miércoles, 29 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 101 A LA PAG 120

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el mismo lugar. Eran las once y veinte. Quince minutos más tarde -con al-gún que otro remordimiento de conciencia, todo hay que decirlo- embarca-ba en el bus 22, en la puerta de Jaffa, con destino a Belén.
En aquellos once o doce kilómetros de viaje como justo castigo a mi per-versidad- otra duda se desató en mi corazón: ¿y si la relaciones públicas husmeaba en mis papeles? El recuerdo del cuaderno «de campo» sobre el escritorio de la habitación me descompuso.
A las doce y media, con algo de retraso, irrumpía en la basílica de la Nati-vidad. Marcos y un franciscano amigo suyo cuya identidad debe quedar oculta, me aguardaban en un pequeño recibidor. Solicité perdón y una tre-gua. Necesitaba oxígeno.
El buen guía me recibió con la mejor de sus sonrisas. Me preguntó si todo había ido bien y, sin más preámbulos, señaló una de las sillas.
-No hay tiempo que perder -ordenó.
Obedecí. Y tomando las ropas que descansaban sobre el asiento, las le-vanté a la altura de la cara, sin poder reprimir una risa nerviosa. El fraile, disculpando mi torpeza, se apresuró a ayudarme. Eché de menos un espe-jo.
-Perfecto -sentenciaron al unísono.
-¿Seguro que resultará?
Marcos me miró fijamente, tratando de infundirme ánimos.
-¡Resultará! Ahora conviene esperar -dudó-, al menos una hora...
Resignado, agradecí su paciencia y dedicación. En esos momentos, em-bebido en la contemplación del hábito franciscano que me cubría y que for-maba parte del plan, no presté atención a lo que, desde el principio, ocu-pando buena parte de la mesa del recibidor, presidía la estancia. Fue el árabe cristiano quien me arrastró hasta la abultada bolsa marrón oscura. Una vez frente a ella, abrió la palma de mi mano derecha y, radiante, dejó caer una llave. Tardé en comprender.
-Promesa cumplida -balbuceó con un hilo de voz-; que Dios (el de todos) te bendiga...
Le miré de hito en hito.
-Entonces..., esto...
Mis palabras, atropellándose unas a otras, le hicieron sonreír. Asintió con la cabeza, cerrando mis dedos en torno a la fría y diminuta llave plateada.
-Esto es...
Aquellos dos vocablos golpearon la austeridad de la sala. No podía creer-lo. No podía...
Acaricié la tela, sin atreverme a palpar. Una cremallera y un candado, ca-si de juguete, cerraban la valija.


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Miré a Marcos. Mis ojos, más elocuentes que las escasas y desperdigadas frases que acerté a construir, le gritaron «Gracias».
Hice ademán de abrirla. Contundente, el guía me detuvo.
-Por favor -rogó con firmeza-. Han sido siete años de fidelidad a nuestro común amigo... Prefiero ignorar el contenido.
Fui yo quien, en esta ocasión, asintió en silencio. Un espinoso bolo cuajó en mi garganta y todo mi ser fue vapuleado. Mi admiración no tuvo límites.
Ante el mudo franciscano, Marcos me obligó a tomar asiento y, dando un giro de 180 grados a su tono, lanzó algo que me dejó perplejo y que, con el paso del tiempo, terminé por aceptar.
-Y ahora, escúchame bien. Por tu propia seguridad, y Por la mía, ¡yo no sé na-da! ¡Na-da! Su mirada, inexplicablemente encendida, remarcó el én-fasis de la palabra «nada».
-Nunca conocí al mayor. Nunca me dio na-da. Nunca te entregué na-da. Sé que lo entenderás. Si alguien me pregunta, me encogeré de hombros. No puedo negar que te conozco. Pero sólo serás un periodista en busca de emociones e historias fantásticas. ¿Comprendido?
La dureza de las aseveraciones se reflejó en mi rostro. Y mi amigo, pe-leando consigo mismo, me dio la espalda, yendo a sentarse al otro extremo de la cámara.
Minutos más tarde, envueltos en una silenciosa y embarazosa espera, consultó su reloj, indicando que debíamos actuar. Cruzamos el sector cris-tiano de la basílica, accediendo al exterior por la fachada opuesta a la ex-planada. Desde allí, por un tortuoso laberinto de callejuelas sin aceras, el guía y el auténtico franciscano me escoltaron hasta una oficina de viajes. Marcos y yo habíamos convenido que mi partida de Israel debía ser fulmi-nante. No era saludable tentar la fortuna. Cerrado el vuelo para el domingo, poco antes de las dos de la tarde me acomodaba en uno de los transportes públicos con destino a Jerusalén. La aparente frialdad de aquella despedida me sumió en una dolorosa melancolía. ¿Volvería a verle? A pesar de las apariencias, siempre seré un sentimental... Y hablando de «apariencias», al descender en la Central Bus Station, en los límites de Yafo, la proximidad de un reducido grupo de franciscanos me hizo palidecer. Afortunadamente no se percataron de la presencia de aquel falso «hermano» de orden, ale-jándose en uno de los sherouts, o taxis colectivos. Recuperado el resuello, ajusté el ceñidor, recomponiendo los arrugados pliegues del hábito. Hacia las tres de la tarde, aquel «monje», inquieto y feliz, se colaba en el parking del Moriah, ante la displicente mirada del vigilante. Lo primero que reclamó mi atención fue el Mercedes. Mejor dicho, su ausencia. La desaparición del vehículo me inquietó. Abracé la bolsa con pasión, jurándome que, a partir


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de esos instante, no cometería una sola locura más. Ni yo mismo me lo creí...
Gina, harta o enfurecida por mi espantada, había volado. Nunca volví a verla. Y dudo en lo más profundo que tenga valor para concertar un segun-do encuentro.
Le di dos vueltas a la cerradura y, nervioso, deposité la bolsa sobre la cama, dedicando un tiempo indefinido al chequeo de la habitación y de mis enseres. Todo seguía en su lugar, intacto y sin viso de haber sido curiosea-do. Más sereno, me deshice del sayal. La valija -como un ser vivo- había empezado a «hablar», magnetizándome.
Fue todo un ritual. Aunque herrumbroso, el candado se abrió con docili-dad. Jugueteé con él entre mis temblorosas manos, lanzando una lasciva mirada al bulto. A juzgar por el porte, color, resistencia de la lona y por las correas de sujeción, parecía un típico petate, como los utilizados por el ejército judío.
Y suave, ceremoniosamente, fui desengranando la cremallera.
El inesperado repiqueteo del teléfono hizo brincar mi corazón, propinán-dome un susto de muerte. Dudé. Pero, acogiéndome a los todavía calientes y sinceros deseos de no enredar más la cosa, terminé por descolgar. Era Rachel. Como siempre, se mostró encantadora. Posiblemente desconocía mis andanzas. Y con una contagiosa excitación me anunció que, venciendo las reticencias de los expertos en medicina antigua de Israel, éstos habían claudicado, aceptando una cita para la mañana siguiente. Tuve que trastear en la memoria. La tensión y sinsabores de las últimas horas habían blo-queado mi cerebro, perdiendo la noción de aquella otra actividad «parale-la».
-Claro. ... sí.... por descontado... Mil gracias... ¿A qué hora?... OK ... To-mo nota... Muy bien.... allí estaré..., sí, museo de la Medicina Antigua...
El asunto, automáticamente archivado y relegado, resucitaría horas más tarde cuando, empeñado en un necio y delicado plan de «distracción» de la Inteligencia militar, tuve la nefasta idea de adoptarlo como «señuelo». ¡En mala hora!
Lo sabía. La intuición no me defraudó. Al examinar el interior de la bolsa, cuatro gruesos paquetes aparecieron ante mi. Eran sumamente pesados. Medían alrededor de 30 centímetros de longitud por 20 o 25 de anchura y otro tanto de profundidad. Tomé uno, acariciando la basta tela de estopa que, cosida por uno de los laterales, lo envolvía y cerraba herméticamente. El fuego de la curiosidad me hizo sudar.
« ¡Dios mío! »


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Lo deposité sobre la colcha, rescatando el resto. Prácticamente no advertí diferencias sustanciales. Medían y pesaban por un igual. Y todos, como el primero, se hallaban cubiertos por una arpillera, tipo saco, amarillenta y primorosamente zurcida con un azulado y resistente nylon. Fui alineándolos sobre la cama y, durante cinco o diez minutos -el tiempo perdió su flecha y medida-, permanecí embelesado, dejando libres recuerdos y sensaciones. Lo confieso: fue una íntima concesión; como el preludio de un juego amoro-so...
«¡Dios mío! ¡Gracias! ¡Gracias.... gracias! »
¡Cuán dispares sentimientos pueden acosar a un tiempo! Gratitud, ansie-dad, miedo...
Lo sabía. Sin abrirlo, yo conocía la naturaleza del legado del mayor. ¿0 fue mi febril deseo el que obró el milagro?
Al fin, saboreando cada movimiento, elegí uno de los paquetes. Rasgué la costura y, con la delicadeza con que se desnuda a un bebé, retiré la coraza de estopa.
« ¡Bendito seas! »
Una etiqueta adhesiva sobresalió al punto sobre una espesa funda de plástico negro. A mano, en rojo, podía leerse un número: «2.» Incompren-siblemente, olvidé este primer paquete, descosiendo el resto. La estructura que los envolvía era idéntica: una resistente e impermeable capa -que re-sultó doble- de material plástico, refractaria a la luz. Cada envoltorio pre-sentaba también un número: del 1 al4.
Me decanté por el primero. (Era muy capaz de empezar por el último.) Con las endebles tijerillas del neceser perforé una de las esquinas y rasgué el plástico.
«¡Bendito, bendito seas!»
.En una reacción difícil de catalogar, salté de la cama, abandonando el paquete. Me situé frente al ventana¡ y, levantando las manos hasta tocar el cristal, indagué en el borrascoso cielo de Jerusalén, llegando, incluso, a abolir las nubes. Mi espíritu e inteligencia viajaron mucho más allá, hasta reunirse con el hombre que había sido capaz de descubrirme a un Jesús de Nazaret «nuevo», «humano», «inconmensurable» y «divino». Y unas silen-ciosas y apacibles lágrimas corrieron por mis mejillas.
Aquel envoltorio contenía un apretado mazo de folios, manuscritos, con una lacónica y única frase por encabezamiento:
«DIARIO DE ... » (con el nombre del mayor).
Los picudos rasgos, en efecto, le delataron. Aquélla era su letra. Y borra-cho de alegría desvelé los restantes paquetes.
«¡Dios santo!»


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Contenían mucho más de lo que esperaba. Fui incapaz de contarlos, pero sé que rebasaban los tres mil folios. Se hallaban minuciosamente clasifica-dos, amarrando la narración -eso deduje en una apresurada y saltarina lec-tura- a una rígida secuencia cronológica de los sucesos vividos por los pro-tagonistas de la Operación Caballo de Troya. Una operación -en buena hora- que había desafiado todos los límites imaginables.
Bien entrada la noche, muy a pesar mío, tuve que suspender el increíble relato del mayor. De pronto, la árida realidad se precipitó sobre mí. Una cuestión -anestesiada por el fragor de la lectura- despertó en mi interior, retorciéndose como una víbora: ¿Y si el legado caía en manos judías?
Me estremecí. Aquella fascinante historia, así como la identidad de los pi-lotos norteamericanos que la hicieron posible, podían interesar -¡y de qué forma!- a los servicios secretos de Israel, tan compenetrados con la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA).
Durante largo rato, con la mente cuarteada por la preocupación, paseé arriba y abajo de la habitación, luchando por dirimir el problema. Era obvio que, en cualquier registro, aquellos papeles atraerían el interés de los mili-tares o de los servicios de Información israelíes. Había que encontrar una fórmula, un camino, algo que actuara de pantalla, desviando su atención.
Y con evidente desatino, apoyándome en la cita del museo de la Medicina Antigua de Israel, fui gestando un plan «de ataque y defensa», tan desabri-do como gravemente peligroso.
Esa misma noche, antes de caer rendido, después de una exhaustiva re-visión de la impedimenta, llegué a la conclusión de que sólo había un medio para disfrazar -en la medida de lo posible- aquel ingente material escrito. Su ejecución quedó pospuesta para la siguiente jornada.
La calle Straus, sede del museo de la Medicina Antigua de Israel, desem-boca en la vía Hanevim, a cosa de veinte o treinta minutos -a pie- del Mo-riah. La mañana, tibia y azul, invitaba a pasear. Así que, cargado de ilusio-nes y proyectos, tras un sólido desayuno, me encaminé al lugar de la reu-nión. En el hotel, la sombra del sabbath había relajado el frenético ir y venir de los turistas. Por más que curioseé, no tuve suerte. El «cara de luna» y su «amigo», el del cabello hirsuto como un césped recién cortado, no se hallaban en el vestíbulo. Al menos no supe localizarlos. Naturalmente, des-pués del incidente del autobús, cabía la posibilidad de que hubieran sido re-levados. Aquélla, por el momento, no constituía mi mayor preocupación. Los pensamientos -conforme avanzaba hacia el número 10 de la menciona-da calle Straus- navegaban en otra dirección. Tenía que lograrlo. Era me-nester «desviar» el punto de mira de la Inteligencia judía de tal forma que, en caso de registro, su objetivo fuera «algo» muy ajeno a los tres mil y pico


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de folios que formaban «mi» tesoro. Quizá en aquel museo encontrase lo que necesitaba.
En el cruce con Jaffa, la fortuna siguió sonriéndome. Una papelería regen-tada por árabes me suministraría los botes de cola y pegamento que preci-saba. Y a las 9.30 horas, con una puntualidad impropia de mí, hacía sonar el timbre de la puerta del museo, en los bajos del inmueble.
Las diligentes gestiones de Rachel resultaron inmejorables. El doctor Sa-muel S. Kottek, especialista en medicina antigua, y el director me recibieron con los brazos abiertos. Ahora, sinceramente, me duele haber traicionado su generosidad.
Durante más de una hora trabajamos en los puntos que me interesaban (?), recopilando una sobrada relación de volúmenes y expertos en los más variopintos diagnósticos, dolencias y fármacos de la antigua Canaán. Pero no era aquello lo que me urgía. Desde el momento de las presentaciones le había echado el ojo a una de las salas del reducido y, en cierto modo, des-tartalado museo, en la que, en media docena de vitrinas, se exhibía toda suerte de artilugios, cachivaches e instrumental médico-mágico-quirúrgico de muy distintas épocas y culturas.
Mi cerebro, con una frialdad enfermiza, continuó trabajando. Finalmente se presentó la ocasión. Kottek me invitó a pasar a la modesta sala que, co-mo digo, constituía la zona noble del museo, dejándome en las eficientes manos -sibilinas, añadiría, a juzgar por lo que ocurriría poco después- de la anciana responsable de las piezas. Una servicial y encantadora mujer, cuyo nombre no recuerdo, que se desviviría por mostrarme lo más granado de la exposición. Ése fue su involuntario error. Samuel se excusó y regresó al despacho donde habíamos conversado. Por espacio de casi una hora, mi an-fitriona fue acompañándome -vitrina a vitrina- hasta cerrar el repaso. No habían transcurrido ni quince minutos desde el arranque de dicha visita cuando, al asomarme a una de las mesas ubicadas en la esquina derecha de la sala, una batería de amuletos de bronce, plata y marfil activó mi ma-quiavélico ánimo.
«Esto podría servir .. », medité en mi inconsciencia.
La hebrea, complaciente, levantó la cubierta de vidrio, tomando algunas de las antiquísimas reliquias cananeas. Las examiné con fruición, demos-trando un exagerado interés por sus orígenes y fundamentos. Ante él ardor de mis palabras, la guardiana -deseosa de redondear mi visitase separó un instante de mi lado. Las manos comenzaron a sudarme.
«Sí, esto es ... »
La maquinación echó a andar, incontenible. Pero cuando estaba a punto de materializar la inicua maniobra, la señora reclamó mi atención. De algún armario había rescatado una pequeña caja de cartón blanco que, con devo-


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ción, fue a depositar sobre otra de las vitrinas centrales. Desistí por el mo-mento.
Contrariado y hecho un manojo de nervios, me reuní con ella. La caja contenía docena y media de cartuchos de unos seis o siete centímetros de longitud, numerados a mano. Consultó una lista mecanografiada y pegada a la cara interna de la tapa del recipiente, eligiendo -estimo que intenciona-damente- uno de los más antiguos y valiosos: el 15. Retiró el papel que lo envolvía, poniendo en mis pecadoras manos un estrecho pergamino de casi medio metro de longitud, plagado de caracteres y símbolos hebreos.
-Tiene dos mil años -sentenció orgullosa- Creemos que se trata de un amuleto.
La belleza del lechoso y áspero tesoro me cegó. Y sobre la marcha cambié de «objetivo». Aquello resultaba más excitante y atractivo. Incluso más fácil de ocultar.
Ante mi insaciable curiosidad, la anciana -incapaz de traducir el hebreo arcaico- se disculpó, saliendo de la sala. Fueron unos segundos dramáticos. ¿Qué hacía? ¿Me apoderaba del pergamino? Pero ¿cómo sustraerlo sin que lo notaran?
Kottek acudió encantado. Sus explicaciones -amuleto en mano- no resul-taron muy explícitas. Tomé cuantas notas pude, sin saber muy bien de qué me hablaba. Toda mi inteligencia una vez tomada la reprobable decisión se hallaba polarizada en un inconfesable sentido. Pronto me arrepentiría...
Por supuesto, era imposible atrapar el pergamino mientras Samuel o la guardiana permanecieran junto a mí. Esperé. El encuentro con los cartu-chos concluyó y, sin prisas, continuamos la inspección. La caja, con los ro-llos a la vista, quedó temporalmente olvidada sobre la vitrina. En tres opor-tunidades, mientras dibujaba algunas de las piezas en el cuaderno «de campo», la hebrea tuvo que prescindir de mi «gratísima compañía», recla-mada por el teléfono y por el propio Kottek. En las dos primeras ocasiones, a causa del pavor que me invadía o de lo precipitado de sus retornos, mis movimientos fueron nulos. Pero en la tercera y última salida de la anciana, muy cerca de la caja y temblando como un junco, introduje la mano entre los cartuchos y me apoderé del 15. Sin pulso, me alejé de la vitrina, pegan-do la nariz al cristal de un mueble contiguo. Imposible fingir que tomaba apuntes. El rotuladoí1 resbaló entre mis húmedos dedos, acelerando mi ta-quicardia. Sin embargo, con una sangre fría repugnante, soporté el regreso de la mujer y sus postreras explicaciones. La visita había terminado. Con la mente nublada, con una única obsesión: escapar del museo, agradecí las atenciones de todos y estreché sus manos. A punto de desvanecerme llegué a tocar la manilla de la puerta de salida. Samuel, atentísimo, me invitó a volver cuando lo deseara. Balbuceé algo -no sé muy bien qué-, y, aterrori-


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zado, me dispuse a salir. En ese crucial momento, el director salió precipi-tadamente de su despacho, dirigiendo a Kottek unas frases en hebreo. Y éste, asintiendo, me retuvo por el brazo, abortando mi «fuga». Creí morir de vergüenza.
-Un momento -tradujo el médico, con una sonrisa de satisfacción- El di-rector desea pedirle un favor..
La palidez de mi rostro, digo yo, debía de ser tal que el galeno, mientras me conducía de nuevo al museo, preguntó con extrañeza:
¿Se encuentra bien?
-A la perfección...
Aquélla fue una mentira de tamaño natural.
Kottek y el responsable del museo me situaron en una de las esquinas de la sala, abriendo ante mí un grueso volumen con las hojas en blanco.
-Nos sentiríamos muy honrados -aclaró el director- si estampara su firma en el libro de oro de la casa...
«¡Dios mío!»
Aquel entrañable gesto colmó la medida de mi propio deshonor. Hice lo que me pedían y, al retirarme, una esquiva mirada a la guardiana, remo-viendo los cartuchos y comprobando la lista de los pergaminos, heló la es-casa sangre que aún circulaba por mis venas. Astuta y desconfiada como un lince, había empezado a pasar revista al insustituible tesoro arqueológico. Estaba perdido.
A las once y treinta de aquella nefasta mañana ponía los pies en la calle, huyendo como una rata. Mis pensamientos, lacerados por un instantáneo arrepentimiento, no daban abasto. «¿Qué nueva locura había perpetrado? ¿Cómo podía ser tan miserable y, lo que era peor, tan insensato y estúpido? »
Casi con seguridad, no tardarían en comprobar que faltaba uno de los pergaminos. « ¡Dios mío! » La angustia me acorraló contra mí mismo. En el tiempo que necesité para alejarme tres o cuatro manzanas, un tétrico film de muy Posibles y más que justas represalias desfiló por mi alma. El desliz podía costarme caro.
Me detuve en mitad de la avenida George V. Dudé. ¿Deshacía lo andado y devolvía el rollo a sus legítimos propietarios? No me atreví. La vergüenza fue superior. «Además -me consolé en el colmo de la necedad-, quizá no hayan advertido su desaparición. Quizá -suponiendo que lo detecten- no sepan qué pensar.»
Por encima de aquellas pueriles lucubraciones, algo se impuso: había que restituir el documento. Una cosa era «jugar» a espías y otra, muy diferente, el hurto de una pieza que, para más, no aportaba nada nuevo a lo ya con-quistado. Ciertamente, el asunto se me había ido de las manos. Sólo espero


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que mis anfitriones sepan perdonar algún día a este desdichado. En el pe-cado iba ya la penitencia. A partir de aquellos momentos, la desazón, los remordimientos y el terror me torturarían sin piedad.
Pero el mal estaba hecho. Ahora necesitaba actuar con diligencia y sensa-tez. Posiblemente -eso dependía de la Providencia- mi propósito de distraer la atención de los servicios de Inteligencia, en el supuesto de ser asociado a la mencionada desaparición del pergamino, estaba más que garantizado. Las próximas horas me lo dirían.
Y en un arranque, en previsión de que la rapidez de acción de los hom-bres del museo de la Medicina Antigua fuera tan vertiginosa como cabía es-perar, me oculté en un portal, pasando el cartucho al interior del zapato iz-quierdo. Ahora, en frío, sólo puedo sonreír ante tamaña ingenuidad. De haber sido interceptado, los hábiles judíos jamás me hubieran registrado en mitad de la calle. Disponen de otros «medios» -infinitamente más eficaces- para salirse con la suya.
A marchas forzadas, busqué una fórmula que me permitiera reparar el daño y salvar el pellejo. Algo muy típico en mí...
Y creo que di con ella.
Al margen de la implacable desesperación que me corroía, el retorno al hotel no se vio empañado por incidente alguno. Huidizo, temeroso de que alguien, en cualquier momento, pudiera darme el alto, con! a refugiarme en la habitación, maldiciendo mi estampa.
Necesitado de un inmediato consuelo, puse en marcha la primera de las tres fases de la maniobra que había ideado para la devolución del amuleto. Ante lo desproporcionado del «golpe», desistí de mi propósito inicial de desviar el interés del Agaf hacia un objetivo secundario. Si me detenían con el pergamino, no sólo peligraba mi integridad física. En ese más que vero-símil supuesto, los documentos del mayor correrían quizá la misma fortuna que el cartucho...
Había que modificar la táctica. Para empezar, resultaba imprescindible deshacerse del «cuerpo del delito». Pensé en depositarlo, anónimamente, en el Instituto de Relaciones Culturales. En buena lógica, si Kottek y la guardiana me relacionaban con el hurto, el asunto sería trasvasado a las personas que habían gestionado mi cita en el museo. También era factible que dieran cuenta a la policía. En principio -seguí consolándome- no existí-an pruebas de que fuera el autor de la sustracción. ¿Quién sabe? Quizá se había extraviado... El argumento, infantil hasta más no poder, no me con-venció. De lo que no cabía duda era de que, en caso de cacheo, la presencia del pergamino podía suponer la cárcel, la expulsión del país o algo peor.


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Tenía que devolverlo, procurando confundir a sus legítimos propietarios. En otras palabras, sin que pudieran demostrar mi paternidad en tan agrio lance.
Un agudo dolor de estómago vino a sumarse a la catarata de temblores cuando -una vez elegida la fórmula menos mala de restitución- me aventu-ré en la planta comercial del hotel, a la búsqueda de los necesarios sellos de Correos. El pequeño estanco-librería se hallaba cerrado. Un rótulo infor-maba del horario de apertura. Faltaba media hora. Fueron unos minutos espesos, con la espada de Damocles de la megafonía sobre mi encogido ánimo, temiendo que, a cada anuncio, la justicia cayera sobre mí. La Provi-dencia tuvo compasión. Y a las 12.30, satisfecha la compra, escapé por el aparcamiento, a la caza de un buzón. A las 12.45, previamente desenrolla-do, plegado por su mitad, arropado entre dos hojas en blanco e introducido en un sobre con el membrete del hotel («Moriah Jerusalem - 39 Keren Hayesod Street. Jerusalem 94188 Israel»), el pergamino caía en el fondo de un solitario y granate poste, con destino a mi domicilio, en España.
Relativamente aliviado, busqué de nuevo el amparo de mi habitación, pendiente del teléfono y de las consecuencias que -si el Altísimo no reme-diaba- podían derivarse de semejante desvarío.
Misteriosamente, no se registró una sola llamada. Y, destruido, me preci-pité en un sueño convulsivo. Fue lo mejor que pudo sucederme.
Al despertar, convencido de que no debía rendirme por lo que ya era irre-parable, me afané en la labor de «camuflar» el Diario del mayor. De acuer-do con lo planeado, media docena de gruesos y estirados libros -adquiridos días antes- serviría como «vehículo». Desgajé las páginas, y, con más vo-luntad que acierto, encolé los cientos de folios a las pastas de los malogra-dos volúmenes, repartiéndolos equitativamente.
A la hora de la cena, los falsos textos sobre La tierra de la Biblia, Los se-cretos de los mares de la Biblia, ¡Jerusalén!, El atlas de la Biblia, La tierra de Galilea y Animales bíblicos, disimulados entre una veintena de libros au-ténticos, fueron a descansar al fondo de la bolsa marrón, listos para el viaje final.
Ya sólo restaba esperar...
No sé si alcancé a descansar una o dos horas. Fue una noche sin principio ni fin, saturada de presagios, rezumante de temores. Rayando el alba dis-puse el equipaje. El vuelo, desde Tel Aviv, tenía previsto el despegue para las 18 horas. El Destino, irónico y contradictorio, me regalaba un tiempo que no deseaba.
Siguiendo el programa diseñado por Marcos, mientras aplicaba nuevos y severos masajes a las doloridas fibras musculares, repasé los obligados e


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inminentes «movimientos». Todo, por desgracia, se veía trastornado a raíz del lamentable asunto del museo. Ya sólo podía confiar en la suerte y, des-de luego, en la posibilidad de que las pesquisas y decisiones de los dueños del pergamino resultaran «casualmente» frenadas, aunque sólo fuera por unas horas. El dilatado silencio de los medios oficiales me traía a mal vivir..
Como de costumbre, el comedor del Moriah se hallaba repleto de turistas. Aquél era otro factor clave. Aunque lo sospechaba, tenía que asegurarme: ¿quién o quiénes se encargaban ahora de mi «custodia»? Entre tanto anglo-sajón, latino y oriental, descubrir a los posibles agentes de la Inteligencia militar hebrea fue un cometido condenado al fracaso. Cualquiera de aque-llos glotones comensales -con los que crucé más de una mirada podía ser el hombre. Prudentemente, busqué la compañía de unos foráneos. No podía concederme la licencia de desayunar en solitario. Cuanto más tiempo per-maneciera arropado por extraños, más sólida era la probabilidad de escapar indemne de las garras de mis invisibles controladores.
Al pie del self-service -con notable acierto- fui a escoger a una pareja de risueños japoneses. Yo sabía que las diferentes ramas de los servicios se-cretos judíos difícilmente enrolaban en sus staffs a individuos que no sean de su propia raza. Esta sagrada norma me llevó a confiar en los nipones. Y mire usted por dónde, los ceremoniosos Tatsuhiro Kataoka y Yutaka Matsu-kawa resultaron ser colegas. El primero, como editor de libros de arte, de la firma Kodansha, Ltd. El segundo, como fotógrafo de la misma editorial, con sede en BunkyoKtr (Tokio). Así, al menos, figura en las tarjetas que inter-cambiamos.
La ocasión -ni que pintada- fue exprimida como un limón. Tatsuhiro cono-cía España. En realidad, todo su bagaje «cultural» sobre mi país quedaba reducido a la obra de Picasso, Dalí y al barrio «chino» de Barcelona. Para mí fue más que suficiente, logrando lo que necesitaba: estirar el refrigerio du-rante una hora y, entre risas y chanzas, brindarme como «guía turístico». Los cándidos y providenciales amigos aceptaron de mil amores. De esta forma, tan simple como inesperada, vi cubierta la totalidad de aquella lumi-nosa mañana.
Hacia las tres de la tarde -agradecidos y emocionados como niños por el fastuoso periplo por la Ciudad Vieja nos despedimos «hasta otra».
No había tiempo que perder. Haciendo acopio de fuerzas y de la deshila-chada serenidad que aún conservaba, requerí los servicios de uno de los re-cepcionistas, explicándole que deseaba dormir esa noche en la ciudad de Tiberíades y que, si fuera posible, telefoneara al Golán, confirmando la re-serva. Ante mi insistencia, el judío llevó a cabo la diligencia en aquellos mismos momentos. No hubo problemas. El hotel, en el que me había aloja-do en 1985, disponía de plazas libres. El plan fue rematado con una segun-


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da consulta: ¿a cuánto podía ascender la tarifa de un taxi hasta dicha po-blación?
Dispuesto el cebo, me encaminé a los ascensores. Faltaba, sin embargo, la operación más «delicada». ¿Cómo confundir a los hipotéticos y descon-fiados miembros del Agaf? Si deambulaban por el hotel no tardarían en ser puntualmente informados de mis supuesto s propósitos de viajar a orillas del mar de Galilea. En ese caso podían suceder dos cosas: que me siguieran o que confiaran la misión a otros agentes, en Tiberíades. El peligro radicaba en lo primero. Sólo tenía una opción. Era arriesgada, pero francamente, a estas alturas, todo me daba igual.
15.30 horas.
Apuré el tiempo al máximo. Si «aquello» daba fruto, disponía de escasos minutos para recoger el equipaje, abonar la factura y embarcar.
15.35.
Me santigüé. Oculté dos cascos de cerveza bajo la sahariana y, a toda ve-locidad, me precipité hacia los elevadores, pulsando la planta del parking. Mi «objetivo» seguía en el mismo lugar, solitario y envuelto en las sombras del subterráneo. De columna en columna, evitando las miradas del guarda del peaje, fui aproximándome al Mercedes.
15.40 horas.
Encorvado y con el corazón en la boca, me aposté al fin en el flanco dere-cho del turismo. Era menester esperar la entrada o salida de algún otro ve-hículo. Preparé las botellas vacías y, situándome frente a la rueda delantera derecha, asomé la nariz por encima del motor. La chapa, caliente,
reveló que había sido utilizado poco antes. Seguramente habían inspeccio-nado nuestro recorrido turístico. Razón de más para sospechar que mi in-minente «viaje» podía ser igualmente «supervisado».
15.45.
El rugido de un automóvil en la boca del aparcamiento cortó la rabiosa espera. Era el momento de actuar. Estrellé las botellas contra el pavimento, haciendo coincidir el estallido con el ronroneo del coche que se precipitaba por la rampa. Lancé una última ojeada al vigilante y, con los dedos conver-tidos en serpientes, agrupé los afilados vidrios al pie de las dos ruedas ya mencionadas. Acto seguido, procedí al desinflado de las gomas, amorti-guando el silbido con el pañuelo.
15.50 horas.


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Retorné a la habitación, cargando el equipaje. Dos minutos después, si-mulando una tranquilidad inexistente, liquidaba la abultada cuenta, empu-jando la puerta giratoria del Moriah. Había que trabajar con rapidez, apa-rentando la mayor calma posible. Difícil trago. Sobre todo, imaginando a los agentes camino del subterráneo...
Con total premeditación, regateé durante varios segundos con el primero de los taxistas apostados en el hotel. El precio a Tiberíades era justo y ra-zonable. Sin embargo, rechacé la oferta y pasé al segundo árabe. Esta vez me detuve frente a la ventanilla del conductor, justo para rogarle que abrie-ra el portaequipajes. Cargados los bultos, con los nervios desatados, le di una escueta orden:
-¡A Tel Aviv!
A las 16 horas, el taxi partía veloz y, lo que era más importante, sin «es-colta» alguna. La «travesura» con el Mercedes, aprendida de algunos ami-gos de los servicios españoles de inteligencia, me daba una cierta ventaja. Si los burlados agentes acertaban a interrogar al primero de los taxistas, sólo obtendrían la confirmación de mi falso desplazamiento a Tiberíades. Teniendo en cuenta que el tiempo estimado desde Jerusalén al lago podía cifrarse en hora u hora y media, el beneficio resultante -a mi favor, claro- era prometedor. Pero no podía confiarme. Si detectaban mi presencia en el aeropuerto Ben Gurión, todo habría sido en Vano.
El anuncio de una propina hizo volar al voluntarioso taxista. Cuarenta mi-nutos más tarde, desquiciado y con la lengua colgando, hacía un alto en la larga fila de pasajeros que, como yo, pretendía volar a Barcelona. El miedo, lejos de esfumarse, se asentó en mis huesos. Cada rostro, cada individuo que se aproximaba o alejaba, se convirtieron en una amenaza. Pero el cupo de mis errores no estaba colmado. Inconscientemente -producto de la ten-sión- olvidé presentar el equipaje a los funcionarios de seguridad. La azafa-ta me lo recordó al depositarlo en la cinta transportadora. En efecto, la mo-chila y las bolsas no presentaban la obligada y pequeña etiqueta que acredita el visto bueno de la policía. Me eché a temblar.
Una joven funcionaria se responsabilizó de mi impedimenta, exigiéndome la documentación. Teóricamente no tenía nada que ocultar. Pero la inquisi-tiva mirada de la muchacha me intimidó.
-Periodista? -preguntó con desconfianza.
Asentí sin voz.
-¿Y por qué ha venido a Israel?
Le expliqué como pude, haciendo mención de mis investigaciones como escritor. Impasible, siguió ojeando el pasaporte, obligándome a responder a una interminable sucesión de cuestiones:


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-¿Le han acompañado durante su estancia?... ¿Quién?... ¿En coche o en bus?... ¿Le han entregado algo?... ¿En qué hoteles se alojó?... Por favor, las facturas... ¿Todos sus amigos en Israel son judíos?... ¿Qué escribe?... ¿Por qué lleva usted una mochila?...
Agotado, después de mostrar mil y un papeles, la hebrea solicitó la pre-sencia de otro oficial de seguridad. No aparecía la factura del hotel Nazaret.
-Así que, según usted -repitió con calma el recién llegado-, ha trabajado y pernoctado en Nazaret... Y no encuentra la factura.
Malhumorado, abrí mi inseparable cuaderno «de campo», buscando los nombres y teléfonos de los franciscanos amigos de la basílica de la Anun-ciación. Se los mostré y, receloso, tomó nota del número.
-Muy bien. Aguarde aquí.
-Mientras su compañero se perdía en la barahúnda del aeropuerto, dis-puesto a telefonear a los padres Uriarte y Rafael, verificando así mis afir-maciones, la funcionaria se ensañó con el equipaje. A pesar de haber abier-to la bolsa marrón en primer término, lo insólito de una mochila roja en el equipaje de un periodista inclinó la balanza de la fortuna. Convencida de la transparencia del cargamento, introdujo la mano entre los libros, palpando los rincones del petate.
-¿Y esto?
La pregunta me dejó sin habla. Extrajo uno de los volúmenes y, de im-proviso, recordando algo, me espetó:
-Esa mochila no le pega...
Sonreí sin ganas, explicándole que -para determinadas correrías y excur-siones- resultaba más práctico.
Gracias al cielo, la conversación quedó en suspenso. El oficial se presentó ante nosotros y, lacónico, ordenó:
-Está bien. Adelante.
La llamada a Nazaret varió el curso de la ingrata situación. Me apresuré a cerrar la bolsa de los documentos y, aturrullado, sepulté el manojo de reci-bos y facturas en los diferentes compartimentos de la mochila. Al verla co-rrer por la cinta transportadora respiré hondo. Y sin más demoras, volé -más que caminar- hacia el control de pasaportes. Aquel atolondramiento mío al guardar los papeles estuvo a punto de costarme un último y catas-trófico disgusto. Pero antes -Dios es misericordioso-, a las puertas del área internacional, me aguardaba una grata e inimaginable sorpresa.
-¡Marcos.
El guía, sonriente, dejó que le abrazara. Apenas cruzamos cuatro pala-bras. Me obsequió un pequeño paquete y, con los ojos húmedos, señalando la bolsa que había custodiado tantos años, me deseó suerte, azuzándome para que cruzara el control. No he vuelto a verle.


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Un minuto después, al presentar el pasaporte, el mundo se vino abajo. La señorita policía hojeó el documento. Me miró de frente y, con tres palabras, me aniquiló:
-Falta la visa.
Era lo que menos podía imaginar. Recogí el pasaporte y, estupefacto, re-petí la operación de la funcionaria. En efecto: la obligada visa turística no aparecía, entre las hojas. Evidentemente fue cumplimentada al entrar en el país. Es más: sin aquel trámite y el sellado de la «carta» no hubiera accedi-do al territorio. La visa, de eso estaba seguro, tal y COMO tengo por cos-tumbre en todos mis viajes, había sido meticulosamente guardada entre las páginas de¡ pasaporte. ¿Cómo era posible? Sin el documento, las autorida-des judías podían retenerme. Me vi perdido. Entre calambres, inspeccioné hasta el último rincón de las ropas. Inútil empeño. Entonces comprendí. La volandera hojilla con caracteres verdes tenía que haberse traspapelado en-tre las facturas, quedando sepultada en Dios sabe qué lugar de la mochila.
Años atrás, en pleno aeropuerto de México D. E, sufrí un percance similar. Gracias a la persona que me acompañaba, tras revolver la maleta, la trage-dia se solventó felizmente. Ahora las circunstancias eran radicalmente dis-tintas. Si perdía el avión, mi suerte estaba sentenciada.
Opté por decirle la verdad. La funcionaria escuchó indiferente. Clamé a los cielos y -¿cómo no?- el «milagro» se produjo.
La hebrea repasó el pasaporte por segunda vez. Y yo, impaciente, aguar-dé la pregunta clave. Conocía el truco. Todo dependía del archivo policial y de mi respuesta. Me explicaré. Como extranjero no judío, la única posibili-dad de salvar el control dependía de mis antecedentes y del grado de sim-patía que fuera capaz de demostrar hacia el Estado de Israel. Este último y sencillo gesto -la policía de fronteras de determinados países lo domina a la perfección, debería reflejarse, como digo, en mis próximas palabras.
La responsable levantó la vista del pasaporte, tecleando sobre la terminal de un ordenador, oculto bajo el mostrador. La operación, elemental, consis-tía en averiguar mi fecha de entrada en Israel y mi currículum policial. Si el monitor -como así fue- respondía con un «NO EXISTE», frase clave que me liberara de toda sospecha, el desenlace final dependería de esa decisiva respuesta.
Y la máquina -el primer sorprendido fui yo- apostó por mi «inocencia».
-¿Cuándo entró en Israel?
-El 19 de noviembre pasado -repliqué sin titubeos.
Y la oficial, con mirada severa, lanzó la esperada pregunta:
-Muy bien. ¿Desea que le selle el pasaporte?
-¡En-can-ta-do!


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Si mis intenciones hubieran albergado un mínimo de odio o recelo hacia el pueblo judío, lo natural habría sido rechazar la propuesta. En algunos paí-ses árabes, por ejemplo, un pasaporte con el cuño israelita significa descon-fianza, penosos interrogatorios e, incluso, la negativa a ingresar en la na-ción.
El énfasis y entusiasmo que volqué en la palabra «encantado» fueron de-terminantes. La funcionaria sonrió y, estampando el sello de salida, me franqueó el paso.
Pero el Destino, siempre tortuoso, no parecía dispuesto a concederme un segundo de tregua. El vuelo de Iberia 889, anunciado para las 18 horas, fue demorado.
Sé que resulta absurdo -más o menos como practicar la política del aves-truz, pero, desquiciado y enfermo de miedo, fui a esconderme en los lava-bos, permaneciendo allí, abrazado a la bolsa marrón, hasta que, al fin, la megafonía alertó a los pasajeros con destino a Barcelona.
Y a las 19 horas, 11 minutos y 51 segundos -casi como un indulto-, el re-actor despegó sus ruedas de la llamada Tierra Santa, buscando las estre-llas, cómplices de mi angustia.
Y en secreto y en silencio di gracias a la «fuerza» que siempre me acom-paña, celebrando la fuga con dos largos tragos del sabra -el «espíritu de Is-rael»- que el buen Marcos había puesto en mis poco recomendables manos. Jamás un licor fue tan bien recibido... por un hombre tan destruido.
ESPAÑA
En lo más íntimo, lo sabía y esperaba. El incidente en el museo de la Me-dicina Antigua de Israel, a pesar de mi escapada, continuaba coleando y salpicando. La Inteligencia judía nunca olvida. De ahí que las semanas si-guientes a mi vuelta a España no fueran todo lo apacibles y descansadas que hubiera necesitado.
La carta -con el pergamino- llegó a mi poder a los ocho días de haber sido depositada en el buzón de Jerusalén. Constituyó un enorme alivio que, sin embargo, se vio empañado por una significativa y alarmante llamada tele-fónica.
En la mañana de aquel lunes, 15 de diciembre de 1986, pocos minutos después de recibir el amuleto, el primer secretario de la embajada israelí en Madrid se ponía en contacto con este aterrorizado periodista. Fue una con-versación tan exigua como angustiosa, en la que apenas acerté a construir una frase coherente. Hábil y prudente, después de varios lisonjeros circun-loquios, fue derecho al grano:


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-¿Le entregaron un amuleto muy antiguo en el museo de la Medicina de Jerusalén?
No recuerdo bien la respuesta, pero, por supuesto, no se ajustó a la ver-dad. La advertencia -sutil y generosa, pero advertencia al fin y al cabo- fue como un tiro de gracia. De cara a los israelitas me hallaba marcado para siempre.
Fotocopié el texto hebreo del pergamino y, de acuerdo con lo pactado conmigo mismo, me apresuré a ejecutar la segunda de las fases de la ya referida maniobra de restitución del documento. Lo introduje en un nuevo sobre y éste, a su vez, en otro que, urgente y certificado, partió esa misma tarde del lunes hacia la República Federal de Alemania. Dos entrañables amigas, cuya identidad no puedo desvelar, se encargarían de la tercera y última operación: el fulminante envío del «cuerpo del delito» a sus legítimos propietarios, en la calle Straus de Jerusalén. La misiva aterrizó en Alemania en los días próximos a la Navidad. Y mi escueta petición fue cumplimentada fiel y diligentemente. A las pocas horas, el anónimo lacrado sobre con el pergamino partía de Munich, rumbo a Israel. Mis adorables amigas no hicie-ron preguntas, limitándose a telefonear a mi domicilio, confirmando -en clave- que la misteriosa carta volaba ya hacia su destino final.
Por seguridad, dado que mi teléfono no ofrece demasiadas garantías, yo había transmitido a las germanas una especie de santo y seña que, una vez culminada la maniobra, deberían anunciarme lisa y escuetamente. Y así fue, gracias a Dios.
El mismo 25 de diciembre, al anochecer, con la oportunísima excusa de felicitamos las Pascuas, Jenny me habló así desde la Alemania Occidental:
-Tía Margarita está mejor..
Salté de alegría.
-¿Estás segura?
-Sí -remachó, rotunda-, tía Margarita se encuentra mejor. Mucho mejor.
La aventura -eso espero y deseo- acabaría con dos atentas y significati-vas cartas de Samuel S. Kottek, el médico que me acompañó en la visita al citado museo, de tan triste recuerdo. La primera, con fecha 7 de diciembre. La última, escrita el 5 de enero de 1987. Ambas son incluidas en el presen-te trabajo. Ambas hablan por sí solas.
Es curioso. Llevo varios días peleando conmigo mismo, batallando por un imposible. Sinceramente, me gustaría
resumir en un par de líneas esos tres mil folios que constituyen el nuevo legado del mayor. Está claro que debo sujetar mi alocada ansiedad y dejar que las cosas discurran como han sido escritas y dispuestas por esa «ma-no» invisible que, a veces, llamamos Destino. Lamentablemente estamos


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limitados. Y la palabra, en este caso, paradójicamente, constituye la mayor de mis limitaciones. Haré lo, que pueda.
A punto de iniciar la transcripción de esta parte del legado del fallecido pi-loto de la USAF, quiero aventurarme en un par de reflexiones. Entiendo que es justo adelantar y confesar que la lectura de tales manuscritos me ha im-presionado profundamente. Y no sólo por su extensión y lujo de detalles. Creo que lo más importante y asombroso es la montaña de información en tomo a la vida de Jesús de Nazaret. Juan el Evangelista, en sus postreros versículos
(21, 25), escribía con sobrada razón que «otras muchas cosas hizo Je-sús». Cierto. Y me atrevería a añadir que tan
tas y tan decisivas que, en faltando una sola, nuestro conocimiento y perspectiva de su obra resultan mermados. Trágicamente mermados. Ahora lo sé. Es vital -imprescindible, diría yo- conocer la infancia y la juventud del Hijo del Hombre para aproximarse a su Verdad. Es esencial el acceso a los años que precedieron a su llamada «vida pública» para, cuando menos, in-tuir sus propósitos y, así, hacer encajar las piezas de su compleja, agitada y siempre fascinante etapa de predicación. Sólo así, con esa maravillosa in-formación entre nuestras manos, podremos valorar con cierta equidad el irrepetible paso del Hijo de Dios sobre la Tierra.
También lo sé. Muchas personas, tras la lectura de los anteriores Caballos de Troya, me formulan la misma pregunta: «Pero ¿es verdad? ¿Todo esto es creíble?» Y me veo obligado a repetir lo único que sé: que esos docu-mentos existen y que aunque algunos se empeñen en lo contrario- yo no gozo de tanta imaginación. Desde aquí desafío a quien lo desee a construir una «vida de Cristo» tan cuajada de lógica, audacia y belleza. No es tan sencillo «inventar» discursos de Jesús de Nazaret -pláticas inéditas y, lo que es más interesante, repletas de sabiduría- o esos treinta y dos años que los creyentes definen como «vida oculta». «inventarlos», claro, con da-tos, nombres, sucesos y circunstancias que encajen. En Caballo de Troya -lo sé- aletea algo «mágico» y «real», ajeno a mí mismo. Yo he sido un simple instrumento. En suma, y no me canso de insistir en ello, es el corazón del lector el que debe «sentir» si estas narraciones acerca de Jesús son o no creíbles. Que cada cual, por tanto, en lo más íntimo de su ser juzgue y de-cida, de acuerdo con los dictámenes de su conciencia. Ésa jamás se equivo-ca...
Dicho esto, la más elemental de las prudencias me empuja a prevenir al lector Al menos, a los pusilánimes y anclados en los viejos e inamovibles puertos del conservadurismo. A juzgar por los cientos de cartas y comuni-caciones recibidas a raíz de la publicación de los anteriores Caballos (1 y 2), sé que una notable mayoría no se ha sentido herida o desconcertada por la


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lectura de esta inédita «vida de- Jesucristo». Al contrario. Como en mi caso, este «nuevo», «más humano» e infinitamente «más cercano» Jesús de Na-zaret ha hecho el milagro de cautivar los corazones, apaciguando ansieda-des, colmando lagunas y, sobre todo, confirmando sospechas e intuiciones. Este Jesús -más nuestro- nos ha hecho pensar, que no es poco.
A otros, en cambio, el torrente de revelaciones sobre su persona, vida y mensaje los ha irritado o sumido en unas tinieblas nada aconsejables. Por supuesto, no era ésa mi intención. Pues bien, a éstos -cuyos principios y esquemas religiosos no pueden ya evolucionar- van dirigidas mis presentes y respetuosas palabras de advertencia. Como sucediera con los textos pu-blicados en Caballo de Troya 2, entiendo que mi deber ahora es alertarlos. La naturaleza de los hechos, ideas y situaciones que me dispongo a narrar podría lastimar a los inseguros o a los que, por desgracia, no pueden avan-zar en la apasionante aventura de la búsqueda personal. Cada cual, natu-ralmente, tiene «su» Verdad y «su» razón. En consecuencia -como medida preventiva-, les sugiero que NO SIGAN ADELANTE. Si su ánimo no está preparado para enfrentarse a otras verdades, por favor, NO LEA Caballo de Troya 3. Si, a pesar de todo, decide continuar, no pierda de vista que la Verdad, como el más valioso de los diamantes, tiene mil caras.
Quizá, en el fondo, todos tengamos razón.
Y antes de proceder a lo que en verdad importa y es motivo del presente trabajo -el Diario del mayor-, dado el considerable volumen del legado (más de tres mil folios, de 20 X 31 centímetros cada uno), es más que probable que dicha información deba ser dosificada en varias partes. Sé que el siem-pre paciente lector lo comprenderá. Pero dejemos que sea el propio Diario quien fije las normas. Un Diario, por cierto, en el que se aprecia un signifi-cativo y triste cambio. Al contrario de lo que sucediera con la primera de las «entregas» -la rescatada en Washington-, esta última no aparece mecano-grafiada, sino manuscrita. Y manuscrita con evidente dificultad. Como si el autor, sin fuerzas, supiera que aquélla era su última misión. Una misión que, ahora y en el futuro, sólo puede beneficiar a los hombres de buena vo-luntad. Que Dios le bendiga.
EL DIARIO - TERCERA PARTE
«Otoño de 1978. Estoy perdiendo el sentido del tiempo. Presiento el final. Ya nada me preocupa. Sólo terminar. La vida y el aliento se escapan. Pron-to me reuniré con mi "hermano". Pero antes, ¡oh Dios misericordioso!, da-me fuerzas para concluir lo empezado. ¡Es tanto lo que aún resta por re-memorar y dejar escrito!


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»Hoy, cuando me dispongo a retomar el hilo de nuestras experiencias y exploraciones en la Palestina de Jesús de Nazaret -bendita sea su memoria , sigo sin conocer al hombre o mujer que deberá custodiar y difundir cuanto llevo anotado y que, ése es mi único fin, pretende reflejar, torpe y pobre-mente, lo sé, la maravillosa "luz" del Maestro. Ni siquiera tengo la certeza de que estas apresuradas memorias lleguen a ser leídas. No obstante, tal y como aprendí de Él, debo confiar en la mano diestra y amor9sa del Padre. Él tiene un plan para cada uno de nosotros. Él, por tanto, sabrá cómo y cuándo hacer llegar cuanto aquí se narra a quienes, en verdad, están se-dientos de su palabra.
»Y antes de sumergirme de nuevo en la apasionante aventura de este par de locos" en las altas tierras de la Galilea, solicito la benevolencia y com-prensión de cuantos acierten a leer esta especie de Diario. Seguramente, un consumado escritor lo habría hecho con más acierto y brillantez. Creo, asimismo, que estoy en deuda con ese todavía anónimo destinatario de cuanto llevo escrito y de lo que, espero, me queda por contar. El brusco fi-nal que precede a lo que ahora me ocupa no ha sido gratuito. Ni debe ser interpretado como el capricho de un hombre senil o decadente. Lo que nos tocó vivir y presenciar en Palestina, a partir de aquel inolvidable domingo, 16 de abril del año 30 de nuestra era, resulta tan espectacular y decisivo que, honradamente, he creído necesario adoptar un máximo de precaucio-nes. Ese criptograma, que en cierta medida cierra la primera fase del se-gundo "salto" de la Operación Caballo de Troya, sólo pretende salvaguardar nuestro "tesoro". Y ha sido concebido de tal forma que, al igual que en el primero de los enigmas, sólo una persona sedienta de conocimientos y dis-puesta a arrostrar toda suerte de riesgos y sacrificios esté capacitada para desentrañarlo y, finalmente, respetando su contenido, darle el tratamiento justo. Estoy seguro que ese anónimo y no menos loco" personaje sólo pue-de ser un entusiasta de Jesús de Nazaret. En ello confío. »
17 DE ABRIL, LUNES (AÑO 30)
«Ahora, id todos a Galilea. Allí os apareceré muy pronto.» Así, con esta orden, concluyó la aparición número diez del Resucitado. Era el domingo, 16 de abril del año 30 de lo que hoy interpretamos como «nuestra era».
Y el Maestro, volviéndose hacia mí, me sonrió. Caminó despacio hacia la penumbra, desapareciendo frente al muro por el que le habíamos visto sur-gir. Simplemente, se esfumó. Y yo, como una estatua, tan confuso y atónito como el resto, no supe qué hacer ni qué decir. Como médico y como simple e incrédulo mortal, aquel «hombre» -no tengo más remedio que refugiarme en los únicos y limitados conceptos que están a mi alcance-, muerto 219 horas antes, era el mayor desafío científico de la Historia. Su «presencia» -

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