mis propios ojos, ¡qué difícil me resultó en aquellas primeras
horas hacerme a la idea de que había retrocedido en el tiempo y que lo que verdaderamente
tenía a mi alrededor era la Palestina del emperador Tiberio!
1 Según las leyes hebreas, «todos estaban obligados a comparecer delante de Dios, en el templo, a no ser sordo,
idiota, menor de edad, hombre de órganos tapados (sexo dudoso), andrógino, mujer, esclavo no emancipado, ciego,
tullido, enfermo, anciano o no poder subir a pie hasta la montaña del templo». La escuela de Shammay definía al
menor de edad «como aquel que no puede (aún) ponerse a caballo sobre los hombros de su padre para subir a
Jerusalén a la montaña del templo». (N. del m.)

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Cuando me disponía a levantarme y reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano
en mi hombro. Al volver el rostro me encontré con un niño de tez morena y profundos ojos
negros. Vestía una corta túnica de amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda
sostenía una escudilla de madera con agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa
y me tendió el oscuro recipiente. Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija,
agradeciéndole el gesto.
-¿De dónde vienes? -le pregunté acariciándole su cráneo rapado.
El pequeño se volvió hacia un pequeño grupo de hombres y mujeres que descansaban en el
interior de una tienda. Una de las mujeres -posiblemente su madre- le animó con un gesto de
su mano para que respondiera.
-Somos de Magdala, señor.
-Eso está cerca del lago, ¿no?
El niño asintió con la cabeza.
-¿Has oído hablar de Jesús el Nazareno?
Antes de que mi joven amigo llegara a responder, uno de los hombres se adelantó hasta
nosotros. Aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra.
Tomó al pequeño por el brazo y preguntó:
-¿Es que eres seguidor del tekton?
Aquella palabra me dejó confuso.
-Perdóneme, amigo -le respondí-. Soy extranjero y no sé el significado de esa palabra.
El hombre soltó al niño y, cruzando los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:
-Nosotros conocimos a su padre como José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también
a su hijo.
Tentado estuve de unirme a aquella familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania.
Pero lo pensé dos veces y comprendí que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para
hablarme del Maestro...
Mientras proseguía mi camino, pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella
nueva definición de Jesús. Santa Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el
sobrenombre de tekton -como carpintero, constructor o herrero- de acuerdo con la versión que
sobre dicho término hacia el escrito rabínico Shabbat, 31.ª También Marcos hace alusión a
tekton en 6,3.»
Es posible que llevase andado algo más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania
cuando dejé atrás el apretado campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las
tiendas eran mucho más escasas. Si no fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en
el acceso a la ciudad santa se habían plantado más de un millar de improvisados albergues.
Esto podía significar -a un promedio de seis o siete personas por tienda- unos seis mil o siete
mil peregrinos.
En aquel último kilómetro no observé, sin embargo, una disminución del intenso tráfico de
gentes y bestias de carga. Grupos de judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en
uno y otro sentido, transportando haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando
rebaños de cabras.
La vegetación, a ambos lados del camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la
ladera oriental del Olivete aparecía cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi
derecha, junto a palmeras e higueras me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus
incipientes racimos de flores violetas y extraordinariamente olorosas.
El hecho de no poder llevar reloj me preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué
momento del día me encontraba. El sol se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba
cuanto tiempo había transcurrido desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba
acostumbrarme lo antes posible a mi nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la
medida de lo posible, de la conexión auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los
altos efectuados, debían ser las 13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero,
divisé a la izquierda un minúsculo grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también
otra aldea, aparentemente más grande que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos
poblados tenían que ser Betfagé y Betania, respectivamente.
Conforme fui aproximándome al primer poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no
era otra cosa que un mísero conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes
habían sido levantadas con piedras -posiblemente basálticas- y los intersticios, malamente


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tapados con cantos y barro. La mayoría de las techumbres de aquella media docena de
viviendas -a excepción de una o dos terrazas- habían sido cubiertas con ramas de árboles,
reforzadas con varias capas de juncos y paja.
Los alrededores aparecían repletos de higueras y pequeños huertos en los que deambulaban
un sinfín de gallinas. Las últimas e intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las
«calles» en un barrizal.
Decepcionado, salí nuevamente al camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera
Betfagé y de mi inminente llegada a Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a
los setecientos u ochocientos metros.
El lugar de residencia de Lázaro y su familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más
sólido y esmerado. Las casas, aunque modestas, disponían de terrazas, y sus paredes -casi
todas encaladas- habían sido construidas con piedras labradas.
Al penetrar en la aldea me sorprendió ver algunas de las calles pavimentadas a base de
guijarros. Otras, sin embargo, seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y
malolientes.
El núcleo principal de Betania se extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a
Jericó. Al otro lado del sendero, un grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del
Monte de los Olivos. Algunas de estas viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la
falda de la montaña.
La animación en la aldea era considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por
entre sus casas, formando tertulias a las puertas de las viviendas o a la sombra de los
entramados de cañas y ramas por los que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e
interminables parras.
No tardé en averiguar que aquella agitación venia siendo habitual en Betania desde que el
Maestro de Galilea realizase el prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La
noticia había corrido como reguero de pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina
Siria y a las costas de la Fenicia. Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes,
seguidores de Jesús o amigos de Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán
de satisfacer su curiosidad. Este torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado
en aquellos días, con motivo de la próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén
y Betania podía cubrirse, a buen paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel
agotador trajín por las calles de la hasta ese momento apacible localidad.
No fue muy difícil llegar hasta la casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de
judíos que acababa de entrar en Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una
hacienda levantada casi a las afueras del núcleo principal de la población. En la fachada,
pulcramente blanqueada, se abría una puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras
labradas. Delante de la casa se extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por
otros seis o siete de ancho. En él, sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa
higuera, estaba sentado un hombre. Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y
largas y amplias mangas. Una treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se
habían situado a sus pies. Absortos, aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel
hombre de cuerpo enjuto y rostro picado de viruela. ¡Era Lázaro!
Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil.
Nadie estaba dispuesto a ceder su sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de
aquellos días.
Con voz cansada -como si repitiese el suceso por enésima vez- fue desgranando su
«aventura» y respondiendo a cuantas preguntas le formulaban.
Alzándome sobre las cabezas de los curiosos observé que se trataba de un hombre
relativamente joven (posiblemente no había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su
rostro y unas pronunciadas ojeras le envejecían notablemente.
A los pocos minutos, ante mi desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí
reunidos.
Lo vi desaparecer en la penumbra de la casa, mientras los hebreos se desperdigaban,
gesticulando y comentando cuanto habían visto y oído.
Y allí me quedé yo, abrumado y solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el
jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué?


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Me dejé caer sobre la polvorienta plazuela que se abría frente a la morada del amigo de
Jesús y procuré cubrirme con el manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta
entonces que no había probado bocado y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar
en lo que los israelitas llamaban la hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento
comprendí por qué Lázaro había dado por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de
la comida principal: lo que nosotros llamamos la cena.
Pero no me dejé arrastrar por el abatimiento. Caballo de Troya había previsto que yo
intentara una entrevista con Lázaro en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.
Pensé en aprovechar aquellos minutos -mientras la familia reponía fuerzas- para comprar
algunas provisiones, pero pronto desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había
tenido la precaución de entrar en Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro
por monedas. Por otra parte, eso me hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no
era el hambre lo que me obsesionaba en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta,
estaban pendientes de la posible aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.
La intuición no me traicionó. No había transcurrido media hora cuando, procedente de la
parte posterior de la casa, irrumpió en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo
tradicional. Le acompañaban dos adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se
balanceaba levemente un cántaro rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas
costumbres en la red social judía no permitían que un hombre se entretuviera a solas con una
mujer, ni que éstas sonrieran o hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural
inclinación por saludarla o ponerme en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente
a mí. La buena mujer desvió su mirada y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales
que desembocaba en la plazoleta.
Supongo que algo extraño debió notar en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de
los muchachos volvía a la carrera, entrando en la casa como un meteoro. De inmediato
aparecieron en el umbral del jardín dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado
sobre aquel extranjero que permanecía sentado junto a las blancas estacas de la cerca.
Me puse en pie y esperé. Los hombres, arropados en gruesos mantos color canela, se
aproximaron hasta mí.
-¿Qué buscas, hermano? -me preguntó el que parecía llevar la voz cantante.
El tono de su voz me tranquilizó. Había una gran dulzura en su semblante.
-Me llamo Jasón y soy de Tesalónica. Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea...
-El no está aquí.
Simulé gran contrariedad y, mirando fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con
vehemencia:
-¿Dónde puedo encontrarle...?
-¿Para qué le quieres?
-Soy extranjero, pero he oído hablar de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas
leguas porque soy hombre a quien no satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque
desearía conocer la nueva doctrina del rabí al que llaman Jesús.
-¿Por qué le buscas aquí, frente a la casa de Lázaro?
-Desde mi llegada a las costas de Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio
del rabí: dicen que devolvió a la vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes...
-Eran tres días los que mi señor llevaba sepultado -me corrigió el siervo.
-Luego es verdad -añadí mostrando una intencionada alegría.
Antes de que pudiera intervenir de nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.
-Quizá él sepa dónde puedo hallar al Maestro...
Los hombres intercambiaron una rápida mirada.
-Aguarda aquí -concluyeron-. El amo no está repuesto del todo...
Asentí mientras los siervos desaparecían en el interior de la hacienda.
Ante la inminente posibilidad de una primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos
segundos de soledad para informar al módulo de cuanto estaba sucediendo.
Debí causar buena impresión a los criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a
entrar en la casa.
Traspasé el umbral con una mezcla de timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la
fachada de la casa era en realidad la pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda,


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por lo que pude observar, era mucho más extensa de lo que había imaginado. En el centro de
este atrio rectangular y abierto a los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El
piso, cubierto con ladrillos rojos, aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las
aguas pluviales pudieran caer desde los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha
hasta el recinto central. Ambas estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada:
unos metros, aproximadamente. Luego supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y
que la de la izquierda se destinaba a depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.
Al fondo del patio, a unos siete metros del portalón por donde yo había entrado, se abría
otra puerta, casi frente por frente a la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto
una hora antes al pie de la higuera. Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en
sendos ropones de colores llamativos. Tal y como había observado entre muchos de los
peregrinos galileos, llevaban una banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer
uno de sus extremos sobre la oreja derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el
bigote perfectamente rasurado. Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un
cabello liso y corto y prematuramente encanecido.
Los siervos me invitaron a aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó
para tenderles mi mano. Lázaro y sus acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome
de pies a cabeza. Fue un momento difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad
estaba justificada. Desde su resurrección, los enemigos de Jesús -en especial los fariseos y
otros miembros destacados del Gran Sanedrín- venían mostrando una preocupante hostilidad
contra el vecino de Betania. Si el Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los
sacerdotes de Jerusalén, Lázaro -con su vuelta a la vida- había revolucionado los ánimos,
erigiéndose en prueba de excepción del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia
desconfiase de todo y de todos.
Aquella tensa situación se vería aliviada -afortunadamente para mi- en cuanto mis
anfitriones se percataron de lo duro de mi acento, que me delataba como extranjero.
-¿Me buscabas? -intervino Lázaro con gesto grave.
-Vengo de tierras extrañas, en busca del leví de Nazaret, de quien cuentan que es hombre
sabio y justo. Al desembarcar he sabido que tú eres su amigo. Por eso estoy aquí, en busca de
tu comprensión...
Lázaro no respondió. Con un gesto me invitó a seguirle. Y al trasponer aquella segunda
puerta me encontré en un espacioso patio porticado, igualmente abierto, pero cuadrangular.
Aquella, sin duda, era la parte principal de la hacienda. Un total de catorce columnas de piedra
de poco más de dos metros de altura apuntalaban un segundo piso, todo él construido en
ladrillo. La fachada inferior de la casa (la situada bajo el pórtico) había sido levantada con
grandes piedras rectangulares. Pude contar hasta siete puertas, todas ellas de sólida madera
color ceniza. En el centro del patio había sido excavada una segunda cisterna. De sus cuatro
vértices partían otros tantos canalillos de piedra por los que supuse que recogerían las aguas de
lluvia. La piscina se hallaba prácticamente llena, con un agua de dudoso colorido. Casi la mitad
del patio se hallaba cubierto con un tejadillo de cañizo sobre el que descansaban los vástagos
de dos parras traídas por el padre de Lázaro desde la lejana Corinto, en las costas de Grecia. El
fruto de esta vid -de una casta muy preciada- tenía la particularidad de dar uvas sin granos.
Durante mi estancia en Betania tuve la oportunidad de saber que Jesús de Nazaret sentía una
especial predilección por el fruto de aquellas parras.
Lázaro y sus amigos cruzaron el empedrado piso del patio y se dirigieron a una de las
puertas de la izquierda. Al pasar bajo el soportal reparé en cuatro mujeres, sentadas en uno de
los dos bancos de piedra adosados en cada una de las cuatro fachadas existentes bajo el
claustro. Todas ellas vestían cumplidas túnicas de colores claros -generalmente verdosos-, con
las cabezas cubiertas por sendos pañolones. Ninguna, sin embargo, ocultaba su rostro.
Guardaré siempre un grato e imborrable recuerdo de aquella sala rectangular a la que me
había conducido el amigo de Jesús. Allí transcurrirían algunos de los momentos más apacibles
de mi incursión en Betania...
Se trataba de la sala «familiar». Una especie de salón-comedor de unos ocho metros de
largo por cuatro y medio de ancho. Tres ventanas estiradas y angostas, practicadas en el muro
opuesto a la puerta, apenas si dejaban entrar la claridad. Una blanca mesa de pino presidía el
centro de la estancia, cuyo suelo había sido revocado con mortero.


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En una de las esquinas chisporroteaban algunos troncos, alimentados por el fuerte tiro del
hogar. El fogón cumplía una doble misión. De una parte, servir de calefacción en los rudos
meses invernales y, por otra, permitir la preparación de los alimentos. Para ello, los
propietarios habían levantado a escasa distancia de la chimenea propiamente dicha un murete
circular de unos treinta centímetros de altura, formado por cuatro capas en las que alternaban
el barro y los cascotes. En su interior, entre las brasas, se depositaban los pucheros, así como
unas bateas convexas que servían para cocer tortas hechas con masa sin levadura. Cuando se
deseaba cocinar sin la aplicación directa del fuego, las mujeres depositaban unas piedras planas
sobre la candela. Una vez caldeadas, las brasas eran apartadas y el guiso se realizaba sobre las
piedras.
En casi todas las paredes habían sido dispuestas alacenas y repisas de madera en las que se
alineaban lebrillos, bandejas, soperas y otros enseres, la mayoría de barro o bronce.
En el muro opuesto al fogón, y enterradas como una cuarta en el piso, se distinguían dos
grandes y abombadas tinajas, de una tonalidad rojiza acastañada. Alcanzaban algo más de un
metro de altura y, según me comentaría Marta días después, eran destinadas al consumo diario
de grano y vino. Una de ellas, en especial, era tenida en gran aprecio por Lázaro y su familia.
Había sido rescatada muchos años atrás en las cercanías de la ciudad de Hebrón y había
pertenecido -según el sello real que presentaba una de sus cuatro asas- a los viñedos reales. En
una minuciosa inspección posterior pude corroborar que, en efecto, la tinaja en cuestión
presentaba un registro superior con las letras «lmlk», que significaban «perteneciente al rey».
Su capacidad -sensiblemente inferior a la de la tinaja destinada al trigo- era de dos «batos»
israelitas1. Siempre permanecía herméticamente cerrada con una tapa de barro, sujeta a su vez
con bandas de tela.
El techo del aposento, situado a dos metros, estaba cruzado por seis vigas de madera,
probablemente coníferas, muy abundantes en los alrededores. Otras partes techadas de la
casa, excepción hecha de las terrazas, presentaban una construcción menos sólida. La cuadra y
el almacén de los aperos propios del campo, por ejemplo, hablan sido cubiertos con materiales
muy combustibles: paja mezclada con barro y cal. Este tipo de techumbre -según me explicó
Lázaro- tenía un gran inconveniente. Cada vez que llovía era necesario alisaría de nuevo, con el
fin de consolidar el material de la superficie y evitar las goteras. Para ello se valían de pequeños
rodillos de piedra de unos sesenta centímetros de longitud.
Lázaro y los restantes hebreos se situaron en torno al crepitante luego y tomaron asiento
sobre algunas de las pieles de cabra que alfombraban el piso. Yo hice otro tanto y me dispuse
al diálogo.
En ese momento, una mujer entró en la sala. Llevaba en su mano izquierda una frágil astilla
encendida. Sin decir palabra fue recorriendo las seis lámparas de barro que colgaban a lo largo
de las blancas paredes y que contenían aceite. Tras prenderías, tomó una lucerna -también de
arcilla- e introdujo la llama de su improvisada antorcha por la boca del campanudo recipiente.
Al instante brotó una llamita amarillenta. La mujer, con paso diligente, situó aquella lámpara
portátil sobre el extremo de la mesa más próximo al grupo. A continuación se acercó al hogar y
arrojó sobre las brasas los restos de la astilla y dos bolitas de aspecto resinoso. Las cápsulas de
cañafístula -un perfume empleado con frecuencia entre los hebreos- prendieron como una
exhalación, invadiendo el recinto un aroma suave y duradero.
De pronto, sin apenas crepúsculo, la oscuridad llenó aquel histórico aposento.
-Te rogamos excuses nuestro recelo -solicitó uno de los amigos de Lázaro. Desde que el
sumo sacerdote José ben Caifás y muchos de los archiereis2 del Sanedrín acordaron poner fin a
la vida del Maestro, todas nuestras precauciones son pocas...
1 Medida equivalente a unos veintidós litros. (N. del m.)
2 Aquella noche, en mi último contacto con el módulo, Eliseo me aclaró el significado de archiereis. Se trataba de un
nutrido grupo de sacerdotes-jefes que ocupaban cargos permanentes en el templo y que, en virtud de dicho cargo,
tenían voz en el Sanedrín. Santa Claus aportó documentación complementaria (Hechos de los Apóstoles, 4,5-6, y
Antigüedades, de Josefo, XX 8,11/189 ss.) en la que se especifica que el jefe supremo del templo y un tesorero del
mismo eran miembros del mencionado Sanedrín. El número mínimo de este grupo era de uno (sumo sacerdote) más
uno (jefe supremo del templo) más uno (guardián del templo, sacerdote) más tres (tesoreros). Es decir, seis. A este
número mínimo había que añadir los sumos sacerdotes cesantes y los sacerdotes guardianes y tesoreros. El Sanedrín,
por tanto, estaba formado por 71 miembros.


69
-Sabemos que los betusianos y esbirros de Ben Bebay1 -terció otro de los asistentes a la
reunión- tienen órdenes de prender a Jesús. La fiesta de la Pascua está cercana y nuestros
informantes aseguran que los bastones y porras de la policía del Gran Sanedrín estarán
dispuestos para caer sobre el rabí. Sólo aguardan una oportunidad.
-¿Por qué? -intervine, mostrando vivos deseos de comprender-. El Maestro, según tengo
entendido, es hombre de paz. Nunca ha hecho mal a nadie...
Lázaro debió notar una especial vibración en mi voz. Aquél fue el primer paso hacia la
definitiva apertura de su corazón.
-Tú eres griego -respondió el resucitado, dándome a entender que yo ignoraba muchas de
las circunstancias que rodeaban al rabí de Galilea-. No sé si conoces la profecía que acaricia y
contempla nuestro pueblo desde tiempos remotos. Un día nacerá en Israel un Mesías que hará
libres a los hombres. Pues bien, la casta sacerdotal cree y ha hecho creer al pueblo que ese
Salvador tendrá que ser, primero y sobre todo, un sumo sacerdote.
-¿El Mesías deberá ser miembro del Gran Sanedrín?
-Eso dicen ellos. Los largos años de dominación extranjera han fortalecido la esperanza de
ese Mesías, convirtiéndolo en un 'efe político que libere a Israel del yugo romano. Los
sacerdotes saben que el Maestro predica otro tipo de «liberación» y por eso lo consideran un
impostor. Esto seria suficiente para terminar con la vida de Jesús. Pero hay más...
Lázaro seguía observándome con los ojos brillantes por una progresiva e incontrolable
cólera.
Esos sepulcros encalados -como los llamó el Maestro- no perdonan que Jesús les haya
ridiculizado públicamente. Es la primera vez en muchos años que alguien les planta cara,
minando su influencia sobre el pueblo sencillo. Jesús, con sus palabras y señales, arrastra a las
muchedumbres y eso multiplica su envidia y rencor Por eso han jurado matarle...
-Pero no lo conseguirán -apostilló otro de los hebreos.
Interrogué a Lázaro con la mirada. ¿Qué querían decir aquellas rotundas palabras?
El amigo amado de Jesús desvió la conversación.
-Por favor, disculpa nuestra descortesía. A juzgar por el polvo de tus sandalias y la fatiga de
tu rostro, debes de haber caminado mucho Te suplico que -como hermano nuestro- aceptes mi
hospitalidad...
Aquel brusco giro en la conducta de Lázaro me desconcertó. Pero le dejé hacer.
El hombre abandonó la estancia, regresando a los pocos minutos, en compañía de una
mujer.
-Marta, mi hermana mayor -explicó Lázaro refiriéndose a la hebrea que le acompañaba- te
lavará los pies...
El corazón me latió con fuerza. Y sin cerciorarme del error que estaba cometiendo, me puse
en pie. El resto del grupo permaneció sentado. Era demasiado tarde para rectificar. Procuré
serenar mis nervios. No podía negarme a los requerimientos de mi anfitrión. Hubiera sido
considerado como un insulto al arraigado sentido oriental de la hospitalidad. Así que, colocando
mis manos sobre los hombros del resucitado, le sonreí, agradeciéndole su delicadeza lo mejor
que supe.
No tuve casi tiempo de fijarme en Marta, la «señora», puesto que éste es el verdadero
significado de dicho nombre. Antes de que su hermano hubiera terminado de hablar, ya había
traspasado el umbral de la sala, perdiéndose en el patio porticado.
Lázaro me rogó que tomara asiento sobre uno de los pequeños y desperdigados taburetes de
cuatro patas y asiento de mimbre que rodeaban la mesa.
A los cinco minutos, la figura de Marta se recortaba nuevamente en la puerta. Sujetaba en
las manos un lebrillo vacío y de su antebrazo izquierdo colgaba un largo lienzo blanco. Le
seguía un niño con una jarra de bronce llena de agua.
Como si se tratara de un hábito de lo más rutinario, la hermana mayor de Lázaro depositó el
barreño a mis pies, ciñéndose lo que hoy llamaríamos toalla. Me apresuré a soltar las tiras de
1 El ordenador central del módulo confirmó el nombre de Ben Bebay como uno de los «jefes» del templo, con el
cargo concreto de «esbirro» (Escrito rabínico Sheqalim, V, 1-2). Este personaje estaba encargado, entre otros
menesteres, de azotar, por ejemplo, a los sacerdotes que intentaban hacer trampas en el sorteo de las funciones del
culto. Otra de sus funciones era la fabricación y colocación de la mechas, que se confeccionaban con los Calzones y
cinturones viejos de los sacerdotes. (N. del m.)


70
cuero que formaban los cordones de mis sandalias, mientras la mujer vaciaba parte del
contenido de la jarra en el lebrillo. Al introducir los pies en la ancha vasija de barro experimenté
una reconfortante sensación. EI agua estaba caliente!
-Gracias... -murmuré-. Muchas gracias...
Marta levantó el rostro y sonrió, dejando al descubierto un hilo de oro que servía para
sujetar algunos dientes postizos. Aquel era otro signo inequívoco de la acomodada posición de
la familia.
Mientras la mujer procedía a la limpieza de mis doloridos pies (las cuatro vueltas de los
cordones habían dejado otras tantas marcas rojizas en la piel), procuré observarla con
detenimiento. Sin duda, Marta era mayor que Lázaro. Aparentaba entre 45 y 50 años. Sus
manos, robustas y encallecidas, reflejaban una intensa y larga vida de trabajo. Era de una talla
muy similar a la de su hermano -alrededor de 1,60 metros-, pero más gruesa y con un rostro
redondo y curtido. Deduje que sus cabellos -cubiertos por un velo negro que caía hasta la
espalda- debían ser negros, al igual que sus ojos y las cejas.
Una vez concluido el lavatorio, Marta envolvió mis pies en el lienzo con el que se ceñía la
cintura y fue presionando el suave tejido (probablemente de algodón) hasta que ambas
extremidades quedaron completamente secas. Tomó las sandalias y, ante mi sorpresa, se las
pasó al muchachito. Guardé silencio, imaginando que la buena mujer trataba de asearlas.
Cuando pensaba que la operación había terminado, Marta me rogó que arremangara las
mangas de mi túnica. Obedecí y con suma delicadeza tomó mis manos, situándolas sobre el
lebrillo. Vertió sobre ellas el resto del agua que contenía la jarra, invitándome a que las frotara
enérgicamente. Por último, las secó, retirando a un lado el barreño. En ese instante, la «
señora» de la casa -que seguía arrodillada frente a mí- echó mano de un cordoncito que
rodeaba su cuello, extrayendo de entre sus pechos una bolsita de tela, color azabache. La
abrió, volcando el contenido sobre la palma de su mano izquierda. Se trataba de un puñado de
suaves y diminutos gránulos -con forma de lágrimas- que destelleaban a la luz de los candiles.
Marta trotó aquella sustancia de aspecto gomorresinoso sobre cada uno de mis pies. Después
hizo otro tanto con mis manos, devolviendo el oloroso producto a la bolsa.
No pude contener mi curiosidad y le pregunté el nombre de aquel perfume.
-Es mirra.
En los días que siguieron a mi salida del módulo, pude saber que muchas de las mujeres
israelitas -en especial las de las clases media y alta- llevaban bajo su túnica, al igual que Marta,
sendas bolsitas con mirra. Ello les proporcionaba una permanente y gratísima fragancia. Tanto
la mirra como el áloe, la hierba del bálsamo y otras resinas aromáticas eran consumidos con
gran profusión por el pueblo judío, que las utilizaba, no sólo para aromatizar los templos, sino
en el aseo personal, en el hogar e incluso en el lecho1.
Marta y el niño abandonaron la estancia y yo, agradecido y aliviado, me incorporé al grupo.
Lázaro atizaba el fuego. En mi mente bullían tantas preguntas que no supe por dónde reanudar
la conversación. Deseaba conocer la doctrina y la personalidad del Maestro de Galilea, pero
también sentía una aguda curiosidad por aquel ejemplar único: un hebreo devuelto a la vida
después de muerto y enterrado. Como tampoco era cuestión de desperdiciar aquella
inmejorable ocasión -programada, además, en el esquema de trabajo del general Curtiss-,
rogué a mi amable anfitrión que me sacara de algunas dudas en torno al conocido milagro de
1 En mis indagaciones durante aquellos días en Palestina verifiqué que, aunque muchas de estas plantas que
servían de base para la fabricación de perfumes se cultivaban en suelo israelita, la mayoría procedía originariamente de
otros países. El incienso, por ejemplo, que se obtenía de la bosvelia, había peregrinado desde Arabia y Somalilandia. Y
lo mismo había ocurrido con la commiphora myrrha o árbol de la mirra. El áloe, por su parte, había llegado desde la isla
de Socotora, en la boca del mar Rojo. En cuanto al preciado bálsamo, cuya hierba es conocida entre los botánicos como
commiphora opobalsamum, parecer ser que en un principio fue originaria de Arabia. Sin embargo, como muy bien
afirma Ezequiel (27,17), «Judea e Israel suministraban a Tiro perfumes, miel, aceite y bálsamo». La explicación estaba
en uno de los libros del historiador judío romanizado, Flavio Josefo. Las semillas de la hierba del bálsamo habían llegado
hasta Palestina en tiempos del rey Salomón y fueron, según Josefo, uno de los muchos regalos de la mítica reina de
Saba al citado Salomón. Al día siguiente, viernes, 31 de marzo, yo mismo tendría la ocasión de comprobar cómo Jesús
entregaba a Marta y a María un preciado obsequio: hierbas de bálsamo, procedente de las fértiles llanuras de Jericó.
Santa Claus me confirmaría igualmente que, en el año 60, Tito Vespasiano ordenarla proteger estas plantaciones de
bálsamo de Jericó con una guardia especial. Mil años más tarde, los cruzados que entraron en Israel no hallaron rastro
alguno de tan valiosa planta. Los turcos habían talado gran parte de los árboles descuidando también los arbustos que
se habían cultivado en las proximidades del río Jordán. (N. del m.)

71
Jesús. En mi calidad de médico, y a pesar de los textos evangélicos y de los numerosos
comentarios que había recogido hasta ese momento, me resultaba muy difícil imaginar siquiera
que aquel hombre hubiera sufrido lo que hoy conocemos por muerte clínica y que, para colmo,
varios días después de su fallecimiento, otro «hombre» le hubiera rescatado del sepulcro.
-¿Qué es lo que deseas conocer? -repuso Lázaro sin dejar de remover el fogón.
Aun a riesgo de parecer impertinente, planteé mi primera duda con la suficiente astucia
como para provocar la locuacidad de los allí reunidos.
¿No pudo suceder que estuvieras dormido?
Lázaro olvidó la chimenea y, mirándome con dureza, replicó:
-Es mejor que sean éstos quienes respondan a esa cuestión...
Sus amigos guardaron silencio. Por un momento llegué a pensar que había forzado la
situación. Pero, finalmente, uno de ellos, en tono comprensivo, tomó el hilo de la conversación.
-Es natural que dudes. Tú, como otros muchos, no estabas aquí cuando, en los últimos días
de febrero, nuestro hermano Lázaro fue presa de intensas fiebres. A pesar de los cuidados de
sus hermanas y de las prescripciones de los sangradores venidos de Jerusalén, el mal fue en
aumento. Su debilidad llegó a tal extremo que no era capaz de sostener una escudilla de leche
entre las manos.
Ni siquiera el médico del templo, Ben Ajía1, pudo remediarle. El Maestro no se encontraba en
aquellas fechas en Judea y la familia, a la vista de tan grave dolencia, tomó la decisión de
enviar un mensajero para rogarle que sanara a su amigo. Sin embargo, a las pocas horas de la
partida del jinete, Lázaro murió.
-¿Recordáis la fecha? -intervine.
-¿Cómo olvidar el día del fallecimiento de un amigo? El duelo cayó sobre esta casa en las
últimas horas de la tarde del domingo 5 de marzo.
-Eso significa interrumpí de nuevo a mi interlocutor- que el mensajero llegó hasta Jesús
cuando Lázaro ya había muerto...
-Efectivamente. El rabí se encontraba entonces en la ciudad de Bethabara, en la Perea2 y
aunque el emisario cabalgó toda la noche, Jesús no recibió la noticia hasta el día siguiente,
lunes.
-Hay algo que no entiendo. ¿El mensajero tenía orden de rogar al Maestro que acudiera a
Betania?
-No. Las hermanas de Lázaro tienen la suficiente fe en el rabí como para saber que no era
necesaria su presencia. Ellas eran conscientes de que Jesús se hallaba predicando y que
bastaría una sola palabra suya para sanar a su hermano. Por eso, al morir Lázaro poco después
de la partida del mensajero, todo el mundo comprendió y aceptó que era demasiado tarde.
»Lo que sí resultó incomprensible, incluso para Marta y María
-prosiguió mi relator con la voz trémula por el triste recuerdo de aquellos momentos- fue la
respuesta de Jesús al emisario. Cuando éste regresó a Betania en la mañana del martes,
aseguró una y otra vez que había oído decir al rabí que «aquella enfermedad no llevaba a la
muerte». Todos, como te digo, creyentes o no, quedamos desconcertados. Nadie acertaba a
comprender por qué Jesús, el gran amigo de la familia, no daba señales de vida.
»Al conocerse la noticia de la muerte de Lázaro, muchos de sus familiares y amigos de las
aldeas próximas, así como de Jerusalén, se pusieron en camino y acompañamos a las
1 Eliseo me confirmaría horas después que, según una de las dos listas contenidas en el escrito rabínico Sheqalim V,
1-2, el nombre de Ben Ajía, en efecto, correspondía a uno de los «jefes» del Templo, con el cargo específico de médico.
La computadora arrojó la siguiente lectura: »Encargado de los enfermos del vientre. La alimentación de los sacerdotes
era extraordinariamente abundante en carnes, no pudiendo beber más que agua. Todo ello ocasionaba frecuentes
dolencias estomacales.» Santa Claus nos remitía, para una más completa información, al manuscrito de Erfurt,
actualmente en Berlín. Dos días después, al asistir a la desconcertante entrada triunfal del Cristo en Jerusalén, tuve la
oportunidad de comprobar cómo en la llamada <parte baja» de la ciudad, una de las profesiones artesanales era
precisamente la de médico. Los sangradores a que se referían los compañeros de Lázaro se hallaban concentrados en
una de las calles -al igual que el resto de los 'ûmman o artesanos- y allí desempeñaban su oficio, que abarcaba desde la
cirugía a la circuncisión, pasando por la receta de hierbas medicinales, extracción de dientes e, incluso, el rasurado y
corte del pelo. (N .del m.)
2 En esta ciudad, en la parte oriental del Jordán, tuvo lugar el bautismo de Jesucristo por Juan. (N. del m.)


72
hermanas en tan triste momento. Cumplida la primera parte de la normativa sobre el luto1,
nuestro amigo fue sepultado junto a sus padres, en la tumba familiar existente al final del
jardín.
-Un momento -intervine de nuevo-. ¿Lázaro fue enterrado, aquí, en su propia casa?
-Si, en el panteón de sus mayores.
Aunque mi pregunta debió parecer intrascendente, para mí encerraba un indudable valor.
Según todos los textos bíblicos por mi consultados antes de la Operación Caballo de Troya, el
sepulcro de Lázaro había sido ubicado por los exegetas fuera del pueblo y concretamente en la
falda oriental del monte Olivete. A la mañana siguiente, la hermana mayor de Lázaro, a petición
mía, me conduciría hasta la gruta natural que se abría al pie de un peñasco de unos diez
metros de altura, a poco más de cuatrocientos metros de la parte posterior de la casa y en el
fondo del frondoso huerto que formaba la hacienda. Aquella comprobación despejó mis dudas,
fortaleciendo mi primera impresión sobre la desahogada posición económica de la familia, que
había heredado de sus padres amplias zonas de viñedos y olivos. El hecho indiscutible de
disponer, incluso, de su propio panteón familiar dentro del recinto de su casa, hablaba por sí
solo de la riqueza de los hermanos.
-¿Qué día fue sepultado Lázaro?
-El jueves 9 de marzo, por la mañana. Al cumplirse los tres días establecidos por la ley, la
familia y amigos depositamos los restos de Lázaro en uno de los lechos de piedra excavado en
la gruta y procedimos a cerrar la boca con la losa...
Mis informantes se refirieron a continuación a la difícil situación por la que atravesaban las
hermanas del fallecido. A pesar de los numerosos amigos y parientes que habían acudido a
consolarlas, María y la «señora» se hallaban sumidas en un profundo dolor. Algo, sin embargo,
las diferenciaba: mientras María parecía haber perdido toda esperanza, Marta siguió aferrada a
una idea: «el Maestro tenía que aparecer de un momento a otro». Y aunque no sabía muy bien
qué podía hacer el rabí a estas alturas, con su hermano muerto y amortajado, la «señora» vivió
aquellos casi cuatro días con el ferviente deseo de ver aparecer a Jesús. Su fe en el Maestro era
tal que aquella misma mañana del jueves, cuando la tumba fue cerrada, pidió a una vecina de
Betania que se situara en lo alto de una colina, al este de la aldea, con el fin de vigilar el
camino que conduce a Jericó y por el que debería llegar el rabí de Galilea. A las pocas horas, la
joven irrumpió en la casa de Lázaro advirtiendo en secreto a Marta de la inminente llegada de
Jesús y sus discípulos.
Poco después del mediodía, la «señora» se reunió con el Nazareno en lo alto de la colina.
Marta, al ver a Jesús, se arrojó a sus pies, dando rienda suelta a sus lágrimas, al tiempo que
exclamaba entre grandes gritos: «¡Maestro, de haber estado aquí, mi hermano no hubiera
muerto!»
Jesús, entonces, se inclinó y tras levantarla le dijo: «Ten fe y tu hermano resucitará.»
Y Marta, que no se había atrevido a criticar la aparentemente incomprensible actuación del
Maestro, contestó: «Sé que resucitará en la resurrección del último día y desde ahora creo que
nuestro Padre te dará todo aquello que le pidas.»
El rabí colocó sus manos sobre los hombros de la mujer y mirándola fijamente a los ojos le
dijo: «¡Yo soy la resurrección y la vida!»
Las lágrimas seguían corriendo por las mejillas de la hermana de Lázaro y Jesús prosiguió:
«Aquel que crea en mí vivirá a pesar de que muera. En verdad te digo que quien viva creyendo
en mí, nunca morirá realmente. Marta, ¿crees esto?
La mujer asintió con la cabeza y tras secarse los ojos añadió:
«Sí, desde hace mucho tiempo creo que eres el Libertador, el Rijo de Dios vivo..., el que
tiene que venir a este mundo.»
Los compañeros de Lázaro prosiguieron su relato, exponiendo la extrañeza del Maestro al no
ver a María junto a su hermana. La «señora», que había recuperado ya su temple habitual,
explicó a Jesús el profundo y doloroso trance por el que atravesaba María. Y el Nazareno le rogó
que fuera a avisaría.
1 La Misná, en su capítulo tercero de fiestas menores (moed qatan), establece que los muertos debían ser llorados
durante los tres primeros días. Durante los siete primeros días, el ritual establecía las lamentaciones y a lo largo del
primer mes los familiares debían llevar las señales propias del luto. (N. del m.)


73
Marta entró de nuevo en la casa y, tomando aparte a su hermana, le dio la noticia de la
llegada del Maestro.
Mis interlocutores debieron notar mi extrañeza ante este gesto de la hermana mayor de
Lázaro y, adentrándose a mis pensamientos, aclararon:
-Entre las numerosas personas que habían acudido hasta esta casa se contaban algunos
enemigos de Jesús; Marta, procurando evitar cualquier incidente, estimó oportuno no hablar en
público de la reciente llegada a Betania del rabí. Es más: su intención fue permanecer en la
casa, con los amigos y familiares, mientras María acudía en busca de Jesús. Pero la súbita e
impetuosa salida de la hermana menor alarmó a los presentes, que la siguieron, creyendo que
María se dirigía a la tumba de su hermano.
»Cuando Maria llegó hasta el Maestro, se arrojó igualmente a sus pies, exclamando: "¡De
haber estado tú aquí, mi hermano no hubiera muerto!" El grupo, al ver a Jesús con las dos
hermanas, permaneció a una prudencial distancia En aquellos momentos, mientras el rabí las
consolaba, muchos de los amigos y parientes reanudaron sus lamentaciones y gemidos.
»El sol había empezado ya a desplazarse hacia el oeste cuando Jesús preguntó a Marta y a
María : «¿Dónde está?» La «señora» le respondió: «Ven y verás.» Y las hermanas le
condujeron hasta la hacienda, atravesando el huerto. Cuando estuvieron frente a la gran peña,
Marta le señaló la losa que cerraba el panteón familiar mientras María -presa de un nuevo
ataque- se arrodillaba a los pies del Galileo, sollozando y hundiendo el rostro en la tierra. Se
hizo un gran silencio y los que estábamos cerca del rabí vimos cómo sus ojos se humedecían y
varias lágrimas corrieron por sus mejillas. Uno de los amigos de Jesús, al verle llorar, exclamó:
«Ved cómo le quería. Aquel que ha abierto los ojos a los ciegos, ¿no podría impedir que este
hombre muera?»
»Pero otros de los allí congregados, implacables detractores del Maestro, aprovecharon
aquella oportunidad para ridiculizar a Jesús, diciendo: «Si tenía en tan alta estima a este
hombre, ¿por que no ha salvado a su amigo? ¿De qué sirve curar en Galilea a extraños si no
puede salvar a los que ama?... »
»Jesús, sin embargo, permaneció en silencio. Entonces, levantando a María, la estrechó
entre sus brazos, aliviando su aflicción.
-¿Qué hora era?
-Faltaba muy poco para la nona. En ese momento, el rabí, dirigiéndose a algunos de sus
discípulos, les ordenó: «¡Levantad la piedra!» Pero Marta, adelantándose hacia el Maestro, le
preguntó:
«¿Debemos mover la piedra de costado?»
Interrogué a los amigos de Lázaro sobre el significado de aquella pregunta de la «señora».
Sinceramente, no terminaba de comprender. ¿Qué había querido decir?
-Marta, al igual que el resto de los allí presentes -me explicaron- entendimos que Jesús
deseaba ver a Lázaro por última vez. Aunque todos creíamos en la resurrección de los muertos,
ninguno (ni siquiera Marta) imaginamos cuáles eran en realidad las verdaderas intenciones del
rabí. Por eso la «señora» creyó que sería suficiente con retirar parcialmente la losa. De esta
forma, el Maestro hubiera podido asomarse a la sepultura y contemplar el cadáver de su amigo.
»La hermana mayor de Lázaro, sin embargo, intentó persuadir a Jesús, diciéndole: «Mi
hermano ha muerto hace ya cuatro días... La descomposición del cuerpo se ha iniciado...»
»Los cinco hombres que se disponían a desplazar la piedra miraron a Marta sin saber qué
hacer. Pero Jesús, que se había situado frente a ellos, y en un tono que no dejaba lugar a
dudas, reprochó la lógica insinuación de la «señora»:
»-¿No os he manifestado desde el principio que esta enfermedad no era mortal? ¿No he
venido a cumplir mi promesa? Y después de haberos visto, ¿no he dicho que si creéis veréis la
gloria de Dios? ¿Por qué dudáis? ¿Cuánto tiempo necesitáis para creer y obedecer?
»Marta miró fijamente al Maestro y, en uno de sus típicos arranques, animó a los apóstoles y
vecinos de Betania que se habían brindado a separar la piedra para que abrieran la caverna.
»El espeso silencio quedó roto por el gemido de la losa circular al rozar sobre la roca y por
los entrecortados gritos de aliento que proferían los voluntarios, en su esfuerzo por echar a un
lado el pesado cierre. Al cuarto o quinto intento, la boca de la tumba quedó al descubierto.
»Nuestro rabí levantó entonces los ojos hacia el azul de aquel atardecer y exclamó de forma
que todos pudiéramos oírle:


74
»-Padre...1, te agradezco que hayas oído mi ruego. Sé que siempre me escuchas, pero a
causa de los que están junto a mí, hablo contigo para que crean que me has enviado al mundo
y sepan que intervienes conmigo en el acto que nos disponemos a realizar.
»Acto seguido clavó su rodilla izquierda en tierra y asomándose a la galería que conduce a la
cámara funeraria gritó con fuerza:
«¡Lázaro!... ¡Acércate a mí!»
»EI eco resonó en el interior de la cueva, mientras las cuarenta o cincuenta personas que allí
estábamos sentimos un escalofrío.
Algunos de los más próximos al Maestro nos asomamos a la tumba y percibimos, en la
penumbra del foso, la forma de Lázaro, fuertemente fajado con tiras de lino blanco y reposando
en el nicho inferior derecho del panteón.
»María, asustada, se abrazó a su hermana. Nunca un silencio fue tan dramático.
»Durante un corto espacio de tiempo, todos contuvimos la respiración. Aunque muchos de
nosotros habíamos sido testigos de otros prodigios del rabí, la palpable y cruda realidad de
aquellos cuatro días de enterramiento nos hacía dudar.
»¿Qué iba a suceder?
»Aquel desacostumbrado silencio se había propagado incluso a los alrededores. Las primeras
y familiares golondrinas habían desaparecido del cielo y hasta el fuerte viento, tan propio de
esta época, se había calmado inexplicablemente.
»De pronto, el Maestro dio un paso atrás. Por las escaleras que conducen a la boca de la
cueva apareció un bulto. María lanzó un grito desgarrador y cayó desmayada. Instintivamente,
todos retrocedimos.
»Un hombre cubierto por un lienzo pugnaba por salir al exterior. Pero sus manos y pies
estaban atados con vendas y esto dificultaba su marcha.
»De la sorpresa se pasó al terror y la mayoría de los hombres y mujeres huyeron por el
jardín, entre alaridos y caídas.
»¡Era Lázaro!
»A duras penas, apoyándose en sus codos y manos, aquel bulto fue arrastrándose por las
húmedas escalinatas de piedra hasta alcanzar los últimos peldaños. Allí se detuvo, jadeante,
mientras un sudor frío nos recorría el rostro.
»Pero nadie -ni siquiera Marta- se atrevió a dar un solo paso hacia el resucitado.
»Jesús comprendió nuestro pánico y dirigiéndose a la «señora» ordenó que le quitáramos la
tiras de tela y que le dejáramos caminar.
»Con los ojos arrasados en lágrimas, Marta se aproximó valientemente, procediendo a
desatar primero las vendas que oprimían sus muñecas. A continuación, sin esperar a liberarle
de las ataduras de los tobillos, rasgó la sábana y dejó al descubierto el rostro de su hermano.
Tenía los ojos muy abiertos y la faz blanca como la cal.
»Una vez liberado, Lázaro saludó al Maestro y a sus discípulos, interrogando a su hermana
Marta sobre el significado de aquellas ropas funerarias y por qué se había despertado en el
jardín. Mientras la «señora» le refería su muerte, enterramiento y resurrección, Jesús dio media
vuelta y con su habitual serenidad se inclinó, levantando el cuerpo de María. La muchacha no
había recobrado aún el sentido y el Maestro, olvidándose por completo de Lázaro y de nosotros,
la condujo entre sus brazos hasta la casa.
»Poco después, los tres hermanos se postraron ante el rabí, agradeciéndole cuanto había
hecho. Pero Jesús, tomando a Lázaro por sus manos, le levantó, diciendo: «Rijo mío, lo que te
ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo
una forma más gloriosa. Tú serás el testigo viviente de la verdad que he proclamado: yo soy la
resurrección y la vida. Ahora vayamos a tomar el alimento para nuestros cuerpos físicos.»
«Esto es todo lo que podemos decirte.
Lázaro me observaba fijamente. Supongo que con menor curiosidad de la que yo sentía por
él.
-Si me lo permites -intervine dirigiéndome al resucitado-, quisiera hacerte una última
pregunta.
El amigo de Jesús asintió con la cabeza.
1 Mis informantes se refirieron siempre al nombre de «Padre» con la palabra «Abba». Según mis estudios, este
titulo se otorgaba también a muchos maestros del Talmud, como muestra de veneración y afecto. (N. del m.)


75
-¿Qué recuerdo guardas de esos días en los que gustaste la muerte?
-Nunca he hablado de ello -repuso Lázaro-, pero no es mucho lo que puedo decirte.
Aquella pregunta y la insinuación del propietario de la casa sorprendieron al grupo.
Curiosamente, nadie se había preocupado de averiguar qué había visto o sentido Lázaro
durante los cuatro días en los que había permanecido muerto.
-Hubo un momento -supongo que en el instante de mi muerte- en el que mi cabeza se llenó
de un extraño ruido... Fue algo así como el zumbido de un enjambre de abejas. Después, no sé
por cuanto tiempo, experimenté una sensación desconocida: era como si me precipitara por un
estrecho y oscuro pasadizo...
»Cuando volví a abrir los ojos todo era oscuridad. No sabia dónde estaba ni lo que había
sucedido. Sentí frío en la espalda. Me di cuenta entonces que yacía sobre un lecho de piedra.
Traté de incorporarme pero noté que me hallaba maniatado y cubierto por un lienzo Intenté
gritar, pero un pañolón anudado sobre la cabeza sujetaba fuertemente mi mandíbula.
Inmediatamente comprendí que estaba en una de las cavidades subterráneas que sirven para
enterrar a nuestros muertos. Sin embargo, en contra de lo que puedas creer, no sentí miedo. Al
contrario. Una gran paz se apoderó de mi y, lentamente, como pude, fui arrastrándome hacia la
columna de luz que se distinguía al fondo de la cámara. El resto ya lo conoces.
No sé cómo pudo venirme a la memoria pero, de pronto, recordé que en el relato de la
resurrección se habla mencionado una sábana.
-Abusando de tu hospitalidad -le expuse- me gustaría saber si aún conservas los lienzos
funerarios.
-Sí, así es.
-¿Podría examinarlos?
Aquel inusitado interés mío por la mortaja confundió a los presentes. Pero Lázaro accedió,
rogando a uno de los amigos que fuera por ellos. Minutos más tarde, el hebreo ponía en mis
manos un rollo de tela. Con la ayuda del propio Lázaro, y a petición mía, extendimos la sábana
de lino sobre la mesa. Providencialmente, las hermanas habían optado por guardar el lienzo y
las vendas tal y como fueron retirados del cuerpo de Lázaro. Y aunque la rigurosa ley judía
prohibía todo contacto con cadáveres o con objetos que, a su vez, hubieran permanecido junto
a los restos de hombres o animales1, la singularidad del suceso -que rompía todos los
esquemas legales- y el talante liberal de estos fieles seguidores de la doctrina de Jesús, habían
hecho posible que las vestiduras fúnebres no fueran destruidas y que la familia las manejara sin
escrúpulos de conciencia.
Al pasar una de las lámparas de aceite sobre el tejido pude observar un desgarro en el
centro mismo de la sábana; justamente en la parte que debió cubrir la cabeza. Al examinar
detenidamente la tela comprobé la existencia de unos plastones de color marrón, producto de
las mezclas de ungüentos que habían sido utilizados en el embalsamamiento.
Como médico, presté especial interés a la detección de posibles señales o huellas que
pudieran delatar el natural proceso de putrefacción. Según mis cálculos, y a juzgar por las
informaciones de mis amigos, Lázaro había fallecido unos 25 días antes, en el atardecer del
domingo, 5 de marzo. A pesar del aislamiento de la cueva sepulcral, de la baja temperatura de
la misma y de la posible acción retardadora de los aceites y áloes, la advertencia de Marta a
Jesús sobre el olor del cadáver era, sin duda, un síntoma claro de que su hermano debía
presentar ya, cuando menos, la llamada «mancha verde» abdominal, primer signo de
descomposición. (Esta mancha suele aparecer hacia las 24 horas del fallecimiento y Lázaro, en
el momento de abrir la tumba, debía llevar alrededor de noventa horas muerto.)
Sin embargo, por más que exploré el lienzo, no pude encontrar resto alguno de líquidos
procedentes, por ejemplo, de la ruptura de ampollas en la epidermis. Lo que sí percibí, al oler
algunas de las áreas del tejido, fue un inconfundible tufo a sulfídrico, emanación muy propia en
la putrefacción de la materia orgánica. Aunque no se trataba, obviamente, de una prueba
definitiva, aquello me dio cierta idea sobre la posible causa de la muerte de Lázaro:
1 La Misná, la más rica y antigua tradición oral judía, establece en su Orden Sexto, dedicado a las «Purezas»,
capítulo primero de «Tiendas» (ohalot), las diversas leyes concernientes a la transmisión de la impureza de cadáveres.
«Si un hombre tocaba un cadáver -decía la ley-, contraía impureza por siete días, y si otro hombre toca a éste,
permanece impuro hasta ponerse el sol.» En el supuesto de que fueran unos objetos -caso de los lienzos- los que
tocasen un cadáver, el hombre que toca dichos objetos y todos los enseres que pueda tocar, a su vez, dicho hombre
quedan impuros por siete días. (N. del m.)


76
probablemente un proceso infeccioso agudo y generalizado. (A título personal, y después del
«gran viaje», me interesé por todos los textos, apócrifos o no, tradiciones, etc., en los que
pudiera hablarse de la suerte que corrió Lázaro en años posteriores. Los escasos datos que
encontré apuntaban hacia el hecho de que el amigo de Jesús fallecería por segunda vez a la
edad de 64 años y, curiosamente, como consecuencia de la misma dolencia que le condujo al
sepulcro en el año 30. Pero estas informaciones, lógicamente, no han podido ser comprobadas.)
Lo que sí me llamó poderosamente la atención fue comprobar cómo el testimonio de Lázaro
y sus amigos encajaba plenamente con la tradición judía sobre la muerte. En general, los
hebreos creían que «la gota de hiel en la punta de la espada del ángel de la muerte empezaba
a obrar al final del tercer día». Al cuarto, por tanto, la descomposición del cadáver era ya un
hecho incuestionable. De acuerdo con la información de la familia de Lázaro, el Maestro recibió
la noticia de la grave dolencia de su amigo cuando aquél llevaba ya once horas muerto; es
decir, en la mañana del lunes, 6 de marzo. Jesús conocía esta creencia judía sobre la muerte y,
sabiamente, esperó hasta el martes para ponerse en camino, llegando hasta Betania cuando los
restos de Lázaro llevaban ya sin vida alrededor de 96 horas. Un tiempo más que suficiente
como para que todos los judíos que sabían del fallecimiento no pudieran dudar sobre el prodigio
que estaba a punto de consumar.
En las horas que siguieron, merced a éstas y a otras informaciones, alcancé a entender en su
verdadera medida por qué la aristocracia sacerdotal judía -encabezada en aquellos años por la
saga del ex sumo sacerdote Anás-1 buscaba la muerte de Jesús de Nazaret. A las pocas horas
de la resurrección de Lázaro, los jefes del templo -y por supuesto, el yerno de Anás- tuvieron
cumplida cuenta de cuanto había ocurrido en el cementerio de Betania. Mientras la inmensa
mayoría de los amigos del resucitado, que habían sido testigos excepcionales del suceso, se
hacían lenguas del mismo, pregonando a los cuatro vientos la portentosa señal del Maestro de
Galilea, otros judíos -muchos menos, aunque de torcido corazón- se apresuraron a informar a
la casta de los fariseos, que gozaba entonces de gran primacía sobre el resto de los sacerdotes
y levitas.
Es casi seguro que si el milagro hubiera tenido lugar en otro momento del año judío -y no en
vísperas de la solemne Pascua- y con un protagonista menos acaudalado y prestigioso entre los
dignatarios de Jerusalén, la obra del leví quizá hubiera ido a engrosar, a título de «inventario»,
la ya larga lista de prodigios. Pero el Nazareno había sacado de entre los muertos -potestad
reservada únicamente al Divino- a Lázaro de Betania. (Demasiado cerca, demasiado
espectacular y demasiado importante como para olvidarlo o condenarlo al silencio.)
El hecho adquirió tales proporciones que -según me contaron Lázaro y sus amigos-,
Jerusalén sufrió una conmoción. La circunstancia de que entre los testigos de su resurrección se
contaran algunos miembros del templo y distinguidos judíos, amigos de la familia de Lázaro,
precipitó aún más los acontecimientos. Y el Sanedrín, inquieto por la noticia, celebró una
asamblea urgente a la una del mediodía del día siguiente, viernes. El tema único podía
resumirse en la siguiente frase: «¿Qué hacemos con el impostor?"
Aunque la suprema asamblea de Israel había discutido ya en otras oportunidades la
posibilidad de detener y juzgar a Jesús de Nazaret, acusándole de blasfemo y transgresor de las
leyes religiosas, esta vez fue distinto.
1 Durante el siglo I antes de Cristo y el I de nuestra era había familias sacerdotales descendientes de la rama
sadoquita legítima. (El primero y el último de los sumos sacerdotes en funciones entre los años 37 a.C. y el 70 d.C.
fueron de origen sadoquita: el babilonio Ananel -del 37 al 35 antes de Cristo y a partir del 34, por segunda vez- y
Pinjás de Jabta, el cantero, que lo fue del 67 al 70 después de Cristo. Un tercer sumo sacerdote legítimo ocupó este
cargo en el año 35 a.C.; se trataba de Aristóbulo.) Los otros veinticinco sumos sacerdotes que cubrieron esos 107 años,
procedían en su totalidad de familias sacerdotales ordinarias. Casi todas tenían su origen fuera de Israel o de la
provincia de Judea, pero pronto formaron una nueva jerarquía, sumamente poderosa e influyente. Destacaron
especialmente cuatro «sagas» o "clanes", que pugnaron encarnizadamente por "colocar" a sus hombres en el
pontificado. Entre esos 25 sumos sacerdotes ilegítimos de la época herodiana y romana, no menos de 22 pertenecerían
a esas cuatro familias. Eran las «sagas» de Boetos (con ocho sumos sacerdotes en su «haber»). Anás (con otros ocho),
Phiabi (con tres) y Kamith (con otros tres sumos sacerdotes). La más poderosa -al menos en los comienzos- fue la
familia de los Boetos. Era originaria de Alejandría y su primer representante fue el sacerdote Simón, suegro de Herodes
el Grande (22-5 a.C.). De la extrema dureza de este clan procedía la denominación de «betusiano" o «boetusiano», de
la que ya me habían hablado, los amigos de Lázaro. Más tarde, la familia de Anás logró la supremacía. Este permaneció
en el cargo durante nueve años (desde el 6 al 15 d.C.). Después le sucedieron sus cinco hijos, su yerno Caifás (desde el
18 al 37 d.C., aproximadamente) y su nieto Matías (año 65 d.C.). (N. del m.)


77
Uno de los fariseos llegó a proponer una resolución por la que se dictase la inmediata
captura del Galileo y su ejecución sin juicio previo. Esto provocó agrias discusiones entre los 71
miembros del Sanedrín, en especial entre algunos «ancianos» o representantes de la «nobleza
laica» (caso de José de Arimatea) y los fariseos. Aquellos consideraban ilegal y abominable tal
decisión.
Tras dos horas de debate, y en vista del escaso éxito de los que pretendían que el proceso
contra Jesús se desarrollase bajo la más estricta ortodoxia, catorce miembros de la gran
asamblea judía se levantaron, presentando allí mismo su dimisión. Dos semanas después,
cuando el Sanedrín aceptó estas dimisiones, el consejo relevó de sus cargos a otros cinco
destacados miembros, bajo la acusación de «reflejar sentimientos de amistad hacia el
Nazareno». Estas circunstancias despejaron el camino del Sanedrín, que tomó la decisión casi
unánime de prender y ajusticiar al Maestro.
Lázaro y su familia no se equivocaban al creer que la suerte de Jesús estaba echada. El odio del
Sanedrín contra el rabí era tal que aquella misma tarde del viernes, 10 de marzo, los policías
del templo recibieron la orden de buscar y capturar a Jesús, «allí donde se encontrase». Pero la
inminente entrada del sábado (al atardecer del viernes) salvaría al Nazareno. Aunque todo
Jerusalén sabía de la presencia de Jesús en Betania, los levitas decidieron aguardar al domingo
para ejecutar la orden de caza y captura. Los amigos del Maestro se apresuraron a comunicarle
el grave acuerdo del Sanedrín, apremiándole para que huyera. Pero Jesús no hizo caso y siguió
en Betfagé hasta la mañana del domingo, 12 de marzo. Tras despedirse de Lázaro y sus
hermanas, el rabí y su grupo partieron hacia su campamento de la ciudad de Pella1.
Pocos días después de la marcha del Maestro, el burlado Sanedrín centró sus iras en el
resucitado. Lázaro y su familia fueron llamados a declarar a Jerusalén y los sacerdotes tuvieron
que rendirse a la evidencia del milagroso acto de Jesús. En este sentido, el testimonio del
médico del templo, Ben Ajía, que había asistido al vecino de Betania durante su fulminante
enfermedad y comprobado con sus propios ojos el ritual del embalsamamiento, fue decisivo.
Sin embargo, el torcido corazón de Caifás y de sus partidarios hizo registrar en los archivos del
Sanedrín que «aquel prodigio tenía su origen en el maléfico poder del príncipe de los demonios,
aliado del rabí de Galilea». Esta resurrección -insisto en ello-, lejos de abrir el alma de los
representantes religiosos del pueblo hebreo, envenenó aún más sus sentimientos hacia Jesús.
El sumo sacerdote y los jefes del templo se encargaron de convencer al resto del tribunal de
que, de seguir por aquel camino, todo el pueblo de Israel terminaría por acatar la doctrina del
Galileo, pudiendo conducir a la nación a una catástrofe. En cierto modo, el Sanedrín tenía
razón, ya que muchos hebreos -entre los que figuraba buena parte de sus propios discípulosconsideraban
al Mesías como un libertador político, un revolucionario que expulsaría a los
romanos de Israel.
Fue precisamente en una de aquellas reuniones del Sanedrín -según me informó Nicodemo -
cuando Caifás hizo alusión, por primera vez, al antiguo adagio judío, repetido con posterioridad,
que rezaba: «Más vale que un hombre muera, antes de ver perecer a una comunidad.»
Pero los problemas de la suprema asamblea de Israel no terminaban en Jesús. El Sanedrín
se había dado perfecta cuenta de que era menester eliminar también a Lázaro2. ¿Qué
conseguían apresando y ajusticiando al Maestro si continuaba con vida el máximo exponente de
su poder? La popularidad del resucitado había alcanzado tal grado que Caifás y los fariseos
decretaron igualmente la eliminación de Lázaro.
1 A pesar de haber solicitado varias aclaraciones a Lázaro, a sus hermanas y al propio grupo de Jesús sobre la
ciudad a la que se trasladó el Maestro después de la resurrección de su amigo, todos coincidieron en Pella. Esto me
desconcertó ya que en el texto evangélico de Juan (11, 54-55) se habla de otra localidad: Efrem -la actual et-Taiybe-,
situada a unos diecinueve kilómetros en línea recta, al nordeste de Jerusalén. El desierto propiamente dicho se extendía
entre dicha ciudad y el río Jordán. Esta zona montañosa recibe hoy el nombre de el-barriyeh o desierto. La ciudad de
Pella o Pela es citada por Flavio Josefo en su obra Guerras de los judíos (libro III) como una de las poblaciones situadas
al norte de la región de la Perea, a orilla del Jordán y relativamente próxima a Filadelfia (más al este), donde terminó
por refugiarse Lázaro, huyendo de la persecución de los judíos. (N. del m.)
2 El nombre de Lázaro, para colmo, significaba, etimológicamente, «Dios ha socorrido». Esto fue tornado entre
muchos judíos como una nueva señal en Favor de Jesús. (N. del m.)


78
Los planes del Sanedrín terminaron por filtrarse y el amigo de Jesús fue puntualmente
informado. Esta dramática situación había sumido a la familia de Betania en una permanente
angustia. Ahora empezaba a comprender su natural desconfianza cuando, pocas horas antes,
yo había solicitado entrevistarme con Lázaro...
Quizá, en mi opinión, otro de los graves errores del Sanedrín fue no detener primero al
resucitado. Al comprobar que Jesús había desaparecido, los sacerdotes olvidaron
temporalmente a Lázaro y dieron órdenes expresas a Yojanán ben Gudgeda, portero jefe, así
como al resto de los levitas o policías al servicio del templo, para que, en el caso de que el
Nazareno hiciera acto de presencia, fuera capturado de inmediato. Uno de los comentarios más
extendido en aquellos días previos a la celebración de la Pascua -y que yo había tenido ocasión
de escuchar desde mi llegada a Betania- era precisamente si el Nazareno tendría el suficiente
coraje como para acudir a Jerusalén y celebrar, como cada año, los sagrados ritos. Este rumor
popular había desquiciado a los sacerdotes, hasta el extremo de trasladar el «problema Lázaro»
a un segundo plano.
Así discurrió mi primer encuentro con el amigo amado de Jesús, interrumpido finalmente por
la entrada en la sala de Marta. En una bandeja de madera me ofreció un refrigerio, que
agradecí nuevamente con todo mi corazón. Después del relato de los hebreos que me
acompañaban, mi admiración por la «señora» había crecido sensiblemente. Y supongo que ella,
con su gran intuición femenina, debió notarlo. Al entregarme la comida, Marta bajó los ojos,
sonrojándose.
-Te ruego, hermano Jasón -habló Lázaro- que tengas a bien aceptar este humilde alimento.
Sabemos que lo necesitas. Y te suplico igualmente que te consideres en tu casa. Esta noche, y
cuantas precises, éste será tu techo...
Traté de disuadirle, pero fue inútil. Lázaro y sus amigos habían descubierto que -en verdadmi
actitud era limpia y noble.
Las emociones del día me habían abierto el apetito y, ante la mirada complacida de mis
nuevos amigos, no tardé en dar buena cuenta del grano tostado, de los higos secos, los dátiles,
miel y del cuenco de leche de cabra que formaron mi cena.
Bien entrada la noche, el propio Lázaro me condujo hasta una de las estancias del piso
superior. En ella había sido dispuesto un catre de los llamados «de tijera», con un lecho de tela
y cuerdas entrelazadas. El armazón de la cama había sido construido a base de dos largueros
de madera de pino, cada uno sólidamente amarrado a dos patas que se cruzaban en forma de
aspa y que no levantaban más de cuarenta centímetros del suelo.
Por todo mobiliario, el reducido dormitorio rectangular (de 1,80 X 2,50 metros) presentaba
un arcón de sólida madera de acacia (la misma que debió de servir para construir la legendaria
arca de la alianza) de un metro de altura. Sobre él, Marta había colocado mis sandalias,
pulcramente lavadas; una jofaina, una jarra de metal con agua, un lienzo y un pequeño ramo
de romero de fragantes flores azuladas. Sobre la cabecera del lecho, colgando de la blanca
pared y a corta altura del piso de ladrillo rojo, alumbraba una sencilla lamparilla de aceite con
forma de concha.
Al cerrar la puerta y quedarme solo me asomé a la estrecha tronera que hacía las veces de
ventana y mis ojos se humedecieron al contemplar aquella legión de estrellas, idénticas a las
que yo solía ver en el desierto de Mojave.
Tras una larga conexión con el módulo, caí rendido sobre el catre.
En realidad, mi agitada exploración no había hecho más que empezar...
31 DE MARZO, VIERNES
Al alba, un ruido ronco y monótono me despertó. Al asomarme por la ventana, comprobé
sorprendido que aquel sonido parecía salir de la totalidad de la aldea. No lograba explicármelo.


79
Tras un rápido aseo, establecí contacto con la «cuna», pero Eliseo tampoco supo darme
información al respecto.
Intrigado, descendí las escaleras de piedra que conducían hasta el patio central de la
hacienda. Al llegar a las pilastras, aquel irritante ronroneo creció. Noté que partía de la estancia
donde había permanecido buena parte de la tarde anterior y hacia allí me encaminé. El fuego
del hogar se elevaba vigoroso sobre unos leños recién depositados en el fondo de la chimenea.
Al pie del murete circular del fogón, Marta y una de las sirvientas procedían con ímpetu a la
molienda del trigo, sobre una piedra muy parecida a las que yo había visto la mañana anterior,
en mi descenso por la cara sur del monte de los Olivos. A diferencia de aquéllas, este triturador
era negro y muy pulimentado. Al acercarme a las mujeres y saludarías comprobé que se
trataba de una piedra basáltica de casi medio metro de longitud y treinta centímetros de
anchura muy desgastada por su parte superior como consecuencia de la diaria y vigorosa
fricción. En un instante, mis dudas se disiparon. Ya partir de aquel día, aprendí a identificar el
cotidiano despertar de Betania y de la propia Jerusalén con aquel sonido obligado y
generalizado en todas las casas -poderosas y humildes- de la molienda del grano. Como me
contaron los ancianos de la aldea de Lázaro, si algún día se dejaba de oír el rumor de la muela,
convirtiendo el trigo en harina, es que la ruina y la desolación -como había escrito Jeremíashabían
llegado a Israel.
Por supuesto, no había sido el primero en levantarme. Desde mucho antes del amanecer, las
mujeres de la casa se afanaban ya en las tareas domésticas. Mientras Marta se encargaba de la
compra del pan en el horno comunal de la aldea, María y otras jovencitas acarreaban el agua y
terminaban de adecentar la hacienda. Los hombres, por su parte, ultimaban los preparativos
para el duro trabajo en los campos. El padre de Lázaro -rico hacendado- había dejado a sus
hijos la tierra suficiente como para vivir sin estrecheces, permitiendo holgadamente en cada
cosecha que los pobres pudieran recoger una de las esquinas de sus campos, tal y como
ordenaban los viejos preceptos1.
Cuando entré en el salón-comedor, la diligente e incansable Marta preparaba la harina para
cocer unas pequeñas tortas sin levadura. Al verme se incorporó, rogándome excusase a su
hermano. Lázaro había tenido que acompañar a sus operarios hasta uno de los campos
próximos, donde se venía trabajando en lo que llamaban la «siembra tardía»; es decir, el
cultivo de productos como el mijo, sésamo, lentejas, melones, etc., y que debían plantarse
necesariamente entre enero y marzo.
Antes de que pudiera reaccionar, Marta me suplicó que me sentara a la mesa. En un abrir y
cerrar de ojos situó ante mí un ancho cuenco de madera sobre el que vertió leche caliente.
Siempre en silencio, mientras su compañera seguía triturando el grano, cortó varias rebanadas
de una hogaza de pan moreno que posiblemente pesaría más de tres libras. Dos generosas
porciones de queso y miel completaron mi desayuno.
Desde la hora tercia (las nueve de la mañana, aproximadamente), grupos de peregrinos
procedentes de Galilea, de la Perea, viejos conocidos de la familia, parientes de Jerusalén y
muchos curiosos, habían ido llegando hasta las puertas de la casa de Lázaro. Como casi todos
los días, aquellos hebreos habían aprovechado su obligada presencia en la ciudad santa para
«distraerse» viendo y escuchando al resucitado. Al verlos sentados en el jardín e invadiendo,
incluso, el atrio y el patio central, sentí una cierta rabia. ¿Es que Lázaro no se daba cuenta que
la mayoría de aquellos individuos sólo buscaban un motivo para el comadreo?
Comprendí que el paciente amigo de Jesús hubiera preferido quitarse de en medio...
Al consultar a Marta sobre el camino que debía seguir para encontrar a su hermano, la
«señora» abandonó gentilmente sus quehaceres y me rogó que la siguiera a través del
espacioso huerto situado a espaldas de la casa y en el que se alineaban numerosos árboles
frutales. Apenas si habíamos caminado trescientos pasos cuando, al desembocar en una
pequeña explanada, me detuve sobresaltado. Frente a mí se levantaba una enorme peña de
caliza blanda. Al pie de aquella mole grisácea, salpicada en algunas de sus grietas superiores
por los nidos de barro de las primeras golondrinas, distinguí una piedra circular.
Marta comprendió el motivo de mi sorpresa y, con un gesto de su mano, me invitó a
acercarme al sepulcro familiar.
1 «Santa Claus» confirmaría esta costumbre, en base a los textos sagrados del Levítico (19,9; 23,22) y del
Deuteronomio (24, 19-21). Un tratado completo. con ocho capítulos, es recogido par La Misná. (N. del m.)


80
En silencio inspeccioné el cierre de la boca de la cueva. Se trataba de una losa
perfectamente labrada, de un metro escaso de diámetro y apenas treinta centímetros de
grosor. Aquella piedra, muy semejante a las muelas de molino, constituía el cierre de una
entrada que, a juzgar por las dimensiones, era bastante angosta. El frente de la peña, en una
superficie de dos metros -a partir del suelo- por otros tres de ancho, había sido esculpido a
manera de fachada y revocado en blanco.
Yo sabía que retirar la losa constituía una falta de respeto hacia los muertos. Así que, sin
hacer comentario alguno, olvidé aquel impulso que me llevaba a pedirle a la hermana de Lázaro
que me permitiera desplazar la roca. Por otra parte, lo más probable es que, aunque Marta
hubiera accedido, ni ella ni yo juntos hubiéramos sido capaces de mover aquellos trescientos o
quinientos kilos que debía pesar el cierre.
Minutos después salía del jardín, tomando una de las veredas que corría en dirección oeste y
que, según la «señora», me llevaría al encuentro de su hermano.
La temperatura a aquellas horas de la mañana era todavía fresca: «diez grados centígrados
y un moderado viento del norte de diez nudos», me confirmaría Eliseo. La noche anterior, el
cilómetro especial de la «cuna» --en base a un haz de luz láser- había detectado una barrera de
nubes tormentosas (cumulonimbus) de unos trescientos kilómetros de longitud, que se
levantaba a seis mil pies sobre el perfil de la costa fenicio-israelita. De momento, estas
amenazantes nubes de desarrollo vertical parecían frenadas en su avance hacia Jerusalén por
una corriente de aire frío procedente del norte.
«No hay que descartar, sin embargo -me anunció mi compañero-, que puedan cambiar las
condiciones y que en 24 o 48 horas se registren lluvias sobre nuestra área.»
Me arropé en la «chlamys» y proseguí por el tortuoso camino, entre los ondulantes campos
de cebada. Algunos campesinos habían iniciado ya la siega. Los segadores tomaban los tallos
con la mano derecha y con la otra los cortaban a escasa distancia de la base de las espigas. Las
hoces consistían en pequeñas hojas curvadas de hierro, sólidamente engastadas con remaches
a una empuñadura de madera. La trilla se realizaba en una era próxima al camino. Las mujeres
cargaban los haces, esparciéndolos sobre el suelo. Después separaban el grano de la paja, bien
a mano o con la ayuda de los bueyes. En este último caso -el más frecuente, según pude
comprobar- los animales pisaban la cebada. Después, los hombres pasaban el trillo por encima,
tirado por estos mismos bueyes. Los más comunes estaban construidos con una tabla plana en
cuya cara inferior habían sido incrustados pequeños trozos de pedernal. Otros eran simples
rodillos, también de madera.
En una segunda operación, las mujeres aventaban la paja, cerniendo el grano y guardándolo
finalmente en sacos. Varios asnos y algunos carros se encargaban del transporte de los mismos
hasta la aldea, donde era trasvasado a silos o grandes tinajas de barro como la que había visto
en la casa de Lázaro.
No tardé en encontrar al resucitado y a sus obreros. Lázaro se alegró al verme pero rechazó
de plano mi idea de ayudarles en las labores de siembra. Nos encontrábamos en pleno forcejeo
dialéctico cuando algunos de los servidores llamaron nuestra atención. Procedente de la aldea
se acercaba un jinete.
Lázaro colocó su mano izquierda a manera de visera y observó atentamente. De pronto, sin
hacer el menor comentario, soltó el sementero que colgaba de su hombro y salió a la carrera
hacia la vereda. El jinete llegó al trote hasta mi amigo y, descabalgando, abrazó a Lázaro. Un
instante después volvía a montar, alejándose hacia Betania. El resucitado hizo señales para que
me acercara. Al llegar junto a él su rostro aparecía iluminado.
-¡Viene el Maestro! -me soltó a bocajarro, con una alegría incontenible-. Al fin podrás
conocerlo... Vamos, tenemos mucho qué hacer.
-Pero, ¿dónde está?… ¿Ha llegado ya? -comencé a preguntarle atropelladamente, mientras
trataba de seguirle. Pero Lázaro no me respondió.
Antes de que pudiera reaccionar, me había sacado medio centenar de metros de ventaja. A
pesar de su aparente debilidad, corría como un gato salvaje.
Al entrar en la casa me di cuenta de que la noticia había alterado a la familia y amigos.
Marta, sobre todo, corría de un lado para otro, sonriente y nerviosa. Al vernos se abrazó a
Lázaro, confirmándole la buena nueva:
-¡Viene!... ¡Viene Jesús!...


81
El hermano intentó calmarla, preguntándole algunos detalles. Dicen que está a unos diez
estadios de Betania -añadió la «señora».
Rice un rápido cálculo mental. Eso significaba que el rabí se hallaba a unos 1 860 metros de
la aldea.
Puedo jurar que, a pesar de mi intensa preparación, de los largos años de entrenamiento y
de mi condición de escéptico, la familia de Lázaro consiguió contagiarme su nerviosismo. Sin
poder evitarlo, un escalofrío me sacudió la columna vertebral. Inexplicablemente, mi garganta
se había quedado seca. Pero, en un esfuerzo por serenarme, lo atribuí a la loca carrera desde
los campos. (Una vez más me equivocaba...)
Siguiendo los consejos de Lázaro, permanecí en la casa. Mi primera intención fue salir al
encuentro del Nazareno, pero el resucitado me sugirió que era mucho mejor aguardarle allí.
-El viene siempre a nuestro hogar... Además -insinuó-, la noticia habrá llegado ya a
Jerusalén y dentro de poco no se podrá caminar por las calles de Betania.
-Entonces -comenté con preocupación- el Maestro ha aceptado el reto y pasará la Pascua en
la ciudad santa...
Mi amigo no quiso responder. Sin embargo, adiviné en su mirada un velo de pesadumbre.
Ellos presentían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús de Nazaret... Ni que decir tiene
que el sumó sacerdote y sus secuaces podían estar ya enterados de la presencia del impostor
en la vecina aldea. Y eso, como sabía muy bien Lázaro y sus hermanas, era peligroso.
Poco después de la hora nona -quizá fuesen las cuatro o cuatro y media de la tarde- la
agitación entre las numerosas personas que se hallaban en el patio porticado de la hacienda se
disparó súbitamente. Marta y María se precipitaron hacia el atrio y desaparecieron entre los
grupos de hombres y mujeres que taponaban prácticamente la entrada principal.
Mi corazón se aceleró. Desde el exterior se oía un rumor de voces, gritos y saludos. Sin
saber por qué, sentí miedo. Retrocedí unos pasos, ocultándome detrás de una de las columnas
del ala derecha del patio. Las palmas de mis manos habían empezado a sudar. Presioné
disimuladamente mi oído y, en voz baja, informé a Eliseo de la inminente llegada de Jesús.
A los pocos minutos, los servidores, amigos y familiares de Lázaro fueron apartándose y un
nutrido grupo de hombres irrumpió en el patio.
Entre risas, besos y mantos multicolores mis ojos quedaron clavados de pronto en un
individuo que sobresalía muy por encima de los demás... ¡Aquél tenía que ser Jesús!
Su extraordinaria talla -en un primer momento la calculé en algo más de 1,80 metros- lo
convertía, al lado de la casi totalidad de los allí reunidos, en un gigante. Vestía un manto color
«burdeos», fajando el tórax y con los extremos enrollados en torno al cuello y cayendo sobre
unos hombros anchos y poderosos. Una larga túnica blanca de amplias mangas le cubría casi
hasta los tobillos. No le vi ceñidor o cinturón alguno. Traía un lienzo blanco arrollado sobre la
frente, que caía sobre el lado derecho de sus cabellos.
Ni siquiera en el instante de la inversión de la masa del módulo, en aquella noche del 30 de
enero de 1973, experimenté una aceleración cardíaca como la que estaba soportando en
aquellos momentos.
El gigante caminó despacio hacia el centro del patio. Su brazo derecho descansaba sobre el
hombro de Lázaro. A su alrededor, Marta y María gesticulaban y daban palmas, entre el
alborozo general.
Era, sin duda, un hombre blanco, de rostro alto y estrecho, propio de los pueblos caucásicos.
El cabello, lacio y de una tonalidad ligeramente acaramelada, le caía sobre los hombros. Poco
después, al soltarse la banda de tela que llevaba arrollada sobre la frente y que portaban
también casi todos los hombres de su grupo, comprobé que se peinaba con raya en medio.
Presentaba un bigote y una fina barba, partida en dos, de un color oro viejo, similar a los
cabellos. El bigote, aunque pronunciado, no llegaba a ocultar los labios, relativamente finos. La
nariz me desconcertó. Era larga y ligeramente prominente.
Desde su entrada en la casa, Jesús no había dejado de sonreír, mostrando una dentadura
blanca e impecable, muy distinta a la que padecía la mayoría de los hebreos.
El Maestro fue a sentarse al filo de la piscina central, sobre uno de los taburetes que alguien
había rescatado del «comedor». Los hombres, mujeres y niños se arremolinaron a su alrededor.
Los rayos de sol incidieron entonces sobre su rostro y quedé maravillado. El contraste con


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aquellas caras endurecidas, sembradas de arrugas y avejentadas de sus amigos y seguidores,
era sencillamente admirable. Su piel aparecía curtida y bronceada.
Tímidamente fui asomándome por detrás de la pilastra. Jesús, a poco más de cuatro o cinco
metros, levantó repentinamente su rostro y me perforó con su mirada. Una especie de fuego
me recorrió las entrañas. Ante la sorpresa general, el rabí se levantó, abriéndose paso entre las
personas que habían empezado a sentarse sobre los ladrillos rojos del pavimento. Las rodillas
empezaron a temblarme. Pero ya no era posible escapar. Aquel gigante estaba frente a mí...
Jamás olvidaré aquella mirada. Los ojos del Galileo -ligeramente rasgados y de un vivo color
de miel- tenían una virtud singular: parecían concentrar toda la fuerza del Cosmos. Más que
observar, traspasaba. Unas pestañas largas y tupidas le proporcionaban un especial atractivo.
La frente, despejada, terminaba en unas cejas rectas y suficientemente separadas. No
pestañeó. Su faz, apacible y tibiamente iluminada por el sol, infundía un extraño respeto.
Levantó los brazos y depositando unas manos largas y velludas sobre mis hombros, sonrió,
al tiempo que me guiñaba un ojo.
Un inesperado calor me inundó de pies a cabeza. Traté de responder a su gesto, pero no
pude. Estaba confuso y aturdido, emocionado...
Sé bien venido.
Aquellas palabras, pronunciadas en griego, terminaron por desarmarme. Había tal seguridad
y afecto en su voz que necesité mucho tiempo para reaccionar.
El rabí volvió junto a la cisterna, mientras sus amigos le contemplaban en un mutismo total.
Algunos de los discípulos rompieron al fin el silencio y preguntaron al resucitado quién era yo.
El joven, con indudable satisfacción, les explicó que era su invitado: «Un extranjero llegado
expresamente desde Tiro para conocer a Jesús.»
Yo permanecí inmóvil -como petrificado- tratando de ordenar mis pensamientos. «No puede
ser -me repetía una y otra vez-. Es imposible que haya adivinado... ¿Cómo puede?...»
Por más vueltas que le di, siempre llegaba a la misma encrucijada. Si nadie le había hablado
de mí -por qué iban a hacerlo- ¿cómo podía saber quién era y por qué estaba allí? En el patio
había medio centenar de personas. A muchos los conocía -eso estaba claro-, pero a otros no.
Este era mi caso y, sin embargo, había caminado hasta mí...
Nunca, ni siquiera ahora, cuando escribo estos recuerdos, estuve seguro, pero sólo un ser
con un poder especial podría haber actuado así.
Para qué voy a mentir. El resto de la tarde fue para mí como un relámpago que rasga los
cielos de Oriente a Occidente. Apenas si me percaté de nada. Sé que Marta, al igual que hiciera
conmigo, lavó los pies del Nazareno y que los frotó con mirra. Recuerdo vagamente -entre
saludos constantes- cómo Jesús salió de la casa, acompañado por Lázaro y un nutrido grupo.
Marta me informaría después que las habitaciones de la hacienda estaban totalmente ocupadas
por los amigos y familiares que habían ido acudiendo hasta Betania y que -de común acuerdo
con Simón, un anciano incondicional del Maestro y viejo amigo de la familia- Jesús pernoctaría
en la casa de este antiguo leproso.
Al principio, muchos de los habitantes de Betania y de los peregrinos llegados hasta la aldea
discutieron entre sí, creyendo que el rabí entraría esa misma tarde del viernes en Jerusalén,
como desafío al decreto de prendimiento que había promulgado el Sanedrín. Pero se
equivocaban. Jesús y su gente se dispusieron a pasar la noche en la casa de Simón, así como
en otros hogares de amigos y parientes de la familia de Lázaro. Todos -esa es la verdadhicieron
lo posible para que el Maestro se sintiera feliz durante su estancia en la pequeña
población.
Según Marta, Simón había querido agasajar convenientemente a Jesús y había anunciado un
gran banquete para el día siguiente, sábado. Eso significó un nuevo ajetreo en ambas casas, ya
que -de acuerdo con las estrictas prescripciones de la ley judía- el día sagrado para los hebreos
comenzaba precisamente con el crepúsculo del día anterior.
Durante el resto de la jornada, el Maestro de Galilea recibió a infinidad de amigos y
visitantes, departiendo con todos.
Al anochecer, Jesús regresó a la casa de Lázaro y allí, en compañía de sus íntimos y de la
familia del resucitado, repuso fuerzas, mostrándose de un humor excelente.
Lázaro me rogó que les acompañara. Los hombres tomaron asiento en torno a la gran mesa
rectangular del «comedor» y las mujeres -dirigidas por Marta- comenzaron a servir. En un


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primer momento me mantuve prudentemente al amor de la chimenea. Pero Lázaro insistió y
me vi obligado a compartir con ellos las abundantes viandas: algo de caza, judías, legumbres,
frutos secos y vino. Me sorprendió comprobar que en ninguna de las comidas se probaba el
agua. Esta era sustituida habitualmente por vino.
Antes de iniciar la tardía «cena», el Maestro y las catorce o quince personas que compartían
los alimentos se pusieron en pie, entonando un breve cántico. Yo hice otro tanto, aunque
permanecí lógicamente en silencio. Al terminar, Marta -en una de las presurosas idas y venidasme
explicó que aquel himno, titulado Oye, Israel, era en realidad una oración. Me sorprendió
ver cómo el rabí, a pesar de sus públicas y acusadas diferencias con los doctores de la ley,
respetaba las viejas costumbres de su pueblo. No sé si he mencionado que el Maestro había
hecho gala durante toda la tarde de un contagioso sentido del humor, riendo y haciendo
bromas por cualquier cosa. Aquél iba a ser -al menos en los días que precedieron al jueves, 6
de abril- otro de los aspectos que me sorprendieron de Él. ¡Qué lejos estaba de esa imagen
grave, atormentada y lejana que se deduce al leer muchos de los libros del siglo XX!... Jesús de
Nazaret era una mezcla de niño y general; de ingenuo pastor y concienzudo analista; de
hombre que vive al día y de prudente consejero. Pero, sobre todo, se le notaba feliz. Mucho
más alegre y despreocupado que sus propios discípulos y amigos, visiblemente alterados por
las amenazas del sumo sacerdote.
Acto seguido, Jesús -que presidía la mesa junto a Lázaro- se hizo cargo de una de las
hogazas de pan y, según su costumbre, lo troceó y distribuyó entre los comensales.
Apenas si habíamos comenzado cuando, de pronto, el Maestro se dirigió a uno de los
hombres del grupo. Al llamarlo por su nombre, el corazón me dio un respingo. ¡Era Judas
Iscariote!
El discípulo se levantó lentamente y, aproximándose al rabí, le entregó algo. Después
regresó a su puesto. Permanecí como hipnotizado, contemplando a aquel individuo flaco y
larguirucho, de algo más de 1,70 metros de estatura y cabeza pequeña. Su nariz aguileña
destacaba sobre una piel pálida, casi macilenta, dándole el clásico «perfil de pájaro» que yo
había estudiado en la clasificación tipológica de Ernest Kretschmer. (El gran psiquiatra se
hubiera sentido muy satisfecho al saber que su definición del «tipo leptosomático» coincidía de
lleno, en este caso, con el temperamento «esquizotímico» de Judas: serio, introvertido,
reservado, poco sociable y hasta esquinado. La verdad es que conforme fui conociendo el
carácter de este hombre, me percaté que se trataba en realidad de un gran tímido que no había
tenido oportunidad de desarrollar su inmenso caudal afectivo.)
Su cabello negro, fino y abundante, contrastaba con su rostro prácticamente imberbe.
Al aproximarse a Jesús noté que su túnica, en lugar del simple cordón o ceñidor, iba sujeta
por la cintura con una hagorah o faja oscura, de la que había extraído aquella pequeña bolsa de
cuero. Al parecer, por lo que pude ir verificando, la mencionada faja servía, sobre todo, para
guardar el dinero o pequeños objetos, amén de las armas. Judas portaba una pequeña espada,
sujeta en su costado derecho. En aquellos instantes, sin embargo, no me percaté de un hecho
singular: al igual que el Iscariote, otros discípulos ocultaban también sendas espadas bajo sus
mantos y hagorahs.
El rabí rogó a las hermanas de Lázaro que se aproximaran a Él. María fue la primera en
abandonar los enseres que estaba manejando junto al fogón, situándose en una de las esquinas
de la mesa, junto al Galileo. Al poco entraba Marta, secándose las manos en el delantal. La luz
de una de las dos grandes lámparas o lucernas portátiles que habían sido colocadas sobre la
mesa ponían al descubierto el atractivo perfil de María. Una espesa mata de pelo negro y
cuidadosamente cardado le caía por la espalda, casi hasta la cintura. Sobre la frente, María,
sujetando parte de los cabellos, lucía una cinta celeste que resaltaba sobre su cutis aceitunado.
Tenía las facciones pequeñas y delicadas, propias de sus dieciséis o diecisiete años.
Ni una sola vez había logrado hablar con ella y, no obstante, sus interminables ojos negros
revelaban un corazón singularmente sensible.
Jesús puso la bolsita en las manos de María y, dirigiéndose a ambas, les pidió que aceptaran
aquel pequeño obsequio. Mientras María se ruborizaba, Marta, presa de la curiosidad, arrebató
el regalo de entre las manos de su hermana, abriéndolo con presteza. Desde mi asiento apenas
si llegué a distinguir unos gránulos. Después supe que se trataba de semillas de bálsamo,
compradas por el propio rabí a su paso por Jericó.


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Ante el regocijo general, María -siempre en silencio- se aproximó a Jesús, estampándole dos
sonoros besos en las mejillas.
Poco a poco, sin embargo, el tono alegre y desenfadado de aquella comida fue decayendo,
por obra y gracia de algunos de los hombres del Cristo. Saltaba a la vista que estaban
seriamente preocupados por la dirección que iban a tomar los próximos pasos de su Maestro y
que ellos, sin lugar a dudas, ignoraban totalmente. No tardó en surgir el asunto de la orden de
captura de Jesús por parte del sumo sacerdote y las medidas que debían adoptarse para
salvaguardar la seguridad del rabí, en primer lugar, y del resto del grupo al mismo tiempo.
Uno de los más fogosos y radicales era un discípulo de barba encanecida y bigote rasurado,
prácticamente calvo y de ojos claros. Su cabeza redonda destacaba sobre un cuello grueso.
Aquel hombre de rostro acribillado por las arrugas -yo estimé que era uno de los de más edad
(quizá rondase los 40 o 45 años)- no era partidario de la entrada en Jerusalén1. Temía,
lógicamente, por la vida del rabí y trató, por todos los medios a su alcance, de convencer al
grupo de lo peligroso del empeño.
Jesús asistió impasible y serio a toda la discusión. Dejaba hablar a unos y otros, sin
pronunciar palabra. Hasta que en un momento álgido de la controversia, el Maestro dejó oír su
voz grave. Y dirigiéndose al apóstol de los ojos azules, sentenció:
- Pedro, ¿es que aún no has comprendido que ningún profeta es recibido en su pueblo y que
ningún médico cura a los que le conocen?...
Después, fijando aquellos ojos de halcón en los míos, añadió:
Si la carne ha sido hecha a causa del espíritu, es una maravilla. Si el espíritu ha sido hecho a
causa del cuerpo, es la maravilla de las maravillas. Mas yo me maravillo de esto: ¿cómo esta
gran riqueza se ha instalado en esta pobreza?
Un silencio denso quedó flotando en la estancia. Y el Maestro, levantándose, se retiró a
descansar.
Aquella noche, y las siguientes, los discípulos -temerosos de todo y de todos- montaron
guardia por parejas a las puertas de la casa de Simón, «el leproso». Tanto Judas Iscariote como
Pedro, su hermano Andrés, Simón, llamado «el Zelotes» y los sorprendentes hermanos gemelos
Judas y Santiago de Alfeo, iban armados con unas espadas cortas, prácticamente idénticas a los
gladius de los legionarios romanos: la conocida gladius Hispanicus o espada española, como la
definió Polibio. Eran unas armas de sesenta a setenta centímetros de longitud, de hoja ancha y
doble filo, con una punta que las hacía temibles
Los discípulos de Jesús procuraban esconderías bajo los mantos
-generalmente en el costado derecho- y dentro de una vaina de madera.
Jesús no ignoraba que algunos de sus más cercanos seguidores llevaban armas. Sin
embargo, salvo en el triste momento de su captura en la noche del jueves, en la finca de
Getsemaní, jamás les hizo mención o reproche alguno.
1 DE ABRI, SÁBADO
A diferencia de las restantes jornadas, aquel amanecer del sábado no fui despertado por el
rumor de la molienda del grano. La aldea parecía dormida, extrañamente silenciosa. Los
hebreos -amos, sirvientes e, incluso, sus animales de carga- paralizaban prácticamente la vida,
a partir de lo que ellos denominaban la vigilia del sábado; es decir, desde el crepúsculo del
viernes. La Ley prohibía todos los trabajos mayores, los grandes desplazamientos, hacer el
1 Simón Pedro encajaba también en el tipo «pícnico» que cita Kretschmer: cara ancha, blanda y redondeada. Su
rostro, visto de frente, recordaba un escudo. Su frente era amplia, conservando algo de pelo en las zonas temporales.
Sin embargo, Pedro no presentaba una excesiva obesidad. Su caja torácica, así como los hombros y brazos, eran
fuertes y musculosos, muy propios de una vida consagrada al rudo trabajo de la pesca.
En lo que si coincidía con la clasificación de Kretschmer era en su temperamento «ciclotímico»: abierto, espontáneo,
de amistad rápida y con grandes oscilaciones en su estado de humor. Por su gran capacidad de sintonización afectiva
era fácil de contagiar de la alegría o de la tristeza. Y tuve oportunidades sobradas para confirmarlo. En suma: Pedro era
muy sociable y bien aceptado por el resto del grupo. (N. del m.)


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amor, sacar agua de los pozos y hasta encender el fuego... Aquellas abrumadoras normas de
origen religioso trastornaban por completo el ritmo diario de la vida social de los judíos. Y lo
que en un principio debería haber sido un motivo de alegría y merecido descanso, había
terminado por deformarse, convirtiéndose en un enmarañado código de disposiciones, en su
mayoría absurdas y ridículas.
Lázaro y su familia, siguiendo el ejemplo de Jesús, adoptaban una postura mucho más
liberal. Esa misma tarde tendría oportunidad de comprobar los muchos disgustos y quebraderos
de cabeza que arrastraban, como consecuencia de la sincera puesta en práctica de la doctrina
que venía predicando el rabí de Galilea.
A pesar de todo, quedé francamente sorprendido al ver -desde primeras horas de la
mañana- un incesante gentío que, procedente de Jerusalén y del campamento levantado junto
a sus murallas, pretendía saludar a Lázaro y al hombre que había sido capaz de desafiar al Gran
Sanedrín. Según mis informaciones, uno de estos preceptos sabáticos especificaba que el
hombre de la casa debía dar tres órdenes cuando comenzaba a oscurecer (es decir, en la tarde
del viernes): «¿Habéis apartado el diezmo?»1. «¿Habéis dispuesto el erub»? Por último, el
cabeza de familia debía ordenar que se prendiera la lámpara.
Pues bien, si la distancia de Jerusalén a Betania era de unos quince estadios (casi tres
kilómetros), ¿cómo es que aquellos judíos incumplían una de las normas más severas del
sábado: caminar más de los dos mil codos fijados por la Ley?2.
Lázaro, con una sonrisa maliciosa, vino a explicarme que, también en aquellos tiempos,
«hecha la ley, hecha la trampa....»
Los israelitas, para aligerar esta disposición de los dos mil codos, habían «inventado» el erub.
Si una persona, por ejemplo, colocaba en la vigilia del sábado (el viernes) alimentos como para
dos comidas dentro de ese límite de los dos mil codos o mil metros, aquello -el erub- era
considerado como una «residencia temporal», pudiendo entonces caminar otros dos mil codos
en cualquier dirección3.
Esto explicaba la masiva presencia de peregrinos y vecinos de Jerusalén en Betania, que -
según mi amigo- podían haber situado uno o dos erub en el mencionado sendero que une las
tres poblaciones: Jerusalén, Betfagé y la aldea en la que me encontraba.
Mi condición de extranjero y gentil me proporcionó, al fin, una oportunidad para ayudar a la
familia que me había acogido bajo su techo. Hasta la hora tercia (nueve de la mañana), y
después de vencer la resistencia de Marta, me ocupé del transporte del agua, así como de
alimentar el fuego de la chimenea, recoger los huevos del gallinero y de la limpieza y puesta a
punto de un ingenioso artilugio que llamaban antiki y que no era otra cosa que una especie de
calentador metálico, con un recipiente para las brasas. El descanso sabático prohibía retirar las
cenizas del mismo y, por supuesto, volver a cargarlo. Aquel utensilio, provisto de un tubo
interior en contacto con el fuego, era de gran utilidad para calentar agua. Al no ser judío, yo
estaba liberado de aquellas normas y ello, como digo, me permitió compensar en parte la
gentileza y hospitalidad de mis amigos.
Pero mi corazón ardía en deseos de salir al encuentro de Jesús. Marta, con su finísimo
instinto, me sugirió que lo dejara todo y que fuera en busca del Maestro. Poco antes, en una de
sus visitas a la casa de su vecino, Simón, con motivo de la preparación del festín que los
1 Las estrechas leyes del descanso sabático llegaban a tal extremo, que de los alimentos que habían de ser
ingeridos había que apartar el diezmo antes del sábado. Durante este tiempo no se podía hacer tal operación. (N. del
m.)
2 A diferencia del codo romano (cubitus), de 74 milímetros (es decir, la longitud de una mano), el codo judío -
también llamado filetérico, por el apodo de los reyes de Pérgamo (Philetairos)-, estuvo vigente en el oriente del Imperio
romano desde la constitución de la provincia de Asia en el año 133 antes de Cristo. Tenía 52,5 centímetros de longitud.
Esta medida se empleaba corrientemente en Palestina y Egipto. En una conexión rutinaria con el módulo, nuestro
ordenador central confirmó que según Dídimo de Alejandría (final del siglo I antes de nuestra era), el codo egipcio de la
época romana equivalía a pie y medio del sistema tolemaico. Es decir, 525 milímetros También los escritos de Josefo
daban esta medida como la descrita en la literatura rabínica. (N. del m.)
3 El mismo recurso se utilizaba entre varios vecinos, colocando los alimentos en un patio y creando así la
presunción de que se trataba de una sola casa. De este modo quedaba permitido el transporte de objetos en su
interior. (N. del m.)


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habitantes de Betfagé y Betania querían ofrecer al rabí, había tenido ocasión de verle en el
jardín.
Cuando me disponía a salir de la casa, la «señora» me recordó que yo también había sido
invitado y que, si así lo consideraba, ella misma me conduciría hasta el lugar que se me había
asignado. Yo sabía muy bien que en aquella cena iba a producirse un acontecimiento
«especial». Lo que no podía imaginar entonces era la gravísima repercusión que entrañaría
para el Maestro...
La hacienda de Simón, el hombre más rico e importante de Betania desde la muerte del
padre de Lázaro, se levantaba a escasa distancia y también en el núcleo oriental de la
población. La única diferencia sustancial con la casa de mi amigo era el frondoso jardín cuajado
de cipreses, algarrobos y palmeras- perfectamente cercado por un muro de piedra de dos
metros de altura. En Jerusalén, excepción hecha de la rosaleda, los jardines estaban prohibidos.
Aquella norma, en cambio, no obligaba a las restantes ciudades. Simón, fervoroso creyente y
seguidor del Cristo, era, además, un enamorado de las plantas, pasando buena parte de su ya
avanzada ancianidad entre sus rosas, gálbanos, luminosos y perfumados estoraques de flores
blancas, jaras y los curiosos tragacantos, de cuyas ramas y troncos fluye una preciada goma
blanquecina, altamente medicinal.
A las puertas de la hacienda se apiñaba una silenciosa muchedumbre, a la espera de poder
ver al Maestro. Como si se tratase de un estadista del siglo XX, varios discípulos de Jesús
permanecían apostados junto al portón, con las espadas ocultas por la faja y el manto
controlando las entradas y salidas de los amigos, familiares y servidores de la casa: los únicos
autorizados a traspasar el umbral.
No tuve el menor problema para cruzar ante los hombres del Galileo. Mi amistad para con
Lázaro y el oportuno gesto de Jesús, saludándome la tarde del día anterior, habían hecho que
me ganara las simpatías y confianza de los apóstoles. Al verme, uno de los discípulos -Judas de
Santiago, gemelo del otro Alfeo- me preguntó si buscaba a alguien en particular. Le dije que a
Jesús y se brindó encantado para acompañarme. Al traspasar la puerta principal me encontré
ante el cuidado y dilatado jardín. Un estrecho camino, adoquinado con piedras blancas (caliza,
sin duda), nos condujo en línea recta hasta la explanada abierta al pie mismo de la escalinata
de mármol que daba acceso a la casa.
No fue necesario que Judas me señalara a su Maestro. El gigante se hallaba rodeado de una
decena de niños, ¡jugando!
Aquel espectáculo me fascinó de tal forma que, en silencio, casi de puntillas, rodeé la
pequeña explanada, sentándome en los primeros peldaños de la escalinata. Y allí permanecí,
absorto, disfrutando como los pequeños.
Jesús se había desembarazado de su manto. Su espléndida túnica blanca aparecía esta vez
ceñida por un cordón. Entre la algarabía de los pequeñuelos, destacaba a ratos su risa, limpia y
rotunda como aquella luminosa mañana. En verdad, lo que más me emocionó fue comprobar
cómo aquel hombre hecho y derecho -capaz de desafiar a los sumos sacerdotes o de resucitar a
los muertos- saltaba, corría o caía por los suelos, entregado por completo a las exigencias de
aquella gente menuda.
Algunas mujeres se asomaban disimuladamente por el atrio, contemplando la escena y
escabulléndose a continuación entre risas mal contenidas.
Uno de aquellos juegos era especialmente curioso. El Galileo se situaba de espaldas al grupo
de niños y lanzaba un palitroque hacia atrás, de forma que cayera lo más cerca posible de la
chiquillería. Los muchachos se disputaban la posesión del palo hasta que uno de ellos -
generalmente el que más saltaba- se hacía con él. En ese instante, tanto Jesús como el resto
corrían en todas direcciones mientras el «propietario» del «testigo» se esforzaba por perseguir
v tocar con el palo a cualquiera de los jugadores. No era casualidad que todos los niños
pretendieran «cazar» al rabí. Pero éste, lejos de dar facilidades, los volvía locos, esquivándolos
y burlándolos entre los árboles y arbustos.
No sé cuánto tiempo duró aquello. Quizá una o dos horas...
Súbitamente me asaltó un presentimiento. O mucho me equivocaba o aquellos iban a ser los
últimos juegos de Jesús de Nazaret.


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De pronto, cuando más punzante era aquella inexplicable melancolía, el Maestro detuvo el
juego. Retiró de sus ojos la venda de tela con la que jugaba a la «gallinita ciega» y acarició a
los pequeños, dando por terminada la diversión.
Aunque Jesús había tenido múltiples oportunidades de verme allí, sentado, fue en ese
momento cuando dirigió su mirada hacia mí. Los niños se desperdigaron por el jardín y el
Maestro avanzó hacia las escalinatas. Traté de ponerme en pie, pero el rabí extendió su mano,
indicándome que no me moviera.
Se sentó a mi lado, con la respiración aún agitada y la frente empapada por el sudor.
-Jasón, amigo, ¿qué te sucede?
Aquel descubrimiento volvió a sumirme en la confusión. El Maestro, sin mirarme siquiera y
sin esperar una respuesta -¿qué clase de respuesta podía haberle dado?- prosiguió con un tono
de complicidad que adiviné al instante.
Tú estás aquí para dar testimonio y no debes desfallecer.
-Entonces sabes quién soy...
Jesús sonrió y pasando su largo brazo sobre mis hombros, señaló hacia la puerta del jardín,
donde aún montaban guardia sus discípulos.
-Pasará mucho tiempo hasta que ésos y las generaciones venideras comprendan quién soy y
por qué fui enviado por mi Padre... Tú, a pesar de venir de donde vienes, estás más cerca que
ellos de la Verdad.
-No comprendo, Maestro, por qué tus hombres van armados. Muy pocos lo creerían... en mi
tiempo.
-Los que están conmigo -respondió con un timbre de tristeza- no me han entendido.
-Señor, ¡hay tantas cosas de las que desearía hablarte!...
-Aún tenemos tiempo. Bástele a cada día su afán.
Era irritante. Tanto tiempo aguardando aquella oportunidad y ahora, mano a mano con El,
no sabía qué decir ni qué preguntar...
-Antes me has preguntado qué me ocurría -le comenté intrigado- ¿Cómo has podido darte
cuenta?
-Levanta la piedra y me encontrarás allí. Corta la madera y yo estoy allí. Donde hay soledad,
allí estoy yo también...
-¿Sabes?, toda mi vida me he sentido solo.
Jesús replicó de forma fulminante:
-Yo soy la luz que está sobre todos. Hay muchos que se tienen junto a la puerta, pero, en
verdad, te digo que sólo los solitarios entrarán en la cámara nupcial.
-Me tranquiliza saber que también los que dudamos tenemos un rincón en tu corazón...
El gigante sonrió por segunda vez. Pero esta vez sus ojos brillaron como el bronce pulido.
-El mundo no es digno de aquel que se encuentra a si mismo...
-Mil veces me he hecho la misma pregunta: ¿por qué estamos aquí?
-El mundo es un puente. Pasad por él pero no os instaléis en él.
-Pero -insistí- no has respondido a mi pregunta...
-Sí, Jasón, silo he hecho. Este mundo es como la antesala del Reino de mi Padre. Prepárate
en la antesala, a fin de que puedas ser admitido en la sala del banquete. ¡Sé caminante que no
se detiene!
-Pero, Señor conozco a muchos que se han «instalado» en su sabiduría y que dicen poseer la
Verdad...
-Dime una cosa, Jasón. ¿Dónde crece la simiente?
-En la tierra.
-En verdad te digo que la verdadera sabiduría sólo puede nacer en el corazón que ha llegado
a ser como el polvo... El sabio y el anciano que no duden en preguntar a un niño de siete días
por el lugar de la Vida, vivirán. Porque muchos primeros serán últimos y llegarán a ser uno.
-Tú hablas de la Verdad, pero ¿dónde debo buscarla?
-Si los que os guían os dicen: «Mirad, el Reino está en el cielo»; entonces, los pájaros del
cielo os precederán. Si os dicen que está en el mar, entonces los peces del mar os precederán.
Pero yo te digo que el Reino de mi Padre está dentro y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis
seréis conocidos y sabréis que sois los hijos del Padre viviente. Mas si no os conocéis, estaréis
en la pobreza y vosotros seréis la pobreza.
El rabí debió notar mi confusión. Y añadió:


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-¿Alguna vez has escuchado a tu propio corazón? Asentí sin saber a dónde quería ir a parar.
-El secreto para poseer la Verdad sólo está en mi Padre. Y en verdad te digo que mi Padre
siempre ha estado en tu corazón. Sólo tienes que mirar «hacia adentro»... Bienaventurado el
que busca, aunque muera creyendo que jamás encontró. Y dichoso aquél que, a fuerza de
buscar, encuentre. Cuando encuentre, se turbará. Y habiéndose turbado, se maravillará y
reinará sobre todo.
-Señor, yo miro a mi alrededor y me maravillo y entristezco a un mismo tiempo...
-Yo te aseguro, Jasón, que todo aquel que sabe ver lo que tiene delante de sus ojos recibirá
la revelación de lo oculto. No hay nada oculto que no será revelado.
Mi timidez inicial se fue disipando. El calor y la cordialidad de aquel Hombre terminaban por
quebrar los muros más inexpugnables. Pero nuestra conversación se vio súbitamente
interrumpida por varios de los discípulos. La multitud que se agolpaba a las puertas de la casa
de Simón reclamaba al rabí y los hombres del Nazareno se sentían impotentes para
contenerlos.
Cuando el Maestro se alejó me juré a mí mismo que buscaría nuevas oportunidades para
conversar con El y exponerle mis interminables dudas.
Me fui tras Él. La multitud que yo había visto a las puertas del jardín de la casa de Simón
estalló al ver al Maestro. Pero Jesús no se movió del portalón. Allí, flanqueado por sus
discípulos, saludó a los peregrinos. Pero éstos, enterados del milagro que había hecho con
Lázaro, no se contentaron con verle y empezaron a pedirle una señal. Yo no salía de mi
asombro. A juzgar por sus gritos, aquellos hebreos -galileos en su mayoría- no pretendían
escuchar al Nazareno. Lo único que verdaderamente les importaba era asistir a otro prodigio...
Jesús, con evidentes muestras de desilusión, alzó sus brazos y se hizo el silencio. Un silencio
expectante. Y muchos de los allí congregados comenzaron a sentarse en el suelo, convencidos
de que su larga caminata no sería estéril y que pronto contemplarían otro «espectáculo». Pero
el Maestro, en tono enérgico, les dijo:
« ¡Necios!... Yo aparecí en medio del mundo y en la carne fui visto Por ellos. Y hallé a todos
los hombres ebrios, y entre ellos no encontré a ninguno sediento... Mi espíritu se dolió por los
hijos de los hombres, porque son ciegos de corazón y no ven.»
Y antes de que ninguno de los presentes pudiera reaccionar dio media vuelta, perdiéndose a
paso ligero en dirección a la mansión de su anfitrión.
Sinceramente, me alegré. Aquella turba, sedienta de emociones y prodigios, no se merecía
otra cosa. Poco a poco fui dándome cuenta que las multitudes apenas si habían asimilado el
mensaje de aquel Hombre. Ni siquiera los más cercanos -tal y como comprobaría al día
siguiente, con motivo de la entrada triunfal en Jerusalén- habían distinguido a aquellas alturas
del ministerio de Cristo de qué «reino» hablaba el Maestro. Empezaba a comprender el
verdadero alcance de aquellas frases del rabí, pronunciadas poco antes, en las escalinatas:
«Los que están conmigo no me han entendido...»
Hacia las tres de la tarde, en compañía de Lázaro y sus hermanas, entraba por primera vez
en el patio porticado de la casa de Simón. El anciano iba recibiendo en el centro del recinto al
medio centenar largo de comensales. Todos -conocidos o no del jefe de la casa- eran saludados
con el ósculo o beso de la paz. Inmediatamente, los familiares y servidores del antiguo leproso,
acompañaban a los invitados hasta los puestos que se les había asignado, en torno a una mesa
muy baja y en forma de U. A diferencia del patio de la casa de Lázaro, el de Simón aparecía
cubierto en su totalidad por un toldo o lona, sujeto por sogas a los capiteles de las columnas
que rodeaban el hermoso lugar. La cisterna central había sido cubierta con tablas, de tal forma
que en el Centro de la U quedaba un espacio más que sobrado como para permitir el
movimiento de los servidores.
Al llegar frente a Simón, Lázaro se encargó de presentarme al anciano. Al besarle comprobé
cómo su mejilla derecha conservaba aún las profundas cicatrices de su enfermedad. Parte del
ojo, así como esa misma zona del labio superior se hallaban prácticamente rotas y deformadas.
La barba blanca y abundante no terminaba de ocultar la huella del terrible mal. La mano
izquierda había quedado mutilada en las últimas falanges de los tres dedos centrales.
Sin embargo, el venerable anciano parecía haber olvidado aquellos años difíciles y ahora se
mostraba feliz y satisfecho, luciendo sus mejores galas: una túnica de lino, teñida en púrpura y
un manto de brillante seda a franjas azules y escarlatas.


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Cuando Lázaro y yo acudimos hasta nuestros respectivos puestos en la mesa, comprobé con
alivio que el resucitado había sido asignado a mi lado. Instintivamente miré a Marta, que
permanecía de pie junto al resto de las mujeres, y sonrió maliciosamente.
Siguiendo la costumbre, tuve que reclinarme sobre mi costado derecho1. Aunque los judíos
comían habitualmente sentados en sillas o taburetes, en las grandes ocasiones -y aquélla era
una fiesta en la que ambas aldeas, Betania y Betfagé, rendían un sincero homenaje al Maestrolos
hebreos habían ido adoptando la tradición helenística de almorzar reclinados sobre cómodos
cojines y esteras.
La única excepción, en este caso, fue Jesús. Como invitado de honor ocupaba el centro de la
U, habiendo sido preparado una especie de diván bajo, que apenas sobresalía de la mesa.
Aunque todos los invitados habían recibido en la mañana del viernes la correspondiente
invitación, con los nombres, incluso, de los restantes comensales, de acuerdo con una arraigada
tradición, el dueño de la casa había enviado aquella misma mañana del sábado otros tantos
mensajeros a los domicilios de sus amigos, recordándoles el lugar y la hora del banquete.
Respetuosamente, olvidando incluso la gran amistad que unía a ambas familias, Lázaro había
esperado esta segunda y última comunicación del mensajero. Sólo en ese momento partimos
de la casa.
Al subir las escalinatas de la hacienda de Simón me llamó la atención una tela blanca,
colgada a las puertas del atrio. Lázaro me explicó que aquel lienzo daba a entender que aún era
tiempo de entrar en la cena. El «aviso» sólo era retirado después de haber servido el tercer
plato.
Jesús y sus discípulos -los doce- estaban ya en el patio cuando mi amigo y yo fuimos
recibidos por el anfitrión. Por lo que pude apreciar, el rabí parecía haber olvidado el
desagradable percance con la multitud que le había pedido un milagro, y reía abiertamente,
demostrando un humor envidiable. Sus hombres, en cambio, a pesar de haber prescindido de
sus espadas, no reflejaban demasiada alegría. Les noté nerviosos y adustos. En seguida
comprendí la razón. Entre los invitados se hallaban cuatro o cinco sacerdotes, de una de las
comunidades de fariseos: mortales enemigos del Maestro. A las puertas permanecían algunos
de los policías del templo -levitas en su mayoría- que habían acudido hasta Betania con la
sospechosa misión de escoltar a los altos dignatarios del sacerdocio de Jerusalén. Lázaro me
comentó por lo bajo que había una cierta incertidumbre sobre los auténticos propósitos de
aquellos fariseos. Era muy posible que -siguiendo las órdenes de Caifás- aquel mismo
atardecer, una vez finalizado el sábado, los hombres del Sanedrín prendieran a Jesús. Pero los
«separados» o los «santos» -como se conocía también a los fariseos- no hicieron ademán
alguno que pudiera alertar a los seguidores de Cristo. Al contrario: aunque en ningún momento
se acercaron al grupo en el que dialogaba Jesús, tras recogerse las amplias mangas de sus
túnicas, dejaron que las mujeres procedieran al obligado lavatorio de manos y pies,
reclinándose en sus puestos con vivas muestras de satisfacción. Supongo que su cordialidad
podía obedecer a las magníficas viandas que habían empezado a circular ya sobre la mesa. Los
servidores de Simón habían dispuesto una especie de tazones de fina cerámica (hoy conocida
como terra sigillata), compactos y de cuidada forma, fabricados en barro rojo y -según me
señaló Lázaro- procedentes de Italia. Al levantar mi tazón pude ver en la base del mismo el
sello del fabricante: un tal Camurius, conocido alfarero de Arezzo. (Memoricé aquel nombre y
en la tarde del lunes cuando, al fin, pude regresar al módulo, Santa Claus confirmó que el
citado artesano italiano había vivido y trabajado en tiempos de Tiberio y Claudio, desde los años
14 al 54 después de Cristo.)
Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un cocinero de Jerusalén.
Curiosamente, si las cosas salían mal y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el
«jefe» de cocina debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción
que siempre dependía de la categoría social del anfitrión y de sus comensales.
No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos.)
Tras el caldo, a base de verduras y hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la
cuchara, los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y plata. repletas de
pescado cocido y cordero asado, hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
1 Los israelitas se desenvolvían mejor con la mano izquierda que con la derecha.


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El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel
silvestre. Todo ello, naturalmente, generosamente rociado -desde el principio al fin- por un vino
del Hebrón, servido en altos vasos de cristal primorosamente tallados. Al costado de cada
comensal había sido dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La
costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados con los dedos.)
Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores
y músicos contratados por Simón comenzaron a tañer sus instrumentos -fundamentalmente
flautas y citaras- y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte,
pendientes de los invitados, se unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus
cabezas y siguiendo el ritmo con su cuerpo.
Jesús -que había comido con gran apetito- apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo,
en el que destacaba María. La hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus
compañeras, había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con
la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras informaciones apuntaban hacia el hecho de que el
célebre molusco de las playas de Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se obtenía
la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color
rojo oscuro. Los fenicios lo descubrieron y supieron comercializarlo.)
María -tal y como ordenaban las normas sabáticas- había prescindido de su habitual cinta
sobre la frente y dejaba flotar su negra y larga cabellera.
En aquel momento, mientras los servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en
realidad lo que nosotros conocemos por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los
vapores del vino, se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón,
al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas
de Jericó. Los discípulos, por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados,
pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.
Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor.
Aquello se convirtió pronto en algo colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a
excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón -que correspondía a cada uno
de los groseros gestos con una leve inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de
valores. Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los
invitados por la espléndida comida y el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en
eructar, «agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.
Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno
de los comensales, ofreciendo unas minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y
blancoamarillentas. Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas» e
introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y
aromática. Según mi amigo, eran extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda
Palestina. Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la garganta,
proporcionando. además, un aliento más fresco y agradable.
En los días siguientes -y gracias a las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaromi
falta de aseo dental se vio notablemente aliviado.
Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a
tardar en estallar el «escándalo»...
Creo que todos, o casi todos los presentes -distraídos con la música y la agradable tertuliatardamos
algunos minutos en reparar en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de
las mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era María.
Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción.
Sin poder remediarlo me incorporé y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de
la mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de
honor.
Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba
sucediendo. La hermana menor, con su habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos
treinta centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente
translúcido (después supe que se trataba de alabastro oriental).
Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió buena parte del contenido sobre
los cabellos del Maestro. Un líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo


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