sábado, 13 de abril de 2013

CONTINUAMO CON LA SAGA DE CABALLO DE TROYA CON EL CAPITULO 31 AL 60


Caballo de Troya
J. J. Benítez
31
Salté del taxi y crucé la acera, mirando de reojo hacia mi izquierda. Aunque fue cuestión de
segundos, pude percibir cómo uno -el que permanecía al volante- se agitaba, tocando con
precipitación el hombro de su compinche, que se hallaba leen o un periódico. No sé qué pudo
suceder después. Me colé en el hall como una exhalación, evitando el ascensor. Gracias al cielo,
el recepcionista se encontraba de espaldas y presumo que no me vio desaparecer escaleras
arriba.
Jadeando y maldiciendo el tabaco irrumpí en mi habitación, en el momento preciso en que
sonaba el teléfono. Traté de recobrar el pulso y lo dejé sonar un par de veces. Al descolgarlo
reconocí la voz del recepcionista:
Disculpe, señor -anunció el empleado en un tono muy poco convincente-, ¿me dijo usted que
le llamara a las cinco y media o a las seis y media...?
Me dieron ganas de ponerle como un trapo. Pero disimulé, dando por sentado que junto al
recepcionista debía encontrarse alguno de los agentes, sino los dos...
-A las seis y media, por favor -respondí con voz seca y cortante.
-Disculpe, señor... Ha sido un error.
Acepté las disculpas y, por lo que pudiera ocurrir, me desnudé, dando buena cuenta del
olvidado almuerzo. Eran las cinco y media de la tarde. Si el FBI tragaba el cebo y estimaba que
todo había sido una confusión y que yo no me había movido para nada de mi habitación, quizá
aquellas últimas horas en Washington no fueran demasiado difíciles. Pero, ¿y si no era así?
Había que salir de dudas.
Y empecé a maquinar un nuevo plan. Era necesario que averiguase hasta qué punto creían
en mis palabras...
Mi preocupación, como es fácil adivinar, estaba centrada en los documentos. Tenía que
ponerlos a salvo a cualquier precio. Pero, ¿cómo? Pasé más de media hora reconociendo y
explorando hasta el último rincón de la habitación. Sin embargo, ninguno de los posibles
escondites me pareció lo suficientemente seguro. Llegué, incluso, a desenroscar la alcachofa de
la ducha, considerando la posibilidad de enrollar y ocultar parte del diario del mayor en el tubo
que sobresalía algo más de 35 centímetros de la pared del baño. Gracias a Dios, el instinto o la
intuición -o ambos a un mismo tiempo- me hicieron recelar y, finalmente, me decidí por la
solución más simple... y arriesgada. Perforé cuidadosamente el segundo cilindro y extraje otro
paquete de folios, igualmente protegido en una funda de plástico transparente y
minuciosamente grapada.
Arrojé todas las grapas en el interior de la botella de vino, que había quedado medio vacía, y
con la ayuda de varias tiras de cinta adhesiva, sujeté ambos mazos de folios a mi pecho y
espalda, respectivamente.
Después me vestí cuidadosamente, procediendo a rellenar los cartuchos de cartón con rollos
de fotografía, aún sin estrenar. Los deposité en el fondo de la bolsa de las cámaras y retiré las
películas de ambas máquinas, sustituyéndolas por otras, aún vírgenes.
Mi propósito era salir del hotel, a cuerpo descubierto y dejar el campo libre a los tipos del
FBI. Corría el gravísimo peligro de que, en lugar de registrar mi habitación, optaran por
seguirme y cachearme. En este segundo supuesto, los documentos habrían volado en cuestión
de minutos.. En previsión de que esa delicada circunstancia llegara a hacerse realidad, guardé
los rollos de TRI-X y de diapositivas que había obtenido en mi reciente investigación en México,
así como las imágenes de Arlington, en los bolsillos de la zamarra y del pantalón. «En caso de
registro -pensé- siempre es mejor que localicen primero las películas. Quizá se den por
satisfechos y se olviden del resto...»
No es que aquella estratagema me convenciera excesivamente pero, ¿qué otra cosa podía
hacer?
Corté las colas de las películas de una decena de rollos, todavía sin emplear, y los alineé
sobre el reducido escritorio, simulando que se trataba del fruto de mi trabajo gráfico en
aquellos últimos días.
A las seis y quince minutos tomé una hoja de papel, con el membrete del hotel, y escribí con
trazos descuidados:
Viernes (6-XI-81)... llamar a D. Garrón a las 13 horas (teléfono 6525783).


32
Rasgué la hoja en trozos pequeños y los dejé caer en la papelera metálica, separando
previamente uno de los cuadraditos de papel en el que podía leerse el siguiente fragmento:
éfono 6525. Deposité esta parte del escrito en el suelo de la habitación, muy cerca de la
papelera, como si en la maniobra -al lanzar los papeles-, uno de ellos hubiera caído fuera del
recinto.
Después vacié uno de los ceniceros en la citada papelera y procedí a desordenar la cama,
arrugando minuciosamente las sábanas.
A las seis y treinta, tal y como esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho
más amable, me recordó la hora.
-Muchas gracias -repuse, aprovechando la oportunidad para rematar mi plan-. Por cierto,
quisiera ir al cine... ¿Sabe si hay alguno por aquí cerca?
-Sí señor... ¿Qué tipo de película desea ver el señor...?
-Bueno, si es tan amable, vaya mirándolas usted mismo. Ahora bajo.
Al colgar me froté las manos. A pesar de los pesares, aquello resultaba electrizante...
Por último, y antes de abandonar la habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de
notas en un par de periódicos, escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del
box número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes -todavía «abiertos»- de mi
viaje de regreso a España, vía Nueva York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta,
empujé el carrito del almuerzo hasta el pasillo. Retiré el cartel de No molesten y cerré. Al
encaminarme hacia el ascensor pasé ante una bandeja -con algunos restos de comida- que
había sido depositada en el piso, junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas
y, retrocediendo, tomé mi botella de vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.
Una vez en el hall conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente -y a petición
mía- me acompañó hasta la calle, señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido.
Simulé no haber comprendido bien y el hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de
detalles. Tanto él como yo observamos furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba
aparcado a corta distancia. Aquella comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de
mi plan. Deseaba que quedara perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas
siguientes, yo iba a tratar de disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital
hacerse notar...
Con las manos en los bolsillos y el «dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado
entre los periódicos, fui alejándome con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El
peso de los folios -en especial los del tórax- empezaba a lastimarme.
Con dos o tres paradas, aparentemente casuales, frente a otros tantos comercios, fue más
que suficiente como para comprobar que los agentes no se habían movido del interior del
turismo. Con aquel paso igualmente displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la
populosa avenida de Pennsylvania, entre cuyos restaurantes, galerías comerciales, pub y
cinematógrafos siempre resulta más fácil pasar inadvertido.
Adquirí un boleto y a las siete y media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi
intención no era ver una película. A los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné
el cine, dirigiéndome a una cabina telefónica.
Aunque me hallaba muy cerca de la calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar
primero a la oficina de la agencia Efe en Washington. Uno de los periodistas -viejo amigo- iba a
jugar un papel decisivo en esta última parte del plan. Como era de esperar, el primer número
comunicaba sin cesar. Marqué el segundo -3323120- y, al fin, logré hablar con la redacción.
No me vi forzado a darle demasiadas explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad
no puedo revelar, por razones obvias, intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó
verme de inmediato.
A eso de las ocho y media de la noche retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de
que nadie me seguía, me deslicé rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press
Building, en la mencionada calle 14 del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el
departamento 969, sede de la agencia Efe.
Una hora después, con el mismo aire de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del
hotel. De buen grado, y sin hacer demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su
ayuda. A las diez de ¡a mañana del día siguiente -tal y como habíamos acordado- se
presentaría en mi hotel..


33
Mi intuición no falló esta vez. Al aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el
coche azul metalizado había desaparecido.
Al reclamar mi llave en conserjería observé que los empleados eran otros. Y aunque
últimamente los dedos se me hacían huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno.
Di orden para que me despertasen a las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el
estómago, tomé el camino de la sexta planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa
circunstancia de que el vehículo del FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber
sucedido en estas tres horas?
No necesité mucho tiempo para averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis
ojos se clavaron en el pequeño escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma
premeditada sobre la lámina de cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de
proceder a una rigurosa inspección general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con
alivio que mis máquinas seguían allí. Sin embargo, tal y como había supuesto, también los
rollos -a medio impresionar- que yo había sustituido en el último momento habían sido
extraídos (posiblemente rebobinados) de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía
intacto. Los cilindros de cartón, repletos de película, no parecían haber llamado la atención de
los intrusos. Seguían en el fondo de la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo
«tomar prestadas» en los hoteles donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de
mi maestro y compadre Fernando Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre
cámaras y objetivos.
Tampoco las cuatro o cinco níspolas que yo había recogido en Arlington habían sido
sustraídas por los agentes. Porque, a estas alturas, y tal y como pude confirmar minutos más
tarde, saltaba a la vista que mi habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi
vida había acertado de pleno.)
En un primer chequeo pude deducir que el resto de mis enseres -maleta, ropa, útiles de
aseo, etc.- seguía donde yo los había dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en
la estancia habían sido sumamente cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que
siempre impongo a mi alrededor.
Aquellos tipos buscaban información -cualquier dato que pudiera estar relacionado con el
mayor o con el «amigo» que yo decía estar buscando- y no iba a tardar en confirmarlo.
Algo más tranquilo después de aquel rápido inventario, me situé frente a la papelera en la
que había arrojado los trocitos de papel, así como las colillas de uno de los ceniceros.
Los papelillos seguían en el fondo del recipiente, excepción hecha del que dejé caer
intencionadamente sobre el entarimado de la habitación. Este, en un lamentable error del
agente, fue encontrado por mí en el fondo de la papelera, junto a sus hermanos... Conociendo
como conozco, a los servicios de Información, yo sabía que uno de los lugares donde siempre
miran es precisamente en las papeleras. La trampa había dado resultado. El agente, después de
reconstruir la hoja de papel que yo había troceado, la devolvió a la papelera, procurando que
las 28 partes cayeran íntegramente en el cubo de metal.
Aquel torpe representante del FBI había dejado, además, sobre el cristal del escritorio, otro
rastro de su paso. Como habrá imaginado el lector, el hecho de vaciar uno de los ceniceros en
la papelera -y más concretamente sobre los papelillos- no fue un gesto de higiene, aunque ésa
pueda ser la primera impresión...
Aquella maniobra estuvo perfectamente calculada. Y ahora, al examinar el vidrio sobre el
que, a todas luces, había sido minuciosamente reconstruida la hoja de papel, no tardé en
detectar, como digo, la huella del intruso.
Al ir encajando los pedacitos de papel, el agente no se percató de que una mínima porción
de ceniza -pero suficiente para mis propósitos- caía sobre el cristal de la mesa.
Una vez desvelado el rompecabezas, el individuo restituyó los restos a su correspondiente
lugar, no teniendo la precaución de limpiar la superficie sobre la que había trabajado.
Con la ayuda de una minúscula lupa, Agfa Lupe 8x, que siempre me acompaña y que resulta
de gran utilidad para el examen de diapositivas, localicé al instante numerosas partículas
blancogrisáceas, que no eran otra cosa que parte de la ceniza con la que había cubierto los
papelillos.
Si los agentes -como era fácil suponer- habían tomado buena nota de lo que estaba escrito
en dicha hoja, había una alta posibilidad de que cayeran en una nueva trampa...


34
Antes de acostarme, y en previsión de que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el
número de la Cancillería Española, haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo
del señor Garzón, consejero de Información, y que, por favor, le dejara escrito que le
telefonearía hacia las 13 horas del día siguiente. De esta forma, y en el más que probable
supuesto de que mi conversación hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo
que, sin duda, habían leído en mi habitación.
Dejé prácticamente hecha la maleta y me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los
dientes, recibí otra sorpresa. Aquellos malditos agentes habían perforado -de parte a parte y
por tres puntos- el tubo de la pasta dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me
temía, encontré el tubo igualmente agujereado.
«¿De qué habrán sido y de qué serán capaces estos "gorilas"?», empecé a preguntarme con
inquietud.
Aquella noche, y por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad y apuntalé la
puerta con la única silla existente en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar
los documentos de mi pecho y espalda. En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella
incómoda carga no fue óbice para que el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la
primera vez que dormía con un «alto secreto»..., entre pecho y espalda.
De acuerdo con el plan trazado la tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a
las diez en punto de la mañana del viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería,
dirigiéndome seguidamente a uno de los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.
Tras desayunar en la habitación, había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte
de mi ropa sucia -pañuelos y calcetines, fundamentalmente-, cerrándolos nuevamente y
escribiendo en cada uno de ellos mi nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el
tiempo en Washington D.C. era fresco y soleado, me enlundé una gabardina color hueso.
Con las cámaras al hombro y los cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi,
pidiéndole que me llevara hasta el Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.
Si el FBI seguía mis movimientos, aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me
ayudarían a darles un buen esquinazo.
A las 10.30 horas, el taxista detenía su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa
de una excelente propina, le rogué que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y
certificar ambos paquetes. El hombre accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que
observaba cómo un turismo de color negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien
metros por delante.
Con el presentimiento de que los ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los
que habían irrumpido y registrado mi habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida
central. Gracias a Dios, mi amigo esperaba ya en el interior. A toda velocidad, y ante los
atónitos ojos de una jovencita que rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me
había reunido con el reportero de Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero.
Escribí la matrícula del taxi en uno de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al
entregarle el papel, le advertí -en castellano- que tuviera cuidado con el turismo que había visto
aparcar a escasa distancia del taxi.
Siguiendo el plan previsto, mí colega se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía
entre el gentío, en dirección a la ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los
cinco minutos, el periodista debería introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin
de hacer aún más difícil su identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con
una bolsa del mismo color y lo más parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.
Cuando el funcionario guardó los cilindros de cartón, me dirigí hacia la puerta y, desde el
umbral, comprobé que el taxi y el turismo negro habían desaparecido.
Sin perder un minuto, me encaminé hacia la boca del metro de Gallery Place. Desde allí,
siguiendo la línea Mcpherson-Farragut West, reaparecí en la estación de Foggy Bottom. Eran las
11.30.
Una hora después, otro taxi me dejaba en el aeropuerto nacional de Washington. O mucho
me equivocaba, o los agentes del FBI estaban a punto de llevarse un solemne «planchazo»... A
las 13.25 de aquella agitada mañana, el vuelo 104 de la compañía BN me sacaba -al fin- de la
capital federal.


35
Difícilmente puedo describir aquellas últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si
mi amigo no había logrado engañar a los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad
-y lo que era mucho peor: mi tesoro- corrían grave riesgo.
A las cuatro en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe
en Washington. Mi cómplice -al que nunca podré agradecer suficientemente su audacia y
cooperación- me saludó con la contraseña que sólo él y yo conocíamos:
-¿Desde Santurce a Bilbao...?
Voy por toda la orilla -respondí con la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba,
entre otras cosas, que nuestro plan había funcionado.
En cuatro palabras, mi enlace me puso al corriente de lo que había ocurrido desde el
momento en que se introdujo en el taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color
negro, que se habla estacionado a corta distancia de la fachada principal de la oficina de
correos, reanudó su discreto seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que
mi amigo habla ocupado mi puesto y que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que
permitir mi fulminante salida del país.
Siguiendo las indicaciones del nuevo pasajero, el taxista -que vio incrementado el importe de
su carrera con una súbita propina de cincuenta dólares (propina que, según mi colega, le volvió
temporalmente mudo y sordo)- y ante la presumible desesperación de los hombres del FBI,
condujo su vehículo hasta el interior de la Cancillería Española, en el número 2700 de la calle
15. Allí permanecieron ambos hasta las 13.30. A esa hora, uno de los vuelos regulares
despegaba de Washington, situándome, como ya he referido, en la ciudad de Nueva York.
El desconcierto de los «gorilas» -que habían esperado pacientemente la salida del taxi- debió
de ser memorable al ver aparecer el citado vehículo, pero con otros dos ocupantes en el asiento
posterior. Mi amigo, que había abandonado la gabardina y la bolsa en el interior de la
cancillería, se encasquetó una gorra roja y se hizo acompañar por uno de los funcionarios y
amigo.
El FBI mordió nuevamente el cebo y, creyendo que yo seguía en el interior de la embajada,
siguió a la espera.
« Es posible -comentó divertido el reportero de Efe- que aún sigan allí...»
A las 19.15 horas, con los documentos sólidamente adheridos a mi pecho y espalda y -por
qué negarlo- al borde casi de la taquicardia, el vuelo 904 de la TWA me levantaba a diez mil
metros, rumbo a España.
Al día siguiente, sábado, una vez confirmado mi aterrizaje en Madrid-Barajas, el colega se
personó en el hotel, recogiendo mi maleta y saldando la cuenta. Por supuesto, y tal como
sospechaba, los cilindros de cartón que había certificado en Washington, jamás llegaron a su
legítimo destino...


36
¡Qué equivocado estaba! Mis angustias no terminaron con el rescate del diario del mayor.
Fue a partir de la lectura de aquellos documentos cuando mi espíritu se vio envuelto en toda
suerte de dudas...
Durante dos años, siempre en el más impenetrable de los silencios, be desplegado mil
diligencias para intentar confirmar la veracidad de cuanto dejó escrito el fallecido piloto de la
USAF. Sin embargo -a pesar de mis esfuerzos-, poco he conseguido. La naturaleza del proyecto
resulta tan fantástica que, suponiendo que haya sido cierto, la losa del «alto secreto» lo ha
sepultado, haciéndolo inaccesible. Algo a lo que soviéticos y norteamericanos -dicho sea de
paso- nos tienen muy acostumbrados desde que se empeñaron en la loca carrera
armamentista. No hace falta ser un lince para comprender que, tanto en la conquista del
espacio como en el desarrollo del potencial bélico, unos y otros ocultan buena parte de la
verdad y -lo que es peor- no sienten el menor pudor a la hora de mentir y desmentir. Tampoco
es de extrañar, por tanto, que haya caído una cortina de hierro sobre el proyecto que relata el
mayor en su legado.
En el presente trabajo he llevado a cabo la transcripción -lo más fiel posible- de los primeros
350 folios del total de 500 que contenían ambos cilindros. Aunque no voy a desvelar por el
momento el contenido del resto del proyecto, puedo adelantar -eso sí- que responde a un
denominador común: «un gran viaje», tal y como los define el propio mayor. Un «viaje» que
haría palidecer a Julio Verne...
No soy tan necio, por supuesto, como para creer que con el hallazgo y posterior traslado de
estos documentos fuera de los Estados Unidos han desaparecido los riesgos. Al contrarío. Es
precisamente ahora, con motivo de su salto a la luz pública, cuando los servicios de Inteligencia
pueden «estrechar» su cerco en torno a este inconsciente periodista. Es un peligro que asumo,
no sin cierta preocupación...
Pero, como hombre prevenido vale por dos, después de una fría valoración del asunto, yo
también he tomado ciertas «precauciones». Una de ellas -la más importante, sin duda- ha sido
depositar los originales del mencionado proyecto en una caja de seguridad de un banco, a
nombre de mi editor, José Manuel Lara. En el supuesto de que yo fuera «eliminado», la citada
documentación sería publicada ipso facto.
Naturalmente, nada más pisar España, una de mis primeras preocupaciones -amén de poner
a buen recaudo ambas documentaciones originales- fue fotocopiar, por duplicado, los 500 folios
que había sacado de Washington. Con el fin de evitar en lo posible el riesgo de «desaparición»
de dicho diario, una de las reproducciones ha sido guardada -junto con los documentos oficiales
que me fueron entregados en 1976 por el entonces general jefe del Estado Mayor del Aire, don
Felipe Galarza 1- en otra caja de seguridad, a nombre de un viejo y leal amigo, residente en
una ciudad costera española.
A lo largo de estos dos años, como digo, y tras conocer el «testamento» del mayor, he
llevado a cabo numerosas consultas -especialmente con científicos y médicos- intentando
esclarecer, cuando menos, la parte de ficción que destilan ambos «viajes». Vaya por delante -y
en honor a la verdad- que los primeros se han mostrado escépticos en cuanto a la posibilidad
de materialización de semejante proyecto. A pesar de ello, y antes de pasar al diario
propiamente dicho, quiero dejar sentado que mi obligación como periodista empieza y concluye
precisamente con la obtención y difusión de la noticia. Será el lector -y quién sabe silos
hombres del futuro, como ocurrió con Julio Verne- quien deberá sacar sus propias conclusiones
y otorgar o retirar su confianza a cuanto encuentre en las próximas páginas.
1 Estos trescientos folios forman parte de doce investigaciones secretas de la Fuerza Aérea Española sobre otros
tantos casos de ovnis en España. Han sido publicados en el libro Ovnis: Documentos oficiales de¡ Gobierno español


37
En todo caso -y con esto concluyo- si el «gran viaje» del mayor fue sólo un sueño de aquel
hombre extraño y atormentado, que Dios bendiga a los soñadores.


38
EL DIARIO
Hoy, 7 de abril de 1977, al año de mi retiro voluntario a la selva del Yucatán, una vez
conocida la muerte de mi hermano... y al cuarto año de nuestro regreso del «gran viaje», pido
humildemente al Todopoderoso que me conceda las fuerzas y vida necesarias para dejar por
escrito cuanto sé y contemplé -por la infinita misericordia de Dios- en Palestina.
Es mi deseo que este testimonio sea conocido entre los hombres de buena voluntad -
creyentes o no- que, como nosotros, caminan a la búsqueda de la Verdad.
Sé desde hace más de un año -como también lo supo mi hermano en el «gran viaje»- que
mi muerte está cercana. Por ello, siguiendo sus reiteradas peticiones y los cada vez más firmes
impulsos de mi propia conciencia, he procedido a ordenar mis notas, recuerdos y sensaciones.
Espero que la persona o personas que algún día puedan tener acceso a este humilde y sincero
diario hagan suya mi voluntad de permanecer, como mi hermano, en el más riguroso
anonimato. No somos nosotros los protagonistas, sino «ÉL».
No es fácil para mi resumir aquellos años previos a la definitiva puesta en marcha del «gran
viaje». Y aunque nunca ha sido mi propósito desvelar los programas y proyectos confidenciales
de mi país, a los que he tenido acceso por mi condición de militar y miembro activo -hasta
1974- de la OAR (Oflice of Aerospace Research)1, entiendo que antes de ofrecer los frutos de
nuestra experiencia en Israel, debo poner en antecedentes a cuantos lean este informe de
algunos de los hechos previos a aquel histórico enero de 1973.
Debo advertir igualmente que, dada la naturaleza del descubrimiento efectuado por nuestros
científicos y las dramáticas consecuencias que podrían derivarse de una utilización errónea o
premeditadamente negativa del mismo, mis aclaraciones previas sólo tendrán un carácter
puramente descriptivo. Como he mencionado antes, no es el medio lo que importa en este
caso, sino los resultados que gozosamente tuvimos a bien alcanzar. Descargo así mis
escrúpulos de conciencia y confío en que algún día -si la humanidad recupera el perdido sentido
de la justicia y de los valores del espíritu- sean los responsables de este sublime hallazgo
quienes lo den a conocer al mundo en su integridad.
Fue en la primavera de 1964 cuando, confidencialmente y por pura casualidad, llegó hasta
mis oídos la existencia de un ambicioso y revolucionario proyecto, auspiciado por la AFOS! y la
AFORS2 y en el que trabajaba desde hacía años un nutrido equipo de expertos del Instituto de
Tecnología de Massachusetts.
Yo había sido seleccionado en octubre de 1963, con otros trece pilotos de la USAF, para uno
de los proyectos de la NASA. En mi calidad de médico e ingeniero en física nuclear, y puesto
que seguía perteneciendo a la OAR, me encomendaron un trabajo específico de supervisión del
llamado VIAL o Vehículo para la Investigación del Aterrizaje Lunar. En la mencionada primavera
de 1964, dos de estas curiosas máquinas voladoras -en las que se iniciaron los primeros
ensayos para los futuros alunizajes del proyecto Apolo- llegaron al fin al lugar donde yo había
sido destinado: el Centro de Investigación de Vuelos de la NASA, en la base de Edwards, de las
fuerzas aéreas norteamericanas, a ochenta millas al norte de Los Angeles.
1 La OAR es la Oficina de Investigación Aeroespacial. (Nota del traductor.)
2 AFOSI y AFORS son las siglas de la Air Force Office of Special Investigations (Oficina de Investigaciones
Espaciales de la Fuerza Aérea) y de la Air Force Office of Scientific Research (Oficina de Investigación Científica de la
Fuerza Aérea), respectivamente. (N. del t.)


39
En aquel paisaje desolado -en pleno corazón del desierto Mojave- permanecí hasta últimos
de 1964, en que concluyeron con éxito las pruebas preliminares de vuelo de los VIAL.
No tengo que repetir que aquellas pruebas y otros proyectos -en especial los de la USAFhabían
sido calificados como «altamente secretos». El ingreso en el recinto de la base y en el
de las experiencias en particular era limitado al personal especialmente acreditado.
Durante meses conviví con otros candidatos a astronautas, oficiales, científicos y técnicos -
todos ellos en posesión de la top secret security clearance1 llegando a mis oídos un fantástico
proyecto: la Operación Swivel ("Eslabón").
Una vez finalizado mi trabajo en Edwards, la NASA estimó que debía incorporarme al Centro
Marshall, de vuelos espaciales. Mi verdadera vocación ha sido siempre la investigación.
Concretamente, el joven «mundo» de la teoría unificada de las partículas elementales. Sin
embargo, mis inquietudes en aquel mes de diciembre de 1964 discurrían por otros derroteros.
Los costos de la NASA habían empezado a dispararse y el Centro Marshall trabajaba día y noche
para encontrar nuevos sistemas o fuentes de energía, que abaratasen las costosas baterías
«químicas» de los proyectos Explorer, Mercury y Geminis.
Una semana antes de Navidad, y por motivos de mi trabajo, tuve que volar nuevamente a la
base de Edwards. Durante uno de los almuerzos con el personal especializado conocí al nuevo
jefe del proyecto Swivel, el general..., un hombre sereno y de brillante inteligencia, que supo
escuchar pacientemente mis disquisiciones y lamentos sobre la miopía mental de algunos altos
cargos de la NASA, que habían rechazado una y otra vez mis sugerencias sobre la necesidad de
sustituir las anticuadas baterías químicas por células de carburante o por baterías atómicas.
El general pareció interesarse por algunos de los detalles de las pilas atómicas y yo -lo
reconozco- me desbordé, saturándole con la lluvia de datos e información en torno a las
excelencias del plutonio 238, del curio 244 y del prometio 147... Antes de retirarse de la mesa,
el general me hizo una sola pregunta: «¿Quiere trabajar conmigo? »
Gracias al cielo, mi respuesta fue un fulminante: «Sí.»
De esta forma, en enero de 1965 abandonaba definitivamente la NASA, para incorporarme al
módulo de experiencias de la USAF, en Mojave. Yo había conocido a buena parte de los
científicos y militares que se afanaba en aquel fantástico proyecto durante mi anterior etapa en
la base de Edwards. Esto facilitó las cosas y mi definitiva integración en la Operación Swivel fue
rápida y total.
Durante los primeros meses, mi papel -de acuerdo con los deseos del general que me había
contratado y al que de ahora en adelante llamaré con el nombre supuesto de «Curtiss»- se
centró en una frenética investigación en torno a un sistema auxiliar de abastecimiento de
energía mediante una batería atómica llamada SNAP-9A, que son las siglas de Systems for
Nuclear Auxiliary Powers2.
En esas fechas, el proyecto había superado ya las primeras y obligadas fases de
experimentación. Estas habían tenido lugar -siempre en el más férreo de los secretos- entre
1959 y 1963. Nunca supe -y tampoco me preocupó en exceso- quién o quiénes habían sido los
promotores o descubridores del sistema básico que había permitido concebir semejante
aventura. En algunas de mis múltiples conversaciones con el general Curtiss, este insinuó que -
aunque en el equipo inicial habían participado algunos de los veteranos científicos del proyecto
Manhattan, que «dio a luz» la bomba atómica- «el cambio de criterios en relación con la
naturaleza de las mal llamadas partículas elementales o subatómicas procedía de Europa». Al
parecer, y a través de la CIA, las fuerzas aéreas norteamericanas habían recibido -procedentes
de Europa occidental- una serie de documentos en los que se hablaba de un brusco cambio de
180 grados en la interpretación de la física cuántica.
En esencia, ya que no es mi intención aquí y ahora alargarme excesivamente en cuestiones
puramente técnicas, ese «sistema básico» que había impulsado la operación consistía en el
descubrimiento de una entidad elemental -generalizada en el cosmos- en la que la ciencia no
1 Autorización para tener acceso a determinados secretos que afectan a la defensa nacional en los Estados Unidas.
(N. del t.)
2 Sistema de Energía Nuclear Auxiliar. Fueron utilizados, en efecto, por la NASA y el AEC para usos espaciales.
Estas baterías de isótopos radiactivos pueden producir varios centenares de vatios de electricidad durante períodos
superiores a un año. (N. del t.)


40
había reparado hasta ese momento y que ha resultado, y resultará en el futuro, la «piedra
angular» para una mejor comprensión de la formación de la materia y del propio universo.
Esa entidad elemental que fue bautizada con el nombre de swivel puso de manifiesto que
todos los esfuerzos de la ciencia por detectar y clasificar nuevas partículas subatómicas no eran
otra cosa que un estéril espejismo. La razón -minuciosamente comprobada por los hombres de
la operación en la que trabajé- era tan sencilla como espectacular: un swivel tiene la propiedad
de cambiar la posición u orientación de sus hipotéticos «ejes»1 transformándose así en un
swivel diferente.
El descubrimiento dejó perplejos a los escasos iniciados, arrastrándolos irremediablemente a
una visión muy diferente del espacio, de la configuración íntima de la materia y del tradicional
concepto del tiempo.
El espacio, por ejemplo, no podía ser considerado ya como un «continuo escalar» en todas
direcciones. El descubrimiento del swivel echaba por tierra las tradicionales abstracciones del
«punto», «plano» y «recta». Estos no son los verdaderos componentes del universo. Científicos
como Gauss, Riemann, Bolyai y Lobatschewsky habían intuido genialmente la posibilidad de
ampliar los restringidos criterios de Euclides, elaborando una nueva geometría para un «nespacio
». En este caso, el auxilio de las matemáticas salvaba el grave escollo de la percepción
mental de un cuerpo de más de tres dimensiones. Nosotros habíamos supuesto un universo en
el que los átomos, partículas, etc., forman las galaxias, sistemas solares, planetas, campos
gravitatorios, magnéticos, etc. Pero el hallazgo y posterior comprobación del swivel nos dio una
visión muy distinta del Cosmos: el Espacio no es otra cosa que un conjunto asociado de
factores angulares, integrado por cadenas y cadenas de swivels. Según este criterio, el cosmos
podríamos representarlo -no como una recta-. Sino como un enjambre de estas entidades
elementales. Gracias a estos cimientos, los astrofísicos y matemáticos que habían sido
reclutados por el general Curtiss para el proyecto Swivel fueron verificando con asombro cómo
en nuestro universo conocido se registran periódicamente una serie de curvaturas u
ondulaciones, que ofrecen una imagen general muy distinta de la que siempre habíamos tenido.
Pero no quiero desviarme del objetivo principal que me ha empujado a escribir estas líneas.
A principios de 1960, y como consecuencia de una más intensa profundización en los swivels,
uno de los equipos del proyecto materializó otro descubrimiento que, en mi opinión, marcará un
hito histórico en la humanidad: mediante una tecnología que no puedo siquiera insinuar, esos
hipotéticos ejes de las entidades elementales fueron invertidos en su posición. El resultado llenó
de espanto y alegría a un mismo tiempo a todos los científicos: el minúsculo prototipo sobre el
que se había experimentado desapareció de la vista de los investigadores. Sin embargo, el
instrumental seguía detectando su presencia...
A partir de entonces, todos los esfuerzos se concentraron en el perfeccionamiento del
referido proceso de inversión de los swivels. Cuando yo me incorporé al proyecto, el general me
explicó que, con un poco de suerte, en unos pocos años más estaríamos en condiciones de
efectuar las más sensacionales exploraciones... en el tiempo y en el espacio.
Poco tiempo después comprendí el verdadero alcance de sus afirmaciones.
Al multiplicar nuestros conocimientos sobre los swivels y dominar la técnica de inversión de
la materia, apareció ante el equipo una fascinante realidad: «más allá» o al «otro lado» de
nuestras limitadas percepciones físicas hay otros universos (las palabras sólo sirven para
amordazar la descripción de estos conceptos) tan físicos y tangibles como el que conocemos
(?). En sucesivas experiencias, los hombres del general Curtiss llegaron a la conclusión de que
1 Aún hoy y puesto que este sensacional hallazgo no ha sido dado a conocer a la comunidad científica del mundo,
numerosos investigadores y expertos en física cuántica siguen descubriendo y detectando infinidad de subpartículas
(neutrinos, mesones, antiprotones, etc.) que sólo contribuyen a oscurecer el intrincado campo de la física. El día que los
científicos tengan acceso a esta información comprenderán que todas esas partículas elementales que conforman la
materia no son otra cosa que diferentes cadenas de swivel, cada uno de ellos orientado en una forma peculiar respecto
a los demás. Tanto los especialistas que trabajaron en esta operación, como yo mismo, tuvimos que doblegar nuestras
viejas concepciones del espacio euclideo, con su trama de puntos y rectas, para asimilar que un swivel está formado
por un haz de ejes ortogonales que «no pueden cortarse entre sí». Esta aparente contradicción quedó explicada cuando
nuestros científicos comprobaron que no se trataba de «ejes» propiamente dichos, sino de ángulos. (De ahí que haya
entrecomillado la palabra «eje» y me haya referido a hipotéticos ejes.) La clave estaba, por tanto, en atribuir a los
ángulos una nueva propiedad o carácter: el dimensional. (Nota del mayor.)


41
nuestro cosmos goza de un sinfín de dimensiones desconocidas. (Matemáticamente fue posible
la comprobación de diez.)
De estas diez dimensiones, tres son perceptibles por nuestros sentidos y una cuarta -el
tiempo- llega hasta nuestros órganos sensoriales como una especie de «fluir», en un sentido
único, y al que podríamos definir groseramente como «flecha o sentido orientado del tiempo».
En ese raudal de información apareció ante nuestros atónitos ojos otro descubrimiento que
cambiará algún día la perspectiva cósmica y que bautizamos como nuestro cosmos «gemelo»1
A mí, personalmente, al igual que al general jefe del proyecto, lo que terminó por
cautivarnos fue el nuevo concepto del « tiempo». Al manipular con los ejes de los swivels se
comprobó que estas entidades elementales no «sufrían» el paso del tiempo. ¡Ellas eran el
tiempo!
Largas y laboriosas investigaciones pusieron de relieve, por ejemplo, que lo que llamamos
«intervalo infinitesimal de tiempo» no era otra cosa que una diferencia de orientación angular
entre dos swivels íntimamente ligados. Aquello constituyó un auténtico cataclismo en nuestros
conceptos del tiempo2.
No fue muy difícil detectar que -por uno de esos milagros de la naturaleza- los ejes del tiempo
de cada swivel apuntaban en una dirección común... para cada uno de los instantes que
podríamos definir puerilmente como «mi ahora». Al instante siguiente, y al siguiente y al
siguiente -y así sucesivamente- esos ejes imaginarios variaban su posición dando paso a
distintos «ahora». Y lo mismo ocurría> obviamente, con los «ahora» que nosotros llamamos
1 Me extenderé poco sobre nuestro «biocosmos» o cosmos gemelo, pero me resisto a ocultar algunas de las
características básicas del mismo. Aquellos análisis humillaron aún más si cabe nuestra soberbia científica. En realidad,
no existe un único cosmos -como siempre habíamos creído- sino infinito número de pares de Cosmos. La diferencia
fundamental detectada entre los elementos de uno y otro (los nuestros, por ejemplo), estriba en que sus estructuras
atómicas respectivas difieren en el signo de la carga eléctrica y que nuestros científicos han llamado y siguen llamando
incorrectamente «materia y antimateria«. Nuestro cosmos gemelo, por ejemplo, presenta las siguientes diferencias:
1) En sus átomos, la corteza está formada por electrones positivos orbitales y su núcleo por antiprotones
(protones negativos).
2) Jamás podrán ponerse en contacto ambos cosmos. Tampoco tiene sentido pensar que puedan superponerse ya
que no los separan relaciones «dimensionales». (No hay distancias ni simultaneidad en el tiempo.)
3) Ambos cosmos poseen la misma masa y el mismo radio, correspondiente a una hiperesfera de curvatura
negativa.
4) Cada uno goza de singularidades distintas; es decir, en nuestro cosmos gemelo no hay el mismo número de
galaxias ni aquéllas poseen la misma estructura que las «nuestras». No hay, por tanto, otro planeta Tierra gemelo.
5) Ambos cosmos fueron «creados» simultáneamente, pero sus flechas del tiempo no tienen por qué estar
orientadas en el mismo sentido. (No podemos hablar, en consecuencia, de que dicho cosmos coexiste con el nuestro en
el tiempo o de que existió antes o de que existirá después. Únicamente podemos afirmar que existe.)
Pero quizá lo que más impresionó a nuestro equipo de investigadores fue verificar que ese cosmos gemelo ejerce
una determinada influencia sobre el nuestro..., y presumiblemente -porque esto no ha sido comprobado aún -el nuestro
actúa también sobre aquél. (N. del m.)
2 Las sucesivas verificaciones demostraron, por ejemplo, que el tiempo puede asimilarse a una serie de swivels
cuyos ejes están orientados ortogonalmente con respecto a los radios vectores que implican distancias. Según esto,
descubrimos que puede darse el caso -si la inversión de ejes es la adecuada- que un observador, en su nuevo marco de
referencia, aprecie como distancia lo que en el antiguo sistema referencial era valorado como «intervalo de tiempo». Es
fácil comprender entonces por qué un suceso ocurrido lejos de la Tierra (por ejemplo, en un planeta del cumulo
globular M13, situado a 22 500 anos luz) no puede ser jamás simultáneo a otro que se registre en nuestro mundo. Esto
nos dio la explicación de por qué un objeto que pudiera viajar a la velocidad de la luz acortaría su distancia sobre el eje
de traslación, hasta reducirse a una pareja de swivels. Distancia que, aunque tiende a cero, no es nula como apunta
erróneamente una de las transformaciones del matemático Lorentz. (Quizá pueda referirme en otro apartado de este
relato a lo que descubrimos en torno a la velocidad limite o de la luz, al invertir los ejes de los swivels y pasar, por
tanto, a otros marcos dimensionales.)
Y ya que he mencionado el proceso de inversión de ejes de los swivels, debo señalar que, al principio, muchos de
los intentos de inversión de la materia resultaron fallidos, precisamente por una falta de precisión en dicha operación.
Al no lograr una inversión absoluta, el cuerpo en cuestión -por ejemplo, un átomo de molibdeno- sufría el conocido
fenómeno de la conversión de la masa en energía. (Al desorientar en el seno del átomo de Mo1 un solo nucleón -un
protón, por ejemplo-, obteníamos un isótopo del Niobio-10.) Cuando esa inversión fue absoluta, el protón parecía
aniquilado, pero sin quebrar el principio universal de la conservación de la masa y de la energía. (N. del m.)

42
pasado. Aquel potencial -sencillamente al alcance de nuestra tecnología- nos hizo vibrar de
emoción, imaginando las más espléndidas posibilidades de «viajes» al futuro y al pasado1.
A partir de esos momentos (1966), el proyecto se subdividió en tres ambiciosos programas.
Aunque estrechamente vinculados, los tres equipos se afanaron en la puesta a punto de
otros tantos módulos que nos permitieran la exploración -sobre el «terreno»- en tres
direcciones bien distintas:
En primer lugar, con un «viaje» a otro marco dimensional dentro de nuestra propia galaxia2.
En segundo término, y forzando los ejes del tiempo de los swivels hacia adelante, trasladar
todo un laboratorio -con astronautas incluidos- a nuestro propio futuro inmediato.
Por último, y siguiendo un proceso contrario, situar otro módulo o laboratorio en el pasado
de la Tierra.
Yo fui asignado a este tercer proyecto -bautizado como Caballo de Troya- y a él, y a cuanto
le rodeó basta que fue consumado en enero de 1973, me referiré en esta primera parte del
diario.
Desde 1966 a 1969, nuestro módulo -bautizado entre los miembros del equipo como la
«cuna» a causa de su parecido con dicho mueble- experimentó sucesivas modificaciones, hasta
alcanzar un volumen lo suficientemente grande como para albergar a dos tripulantes.
La atención del reducido grupo de científicos que fuimos seleccionados para la Operación
Caballo de Troya estuvo fija durante muchos meses en la consecución de un sistema que
permitiera una total y segura manipulación de los ejes del tiempo de los swivels de toda la
«cuna», tanto manual como electrónicamente.
Finalmente, y con la colaboración de la Bell Aerosystems Co., de Niagara Falls -la misma
empresa que diseñó y construyó el ML o módulo lunar para el proyecto Apolo- nos hicimos con
un laboratorio de diez pies de alto, con cuatro puntos de apoyo extensibles, de trece pies cada
uno y un peso total de 3000 libras.
A diferencia del módulo del primero de los proyectos que he citado -cuya operación fue
bautizada como Marco Polo- el nuestro no precisaba de un sistema de propulsión. La operación
de inversión de todas las subpartículas atómicas de la «cuna», incluido el recinto geométrico del
mismo, sus ocupantes y la totalidad de los gases, fluidos, etc., que lo integran, podía
efectuarse «en seco»; es decir, sin que el habitáculo y sus pies de sustentación tuvieran que
1 Aunque ya he hecho una ligera alusión a este trascendental descubrimiento, trataré de señalar algunas de las
líneas básicas en lo que a esta nueva definición de «intervalo dc tiempo» se refiere. Como he dicho, nuestros científicos
entienden un intervalo de tiempo «T» como una sucesión de zwivels cuyos ángulos difieren entre 51 cantidades
constantes. Es decir, consideremos en un swivel los cuatro ejes (que no son otra cosa que una representación del
marco tridimensional de referencia), y que no existen en realidad: en otras palabras, que son tan convencionales como
un símbolo aunque sirven al matemático para fijar la posición del ángulo real. Si dentro de ese marco ideal oscila el
ángulo real, imaginemos ahora un nuevo sistema referencial de los ángulos, cada uno de los cuales forma 90 grados
con los cuatro anteriores. Este nuevo marco de acción de un ángulo real y el anteriormente definido, definen
respectivamente espacio y tiempo. Observemos que los «ejes rectores» que definen espacio y tiempo poseen grados de
libertad distintos. El primero puede recorrer ángulos-espacio en tres orientaciones distintas, que corresponden a las tres
dimensiones típicas del espacio; el segundo está «condenado» a desplazarse en un solo plano. Esto nos lleva a creer
que dos swivels cuyos ejes difieran en un ángulo tal que no exista en el universo otro swivel cuyo ángulo esté situado
entre ambos, definirán el mínimo intervalo de tiempo. A este intervalo, repito, lo llamamos «instante». (N. del m.)
2 Como he expresado anteriormente, no puedo sugerir siquiera la base técnica que conduce a la mencionada
inversión de todos y cada uno de los ejes de los swivels, pero puedo adelantar que el proceso es instantáneo y que la
aportación de energía necesaria para esta transformación física es muy considerable. Esa energía necesaria. puesta en
juego hasta el instante en que todas las subpartículas sufren su inversión, es restituida «íntegramente» (Sin pérdidas),
retransformándose en el nuevo marco tridimensional en forma de masa. Los experimentos previos demostraron que,
inmediatamente después de ese salto de marco tridimensional, el módulo se desplazaba a una velocidad superior, sin
que el cambio brusco de la velocidad (aceleración infinita) en el instante de la inversión fuera acusado por el vehículo.
Este procedimiento de viaje como es fácil adivinar- hace inútiles los restantes esfuerzos de los ingenieros y especialistas
en cohetería espacial, empeñados aún en lograr aparatos cada vez más sofisticados y poderosos..., pero siempre
impulsados por la fuerza bruta de la combustión o de la fisión nuclear. (Quizá ahora se empiece a entender por qué no
puedo ni debo extenderme en los pormenores técnicos de semejante descubrimiento...) Al llevar a cabo estos saltos o
cambios de marco tridimensionales observamos con desconcierto que -en el nuevo marco- la velocidad limite o
velocidad de la luz (299 792,4580 más-menos 0,0012 kilómetros por segundo) cambiaba notablemente. Hasta el punto
que la única referencia que puede reflejar el cambio de ejes es precisamente la medida de esa velocidad o constante C.
Tendremos así una familia de valores: C0 C1 C2 C3... C,,, que se extiende desde C0 = 0 (velocidad de la luz nula) a Cn =
infinito, cada una representando a un sistema referencial definido. (N. del m.)


43
moverse del lugar elegido. Nuestro hábitat de trabajo en todos aquellos años (el corazón
salitroso del desierto de Mojave) reunía, además, otro requisito de gran importancia para las
primeras y decisivas experiencias dé la Operación Caballo de Troya. Los informes geológicos
nos tranquilizaron sobremanera al asegurarnos que aquella zona -a pesar de hallarse en el filo
de la placa tectónica norteamericana, de gran actividad telúrica- no había sufrido grandes
cambios desde finales del período jurásico, hace más de 135 millones de años, cuando se
produjo la llamada «perturbación Nevadiana». A pesar de todo y como medida complementaria,
la «cuna» fue provista de un equipo auxiliar de propulsión, consistente en un motor gemelo al
del VIAL en el que yo había trabajado en el año 1964. General Electric nos proporcionó un
motor principal (de turbina a chorro CF-200-2V), que fue montado verticalmente y que permitía
un rápido y seguro movimiento ascensional1.
Estas medidas de seguridad, que fueron muy poco utilizadas, revisten sin embargo una gran
importancia. Una de nuestras obsesiones, mientras iba perfilándose el primer «gran viaje» del
proyecto Caballo de Troya, era acertar con la orografía del terreno elegido para el salto hacia
atrás en el tiempo. Si nuestros informes técnicos erraban en lo que a la configuración física y
geológica del punto de contacto se refería, la inversión de los ejes del tiempo de los swivels
podía resultar catastrófica. La «cuna», por ejemplo, posada en pleno siglo XX en una planicie,
podía quedar desintegrada si «aparecía» -por error- en el interior de una montaña y que en el
pasado podía haber ocupado ese espacio que hoy estábamos utilizando como punto de
contacto.
Por tanto, después de infinidad de cálculos y estudios, los hombres del general Curtiss
aceptamos de buen grado que -salvo contadas excepciones- la fase de inversión debía
provocarse siempre en el aire, en estado estacionario. Una vez localizado electrónica y
visualmente el punto de contacto, la «cuna» podría ser aterrizada con toda comodidad y sin
riesgo alguno de choque o desintegración.
Las primeras pruebas de vuelo de la «cuna», cuyo equipo de inversión de masa fue
suprimido en aquellas fechas por elementales razones de seguridad, fueron llevadas a cabo por
el entonces piloto-jefe de investigaciones del Centro de la NASA en Edwards, Joseph A. Walker,
ya fallecido, y que en los años 1964 y 1965 dirigió y tomó parte en más de 24 vuelos
experimentales del VIAL. Él conocía bien los sistemas de propulsión de los simuladores del
módulo de aterrizaje lunar y su veredicto fue positivo: la «cuna» -a pesar de su destartalado
aspecto- respondía con docilidad.
En 1969, con un centenar de ensayos altamente satisfactorios, el equipo fijó definitivamente
en ochocientos pies la altitud ideal para proceder a la inversión de masa. El tiempo medio
consumido en la operación de despegue y estacionario, antes de la fase de inversión, fue fijado
en cinco minutos.
Al fin, en el otoño de 1969, el general dio luz verde y cuatro de aquellos singulares
astronautas que formábamos el primer equipo de «vuelo al pasado», tuvimos la fortuna de
experimentar hasta un total de seis retrocesos en el tiempo. Todos ellos ejecutados siempre por
parejas y en el estacionario fijado (ochocientos pies de altura), en pleno desierto Mojave.
Ocuparme ahora de estas fascinantes experiencias me llevaría muy lejos de mi verdadero
propósito. Prescindiré, por tanto, de su descripción, porque, además, quedaron minuciosamente
registradas en otros tantos informes, actualmente en poder de la Air Force Office of Special
Investigations y, desgraciadamente, de la DIA (Defense Intelligence Agency).
1 Éste no era otra cosa que un motor a propulsión a chorro J85 al que se le había acoplado un ventilador en la
popa, aumentando así su empuje de velocidad cero desde 2 800 a 4 200 libras. Fue montado en un anillo cardan y
mantenido giroscópicamente, apuntando recto hacia abajo, incluso en el caso de posible inclinación de la «cuna». En las
experiencias previas de aterrizaje. su empuje era regulado exactamente a cinco sextos del peso del módulo.
La restante sexta parte del peso del habitáculo completo fue sostenido por otros dos cohetes auxiliares
ascensionales, regulables, de peróxido de hidrógeno de quinientas libras de empuje máximo cada uno. Fueron
montados en la estructura principal de la «cuna», pudiendo inclinarse con el vehículo. Ocho pequeños motores cohete,
también propulsados por peróxido de hidrógeno, controlaban la posición de la «cuna». Cada cohete de Posición podía
ser accionado por una válvula selenoidal individual del tipo de intervalos. Como si se tratase de un pequeño avión, el
piloto podía controlar el cabeceo por medio del movimiento proa-popa, y el bamboleo por el movimiento derechaizquierda,
de una palanca. La «cuna» iba provista, incluso, de pedales que proporcionaban el control de «guiñada»
Tanto la palanca como los pedales fueron conectados eléctricamente con las válvulas selenoidales. (N. del m.)


44
Si apuntaré, no obstante, que el delicado sistema de retroceso y ajuste de los ejes del
tiempo de los swivels en las fechas programadas por el equipo resultaron asombrosamente
precisos, gracias a la revolucionaria red de computadores1 que había servido desde un
comienzo para la localización de los swivels y que fueron incorporados al sistema de inversión
de masa.
Como es natural, de poco hubiera servido aquel gigantesco esfuerzo si nuestra tecnología no
hubiera sido capaz de modificar los haces de los swivels -y concretamente los ejes del tiempoforzándolos
a los nuevos ángulos. La red de ordenadores, por un complejo procedimiento, llegó
a afinar ese «traslado» de los «ejes» y, en definitiva, del módulo> con un error de «más-menos
dos horas» en las fechas deseadas.
Y al fin llegó el gran día. El general Curtiss nos convocó a una reunión de urgencia.
Los hombres de la Operación Caballo de Troya -siempre bajo el mando de Curtiss- perfilaron
media docena de «viajes», a cual más fascinante. Sin embargo, la lógica y un estricto sentido
del orden hacían poco recomendable la puesta en marcha de varios proyectos a un mismo
tiempo. Había que decidirse por una primera exploración, sin relegar por ello al olvido el resto
de las proposiciones. Tras muchas horas de debate, y por unanimidad, la cumbre de científicos
y especialistas -en sesión de urgencia en la base de Edwards- eligió tres «momentos» de la
historia de la humanidad como posibles e inmediatos candidatos para una elección final. Era el
10 de marzo de 1971.
Los tres objetivos en cuestión fueron los siguientes:
1.º Marzo-abril del año 30 de nuestra era. Justamente, los últimos días de la pasión y
muerte de Jesús de Nazaret.
2.º El año 1478. Lugar: Isla de Madera. Objetivo: tratar de averiguar si Cristóbal Colón pudo
recibir alguna información confidencial, por parte de un predescubridor de América, sobre la
existencia de nuevas tierras, así como sobre la ruta a seguir para llegar hasta ellas.
3.º Marzo de 1861. Lugar: los propios Estados Unidos de América del Norte. Objetivo:
conocer con exactitud los antecedentes de la guerra de Secesión y el pensamiento del recién
elegido presidente Abraham Lincoln.
1 Aunque tampoco considero oportuno desvelar la naturaleza íntima de este formidable conjunto de ordenadores, sí
puedo aclarar que, a diferencia de los sistemas tradicionales de computadores, los utilizados en la Operación Caballo de
Troya no están integrados por circuitos electrónicos. Es decir, por tubos de vacío, componentes basados en el estado
sólido, tales como transistores o diodos sólidos, conductores y semiconductores, inductancias, etc., sino por unos
órganos integrados topológicamente en cristales estables llamados «amplificadores nucleicos». Su característica
principal es que en ellos no se amplifican las tensiones o intensidades eléctricas como en los amplificadores comunes,
sino la potencia. Una función energética de entrada inyectada al amplificador nucleico es reflejada en la salida en otra
función analíticamente más elevada. La liberación controlada de energía se realiza a expensas de la masa integrada en
el amplificador, y el fenómeno se verifica dimensionalmente a escala molecular. En el proceso intervienen los
suficientes átomos para que la función pueda ser considerada macroscópicamente como continua.
En cuanto a la estructura básica de estos superordenadores -y también con carácter puramente descriptivo- puedo
decir lo siguiente:
Los computadores digitales usados corrientemente utilizan generalmente una memoria central de núcleos
magnéticos de ferrita y diversas unidades de memoria periférica, de cinta magnética, discos, tambores, varillas con
banda helicoidal, etc. Todas ellas son capaces de acumular, codificados magnéticamente, un número muy limitado de
bits, aunque siempre se hable de cifras de millones de dígitos. Las bases técnicas, en cambio, de los ordenadores del
proyecto Caballo de Troya -basados en el titanio- son distintas. Sabemos que la corteza electrónica de un átomo puede
excitarse, alcanzando los electrones diversos niveles energéticos que llamamos «cuánticos». El paso de un estado a
otro lo realiza liberando o absorbiendo energía cuantificada que lleva asociada una frecuencia característica. Así, un
electrón de un átomo de titanio puede cambiar de estado en la corteza, liberando un fotón, pero en el átomo de titanio,
como en otros elementos químicos, los electrones pueden pasar a varios estados emitiendo diversas frecuencias. A este
fenómeno lo denominamos «espectro de emisión característico de este elemento químico», que permite identificarlo por
valoración espectroscópica. Pues bien, si logramos alterar a voluntad el estado cuántico de esta corteza electrónica del
titanio, podemos convertirlo en portador, almacenador o acumulador de un mensaje elemental: un número. Si el átomo
es capaz de alcanzar, por ejemplo, doce o más estados, cada uno de esos niveles simbolizará o codificará un guarismo
del cero al doce. Pero una simple pastilla de titanio consta de billones de átomos. Podemos imaginar, pues, la
información codificada que será capaz de acumular. Ninguna otra base macrofísica de memoria puede comparársele.
De momento, no me es lícito explicar cómo conseguimos la excitación de esos átomos del titanio... (N. del m.)


45
Cada uno de los proyectos había sido preparado exhaustivamente, hasta en sus más mínimos
detalles. Yo encabezaba y defendí enconadamente el segundo de los «viajes». A través de
numerosas lecturas y contactos con expertos de la universidad de Yale, había llegado al
convencimiento de que Colón no fue el primer descubridor de las tierras americanas y aquélla
era una magnífica oportunidad de conocer la verdad. Pero, tanto el «viaje» a la guerra de
Secesión como a la isla portuguesa de Madera terminaron por ser aparcados, en beneficio del
primero: el traslado en el tiempo al año 30 de nuestra era. A pesar del natural disgusto de los
defensores de los proyectos eliminados, todos reconocimos que el nivel de riesgos era
sensiblemente inferior en el «gran viaje» a la Jerusalén de Cristo que a la guerra de Secesión
estadounidense o al siglo XV. En el caso de la exploración en tiempos de Lincoln, los
astronautas elegidos podían correr evidentes peligros físicos y ni el general Curtiss ni el resto
de los componentes de la Operación Caballo de Troya estábamos dispuestos a poner en juego
la seguridad de nuestros hombres. En cuanto al «viaje» que yo propugnaba, la falta de
precisión en la fecha exacta en que el «prenauta» pudo arribar con su carabela a la isla de
Madera fue determinante. Nuestra aportación histórica, aunque rigurosa, arrojaba un inevitable
margen de error1.
Como un solo hombre, a partir de aquella decisiva y final determinación, los 61 miembros
del equipo Caballo de Troya -de «exploración al pasado»- nos volcamos en la puesta a punto de
la que iba a ser nuestra primera aventura oficial en el tiempo.
No voy a negar que en aquellas semanas que siguieron a mí elección por el general Curtiss
para tripular la «cuna» y «descender» en el tiempo de Jesús de Nazaret, mi estado de ánimo se
vio profundamente alterado. A pesar de la innegable alegría que supuso el formar parte de la
primera pareja de «exploradores» a otro tiempo, la responsabilidad de tan compleja operación
me abrumó y fueron necesarios muchos días para lograr adaptarme y asimilar serenamente mi
compromiso.
Nunca supe con exactitud por qué el jefe del proyecto Swivel me designó para aquel «gran
viaje». Es muy posible que, a la hora de valorar conocimientos y condiciones personales, otros
compañeros deberían haber ocupado mi puesto por un amplio margen de méritos. Curtiss, en
una de las múltiples entrevistas que celebré con él a raíz de mi nombramiento, dejó entrever
que la naturaleza de la exploración exigía, fundamentalmente, la presencia de un hombre
escéptico en materia religiosa. Al contrario de otros muchos miembros del equipo, yo no
militaba en iglesia o movimiento religioso alguno, siendo patente mi carácter agnóstico. Por mí
rígida educación científica y militar, y aunque siempre procuré respetar las creencias e
inclinaciones religiosas de los demás, yo no había sentido jamás la menor necesidad de
refugiarme o de buscar aliento en ideas trascendentales.
¡Qué poco podía imaginar lo que me reservaba el destino! Y tuve que reconocer con el
general que, en efecto, la objetividad era una de las condiciones básicas para desempeñar
aquella «observación» de la historia con un mínimo de rigor.
Mi trabajo en aquel «traslado» al año 30 -al igual que el de mi compañero- exigía la
aceptación y cumplimiento de una norma, que se había convertido en regla de oro para la
totalidad del equipo del proyecto Caballo de Troya: los exploradores no podían -bajo ningún
concepto, ni siquiera el de la propia supervivencia- alterar, cambiar o influir en los hombres,
grupos sociales o circunstancias que fueran el objetivo de nuestras observaciones o que,
sencillamente, pudieran surgir en el transcurso de las mismas. Cualquier vacilación a la hora de
asumir esta premisa principal era motivo de una fulminante expulsión del grupo de
exploradores. Este hecho inviolable presuponía ya una absoluta objetividad en los
observadores. No obstante, el general, en un rasgo de sutil prudencia, prefirió que -en nuestro
caso- la objetividad fuera de la mano de una especial asepsia en materia religiosa.
Como es fácil comprender, un medio tan poderoso como la manipulación de los ejes del
tiempo de los swivels podría ser sumamente peligroso, de caer en manos de individuos sin
1 Tomando como referencia -más que probable- la fecha de 1478 para el asentamiento de Cristóbal Colón en la isla
de Madera, donde su suegra regentaba una taberna, y de acuerdo con los testimonios de Las Casas y de la leyenda
taina, era muy posible que los misteriosos «predescubridores» de América hubieran visitado las islas del Caribe
(especialmente La Española) en los meses inmediatamente anteriores a dicha fecha. Quizá en 1476 o 1477. Hubiera
sido; por tanto, en ese año de 1478 cuando pudo producirse el retorno de los involuntarios «descubridores» hacia
Europa, con una fortuita escala en la referida isla portuguesa. (N. del m.)


46
escrúpulos o con una visión fanática y partidista de la historia. En las seis primeras inversiones
de masa que fueron practicadas con carácter puramente experimental en el desierto de Mojave
pudo comprobarse que el trasvase del módulo y de los pilotos a otras fechas remotas no
afectaba a la naturaleza física de los mismos ni tampoco al psiquismo o a la memoria de los
tripulantes. Estos, mientras duró el «salto hacia atrás», fueron conscientes en todo momento
de su propia identidad, recordando con normalidad a qué época pertenecían. En el grupo se
discutió a fondo y con toda honestidad las gravísimas repercusiones que hubiera entrañado
para una persona, o para una colectividad, la trágica circunstancia de que «alguien» de una
época pasada pudiese resultar muerto en un enfrentamiento, por ejemplo, con alguno de
nuestros exploradores. Si el principio causa-efecto respondía a una realidad, los resultados
históricos podían ser funestos.
De ahí que nuestra misión -por encima de todo- sólo podía aspirar a la observación y análisis
de los hechos, personajes o épocas elegidos. Y no era poco...
Por fortuna para el proyecto Caballo de Troya, nuestras relaciones con el Estado de Israel
eran inmejorables, en especial a partir de la guerra de los Seis Días. Era primordial para la
ejecución del «gran viaje» que la «cuna» pudiera ser trasladada a Palestina y ubicada en el
«punto de contacto» elegido. Todo ello -además- sin levantar sospechas. Pero poco puedo
referir sobre estas gestiones, que pesaron íntegramente sobre las espaldas del general Curtiss.
Sólo al final, cuando apenas faltaban dos meses para la cuenta atrás, los más allegados al jefe
del proyecto supimos de los obstáculos surgidos, de las duras condiciones impuestas por el
Gobierno de Golda Meir y de los fallidos pero irritantes intentos de la CIA por hacerse con el
control de la operación.
Aquellos combates en la oscuridad de los despachos y de la burocracia estatal pasaron
inadvertidos para mi y para el resto del equipo, enfrascados en la última fase de los
preparativos de la aventura. (Ahora doy gracias al Cielo por esta supina ignorancia...)
El resto de 1971, así como la casi totalidad de 1972, mi centro de operaciones cambió
notablemente. Durante esos dos años, mi tiempo se repartió entre el pueblecito de Malula, la
universidad de Jerusalén y la base de Edwards. La Operación Caballo de Troya contemplaba dos
fases perfectamente claras y definidas.
Una primera, en la que el módulo sufriría el ya conocido proceso de inversión de masa,
forzando los ejes del tiempo de los swivels hasta el día, mes y año previamente fijados. En este
primer paso, como es lógico, mi compañero y yo permaneceríamos a bordo hasta el «ingreso»
en la fecha designada y definitivo asentamiento en el Punto de contacto.
La segunda -sin duda la más arriesgada y atractiva- obligaba al abandono de la «cuna» por
parte de uno de los exploradores, que debía mezclarse con el pueblo judío de aquellos tiempos,
convirtiéndose en testigo de excepción de los últimos días de la vida de Jesús el Galileo. Ese era
mi «trabajo».
Este cometido -en el que no quise pensar hasta llegado el momento final- me obligó durante
esos años a un febril aprendizaje de las costumbres, tradiciones más importantes y lenguas de
uso común entre los israelitas del año 30.
Buena parte de esos 21 meses los dediqué a la dura enseñanza de la lengua que hablaba
Cristo: el arameo occidental o galilaico. Siguiendo los textos de Spitaler y de su maestro en la
universidad de Munich, Bergsträsser, no fue muy difícil localizar los tres únicos rincones del
planeta donde aún se habla el arameo occidental: la aldea de Ma’lula, en el Antilibano, y las
pequeñas poblaciones, hoy totalmente musulmanas, de Yubb'adin y Bah'a, en Siria1.
Y aunque el árabe ha terminado por saltar las montañas del Líbano, contaminando el
lenguaje de los tres pueblos, la fonética y morfología siguen siendo fundamentalmente
arameas.
1 Como información complementaria puedo añadir que el acceso a la aldea de Ma'lula -al menos en los años 1971 y
1972- podía efectuarse por la carretera de Damasco a Homs. Al alcanzar el kilómetro cincuenta hay que tomar un
desvío a la izquierda. Tras remontar nueve kilómetros de pendiente aparece ante la vista un monasterio católico de
monjes basilios. Al pie de ese monasterio se encuentra Ma'lula, con sus escasos mil habitantes. Toda la población era
católica. La iglesia está a cargo de un sacerdote libanés que habla árabe. En esta lengua, precisamente, se desarrolla la
liturgia, aunque el lenguaje del pueblo es el arameo occidental, muy mezclado ya por el propio árabe y otras palabras y
expresiones turcas, persas y europeas. (N. del m.)


47
Una oportuna documentación que me acreditaba como antropólogo e investigador de
lenguas muertas por la universidad de Cornell, me abrió todas las puertas, pudiendo completar
mis estudios en la universidad de Jerusalén. Allí contrasté mis conocimientos del arameo
galilaico, aprendido entre las sencillas gentes del Antilíbano, con otras fuentes como el Targum
palestino y el arameo literario de Qumrán, el nabateo y palmireno.
Por último -como complemento- mi preparación se vio enriquecida con unas nociones básicas
pero suficientes del griego y el hebreo míshnico, que también se hablaban en la Palestina de
Cristo.
Recorrí infinidad de veces los llamados por los católicos Santos Lugares, aunque era
consciente de que aquel reconocimiento del terreno de poco iba a servirme a la hora de la
verdad...
Tampoco quise profundizar excesivamente en los textos bíblicos en los que se narra la
pasión, muerte y resurrección del Salvador. Por razones obvias, preferí enfrentarme a los
hechos sin ideas preconcebidas y con el espíritu abierto. Si mi obligación era observar y
transmitir la verdad de lo que ocurrió en aquellos días, lo más aconsejable era conservar
aquella actitud limpia y desprovista de prejuicios.
Al retornar a la base de Edwards, a finales de 1972, todo eran caras largas. Pronto supe -y la
confirmación final llegó de labios del propio Curtiss- que, a pesar de las gestiones, al más alto
nivel, el Gobierno israelí no daba su autorización para la entrada en su país de la «cuna» y del
resto del sofisticado equipo. Lógicamente, tenían derecho a saber de qué se trataba y el jefe del
proyecto Caballo de Troya tampoco había dado facilidades para solventar este extremo de la
cuestión.
El más estricto sentido de la seguridad, sin embargo, hacia inviable que el general pudiera
advertir a los israelitas sobre la auténtica naturaleza de la operación. ¿Qué podíamos hacer?
Después de un agitado diciembre -en el que, sinceramente, llegamos a temer por el éxito del
«gran viaje»- el Pentágono, siguiendo las recomendaciones de Curtiss, planeó una estrategia
que doblegó a los judíos. Desde 1959, tanto la Unión Soviética como nuestro país venían
desarrollando un programa secreto de satélites espías destinados a una mutua observación de
todo tipo de instalaciones militares, industriales, agrícolas, urbanas, etc. Estos «ojos volantes»
fueron ganando en penetración, especialmente a partir de los llamados «satélites de la tercera
generación» en 1966. En una cuarta generación, el Pentágono con la colaboración de empresas
especializadas en fotografía (la Eastman Kodak, la Itek Corporation y la Perkin-Elmer) había
conseguido situar en órbita un nuevo modelo de satélite (la serie Big Bird), cuyo instrumental
era capaz de fotografiar, a 150 kilómetros de altura, los titulares del periódico de un hombre
que estuviera sentado en la plaza Roja de Moscú. A pesar de la gran reserva del National
Reconnaissance Office -un departamento especializado y responsable de este tipo de
informaciones, con sede en el propio Pentágono- algunas de las características del Big Bird
terminaron por filtrarse entre los servicios de Inteligencia de otros países. El Gobierno de Golda
Meir había presionado en numerosas ocasiones para que la precisa red de nuestros satélites
espías pudiera proporcionarles información gráfica de los movimientos de tropas, asentamiento
de rampas, nuevas construcciones, etc., de los países árabes. Pues bien, aquélla fue nuestra
oportunidad.
Desde hacia aproximadamente año y medio -desde comienzos de 1971- el Pentágono había
empezado a trabajar en un nuevo diseño de satélites Big Bird: el KH II.
Curtiss, previa autorización del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos y tras
entrevistarse personalmente con el presidente Nixon y el secretario de Estado Kissinger, voló
nuevamente a Jerusalén. Esta vez si ofreció a la primer ministro, Golda Meir, y a su ministro de
la Guerra, el legendario Moshe Dayan, una explicación «satisfactoria»: dentro del más riguroso
de los secretos, EE.UU. deseaba colaborar con el país amigo -Israel- montando un laboratorio
de recepción de fotografías para sus Big Bird. De esta forma, los judíos podían disponer de un
rápido y fiel sistema de control de sus enemigos y mi país, de una nueva y estratégica estación,
que ahorraba tiempo y buena parte de la siempre engorrosa maniobra de recuperación de las
ocho cápsulas desechables que portaba cada satélite y que eran rescatadas cada quince días en
las cercanías de Hawai. Desde un punto de vista puramente militar, la Operación resultaba,
además, de gran interés para los Estados Unidos, que podían así fotografiar a placer franjas tan
«inestables» (políticamente hablando) como las de las fronteras de la URSS con Irán y


48
Afganistán y otras zonas de Pakistán y del Golfo Pérsico, pudiendo recibir cientos de negativos
en la nueva estación «propia» (la israelita), a los tres minutos de haber sobrevolado dichas
áreas1.
Gracias a este sutil engaño, el general Curtiss y parte del equipo del proyecto Caballo de
Troya, conseguían aterrizar a primeros de enero de 1973 en Tel Aviv. Para evitar sospechas, y
de mutuo acuerdo con el Mossad (servicio de Inteligencia israelí), la USAF acondicionó un avión
Jumbo, en el que habían sido eliminados los asientos, cargando en sus cabinas diez toneladas
de instrumental «altamente secreto». Del falso reactor de pasajeros, camuflado, incluso, con
los distintivos de la compañía judía El Al, descendió un nutrido grupo de aparentes y pacíficos
turistas norteamericanos. Era el 5 de enero.
Lo que nunca supieron los sagaces agentes del servicio de Inteligencia israelí es que
mezclada con el material para la estación de recepción de fotografías vía satélite, viajaba
también nuestra «cuna»
El plan de Curtiss era sencillo. En un minucioso estudio elaborado en Washington por el
CIRVIS (Communication Instruction for Reporting Vital Intelligence Sightings)2, con la
colaboración del Departamento Cartográfico del Ministerio de la Guerra de Israel, la instalación
de la red receptora de imágenes del Big Bird debía efectuarse en un plazo máximo de seis
meses, a partir de la fecha de llegada del material. Los especialistas debían proceder -en una
primera etapa- a la elección del asentamiento definitivo. Los militares habían designado tres
posibles puntos: la cumbre del monte Olivete o de los Olivos -a escasa distancia de la ciudad
santa de Jerusalén-; los Altos del Golán, en la frontera con Siria, o los macizos graníticos del
Sinaí.
Astutamente, el general Curtiss había hecho coincidir la primera de las posibles ubicaciones
de la estación receptora con nuestro punto de contacto para el «gran viaje». Mucho antes de
que el Gobierno de Golda Meir obstaculizara la marcha de nuestra operación, los especialistas
del proyecto Caballo de Troya habían estimado que el referido monte Olivete era la zona
apropiada para la toma de tierra de la «cuna». Su proximidad con la aldea de Betania y con
Jerusalén la habían convertido en el lugar estratégico para el «descenso». Y aunque los
israelitas mostraron una cierta extrañeza por la designación de aquella colina, como la primera
de las tres bases de experimentación, parecieron bastante convencidos ante las explicaciones
de los norteamericanos. Israel se veía envuelto aún en numerosas escaramuzas con sus
vecinos, los egipcios y sirios. De haber iniciado la instalación de la estación receptora por el
Sinaí o por el Golán, los riesgos de destrucción por parte de la aviación enemiga hubieran sido
muy altos.
Era necesario ganar tiempo y -sobre todo- adiestrar a los judíos en el manejo de los equipos
con un amplio margen de seguridad y sin sobresaltos.
Una vez localizado el asentamiento ideal, verificados los numerosos controles e instruidos los
israelitas, el laboratorio entraría en la fase operativa, compartido siempre por ambos países.
Eso suponía, según todos los indicios, un plazo de tiempo más que suficiente para nuestro
trabajo.
Los judíos, en suma, aceptaron con excelente sumisión los consejos de los norteamericanos
y colaboraron estrechamente en el transporte y vigilancia de los equipos.
Los hombres de la Operación Caballo de Troya estaban de acuerdo desde mediados de 1972
en que el «punto de contacto» debía ser la pequeña plazoleta que encierra la mezquita
octogonal llamada de la Ascensión del Señor. El alto muro que rodea la reliquia de la época de
las cruzadas era el baluarte perfecto para esquivar las miradas de los curiosos. Curtiss, con el
resto del grupo, habían previsto hasta los más insignificantes detalles. La experiencia fue fijada
1 La serie de satélites artificiales Big Bird o Gran Pájaro -y en especial el prototipo KH II- pueden volar a una
velocidad de 25 000 kilómetros por hora, necesitando un total de 90 minutos para dar una vuelta completa al planeta.
Como ésta oscila ligeramente durante ese lapso de tiempo (22 grados, 30 minutos), el Big Bird sobrevuela durante la
vuelta siguiente una banda diferente de la Tierra y vuelve a su trayectoria original al cabo de 24 horas. Si el Pentágono
«descubre« algo de interés, el satélite puede modificar su órbita, alargando el tiempo de revolución durante algunos
minutos y haciéndolo descender a órbitas de hasta 120 kilómetros de altitud. Una diferencia de un grado y treinta
minutos, por ejemplo, cada día, permite cubrir cada diez días una zona conflictiva, sobrevolando todas sus ciudades y
zonas de «interés militar». Posteriormente, el Big Bird es impulsado hasta una órbita superior. (N. del m.)
2 Instrucciones de Comunicación para Informar Avistamientos Vitales de Inteligencia. (N. del t.)


49
inexcusablemente para el día 30 de enero de 1973. Era el momento perfecto por varías
razones: en primer lugar, porque el montaje de los equipos electrónicos de la estación
receptora del Big Bird debería iniciarse entre el 20 y 25 de ese mismo mes de enero. En
segundo término, porque, en esas fechas, la afluencia de peregrinos a los Santos Lugares
experimentaría un notable descenso. Por último, porque el grupo deseaba honrar así la
memoria de uno de los hombres más grandes de la humanidad: Mahatma Gandhi. Justamente
en ese 30 de enero de 1973 se celebraría el 25 aniversario de su muerte.
Por supuesto, la razón primordial era la primera. Caballo de Troya necesitaba una semana
para el ensamblaje y chequeo general de la «cuna». El general Curtiss, a la hora de redactar el
proyecto de instalación del laboratorio receptor de fotografías vía satélite, había impuesto una
condición que fue entendida y aceptada por Golda Meir y su gabinete: dado el carácter
altamente secreto de los scanners ópticos utilizados y de algunos elementos electrónicos, el
montaje del instrumental debería correr a cargo -única y exclusivamente- de los
norteamericanos. La seguridad y vigilancia interior de la estación, mientras durase esta fase,
sería misión ineludible de los Estados Unidos. El Gobierno de Israel tendría a su cargo la
protección exterior, pudiendo participar en el proyecto una vez ultimado dicho ensamblaje. Esta
argucia no tenía otra justificación que mantener alejados a los judíos, permitiéndonos así el
desarrollo completo de nuestro verdadero programa.
El salto en el tiempo -programado, como digo, para el martes, 30 de enero- había sido
limitado a un total de once días. Caballo de Troya disponía, por tanto, de un máximo de tres
semanas para la puesta a punto de la «cuna», para la ejecución de la aventura propiamente
dicha y para el no menos delicado retorno.
Varios días antes de que el falso grupo de turistas norteamericanos partiese de EE. UU. con
destino a Tel Aviv, Moshe Dayan había dado las órdenes oportunas para que su servicio secreto
activase una minioperación, de escasa envergadura, pero vital para la «toma de posesión» de
la citada mezquita de la Ascensión. Era preciso que nuestros técnicos pudiesen trabajar en el
interior de dicha plazoleta, sin levantar sospechas entre la población y mucho menos entre los
musulmanes, responsables del culto en el tabernáculo octogonal que se levanta en el centro del
recinto.
En aquellos días, tanto la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), como los
servicios secretos egipcios (el Mukhabarat el Kharbeiyah), en perfecta conexión con los agentes
soviéticos que todavía operaban en El Cairo, habían desplegado una intensa oleada terrorista en
Israel. Las bombas «postales» estaban de moda y raro era el día en que no se detectaba o
estallaba uno de estos mortíferos artefactos en Jerusalén, Tel Aviv o en el resto del país.
(Justamente la víspera de nuestra operación -29 de enero- se recibieron en distintas
dependencias y organismos de la ciudad de Jerusalén un total de nueve de estas bombas
«postales».)
El plan del eficacísimo servicio secreto israelí (El Mossad) se consumó en la tarde del 1 de
enero. Una pareja de jóvenes agentes, con todo el aspecto de turistas, «olvidó» un sospechoso
maletín junto a los recios muros del tabernáculo de la Ascensión. El propio Mossad se encargó
de dar la alarma y en cuestión de minutos, la plazoleta y el octógono fueron desalojados,
mientras un equipo de especialistas en desactivación de explosivos se encargaba de
«inspeccionar» y hacer estallar allí mismo el paquete-bomba de los supuestos terroristas. El
suceso, dada la naturaleza del lugar y previo acuerdo con los responsables de la custodia de los
Santos Lugares, fue ocultado a los medios informativos.
Tal y como habían previsto los israelitas de Dayan, la explosión apenas si provocó daños en
las paredes exteriores de la mezquita. Sin embargo, en una rutinaria pero obligada inspección
del resto del octógono, agentes del Mossad -haciéndose pasar por arquitectos de la División de
Zapadores del Ejército- «descubrieron» y enseñaron a los custodios del lugar unas placas o
radiografías de los cimientos de la cara este de la mezquita, seriamente afectados por el
atentado. Aquello dejó confundidos a los musulmanes. Pero El Mossad lo tenía todo previsto. En
un gesto de «buena voluntad» -y ante el desconcierto de los árabes- el vicepresidente judío,
Ygal Allon, convocó a los responsables de la mezquita, informándoles que el Gobierno había
tomado la decisión de reparar los daños, «como muestra de buena fe». La inminente
proximidad de la Pascua judía y de la Semana Santa católica justificó a las mil maravillas las
inusitadas prisas del Gobierno de Golda Meir por acometer la reparación del monumento. Nadie


50
podía sospechar que, bajo aquella oportuna y aparente maniobra política de los judíos, se
amparaba una doble intención.
La comedia resultó sencillamente perfecta. Aunque los cimientos de la mezquita se hallaban
intactos, nadie se atrevió a poner en duda los informes de los supuestos arquitectos.
A las cuarenta y ocho horas de la explosión, una «división especial», integrada por
arqueólogos y expertos de la universidad de Jerusalén, de la Escuela Bíblica y Arqueológica
francesa de la Ciudad Santa y del Museo de Antigüedades de Amman, inició los trabajos de
excavación en torno al perímetro de la pequeña mezquita, ante el beneplácito de los árabes.
Sinceramente, nunca supimos cómo el Servicio Secreto israelí se las ingenió para «embarcar» a
dicho grupo en semejante labor de restauración. En algunos momentos, incluso, llegamos a
sospechar que aquellos discretos y diligentes arqueólogos no eran otra cosa que hombres del
Mossad.
El caso es que, cuando el general Curtiss y el resto del proyecto Caballo de Troya giramos
una primera visita de inspección a la plazoleta de la Ascensión, los obreros habían abierto
zanjas junto a la mezquita, levantando dos grandes barracones; uno a cada lado del octógono y
de acuerdo con las medidas previamente facilitadas por Curtiss al ejército de Dayan. Los 71
pies de diámetro de la plazoleta, cercada por un muro de piedra de otros nueve píes de altura,
eran más que suficientes para nuestros propósitos y, por supuesto, para la instalación del
laboratorio receptor de fotografías.
Desde el 7 de enero, de una forma escalonada y aprovechando las constantes entradas y
salidas de material, los israelitas y norteamericanos se las arreglaron para introducir en los
barracones la totalidad del material secreto.
Una semana después, con el lógico regocijo de Curtiss y de la totalidad de los científicos y
militares que habíamos tomado parte en el transporte del instrumental, todo estaba dispuesto
para el supuesto ensamblaje de la estación receptora del Big Bird. Aquello significó un adelanto
de casi siete días en el programa.
A partir del 15 de enero, el jefe del proyecto Caballo de Troya comunicó a las autoridades
militares israelitas que los ingenieros norteamericanos se disponían a iniciar los trabajos de
montaje del laboratorio y que, en consecuencia y de acuerdo con lo pactado, el acceso a los
barracones quedaba rigurosamente prohibido a la totalidad del personal no americano. Los
judíos se retiraron al exterior del recinto, manteniéndose, no obstante, un pasillo neutral por el
que pudieran circular los «arqueólogos», cuyo cometido no debía ser suspendido bajo ningún
concepto. Si los árabes llegaban a intuir que aquellas obras de reparación de su mezquita no
eran otra cosa que una «tapadera» para ocultar otros objetivos puramente militares, Caballo de
Troya y la propia ubicación de la estación receptora se habrían visto en una situación muy
comprometida.
Los equipos de restauración, por tanto, prosiguieron con su misión, a los pies de los muros
del octógono, mientras nosotros desembalábamos el material, entregándonos a una frenética
tarea de montaje de la «cuna»
Pero la alegría del general y también la nuestra iban a sufrir un súbito revés.
Los venenosos tentáculos de la CIA -nunca supimos cómo- habían tocado y detectado la
operación conjunta judionorteamericana y la Defense Intelligence Agency1 estaba presionando
para que Kissinger les pusiera al corriente. Las sucesivas negativas del secretario de Estado
crearon fuertes tensiones entre la CIA y los reducidos círculos militares del Pentágono que
estaban al tanto de la misión. La situación fue tan insostenible que el general Curtiss fue
reclamado a Washington, a fin de apaciguar los ánimos e intentar hallar una solución.
Mientras tanto, el resto del equipo Caballo de Troya siguió en su empeño, aunque con los
ánimos encogidos por la cercanía de la siempre peligrosa sombra de la CIA.
En este caso, la manifiesta habilidad de Curtiss no sirvió de gran cosa. El director de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA), Richard Helms, no estaba dispuesto a ceder. Ante la
gravedad de los acontecimientos, y por sugerencia expresa de Kissinger, el presidente Nixon
«aconsejaría» pocos días después que Helms dimitiera como director de la CIA. Con el fin de
reforzar la confianza del Pentágono, el 4 de enero era designado el general e intimo colaborador
de Curtiss, Alexander Haig, como vicejefe del Alto Estado Mayor del Ejército de los Estados
1 Agencia de Inteligencia de la Defensa. (N. del t.)


51
Unidos. Los periódicos publicaron entonces que la dimisión del director de la CIA se debía a
«profundos desacuerdos de Helms con Kissinger en asuntos relacionados con la seguridad del
Estado». No iban descaminados, aunque nunca supieron las verdaderas razones de aquella
drástica «operación quirúrgica» en la cúspide de la Agencia Central de Inteligencia y del Alto
Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos.
Una vez capeado el temporal, Curtiss regresó a Jerusalén, reincorporándose a los últimos
preparativos de la que -sin duda- iba a ser una de las más grandes aventuras de la Historia de
la Humanidad.
El 25 de enero de 1973, la «cuna» reposaba ya en el centro del barracón principal. Había
sido montada en su totalidad, excepción hecha de los cuatro puntos de apoyo. Estos, por
elementales razones de prudencia, no serían ensamblados hasta pocas horas antes del
despegue. Un hábil dispositivo hidráulico permitía una total apertura de la techumbre del
improvisado hangar en el que se desarrollaban nuestras operaciones. De esta forma, y según lo
previsto, el lanzamiento del módulo en la noche del 30 de enero no tendría por qué presentar
especiales dificultades.
Supongo que la persona que lea este diario se preguntará cómo un artefacto de las
características de nuestra «cuna» podía elevarse sobre el monte Olivete sin llamar la atención
de la población y del ejército israelita. Mucho antes de poner en marcha esta operación, el
proyecto Swivel había incorporado a sus módulos -como condición básica para todas o casi
todas las misiones futuras- un sistema de emisión permanente de radiación infrarroja. La
«cuna», en el caso que me ocupa, disponía de una especie de «membrana» exterior que
recubría la totalidad del vehículo y cuyas funciones -entre otras que no puedo especificar- eran
las siguientes1:
1.ª Apantallamiento del módulo, mediante un «escudo» o «colchón» de radiación infrarroja
(por encima de los 700 nanómetros).
Esta fuente de luz infrarroja hacía invisible la totalidad del aparato, pudiendo maniobrar por
encima de cualquier núcleo humano sin ser vistos. Como apuntaba anteriormente, este
requisito era del todo imprescindible para nuestras observaciones, no lastimando así el ritmo
natural de los individuos que se pretendía estudiar o controlar.
2.ª Absorción -sin reflejo o retorno- de las ondas decimétricas, utilizadas fundamentalmente
en los radares. (En el caso de las pantallas militares israelitas, estos dispositivos de seguridad
fueron previamente ajustados a las ondas utilizadas por tales radares: 1 347 y 2 402
megaciclos.) Este sencillo procedimiento anulaba la posibilidad de localización electrónica del
módulo, mientras era elevado a 800 pies, punto ideal para la inmediata fase de inversión de
masa.
3.ª La «membrana» que cubre el blindaje exterior de la «cuna» (cuyo espesor total es de
0,0329 metros) debía provocar una incandescencia artificial que eliminase cualquier tipo de
germen vivo y que siempre podían adherirse a su superficie. Esta precaución evitaba que tales
gérmenes resultaran invertidos tridimensionalmente con la nave. Un involuntario «ingreso» de
tales organismos en otro «tiempo» o en otro marco tridimensional hubiera podido acarrear
imprevisibles consecuencias de carácter biológico.
En cuanto al inevitable rugido del motor a chorro J85, que debía situarnos en el
«estacionario» ya mencionado, los científicos habían logrado reducirlo a un afilado silbido,
mediante la incorporación de potentes silenciadores.
1 Como información puramente descriptiva puedo decir que dicha membrana o cubierta de la «cuna» posee unas
propiedades de resistencia estructural muy especiales. Una finísima red vascular, por cuyos conductos fluye una
aleación licuable, mantiene activa la membrana. (Algunos de sus elementos -para que se hagan una idea- no ocupan
volúmenes superiores a 0,07 milímetros cúbicos, estando compuestos, a su vez, por microdispositivos fabricados a
escala celular.)
Este recubrimiento poroso de la «cuna» -de composición cerámica goza de un elevado punto de fusión: 7 260,64
grados centígrados, siendo su Poder de emisión externa igualmente muy alto. Su conductividad térmica, en cambio,
resulta muy baja: 2,07113 10-6 « Col/Cm/s/oC/. (Para esta membrana es muy importante que la ablación se mantenga
dentro de un margen de tolerancia muy amplio.) Para ello se utiliza un sistema de enfriamiento por transpiración, en
base al litio licuado. Además, fue provista de una fina capa de platino coloidal, situada a 0,0108 metros de la superficie
externa. (N. del m.)


52
Otra cuestión -imposible de solventar hasta ese momento- era el «trueno» provocado en el
instante de la inversión de masa de la «cuna». Afortunadamente para nosotros, ese estampido
podía ser atribuido a cualquiera de los cazas israelitas que evolucionaban día y noche sobre el
territorio y que al cruzar la barrera del sonido desequilibraban las moléculas del aire, dando
lugar a lo que en términos aeronáuticos se conoce como un «bang sónico»1.
Como había ocurrido en las seis pruebas precedentes, en el desierto de Mojave, el cada vez
más cercano lanzamiento del módulo alteró nuestros ánimos. Curtiss procuró que mi
compañero de viaje y yo nos apartáramos durante un par de días de la mezquita de la
Ascensión Pero nuestros pasos terminaban siempre por conducirnos hasta el hangar.
Tres días antes del inicio del «gran viaje», el jefe de Caballo de Troya nos convocó a una
última reunión, en la que repasamos las líneas maestras de la operación. Curtiss parecía
obsesionado por nuestra seguridad. Ambos conocíamos nuestras respectivas obligaciones, pero
la insistencia del general nos inquietó. ¿Qué podía estar ocultando el director del proyecto
Swivel? Meses después de aquella experiencia, mi «hermano» y yo tuvimos ocasión de conocer
la verdadera razón de su inquietud...
La estrategia a seguir en el «descenso» al tiempo de Jesús de Nazaret había sido meditada a
fondo. Una vez en tierra, y tras varias horas de revisión de controles, mi compañero de módulo
-a quien de ahora en adelante llamaré «Elíseo»- deberla permanecer durante los once días de
exploración al mando de la «cuna». Sólo en caso de alta emergencia podría abandonar la nave.
Mi papel, como creo que ya he insinuado, exigía el desembarco a tierra y la aproximación al
Maestro de Galilea, a quien debería seguir y observar durante todo el tiempo que me fuera
posible.
Con el fin de evitar una posible tentación por parte de los exploradores de rebasar el tiempo
fijado para la operación, el ordenador central de la «cuna» había sido previamente programado
-sin posibilidad alguna de prórroga o anulación de dicho programa- para el despegue
automático y el retorno de los ejes del tiempo de los swivels a las 7 horas del 12 de febrero de
1973. En esos instantes, todo estaría preparado en el recinto de la mezquita de la Ascensión
para el reingreso del módulo y su fulminante desmantelamiento.
Mientras durase la aventura, los hombres de Curtiss darían por concluido, en el segundo
barracón, el montaje del laboratorio receptor de fotografías del Gran Pájaro. Esto permitiría una
rápida evacuación del material de Caballo de Troya, así como la entrada del personal israelí en
los hangares.
Antes de levantar aquella última sesión de trabajo, Curtiss nos comunicó que -de
conformidad con el Pentágono y, por supuesto, con Kissinger- 24 o 36 horas antes del
despegue la atención mundial seria centrada a miles de millas de Jerusalén, reforzando así las
medidas de seguridad de nuestro salto hacia el siglo I.
1 Para un hipotético observador que se encontrase a corta distancia de nuestro módulo -y suponiendo que hubieran
sido desactivados los sistemas infrarrojos de camuflaje- en el instante de la denominada inversión de masa, aquél
tendría la sensación de que la nave había sido «aniquilada». Nada más lejos de la realidad. Como ya he reiterado en
otras oportunidades, en el instante en que todos los swivels correspondientes al recinto limitado por la membrana
cambian los ejes en el marco tridimensional en que está situado el observador, toda la masa integrada en dicho recinto
deja de poseer existencia física. No es que dicha masa sea «aniquilada», puesto que el substrato de tal masa la
constituyen los swivels. Dicho de otro modo: la masa deberá interpretarse como una especie de plegamiento de la
urdimbre de los Swivels. Nuestros científicos interpretan este fenómeno como si la orientación de esta «depresión» o
«pliegue» de las entidades constitutivas del espacio cambiase de sentido, de modo que los órganos sensoriales o los
instrumentos físicos del observador no son capaces de captar tal cambio.
En ese instante -que podemos llamar To- el vacío en el recinto es absoluto. No ya una sola molécula gaseosa, y por
supuesto cualquier partícula sólida o líquida, sino ni siquiera una partícula subatómica (protón, neutrino, fotón, etc.)
pueden localizarse probabilísticamente en dicho recinto o módulo. Dicho con otras palabras: la función de probabilidad
es nula en T0. Sin embargo, tal situación inestable dura una fracción infinitesimal de tiempo. El recinto se ve invadido
consecutivamente por cuantums energéticos. (Es decir, se propagan en su seno campos electromagnéticos y
gravitatorios de distintas frecuencias.) Inmediatamente es atravesado por radiaciones iónicas y, al final, se produce
una implosión, al precipitarse el gas exterior en el vacío dejado por la estructura «desaparecida». (N. del m.)


53
Efectivamente, tal y como había anunciado el general, el 28 de enero de 1973, y después de
«intensos esfuerzos por ambas partes», los Estados Unidos y Vietnam firmaban en París el
definitivo acuerdo que prometía poner fin a la trágica guerra...
El 30 de enero, Elíseo y yo apenas si salimos del hangar. La casi totalidad de la jornada
transcurrió en el interior de la «cuna», revisando los equipos. Mi compañero tuvo que
someterse a una última y delicada operación: la inserción en el recto de una reducida sonda,
dispuesta para recoger las heces fecales. Éstas, tratadas previamente con unas corrientes
turbulentas de agua a 38 grados centígrados, serian succionadas durante los once días de su
obligada permanencia en el módulo por un dispositivo miniaturizado que fue acoplado a sus
nalgas. De esta forma, las heces son descompuestas en sus elementos químicos básicos. Parte
de éstos son gelificados y transmutados en oxígeno e hidrógeno, sirviendo así para la obtención
sintética de agua, que es recuperada y devuelta al ciclo orina-agua para la ingestión. El resto
de los elementos es convertido en lodo y expulsado en forma gaseosa al exterior. En mi caso,
este dispositivo para la defecación no era aconsejable, ya que una de las normas básicas de
conducta para los exploradores que debían trabajar en el exterior era la de portar el equipo
mínimo imprescindible y siempre oculto a la vista de los posibles observadores.
Sí debía llevar, sin embargo, lo que en el argot de Caballo de Troya llamábamos la «piel de
serpiente». Mediante un proceso de pulverización, el explorador cubría su cuerpo desnudo con
una serie de distintos aerosoles protectores, formando una epidermis artificial y milimétrica,
capaz de proteger zonas vitales tanto de una posible agresión mecánica como bacteriológica.
Aunque esta segunda piel podía adherirse a la totalidad del cuerpo, en razón a la indumentaria
que debía vestir, el jefe del proyecto estimó que la coraza -transparente y de extrema
elasticidad- debía ser limitada desde los órganos genitales a las respectivas áreas del cuello que
protegen a ambas arterias carótidas.
Este eficacísimo traje protector -que algún día resultará de gran utilidad a nuestros
astronautas, submarinistas, etc.-, puede resistir, a la manera de los anticuados chalecos
antibala, impactos como el de un proyectil (calibre 22 americano), a veinte pies de distancia,
sin interrumpir por ello el proceso normal de transpiración y evitando, como digo, la filtración a
través de los poros de agentes químicos o biológicos.
El proyecto Swivel había desarrollado -en especial para los astronautas de la fascinante
operación Marco Polo- otros dispositivos que harían palidecer de envidia a los técnicos de la
NASA. He aquí algunos de los más sugestivos:
Los ojos y boca de los exploradores a otros marcos tridimensionales de nuestra galaxia
pueden ir protegidos con un sistema absolutamente revolucionario. Los primeros, por ejemplo,
van equipados con un sistema óptico -formado por lentes de gas- que, perfectamente
controladas por un ordenador, permiten la adecuación de la visión tanto en un medio
atmosférico adverso como en el vacío de los espacios siderales.
Los oídos de los astronautas, por otra parte, pueden llevar incorporadas sendas cápsulas
acústicas miniaturizadas, excitadas por un equipo receptor por ondas gravitatorias. Estos
dispositivos sirven para transmitir cortos mensajes entre los componentes de un grupo o, como
en nuestro caso, para sostener una permanente comunicación durante los once días que iba a
durar la aventura. Gracias a estas «cabezas de cerillas» -fácilmente ocultas en el interior del
oído- tanto Elíseo como yo pudimos saber el uno del otro, sin necesidad de cargar con
incómodos aparatos de radio, que hubieran quebrantado, por otra parte, la estricta pureza de la
exploración.
En cuanto a la alimentación, en el caso de viajes de larga duración, los astronautas son
dotados de un doble tubo que conduce, por un extremo, a un dispositivo especial ubicado en la
región lumbar y, por el otro, a un mecanismo sumamente frágil y sujeto al labio inferior. El
tubo está preparado en su interior con una red de cilios mecánicos que impulsan lentamente
unas cápsulas que encierran diversos alimentos concentrados. Estas son de sección elíptica y
van protegidas por una delgadísima película gelatinosa muy soluble en la saliva. El párpado del
astronauta, abierto y cerrado una serie secuencial de veces, envía una señal codificada al
equipo de la zona lumbar y las cápsulas son impulsadas hasta la boca.
La otra conducción transporta un suero nutritivo, con diferentes concentraciones reguladas.
Por último, unas cápsulas alojadas en las fosas nasales generan oxígeno y nitrógeno,
partiendo de transmutación del carbono puro. Además, el C02 es captado por el mismo


54
dispositivo y descompuesto en sus elementos básicos: carbono y oxígeno y convertidos, el
primero con liberación energética que se utiliza para el caldeo de la epidermis.
Aunque nuestro módulo iba preparado con estos equipos, en realidad apenas si fueron
utilizados, a excepción de la «piel de serpiente» y del sistema de transmisión auditiva. La
«cuna» había sido dotada con una reserva especial de agua y alimentos, suficiente para ambos
expedicionarios durante un período de tiempo algo superior a los catorce días. Por mi parte, el
problema de la dieta alimenticia no revestía excesivas complicaciones. En mi intenso
entrenamiento durante los dos años precedentes, había aprendido los esquemas del régimen
alimenticio de los judíos, así como el de los gentiles que convivían en aquellos tiempos con los
pobladores de la Judea. Como extranjero -mi atuendo y costumbres habían sido fijados por
Caballo de Troya como los de un comerciante griego en vinos y madera-, sabia perfectamente
cuáles eran mis limitaciones en este sentido, No obstante, en el supuesto de una emergencia,
siempre existía el recurso por mi parte de un retorno al módulo.
Mi única salida fuera del hangar fue al atardecer de aquel inolvidable martes. Sin saber por
qué, sorteé el andamiaje de los arqueólogos que venían trabajando en la restauración de la
mezquita y me introduje en el interior del octógono.
Era extraño. Allí, solitario frente a las tres pequeñas velas que alumbran la piedra en la que -
según la piadosa imaginación de los peregrinos católicos- aún se ve la huella de un pie que se
eleva, me pregunté por qué Caballo de Troya había elegido precisamente la mezquita de la
Ascensión de Cristo a los cielos como nuestro punto de partida para aquella otra ascensión...
En silencio, Eliseo y yo abrazamos a Curtiss y al resto de los compañeros. No hubo muchas
palabras en aquella despedida. Todos éramos conscientes del momento histórico que
protagonizábamos y de los oscuros peligros que podían aguardarnos al «otro lado».
-Hasta el 12 de febrero... -murmuró el general con un punto de emoción en sus palabras.
-¡Suerte! -añadieron los hombres de Caballo de Troya.
Y a las 23 horas (G.M.T., hora Greenwich), la «cuna» comenzó a elevarse hacia un
firmamento blanqueado por las estrellas.
En treinta segundos alcanzamos la cota de 800 pies, llevando a cabo el estacionario del
módulo. Todos los sistemas funcionaban según el plan previsto.
Aunque nuestra nave no iba a viajar por el espacio -tal y como ocurriría meses después con los
expedicionarios del proyecto Marco Polo- Eliseo y yo, siguiendo las especificaciones del jefe de
la Operación Swivel, teníamos la misión de probar uno de los trajes espaciales, especialmente
diseñados para los procesos de inversión de ejes de los swivels y para una mejor resistencia en
las fortísimas aceleraciones1.
1 El «gran viaje» al año 30 de nuestra Era -como he citado oportunamente-, no suponía un traslado físico por el
espacio o por otros marcos tridimensionales, tal y como los humanos concebimos habitualmente los viajes. Sin
embargo, en expediciones inmediatamente posteriores a la nuestra -como fue el caso de Marco Polo- los astronautas
sise vieron sometidos a la dinámica de estas fortísimas aceleraciones, alcanzando en algunos momentos hasta 245
metros por segundo cada segundo. Y aunque estos picos de gradientes en la función velocidad duraron fracciones de
segundo, tanto la nave como el grupo de pilotos tuvieron que ser debidamente protegidos. No voy a entrar ahora en los
pormenores de dicha aventura, pero sí resumiré, a título puramente descriptivo, algunas de las extraordinarias
características de los trajes espaciales, probados por mi compañero y yo y que habían sido diseñados y desarrollados -
en parte- por la Hamilton Standard División de la United Aircraft, en Windson Locks (Connecticut).
Este traje consta de una membrana sumamente compleja que rodea periféricamente el cuerpo del astronauta, sin
establecer contacto mecánico alguno con la piel del piloto. Ese espacio que media entre la superficie interna del traje
espacial y la epidermis humana está rigurosamente controlado en función del grado de vasodilatación capilar de dicha
piel, así como de su transpiración. De este modo, la temperatura corporal mantiene su valor normal, permitiendo al
viajero desarrollar su actividad física. Los componentes del medio interno son regulados en función de la información
que brindan detectores de la actividad fisiológica de los aparatos respiratorio y circulatorio, así como de la epidermis.
Los equipos de control fisiológico han sido dotados de sondas que verifican casi todas las funciones orgánicas, sin
necesidad de introducir dispositivos accesorios en el interior de los tejidos orgánicos. Desde la actividad muscular y la
valoración de los niveles de glucosa y ácido láctico hasta el control de la actividad neurocortical, que suministra datos
precisos sobre el estado psíquico del sujeto, así como toda la gama de dinamismos biológicos, son registrados y
canalizados a través de casi 2,16.106 «túneles» o «redes» informativos. Un computador central las compara con
patrones estándar, dictando las respuestas motrices correspondientes. Este traje va provisto, en el rostro del
astronauta, de una ampliación -en forma troncocónica- que permite una visión natural o artificial. La base de dicho
tronco, abarcable desde el ojo con un ángulo de 130 grados sexagesimales, se encuentra a una distancia de 23
centímetros. Se trata en realidad de una pantalla que permite la visión artificial, en casos concretos del viaje. Va
provista en toda su superficie de unos 16 107 centros excitables, capaces de radiar individualmente, y con distintos
niveles de intensidad, todo el espectro magnético, entre 3,9 ∙ 1014 ciclos por segundo. La visión binocular se consigue


55
A las 23 horas y 3 minutos, el computador central accionaba electrónicamente el sistema de
inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa
límite de la membrana exterior, empujando los ejes del tiempo de los swivels a unos ángulos
equivalentes al retroceso deseado: 709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.
Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres
dimensiones por el nuevo tiempo, y según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a
nuestro regreso, una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos,
con la consiguiente alegría de nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.
gracias a la disposición prismática de cada núcleo emisor. La excitación de caras opuestas de modo que cualquiera de
los ojos no tenga acceso a la imagen o mosaico del otro se consigue por un método muy complejo. Una sonda registra
los campos eléctricos generados por los músculos oculares de ambos ojos (auténticos electromiogramas) y el ordenador
central del módulo conoce así en cada instante la orientación del eje pupilar. Por otra parte, los prismas excitables que
integran la pantalla -de dimensiones microscópicas- están situados en la superficie de una capa de emulsión viscosa
que les permite el libre giro. Estos prismas están controlados mecánicamente por medio de un campo magnético doble,
de modo que la mitad obedece a una componente horizontal del campo y los restantes, a la transversal. Así, uno y otro
grupo orientan sus caras independientemente, al igual que dos persianas orientan sus láminas cuando se tira de las
cuerdas que regulan el ángulo para la entrada de la luz. (En este caso, las «cuerdas» serían ambos campos magnéticos
y el factor motor, la respuesta del computador central a los micromovimientos musculares del globo ocular.)
La percepción binocular ofrece imágenes de relieve normal, de modo que el astronauta cree estar viviendo un
mundo real lejos de la envoltura y la masa gelatinosa que lo envuelve en determinados momentos del viaje. En
determinadas fases del vuelo, en que la nave se ve obligada a experimentar grandes pendientes en la función
velocidad, el interior del módulo se llena previamente de una masa viscosa en estado de gel. Se trata de un compuesto
de bajo punto de gelificación, en suspensión hidrosol. Su coagulación en unos casos y regresión ulterior al estado «sol»
coloidal se efectúa gracias a las características del disolvente empleado, puesto que para una temperatura umbral de
24,611 grados centígrados pasa a convertirse en un electrolito de elevada conductividad. Sus propiedades tixotrópicas
son nulas, de forma que cualquier efecto dinámico en su seno -agitación, por ejemplo- no provoca su transformación en
«sol». Entre otras funciones, esta jalea viscosa actúa como protector o amortiguador frente a los elevados picos de
aceleración que experimenta el módulo en determinadas ocasiones. Una vez desaparecidas estas circunstancias, la
masa gelificada es llevada mediante un doble efecto de cambio térmico e ionización controlada al estado de hidrosol,
siendo bombeada al exterior de la cabina de mando. (N. del m.)


56
30 DE MARZO, JUEVES
Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes
espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de
las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves,
30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.
Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación
de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber
cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban
los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante
el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido
alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio,
por tanto, no había variado.
Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto
visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un
extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó
sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de
construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en
la cara este de la ciudad -mucho más voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se
trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes,
respectivamente. Nuestras suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas:
aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La
totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de
características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por
su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio
herodiano.
Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces
mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda
del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.
Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas
imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se
trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.
Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y
yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar
los ejes de los swivels hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para
un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo
«retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador
atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer
del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda
inclinación de los ángulos del tiempo de los swivels hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del
30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes
informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de
Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros
de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con
normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.
¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los
Olivos?


57
El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos
un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en
mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable
fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes
el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había
descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula -correspondiente al santuarioresplandecía
cual «montaña cubierta de nieve».
De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de
una torrentera que identificamos como el Cedrón.
Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la
hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro
sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo,
perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.
Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa
el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder
a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera
moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldamadebería
ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.
Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de
Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.
Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un
terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos
-basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayosX- ratificaron la presencia
de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste
de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles
frutales. Al sur y sureste -especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los
olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina
occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.
Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un
pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo
entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.
Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados
de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados
de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención
la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que
brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos
célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la
ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.)
Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo
terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron
nuestra capacidad de asombro.
Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.
Aquel rectángulo -que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudadaparecía
cerrado por robustas murallas de 150 pies1 de altura. Su cara norte, conocida como el
atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia,
media novecientos pies de longitud. Frente al Ohvete, la fachada este del templo -toda ella en
mármol blanco- alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las
mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y
en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas2, arrojó 801 pies de longitud.
En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho -que se levantaba en el centro de aquel
gran rectángulo- los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de
anchura.
1 La totalidad de las medidas que ofrece el mayor en su diario pueden convertirse a metros, dividiéndolas por tres.
(N. del t.)
2 Puerta Doble y puerta Triple. (N. del m.)


58
La fortaleza o torre Antonia, residencia del representante del César durante las fiestas más
sobresalientes de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era
otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas
y poderosas torres de 105 pies de altura cada una.
Al Oeste de la ciudad, en la cota más alta de Jerusalén (2280 pies), la familia Herodes había
emplazado su residencia fortaleza. El palacio y los jardines reales ocupaban una franja de
terreno, junto a la mencionada muralla más occidental de la ciudad santa de 900 x 300 pies. La
edificación sobresalía por sus tres espigadas torres, de 120, 90 y 75 pies, respectivamente1.
Desde el ala norte del palacio herodiano -tal y como nuestros radares habían detectado la
noche anterior- se extendía otra muralla hasta la mitad, poco más o menos, de la cara oeste
del templo, dividiendo a la ciudad en dos sectores.
Las dimensiones, en definitiva, de Jerusalén eran las siguientes: longitud máxima (desde la
torre Antonia hasta el vértice sur), 3696 pies. En este ángulo sur de la ciudad -junto a la
piscina de Siloé- detectamos la cota más baja del terreno: 1980 pies.
La anchura de la ciudad santa, contando desde el muro exterior occidental (correspondiente
al palacio de Herodes) hasta el pináculo del templo, 667,6 pies.
La inexpugnable muralla que guardaba Jerusalén se levantaba a 225 pies sobre la superficie
del valle. (El curso del Cedrón oscilaba entre los 1860 pies, en su cota más baja, frente a
Hakeldama y al espolón que forman las murallas al sur de la población, y los 2040 pies, a su
paso frente al huerto de Getsemaní, en la falda occidental del Olivete.)
El ordenador computó la longitud total de la muralla exterior de la ciudad, registrando en
pantalla 11 378,1 pies2. Por su parte, el muro que cruzaba entre las viviendas, dividiendo a
Jerusalén en dos ciudades perfectamente diferenciadas como tendría ocasión de comprobar en
persona- tenía una longitud aproximada de 1446,6 pies.
En nuestra vertical, el monte de los Olivos ofrecía dos cotas máximas: 2 220 pies frente a la
piscina de Siloé; es decir, al sur de la ciudad y 2454 pies (elevación máxima), frente al templo.
El huerto de Getsemani -localizado en una cota inferior a ésta- se hallaba a una distancia de
739,2 pies (en línea recta desde la ladera al muro oriental del templo).
Aquella cota máxima del Olivete (2454 pies sobre el nivel del mar), estaba situada a unos
180 pies por encima del templo. Esto, unido a la localización por nuestros equipos de una
pequeña formación rocosa que despuntaba en dicha cima, entre un mar de olivos, nos decidió
establecer nuestro punto de contacto sobre el reducido calvero de dura piedra caliza.
A las 10 horas y 15 minutos, el módulo se posó -al fin- sobre la cumbre del monte de los
Olivos. En un primer «tanteo», los cuatro pies extensibles de la «cuna» se hundieron
ligeramente entre las lajas rocosas. Finalmente, la nave quedó estabilizada y nosotros
procedimos a la desactivación del motor principal.
Aunque el descenso no podía ser visualizado por los habitantes de Jerusalén o de sus
alrededores, un observador relativamente cercano a nuestro punto de contacto sí hubiera
podido descubrir un súbito remolino de polvo y tierra, provocado por el choque de los gases
contra el suelo, en la operación final de frenada del módulo. Por fortuna, aquella polvareda
desapareció en poco más de sesenta segundos, así como el agudo silbido del reactor.
A pesar de todo, Eliseo y yo nos mantuvimos alerta por espacio de casi media hora, atentos
a cualquier inesperada emisión de radiaciones infrarrojas, provenientes de seres humanos, que
pudieran irrumpir en el campo de seguridad de nuestro vehículo, fijado en un radio de 150 pies.
Cualquier individuo o animal que penetrase en dicha franja de terreno sería automáticamente
visualizado en los paneles del módulo. En caso de un presunto ataque, el tripulante que
permanecía en el interior de la «cuna» estaba autorizado a desencadenar un dispositivo
especial de defensa -ubicado en la «membrana» exterior del fuselaje- que proyectaba a 30 pies
de la nave una pared de ondas gravitatorias en forma de cúpula. Aunque esta semiesfera
protectora no podía ser visualizada, el intruso o intrusos que trataran de cruzaría hubieran
recibido la sensación de estar avanzando contra un viento huracanado. (Como ya comenté en
1 Herodes llamó a estas torres Hípica, Fasael y Mariamme, respectivamente. (N. del m)
2 El recinto exterior medía, por tanto, 3 792,7 metros, aproximadamente. La muralla interior era de 482,2 metros.
(N. del m.)


59
su momento, ninguno de los expedicionarios podía ocasionar daño alguno, y mucho menos
matar, a ninguno de los integrantes de la red social a observar.)
Hacia las 11 horas, tras verificar la temperatura en superficie (11,6 grados centígrados), la
humedad relativa (57 por ciento), la dirección e intensidad del viento (ligera brisa del noroeste)
y otros valores más complejos -de carácter biológico-, inicié los últimos preparativos para mi
definitiva salida al exterior.
Mientras Eliseo seguía vigilando nuestro entorno, me desnudé, procediendo a una meticulosa
revisión de mi cuerpo. Debía desembarazarme de cualquier objeto impropio en aquella época:
reloj de pulsera, una cadena con una chapa de identidad, obligatoria en las fuerzas armadas y
una pequeña sortija de oro que siempre había llevado en el dedo meñique izquierdo.
Acto seguido me sometí a la pulverización -mediante una tobera de aspersión- del tronco,
vientre, genitales, espalda y base del cuello y nuca, enfundándome así en la obligada defensa
que llamábamos «piel de serpiente». Como ya he referido en otro momento, esta segunda
epidermis era una fina película cuya sustancia base la constituye un compuesto de silicio en
disolución coloidal en un producto volátil. Este liquido, al ser pulverizado sobre la piel, evapora
rápidamente el diluyente, quedando recubierta aquélla de una delgada capa o película opaca
porosa de carácter antielectrostático. Su color puede variar, según la misión, pudiendo ser
utilizada, incluso, como un código, cuando se trabaja en grupo. Sin embargo, y con el fin de
evitar posibles y desagradables sorpresas, yo preferí ajustarme una «epidermis» absolutamente
transparente...
Caballo de Troya había estudiado con idéntica escrupulosidad el atuendo que llevaría durante
aquellos once días. Puesto que debía hacerme pasar por un honrado coferenciante extranjero -
griego por más señas- los expertos habían preparado un doble juego de vestiduras: una falda
corta o faldellín (marrón oscuro); una sencilla túnica de color hueso; un cíngulo o ceñidor
trenzado con cuerdas egipcias que sujetaba la túnica y un incómodo manto o ropón, susceptible
de ser enrollado en torno al cuerpo o suspendido sobre los hombros. La engorrosa chlamys, que
a punto estuve de perder en varios momentos de mi exploración, había sido confeccionada a
mano, al igual que la túnica, con la lana de las montañas de Judea y teñida con glasto basta
proporcionarle un discreto color azul celeste. Para la confección de ambas túnicas, los expertos
habían contratado los servicios de hábiles tejedores de Siria, herederos del antiguo núcleo
comercial de Palmira, que aún manipulaban el lino bayal.
En previsión de un eventual fallo del dispositivo de transmisión auditiva -que llevaba
incorporado en el interior de mi oído derecho1- Curtiss había ordenado que la chlamys
dispusiera de una hebilla de cinco centímetros con la que poder sujetar el pallium o manto
sobre mi hombro izquierdo. Esta hebilla de bronce encerraba un microtransmisor, capaz de
emitir mensajes de corta duración mediante impulsos electromagnéticos de 0,0001385
segundos cada uno. De esta forma quedaba garantizada una eficaz y permanente conexión con
la base.
En cuanto al calzado, habían sido diseñados dos pares de sandalias, con suela de esparto,
trenzado en las montañas turcas de Ankara. Cada ejemplar fue perforado manualmente,
incrustando en los bordes de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca,
convenientemente empecinadas. Cada cordón -de cincuenta centímetros- permitía sujetar el
rústico calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo en cuatro vueltas a la canilla
de las piernas.
Un mes antes del lanzamiento -con el fin de simplificar mi aseo diario durante el «gran
viaje»- dejé crecer mi barba de forma desordenada.
Aquel ropaje y mi crecida barba desencadenaron el buen humor de Eliseo, viéndome
sometido durante aquellos últimos minutos en el módulo a todo tipo de bromas y chanzas.
Aquellos momentos de diversión resultaron altamente relajantes, haciéndonos olvidar
momentáneamente dónde estábamos y lo que me reservaba el destino.
1 Aunque podía recibir a Eliseo directamente -siempre que él lo estimase oportuno- cuando yo deseaba abrir mi
comunicación auditiva con el módulo era imprescindible que presionara con los dedos sobre la parte externa de mi oído
derecho. Con el fin de evitar suspicacias o posibles malas interpretaciones por parte de los habitantes de Jerusalén,
Caballo de Troya había estimado que fingiera una leve sordera por el referido oído. De esta forma, y aunque la
comunicación con Eliseo debería llevarse a efecto lejos de testigos, el gesto de apertura del canal de transmisión
siempre podía quedar justificado.


60
Siguiendo una de las costumbres populares en la Palestina de aquellos tiempos, impregné
mis cabellos con unas gotas de aceite común. De esta forma quedaron más suaves y sedosos.
Por último, colgué del cinturón una pequeña bolsa de hule impermeabilizado en la que Caballo
de Troya había depositado una libra romana en pepitas de oro1. La evidente dificultad de
conseguir monedas de curso legal, de las manejadas en Jerusalén en el año 30, había sido
suplida por aquellos gramos de oro, extraídos especialmente de los antiquísimos filones de
Tharsis, en las estribaciones de la sierra ibérica de Las Camorras. Según nuestros datos, no
tendría por qué ser difícil cambiarlos por denarios de plata y monedas fraccionarias como el as,
óbolo o sextercios2.
Eliseo verificó por enésima vez los sistemas de transmisión, ampliando la banda inicial de
recepción desde los 10 500 pies a 15 000. Antes de la toma de tierra, los equipos electrónicos
habían medido la distancia existente entre Betania y la ciudad santa -siguiendo el curso del
camino que rodea la cara este del Olivete- arrojando un resultado de 8325 pies3.
El escenario donde debía moverme en aquellos días había sido limitado justamente entre
ambas poblaciones -Betania y Jerusalén, con el pequeño poblado de Betfagé a corta distancia
de la aldea de Lázaro-, por lo que, presumiblemente, mi distancia máxima respecto a la «cuna»
(que se hallaba en un enclave equidistante de ambos núcleos urbanos) nunca debería ser
superior a los mil pies. El margen establecido para la transmisión y recepción auditiva entre
Eliseo y yo era, por tanto, más que suficiente.
A las doce horas, tras un emotivo abrazo, mi compañero accionó la escalerilla de descenso y
yo salté a tierra.
Mi primera preocupación al caminar sobre aquella tierra blanqueada por el sol del mediodía
fue comprobar mi posición sobre el Olivete. Al avanzar unos pasos hacia el bosquecillo de olivos
que se derramaba en dirección sur me di cuenta de aquel gran silencio, apenas roto por el
ronroneo de las libélulas. Me detuve y, tras cerciorarme, abrí la comunicación «auditiva» con
Eliseo. A juzgar por el trayecto que había recorrido desde aquel grupo de rocas amarillentas
sobre las que se había posado el módulo, debía encontrarme a poco más de noventa pies de
Eliseo. Las palabras del hermano sonaron claras y fuertes en mis oídos:
-Es muy posible que la razón de ese silencio -argumentó Eliseo- se deba a la presencia de la
«cuna»... A pesar del apantallamiento, algunos animales han podido detectar las emisiones de
ondas...
Algo más tranquilo proseguí mi detallada localización de puntos de referencia, vitales para un
posible y precipitado retorno hasta la nave. Aunque el microtransmisor de la hebilla actuaba al
mismo tiempo como radiofaro omnidireccional (con señales VHF de ultra-alta frecuencia),
haciendo posible de esta forma que uno de los radares de a bordo pudiera recibir mi «eco»
ininterrumpidamente y en un radio estimado de cincuenta millas, yo no estaba autorizado a
portar un sistema de localización del invisible módulo. La naturaleza de mi misión había
desaconsejado a los responsables de Caballo de Troya la inclusión en mi escasa impedimenta
de una de las «balizas» -de tipo manual- que operan en frecuencia de 75 megaciclos, y que
hubiera resultado utilísima para mi reencuentro con la « cuna». Debería valerme, en suma, de
mi sentido de la orientación, al menos hasta el límite de la zona de seguridad de la nave, a 150
pies de la misma. Una vez dentro de ese círculo, Eliseo podía «conducirme» mediante el
transmisor incorporado a mi oído.
Gracias a Dios, el «punto de contacto» se hallaba en una de las cotas máximas del Olivete.
Esta circunstancia, unida a la presencia del reducido calvero pedregoso, hacía relativamente
cómoda la ubicación del asentamiento de nuestro vehículo, tanto si se ascendía por la ladera
oriental (que muere en Betania) o por la occidental, que desemboca en la barranca del Cedrón.
1 La libra romana equivale a unos 326 gramos, aproximadamente. (N. del t.)
2 Según nuestros estudios, en aquella época, el «estater» ático o patrón 'oro griego (de 8,60 gramos) podía guardar
una relación o equivalencia de 1 a 20 respecto al denario de plata de uso legal en Jerusalén. Aquella pequeña cantidad
de oro puro suponía alrededor de 758 denarios, dinero más que suficiente para mis necesidades durante los once días
de permanencia en la zona, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el precio de todo un campo oscilaba alrededor de
los 120 denarios. (Cada denario de plata Se dividía en 24 ases. Con un as era posible comprar un par de pájaros.) (N.
del m.)
3 Unos 2 275 metros, más o menos. (N. del t.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario