viernes, 31 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 141 A LA PAG 160

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«base madre-2», al noroeste de Cafarnaum. En total, 90 millas (algo más de 166 kilómetros).
-Procedo a lectura de WX .
-Roger. Alcanzando los 18 000 pies por minuto (400 km/h). «Santa Claus» estima reunión en punto J en 3 minutos y 4 segundos.
-OK.. Tres minutos... WX ¡limitada... Parece que estamos de suerte. Ni rastro de los Cb. Viento 350. Inapreciable a nivel 8. Temperatura: 10 gra-dos.
Consulté los altímetros «gravitatorios».
- 3 200 pies.
Aunque el módulo conservaba su nivel de crucero (800 pies sobre la cota máxima del monte de los Olivos; es decir,
3 02.0 pies), el paulatino y acusado declive del terreno fue incrementan-do esta altitud inicial. De acuerdo con nuestros cálculos, en la vertical del oasis de Jericó (punto J), nuestra posición quedaría fijada en 3 770 pies (1256 metros). (Conviene recordar que la milenaria ciudad de Jericó se en-contraba a 250 metros por debajo del nivel del mar). Aquello nos propor-cionaba un sobrado margen de seguridad.
-¡Atención! Punto J en radar... Tiempo estimado: 90 segundos.
Mi compañero permaneció atento a la inminente corrección de rumbo. Abajo, amarilleando al sol, el desierto de Judá se extendía romo y solitario, precipitándose en infinitas lomas hacia la hoya del Gor. La luz oblicua som-breaba decenas de torrenteras y gargantas, que se abrían paso hacia la profunda depresión del mar Muerto con un yerto caudal de guijarros rojizos. La feroz luminosidad de aquel baldío paraje -todavía ocre y ceniciento- no tardaría en despertar. El sol ascendía majestuoso sobre los violáceos cerros de Moab, al sureste, transformando los 67 kilómetros del lago «salado» en una fulgurante lámina de estaño, engastada, casi acorralada, entre rocas peladas y desafiantes.
-50 segundos. Nivel 35 (tres mil quinientos pies) y aumentando.
A las 08 horas, 19 minutos, 30 segundos y 6 décimas, «Santa Claus» modificó la posición del anillo cardan y el J85, suave, casi imperceptible-mente, giró un grado, proyectando la «cuna» hacia el radial 076. (El módu-lo había sido programado para utilizar dos sistemas de navegación y direc-ción: la inercial y la denominada de orientación óptica. El primer tipo, fun-damentado en una plataforma orientable situada en una posición constante, cualesquiera que fueran los virajes de la nave, merced a tres giroscopios. Tanto las estrellas como el horizonte podían servir como referencias. Tres dispositivos sensibles a la aceleración medían todos los cambios de posi-ción. Estos parámetros eran transferidos al computador central, que, tras compararlos con los correspondientes a los de la trayectoria de vuelo pro-


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gramada, efectuaba las oportunas correcciones. Cualquier desviación des-encadenaba un impulso eléctrico que disparaba los propulsores de control, con objeto de modificar el rumbo. Como sucedió en el despegue de emer-gencia en la cima del Olivete, nosotros podíamos desconectar el sistema di-rector automático, maniobrando manualmente.)
-Roger. Luz de contacto. ¿Verificación de radial?
-OK- Derivando a 076. Adelante... Oscilación nula.
-¿Tiempo a J2?
-63 segundos.
-OK Dame combustible.
-Estamos a un 93,2 por ciento.,
-¡Fantástico!
La exclamación de Elíseo estaba plenamente justificada. De pronto, la veintena de kilómetros de marga y caliza sedienta y resquebrajada del de-sierto de Judá se había transformado en un vasto vergel. ¡El oasis de Jericó! Arborescente. Cerrado en mil tonalidades de verdes. Manchado aquí y allá por bosquecillos de tamariscos, moteados por miles de flores rojas y blan-cas. Toda una lujuriosa flora, bien regada por manantiales límpidos que emergían entre álamos, rosales, cimbreantes murallas de papiros y, domi-nando aquella increíble e inmensa bendición, la «reina» del oasis: la palme-ra. La famosa phoinikon que ya cantaran Tácito, Josefo y Plinio el Viejo. Mi hermano y yo permanecimos mudos. ¡Dios mío!, ¡qué indescriptible belleza! El radar, con su frialdad, fue más elocuente que nuestras pobres palabras: sólo el palmeral ocupaba una extensión de 12 kilómetros y 950 metros de longitud por otros 3 kilómetros y 700 metros de anchura. Y entre las gráci-les y esbeltas palmas, un universo de chozas, cultivos de regadío, árboles frutales y los cotizados arbustos de bálsamo. En el horizonte, zigzagueando entre la verde espesura, las aguas marrones y plácidas del río bíblico por excelencia: el Jordán. Al verlo discurrir entre meandros erizados de cañave-rales y de alisos de madera blanca, una intensa emoción se sobrepuso por un momento a la rígida disciplina de vuelo. Allí, en alguna parte de aquellas terrosas aguas, Juan había bautizado a Jesús de Nazaret. Y súbitamente re-cordé la promesa hecha a Eliseo. Como ya narré en páginas precedentes, en la jornada del viernes, 14 de abril de este año 30, después de verificar el «mal» que nos aqueja y de conocer el exiguo plazo de vida de que dispo-níamos, mi entusiasta compañero propuso una descabellada y tentadora sugerencia: ¿por qué no desafiar al Destino? ¿Por qué no forzar la opera-ción y «acompañar» al Maestro a lo largo de toda su «vida pública»? Aque-lla noche le prometí reflexionar sobre el particular y darle una justa y cum-plida respuesta antes del despegue hacia la Galilea. Pero las circunstancias que rodearon nuestra partida de la cumbre del monte de los Olivos nos


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hicieron olvidar el asunto. Olvidarlo, claro está, temporalmente. A diferencia de la mía, la memoria de Eliseo continuaba siendo espléndida. E inexplica-blemente, aunque mi decisión había sido ya tomada, me mantuve en silen-cio.
-Ahí la tienes -exclamó Eliseo, marcando hacia tierra con su dedo índice izquierdo- A tus «nueve»...
-¡Jericó! La ciudad más antigua del mundo...
A poco más de once kilómetros al oeste del Jordán, la milenaria ciudadela -con sus casi diez mil años de existencia- despertaba al nuevo día, bañada en cal, tortuosa, con sus casas cúbicas apiñadas en el interior de una mura-lla de 50 pies de altura, ocre y grana ante el sol naciente. Ocupaba una pla-nicie ovalada de casi diez estadios de diámetro mayor, serena y magistral-mente asentada entre cerros escalonados, que, como describía Estrabón, semejaban las gradas de un ciclópeo anfiteatro. Al suroeste, un profundo wadi, la célebre torrentera de Oelt, igualmente frondoso y escoltado por negros y vigilantes cipreses (quizá de la misma especie que los empleados por Salomón para cubrir el piso del Templo), constituía el camino natural hacia Jerusalén. A ambos lados del citado wadi, a un kilómetro escaso de las puertas de la ciudad, se levantaba un deslumbrante edificio, con terra-zas enlosadas, fuentes, jardines y un complejo laberinto de altas columna-tas blancas y rojas. Sin duda se trataba del lujoso palacio de invierno de Herodes el Grande, con sus salas de baños, sus caldarium (habitaciones «calientes»), tepidaria (estancias «templadas»), salones de recepciones, caballerizas y una piscina de aguas verdosas de casi 30 metros de longitud.
La observación, necesariamente exigua y apresurada, no nos permitió captar demasiados detalles. A unos 250 metros al oeste de esta doble y ai-rosa mole de mármol blanco se erguía otro palacete, sensiblemente menor, que, según nuestras informaciones, podía constituir la vieja residencia has-monea. Y en la «boca» del wadi, empinada sobre un cerro, la torre-fortaleza de Cypros, construida por Herodes, el «criado edomita», en honor a su madre y como baluarte para proteger la ruta hacia Jerusalén. A dife-rencia de lo que sucede en pleno siglo xx, en aquel tiempo (año 30) el oasis había conquistado buena parte de las estribaciones del desierto de Judá. La ciudad del valle inferior del Jordán, a mil metros por debajo de las colinas que rodean Jerusalén, podía sentirse orgullosa. El verde y próspero «océa-no» vegetal sobre el que se asentaba atraía a cientos de comerciantes y ri-cos propietarios de la Judea que, al igual que el rey Herodes, se mostraban orgullosos de poseer una finca de recreo en el suave e inalterable clima del oasis.
-Prevenidos -anunció Eliseo, atento a las lecturas del computador-. Punto J2 en pantalla.


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Sobre la vertical del río Jordán -en el cruce con el wadi Nirmi-, «Santa Claus» modificó el radial, pasando a 330.
-Roger. Verifica pegeons.
-Roger.. Deriva correcta. Volando en rumbo previsto: noroeste y mante-niendo nivel 37.
-Tiempo estimado a punto S?
-Leo 11 minutos y 6 segundos.
-OK. Repite pegeons...
-42y 330. -Nos encontrábamos a 42 millas del punto S.
Revisé el «ceilómetro». Los datos no me gustaron.
-El frente tormentoso (línea de turbonada) sigue avanzando. Leo base media por debajo de 2 500 pies. El láser barre un amplio frente, al norte, con lóbulos frontales a 72 millas....
-Entendí 72...
-OK. Justo en la costa norte del lago. Viento en base de los Cb... 360 y 25.
-¡Dios mío!...
Observé a Eliseo de soslayo. Ambos sabíamos lo que podía representar el encuentro sobre el mar de Tiberíades con aquellas nubes de desarrollo ver-tical y con vientos de 50 nudos. Pero, sin más comentarios, obviarnos el in-quietante problema. Aún restaban bastantes minutos para la temida reu-nión con el murallón de cumulonimbus.
-Roger, Jasón. Tomaremos decisión en punto S.
La idea me pareció de lo más prudente. El módulo -permanentemente apantallado por la radiación IR- se deslizaba veloz, a 18 000 pies por minu-to, en un teórico sobrevuelo del Jordán. En realidad, la cinta ocre del río -sepultada las más de las veces por una selva impenetrable que desafiaba al desierto desde ambas márgenes- era una simple referencia posicional. Di-gamos que una vía natural, cómoda y directa, que debería conducirnos al objetivo final: el Kennereth o mar de la Galilea. Desde un primer momento nos llamó la atención la salvaje fecundidad de los bosques y de la cúpula vegetal que crecía al amparo y a expensas del Jordán. Hoy, en «nuestro tiempo», no queda ni rastro de semejante «jungla» que, por supuesto, no debía de ser muy recomendable para los peregrinos y caravanas. De hecho, el polvoriento camino que, partiendo de Jericó, ascendía paralelo al río, hacia las poblaciones de Archélaüs, en la Samaria, y Scythópolis, en la De-cápolis, raramente se aproximaba a la mencionada selva. Su distancia al Jordán oscilaba entre una y seis millas. Aunque el programa de Caballo de Troya había establecido una serie de obligadas filmaciones y tomas fotográ-ficas infrarrojas, a partir del radial 320, en el límite sur del lago, mi herma-no se mostró conforme cuando, señalándole a la espesura situada a 3 700


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pies (1 233 metros), insinué que quizá resultase interesante aprovechar la ocasión y efectuar un «barrido» fotográfico de algunos de los tramos del río. Meses después, cuando los especialistas examinaron la valiosa colección de imágenes aéreas infrarrojas, su sorpresa no tuvo límites. Los films Ko-dak «aerochrome infrared 2443» (base estar) e «infrared 3443» (base estar fina) de 70 milímetros captaron una prodigiosa flora y fauna que, dos mil años más tarde, sólo perduran en la memoria de los textos bíblicos. Un fo-llaje verde, sano, exuberante, casi me atrevería a decir que «amazónico», aparecía en colores magenta, púrpura oscuro, rojo pardo y amarillo. Las acacias y azufaifos se contaron por miles, descubriendo bosques compactos de bananeros silvestres -ejemplares insólitos y prácticamente ignorados-, carrizos «de escoba», pujantes manzanos de Sodoma y millones de juncos «olorosos», tan cotizados en la preparación del óleo santo. Estas técnicas infrarrojas desvelaron igualmente la presencia en la cerrada jungla del Jor-dán de felinos y bestias, a los que aluden determinados escritos bíblicos y que, en pleno siglo xx, se nos antojan fantásticos o anacrónicos. Pues bien, Pedro, en su epístola (1, V. 8),
al evocar el rugido del león, no escribía en parábola. Realmente, hace dos mil años, aquella selva tropical era un territorio dominado por leones, leo-pardos, linces, zorros, cocodrilos y hasta hipopótamos. (Seguramente, el behemoth y el leviatán que menciona la Biblia.)
A los cinco minutos de esta tercera etapa del vuelo, en mitad de la «es-pina dorsal» que forman las «tierras altas»,
a poco más de 24 kilómetros hacia el oeste, aparecieron ante nosotros las cimas de Garizim y Ebal, en plena Samaria. Verdiazuladas por la distancia y en duro contraste con el amarillo rojizo del desierto. Y hacia el este, la no
menos sedienta región de la Perea el Abasim -o «montes de enfrente»-, donde la altiplanicie aparece rota por mesetas abruptas y brumosas, cruza-das por caravanas que van o vienen de Damasco. Pero nuestras observa-ciones se verían bruscamente interrumpidas.
Fue la primera señal de lo que nos aguardaba. Sobrevolábamos la des-embocadura del Yabboq en el Jordán, a las «tres» de nuestra posición. Re-cuerdo que me disponía a comentar con Eliseo la célebre historia de Jacob, peleando en uno de los vados de dicho afluente con el misterioso «ángel» que le cambiaría el nombre por el de «1srael», cuando, en la cabina del módulo, campanilleó una de las alarmas. «Santa Claus», a través de los sensores exteriores, detectó un brusco aumento de la velocidad del viento:
-Roger. 12 alarma. Dame pegeons.
Mi hermano apagó la luz naranja del «panel panic», esperando mi infor-me.


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-El ceilómetro y los sferic señalan vientos de 15 nudos a nivel 37... Rum-bo norte. No hay duda: el frente se nos echa encima.
-Dame potencia.
-Quemando a 4 por segundo.
-OK. ¿Tiempo estimado a punto S?
-Leo 6 minutos y 6 segundos.
-Roger. Sincronizando a 5 kilos. Creo que será suficiente.
La «cuna» experimentó una pequeña sacudida. Eliseo no se equivocaba. El aumento de potencia -a cinco kilos por segundo- equilibró de momento la velocidad. Pero ¿qué sucederla al aproximarnos al filo del lago? El ordena-dor central parecía «leer» mis pensamientos. Cuando me disponía a activar el radar meteorológico, el TGT ALRT provocó una segunda alerta acústica y luminosa. En pantalla, a 65 millas, apareció una gran mancha verde, amari-lla y roja. Esta última en especial -de nivel 3- representaba una seria per-turbación meteorológica. Presioné el FRZ, reteniendo la imagen del frente, solicitando a «Santa Claus» un máximo de información. Abierta 120 grados, la antena no tardó en explorar la tormenta. Y a través de otro de los pulsa-dores -el CYC-, las células tormentosas más activas comenzaron a destellar en rojo. Nos miramos en silencio.
-Roger -murmuró mi compañero, esperando lo peor-. ¿Qué dice «Santa Claus»?
Resumí los parámetros.
-Zona crítica a 65 millas. El radar no capta tipo de turbulencia...
Ni falta que hacía. Aquella inoportuna línea de turbonada podía albergar de todo: desde granizo a fuerte aparato eléctrico.
-... Rawin y ceilómetro confirman lecturas anteriores: corriente en chorro subtropical e isotacas... ¡Mal negocio! Al parecer, presenta una anchura de 300 kilómetros. Fuerza del viento en el centro: oscilando de 80 a 150 nu-dos. En tropopausa, fuerte cizalladura vertical.
-¿Nivel?
-Leo 400 (40 000 pies).
-Entendí 400.
-Afirmativo. Cizalladura horizontal a la izquierda del eje y superior a la de la derecha del chorro... Techo de los Cb en 360 (36 000 pies). Sin varia-ción.
-¿Algún cambio en el nivel de la base?
-Negativo. Manteniéndose en 2 200 pies.
Eliseo esperó la última lectura. Sin duda, crucial a la
hora de tomar decisiones.
-Vientos de componente norte en la base. Fuerza 25. Palidecimos a un tiempo.


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-Repite...
-3600125.
Durante algunos segundos, cada cual se hundió en sus
propios pensamientos. Imagino que en una única y común interrogante: ¿cómo sortear aquella peligrosa mole? Las nubes de desarrollo vertical ba-rrían el centro del mar de Tiberíades, con vientos -en su base- de cincuenta kilómetros a la hora. Si manteníamos el mismo nivel de vuelo (3 700 pies), penetraríamos de lleno en la línea de turbonada. Llegado el caso, podíamos descender de nivel, incrementando así el margen de seguridad. A pesar de ello, «piratear» la tormenta por su zona inferior no eliminaba los riesgos.
-Roger. A 6 segundos para punto S.
-OK Dame combustible.
-Desde J2 leo 3 030 kilos. Estamos a un 73,2 por ciento. -Resistencia pa-rásita en OK Viento 36T y aumentando a 17 nudos.
-Dame indicador de velocidad.
-Mantenida en 18 000... -Este maldito viento... La «cuna» seguía vibran-do y cabeceando. Aquel «cajón» volante, con sus escasas -por no decir nu-las- formas aerodinámicas, no había sido concebido para afrontar turbulen-cias como las que presumíamos. Examinamos la posibilidad de rodear los Cb, pero -demoledor- el radar meteorológico nos hizo desistir: en cada uno de sus 14 barridos por minuto, la «muralla» se reflejaba en una área de 60' a cada lado del eje longitudinal de la nave. El combustible y tiempo necesa-rios para intentar la aproximación a la «base madre-2», por el este o por el oeste, resultaban prohibitivos. En cuanto a sobrevolar la formación nubosa, elevándonos a 36 000 pies, ni siquiera fue contemplada. A razón de 5,2 ki-los por segundo, la «cuna» hubiera precisado más de 62 toneladas de pro-pelente para remontar el techo de los Cb. (Nuestra carga total disponible, en el momento del despegue en la meseta de Masada, era de 16 400 kilos.) Sólo quedaban un par de alternativas: aterrizar y dejar pasar el nublado o arriesgarse, sorteándolo por debajo.
Absortos en el instrumental, apenas si reparamos en la blanca y cuadricu-lada ciudad de Scythópolis, a 6 kilómetros al oeste del Jordán. «Santa Claus» modificó el rumbo, pasando a radial 360. El tiempo estimado al pun-to L (al filo sur del lago) era de 3 minutos y 15 segundos.
-¡Agárrate! Esto empieza a complicarse.
A las 08 horas y 34 minutos -a 40 segundos para la reunión con el punto L-, las oscilaciones de la «cuna» aumentaron. El viento, racheado y cam-biante, hacía saltar y modificar de continuo los parámetros del computador central, en un esfuerzo por equilibrar la potencia del J 85. Si la nave entra-ba en pérdida, nuestra situación y la de toda la operación podían verse se-riamente comprometidas.


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-Roger. Modificación a 320. ¡Atento, Jasón! Un último esfuerzo. «Base madre-2» a 12,5 millas.
«Santa Claus» orientó el motor principal hacia el noroeste. Y la nave acu-só aquellos 40 grados. El viento golpeó fuerte por estribor, haciendo sonar, por primera vez, los avisos de pérdida.
-¡Alt! (Altitud)... iÁlt a 35! ¡Maldita sea! Descendiendo a 20 por segundo. ¡Corrección! ¡Corrección!... Stall!
El sistema automático reaccionó puntual, elevando la potencia a 5,2 kilos por segundo.
-Reduciendo inclinación... 40 grados... 30... ¡Bien! Dame DG1 (indicador de giroscopio direccional).
-Estabilizado. .
-W/D... ¡Jasón, dame W/D! (dirección del viento).
-Continúa en 36T. Fuerza 17.
La nave redujo el cabeceo.
-Combustible.
-En punto L 756 kilos. Estamos a un 68,7 por ciento.
-0K. Manteniendo a nivel 35 (3 500 pies).
Sin darnos cuenta habíamos penetrado en el espacio aéreo del mar de Ti-beríades. El radar meteorológico seguía destellando en rojo. Aquellos maldi-tos Cb alcanzaban una profundidad aproximada de 35 kilómetros.
-A cinco millas para zona crítica.
Los cumulonimbus estaban a la vista. Observados desde abajo se presen-taban negros y altos como montañas, con la típica forma de yunque en su zona superior. Sobrevolaban el lago, extendiéndose a muchas millas hacia el este y el oeste. En el interior de la nube, amenazantes, culebreaban, de nube a nube, esporádicas descargas eléctricas.
-¿Recibes intensidad de turbulencia?
-Roger. Muy fuerte en el borde delantero y aumentando de abajo arriba. «Santa Claus» estima nivel de cero grados a 4 500 pies.
-¿Gradiente de potencial eléctrico?
-Superior a un millón de voltios por metro. Campo electromagnético en los Cb entre 50 y 500.
-Preparado cinturón antiabrasión.
OK.. CP (punto crítico) a tres millas. Viento en 360' y aumentando a 20.
Bajo la «cuna», las aguas del lago, plomizas y encrespadas, rompían con fuerza, blanqueando la costa occidental. Eliseo, precavido, se hizo con el control manual, dispuesto a desconectar el sistema director.
-¡Ahí viene!... ¡Altímetros, altímetros!
-35...
-Temperatura de toberas...


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-Sin variación... ¡Que Dios nos asista!
La nave penetró en el gran lóbulo frontal de los Cb. Una fuerte sacudida estremeció la estructura, al tiempo que la lluvia, racheada e intensa, nos dejaba a ciegas. La turbulencia hizo saltar los altímetros «gravitatorios», provocando bruscos giros en la plataforma giroscópica.
-¡Inclinación!... ¡30 grados! ¡Rectifica!
-¡Aumenta potencia!... ¡Nivel a 30! ¡Pérdida! ¡Pérdida!...
-¡Desconexión!
Mi hermano, multiplicándose, invalidó el sistema automático, tirando con fuerza de la palanca. Las ALT (barras de órdenes que suministran la guía vertical) seguían enloquecidas.
-¡Aumenta potencia!
-¡Toberas al límite! ... ¡Quemando a 7 por segundo! ¡Ya levanta! ¡Vamos, vamos! ...
La «cuna» recuperó en 15 grados su perdida horizontalidad. Pero la fuer-za del viento, ora vertical, ora horizontal, seguía alterando la altitud, des-plazando el rumbo.
-¡Así, así!... ¡Mantenlo en 30!
Pero las alertas siguieron saltando. Esta vez fueron los anemómetros pe-riféricos.
-¡Dios!... ¡Cizalladura vertical!... ¡40 nudos! ¡Nivel! ¡Nivel!
-¡Pérdida!... Stall!...
Habíamos entrado en el radio de acción de un fortísimo viento vertical que se precipitaba desde los Cb hacia el suelo, con un temido efecto de «manguera» sobre la nave. Y la «cuna», entre sacudidas, se desplomó co-mo un cubo.
-i3 00W... i2 800!... i2 500! ... ¡Luces, luces!... ¡Descendiendo!... ¡Peligro! ¡Oh, Dios! ... ¡Luces de sobrecarga en estructura!... i2 200 pies!
Eliseo tiró de la palanca, forzando el ángulo de giro del J 85. Pero el ba-lanceo continuó, sensiblemente acentuado por los golpes de agua que arrastraba la cizalladura.
-¡Corrección alabeo!...
-¡Lo intento! ¡60 grados!... ¡55!... ¡Vamos, vamos!...
-¡Nivel 20!... ¡Alerta! ¡Luces de baja en presión de aceite! ¡Mantenlo! ¡Mantenlo!
-¡Dios mío! ¡Jasón, reduce ángulo de alabeo! ¡Conecta auxiliares!
Los pequeños motores, bajo el control de «Santa Claus», entraron en ac-ción, estabilizando el módulo.
-¡Roger!... ¡Ahora lo tengo!... ¡Dame sección de cizalladura!
-Una milla... SODAR localiza disipación a 350 pies .
-Roger. No tenemos elección. ¡Ahí vamos! ¡Activa cinturón antiabrasión!


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La membrana exterior abrió el «escudo», creando un poderoso flujo de electrones en torno a la nave. Y un remolino grana amarillento envolvió la «cuna». Agua y viento chocaron contra la invisible «pared», manteniéndose a poco más de un metro del fuselaje. Esto alivió las fuertes tensiones que venía soportando la estructura y el J 85 redujo su potencia.
Mi hermano, tan Pálido como quien esto escribe, sin perder de vista el va-riómetro, inclinó el módulo, a la búsqueda del nivel de disipación de la ciza-lladura.
a 5,2... Dame nivel.
-1 800 pies... 1600... 35 grados.
-Pegeons.
-330... ¡Corrección 10 grados!
-OK. ¡Abajo a 23 por segundo! ... Rumbo 320. ¡Estabilizado!
-Sigue descendiendo. 1 200 pies ... 1 000 pies ... ¡Parece que afloja! ¿Viento?
-En 360' y a 10.
-Nivel 800 pies... ¡Un poco más1 .... 700 pies ... Abajo a
1 S. ¡Frenando! Abajo al 0... ¡Nivel!
-600 pies... Viento a 8. ¡Zona de disipación! ¡Ahora!.
Eliseo estabilizó el módulo en velocidad horizontal. La cizalladura había perdido su fuerza.
-¡Fuera antiabrasión!
-Roger..
La luminiscencia grana desapareció y la lluvia, más tenue, envolvió de nuevo la «cuna». Abajo, a 200 metros, el lago se agitaba al paso de los Cb. Por un instante reflexioné sobre lo ocurrido. Nuestra temeridad podía habernos costado muy cara. Sin el escudo de electrones, quizá la nave habría entrado en un stall de alta velocidad, precipitándose sobre el mar de Tiberíades. Ahí hubiera concluido la Operación Caballo de Troya. Por su-puesto, ni mi hermano ni yo hicimos comentario alguno. En esos momen-tos, lo único que importaba era ganar la costa norte y descender. La tor-menta, ahora por encima del módulo, corría veloz hacia el sur. La navega-ción se hizo más suave, pero no podíamos confiarnos.
-Verifica derrota.
-En 320. Tiempo estimado a «base madre-2».... leo 45 segundos.
Eliseo recuperó el programa director.
-Línea de costa en radar. Verifica coordenadas.
-Roger. «Base madre-2» en 32'52'7 (latitud norte) y 35'30'2 (longitud es-te).
-OK. Elevando a 33 grados... 25 segundos... Nivel estabilizado en 900 pies. Reduciendo a 15 pies por segundo. Reduciendo a 9...


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Caballo de Troya había previsto el nuevo «punto de contacto» en un sua-ve promontorio que se alza al noroeste del mar de Tiberíades y cuya cota máxima coincide prácticamente con el nivel del Mediterráneo. Las referen-cias evangélicas identifican dicha colina con el célebre monte de «las biena-venturanzas». En opinión de los geólogos, era más que probable que el per-fil orográfico del mencionado promontorio no hubiera experimentado cam-bios sensibles en aquellos dos mil años. Sin embargo, dada la lógica dificul-tad para verificarlo, los directores de la operación habían depositado en nuestras manos la decisión final respecto a la zona de descenso. Resumien-do: antes de proceder al aterrizaje era necesario un cuidadoso reconoci-miento del terreno.
-Roger. «Base madre-2» colimada. ¿Qué dice «Santa Claus»?
El módulo sobrevoló tierra firme y los sistemas de rastreo, en conjugación con un modificado CLC-3D, presentaron en el monitor algunas de las más destacadas características de la colina:
-Cota máxima a 600 pies sobre el nivel del lago Rampa sur de 1 600 pies, en declive de 40 grados. Sólida formación de caliza cenomania con abun-dante flujo basáltico en laderas oeste y sureste y una serie de oquedades perfectamente delimitadas (sin duda, de origen artificial) en el subsuelo de la cara este.
Las radiaciones IR no detectaron presencia humana alguna en todo el promontorio. Ni que decir tiene que aquellas «cuevas» o «galerías» nos in-trigaron sobremanera.
-El radar señala una doble formación rocosa, plana, en la ladera sur. Cota 100. Distancia al lago: 400 pies. Configuración calcárea. Leo 30 y 9 pies de diámetro, respectivamente. La primera puede servir. Ligera inclinación de la laja hacia el oeste; 10 grados.
-OK. Comprendido. Listo.
-Altitud 900. Vamos allá. 21 abajo... 35 grados... 600 pies... Abajo a 19...
La «cuna» inició el descenso, a la búsqueda de una de las blancas y pé-treas «manchas».
-Roger... 300 pies y 3,5 abajo... ¡Adelante! Abajo en un minuto. ¿Viento?
-Leo 5 nudos y manteniendo dirección: 360 grados.
-Roger. 1,5 abajo... 19 adelante. ¡Atento! 11 adelante... ¡Luces altitud! 3,5 abajo... 200 pies... ¡Ya es nuestra! ... 4,5 abajo ... 160 pies y abajo la mitad... ¡Adelante!, ¡ya! ... 40 pies .... abajo 2,5... 4 adelante, derivando a la derecha. ¡Eso es! ¡Luz de contacto! ¡Luz de contacto!... ¡Dios santo: gra-cias!
La nave tocó la laja con brusquedad. Y «Santa Claus», automáticamente, corrigió los 10 grados de desnivel, equilibrando las secciones telescópicas del tren de aterrizaje.


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Eliseo desconectó los circuitos, procediendo a la ventilación del oxidante.
-Listo cinturón infrarrojo a 150 pies.
-Roger. Anclados en «base madre-2». ¿Algún target en pantalla?
Mi hermano comprobó los sucesivos barridos.
-Negativo. Parece que todo anda tranquilo ahí fuera.
-¿Banderas?
-Negativo. Todo de primera clase... Hiciste un buen trabajo.
Eliseo sonrió burlonamente. Y señalando mi insólita indumentaria de pilo-to, replicó:
-Para ser un comerciante en vinos y maderas de Tesalónica, tampoco has estado mal del todo...
La broma relajó el cargado y tenso clima de la cabina.
Lo peor, en principio, había pasado. Los cronómetros marcaban las 09 horas, 47 minutos, 57 segundos y 6 décimas.
Eso significaba que habíamos invertido 10 minutos más de lo previsto en el plan de vuelo. Una vez más, me equivoqué.
A pesar de haber capeado el temporal, nuestra situación no era tan ópti-ma como presumíamos. Al chequear los sistemas, una de las rutinarias comprobaciones nos dejó perplejos.
El combustible quemado en las últimas veintisiete millas y media (del punto S a «base madre2») era muy superior a lo fijado por los especialistas de la operación. En lugar de los 1492 kilos previstos, el módulo -como con-secuencia de las fuertes aceleraciones- había consumido 2 992 kilos.
Acudimos al computador central. Los cálculos eran correctos. «Santa Claus» había sido «cargado» con minuciosa exactitud. No había posibilidad de error. Estábamos a un 59,6 por ciento de combustible. Sin perder los nervios, repetimos y verificamos los cómputos una y otra vez. El problema surgía siempre en la última derrota. Sólo en aquellas 12,5 millas finales, la «cuna» se había bebido el 9,1 por ciento de los 16 400 kilos iniciales.
Visiblemente desalentado, mi hermano giró la cabeza, contemplando la lluvia que garabateaba en la escotilla de babor. Comprendí su desazón. No era el viaje de retorno a la meseta de Masada lo que le intranquilizaba. La reserva de combustible -exigua, por supuesto- nos permitía emprender el vuelo y alcanzar nuestro objetivo. (En realidad disponíamos de 9 774,4 ki-los, más un 3 por ciento en la reserva de emergencia, equivalente a 492 ki-los.) Contando con buen tiempo y con una navegación sin excesivos dete-rioros, estas 10 toneladas resultaban suficientes.
Con el fin de ahorrar tiempo y combustible sería preciso modificar las de-rrotas. Y durante algunos minutos, aparentemente ajeno a la profunda y si-lenciosa frustración de mi compañero, me ocupé del trazado y programa-ción de los posibles rumbos, desde nuestro actual «punto de contacto» a la


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«piscina» de Masada. «Santa Claus» no tardó en presentar un plan de vuelo minuciosamente ajustado a las necesidades: desde el noroeste del lago al punto L y de allí, olvidando el punto S, derechos como un tiro al J2. En la confluencia del Jordán con el wadi Nirririn, la «cuna» debería pasar a radial 190, sobrevolando la zona oeste del mar Muerto. En total, 109,2 millas, con un tiempo estimado de 30 minutos y 4 segundos, a una velocidad de cruce-ro de 18 000 pies por minuto. Esta singladura -a un promedio de 4 kilos por segundo- representaba un gasto de 7 216 kilos. En otras palabras, deducido el viaje de regreso a Masada, nuestras disponibilidades ascendían a la nada confortable cifra de 2 558,4 kilos de combustible. A pesar de ello intenté le-vantar el ánimo de Eliseo.
Todo está perdido -sentencié, invitándole a examinar el programa.
Mi hermano accedió sin demasiado entusiasmo.
-Olvidas algo -intervino al cabo de un par de minutos-. La operación pre-vé el trazado de los mapas digitalizados del lago. Sabes que, sin esas pelí-culas, el «ojo de Curtiss» quedaría fuera de servicio...
Negué con la cabeza. El ordenador central sí había tenido en cuenta esta parte del programa. Como ya referí, Caballo de Troya estimó conveniente que, en el sobrevuelo del mar de Tiber4ades, las cámaras de a bordo filma-ran diferentes áreas del lago. Esta información, previamente codificada, re-sultaba de vital importancia para el buen funcionamiento de otro de los fan-tásticos dispositivos de que habíamos sido dotados y que los ingenieros habían bautizado con el familiar sobrenombre de «ojo de Curtiss», en honor de nuestro querido general y director del proyecto. (Más adelante, si las fuerzas no me fallan, hablaré de este curioso -casi mágico- «compañero» de expedición, que tan excelentes servicios prestó a estos locos aventure-ros.)
Pero la tormenta había imposibilitado la ejecución de dichas tomas. Era menester esperar y, con buena visibilidad, elevarse de nuevo sobre la zona, procediendo entonces al estudio y registro del perfil del terreno. Esto repre-sentaba un consumo adicional de combustible. Y Eliseo, defraudado, dejó constancia de ello. Sin embargo, como decía, a la hora de confeccionar el plan de vuelo, «Santa Claus» no había perdido de vista esta contingencia. En el supuesto de que la nave circunvalara el perímetro total del lago (52 kilómetros), el combustible necesario para dicho sobrevuelo ascendía a casi dos toneladas. (Teniendo en cuenta las sobrecargas del despegue y poste-rior aterrizaje, así como el consumo medio durante los 7 minutos y 8 se-gundos previstos para el desarrollo de la operación, el gasto total -siempre según el computador- sumaba 1988,6 kilos.) Es decir, si acatábamos los planes de la operación, el descenso final sobre Masada podía culminarse con un justísimo superávit: 569,8 kilos de combustible, amén de la reserva


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de emergencia. Y aunque tal estrechez no nos hacía muy felices, la realidad se impuso. Estábamos donde estábamos y, una vez verificados todos los parámetros, de nada servía lamentarse. El Destino tenía la última palabra. Además, tanto Eliseo como yo conocíamos a la perfección los detalles de la llamada Jase tigre». Caballo de Troya había contemplado también la remota pero verosímil posibilidad de que, a causa de una avería o accidente irrepa-rables, la «curra» y sus ocupantes quedaran descolgados del primigenio punto de lanzamiento y, por tanto, incapaces de retomar a Masada por el sistema previamente establecido. En ese grave compromiso, las órdenes eran tajantes e inviolables: «regresar» a nuestro tiempo, procediendo a la inmediata destrucción del módulo. Desde cualquiera de los lugares en que se produjera esa desintegración de la «cuna», nuestro acceso a Masada no tendría por qué ser especialmente conflictivo. Pero intuyo que estoy apar-tándome de nuevo de lo que en verdad importa. Eliseo continuó en silencio. Los planes y estimaciones eran tranquilizadores. Sin embargo, aquel mu-tismo encerraba algo más profundo e íntimo. Y yo sabía su significado.
-Te repito que no todo está perdido...
Me miró sin comprender. Sonreí maliciosamente y, adoptando un aire re-lajado, me adelanté a sus pensamientos.
-Sabes bien a lo que me refiero.
Y una chispa de esperanza iluminó sus ojos.
-Entonces...
Mi sonrisa se abrió definitivamente, disipando sus dudas.
-Sé que podemos hacerlo -añadí, simulando una seguridad que para mí hubiera deseado. Mi atormentada existencia fue siempre así: llena de con-tradicciones- Si aún te sientes con fuerzas, ¡adelante! ¡Acompañemos al Maestro!
-Pero...
No le dejé terminar.
-¿Creías que había olvidado mi promesa? Medité tu idea y estoy confor-me: correremos el riesgo. Merece la pena. Sólo veo una dificultad...
-¿Sólo una?
Me enfrenté al monitor y, tecleando sobre el terminal del computador central, le mostré algo que ya conocía: el 59,6 por ciento de combustible.
-Esta es nuestra dificultad...
-Entiendo.
Eliseo, prudentemente, me dejó concluir.
... Aunque cabe una solución : inmovilizar la nave, pase lo que pase. Sólo así podríamos conjugar la nueva exploración y el retorno.
Mi hermano empezaba a adivinar mis intenciones.


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-¿Estás sugiriendo que, durante esos tres o cuatro años de seguimiento del rabí de Galilea, la «cuna» permanezca inactiva?
-No exactamente. Sus sistemas y dispositivos electrónicos, lo sabes, son necesarios para culminar ésta y la futura tercera exploración. En cambio, podemos prescindir de los servicios de la pila atómica y, sobre todo, del vuelo de la nave. Reemplazaremos la alimentación de la SNAP 27 mediante la batería de placas solares.
(Como medida precautoria, Caballo de Troya había incluido en este se-gundo «salto» un total de doce espejos metálicos, susceptibles de ser mon-tados en el exterior de la «cuna», aprovechando así la radiación solar. Estos espejos, de vidrio con revestimiento de plata, tenían 29,3 centímetros de diámetro, pudiendo generar hasta 500 W Al dorso llevaban adheridas sen-das películas de cobre, con la posibilidad de ser fijados a un estribo del hie-rro, en disposición azimutal biaxial. El sistema, ideado por el profesor israelí Tabor, permitía que toda la radiación reflejada incidiese en un solo punto. Ello era posible merced a la fórmula especular asimétrica y al desplaza-miento del eje de giro horizontal en el centro de la curvatura de la imagen. Aunque la capacidad de reflexión del vidrio con revestimiento de plata era alta -un 88 por ciento-, los especialistas nos abastecieron también de otras planchas de repuesto, a base de acero dulce plateado y metal electropla-teado, con índices de reflexión del 91 y 96 por ciento, respectivamente.)
El plan, aunque viable desde un punto de vista estrictamente técnico, exigía una larga y concienzuda maduración. Eran muchos los parámetros a considerar: ¿a qué momento exacto de la vida de Jesús de Nazaret debe-ríamos dirigirnos? Los inicios de su actividad pública no aparecen muy cla-ros en los textos evangélicos. Era preciso confirmarlos con un máximo de rigor. Y ésa, indudablemente, debía ser otra de mis misiones en la ya inmi-nente exploración en la Galilea. (Tan sólo Lucas es explícito a la hora de ci-tar la fecha en que Juan, el Bautista, dio comienzo a su actividad como pre-dicador: «en el año decimoquinto del reinado de Tiberio César .. »). La ma-nipulación de los ejes de los swivels requería una precisión absoluta. Casti-gar nuestras alteradas colonias neuronales con sucesivas y fallidas inversio-nes de masa de las partículas subatómicas hubiera constituido un riesgo in-útil y peligroso. Pero éste no era el único problema a contemplar en la atractiva tercera exploración». Una expedición tan compleja y prolongada, con la servidumbre de un módulo forzosamente inmovilizado en tierra, exi-gía la búsqueda de un refugio seguro e inaccesible a los humanos de aquel tiempo. Una «base madre», en definitiva, en la que ocultar la «cuna» y desde la que poder partir con tranquilidad a las diferentes misiones. Ese lu-gar no podía ser otro que alguno de los abruptos picachos que se asomaban al lago. La escasez de combustible así lo aconsejaba. Por otra parte, según


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los textos evangélicos, la Galilea habla sido una de las regiones más inten-samente frecuentada por Jesús de Nazaret durante su vida pública. Era pre-sumible, por tanto, que buena parte del seguimiento se desarrollara en aquellas latitudes.
Por espacio de una hora nos vimos arrastrados a una viva, electrizante y esperanzada discusión en la que cada uno, paradójicamente, trató de con-vencer al otro de la bondad y de los incontables atractivos de la futura mi-sión. La suerte estaba echada: retrocederíamos en el tiempo, desplegando la que, sin duda, podía constituir nuestra más ambiciosa e histórica explo-ración. Estábamos convencidos de que el sacrificio redundaría en un más extenso y aquilatado conocimiento de lo acaecido en la mencionada vida pública del Maestro. Y aquel ideal -ahora lo veo con emoción- nos mantuvo firmes en los momentos de peligro y desaliento. E ilusionados nos entrega-mos a la ardua labor de programar y planificar lo que sería el tercer «salto» a la Palestina del siglo 1. Eliseo quedó responsabilizado de todo lo concer-niente a la «infraestructura»: equipos, mantenimiento de la nave, protec-ción personal, supervivencia, etc. Esencialmente, mi tarea consistiría en la recopilación de datos: fecha del inicio de la predicación de Jesús, itinerarios de sus viajes, estancias, seguidores, etc. Estas informaciones, suministra-das al computador central, servirían para la elaboración de un minucioso plan de trabajo. Fue entonces cuando empezamos a intuir el porqué de aquella repetitiva -casi obsesiva- pregunta entre los discípulos y familiares de Jesús: «¿Dónde nos hemos visto antes?»
Y la hipótesis -a qué negarlo- nos llenó de ansiedad.
10 horas
Notablemente reconfortado, mi hermano recuperó su habitual y eficaz frialdad. E intentó disuadirme. La revisión del módulo podía esperar. Los chubascos e intensos vientos azotaban la colina sin cesar. Pero, impaciente por reconocer el terreno y la estructura de la nave, hice caso omiso de sus consejos, pulsando el mecanismo de descenso de la escalerilla hidráulica. Y me lancé al exterior.
Eliseo llevaba razón. Durante los primeros momentos me vi forzado a permanecer bajo la panza de la «cuna», zarandeado por rachas de 15 a 20 nudos que arrastraban tierra, masas de vegetación y un auténtico diluvio. El silbido del viento entre las «patas» era tan ensordecedor que la conexión auditiva se vio seriamente entorpecida.
-¿Me recibes? Jasón... Cambio.
-En precario. La tempestad es muy fuerte. Estoy directamente bajo tus pies... No distingo gran cosa. Cambio.
-Roger. Abandona...
-Espera un segundo.


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Inspeccioné la masa pétrea. Parecía sólida, aunque muy erosionada. Pro-visto de las «crótalos» fui desplazándome de un punto de sustentación a otro, verificando la inclinación y naturaleza de la laja. En efecto, presentaba unos 10 grados de desnivel hacia el oeste. Me embocé en el ropón y, como pude, batallando con la tormenta, circunvalé el módulo, inspeccionando sus paredes.
-¡Atención! No percibo daños en la estructura... La máquina no ha res-quebrajado la roca. Hay todavía una fuerte radiación en el J 85. Cambio.
-Recibido. Déjalo ya...
-Un minuto. ¿Tienes target en pantalla?
-Negativo.
La pregunta fue una estupidez ¿Quién podía aventurar se en aquel pro-montorio con semejante tormenta? Sujeto al tren de aterrizaje me deshice de las lentes IR, intentando captar un máximo de detalles de la colina y sus aledaños. No fue fácil. La base de las nubes había descendido considera-blemente -quizá por debajo de los 1 800 pies (unos 600 metros)- y espesos jirones del Cb se precipitaban a tierra en forma de negras cortinas de agua.
A unos 600 pies del «punto de contacto», la superficie del lago, encabri-tada, era una plomiza y confusa masa de lluvia y oleaje. Hacia el este, a orillas del turbulento mar y a unos dos kilómetros, se destacaba el núcleo urbano más próximo a nuestra posición: un estirado racimo de casas de piedras oscuras y relucientes por el pertinaz aguacero. Si los cálculos no fa-llaban, aquello tenía que ser Cafarnaum. A pesar de la precaria visibilidad, quedé sorprendido ante el rosario de pequeñas y grandes aldeas que jalo-naban el litoral. La costa oeste, en especial, era la más densamente pobla-da. Esta circunstancia me tranquilizó. ¿Habíamos elegido el lugar idóneo pa-ra el asentamiento del módulo? Resultaba vital y urgente que procediéra-mos a una exhaustiva exploración del promontorio. Si el «punto de contac-to» se hallaba en una zona de paso, los quebraderos de cabeza podían ser continuos y altamente desagradables. Pensé en desplazarme hasta la cota máxima. Desde allí, la localización de los senderos habría sido más rápida. Imposible. La furiosa tempestad hacía inviable cualquier intento de recono-cimiento. En principio, el entorno de la «cuna» no presentaba señal alguna de caminos o veredas. El terreno parecía improductivo. Sin embargo, había que cerciorarse. A unos cien pasos, en dirección este-sureste, se perfilaba una formación de gruesas y redondeadas rocas basálticas. Si no recordaba mal, aquél era el punto en el que habían sido detectadas las extrañas gale-rías o construcciones subterráneas, aparentemente artificiales. El sentido común se impuso y, con las ropas empapadas, opté por ingresar en la nave, a la espera de una mejoría del tiempo.


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El resto de aquel lunes transcurrió sin mayores incidencias. Descansamos por turnos, pendientes a cada momento de los sensores infrarrojos y de la evolución de la meteorología. Buena parte de mi tiempo fue consumida en la revisión del programa establecido por Caballo de Troya y que debería in-augurar a partir de la jornada del miércoles, 19. Si todo discurría con nor-malidad, el grupo de los galileos se presentaría en el lago hacia el atardecer de dicho miércoles o, como muy tarde, en la mañana del día siguiente. Por razones obvias, mi presencia en Bet Saida o Cafarnaum no era aconsejable hasta el anochecer del 19. Incluso, a ser posible, una vez confirmada la lle-gada de los íntimos del Resucitado. (Por muy veloz que hubiera sido mi sis-tema de transporte desde Jerusalén, lo lógico es que necesitase del orden de dos jornadas para cubrir la accidentada ruta que cruza Samaria. No había otra alternativa. Sólo cabía esperar.)
18 DE ABRIL, MARTES
De madrugada, el viento cesó. El frente nuboso se alejó hacia el sur y, como suele ocurrir en estos casos, la mejoría fue espectacular.
05 horas y 40 minutos.
El sol despuntó veloz -casi impaciente-, caldeando la línea uniforme de las alturas que emergen al pie de la costa oriental del lago. Y una luz rasante y tornasolada lo bañó todo, descubriéndonos un espectáculo difícil de intuir. Atónitos, permanecimos como hipnotizados. Flavio Josefo se había quedado corto en su descripción de la pujante Galilea. En cualquier dirección, lomas, valles y planicies aparecían cubiertos de un manto vegetal sin principio ni fin, donde los bosques de encinas y terebintos, frondosos y ramificados, se contaban por decenas. Interminables campos de trigo y de cebada se per-dían hasta el horizonte, dorando y verdeando faldas y llanuras. Y allí mis-mo, en la suave colina que nos servía de asentamiento, una hierba alta y húmeda alfombraba los declives, en dura competencia con regueros de ro-jas anémonas, lirios, margaritas de pétalos blancos y amarillos y cardos de un metro de alzada, cargados de unas flores violetas que se derramaban desde la cima del promontorio a las rocas basálticas -ahora amarillentas- de la ladera este. La occidental, más pedregosa, se hallaba igualmente estam-pada de gladiolos y karkom de un amarillo luminoso. Hacia el norte, hasta la cumbre, la vegetación era similar, con apretados corros de monte bajo, entre los que sobresalían arrayanes, ortigas y acantos. ¡Dios mío!, ¿cómo describir semejante vergel?
«Santa Claus» procesó las últimas lecturas de los sensores exteriores, ofreciéndonos un «emagrama de Stüve» francamente optimista: los niveles de condensación habían descendido, la visibilidad era ¡limitada, la calma -


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entre 1 000 y 900 mb- casi total y la presión en continuo ascenso. La jor-nada parecía perfecta y, eufóricos, pusimos manos a la obra. El primer y obligado movimiento consistía en un meticuloso rastreo de los alrededores. El cinturón infrarrojo seguía inalterable. Y provisto de mi inseparable «vara de Moisés» me deslicé hacia la laja de piedra.
Durante varios minutos, presa de los mil colores y de la fragancia que ex-halaba la tierra mojada, no supe qué rumbo tomar. Llené los pulmones de aquel aire fresco y perfumado y, dejando que sandalias, piernas y túnica se impregnaran de rocío, me dirigí hacia el norte: a lo más alto de la colina. Una vez allí, a unos 400 metros del «punto de contacto», me esforcé en lo-calizar y retener en la memoria los caminos más próximos al promontorio. Al sur, casi en paralelo con el litoral, discurría una ancha vereda que, sin duda, unía la población la izquierda (el supuesto Cafarnaum) con los nú-cleos situados en la costa occidental del mar de Tiberíades. A lo lejos, entre masas boscosas, esta senda se perdía en dirección este, posiblemente al encuentro de la ribera oriental del lago. Del mencionado y teórico Cafar-naum arrancaba un camino, más angosto que el anterior, que, sorteando trigales y altos enebros, corría en zigzag hacia la falda este de «nuestra» colina. A cosa de kilómetro y medio del pueblo, el referido sendero se divi-día en dos. El ramal situado a mi izquierda continuaba por la base de la lo-ma y, doblándose en un par de cerradas curvas, terminaba por ascender hasta la cumbre donde me encontraba. Examiné los alrededores, pero no hallé nada que justificara la presencia y el remate de dicha senda en la ci-ma de la colina. Por fortuna, el promontorio era una zona inculta, con abundantes nódulos basálticos de hasta tres y cuatro metros de diámetro, esparcidos por la cumbre y laderas oriental y occidental. Quizá esta circuns-tancia hacia poco rentable el cultivo de aquella tierra. Pero lo que más me intrigó fue el segundo ramal. Trepaba por la misma cara este del promonto-rio, muriendo en la formación ,rocosa que se levantaba a un centenar de pasos de la «cuna». Justamente, como ya mencioné, en el lugar de las ga-lerías subterráneas. Aquél, dada su proximidad a la nave, se presentaba como el punto más «conflictivo». Había que esclarecer su naturaleza y el porqué de tan enigmático ramal.
El sol se despegó de las colinas y las sosegadas aguas del lago palpitaron, jaspeadas de plata, verde jade y azul zafiro, con manchas ocres y herrum-brosas al pie de los acantilados, consecuencia de la reciente tormenta. En la lejanía, chillonas bandadas de aves saltaban desde los cerros, precipitándo-se como nubes blancas sobre el pequeño mar. La vida recobraba su ritmo. A buena marcha, bogando con soltura, aprovechando aquel radiante ama-necer, decenas de pequeñas y oscuras embarcaciones irrumpieron de pron-to en el lago, procedentes del este y del oeste, a la búsqueda de los bancos


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de peces que, con precisión matemática, iban marcando los pájaros en sus «picados». Y la cinta blanca de las poblaciones, rodeando el Kennereth, apareció en todo su esplendor. Aquel lugar, evidentemente, se hallaba mu-cho más poblado de lo que habíamos supuesto.
Al norte, las nieves perpetuas del Hermón espejeaban desafiantes. Con el tiempo, aquellos rudos y sabios pescadores del mar de Tiberíades me ense-ñarían a vigilar al coloso, infalible anunciador de vientos y tempestades.
Definitivamente, nuestro asentamiento parecía seguro. Excepción hecha del núcleo situado al este, el resto de las poblaciones se hallaba tan alejado que no debía inquietarnos. La segunda aldea más cercana -a cuatro o cinco kilómetros hacia el norte- despuntaba sobre un cerro, diminuta y encalada e igualmente acorralada por bosques y campos de cultivo. Quizá fuera la no menos célebre Corozain o Korazim, maldita por Jesús en los Evangelios.
Transmití al módulo las tranquilizadoras nuevas, anunciando a Eliseo mi intención de descender hasta las rocas de la ladera oriental. La bifurcación del camino, con el ramal que se extinguía en el «baluarte» de basalto, constituía un irritante enigma.
La extensa mancha violeta que cubría aquella parte del promontorio, uniendo la plataforma rocosa sobre la que descansaba la «cuna» con la mencionada formación basáltica, me sirvió de guía y referencia. Quizá deba anotarlo ahora. Esta bellísima alfombra de flores violáceas, distinguible en la distancia, resultó de gran utilidad para quien esto escribe, sirviéndole de orientación en las futuras y sucesivas incursiones fuera del módulo. Pero si-gamos. A un centenar de pasos de la «cuna», en efecto, la falda oriental aparecía sembrada de unas enormes y esféricas moles de basalto negro que, indefectiblemente, se habían desprendido de la cumbre, rodando quién sabe cuándo hasta su actual asentamiento. Intrigado, trepé a lo más alto. Y al coronar el murallón empecé a comprender. El senderillo de tierra rojiza desembocaba en una mediana explanada circular, resguardada por aquella especie de circo rocoso. Bajo las piedras orientadas al norte, alguien había vaciado el terreno, labrando una tosca fachada de casi cuatro metros de al-tura a la que se accedía por unos escalones de naturaleza igualmente calcá-rea. Me apresuré a descender y, aproximándome a los peldaños, descubrí una pesada piedra circular que, evidentemente, sellaba la entrada a algún tipo de cámara o cueva. Esto explicaba en parle los misteriosos perfiles subterráneos detectados desde el aire. La muela, de casi un metro de diá-metro, permanecía encajada en un canalillo de 30 centímetros, ligeramente inclinado hacia el oeste. Una cuña de madera bajo la piedra actuaba como freno. Hubiera sido suficiente un pequeño esfuerzo para retirarla y liberar la roca, que habría rodado sin trabas hasta el extremo de la fachada. Evité la tentación. El retorno de dicha piedra a su lugar habría exigido la colabora-

jueves, 30 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 121 A LA PAG 140

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aparentemente tan física y tangible como la nuestra- rebasaba toda posibi-lidad de comprensión racional. Lo reconozco humildemente: aquélla era la segunda vez que le veía y escuchaba y, aun así, me costaba aceptarlo. Más tarde, cuando la calma descendió sobre el hogar de la familia Marcos, caí en la cuenta de algo que, a primera vista, parecía una contradicción. Desde mucho antes de consumar aquel segundo «salto» en el tiempo, mi afán por volver a ver al Maestro había sido continuo. Le echaba de menos. Necesita-ba sentirle. Oírle. Contemplarle. Era una sensación indomable. Sin querer, a pesar del rígido código moral de la Operación Caballo de Troya, las pala-bras, la mirada y el halo mágico de aquel Ser me tenían trastornado. Sin proponérmelo, insisto, me había convertido en un silencioso seguidor de su obra y de su persona. Pues bien, aquella tarde, al reconocerle, el estupor pudo con la alegría. Inexplicablemente, mi corazón no vibró de júbilo ante el fugaz reencuentro. Durante los escasos cinco minutos que el Galileo per-maneció en el cenáculo, quien esto escribe no recuerda el menor epigonazo de íntima satisfacción que, en buena lógica, debería de haber experimenta-do. Quizá, como digo, fuera el susto. 0 quién sabe si el impecable entrena-miento a que habíamos sido sometidos. El caso es que, analizando los hechos, este paradójico comportamiento me sumió durante algún tiempo en una dolorosa zozobra. Pero vayamos a los acontecimientos, tal y como tuve ocasión de vivirlos y contemplarlos.
Como iba diciendo, las últimas frases del Galileo, -ordenando a sus ínti-mos que partieran hacia el norte- marcarían el resto de aquel agitado do-mingo. Según mi cuenta particular, ésta había sido la aparición número diez. Las nueve primeras tuvieron lugar en Jerusalén, Betania y en el cami-no que conduce a la aldea de Ammaus. Todas ellas, como ya relaté, a lo largo del anterior domingo, 9 de abril. Semanas después me vería obligado a rectificar este cómputo. Jesús de Nazaret también se presentó a otras gentes y en lugares insospechados. Tales sucesos -¡cómo no!-, serían igualmente ignorados por los llamados «escritores sagrados».
Es posible que los cronómetros del módulo no marcasen más allá de las 18 horas y 5 minutos cuando, en mitad de un sobrecogedor silencio, el rabí desapareció de nuestra vista. El pasmo de los presentes -¿o debería califi-carlos de «ausentes»?- se mantuvo cinco o diez segundos más. Y, de pron-to, la cámara enloqueció. No tengo muy claro cómo se desarrollaron los hechos. Fue como un trueno o como una caldera que estalla. Juan, Simón Pedro y los gemelos fueron los primeros en «volver en sí». Saltaron sobre la mesa y, aullando, cantando y vociferando como energúmenos, se abraza-ron, arrastrando al resto a una especie de histeria colectiva. Las copas, pla-tos y la inacabada cena se desparramaron por la «U» y el entarimado, sal-picando a los enloquecidos galileos. Nadie hizo un mal gesto. En realidad,


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aquellas reacciones fueron tan lógicas como necesarias. La tensión, dudas, miedos e incertidumbres fueron inmolados en el fuego de una incontenible alegría. Tentado estuve de unirme al griterío. Pero me contuve, disfrutando de aquel caos, tan saludable como justificado. Bartolomé y Felipe, demuda-dos, miraban sin ver, víctimas de una risa nerviosa. Simón, el Zelote, re-puesto temporalmente de su profundo abatimiento, palmeaba también al compás de los que brincaban sobre la maltrecha mesa. Sus ojos, abiertos e inmensos como galaxias, iban y venían, posándose en sus compañeros, en un afán -así lo creo- de corroborar cuanto había presenciado.
Tomás, sentado en el mismo diván, era uno de los más afectados por la aparición. Parecía ausente. Con los codos clavados en los muslos, ocultaba el rostro entre sus manos, gimiendo y llorando amargamente. Mateo Leví, solícito, pasó su brazo sobre los hombros del tímido y desolado «mellizo», en un intento por consolarle.
En cuanto a Andrés, tan desconcertado como Tomás, necesitó un tiempo para reaccionar. Sus recientes burlas, improperios y reproches a cuantos habían creído en la resurrección debían pesar en su alma como una piedra de molino. Y al fin, pálido como la cal, se incorporó. Subió a lo alto de la «U» y, dulcemente, apartó al delirante Juan Zebedeo, situándose frente a su hermano. Pedro, al verle, cesó en sus manifestaciones y saltos de júbilo. Se observaron mutuamente y, sin mediar palabra, el ex jefe del grupo se precipitó hacia Simón, abrazándole. Los aplausos y vítores arreciaron.
En mitad del tumulto, Santiago de Zebedeo, como siempre, fue el hombre práctico, frío y calculador. Aunque su mirada, tan radiante como las de los demás, le traicionase, fue el único que conservó un mínimo de lógica y de sentido común. Movido por estos sentimientos, y por una curiosidad quizá tan acusada como la mía, tomó una de las lucernas, avanzando hacia el muro. Sigilosamente me uní a él. Aproximó la lamparilla de aceite al piso de madera por el que había caminado Jesús, examinando el recorrido del Re-sucitado. Al llegar a la pared, cubierta en aquel punto por un largo y delica-do tapiz de lino de En-Gedi, el «hijo del trueno» ajeno al tumulto del cená-culo- elevó la candelilla, centrando su atención en la zona por la que se había volatilizado el Galileo. Paseó la amarillenta y frágil llama a una cuarta de los finos hilos púrpura y carmesí, comprobando que el tejido no presen-taba la menor señal de deterioro.
Seguí sus movimientos. Tanto él como yo sabíamos que al otro lado del tapiz sólo había un grueso muro de piedra calcárea. A pesar de todo, des-confiado, presionó la tela a diferentes alturas. Finalmente, descargando su maltrecho escepticismo en un profundo e interminable suspiro, giró su an-guloso rostro, dedicándome una mirada plena de satisfacción. Le sonreí. Ni Santiago ni yo podíamos entenderlo. Pero así era. El Maestro se había des-


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materializado frente a la pared o, quién sabe, quizá había sido capaz de atravesarla. Me propuse no pensar en ello. Y el Zebedeo, decidido, avanzó hacia la puerta de doble hoja, desatrancándola con un seco y contundente puntapié. Minutos más tarde, alertados por el discípulo, la familia y servi-dumbre de Marcos irrumpía en tropel en la sala, uniéndose a la barahúnda. Los gritos, preguntas, cánticos, palmas y risas se prolongaron durante más de media hora. Poco a poco, Elías, Simón Pedro y Santiago lograron apaci-guar los ánimos, haciendo ver a sus compañeros que el tiempo apremiaba. Si deseaban ejecutar la orden del Maestro, y partir lo antes posible hacia Galilea, era menester poner manos a la obra. El viaje hacia el mar de Tibe-ríades era largo y los preparativos se habían visto interrumpidos una y otra vez.
Hacia las ocho, la casi totalidad de los íntimos de Jesús habían descendido al espacioso patio a cielo abierto. Y allí, en torno al fuego, mientras Felipe, el intendente, se afanaba con los gemelos en la puesta a punto de la impe-dimenta, el resto -recompuesto el talante- dedicó buena parte de las dos primeras vigilias (la de la noche y medianoche) a examinar su situación. A pesar de la euforia, eran conscientes de su delicada posición frente a la cas-ta sacerdotal que había perseguido y crucificado al rabí. Andrés, prudente y receloso, recordó las preocupantes noticias traídas una semana antes por José de Arimatea. Las medidas promulgadas por Caifás, el sumo sacerdote, y sus secuaces en la noche del domingo anterior continuaban en vigor. «Aquellos que se atrevieran a proclamar la vuelta a la vida de Jesús de Na-zaret serían expulsados de las sinagogas. » La segunda de estas medidas -que según los confidentes del anciano sanedrita no pudo ser sometida a vo-tación- especificaba que «todo aquel que declarase haber visto o hablado con el Resucitado podría ser condenado a muerte».
A pesar de la fuerza moral que, evidentemente, les había inyectado la presencia del Maestro, aquellos galileos, sabedores del odio y del poder de la clase dirigente judía, se enzarzaron en una nueva y agria polémica. Pe-dro, fogoso e irreflexivo como siempre, llevó su mano izquierda a la empu-ñadura de la espada, arengándolos para que sepultaran los viejos temores y se lanzaran a las calles, anunciando la buena nueva. La mayoría rechazó la peligrosa y prematura sugerencia de Simón. Ciertamente, aquellos siete días de silencio y total ocultamiento por parte de los discípulos habían cal-mado el furor de los sanedritas. Es más, el ininterrumpido fluir de noticias que llegaba hasta la mansión de los Marcos apuntaba hacia un absoluto y definitivo «aplastamiento del grupo evangélico». Ésta, al parecer, era la creencia de Caifás y su gente. En cuanto a los rumores de la «absurda y fantástica resurrección del Galileo», los saduceos y escribas -una vez dicta-das las ya mencionadas normas- los estimaron y definieron como «los últi-


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mos coletazos de un movimiento agonizante». El paso del tiempo y la in-toxicación de la sobornada guardia del templo harían el resto. Ésta era la si-tuación en Jerusalén, al filo del amanecer de aquel lunes, 17 de abril.
Como cabía suponer, los encendidos discursos de Simón, aunque atrayen-tes, fueron desestimados. Santiago, Mateo Leví y su hermano Andrés le in-terrumpieron una y otra vez y, con el silencioso respaldo del resto, trataron de convencerle de lo arriesgado de semejante empresa. De momento, si en verdad estimaban las palabras de Jesús, lo único que importaba era cumplir su orden. Curiosamente, y creo que debo referirme a ello antes de prose-guir, a partir de aquella noche del domingo, 16 de abril, la figura de Simón Pedro experimentó un notable auge. El Maestro -a pesar de lo que sugieren algunos evangelistas- jamás le otorgó la jefatura y dirección del «cuerpo apostólico». Ni hubo votación o maniobra alguna por parte de los íntimos para su designación como cabeza visible de los nuevos evangelizadores. En realidad, los hechos se encadenaron por sí mismos. Y con el paso de los dí-as, el inquebrantable entusiasmo de Pedro y su innegable capacidad orato-ria hicieron el resto. Los discípulos, de forma tácita, aceptaron al volcánico galileo como el hombre idóneo para representarlos y dirigir los discursos. Éstas, y no otras, fueron las auténticas razones que le llevarían al puesto de todos conocido.
Simón Pedro se resignó y, una hora antes de la «vigilia del canto del ga-llo» (hacia las 04 de la madrugada), el grupo, temeroso de ser descubierto por los espías del Sanedrín, adoptó la resolución -por unanimidad- de aban-donar la Ciudad Santa antes del alba. Confundidos en la oscuridad de la no-che, su partida de Jerusalén podría resultar menos comprometida.
María Marcos, con su proverbial diligencia, aparentemente ajena a las dis-cusiones y polémicas de los discípulos, no había guardado un momento de respiro. Durante toda la noche la vi entrar y salir del patio, cambiando im-presiones con Felipe y, siempre discreta y silenciosa, adelantando la obliga-da molienda del grano. En esta oportunidad, la servidumbre no utilizó el pequeño mortero de piedra, tan común en las casas judías. A eso de la me-dianoche, dos de los sirvientes depositaron en el patio un pesado artilugio, consistente en dos grandes discos de basalto. El inferior, de unos noventa centímetros de diámetro por veinte de altura, presentaba la cara superior sensiblemente convexa. En el centro emergía un sólido pivote de hierro de otros treinta o treinta y cinco centímetros de longitud. A verlos aparecer, in-trigado, abandoné por unos instantes el acogedor fuego, observando sus diestras maniobras. Uno de ellos extendió un paño de tela sobre el enladri-llado del piso y, acto seguido, no sin esfuerzo, tomaron la mencionada rue-da, situándola en el centro de la negra arpillera. A continuación repitieron la operación, encajando la segunda rueda de basalto en el eje de la primera


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muela. La superior, de algo más de medio metro de diámetro, había sido labrada de tal forma que la superficie inferior, notablemente cóncava, se acoplase a la perfección con la que descansaba sobre el pavimento. El orifi-cio que perforaba este disco superior, en el que entraba el pivote de hierro, semejaba un embudo. Comprendí que se trataba de un «molino» casero, con una mayor capacidad de trituración y, por tanto, muy útil en determi-nadas circunstancias. Y aquélla, sin duda, era una situación de emergencia. Encajadas «las dos muelas» -éste era, al parecer, el nombre del aparejo-, uno de los sirvientes echó mano de una vasija de piedra rojiza repleta de trigo, iniciando la molienda propiamente dicha. Con la izquierda hizo presa en un mango de madera, empotrado verticalmente en el filo de la rueda superior, haciéndola girar con fuerza. Al mismo tiempo, con la mano dere-cha, fue vaciando los puñados de grano sobre el embudo central. Durante algunos minutos permanecí absorto y maravillado ante el primitivo e inge-nioso sistema. El áspero bramido del basalto, girando lenta e inexorable-mente, se adueñó del lugar, obligando a los discípulos a elevar el tono de sus voces. Transcurrida una media hora, el segundo sirviente se arrodilló frente al molino, relevando al primero. La monótona y cansina trituración concluiría pasadas las dos de la madrugada. Los sudorosos criados desmon-taron las muelas y María, asistida por el joven Juan Marcos, fue depositando el fruto de la molienda sobre un cedazo, trenzado a base de cerdas, en cuyo aro de madera había sido suspendido un mugriento saco de hule, capaz pa-ra media efa, aproximadamente; es decir, alrededor de 22 kilos. Cuando la harina hubo llenado la mitad del saco, el benjamín procedió a su cierre, abandonándolo en manos del intendente. A partir de esos momentos, con el sobrante de la molienda, la señora de la casa centró su atención en el amasado y en la cocción de las apetitosas tortas circulares que había tenido oportunidad de degustar en otras ocasiones. Prudentemente, conocedora de su secundario papel entre los hombres, aguardó a que éstos fijaran el mo-mento de la partida. Eran, como dije, las cuatro de la madrugada. Entonces intercambió una señal con Elías, su marido, y, de inmediato, la servidumbre comenzó el reparto de las doradas tortas de trigo y de sendos cuencos de arcilla, con una hirviente ración de leche de cabra. Encantado, el servicial Juan Marcos se ocupó de mi desayuno. Abrió el crujiente pan e, imitando al resto de los comensales, lo roció de aceite. Un espeso y dorado aceite de oliva que impregnó la masa, haciéndola, si cabe, más gustosa y digerible.
La colación terminaría pronto. Felipe, en el centro del corro que formaban los galileos, batió palmas, reclamando la atención de los presentes. Hasta esos momentos no había tenido oportunidad de asistir a los preparativos y prolegómenos de uno de aquellos frecuentes viajes del grupo. Cada cual, evidentemente, sabía su cometido. El intendente señaló los bultos y petates


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que se alineaban al pie de uno de los muros y, con un lacónico «Vamos allá», los animó a ponerse en movimiento. La escena que contemplé a con-tinuación me dejó gratamente sorprendido. A excepción de Felipe y de Ju-das y Santiago de Alfeo, el resto, en silencio, fue a situarse en hilera, frente al responsable de la intendencia y de los referidos gemelos. Éstos, bajo la atenta mirada de Felipe, desanudaron dos sacos de cuero y extrajeron de cada uno de ellos un par de sandalias con suelas planas, de madera o hier-ba prensada, y un calabacín seco, respectivamente. Este último aparecía provisto de una larga, negra y desgastada cuerda. En el interior de cada una de las rústicas «cantimploras» podía escucharse el seco golpeteo de un guijarro. Resultaba desconcertante. A pesar de su continuo e intenso con-tacto con el rabí de Galilea y de haber sido partícipes de sus abiertas y libe-rales enseñanzas, aquellos judíos seguían aferrados a muchas de las ances-trales y asfixiantes normas religiosas de la comunidad. Ésta era una de ellas. En una posterior conexión con la «curta», «Santa Claus», nuestro or-denador central, me pondría en antecedentes del origen de semejante cos-tumbre. Según el capítulo XVII, 6, del Sabbath, los caminantes y peregrinos debían proveerse de una de estas calabazas secas y ahuecadas, introdu-ciendo en su interior una piedra que, amén de hacerlas más pesadas, les permitieran sacar agua de los pozos, sin necesidad de recurrir a los servi-cios de hombre y mujer «impuros».
Cada hombre amarró su par de sandalias de repuesto al ceñidor, colgan-do el calabacín en bandolera. Terminado el reparto, Felipe reclamó la pre-sencia de Simón, el Zelote, y de Santiago de Zebedeo. Ambos se encargarí-an de la pesada lona que, enrollada alrededor de tres largos y rugosos palos de conífera, hacía las veces de tienda de campaña. (En la dramática ma-drugada del jueves al viernes -como quizá recuerde quién haya seguido es-tas memorias-, el audaz David Zebedeo, jefe de los «correos», tuvo la pre-caución de desmantelar el campamento existente en la finca de Getsemaní, trasladando parte de los enseres al domicilio de Elías Marcos. También la bolsa, con los dineros del grupo, fue puesta por David en manos del nuevo y provisional administrador: Mateo, el «publicano».)
Durante la primera etapa del viaje -eso deduje de las palabras del inten-dente-, los gemelos cargarían el odre destinado al agua y el saco de los ví-veres. El pellejo en cuestión, viejo y embreado hasta la saciedad, tenía una capacidad de 10 bats o jarras. (Unos 30 o 40 litros.) La curtida y ennegre-cida piel de cabra había sido dotada de un par de correas de cuero, cosidas a los laterales, que facilitaban su manipulación, haciendo más llevadero el transporte.
Nadie protestó. Todos dieron por hecho que, en la segunda jornada, la impedimenta pasarla a nuevas manos. En verdad, aquellos hombres disfru-


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taban de una rigurosa y eficaz organización. Una organización que yo igno-raba casi por completo. Sabía, por ejemplo, que Judas Iscariote había sido el responsable de la tesorería. Y que Felipe corría con la oscura y, a veces, ingrata labor del abastecimiento y de la intendencia en general. También supe del papel de Andrés, hasta esos momentos jefe indiscutible del grupo. Pero ¿qué sabía del resto? Cada uno tenía encomendada una misión. Pude intuirlo, poco a poco. Era lo más lógico. De lo contrario, aquellos años de estrecha cooperación con el Maestro habrían naufragado. Lástima que los evangelistas no hicieran mención de estas labores específicas, decisivas en la buena marcha de la llamada «vida pública» del Maestro. ¿Qué sabía, por ejemplo, de Mateo Leví? ¿Cuál había sido su tarea? ¿Por qué Juan, su her-mano Santiago y Pedro habían permanecido «más cerca» que los demás de la persona de Jesús? ¿Es que el rabí hacía distinciones? No, por supuesto... ¿Y qué decir de los gemelos? En cuanto a Simón, el Zelote, Bartolomé y Tomás, mi desconocimiento acerca de sus tareas era igualmente total. A lo largo de esa madrugada creí descubrir la misión del «mellizo». En pleno tra-jín, poco antes de la partida, le vi cambiar impresiones con Felipe. Hablaban del itinerario a seguir. Tomás, sin titubeos, como si hubiera hecho aquella ruta en numerosas oportunidades, le adelantó el «plan de viaje». La jorna-da de aquel lunes los llevaría a Jericó. Eso representaba unos 183 estadios. (Aproximadamente, 34 kilómetros.) El martes lo dedicarían a la etapa más dura: Jericó-Monte Gilboa, siguiendo la margen derecha del río Jordán. Por último, el miércoles, 19, Gilboa-Bet Saida, en el extremo nordeste del mar de Tiberíades, pasando por las ciudades de Tarichea -muy cerca de la se-gunda desembocadura del Jordán-, Hippos y Kursi, ambas en la costa este del lago. En total, alrededor de 130 kilómetros.
(En palabras de Tomás, algo más de 85 millas romanas. Debo recordar que, en Palestina, desde la conquista helena,
los judíos habían terminado por aceptar diferentes unidades de medida. El «estadio», sin ir más lejos, era una de ellas. Equivalía a 600 pies o 185 me-tros. Por su parte, los romanos, entre otras, habían introducido la «milla» (1478 metros). En nuestras múltiples peripecias por aquellas tierras del año 30, y en los acontecimientos que alcanzamos a vivir desde el año 25, tanto mi hermano como yo tuvimos múltiples ocasiones de tropezar con los famo-sos «hitos miliaires» del imperio. Pero ésta es otra historia-)
El intendente aceptó el programa de Tomás. Y, como decía, empecé a sospechar que el papel del «mellizo» era justamente éste: el de «guía» o responsable de los itinerarios. Tenía que encontrar tiempo para dialogar con los once y conocer a fondo sus trabajos, sus pensamientos, inquietudes y, sobre todo, la situación de sus respectivas familias. Algo en lo que apenas reparan los textos sagrados y que, desde mi modesto parecer, también en-


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cierra su importancia. ¿Tiempo digo? Pero ¿cuándo? La primera fase de nuestra misión llegaba a su fin. Esa misma mañana deberíamos activar el módulo y trasladarnos al norte.
Judas de Alfeo, uno de los gemelos, responsable del odre, lo cargó sobre sus espaldas, procurando que el estrecho y puntiagudo cuello apuntara a tierra. No hacía falta preguntar por qué. De esta guisa, en caso de necesi-dad, el desagüe del precioso líquido podía efectuarse sin necesidad de des-cargar el «depósito». Bastaba con que el caminante se inclinara y soltara el tapón de madera para proveerse de la necesaria ración. De acuerdo con otra costumbre romana, el agua del pellejo había sido «cortada» a base de vinagre. Para ser puntual, con una suerte de vino fermentado, que daba a la bebida un toque tan satisfactorio como refrescante y que los legionarios romanos y etíopes llamaban «posca». En más de una ocasión, cuando el vi-no escaseaba, los nómadas y judíos lo reemplazaban con un áspero jugo de palma, igualmente fermentado.
Las vituallas, gentilmente suministradas por la señora de la casa, consis-tían en legumbres -habas y lentejas-, grano tostado, algunos pellizcos de comino y hierbabuena (ideales para aderezar las comidas), una jarra de miel blanca y un más que generoso surtido de pasas de Corinto, dátiles e higos secos y prensados, formando una especie de «pan» negro y brillante.. Todo ello, con la mencionada carga de flor de harina, constituía una acepta-ble dieta, suficiente para tres o cuatro días.
Algunos hombres, siguiendo otro veterano hábito, anudaron sus respecti-vos sudarium alrededor de las cabezas. Al verlos con los pañolones sobre las frentes, una querida imagen apareció en mi memoria. Emocionado, re-cordé mi primer encuentro con Jesús, en la hacienda de Lázaro. El Maestro lucía también sobre las sienes una de aquellas bandas de tela, tan útiles pa-ra contener el sudor en las largas caminatas. ¡Dios mío!, ¿cuándo volvería a verle? El Destino tenía la palabra.
La casi totalidad del grupo, a excepción de Tomás y Mateo Leví, recogió y enrolló sus túnicas a la cintura,
«apretándose los riñones». La sabia expresión de Lucas (XII, 35) estaba plenamente justificada. De esta forma, las holgadas prendas de lana o lino no entorpecían el paso del caminante. Me situé al lado de Juan y, discreta-mente, le pregunté por qué Mateo y el «mellizo» no disponían sus chaluk como el resto. El Zebedeo sonrió maliciosamente. Las razones de uno y otro no podían ser más opuestas. La de Leví me pareció lógica. En su faja des-cansaba el dinero de todos. En caso de necesidad, el acceso a la bolsa debía ser rápido y sin entorpecimientos.
-En cuanto a Tomás -susurró Juan, haciendo un gesto en dirección a Ma-ría Marcos-, lo hará en seguida...


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Comprendí la velada alusión. La aversión del galileo por las mujeres lle-gaba a estos extremos. Lo que no sabía entonces era la causa de tal miso-ginia o aborrecimiento del sexo femenino.
Y a eso de las 04 horas y 30 minutos, el parlanchín y desenfadado Felipe procedió a la última revista. La idea del próximo retorno a sus hogares les había devuelto parte del perdido buen humor. Al encararse con Santiago Al-feo, el intendente refunfuñó.
Golpeó cariñosamente la vacía vaina de madera que emergía por debajo de la ágora, o ancha faja, que hacía las veces de ceñidor, interrogando al despistado gemelo. El dócil pescador hizo ademán de soltar el saco de los víveres, con el fin de recuperar el olvidado gladius. Pero el voluntarioso Juan Marcos se adelantó, precipitándose hacia el piso superior. No me can-saré de insistir en ello. Aunque parezca un contrasentido, en aquellos tiem-pos la totalidad de los íntimos portaba bajo los ropones sendas espadas. Unas espadas que jamás abandonaban. Desconozco si eran duchos en su manejo -probablemente no demasiado-, pero a fe mía que, al verles arma-dos, uno experimentaba una desapacible sensación. ¡Qué confundidos están los cristianos y creyentes respecto a esos hombres!
Ultimada la inspección, los galileos -de acuerdo a su costumbre y arraiga-da fe religiosa- entonaron el Oye, Israel. El cántico se elevó recio y compac-to hacia las últimas estrellas de Jerusalén. En sus corazones, la derrotada esperanza en el reino brotaba de nuevo, pujante e incontenible. La familia Marcos se unió a la plegaria y yo, respetuosamente, como pagano, me reti-ré a uno de los ángulos del patio. Mi propósito era unirme a la expedición hasta la cercana Betania o sus inmediaciones. Desde allí emprenderla el as-censo a la cumbre del Olivete y me reunirla con mi hermano. El hecho de abandonar la Ciudad Santa en compañía me tranquilizó.
La despedida fue parca en palabras. Elías, su esposa, el benjamín de la casa y los sirvientes correspondieron a los entrañables besos, y, sin más, los once fueron desfilando hacia el portón de salida. Intencionadamente me quedé rezagado. Mi gratitud hacia los anfitriones era tan sincera como ¡limi-tada.
-Y tú, Jasón, ¿también nos dejas?
El tono de Elías, apagado y entristecido, me hizo titubear. No sabía qué decirles. Asentí con la cabeza y, cuando me disponía a abrazarlos, Juan Marcos, acurrucado hasta esos momentos entre los brazos de su madre, es-talló en un amargo llanto. Entre hipos, suplicó a sus padres que le autoriza-ran a unirse a los «amigos de Jesús». Como pudo, aferrado a María, les re-cordó que él también deseaba ver al Maestro. Elías y yo nos miramos en-ternecidos. La madre acarició los cabellos del adolescente en un vano inten-to por persuadirle. El muchacho arreció en sus lágrimas y lamentos, pata-


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leando con furia. Fue inútil. El dueño de la casa, impaciente, zanjó la escena con un imperativo «Banim!» (¡Niño!). Y marcando con el dedo la dirección de sus aposentos, le obligó a retirarse.
Una vez más, por puro compromiso, prometí regresar a Jerusalén en cuanto me fuera posible. Elías se resignó, admitiendo que «la mano de Dios, bendito sea su nombre, me había llevado hasta su hogar y que, a pe-sar de mis negocios en Galilea, ese mismo poder divino me devolvería a la Ciudad Santa». No se equivocó. Lamentablemente, sus días estaban conta-dos y ya no volverla a verle.
En el umbral de la puerta me recomendó que no dejara de visitar a un viejo amigo suyo -un tal Muraschu-, judío helenizado y honrado monopolei, asentado en la ciudad de Teverya (Tiberiades). Los comerciantes griegos llamaban así a los mayoristas que comerciaban con trigo, aceite, salazones de pescado y conservas de frutas secas, entre otras actividades. El mono-polei en cuestión –según Elías-, hombre bien relacionado en la Galilea, po-dría aconsejarme en mis transacciones de vino y maderas, abriéndome nu-merosas puertas. Memoricé el nombre y, tras besarnos en ambas mejillas, me adentré en la oscuridad de las calles de Jerusalén. El grupo de los once me había sacado cierta ventaja y esto me inquietó. Tenía que alcanzarlo.
A aquellas horas -las 05 de la madrugada-, el tránsito en solitario por los andurriales del barrio bajo y por los caminos que confluían en la ciudad no era muy recomendable. En esta ocasión, mis temores no fueron infundados.
A zancadas, con la dudosa ayuda de las mortecinas lámparas de aceite que parpadeaban en los cruces de aquel dédalo de calles y rampas escalo-nadas, fui orientándome hacia el extremo sureste de la ciudad, en busca de la puerta de la Fuente. Las únicas señales de vida en el barrio bajo las constituían los inquietantes ríos de ratas, deslizándose negros y veloces de una pared a otra o trepando sobre las basuras e inmundicias, alertadas y desconfiadas al paso de aquel humano. El rítmico ronroneo de la molienda fue ganando en extensión e intensidad, coincidiendo, aquí y allá, con la aparición de nuevas candelas en el interior de patios y casuchas. Agradecí el abrigo del manto. La madrugada se presentaba fresca.
Eliseo respondió preocupado. Hacía horas que no restablecía la conexión auditiva. Le confirmé mi posición e intenciones, añadiendo que, con un poco de suerte, arribaría a la «base madre» treinta o cuarenta minutos después del orto solar, fijado en aquel 17 de abril para las 05 horas y 40 minutos. Mi hermano se mostró conforme. Todo estaba dispuesto para el despegue de la «cuna».


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-Tal y como preveíamos -añadió de pasada-, el frente borrascoso detec-tado por el oeste en la mañana de ayer, domingo, ha penetrado en la línea Jaffa-Sidón y amenaza con cubrir el país.
Eliseo procedió a la lectura de los datos meteorológicos. El láser del cei-lómetro, no ofrecía dudas: los Cb (cumulonimbus), espesos y verticales, viajando a poco más de 6 000 pies (unos 2 000 metros), podían acarrear-nos dificultades en el vuelo hacia el mar de Galilea. Según el banco de da-tos de «Santa Claus», estos vientos del Mediterráneo, tan frecuentes y be-neficiosos en Palestina entre los meses de marzo a mayo, eran imprevisi-bles. En ocasiones, dependiendo de múltiples factores, tomaban dirección sur: hacia los montes de Judá. Otras, escalaban las alturas del actual Líba-no, saturándose de humedad en las cumbres nevadas del Hermón y, des-cendiendo en forma tormentosa, barrían el norte de Israel. Esta última po-sibilidad podía representar graves riesgos para nuestra misión. El módulo no había sido diseñado para soportar las fuertes turbulencias que, en gene-ral, acompañan a los Cb: intensos vientos, granizo, fenómenos eléctricos y engelamiento.
-En una hora -simplificó Eliseo con su habitual pragmatismo-, el rawin ve-rificará la dirección y fuerza dominantes de los vientos. Esperaremos. Cam-bio y cierro.
Me pareció excelente. Los cumulonimbus -mejor dicho, nuestro teórico encuentro con ellos- sólo eran una lejana contingencia. La vida me ha en-señado a ocuparme de las cosas, una a una y en el momento justo. Y en aquellos instantes, mi único objetivo era dar alcance a los galileos.
Respiré aliviado. El noble pórtico herodiado que rodeaba la «taza» del En-viado también conocida entonces como piscina de Siloé, fue una buena re-ferencia. Desde allí al arco de la puerta de la Fuente, en la muralla meridio-nal, apenas si restaban cien o. ciento cincuenta pasos.
Pero al doblar la esquina sur de la cisterna, algo frenó mi marcha. A una treintena de metros, difuminados en el claroscuro de la vigilia de la maña-na, distinguí el flamear de unos mantos. Eran cinco hombres. Descendían rápidos por la pendiente escalonada que moría a las puertas de la ciudad. En una primera ojeada los confundí con los íntimos de Jesús. Pero no. Sus andares eran distintos. Además, sus túnicas, o chaluks, no aparecían reco-gidos en la cintura. Lo intempestivo de la hora y el hecho de que llevaran idéntica dirección a la nuestra me hizo desconfiar.
Se detuvieron bajo el portalón. Y allí, de entre los mendigos, lisiados y vagabundos que dormitaban al amparo de los grandes sillares, se destacó un individuo. Parlamentaron brevemente y a continuación reanudaron el paso. El sexto hombre se unió al grupo y, con grandes prisas, se alejaron de la muralla en dirección al viaducto que salvaba la torrentera del Cedrón.


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El impecable puente -a cuarenta metros sobre el valle- marcaba el naci-miento de uno de los senderos que llevaba a la aldea de Betania, al este de Jerusalén.
Quizá fue el instinto. El caso es que, al verlos tomar aquella ruta, experi-menté un cierto desosiego. Guardé las distancias, maldiciendo mi mala es-trella. Aquella media docena de judíos ocupaba la casi totalidad de la calza-da, obstaculizando mi avance. Para adelantarlos -dado el vigoroso ritmo que imprimían a su paso- habría tenido que hacerlo a la carrera. Franca-mente, no me pareció muy sensato. Así que, resignado, me orillé, mante-niéndome a la expectativa. Como digo, aquel grupo tenía «algo» especial. «Algo» que no encajaba. No portaban bultos, ni tampoco los típicos y casi obligados bastones de peregrino. Sus prisas, además, no resultaban norma-les. De vez en cuando agitaban los brazos -como si discutieran-, señalando, ora en dirección a los cerros de Moab, en el este, ora al fondo del camino.
Nos cruzamos con una pareja de felah, o campesinos, arropados en grue-sos capotes de lana, que arreaban uno de aquellos altos y gallardos asnos «mascate», de pelo blanco grisáceo y largas orejas, cargado hasta los topes de legumbres y cimbreantes gavillas de sarmientos. Al aproximarse al pelo-tón, el felah que marchaba en cabeza reaccionó de manera peculiar. Sujetó la bestia, que inmovilizó, al tiempo que, sumiso y respetuoso, inclinaba la cabeza al paso de los judíos. Aquel gesto me dejó perplejo. Los individuos prosiguieron, casi sin reparar en los campesinos. Pero, de pronto, uno de ellos dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, preguntó algo al que sujetaba las riendas. La claridad del nuevo día empezaba a despuntar sobre los lejanos cerros del desierto de Judá. Fue entonces cuando, entre los rojos pliegues del ropón del que había retrocedido, descubrí algo que puso de manifiesto la identidad de los que me precedían. Sujeta al ceñidor y colgan-do en el costado derecho aparecía una de las temidas porras claveteadas, de uso común entre los policías betusianos del Templo. Con seguridad, de-bían de hallarse apostados en las inmediaciones de la casa de Elías Marcos, pendientes de los movimientos de los «desarrapados galileos», como califi-caban a los íntimos del Maestro. En el fondo, era lógico. La casta sacerdotal no descansaría hasta aniquilar el blasfemo e incómodo movimiento que había encabezado el rabí. Aquellos discípulos eran todavía una amenaza, y lo más probable es que Caifás hubiera impartido severas órdenes a los levi-tas y confidentes. Pero ¿cuáles eran sus intenciones? ¿Se trataba de sim-ples espías, encargados de vigilar e informar?
Cubiertos los tres o cuatro primeros estadios -de los quince (2 775 me-tros) que nos separaban de Betania-, el camino alcanzó su cota máxima (680 metros), girando a la izquierda, en dirección nordeste. Desde aquel punto, bordeando siempre la falda sur del monte de las Aceitunas, se preci-


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pitaba suavemente hacia Betfagé, en una recta de casi medio kilómetro. Al conquistar el repecho me detuve. A mi espalda retumbó el doble tañido de bronce de las trompetas del Templo, anunciando la salida del sol. Los levi-tas no tardarían en abrir la puerta de doble hoja, también llamaba de Nica-nor, autorizando así la entrada en el atrio de los Gentiles. Al fondo del sen-dero, a cosa de trescientos metros, apareció ante mí el apretado grupo de los galileos. Caminaban raudos. Al parecer, no se habían percatado de la proximidad de los esbirros. Éstos, al distinguir su objetivo, aceleraron la marcha. Un lejano y solitario toque de trompeta, recordando la primera oración del día, sirvió de detonante. Los betusianos, enardecidos, echaron mano de sus mazas, emprendiendo una veloz carrera hacia los once. Quedé paralizado. El griterío de los fanáticos llegó hasta el grupo de cabeza. Y los discípulos, tan atónitos como yo, se revolvieron, contemplando la carga. ¿Qué podía hacer? Obviamente, mucho. Hubiera sido suficiente con activar el sistema ultrasónico de la «vara de Moisés» para dejar inconscientes a la mayoría. Y ciego de ira salí tras ellos, dispuesto a inutilizarlos. A mitad de camino cesé en mi alocada carrera. Estaba a punto de violar la más estricta y sagrada de las normas de la operación. No, ése no era mi papel. A pesar de mis sentimientos y natural simpatía hacia los galileos, debía mantener-me al margen. Y así fue. Mis amigos, en un alarde de serenidad, arrojaron los bultos a tierra, formando una cerrada piña. Simón, el Zelote, Santiago de Zebedeo y Pedro se situaron en primera fila y, con una sangre fría que aún me conmueve, dejaron que se aproximaran. Los seis hombres del sumo sacerdote, confiados ante la aparente pasividad de sus contrincantes, arre-ciaron en sus imprecaciones, levantando los bastones por encima de sus cabezas. Los últimos metros fueron dramáticos. Los betusianos, imparables, se disponían a descargar sus porras cuando, súbitamente, a un grito de Si-món, los once desenvainaron las espadas, que destellaron afiladas y ame-nazantes. La fulminante y sincronizada reacción del grupo, con los gladius apuntando a los pechos de los esbirros, fue decisiva. Éstos, desconcertados, quedaron clavados al polvo del camino. El Zelote y los suyos aprovecharon aquel instante de duda y, corno un solo hombre, paso a paso, avanzaron hacia los acobardados judíos. Lo que aconteció en esos críticos momentos no aparece muy claro en mi memoria. Torpe de mí, pendiente del inminente choque, no reparé en lo improcedente de mi posición, a espaldas y escasos metros del pelotón que enarbolaba las mazas. Recuerdo, eso sí, un potente y furioso grito de Pedro, mentando a la madre de un tal Ben Bebay. Este esbirro, al parecer, era el jefe de aquel puñado de betusianos y muy famoso en Jerusalén por su triste misión entre los sacerdotes del Templo. (Según consta en el Yoma 23.a tenía que azotar a los que intentaban hacer tram-pas en el sorteo de las funciones culturales.) Y en cuestión de segundos,


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aquel tropel se deshizo de los bastones, huyendo precipitadamente. En el tumulto, varios de los esbirros, espantados, fueron a topar con quien esto escribe, derribándome y pisoteándome. Cuando intenté rehacer mi maltre-cha humanidad, el filo de una espada sobre mi garganta me hizo desistir. Quebrantado y medio ciego por la polvareda, fui incapaz de reaccionar. Sentí en mi cuello el frío hierro del gladius y, por un momento, desprotegi-do en aquel punto por la «piel de serpiente», creí llegada mí hora.
-¡Jasón!... ¡Maldita sea...!
La presión del arma cesó y, a duras penas, restregando
la tierra de mi rostro, luché por incorporarme. Alguien acudió en mi auxi-lio. Cuando, al fin, comprendí lo ocurrido, Simón, el Zelote, blandiendo su espada, me recordó que había estado a un paso de la muerte y que, en lo sucesivo, me mostrara más cauteloso. Tomé buena nota. Aquella desafor-tunada situación no debía repetirse.
El grupo, sin embargo, alejado el peligro, se alegró de haberme recupe-rado. Y ufanos y desenvueltos cargaron de nuevo los bártulos y reempren-dieron el camino. Si he descrito este incidente no ha sido sólo por ser fiel a lo que me tocó vivir. Entiendo que la actitud de los llamados «embajadores del reino» prestos a desenfundar sus armas y repeler el ataque resulta de suma importancia para comprender mejor sus ideas e impulsos. A pesar de las enseñanzas y de la posible resurrección de Jesús, los íntimos necesitarí-an de un prolongado proceso de cambio y maduración para llegar a ser los dóciles y pacíficos apóstoles que, años más tarde, no dudarían incluso en sacrificar sus vidas en beneficio de la evangelización de los hombres. Creo sinceramente que, en estos dos mil años, los cristianos han sublimado la imagen individual y colectiva del cuerpo apostólico, elevándola a una cate-goría que no corresponde a la realidad. En aquel tiempo, como acabo de re-latar, el comportamiento de los galileos discurría por unos cauces mucho más lógicos y humanos de lo que hoy enseñan y pretenden las Iglesias. Pe-ro tiempo habrá de seguir aportando pruebas.
Los contratiempos no habían concluido. A un tiro de piedra de la encalada Betania surgió el segundo problema de la mañana. La hacienda de Marta y María era un obligado alto en el camino. Los Zebedeo deseaban abrazar a Salomé, su madre, y, al mismo tiempo, recibir en el grupo a María, la ma-dre del Maestro, escoltándola hasta Bet Saida. Pero, inesperadamente, de entre las higueras y sicomoros que sombreaban la ruta, un conocido perso-naje saltó al centro del sendero, obligándonos a suspender la marcha. Per-plejos, los once se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. Y el benjamín de los Marcos, jadeante por la carrera practicada desde Jerusalén y churre-toso por el reciente llanto, esbozó, una no muy confiada sonrisa.
-Quiero ver al rabí...


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La excusa no le sirvió de mucho. Andrés intercambió algunas palabras con el resto y, convencidos de que aquélla era una nueva travesura del mu-chacho, adoptaron la posición más sensata. El ex jefe de los galileos se arrodilló frente a él y, acariciando los sudorosos cabellos, intentó persuadir-le, haciéndole ver que, a su ídolo, no le hubiera entusiasmado semejante fuga. Juan Marcos, impaciente, desvió la mirada, buscando apoyo en los si-lenciosos discípulos. Nadie cedió. Y el asunto quedó liquidado. El adolescen-te bajó la cabeza y, pateando con rabia, salió como un meteoro en dirección a la ciudad.
Antes de que se pusieran nuevamente en movimiento, aproveché la cir-cunstancia para resolver mi incómoda situación. Algunos se extrañaron ante lo inesperado de mi despedida. A pesar de mi condición de gentil, la mayo-ría sentía un sincero aprecio por aquel larguirucho y aparentemente bravo comerciante griego, que no les había abandonado en tan difíciles momen-tos. Juan y Andrés presionaron para que siguiera con ellos hasta la Galilea. La excusa de mis negocios en Jerusalén no fue muy convincente. Sin em-bargo, habituados a mi contradictorio comportamiento, no insistieron. Les adelanté que «determinadas transacciones comerciales» me conducirían en breve a las ciudades de Tiberíades y Cafarnaum y que ésa sería una inme-jorable oportunidad para reanudar nuestra amistad y seguir abonando mi leal admiración hacia el Jesús -remaché- «que estaba cambiando mis es-quemas». Supongo que me creyeron. Instantes después partíamos en di-recciones opuestas. Ellos hacia Betania y yo, cargado de remordimientos, al encuentro del módulo.
Esperé a que desaparecieran en el entramado de la aldea. No había tiem-po que perder. Abandoné la solitaria vía principal y, como en ocasiones pre-cedentes, inicié la ascensión del monte de los Olivos por la estrecha senda que serpenteaba hacia la cima. El encendido grana de aquel amanecer pre-sagiaba un día radiante, al menos en aquellas latitudes. Me sentí reconfor-tado. La operación marchaba. Y lo inminente de la nueva singladura, rumbo al norte, me llenó de fuerza. A mi paso, bandadas de pardas alondras re-montaron el vuelo, planeando inquietas sobre las hileras de olivos y acebu-ches. Todo parecía tranquilo. Por supuesto, me equivoqué en mis aprecia-ciones. El Destino, imprevisible, nos reservaba otra sorpresa. «Algo» que ni Eliseo ni yo podíamos imaginar y que, a corto plazo, nos colocaría en una delicada situación. Fue a escasa distancia de la cumbre. Al detenerme para enjugar el sudor y establecer la conexión previa a mi ingreso en la «cuna», un crujido me sobresaltó. Me volví intrigado. El bosquecillo de olivos por el que atravesaba en aquellos momentos seguía solitario, brillando al tibio sol de la mañana e incomodado a ratos por el raudo vuelo de las madrugadoras golondrinas. Quizá me había precipitado. La ladera oriental, hasta donde al-


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canzaba mi vista, se hallaba desierta. Presioné mi oído derecho y, sin más, anuncié al módulo mi posición e inmediata aproximación al «punto de con-tacto». Reanudé el avance, dejando la senda a mi izquierda y adentrándo-me en la mancha de monte bajo que ascendía hacia el norte. El pedregoso calvero sobre el que se asentaba la nave no distaba más de 300 o 400 pies. Pero no pude evitarlo. Fue superior a mí. Conforme sorteaba los abrojos y retamas, aquella sensación se hizo densa e incómoda.
Era similar a la percibida en la mañana del martes cuando, en plena labor de restitución de los lienzos mortuorios, muy cerca del bosque de algarro-bos, creí notar la proximidad de alguien.
-No puede sen Quién y por qué tendrían que espiarme.
El razonamiento no me tranquilizó. Y girando sobre los talones, lancé una segunda ojeada a mi alrededor. El corazón dio un respingo. A un centenar de metros, en la linde de los olivos que acababa de cruzar, medio distinguí una silueta humana, desdibujada entre los atormentados brazos de un ár-bol. Me estremecí. Abrí la conexión auditiva y, aceleran do el paso, advertí a Eliseo de la inesperada «compañía».
-Recibido. Activo cinturón de infrarrojos hasta trescientos pies. Continúa a la escucha., Cambio.
Busqué las «crótalos» y, nervioso, las ajusté a los ojos, dispuesto a locali-zar el módulo e ingresar en él sin demora. Al contacto con las lentes espe-ciales, los colores del paisaje cambiaron drásticamente. El verdor de la ma-leza y del olivar se transformó en un rojo sangre, mientras el cielo intensifi-caba su celeste y la piedra caliza se tornaba gris pardo. Al punto, en el cen-tro del calvero, a unos doscientos pies, se levantó ante mí la mole de la na-ve, pulsante y sanguinolenta. La membrana exterior, sometida a una eleva-da temperatura, blanqueaba una ancha faja, en el centro de las paredes, mientras el área de motores -ahora fría- se perdía en un suave y difumina-do verde violeta.
Mi hermano no tardó en confirmar mis sospechas. Como es sabido, cual-quier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (-273 grados centígrados) emite energía infrarroja, o IR. Esta emisión de rayos infrarro-jos, invisibles al ojo humano, está ocasionada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, por tanto, estrechamente ligada a la tem-peratura corporal. Al entrar en el radio de acción del primer cinturón de se-guridad del módulo, el intruso era detectado al momento.
-¡Roger! ¡Atención, Jasón! Afirmativo. Target en pantalla...
La verificación me hizo temblar. ¿Quién podía ser? ¿Qué pretendía?
-Se mueve en rumbo ciento sesenta... Muy despacio. Lo tienes a tus «cin-co». Distancia al módulo: doscientos diez pies y avanzando. ¿Me recibes? Cambio.


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-Te escucho «cinco por cinco» -repliqué entre jadeos- Entendí a mis «cin-co». Cambio.
-Roger. A tus «cinco». ¿Distingues la «curta»9 Cambio.
-Afirmativo. En un minuto estoy contigo.
-OK En el momento que ingreses en la nave liberaré el escudo gravitato-rio. Cambio.
Esta segunda defensa, como creo haber especificado, consistía en una poderosa emisión de ondas gravitatorias que, partiendo de la membrana ubicada en el fuselaje, se proyectaba a 30 pies, envolviendo la nave. En ca-so de emergencia, esta semiesfera invisible actuaba como un muro de con-tención. Cualquier individuo que intentara traspasar dicho umbral se encon-traría con algo similar a un «viento huracanado», imposible de franquear.
Con un resoplido, la escalerilla hidráulica descendió hasta tocar las lajas de piedra.
-¡Vamos, Jasón! Un poco más. La pantalla te «ve» a treinta pies.
Pero, ante la sorpresa de Eliseo, en lugar de introducirme en la «cuna», giré sobre mí mismo, deteniéndome en el límite de seguridad de¡ escudo gravitatorio.
-¿Qué sucede? ¡Jasón!
No sé muy bien por qué lo hice. Quizá por curiosidad. El caso es que, de espaldas a la nave, busqué al intruso.
-¡Jasón!...
La voz de Eliseo, entre suplicante e imperativa, me hizo dudar. Aquel in-dividuo, al comprobar cómo detenía mis pasos, abandonó su huidiza acti-tud, aventurándose en el calvero a cuerpo descubierto. Y despacio, sin de-jar de observarme, fue ganando terreno.
-¡Responde!... ¡Jasón!... ¿Qué demonios sucede?
-Un momento -repliqué a media voz-. Creo que debemos identificarle. ¿Va armado? Cambio.
-Negativo. El IR no detecta objeto metálico alguno.
Aquello me tranquilizó relativamente. En previsión de cualquier contin-gencia, deslicé la mano derecha hacia el extremo superior de la «vara de Moisés», dispuesto a activar los ultrasonidos ante el menor indicio de agre-sión.
Estas ondas -en una frecuencia que oscilaba entre los 16 000 y los 1010 herzios- podían ser proyectadas y dirigidas sobre el cráneo del personaje que se aproximaba y provocarle una pasajera alteración del aparato «vesti-bular».
En décimas de segundo, el oído interno del sujeto sufría la invasión de di-chos ultrasonidos, «bloqueando» el conducto semicircular membranoso, con la consiguiente y transitoria pérdida de la posición de la cabeza y del cuerpo


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en el espacio Nada grave, a decir verdad, pero lo suficientemente drástico y eficaz como para inmovilizar al presunto agresor durante algunos minutos.
A poco más de 100 pies (unos 33 metros) del lugar donde me hallaba, el individuo se detuvo. Las «crótalos» no me permitían identificarle con niti-dez. Su rostro, en la distancia, presentaba una tonalidad rojiza que escamo-teaba sus facciones. La túnica, originalmente blanca, aparecía azulada y las piernas y manos, teñidas de un intenso verde naranja. Consecuencia del es-fuerzo, su temperatura corporal había aumentado en zonas muy concretas. Así, por ejemplo, el cuello, axilas y sienes ofrecían un blanco mate en la vi-sión infrarroja.
De pronto, algo en lo que no había reparado hasta esos momentos me hizo saltar del recelo al estupor. Casi hubiera preferido enfrentarme a una fiera o a uno de los fanáticos betusianos antes que apurar semejante prue-ba... Y el corazón, intuyendo una penosa situación, avivó su frecuencia. Aquella criatura apenas si levantaba metro y medio del suelo. Quizá menos. ¡Era un niño! Un presentimiento me descompuso. Retiré una de las «lenti-llas» y, en efecto, al normalizar la visión en el ojo derecho, la estampa me-nuda de un Juan Marcos inmóvil y tan desconcertado como yo, apareció an-te mí, pulverizando mis esquemas. Me sentí atrapado. Aquella situación, de una especial gravedad, no había sido contemplada por los especialistas de Caballo de Troya. ¿Qué debía hacer?
Sabía de la inteligencia y tozudez del muchacho. Insinuarle u ordenarle que diera media vuelta y se alejara habría resultado tan inútil como contra-producente. No disponía de muchas opciones. Por supuesto, no dudé de sus buenos propósitos. Quizá aquel inoportuno seguimiento obedecía tan sólo a otra de sus diabluras infantiles o a la necesidad de consuelo. Rechacé la idea de que estuviera al corriente de mis entradas y salidas de la nave. Eso era imposible. Su comportamiento hacia mí hubiera sido radicalmente dis-tinto. Además, los sistemas de localización del módulo le habrían descubier-to.
Bregué por hallar una solución. Pero ¿cuál? ¿Qué podía explicarle?
Consumidos aquellos segundos de mutua y tensa observación, el benja-mín reaccionó. Levantó su brazo izquierdo en señal de saludo y, dispuesto a reunirse con su viejo amigo, continuó el avance. Impotente, me dejé llevar por el instinto. Alcé el cayado y, profiriendo un potente grito, le conminé para que se detuviera. El brusco gesto, la gravedad de mi semblante y el imperativo tono de voz surtieron efecto. El niño, sin comprender, obedeció. Asustado, examinó su entorno, tratando de localizar algún invisible peligro. Al no conseguirlo, levantó la vista hacia mí, encogiéndose de hombros. Evi-dentemente no comprendía mi extraño comportamiento, ni yo estaba dis-puesto a entrar en detalles. Presioné mi oído derecho y, resuelto a zanjar la


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cuestión, transmití a Eliseo la orden de encendido del motor principal, aler-tándole para un despegue de emergencia. Mi hermano, eficaz como de cos-tumbre, no formuló preguntas. Era consciente de que «algo» grave y singu-lar me ocurría y, segundos después de cerrar la conexión auditiva, el afilado silbido de los silenciadores del J 85 irrumpió en el calvero multiplicando el desconcierto de Juan Marcos. Aterrado: retrocedió algunos pasos, moviendo la cabeza en todas direcciones, en un frenético intento por ubicar e identifi-car
el agudo y, para él, misterioso sonido que, incontenible, se adueñó de la cima, provocando la estampida de pájaros e insectos. Hábil y oportunamen-te, Eliseo cubrió mi retirada, estrenando otra de las medidas de seguridad incorporada a la «cuna». De pronto, de las cuatro aristas superiores de la nave brotaron sendos chorros de «humo». Un «humo» blanco y espeso que, aparentemente nacido de la nada (no olvidemos que el apantallamien-to IR hacía invisible el módulo), fue derramándose lento y compacto hacia las amarillentas rocas, transformándose en segundos en una mágica y gi-gantesca «nube» cúbica. Y sucedió lo inevitable. El adolescente, desencaja-do, tomando la niebla por una visión celeste, cayó en tierra, ocultando el rostro contra el polvo. Fue una situación especialmente dolorosa. Hubiera deseado tranquilizarle y aclarar el error. Pero, impotente, permanecí mudo. El «mal» estaba hecho. Quizá más adelante, suponiendo que volviéramos a vernos, tuviera la ocasión de deshacer el equívoco, restando importancia a lo que acababa de oír y contemplar. No en vano, entre mis «atribuciones», figuraba la de «mago» y «augur»...
Y aprovechando su confusión, di media vuelta, penetrando en la provi-dencial cortina de humo e incorporándome a la nave.
Aturdido, con una amarga sensación en lo más hondo de mi alma, me desprendí de la ch1amys y, sin perder un segundo, fui a ocupar mi lugar frente al panel de mandos. Eliseo, pendiente de los instrumentos y del mo-nitor en el que seguía presente el eco del joven Juan Marcos, hizo ademán de activar el cinturón gravitatorio. Pero, dada la inmovilidad del muchacho, le sugerí que prescindiéramos del segundo escudo. En principio, el silbido del motor y el espeso camuflaje que nos envolvía resultaban más que sufi-cientes.
Y a las 08 horas y 16 minutos -casi una hora antes de lo previsto- la nave despegó de la cumbre del monte de las Aceitunas.
El plan de vuelo, minuciosamente estudiado, fue readaptado por mi her-mano en los últimos y críticos momentos, anulando el programa inicial del computador central en lo que al instante del despegue se refiere. Éste, da-


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das las circunstancias, fue enteramente manual, estableciendo el enlace au-tomático con «Santa Claus» a partir del estacionario.
-Ascendiendo... ¡Roger!... Mientras Eliseo atendía a la maniobra de ele-vación, revisé y di lectura al panel de instrumentos.
-Temperatura de toberas en OK.. Reglaje de la plataforma de inercia sin variación... Ligera vibración... Indicaciones de velocidad...
-OK-.. Dame caudalímetro.
-Quemando según lo estimado... Leo 5,2 kilos por segundo...
-Roger, Jasón... Ascendiendo a 30 por segundo... 400 pies y subiendo...
-OK.. A 400 para estacionario.
-¿Combustible?
-A 13 segundos del despegue leo 67,6 kilos... -Entendí 67,6-
-Afirmativo... Estamos a 97,6 por ciento.
-500... 550... ¿Tiempo para estacionario?
-A 600 pies, seis segundos y siete décimas.
-Preparados cohetes auxiliares...
-Roger... 700 pies y subiendo a 01 por segundo.
Los sistemas -dóciles y precisos- elevaron la «cuna» hasta el nivel de es-tacionario.
-¡800 pies! Frenando.... no tengo «banderas».
-¿Combustible y tiempo?
-Leo 138,3 kilos. Estamos a 97,2 por ciento. Tiempo de ascensión a nivel ocho: 26 segundos, 6 décimas.
-Entendí 26.
-Afirmativo.
-Roger. Paso a automático. -Eliseo tecleó sobre el terminal del ordenador central, restableciendo el programa director. A partir de esos instantes, nuestro eficiente «Santa Claus» se hizo cargo de la nueva singladura. Ami-go, es todo tuyo...
-OY- Rectificando a radial 075.
La nave giró hacia el nordeste, al encuentro con el punto J: Jericó. El plan de vuelo contemplaba las siguientes fases: una vez consumado el despegue y estabilizados en el nivel 8, la «cuna» se dirigirla al mencionado punto J, situado a 14 millas (23 kilómetros). Desde allí, con una ligera modificación del rumbo, deberíamos situarnos en la vertical del río Jordán (punto J2), a 5 millas (9 kilómetros) de J.
En una tercera etapa, el módulo giraría a radial 330, cubriendo las 42 mi-llas que separaban J2 de la ciudad helenizada de Scythópolis (punto S). En un cuarto movimiento, pasaríamos a rumbo 360, a la búsqueda del extremo sur del mar de Tiberíades, con un total de 15 millas (27 kilómetros). Por úl-timo, cruzando el lago de sur a noroeste (radial 320), descenderíamos en