sábado, 11 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 2 DE LA PAG 121 A LA PAG 150, "REGRESAN" EN EL TIEMPO OTR A VEZ A JERUSALEN


altímetros especiales -a los que aludiré en breve- no habían modificado sus
lecturas: 800 pies sobre el terreno situado bajo la “cuna”. El siguiente paso fue
certificar nuestras coordenadas. Mi compañero, auxiliado por un sextante,
determinó las nuevas posiciones de la luna y de algunas de las estrellas,
remitiendo los datos a Santa Claus. El ordenador efectuó el cómputo y, en
segundos, leímos en el monitor lo que ya suponíamos: el módulo no había
variado su ubicación en el espacio.
---
que aún no ha visto, como “futuro”. Por supuesto, ni unos ni otros -”pasado” y
“futuro”- existen para ese ser humano. Evidentemente se equivoca. “Todo es
un permanente presente.”
Puede argumentarse, con razón, que esta situación restaría libertad. Ahí,
justamente, interviene otro “factor” -al que me referiré más adelante- y que
“descubrimos” en nuestra segunda exploración: lo que muchos llaman “alma”.
Una entidad difícil de etiquetar, adimensionar, que goza de una sublime
prerrogativa: poder “modelar” la conducta del cuerpo en el que se aloja.
Aunque, insisto, más adelante me referiré a este sensacional hallazgo -el
descubrimiento científico del “ alma”-, quizá un nuevo ejemplo resulte
esclarecedor, de momento. Imaginemos de nuevo que ese túnel, largo y
flexible, es adquirido por su “propietario” (el alma), pudiendo curvarlo y
extenderlo por el bosque con entera libertad. Obviamente, tendrá que
adaptarlo a la topografía, sorteando los árboles y accidentes geográficos y,
muy especialmente, procurar que el trazado no perturbe a los restantes túneles.
Con una sola ojeada, el verdadero “propietario” podrá contemplar la totalidad
de “su” túnel. El hombre que, al nacer, empieza a caminar por él, no es el
auténtico dueño. Sólo se trata de un cuerpo y una “consciencia”. La
“conciencia” real es otra cosa. Pero estas diferencias entre “conciencia” y
“consciencia” nos llevarían muy lejos... (N. del m.).(2) El cálculo exacto de los días y horas que debíamos
“retroceder” en el
tiempo no constituyó problema alguno para los ordenadores de Caballo de
Troya. Los especialistas se basaron en el sistema conocido como “fecha
juliana”. Para hallar el tiempo transcurrido entre dos fechas muy alejadas es
preciso tener en cuenta las correcciones de los distintos calendarios, las
diferentes Eras, los años bisiestos, etc. La “fecha juliana”, que nada tiene que
ver con el calendario juliano, comienza a contar los días a partir del lunes, 1
de enero del año 4713 a.C. Ese día lleva el número “1”, (N. del m.)
---
-Reglaje de la plataforma de inercia sin variación...
Algo más tranquilos, echamos un vistazo al exterior. La luna, a las “tres” de
nuestra posición, casi llena, rielaba con fuerza sobre las inmóviles aguas del
mar Muerto. No había rastro de la nubosidad que cubriera la región..., 1943
años “después”! A nuestros pies, trémulamente iluminada, la meseta de
Masada. La luz acerada de la luna permitía adivinar los perfiles de los
edificios herodianos, ahora intactos. En el sector norte, a espaldas de los
almacenes, y junto a la torre occidental despuntaban sendas hogueras. Eran las
únicas señales de vida en lo alto de la roca. Posiblemente, obra de los turnos
de guardia de la escasa guarnición.
-01 horas, 65 segundos...
Tras comprobar el WX -viento en calma, visibilidad ilimitada, baja humedad
relativa y 10 grados de temperatura, en ascenso-, Santa Claus, de acuerdo con
lo programado, procedió al giro del motor principal (el J85), cuyo anillo
cardan había sido modificado en esta ocasión, permitiendo así una propulsión
horizontal del módulo (1).
-Roger -exclamó Eliseo, sorprendido una vez más por la precisión del
ordenador central-, pegeons: 010 grados... ¿distancia estimada al punto Gedi?:
9,7 millas... (2).
-OK. ¿Lectura de combustible?
-Estamos a 99 por ciento.
Y la “cuna” inició su vuelo hacia el noreste, en búsca del llamado oasis de En
Gedi. Una vez allí, automáticamente, el computador rectificaría el rumbo,
variando hacia el noroeste.
-Oscilación nula... Manteniendo el nivel.
-OK, Eliseo. ¿Tiempo estimado para el punto Gedi?
Mi compañero consultó el “plan de vuelo”.


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-A partir de este instante, dos minutos y seis segundos.
---
(1) Al igual que los Apolo. nuestro módulo fue programado para utilizar
dos tipos de procedimientos de navegación y dirección: el inercial y el.de orientación óptica. El primero,
fundamentado en una plataforma
orientable situada en una posición constante, cualesquiera que fueran
los virajes de la nave, merced a tres giroscopios. Las estrellas y el
horizonte podían servir como sistemas de referencia. Tres dispositivos
sensibles a la aceleración medían todos los cambios de posición.
(2) Estos parámetros eran transferidos a Santa Claus que, tras compararlos
con los correspondientes a los de la trayectoria de vuelo programada,
efectuaba las correcciones oportunas. Toda desviación desencadenaba
un impulso eléctrico que disparaba los propulsores de control, con
objeto de modificar la trayectoria. Por supuesto, nosotros podíamos
desconectar este sistema automático y utilizar los mandos manuales. (N.
del m.)
(2) Dar pegeons , en el lenguaje aeronáutico, proporciona el rumbo y la
distancia. 010 grados: rumbo noreste. El punto Gedi correspondía a la zona
ubicada a orillas del mar Muerto: el oasis de En Gedi, situado a 9,7 millas de
la vertical de Masada. (N. del m.)
---
A las 01 horas, 2 minutos y 5 segundos -es decir, un minuto después de haber
roto el estacionario- la nave se situó en la velocidad de crucero prevista: 400
kilómetros por hora.
-¿Nivel?
-Dos mil pies...
Nuestros altímetros “gravitatorios” (1), al igual que los barométricos
---
(1) Los especialistas en ingeniería aeronáutica y geofísica de Caballo de Troya
habían puesto a punto para esta misión unos altímetros que algún día, cuando
sean conocidos por la navegación comercial, desplazarán los actuales
procedimientos para medir la altitud a que vuela una aeronave. Estos
altímetros especiales utilizan medidas qué evalúan la altura en función del
valor de “g” (constante de la aceleración de la gravedad). El valor de “g",
como es sabido, varía, de acuerdo con la distancia del punto en que se mide y
el centro del planeta. Así, mientras en la superficie de la Tierra “g" equivale a
9,8 m/seg2, un astronauta que ascienda en un cohete a velocidad constante,
percibirá una paulatina reducción de ese valor inicial de “g”, siendo evaluado
como una pérdida de peso. Aunque no estoy autorizado a revelar todos los
detalles de esta nueva tecnología, si ofreceré algunas de sus principales
características. Para empezar diré que, tales altímetros fueron reducidos a un
volumen equivalente a unos pocos milímetros cúbicos, consiguiendo, además,
una precisión equivalente a una cienmilésima de gal. El volumen total de
dicho instrumento no alcanza los 29 m3. Casi todos sus elementos se hallan.integrados en un minúsculo cristal
de boro (isótopo estable de peso atómico
11). He aquí un sucinto esquema de su funcionamiento: la célula básica está
formada por un recinto cilíndrico, de 9 micras de calibre, perforada
verticalmente en un' módulo miniaturizado de boro cristalizado, químicamente
puro y deshidratado. El interior del recinto cilíndrico capilar no contiene una
sola molécula de gas y sus paredes se mantienen fuertemente polarizadas con
carga electrostática negativa. En la zona superior, un recinto esférico
termoestable, contiene una cantidad infinitesimal de gas enrarecido, formado
por moléculas ionizadas de tiocianato de mercurio con cargas negativas. Una
célula discriminadora selecciona secuencialmente moléculas aisladas de
tiocianato, liberándolas en el extremo superior del capilar. Abandonada la
molécula con un nivel de energía cinética nulo, ésta inicia un proceso de caída
libre en el interior del capilar, cuyo eje se mantiene vertical y tangente a las
líneas de fuerza del campo gravitatorio. La molécula no llega nunca a
adherirse a las paredes del capilar, debido a la fuerza de repulsión que el
campo electrostático generado por la distribución de carga negativa ejerce
sobre la propia molécula, ionizada también negativamente.
En un entorno cercano -recinto esférico excavado también en el cristal de
boro- un dipolo magnético (lámina elíptica “microscópica” formada por una
aleación de cromo y hierro) es obligado a girar con velocidad angular


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constante de unos 60 radianes por segundo. El dipolo se encuentra en
suspensión de una masa líquida que rellena la cavidad (diámetro: 0,74 mm.
Emulsión lípida). Se consigue así un campo magnético rotatorio muy débil,
pero suficiente para ser detectado por un transductor de bismuto (valor del
campo H: 0,00002 Oersted). Cuando la molécula de tiocianato de mercurio
ionizado desciende,
---
y los radioaltímetros, reflejaban que la “cuna” se desplazaba siguiendo la
orilla oeste del mar Muerto.
-Punto Gedi...
Eliseo siguió leyendo en el monitor.
-Rectificación a radial 335... OK Santa Claus es una bendición!
La nave, en efecto, había girado hacia el noroeste, rumbo al punto “B”.
-Distancia estimada: 24,13 millas... Santa Claus calcula el tiempo de vuelo en
seis minutos y cinco segundos.
-Roger..., parece que todo va saliendo a pedir de boca...
La verdad es que no tardaría en arrepentirme de aquel comentario.
-Manteniendo 18000 pies por minuto.
A los tres minutos de iniciado el nuevo rumbo, los radares detectaron un
núcleo humano a las “ocho” de nuestra posición, (aproximadamente, hacia el.suroeste). En la lejanía,
efectivamente, a algo más de 900 metros de altitud, la
ondulante semioscuridad de las estribaciones del desierto de Judá aparecía rota
por un apretado y amarillento parpadeo. Eran las antorchas y lámparas de
aceite de Hebrón.
-El perfil del terreno sigue elevándose... 1092 pies... 1263... 1485.
¿Efectuamos corrección ascensional?
Consulté los altímetros “gravitatorios “:
-Margen de seguridad a 515 pies...
-No, procederemos sobre el punto “B” -respondí, señalándole nuestra altitud:
2000 pies-. De momento vamos bien... ¿Me das combustible?
-98,7 por ciento...
-Entendí 98,7.
-Afirmativo.
---
genera a su vez un débil campo magnético, que perturba el campo rotatorio
generado por el dipolo anterior. Esta perturbación es función de la velocidad
instantánea de la molécula en análisis, en cada punto de su recorrido. Pero, a
su vez, la velocidad instantánea molecular dependerá del valor de “g”. Tal
perturbación es detectada y valorada, aunque su nivel diferencial sea del orden
de una trillonésima de milioersted.
Un minicomputador recibe tres canales de información:
1. Información por vía eléctrica del campo magnético detectado.
2. Información por vía óptica (filamento vítreo, sobre velocidad de rotación
del dipolo).
3. Información por vía eléctrica sobre aceleraciones del vehículo sobre el
que se monta el altímetro “gravitatorio”.
Esta última información es muy importante para neutralizar los errores
debidos a otras fuerzas actuantes sobre la molécula de tiocianato,
discriminándolas de la gravitatoria. El computador de integrador suministra
directamente por canal información sobre la altura. (N. del m.)
---
El radar alertó de nuevo a mi compañero.
-Atención!... Veo el Herodium “5 x 5”... 72 segundos para la vertical del
punto “B”.
-Roger.
El Herodium, con su forma cónica, semejante a un volcán, estaba a la vista.
Eso significaba que nos encontrábamos a unos ocho kilómetros al sureste del
punto “B”. La especial configuración de este promontorio, aislado entre los
desolados montes de Judea, nos había llevado a considerarlo -en los momentos
iniciales, cuando planeábamos la presente segunda expedición- como uno de.los posibles lugares de
asentamiento de la estación receptora de fotografías del
Big Bird. Ascendiendo a la cima del Herodium, uno descubre un formidable
cráter artificial, y en su interior, un magnífico palacio fortificado, residencias
reales, piscinas y jardines escalonados, todo ello comunicado con una


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ciudadela superior a través de doscientas gradas de mármol. Fue otra de las
ciclópeas obras del rey Herodes el Grande. Al parecer, el sanguinario Herodes
murió en Jericó, pero dejó escrito que fuera sepultado en la fortaleza que lleva
su nombre. En la actualidad, a pesar de las excavaciones arqueológicas, el
espléndido féretro de oro con incrustaciones de piedras preciosas no ha sido
hallado. Nuestra idea, como reflejo en el presente diario, no llegó a prosperar.
Los judíos eligieron Masada.
-Herodium en pantalla y a 15 segundos...
-Recibido.
-Herodium en nuestra vertical! Rectificación a radial 360 grados...
-Dame nivel.
-1500 pies y ascendiendo... 1600...
-¿Distancia estimada para reunión con punto “B”?
-Lo tenemos a 4,4 millas...
-OK, vigila a Santa Claus.
Eliseo siguió mis órdenes, constatando con satisfacción cómo la computadora
forzaba en varios grados la dirección del chorro del motor principal, elevando
la nave a un nuevo nivel de vuelo.
-Roger... Alcanzando los 3000 pies... 35 grados... 20 grados... Módulo
estabilizado.
-Atención!... Punto “B” a la vista... El radar da lectura clara: colinas pétreas...
Perfil: 2400 pies.
-Repite nivel de vuelo.
-Estabilizado en 3000.
-Roger...
La verdad es que de haber dispuesto de un margen de tiempo más amplio a la
hora de planificar esta nueva exploración y de haber contado, naturalmente,
con un conocimiento previo del lugar de asentamiento de la estación, Caballo
de Troya habría podido simplificar el “plan de vuelo” de la “cuna”,
introduciendo en el ordenador el sistema SMAC de conducción (1). Pero las
cosas estaban como estaban...
-Contacto con punto “B”!
Sentí un estremecimiento. allí abajo, a escasos 600 pies, entre atormentadas
colinas y barrancas salpicadas de enormes y blancas piedras, se hallaba otro de
los objetivos de nuestra exploración. Belén!.La oscuridad no nos permitió visualizar con claridad la exacta
posición de la
aldea. Por otra parte, lo irregular y escabroso del terreno hacían muy
deficiente la lectura del radar. Casi en la cima de uno de aquellos montículos,
orientado hacia el norte, se dibujaba el perfil de un reducido núcleo de
pequeñas casas, casi todas de una planta. Y aquí y allá, desperdigadas por los
alrededores, alguna que otra luz...
-Activada corrección automática de vuelo... Virando a radial 015 grados.
Distancia a vertical de “base madre” confirmada.
-OK.
“Base madre” en 015 y 4,56 millas.
-Roger..., reduciendo a 9000 por minuto...”
-Dime nivel.
-Perfil descendiendo... 2000 pies... Ahora subiendo!: 2220 pies...
Roger, ahí lo tenemos!
-Gracias a Dios!
La pantalla de radar empezaba a dibujarnos el perfil sur del monte de los
Olivos, nuestra “base madre”.
-Confirma reducción de velocidad y combustible.
-Afirmativo. Sigue descendiendo: 6000 por minuto... Tanques a 98,2.
La tensión de aquellos últimos minutos nos envolvió por completo. El módulo
había sido programado para volar hasta la vertical de la cota máxima del
monte de las Aceitunas -situada hacia el norte y a 2454 pies sobre el nivel del
mar- y, una vez allí, proceder al descenso. El “punto de contacto” era
prácticamente el mismo de nuestro anterior “ salto”.
-Comprueba coordenadas.
-OK: 31 grados, 45 minutos norte... 35 grados, 15 minutos
---
(1) El SMAC (Scene Matching Area Correlation), un sistema utilizado en las
tristemente famosas bombas o misiles “inteligentes”, consiste en un


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dispositivo que regula la trayectoria del artefacto, en base a imágenes
sucesivas del suelo, comparándolas con las previamente almacenadas en el
ordenador y que pueden ser tomadas por aviones de reconocimiento o satélites
artificiales, mediante la técnica de barrido televisual. De esta forma, el
proyectil va “leyendo” el terreno sobre el que vuela, sorteando los obstáculos.
(N. del m.)
---
este... Afirmativo: el radar presenta el perfil de una ciudad a las “nueve” de
nuestra posición.
-Jerusalén!
-¿Y qué esperabas?... ¿Honolulú?.Eliseo no respondió a la broma. Y, de pronto, el corazón me dio un salto.
Bajo
la mortecina luz rojiza de cabina, su frente aparecía bañada en un copioso
sudor.
-¿Te encuentras bien?
Movió la cabeza afirmativamente y siguió con los ojos fijos en el panel de
instrumentos.
En principio no concedí excesiva importancia a dicha exudación. Aunque la
temperatura ambiente en el interior del módulo no sobrepasaba los 15 grados
centígrados, me tranquilicé a mí mismo, atribuyendo el sudor a la fuerte
excitación de aquellos últimos instantes.
-Activados retrocohetes... A 60 segundos para estacionario.
El ordenador central, puntual y seguro, redujo la fuerza del J85, haciéndolo
girar 90 grados.
-Dame nivel de vuelo...
Eliseo no respondió.
--- descripción de una imagen ---
Beersheba O Jericó o Monte de Jerusalén O de los Olivos
Belén
Tlerodium
MASADA
O Hebrón
Trayectoria del módulo. Despegue en Masada. Vuelo hacia Em Gadí, Belén y
monte de los Olivos.
--- fin de la descripción de la imagen ---
-Repito: nivel de vuelo...
-Tres mil pies... y a 30 para estacionario.
-¿Tanques?
-A un noven...
-Repite!...
Dios mío! mi compañero no pudo concluir la lectura.
sobre el respaldo del asiento, con el rostro pálido y brillantemente moteado
por el sudor.
-Eliseo! responde!... Eliseo!
Fue inútil. Chequeé sus constantes vitales. La frecuencia cardíaca había
descendido bruscamente: de 120 a 90, una pérdida de conciencia.
-Oh Dios!
Con los nervios a punto de estallar, las señales acústicas y luminosas del panel
de alarmas vinieron a romper el silencio de la cabina, devolviéndome a la
crítica realidad: había que descender el módulo.
“01 horas, 11 minutos, 41 segundos.”.La nave había cubierto las 38,39 millas de vuelo (casi 70 kilómetros) y
acababa de hacer estacionario a 546 pies sobre la cima norte del monte de los
Olivos. No había tiempo que perder. Si me dejaba arrastrar por el pánico,
nuestras vidas y la misión podían terminar allí mismo...
“00 grados. Oscilación nula.”
-Vamos!... Abajo, abajo, preciosa...!
-Eso es!... Bajando a 23 pies por minuto.
En voz alta, animándome a mi mismo, fui controlando el descenso, atento al
intenso flujo de lecturas del computador central.
Santa Claus, con precisión matemática, había “colimado” el pequeño calvero
de dura piedra caliza sobre el que ya se había aposentado la “cuna” en la
primera misión y que -si lográbamos alcanzarlo sanos y salvos- constituiría la
“ base madre “ en la nueva expedición.
-Roger!... Tanques a un 98,1 por ciento... Nivel: 320 pies y bajando a cuatro...


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Roger, preciosa!
Eliseo continuaba inconsciente.
-Eso es!... 200 pies y descendiendo. Cuatro y medio y abajo.
Aunque había sido previsto para el momento de la toma de tierra, activé el
dispositivo de seguridad del módulo, proyectando a 30 pies de la “cuna” una
“pared” de ondas gravitatorias, en forma de cúpula, que nos protegería ante
una posible irrupción de hombres o animales en el referido entorno.
Los registros electrónicos seguían vomitando parámetros.
“75 pies para la toma de contacto... Reducción de velocidad a 2,5 pies por
minuto... 50 pies... 45... Reducción a dos...”
-Dios mío! casi es nuestro!
Y, de pronto, un seco frenazo. Los cuatro pies extensibles de la nave chocaron
con las lajas, disparando las luces de contacto en el panel de mando.
Inspiré profundamente. Los cronómetros señalaban las 01 horas de la
madrugada, 13 minutos y 11 segundos.
“Al fin, de vuelta!” Pero no eran aquéllas las circunstancias que había
imaginado para el ansiado retorno a la Palestina de Cristo...
Santa Claus anunció una ligera inclinación en el módulo: 15 grados. De
inmediato procedí al equilibrado de las secciones telescópicas del tren de
aterrizaje, nivelando la nave.
Haciendo caso omiso de lo planeado por Caballo de Troya, desactivé el J85,
anulando la orden del computador, que preveía el mantenimiento del
encendido del motor principal durante minuto y medio, a partir del aterrizaje.
En caso de emergencia, hubiera bastado un rápido tecleo y Santa Claus -cumpliendo
el programa de retorno- habría elevado de nuevo la “cuna”,
efectuando el plan de vuelo inverso al que acabábamos de verificar....Unos segundos más tarde, silenciada la
casi totalidad de los circuitos,
verifiqué el apantallamiento infrarrojo, dejando en automático los sensores del
segundo cordón de seguridad que rodeaba la “cuna”. A 150 pies del módulo -a
todo nuestro alrededor-, cualquier ser vivo que cruzase dicho perímetro podía
ser visualizado en los monitores, merced a las radiaciones infrarrojas emitidas
por sus cuerpos. Como ya comenté, si el intruso seguía avanzando, la
“membrana” exterior estaba en condiciones de emitir un flujo de ondas
gravitatorias que se comportaban -a 30 pies de la nave- como un viento
huracanado, imposibilitando el paso de hombres o bestias.
Y con el ánimo maltrecho, me dediqué por entero a mi hermano...
-Responde!... Maldita sea!
De pronto, al tomarle por los hombros, descubrí que su dispositivo de RMN
seguía funcionando. Malhumorado, procedí a retirarlo, así como la escafandra.
-Eliseo!... Dios de los cielos!
La palidez y la fría y abundante sudoración me tenían confundido y
angustiado. ¿A qué podía obedecer aquella súbita pérdida del conocimiento?
En tan dramáticos minutos no acerté a asociar el estado de postración de mi
compañero con el recién efectuado proceso de inversión de los ejes de los
swivels y, consecuentemente, de la red neuronal. De haberlo intuido siquiera,
quizá mi reacción hubiera sido radicalmente distinta. Lo más probable es que
habría dado la misión por concluida, retornando al punto a Masada y a
“nuestro tiempo”.
Pero el destino, como se verá, tenía otros planes...
Procuré acomodarlo en el piso de la nave, situando las piernas en alto, sobre
su asiento de pilotaje. Si aquel desvanecimiento -pensaba atropelladamente- se
debía a la falta de sueño y al agudo estrés de las últimas jornadas, sin
menospreciar la tensión del vuelo hasta la “base madre”, era posible que
estuviéramos ante un pasajero y nada preocupante síncope, por insuficiencia
de riego cerebral. Al repasar las constantes vitales de Eliseo durante aquel
período de inconsciencia, el ordenador refrendó mi primer diagnóstico:
descenso brusco de la frecuencia cardíaca, problemas respiratorios y de
tensión arterial...
Conclusión estimada: “lipotimia”. Sin embargo, aunque el estricto
seguimiento de Santa Claus acusaba a la “noxa” (1) como posible responsable
del desmayo, algunos de los parámetros no encajaban en el cuadro clínico de
esta clase de síncopes. Me llamaron la atención, sobre todo, las insólitas
alteraciones electrocardiográficas y unos poco comunes cambios patológicos
en las arterias carótidas: las que suministran el riego sanguíneo a la cabeza.


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Pero la confusión del momento me hizo olvidar el asunto, al menos durante
algún tiempo..Tras propinarle un par de buenas bofetadas, buscando desesperadamente algún
tipo de reacción, consulté el pulso. Seguía bajo. Cada vez más aturdido me
dirigí a la reserva de fármacos.
A los pocos minutos, luchaba por hacerle beber una mezcla de agua con una
veintena de gotas de un analéptico respiratorio, especialmente recomendado
para estos casos de pérdida de conciencia. El restaurador estimuló también su
circulación y a los diez minutos volvía en sí. Poco a poco, su frecuencia
cardíaca, ritmo arterial y el color fueron estabilizándose.
-Jasón!..., el módulo!
Aquellas primeras y titubeantes palabras me devolvieron parte del sosiego.
Trató de incorporarse, pero le hice desistir, rogándole que permaneciera
algunos minutos más en la misma posición.
-Calma! todo está bajo control -le tranquilicé. Lo peor ha pasado... Estamos en
tierra.
Eliseo cerró los ojos y, tras inspirar profundamente, me indicó con la cabeza
que estaba de acuerdo y que obedecía mi sugerencia.
Y siguiendo un primer impulso, tecleé frente a Santa Claus.
---
(1) Según el eminente profesor Seyle -gran estudioso del origen de los estados
de tensión o estrés-, los estímulos o causas principales del mismo, a los que
bautizó con el nombre de “noxa”, se hallan muy imbricados. La “noxa”,
brevemente, actúa así: estimula las glándulas endocrinas, activando las
suprarrenales y el sistema adrenosimpático. Las endocrinas envían
glucocorticoides a la sangre. El segundo lo hace con cantidades adicionales de
adrenalina y noradrenalina. (N. del m.)
---
Al instante, la memoria del ordenador me ofreció una completa información
sobre las plantas medicinales existentes en la nave y que podían aliviar a mi
hermano:
“Efedra. Contiene alcaloides (efedrina, pseudoefedrina, etc.), tamnos,
saponinas, flavona, aceite esencial. Efecto: vasodilatador, aumenta la tensión
arterial, estimula la circulación, antialérgico...”
“ Escila. Contiene glucósidos cardiacos escilareno A, glucoescilareno A,
proescilaridina, mucina, tanino, algo de aceite esencial y grasa. Efecto:
diurético, estimula el músculo cardíaco, regula el ritmo cardiaco...”
“Ginkgo. Contiene aceite flavonoide alcanforado (kamferol), quercetina,
luteolina, compuestos de catequina, resma, aceite esencial y grasas. Efecto:
aumenta el flujo sanguíneo por vasodilatación...“
La lista empezaba a hacerse interminable y, sin más, opté por el ginkgo, una
planta extraída del árbol del mismo nombre y oriundo de China y Japón..A la media hora, Eliseo, con su
habitual docilidad, ingería el extracto
preparado con dicho espécimen.
No tardó en incorporarse y a las 02 horas y 30 minutos, plenamente
recuperado, regresó a su puesto, frente al tablero de mandos. Mis
recomendaciones para que se tumbara en la litera y descansase no fueron
aceptadas. En ese sentido, Eliseo llevaba razón. había mucho que hacer y el
tiempo perdido era ya preocupante. Mi presencia en el huerto propiedad de
José de Arimatea había sido fijada por Caballo de Troya para las 03 horas,
aproximadamente.
De mutuo acuerdo, antes de poner en marcha la primera fase de la
exploración, llevamos a efecto una minuciosa revisión de los equipos básicos.
La pila atómica continuaba abasteciendo con regularidad y los sistemas de
infrarrojo no detectaban anormalidad alguna en el exterior. Las reservas de
propelentes se hallaban en el nivel previamente calculado para el momento de
la toma de tierra: a un 98 por ciento escaso. La verdad es que, aunque nuestra
confianza en Santa Claus era casi absoluta y sabíamos que habría sido el
primero en alertarnos en caso de posibles fallos o deterioro en los
instrumentos, tanto mi compañero como yo nos quedamos más tranquilos
después de aquella última verificación general.
El ánimo de Eliseo se hallaba definitivamente en alza y, de acuerdo con lo
planeado, acometimos los preparativos para mi inmediato descenso a tierra.
Eran las 02 horas y 45 minutos.
No fue mucho lo que tuve que dejar en el módulo. Como he repetido en


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alguna ocasión, la operación no permitía, obviamente, que los exploradores a
otro “tiempo” portaran objetos que pudieran resultar anacrónicos para los
moradores de la época histórica a estudiar.
-Cronómetro de pulsera, sortija de oro... y la chapa de identidad.
Eliseo se hizo cargo de mis pertenencias. Una vez desnudo, tal y como fijaba
el plan, cooperó conmigo en una minuciosa revisión de mi cuerpo. Cualquier
descuido hubiera sido comprometedor.
Fue en dicha operación, previa a la implantación de la llamada “piel de
serpiente”, cuando mi hermano reparó en “algo” que yo había olvidado.
-¿Y esto?
Al señalar las escamas que cubrían parte de las caras anteriores de mis piernas
y las áreas dorsales de los antebrazos, sólo pude encogerme de hombros.
Eliseo me fulminó con la mirada. Y, ante su insistencia, no tuve más remedio
que contarle la verdad. En efecto, hacía días que aquellas zonas de mi cuerpo
presentaban una anormal sequedad y las referidas escamas. Al mismo tiempo,
le puse en antecedentes de la no menos extraña colonia de pecas o lentigo.senil -de color café- que salpicaba
los dorsos de mis manos, parte del cuello,
brazos y antebrazos.
-Y bien...
Mi compañero, poco amante de los rodeos o componendas, fue derecho a lo
que ambos teníamos en mente.
-¿Puede guardar relación con el hipotético ataque a los tejidos neuronales?
Era muy difícil saberlo. Y así se lo expliqué. Lo único claro es que la
mencionada descamación -un fenómeno conocido como xerosis- obedecía a
un innegable cambio involutivo de las estructuras epidérmicas y demás anexos
cutáneos. Un fenómeno muy bien estudiado por la gerontología o especialidad
que ha asumido la investigación de los procesos de envejecimiento, tanto en
sus aspectos biológicos y psicológicos como sociales.
Había, por tanto, una probabilidad de que, en efecto, las citadas
manifestaciones en mi piel tuvieran un origen mucho más profundo y grave: la
alteración de los pigmentos del envejecimiento en el seno de las neuronas. Sin
embargo, en un intento por descargar la cada vez más enrarecida atmósfera
que nos envolvía, hice especial énfasis en otra posible causa de aquellas pecas
y escamas:
-Quizá estamos llevando las cosas demasiado lejos. No podemos descartar
tampoco el posible efecto de la “piel de serpiente” sobre la epidermis, o,
incluso, en la dermis. Esa sequedad, en definitiva -añadí con escaso poder de
convencimiento-, está en relación directa con una menor producción cutánea
de sebo. Y tú debes saber que eso ocurre, a veces, por el uso de jabones no
grasos o por el roce de prendas de lana y lino. A nuestro regreso hablaremos
de ello con Curtiss.
Eliseo dibujó en su rostro una media y escéptica sonrisa. La “piel de
serpiente” había sido probada sobradamente y jamás había originado
problemas como aquél (1).
Y mi compañero, inteligentemente, cambió de conversación, olvidando el
incidente. Eso, al menos, fue lo que yo creí en aquellos instantes...
Sin más interrupciones me sometí a la pulverización, “enfundándome” la
valiosa y necesaria “armadura”. Al igual que en la primera exploración, elegí
también una “piel de serpiente” totalmente transparente, que evitara preguntas
o situaciones comprometedoras. Y a diferencia de aquel primer descenso,
teniendo en cuenta la mayor duración de la presente misión y el teórico
incremento de los riesgos, la pulverización no se limitó a las zonas críticas:
tronco, vientre, genitales y cuello. Por expreso deseo de los directores del
proyecto, la “piel de serpiente” cubrió también la totalidad de mis
extremidades superiores e inferiores, excluyendo, únicamente, los pies y la
cabeza..Por estrictas razones de continuidad, mi atuendo no fue modificado. Para las
personas con las que me había relacionado desde el jueves, 30 de marzo, a la
madrugada del domingo, 9 de abril del año 30, todo -incluida mi
indumentaria- debía seguir siendo igual. La verdad es que para ellas, desde un
punto de vista puramente cronológico, apenas si habían transcurrido unas
pocas horas desde que me vieran por última Vez.
El cielo quiso que, al ajustarme el taparrabo, mi hermano rompiera, a reír. Mi
aspecto no debía ser muy ortodoxo y la insólita estampa vino a dulcificar los
amargos momentos por los que habíamos atravesado. Aquella especie de saq,


129
muy similar al que usaba la casi totalidad de los hombres de la Palestina del
siglo I, había sido confeccionado y “suavizado”, en la medida de lo posible,
con algodón, tomando como modelos los saq o taparrabos que aparecen en los
documentos arqueológicos de Egipto y Mesopotamia. El algodón, dado el
carácter íntimo de la prenda, era una concesión de los expertos. En realidad,
de haber
---
(1) Creo haber hablado ya de esta segunda “piel”, de gran utilidad en mis
correrías. Mediante una tobera de aspersión, el cuerpo era pulverizado con una
sustancia que formaba una fina película. El elemento base era un compuesto
de silicio en disolución coloidal en un producto volátil. Al ser pulverizado
sobre la piel, este líquido evapora rápidamente el diluyente, quedando aquélla
recubierta, como digo, de una delgada capa porosa de carácter electrostático.
Esta epidermis artificial y milimétrica protegía al explorador de posibles
ataques bacteriológicos y mecánicos, soportando, por ejemplo, impactos
equivalentes al disparo de una bala (calibre 22 americano) a una distancia de
20 pies. Este eficaz “traje” protector permitía, además, el normal proceso de
transpiración. (N. del m.)
---
seguido al pie de la letra la información existente, mi taparrabo tendría que
haber sido fabricado en un tejido mucho más grosero: en tela de saco. Por otro
lado, el hecho de ser un “rico comerciante griego de Tesalónica” -dedicado al
trasiego de vinos y maderas-, me autorizaba a disponer de una indumentaria
más acorde con mi status social...
Cuando el saq fue atado alrededor de mi cintura, Eliseo ayudó a enfundarme el
faldellín marrón oscuro y la sencilla túnica de color hueso. Esta última, tejida
sin costuras y a base de lino bayal por hábiles tejedores sirios -herederos del
antiguo núcleo comercial de Palmira-, respetando la costumbre griega, era
algo más corta que el chaluk o túnica judía. Se trataba en realidad de una
réplica del chitan de mis “compatriotas”, los helenos. De acuerdo con las.medidas estándar de dichas túnicas o
chitan, la mía se prolongaba unos pocos
centímetros por de bajo de las rodillas.
Aunque el cinto o ceñidor hubiera podido ser de mejor calidad, de acuerdo con
mi rango y posición económica, Caballo de Troya estimó que no convenía
llamar la atención, ni tentar la codicia ajena con una pieza de oro o plata. Para
su trenzado, fueron suficientes unas modestas cuerdas egipcias.
El manto o chlamvs -al que nunca llegué a acostumbrarme-, resultaba algo
más llamativo que el utilizado comúnmente por los judíos: el talith. Tejido
igualmente a mano, con lana de las montañas de Judea, lucía un discreto pero
aterciopelado color azul celeste, fruto del glasto utilizado en el tinte.
Esta prenda, que procuraba arrollar en torno a mi cuello y hombros, era del
todo imprescindible en la cotidiana vida de aquella sociedad. Además de
constituir un símbolo de dignidad (para los judíos era de mal tono presentarse
sin él en el Templo o ante un superior), servía para múltiples situaciones:
como frazada o “manta” con la que uno podía cubrirse cuando dormía al raso,
cubresilla y hasta para arrojarla al paso de un héroe o personaje relevante (1).
Los dos pares de sandalias que me habían sido asignados sí fueron
modificados, de acuerdo con el planteamiento de la última fase de nuestra
exploración y que, como narraré más adelante, exigía de nosotros un especial
esfuerzo físico. Aunque el material empleado era básicamente el mismo -esparto
trenzado en las montañas turcas de Ankara-, las suelas fueron
sustituidas por un sólido aglomerado de juncos y corteza de palmera...
parcialmente hueco. En unos reducidos “nichos”, los especialistas
---
(1) El famoso “domingo de ramos” tuve ocasión de comprobarlo.
El talith o manto judío desempeñaba un papel tan vital en aquella sociedad
que la Ley -Exodo, XXVI, 26, y Deuteronomio, XXIV, 12- obligaba a un
acreedor que lo había recibido como señal o prenda de una deuda a
devolvérselo a su dueño antes de la caída de la tarde. (N. del m.)
---
habían camuflado dos sofisticados sistemas. Dado que una de las postreras
etapas de nuestra estancia en Israel preveía, como digo, varias y duras
caminatas, las sandalias habían sido acondicionadas con un microcontador de
pasos, con el correspondiente cronómetro digital e interruptor de programa. El


130
sistema había sido probado tiempo atrás por el astronauta Aldrin en uno de sus
paseos por la superficie lunar. Los sensores situados en la suela permitían
conocer las distancias recorridas, tiempos invertidos e, incluso, el gasto de
calorías en cada desplazamiento. además, si así lo estimábamos,podíamos
activar una minúscula célula que elevaba la temperatura del calzado,
protegiendo los pies en situaciones de extrema inclemencia (1). Aquellas.sandalias “electrónicas” -como las
llamábamos entre nosotros- nos reportarían
un notable servicio. Cada ejemplar fue perforado manualmente, incrustando
en el perímetro de las suelas sendas parejas de finas tiras de cuero de vaca,
convenientemente empecinadas. Cada cordón-de 50 centímetros- permitía
sujetar el calzado, con holgura suficiente como para poder enrollarlo a la
canilla de la pierna con cuatro vueltas.
El segundo dispositivo, alojado también en la suela, tenía un carácter
puramente logístico. Consistía en un microtransmisor, capaz de emitir
impulsos electromagnéticos a un ritmo de 0,0001385 segundos. Esta señal era
registrada en la “vara de Moisés” y, a continuación, amplificada y
“transportada” a larga distancia por un especialísimo láser que procuraré
describir en su momento. Merced a este procedimiento, de una estimable
precisión, Eliseo podía seguir mis “pasos” en el radar de la “cuna”. Esta
“radioayuda” sería activada, únicamente, cuando -por necesidades de la
exploración- me viera obligado a alejarme del módulo más allá de los 15000
pies. A partir de ese límite, la banda de recepción de la “conexión auditiva”,
que también debía portar en el interior de mi oído derecho, se hacía inservible.
Y tras un último repaso a mi “uniforme”, tomé asiento, indicando a mi
hermano que estaba dispuesto para recibir la correspondiente “cabeza de
cerilla”. así habíamos bautizado a las cápsulas acústicas miniaturizadas que
eran excitadas por un equipo de ondas gravitatorias. Esta “conexión auditiva”
-de inestimable valor, tal y como se demostró en la pasada misión---
-
(1) Como es sabido, los pies constituyen una de las partes más sensibles a las
bajas temperaturas. En un ambiente de 23 °C, por ejemplo, sólo alcanzan un
nivel de 25 °C. Las manos, por el contrario, pueden mantener una media de
30. Y aunque abril no es ya un mes riguroso en Palestina, Caballo de Troya
prefirió añadir este sistema, en previsión de posibles cambios climatológicos.
(N. del m.)
---
nos proporcionaría una clara y permanente comunicación, mientras yo
estuviese en el “exterior”.
La implantación de la prótesis, aunque sencilla, requería de unas manos
expertas. Y a los pocos minutos quedaba encajada a escasos milímetros del
orificio de entrada del conducto auditivo externo, entre las paredes
cartilaginosas.
Eliseo fue a situarse entonces frente al receptor-transmisor, haciéndome una
señal para que probara. Presioné con los dedos la zona central de la oreja,
hundiendo el “trago” y el “antitrago”. Al momento, sendas alertas -un agudo
pitido y un piloto naranja- confirmaron la excelente “conexión auditiva”..-OK!... y no olvides que eres sordo de
nacimiento (1).
Agradecí el buen humor de mi compañero. Los cronómetros avanzaban
inexorablemente y yo empezaba a inquietarme. La misión tenía que haber
arrancado a las 02.30 horas y eran ya las cuatro de la madrugada...
Curtiss desestimó el tercer dispositivo de enlace con la nave. Con la “cabeza
de cerilla” y el microtransmisor en la suela de mi sandalia derecha había más
que suficiente para garantizar una continua y nítida conexión. La hebilla de
bronce que había sujetado mi manto en la pasada investigación y que ocultaba
un emisor para mensajes de corta duración fue, por tanto, desestimada. Quedó
en la “cuna”, lista para ser utilizada en caso de emergencia. En su lugar, la
chlamvs fue dotada de una fibula normal, de cadenillas, también en bronce y
de un gran parecido con nuestros alfileres “imperdibles”.
Finalmente, eché mano de la bolsa de hule impermeabilizado, introduciendo
en ella los 100 denarios sobrantes de la última exploración, media libra
romana en pepitas de oro, las incómodas pero necesarias lentes de contacto
“crótalos” y el salvoconducto que aún conservaba y que me fue extendido por
el procurador romano en la mañana del 5 de abril, miércoles.
La primera fase de la misión consistía en una breve incursión, con una


131
duración máxima de ocho horas. Es decir, suponiendo que yo hubiera
descendido a tierra a la hora fijada -las dos y media de la madrugada-, mi
vuelta al módulo debía registrarse a las 10.30. En ese espacio de tiempo, yo
tenía encomendados dos primeros e importantes objetivos: intentar una
aproximación y consiguiente análisis del supuesto cuerpo “glorioso” del
Maestro y hacerme con un “tesoro”. Un “tesoro” científico y arqueológico, se
entiende. Un “tesoro” que debía ser
---
(1) Como expliqué también, aunque yo podía recibir la voz de Eliseo
directamente, mis llamadas al módulo, en cambio, exigían que, previamente,
presionara la parte externa de mi oído derecho, activando la cápsula acústica.
Con el fin de evitar suspicacias entre los habitantes de Jerusalén y alrededore,
Caballo de Troya había establecido que fingiera una leve sordera. (N. del m.)
---
trasladado a la nave, sometido a una exhaustiva investigación y, naturalmente,
devuelto a su lugar de origen en el menor plazo posible...
Por esta razón, dado que debía regresar en aquella mañana del domingo, las
restantes piezas de mi equipo personal -a utilizar a lo largo de la exploración-no
serían retiradas del módulo en esta primera salida. Esta circunstancia
aconsejaba igualmente que los “dineros” a manejar en aquellos momentos
fueran los justos para unas primeras necesidades. Caballo de Troya, en
consecuencia, fijó los 100 denarios y la media libra -unos 163 gramos en oro-.como “suficientes” (1). Eso sí,
primero había que canjearla por monedas de
curso legal en Palestina: denarios de plata y piezas fraccionarias;
especialmente, siclos, ases y óbolos o sextercios.
-04.15 horas...
Mi hermano armó la “vara de Moisés” y, al entregármela, exclamó con la voz
recortada por la emoción:
-Suerte!
Aunque mi ausencia no era larga, le hice jurar que al menor síntoma de
desfallecimiento o malestar me lo haría saber de inmediato. Eliseo
comprendió y estimó mi sincera preocupación y, sonriéndome, regresó al
tablero de mandos. Verificó los sensores de infrarrojo y, tras comprobar que
los alrededores de la “cuna” seguían desiertos y silenciosos, me señaló el
monitor y la última lectura meteorológica:
-Temperatura en superficie: 12,8 grados centígrados. Viento en calma.
Humedad relativa: por debajo del 17 por ciento.
Y con un golpe seco -sin desviar la mirada de los controles electrónicos-accionó
el mecanismo de descenso de la escalerilla.
Yo tampoco era muy amante de las despedidas. así que, sin más, notando
cómo mis ojos se humedecían, dejé caer mi mano izquierda sobre el hombro
de mi hermano. Y girando sobre mis talones, me introduje por la escotilla de
salida, desapareciendo.
Eran las 04 horas y 28 minutos...
Necesité un par de minutos. Mis pupilas fueron acomodándose a la oscuridad
y, al poco, la oblicua luz de la luna arrancaba miles de destellos a las
cenicientas copas de los olivos que cercaban
---
(1) Al cambio, aquellos 163 gramos de oro equivalían a unos 379 denarios.
Debo recordar que el precio de un par de pájaros era de un as. A su vez, cuatro
denarios de plata o dracmas representaban un siclo de plata. Un denario se
subdividía en 16 ases o 64 cuadrantes o 128 leptas. El denario romano tenía
entonces un serio competidor: el zuz, una pieza de plata de similar valor y
acuñada por los banqueros fenicios de Tiro. (N. del m.)
---
el calvero por el sector meridional. Di cuatro o cinco pasos pero me detuve.
Un pastoso y anormal silencio se había apoderado del lugar. Como en el
primer descenso sobre la Palestina de Cristo, las emisiones de ondas y la
polvareda del J85 habían hecho enmudecer a los insectos y avecillas que
colonizaban aquella segunda cima del Olivete. Paseé la mirada a todo mi
alrededor, perforando la azulada oscuridad que se recortaba entre los negros y.epilépticos troncos de los
olivos. Todo, en efecto, parecía en calma. Pero aquel
silencio... Si al menos hubiera recibido el gorjeo del zamir...
Tras unos segundos de vacilación, reanudé la marcha, adentrándome en el


132
monte bajo que cerraba el asentamiento de la nave por su cara oeste. Si mi
sentido de la orientación no fallaba, en cuestión de minutos debería alcanzar el
nacimiento de la ladera. Una vez allí, con Jerusalén al otro lado del
desfiladero, mi camino resultaría más cómodo.
Al sortear los macizos de arrayanes y acantos, conforme me aproximaba al
filo de la cumbre, mi corazón empezó a desbocarse y una incontenible
excitación hizo flaquear mis piernas. No tuve más remedio que volver a
detenerme.
-Dios mío!
Eliseo escuchó mi exclamación. Y abriendo el enlace, preguntó:
-Te recibo “5 por 5”... ¿Qué ocurre?
Antes de responder tomé varias y largas bocanadas de aire, buscando
apaciguar mi pulso.
-Roger! yo también te recibo fuerte y claro... Nada! debe ser la emoción...
Estoy a punto de reunirme con la vieja ciudad y eso me trae recuerdos...
Cambio.
-OK!... Ánimo!
Sequé el sudor de mis manos y asiendo con fuerza la “vara”, repetí las
inspiraciones. La intensa y agradable fragancia del matorral, anuncio de la
espléndida primavera judía, me salió al encuentro. Y mi espíritu, agradecido y
estimulado, fue recobrando el temple.
Cuando me había alejado medio centenar de metros del “punto de contacto”,
la voz de mi solitario amigo volvió a sonar en mi cabeza:
-Atención, Jasón!... Estás en el perímetro del segundo cinturón de seguridad.
El radar te “ve” a 150 pies de la “cuna”... Cambio.
Di media vuelta y, dirigiendo la mirada hacia la plataforma rocosa en la que se
hallaba posado el “invisible” módulo, presioné mi oído, replicando a media
voz:
-Recibido, cambio.
-Creo que, antes de continuar, debes probar las “crótalos”... Y dame el
resultado.
Llevaba razón. Los nervios de aquellos momentos me habían hecho olvidar la
necesaria verificación de las lentes especiales de contacto (1). Las extraje del
pequeño estuche depositado en mi bolsa y, tras adaptarlas a mis ojos, levanté
el rostro hacia el centro del calvero. La radiación infrarroja que emitía la nave
apareció como una roja e infernal visión, pulsante y gigantesca en mitad de un.negro y frío escenario. Bajo
aquella masa granate destelleaba una franja
blanca amarillenta, consecuencia del calor acumulado por el motor principal.
-Te veo “5 por 5”... Impresionante! Ahora sigo el descenso.
-OK!... y, de nuevo, suerte!
Tal y como suponía, minutos más tarde, ya al borde de la gran barranca del
Cedrón, la claridad lunar presentó ante mí los perfiles de la añorada Ciudad
Santa.
-Jerusalén!
Y una cascada de escalofríos y sensaciones me paralizó. Allí estaba:
majestuosa, con sus altas murallas teñidas de un azul espectral y la cúpula del
Templo apuntando blanca -casi nevada- hacia un cielo transparente y
tachonado por una Vía Láctea hecha espuma.
La cuarta y última vigilia de la noche corría ya hacia su fin y las serpenteantes
y angostas callejas de los barrios alto y bajo -pésimamente iluminadas por las
teas y lámparas de aceite-aparecían desiertas. Ajenas al extraordinario suceso
que había acontecido una hora antes y que, en breve, al alba, haría estremecer
a sus habitantes.
Efectué una nueva conexión con el módulo y Eliseo me anunció la hora
exacta:
-04.50 horas.
No había tiempo que perder. La salida del sol se produciría a las 05.42. Y, de
acuerdo con nuestros cálculos, la irrupción de las mujeres en el jardín de José
de Arimatea, dispuestas a culminar el lavado y amortajamiento del cadáver del
Galileo, debía producirse de un momento a otro... si es que no se había
registrado ya.
Aquella lamentable cadena de imprevistos y contratiempos nos había
retrasado peligrosamente. Apenas si restaba una hora para el orto solar. Si la
primera de las supuestas apariciones del Maestro había ocurrido ya, me vería


133
obligado a probar fortuna con la “segunda”, citada por el evangelista Lucas.
Según ese texto, ese mismo día -aunque sin precisar la hora-, el resucitado
había acompañado a dos de los discípulos, cuando caminaban hacia el pueblo
de Emaús. Pero, como digo, el relato evangélico resultaba confuso. ¿Cómo y
dónde localizar a tales discípulos?
Me consolé, pensando que, en el peor de los casos, si fracasaba
---
(1) Amplia información sobre las “crótalos” en Caballo de Troya, página
294 y siguientes. (N. del a.)
---.en ambos intentos, siempre quedaba una tercera oportunidad: la reunión de los
apóstoles “en el atardecer de aquel domingo, primer día de la semana”, según
palabras de Juan...
“Menos de una hora para el amanecer!”
La situación era más comprometida de lo que habíamos imaginado. Era
menester un cambio de planes. Caballo de Troya, de acuerdo con mis
sugerencias, había previsto mi acceso al sepulcro por el camino más largo... y
seguro. Una vez en el “exterior” debía buscar la senda que, procedente de
Betania, cruzaba la cumbre del monte de las Aceitunas, para descender hacia
el extremo sur de la ciudad. Mi ingreso en la misma sería por la puerta de la
Fuente y, aprovechando las vacías calles, atravesar la urbe sigilosamente y
desembocar en el extremo norte, por la puerta de los Peces. El trecho entre la
muralla septentrional y la propiedad de José podía ser cubierto en cuestión de
minutos.
Una breve reflexión me convenció. Era preferible olvidar el itinerario inicial
y, con el fin de ganar tiempo, aventurarse por el camino más corto y peligroso.
No había elección si, en verdad, deseaba estar presente en la citada primera
aparición.
Con el fin de no inquietar inútilmente a mi hermano, guardé silencio sobre mi
decisión. Era la primera violación del plan fijado por Curtiss y, por suerte o
por desgracia, no sería la última...
Y con el ánimo dispuesto, me lancé ladera abajo, al encuentro del fondo del
valle que me separaba de la muralla oriental del Templo.
Aquel voluntarioso gesto me costaría caro...
La abrupta y empinada pendiente me recibió como era de suponer. Guardando
el equilibrio con dificultad, aferrándome aquí y allá a los lentiscos y retamas y
sorteando los afilados peñascos, fui ganando terreno. En más de una ocasión
maldije mi torpeza. La descompuesta chlainvs quedaba enganchada en los
espinosos galgales, atrincherados entre la agreste vegetación. De no haber sido
por la “piel de serpiente”, mis brazos y piernas habrían presentado un
deplorable y sangriento aspecto.
Unos quince minutos después hollaba el lecho de la seca y pedregosa
torrentera.
Me detuve buscando aire. Recompuse mi desordenado manto, lamentando los
desgarros y, con el corazón retumbando, lancé una ojeada a mi alrededor. Los
cincuenta o sesenta metros de profundidad del Cedrón en aquel punto y la ya
inminente caída de la luna por detrás de la muralla oeste habían sepultado el
desfiladero en unas inquietantes tinieblas.
Tras unos segundos de nerviosa escucha y más que difícil observación, decidí
cruzar la vaguada, dirigiendo mis pasos hacia el informe muro que cerraba el.Templo y la ciudad y que se
levantaba como una continuación de la nueva
pendiente que tenía frente a mí. Todo en aquel tétrico lugar era silencio. Un
plomizo e irritante silencio...
Muy cerca de donde me encontraba, algo más al norte, discurría otra de las
pistas que, naciendo en las vecinas aldeas de Betania y Betfagé, remontaba el
Olivete y, deslizándose por la ladera oeste, iba a morir en las proximidades de
la puerta Dorada, en la referida muralla oriental del Templo. allí mismo, muy
cerca de la esquina noreste del recinto sagrado, el sendero en cuestión se
ramificaba y, doblando la muralla, se perdía paralelo al muro norte y a la
fortaleza Antonia, desdoblándose, a su vez, frente a la puerta de los Peces, en
sendas rutas: una que llevaba a la costa, a Cesarea, y la otra, directamente al
norte, a Samaria y Galilea. Mi intención era salir al encuentro de dicha pista y,
rodeando Jerusalén, acceder rápidamente a la finca y al sepulcro. El camino
elegido, sensiblemente más corto, era también muy solitario y, en
consecuencia, teóricamente poco recomendable a aquellas horas de la noche.


134
Por un momento me vino a la memoria el desagradable tropiezo con el ladrón,
en la noche del “jueves santo”. Y tuve que hacer acopio de fuerzas para
proseguir.
Procurando esquivar los enormes cantos rodados que salpicaban el cauce del
Cedrón, avancé algunos metros. Súbitamente, “algo” me paralizó. Eran
gruñidos. Unos amenazadores gruñidos... Inmóvil como una estatua pujé por
perforar la negra torrentera. Pero las tinieblas eran tan densas que mis ojos se
perdieron entre las rocas e isletas de maleza. De nuevo se hizo el silencio. Un
negro silencio...
Me revolví, escrutando inútilmente la zona sur del desfiladero. El corazón, en
máxima alerta, bombeaba fuerte. Y una inconfundible sensación de miedo
erizó mis cabellos.
Por segunda vez -ahora a mi espalda-, aquel gruñido disparó mi adrenalina,
agarrotando mis músculos. Giré despacio. Lo que fuera se hallaba hacia el
norte y, a juzgar por la intensidad del sonido, bastante más próximo.
Forcé la vista en un desesperado intento por localizar algún bulto o, cuando
menos, el movimiento del ramaje. Fue inútil.
Con un incipiente temblor, deslicé mi mano derecha hacia lo alto de la “vara
de Moisés”, buscando uno de los clavos de cabeza de cobre. Si los gruñidos
pertenecían a un animal salvaje, aquélla era una inmejorable ocasión para
probar el dispositivo de defensa, incorporado a mi nuevo “equipo”.
Pulsé el clavo...
“ Maldición! “
No portaba las “crótalos”. Sin las lentes especiales de contacto, la eficacia del
sistema disminuía notablemente....Y, aturdido, eché mano de la bolsa de hule. Pero, cuando me disponía a
abrirla, varias de las carrascas situadas a cinco o seis metros oscilaron
violentamente. Sentí cómo la sangre se enfriaba en mis venas...
“Algo” avanzaba hacia mí. Era una sombra baja y alargada.
No!, dos...
Retrocedí un par de pasos pero, con tan mala fortuna, tropecé en uno de los
peñascos, desplomándome estrepitosamente...
-Dios!
-Jasón!... ¿Qué sucede?
Eliseo había escuchado mi exclamación y, alarmado, abrió la conexión
auditiva.
No hubo tiempo para una respuesta. Los bultos se habían detenido y, casi
simultáneamente, emitieron unos agudos y estremecedores aullidos.
-Jasón! -insistió mi hermano- ¿Qué ha sido eso? Responde!
Me incorporé de un salto. Un nuevo y despiadado escalofrío tensó los cabellos
de mi nuca, erizándolos como clavos.
-No... lo... sé! -repliqué sin aliento-. Parecen chacales! O quizá perros
salvajes!
Yo había tenido ocasión de contemplar en mí anterior exploración algunas de
las manadas de perros asilvestrados -mitad lobos, mitad chacales comunes o
Canzs aureus, tan peligrosos como sus congéneres, los africanos de lomo
negro o los bandeados- deambulando por los alrededores de la Ciudad Santa y
devorando carroña. Aquellos famélicos, ariscos y peligrosos perros-chacales,
muy distintos a los canes domésticos que hoy conocemos, eran una pesadilla
para el infortunado peregrino que viajaba solo. Y aquel desfiladero y el
basurero ubicado al sur -la célebre Géhene- constituían un territorio muy
propicio para sus correrías.
Las sombras fueron acercándose.
-Jasón!...
Cuando los tuve a poco más de tres o cuatro metros, dos pares de ojos
semirrasgados y de color miel relampaguearon en la oscuridad. Y levantando
las cabezas, arreciaron en sus aullidos, que rebotaron una y otra vez entre las
paredes de la barranca.
Al instante, los aullidos cesaron y una de las alimañas, gruñendo sordamente,
levantó sus largas y puntiagudas orejas, mostrándome unos afilados y
húmedos colmillos. Luché por desatar la bolsa...
-Oh Dios...!
Aquella bestia tensó sus nervudos corvejones y se arrancó, saltando como un
rayo hacia mi cuello..En un movimiento reflejo interpuse mi brazo izquierdo, inclinándome hacia
atrás instintivamente.


135
-Jasón!... Responde!...
Las fauces hicieron presa en mi muñeca, cerrándose como un cepo sobre mi
piel. Mejor dicho, sobre la “piel de serpiente”. Y a los pocos segundos, con un
crujido, algunos de los colmillos saltaron por los aires. El animal, ciego en su
salvaje ataque, siguió revolviéndose en tierra, sin soltar su presa.
-Maldita sea!... Jasón!
Aterrorizado, con los músculos como piedras, forcejeé por librarme de sus
mandíbulas. Pero la situación vino a complicarse cuando el segundo chacal o
perro salvaje, intuyendo quizá que su hermano había logrado inmovilizar
parcialmente a la víctima, se precipitó hacia mi costado derecho,
propinándome toda suerte de dentelladas en el muslo y bajo vientre.
En algunos de sus furiosos embates, el último chacal desgarró parte de la
túnica y el manto.
Traté de golpearlo con la base de la “vara”, pero sus continuos ataques y
retrocesos y los fuertes tirones del primero hacían imprecisos mis golpes y
patadas.
Tenía que arriesgarme. Y, bañado en sudor, casi sin aliento, apunté el extremo
superior del bastón en dirección al cráneo del que bregaba, entre espumarajos
y gruñidos, por quebrar mi muñeca izquierda. El dispositivo ultrasónico de
defensa falló en los primeros intentos. E inclinándome hasta percibir el
nauseabundo olor de la fiera, aproximé la banda negra de la “vara” a un palmo
de la base de su cabeza. El segundo animal, en un nuevo y frenético ataque, se
había levantado sobre sus cuartos traseros, hundiendo sus fauces y sus
falciformes y aceradas uñas en mi brazo y costado. Y sus colmillos y garras
corrieron idéntica suerte que los del primero...
Esta vez sí hubo suerte. Y el haz de ondas penetró por uno de los ojos de la
bestia. Al recibir la “descarga” de 21000 Herz, emitió un lastimero y corto
sonido, soltando mi brazo.
-Jasón!... Jasón!
Dolorido, el segundo chacal saltó hacia atrás, huyendo precipitadamente y, al
igual que el que había recibido los ultrasonidos, lloriqueando y gimiendo y
con la larga cola entre las patas.
En menos de un segundo desaparecieron en la oscuridad. Y sus quejidos
fueron distanciándose hasta que, al poco, el silencio volvió a dominar la
quebrada.
-Jasón!, responde!.Eliseo, desesperado, insistía una y otra vez. Me dejé caer sobre uno de los
cantos y, temblando de pies a cabeza, presioné el oído, explicándole lo
ocurrido.
-Por mi vida que...!
Con razón, mi compañero se desahogó, tachándome de inconsciente e
insensato. Pero lo peor había pasado. La defensa ultrasónica (1) y la “piel de
serpiente” habían funcionado. La
---
(1) Uno de los dispositivos ubicado en el interior del cayado -el de ondas
ultrasónicas, de naturaleza mecánica, y cuya frecuencia se
---
citada frecuencia, que podía ser forzada hasta 1010 Herz, rayando casi en los
hipersonidos, resultaba fulminante entre determinadas especies animales...
¿He dicho que “lo peor había pasado”?... Si, ése fue mi pensamiento. Pero las
“sorpresas” en aquella madrugada no habían hecho más que empezar.
---
encuentra por encima de los límites de la audición humana (superior a los
18000 Herz)- había sido modificado con vistas a esta nueva misión.
Caballo de Troya prohibía terminantemente que sus “exploradores” lastimaran
o mataran a los individuos, objetivo de sus observaciones. El código moral,
como dije, era estricto. Pero, en previsión de posibles ataques de animales o de
hombres, como medio disuasorio e inofensivo, Curtiss había aceptado que los
ciclos de las referidas ondas fueran intensificados más allá, incluso, de los
21000 Herz. En caso de necesidad -como hemos visto-, el uso de los
ultrasonidos podía resolver situaciones comprometidas, sin que nadie llegara a
percatarse del sistema utilizado. Como expliqué también, tanto los
mecanismos de “teletermográfia" como los de ultrasonidos eran alimentados
por un microcomputador nuclear, estratégicamente alojado en la base del
bastón.


136
La “cabeza emisora”, dispuesta a 1,70 m de la base de la “vara”, era accionada
por un clavo de ancha cabeza de cobre, trabajado -como el resto-, de acuerdo
con las antiquísimas técnicas metalúrgicas descubiertas por Glueck en el valle
de la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto
de Salomón en el mar Rojo. Los ultrasonidos, por sus características y
naturaleza inocua, eran idóneos para la exploración del interior del cuerpo
humano. En base al efecto piezocléctrico. Caballo de Troya dispuso en la
cabeza emisora, camuflada bajo una banda negra, una placa de cristal
piezoeléctrico, formada por titanato de bario. Un generador de alta frecuencia
alimentaba dicha placa, produciendo así las ondas ultrasónicas. Con
intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por centímetro.cuadrado y con frecuencias
aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo
de ultrasonidos transforma las ondas iniciales en otras audibles, mediante una
compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad, moduladores y
filtros de bandas. Con el fin de evitar el arduo problema del aire -enemigo de
los ultrasonidos-, los especialistas idearon un sistema, capaz de “encarcelar” y
guiar los citados ultrasonidos a través de un finísimo “cilindro” o “tubería” de
luz láser de baja energía, cuyo flujo de electrones libres quedaba “congelado”,
en el instante de su emisión. Al conservar una longitud de onda superior a
8000 angstróm (0,8 micras), el “tubo” láser seguía disfrutando de la propiedad
esencial del infrarrojo, con lo que sólo podía ser visto mediante el uso de las
lentes especiales de contacto (“crótalos”). De esta forma, las ondas
ultrasónicas podían deslizarse por el interior del “cilindro” o “túnel” formado
por la “luz sólida o coherente “, pudiéndo ser lanzadas a distancias que
oscilaban entre los cinco y veinticinco metros. El sobrenombre de “crótalos”
se debía a la semejanza en el sistema utilizado por este tipo de serpiente. Las
fosas “infrarrojas” de las mismas les permiten la caza de sus víctimas a través
de las emisiones de radiación infrarroja de los cuerpos de dichas presas.
Cualquier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (menos 273
°C), emite energía del tipo IR, o infrarroja. Estas
---
No había tiempo para contemplaciones. así que, haciendo caso omiso de los
descarados jirones que arruinaban el manto y la túnica, eché a caminar, presto
a salir, de una vez por todas, de aquella funesta vaguada.
Apenas si faltaban doce minutos para el alba...
“¿Qué habría ocurrido en el huerto de José?”
Enredado en estas reflexiones, después de remontar otros cien o ciento
cincuenta pasos Cedrón arriba, comprendí que seguía perdiendo el tiempo. Y,
en un arranque, renuncié a la búsqueda del sendero. Me eché a la izquierda,
atacando la suave y breve ladera que conducía al muro oriental del Templo.
Al asomar a la estrecha explanada que corría paralela a la imponente muralla,
una claridad malva ascendía ya por detrás del monte de los Olivos, segando
estrellas y arrancando lejanos cantos entre los madrugadores gallos. Las
trompetas de los levitas no tardarían en resonar, anunciando el nuevo día.
Había que acelerar la marcha. En cuestión de minutos, los ahora solitarios
extramuros de la ciudad se verían paulatinamente animados por hombres y
animales. Y los miles de peregrinos que habían celebrado la Pascua, así como
los habitantes de Jerusalén, emprenderían sus cotidianas faenas. Aquello podía
complicar mucho más nuestros planes.
Y sin pensarlo dos veces, me lancé a una frenética carrera..El golpeteo de mis sandalias contra el polvo del
camino y el escandaloso
ondear al viento del ropón asustaron a las palomas que dormitaban entre los
sillares del muro. Y un blanco tableteo se elevó por encima de las torretas.
Doblé la esquina noreste y, animado ante la soledad del lugar, forcé la marcha,
procurando dosificar la respiración. Dejé a la derecha el oscuro promontorio
de Beza'tha y los imprecisos perfiles de la piscina de “las cinco galerías”,
enfilando el último tramo: el que me separaba del bastión norte de Antonia.
La fortaleza Antonia!”
Un súbito sentimiento de peligro me hizo aminorar. Con el corazón
catapultado contra las paredes del pecho, distinguí a lo lejos los fuegos de dos
de las cuatro stationes o puestos de guardia emplazados en lo más alto de las
torres que se erguían airosas en cada uno de los ángulos del formidable
“castillo” (1).
---


137
emisiones de rayos infrarrojos, invisibles para el ojo humano, están
provocadas por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, en
consecuencia, se hallan estrechamente ligadas a la temperatura de cada
cuerpo. (N. del m.)
(1) El historiador judío-romano Flavio Josefo asegura en su libro -Guerra de
los judíos (libro Sexto)- que tres de estas torres tenían 50 codos (unos 22,50
m) de altura y, la cuarta, que se hallaba adosada al muro norte del Templo, 70
codos (alrededor de 31,50 m.). Aquel “castillo”,
---
Y, de pronto, cuando me restaban escasos metros para situarme a la altura del
parapeto de piedra que circunvalaba el foso del cuartel general de Poncio,
escuché unos gritos. Sin detenerme, levanté los ojos. En la torre más próxima,
entre las almenas grisáceas, unos legionarios gesticulaban, intercambiando sus
voces con la uigiliae o patrulla nocturna apostada en la torre noroeste. El
vocerío no duró mucho. Y con la certera sospecha de que aquellos gritos de
alerta tenían mucho que ver conmigo, forcé mis piernas. Apenas faltaban cien
metros para la bifurcación del sendero...
Vano empeño. Como una exhalación, antes de que hubiera recorrido una
décima parte de ese trayecto, tres infantes romanos irrumpieron en mitad del
camino, cerrándome el paso.
Era evidente que había cometido dos nuevos y lamentables errores. Primero,
lanzarme a tan sospechosa carrera y, segundo, olvidar la vigilancia nocturna
de Antonia y la abertura o “puerta” existente en el referido parapeto,
permanentemente custodiada.
Frené en seco. Y, sin resuello, esperé a que se aproximaran. Huir habría sido
un tercer error....Mientras llenaba mis pulmones en un fatigoso intento por calmarme, un
familiar ronroneo llegó hasta mis oídos. Era la diaria molienda del grano.
Jerusalén despertaba. Y como una fatal confirmación, la repentina claridad del
día cayó sobre la ciudad, haciendo reverberar los bruñidos y verdosos cascos
de bronce de los legionarios.
Bregué con mi cerebro. Tenía que encontrar alguna buena disculpa. Pero
¿cuál?
Los infantes se detuvieron. Y, cautelosamente, sin mediar palabra, me
recorrieron con la vista. Al reconocer sus indumentarias de campaña me
estremecí. No pude evitar una profunda emoción. Eran los primeros seres
humanos con los que tropezaba en aquel nuevo y accidentado “salto”.
Y el primer tañido de bronce de las trompetas del Templo, anunciando el
amanecer, retumbó entre las murallas, agitando
---
sede de los procuradores romanos durante las grandes solemnidades, tenía
forma rectangular, con unos 100 m de largo por 50 de ancho. había sido
rodeado por un muro o parapeto exterior de metro y medio de altura y por un
foso de 22,50 m excavado por Herodes el Grande cuando ordenó reedificar la
antigua fortaleza macabea y a la que dio el citado título de Antonia, en honor a
su protector, Marco Antonio. Los cimientos del castillo eran una gigantesca
peña, alisada en su cima y paredes. Herodes, en previsión de posibles ataques,
había recubierto dichas paredes con planchas de hierro. Desde Antonia, unas
escaleras conducían al atrio de los Gentiles, facilitando así el acceso de la
guarnición al Templo. En el centro, como quedó detallado, se abría un patio
enlosado, con un estanque central dedicado a la diosa Roma. (N. del m.)
---
el cielo azul con decenas de remolinos de palomas y el negro planear de las
golondrinas.
Los levitas, desde lo alto del santuario, y siguiendo una ancestral costumbre,
advertían a los habitantes de la Ciudad Santa que el sol estaba a punto de
asomar por el azulado horizonte de los montes de Moab.
Eran las 05 horas y 42 minutos.
Mi sucio y desaguisado ropaje y el sudor que chorreaba por mis sienes,
goteando por las barbas, no debió inspirar una excesiva confianza a los
soldados. Y abriéndose hacia los lados, prosiguieron su avance, apuntándome
con las largas lanzas o pilum.
Los tres aparecían enfundados en sendas cotas, trenzadas a base de mallas de
hierro y que portaban como una túnica corta (hasta la mitad del muslo). Estas
corazas, muy flexibles y sólidas, descansaban sobre un jubón de cuero de


138
idénticas dimensiones. Por último, el pesado atuendo se hallaba en contacto.con una túnica roja, de mangas
cortas (hasta el codo) y sobresaliendo diez o
quince centímetros por debajo de la armadura, justo por encima de las rodillas.
Cuando se hallaban a tres metros, los legionarios situados en los flancos se
detuvieron por segunda vez. Y las brillantes puntas de flecha de sus pilum
quedaron a un metro de mi vientre.
Al observar sus rostros fatigados y somnolientos deduje que se trataba de una
de las patrullas, de servicio durante la cuarta y última vigilia de la noche (1).
Para mi desgracia, había llegado en el peor momento: justo cuando aquellos
legionarios iban a ser relevados. Su disgusto y contrariedad aparecían
dibujados en la fuerte contracción de sus mandíbulas y en la mirada,
enrojecida y acusadora.
Levanté mi brazo izquierdo, con la palma de la mano extendida, en señal de
paz y sometimiento. Y al instante, el situado en el centro de la formación llevó
su mano izquierda al costado derecho, desenvainando la espada: una
hispanicus de cincuenta centímetros y doble filo.
Una corriente de fuego me lastimó las entrañas. ¿Qué se proponía aquel
infante?
El segundo toque de las siete trompetas, advirtiendo la apertura de la célebre
puerta de Nicanor, en el Templo, hizo dudar
---
(1) La división de las horas durante la noche era más vaga aun que durante el
día. En los tiempos de Jesús, tanto judíos como romanos “repartían” la noche
en “vigilias”: cuatro en total. El nombre de “vigilia” venía asociado a las horas
que el centinela permanecía vigilando, o el pastor velando sus rebaños. Cada
una sumaba tres horas, aproximadamente. Empezaban con el ocaso y
finalizaban con la “vigilia de la mañana", cuando el horizonte se iluminaba
con los primeros rayos. (N. del m.)
---
al legionario. Su gladius, a un palmo de mi esternón, destelleó brevemente,
aumentando mi ya copiosa sudoración.
Con voz ronca y levantando la espada hasta mi garganta, el soldado pronunció
unas palabras que no comprendí. Debía de tratarse de uno de los legionarios
de la tropa auxiliar, integrada por tracios, sirios, germanos o españoles.
Negué con un leve gesto de mi cabeza, haciéndole ver que no entendía su
lengua. Pero el infante, visiblemente alterado, repitió la pregunta en tono
imperativo, clavando la punta de la hispanicus bajo mi barbilla.
-Jasón!
Eliseo estaba a la escucha. Pero ¿qué podía hacer en tan críticos momentos?
Sentí el afilado metal, hundiéndose ligeramente en mi piel y obligándome a
levantar la cabeza. Saltaba a la vista que, ante el menor movimiento.sospechoso, podía darme por muerto.
Esforzándome por mantener la cabeza
en tan violenta posición, repliqué en griego, con la esperanza de que alguno de
los legionarios me comprendiera.
-Soy... de Tesalónica...
El infante situado a mi izquierda pareció entender y, en la misma jerga
utilizada por el que sostenía el arma bajo mi mentón, comentó algo con sus
compañeros. El individuo en cuestión se adelantó y, colocándose junto al de la
afilada hispanicus, me lanzó una serie de acusadoras preguntas:
-¿Por qué corrías?... ¿A quién has robado?... Reconoce que eres un bastardo y
sucio judío! Habla!
Difícilmente podía hacerlo. Y señalando con el índice izquierdo la punta de la
espada, les supliqué que bajaran el arma.
La presión cedió, pero el gladius permaneció a escasos centímetros de mi
cuello.
Tragué saliva y, simulando un inexistente picor, presioné mi oído derecho, al
tiempo que intentaba deshacer aquel entuerto:
-Lo siento! No era mi intención... Soy griego y amigo del procurador. Tengo
un salvoconducto!
La dureza de mi acento y la mención del salvoconducto aliviaron la tensión.
Pero el improvisado “intérprete”, desconfiando y levantando los desgarros de
la túnica con la punta de su pilum, insistió:
-¿Y esto?...
Cuando me disponía a aclarar la razón de mi lamentable atuendo, el infante


139
situó de nuevo su lanza en posición vertical y, en un arrebato, me propinó una
fuerte y sonora bofetada.
-Mientes ... ¿Por qué corrías?
Mi rostro se endureció. Y presionando las mandíbulas en un ataque de ira, me
encaré con el joven infante, lanzándole en pleno rostro:
-Civilis. Llevadme ante vuestro primipilus
El nombre del centurión, comandante en jefe de las sesenta centurias y
hombre de confianza de Poncio, causó el efecto deseado. Los labios del
legionario que me había golpeado aletearon nerviosamente y la expresión de
su rostro cambió. Balbuceó unas ininteligibles palabras y, al momento, la
hispanicus regresó a su funda de madera.
Cuando me disponía a mostrarles el rollo con la firma y el sello del
procurador, el “intérprete”, sin perder el tono autoritario, me ordenó que les
acompañara.
Al franquear el parapeto de piedra y distinguir al fondo, al otro lado del puente
levadizo, la monumental puerta coronada por un arco de medio punto y
provista de dos sólidos batientes de madera, nuevos y estremecedores.recuerdos acudieron a mi mente. Qué
lejanas y próximas resultaban aquellas
escenas de los interrogatorios de Pilato y de la enfurecida muchedumbre,
clamando por la liberación de Barrabás.
Un nutrido grupo de legionarios apareció entonces bajo el portalón. Vestían
también la indumentaria de campaña e iban provistos de sendos escudos rojos,
rectangulares -de unos 80 centímetros de altura- y con la misma y hermosa
águila amarilla que había contemplado en ocasiones precedentes, decorando el
umbón o protuberancia central. Avanzaron con ciertas prisas y en el filo
mismo del foso se unieron a mis tres guardianes. Cambiaron algunas palabras
y, sin dejar de observarme, se pusieron nuevamente en movimiento,
conminándome a cruzar con ellos el puente de gruesos troncos y a penetrar en
el interior de la fortaleza.
Hasta esos momentos -casi las seis de la madrugada- la esquiva suerte sólo
nos había proporcionado disgusto tras disgusto...
Y, resignado, me dejé conducir.
Al cruzar la muralla pensé que la patrulla se dirigía hacia la terraza donde
Poncio había intentado administrar justicia -desde la silla curul- en la mañana
del viernes. No fue así. Nada más pisar el ancho patio y los blancos cantos
rodados que lo empedraban, los legionarios se detuvieron. Y dos de ellos se
destacaron hasta un cuartucho de adobe, adosado al muro y a la izquierda de la
gran puerta practicada en la muralla que, al parecer, hacia las veces de “puesto
de guardia”.
Por un momento, en el silencioso desperezarse del amanecer, acudieron a mi
mente los gritos de la multitud, congregada en aquel mismo recinto,
reclamando la libertad de Barrabás, el revolucionario, y la ejecución del
Maestro.
La fornida silueta de un suboficial, recortándose en la penumbra de la puerta
del “puesto de guardia”, disipó mis recuerdos. Era un optio, una especie de
ayudante u hombre de confianza de los centuriones y responsable de la vigilia
o vigilancia nocturna en aquel sector. Vestía como los legionarios, Con el
gladius a la derecha y un pequeño puñal en el costado opuesto. La única
diferencia la constituía una pieza metálica -especie de greba- que se adaptaba
a la pierna derecha, cubriéndola desde la rodilla al nacimiento del pie. (Sin
duda, un vestigio militar de la época manipular. Según autores como Arriano y
Vegecio, esta coraza sólo se usaba en la mencionada pierna derecha, ya que la
izquierda quedaba protegida por el escudo.) Las caligas o sandalias de correas,
de suelas recias y claveteadas, ceñían los tobillos y dorsos de los pies,
completando su atuendo de campaña.
Durante breves instantes, reclinado displicentemente en el quicio de la puerta
y con sus dedos jugueteando en el interior de una escudilla de madera, me.“repasó” de pies a cabeza.
Concluido el examen fue aproximándose con
lentitud y aire cansino. Al llegar a mi altura bajó los ojos, recreándose en los
jirones del manto y de la túnica. Extrajo un dátil del fondo del cuenco y, con
una maliciosa sonrisa, se lo llevó a la boca. La negra caries que azotaba las
escasas piezas en pie fue un exacto reflejo de sus pensamientos. Masticó el
fruto parsimoniosamente y, ante la expectación de sus hombres, escupió el
hueso entre mis sandalias.


140
No pestañeé. Y con idéntica frialdad, sosteniendo su mirada desafiante, le
tendí el salvoconducto.
Mi entereza le hizo dudar. Y, de un manotazo, me arrebató el rollo.
-¿Y por qué deseas ver a Civilis? -preguntó al fin, devolviéndome el
documento.
Era preciso arriesgarse. Y dando por hecho que la patrulla de vigilancia en el
sepulcro había regresado ya a la fortaleza y que la noticia de la extraña
desaparición del cadáver del crucificado era sobradamente conocida por el
optio, le anuncié que “había ocurrido algo especial”.
-¿Especial? -añadió con curiosidad-. ¿Dónde?
-En la tumba situada en la propiedad de José, el miembro del Sanedrín y que,
como sabes, era vigilada por levitas y hombres de esta guarnición.
El suboficial frunció el ceño.
-¿Qué sabes tú de ese asunto?
Pero, moviendo la cabeza, le hice ver que sólo hablaría de ello en presencia de
Civilis o del procurador.
-¿Sabes que podría apalearte por eso? ¿Quién eres tú, miserable andrajoso,
para pretender molestar al gobernador de toda la Judea?
Tomó un segundo dátil y, antes de que tuviera ocasión de replicarle, formuló
una tercera pregunta:
-¿No habrás sido tú uno de los ladrones...?
Sin querer, acababa de confirmar mis sospechas: los diez legionarios que
integraban la escolta de vigilancia en el sepulcro debían estar de vuelta. Sin
duda, una vez recuperados de su pasajera inconsciencia, al comprobar que la
tumba se hallaba vacía, habían optado por regresar a la fortaleza, dando parte
de lo ocurrido. Pero, ¿por qué había mencionado la palabra “ladrones”?
Decidido a terminar con tan estéril diálogo, le expuse con severidad:
-Cuida tus modales! Poncio está al corriente de mi reciente estancia en la isla
de Capri, junto al divino Tiberio... Y dudo que ambos aprueben que se apalee
a un astrólogo al servicio del “viejecito”.
El nombre del César fue decisivo. El optio, atónito, engulló el dátil y, entre los
sarcásticos cuchicheos de la tropa, dio las órdenes oportunas para que Civilis
fuera informado de mi presencia en el lugar..A los diez minutos, ante el asómbro de todos los presentes, el
propio
comandante en jefe aparecía en lo alto de la terraza, descendiendo
apresuradamente las escalinatas. Detrás, con evidentes dificultades para
seguirle, distinguí a otro centurión y al infante que había hecho de mensajero.
Me adelanté y, cruzando el patio, fui a reunirme con el salvador primipilus.
Civilis, al verme, me sonrió. Lucía su habitual cota de mallas y un fulgurante
casco plateado, rematado con una crista o cimera transversal sobre la que
destacaba un penacho semicircular de plumas rojas. Sus largas zancadas
hacían flotar la capa granate, diestramente sujeta por su mano izquierda. Con
la derecha sostenía el emblema del centurionado y símbolo, a la vez, de la
disciplina del ejército romano: la uitis o rama de vid, tan temida entre los
soldados.
Al llegar frente a mí, sin dejar de sonreír, levantó su brazo derecho,
saludándome.
-Salve, Jasón'... Pero ¿qué te ha sucedido?
Complacido por el encuentro con el leal y eficaz jefe de centuriones, le
correspondí con idéntico afecto. Y, sobre la marcha, mientras iniciábamos un
corto paseo ante la descompuesta mirada del suboficial y de sus infantes, fui
improvisando.
No había visto a Civilis desde la mañana del viernes y, como pude, le resumí
mis andanzas durante aquellas setenta y dos horas.
En parte fui sincero. Le manifesté cómo, tras escuchar repetidas veces la
extraña historia que circulaba por Jerusalén sobre la posible resurrección del
rabí de Galilea, mi curiosidad de “augur” me había empujado a esconderme en
los alrededores de la tumba y cómo, a eso de las tres de la madrugada, había
sido testigo de un sin par y sobrecogedor fenómeno luminoso que, brotando de
la boca de la cueva sepulcral, se propagó hasta los árboles próximos, arrojando
por tierra a los bravos legionarios que montaban la guardia.
Los oficiales me escuchaban atentamente.
Después -proseguí, aparentando gran desaliento-igual que tus hombres, yo
también me vi sorprendido por una fuerza maléfica y caí a tierra, privado de


141
los sentidos. Cuando los dioses quisieron que pudiera volver en mí, la tumba
estaba vacía... Y el miedo me hizo correr y vagar sin un rumbo fijo... que algo
sobrenatural, obra de los dioses, ha acaecido en este huerto... Y al alba, con el
Espíritu más sereno, tomé la decisión de acudir a Antonia y relatarte cuanto he
visto y oído.
El comandante se detuvo. Llevó la mano izquierda a la puñadura de su espada
y, con gesto grave, preguntó:
-¿Y por qué a mí? Sabes que no creo en esas patrañas....Me sentí atrapado. Pero Eliseo, atento desde el
módulo, dispuesto estaba
ofrecerme un inmejorable argumento.
Y así se lo expuse a Civilis.
-Es muy simple. En mi deambular por las calles de la ciudad -le mentí-, he
tenido ocasión de escuchar una versión; alimentada por esas ratas del
Sanedrín, que ha empezado a correr por Jerusalén. Caifás y sus secuaces han
lanzado el rumor de que sus levitas y tus legionarios se quedaron dormidos y
que, aprovechando tal circunstancia, los discípulos del Galileo procedieron al
robo del cadáver...
El comandante asintió con la cabeza.
Yo, como te digo, he sido testigo de excepción de lo ocurrido y he visto cómo
los policías del Templo, en efecto, huían como cobardes. Pero no así la
patrulla romana. Fueron los dioses quienes redujeron a tus bravos soldados.
Esta vez Civilis no replicó a mi encendida exposición. Aquel mutismo me
hizo suponer que el centurión, en efecto, estaba al corriente de los hechos. Y,
tras unos segundos de reflexión, me interrogó de nuevo:
-¿Estarías dispuesto a repetir todo eso ante el procurador?
Aquella inesperada oportunidad de volver a entrevistarme con Poncio me dejó
perplejo. No entraba en nuestros planes pero, intuyendo que podría resultar
altamente beneficiosa, me apresuré a aceptar, remachando el clavo de la
curiosidad con una sentencia que -estaba seguro- avivaría la supersticiosa
mente del gobernador.
-Poncio debe saber, además, que el milagro del sepulcro es sólo el principio...
Hice una estudiada pausa.
-de otros no menos prodigiosos fenómenos.
-¿A qué te refieres?
Conforme improvisaba, una idea había ido germinando en mi cerebro. Y me
propuse utilizarla.
Sonreí y, colocando mi mano izquierda sobre el hombro de mi amigo, le
supliqué que no me preguntara.
-Ahora debo adecentar mi aspecto y meditar... Mañana, si el procurador lo
estima oportuno, tendré sumo placer en haceros partícipes de lo que he leído
en los astros.
Civilis golpeó su pierna con la vara de vid y, cerrando el asunto, me propuso
la hora tercia (las nueve de la mañana) del día siguiente para dicha reunión.
Cuando, al fin, dejé atrás el foso y el parapeto de Antonia, mi hermano
reanudó la conexión auditiva, interesándose por los detalles de mi captura y,
sobre todo, por la maquinación concebida en el patio de la fortaleza. Mi
“plan”, como suponía, sólo contribuyó a duplicar su inquietud....Me sentí abatido. Los cronómetros del módulo,
devorando dígitos, se
acercaban a las 06.30 de la mañana. habían transcurrido 5 horas, 16 minutos y
49 segundos desde la toma de contacto en el Olivete... y estábamos como al
principio! Arrastrábamos o, para ser justo, arrastraba más de 180 minutos de
retraso sobre el plan de Caballo de Troya.
A un centenar de pasos de la bifurcación a Cesarea y Samaria -con la muralla
gris azulada de Antonia a mi izquierda- dudé:
“¿Qué adelantaba dirigiéndome al huerto de José? Lo más probable es que se
hallara desierto. ¿No sería más prudente seguir lo planeado y adentrarse en la
Ciudad Santa, a la búsqueda de los apóstoles y de las mujeres? Ellas sí
estarían en condiciones de relatarme lo ocurrido.”
A punto estuve de confiar tales inquietudes a Eliseo. Pero, no deseando
ensombrecer más su soledad, guardé silencio. Si mis suposiciones eran
correctas, hacía una hora -quizá más- que los legionarios habían abandonado
la finca del de Arimatea. Por lógica, las mujeres tenían que haber llegado al
sepulcro una vez que la guardia hubiese desaparecido. A lo sumo, al tiempo
que aquélla -constatada la desaparición del motivo de su custodia- tomaba la


142
decisión de retornar al cuartel general. Con los diez romanos en el jardín, las
amigas del Maestro no se hubieran atrevido a traspasar la cerca de madera de
la propiedad.
“¿Qué hacer?”
Y volví a experimentar un curioso fenómeno. Mientras mi lógica y sentido
común me dictaban el camino de Jerusalén, otra fuerza que no sé explicar y
que cada día se ha hecho menos sutil, tiraba de mí hacia el sepulcro.
“¿Qué podía encontrar allí?”
Y como un autómata dejé el sendero a mi espalda, adentrándome en una
pradera que ascendía hacia el norte, hasta morir en las romas cumbres de los
promontorios que, encadenados, circundaban Jerusalén desde Gareb al
Cedrón. Aquel atajo me situaba a unos 400 metros del huerto de José. Y me
propuse averiguar por qué aquella tumba ejercía semejante atracción sobre mi
atormentado espíritu.
Frente a mí, desde los 800 metros de altitud del Gareb -al oeste-, hasta los 735
de Beza'tha -situado a mi derecha-, aquella suave sucesión de colinas se
hallaba sembrada de pequeños y medianos huertos, repletos de higueras,
cipreses de perfumada y apretada madera, enebros de hasta veinte metros de
altura, terebintos ramificados y exuberantes, de hojas muy parecidas a las del
nogal y de penetrante fragancia y, en fin, de abundantes y selectos frutales.
Ante semejante vergel, comprendí las serias dificultades de Tito cuando, 36
años más tarde, al sitiar Jerusalén, avanzó con su ejército desde el monte
Scopus, algo más al norte de donde yo me encontraba..De haber continuado por el sendero inicial, tomando
frente a la puerta de los
Peces el desvío que llevaba a Samaria, quizá mis problemas se hubieran
multiplicado. Mi aspecto era penoso
y llamativo y, muy probablemente, habría despertado la curiosidad de los
comerciantes, campesinos y pastores que, mucho antes de aquella “aurora de
dedos rosados” -como había cantado Homero-, arreaban sus jumentos y
rebaños en dirección al gran mercado del barrio alto de la ciudad: el súq ha-'elyon.
(Muchas de las hortalizas, grano y otros productos del campo
procedían en aquellos tiempos de Samaria y de la llanura fronteriza con
Idumea.)
Contemplada desde la muralla norte de Jerusalén, bien desde la referida puerta
de los Peces o desde los muros de Antonia, la finca de José se asentaba a la
derecha de la citada ruta norte -la de Samaria-, derramándose hacia el este, en
una recogida hondonada, fronteriza con las colinas de Beza'tha. Era un
auténtico prodigio que los israelíes hubieran conquistado aquellos suelos
calcáreos y pedregosos, transformando cada palmo de tierra útil en una
bendición. A pesar de ello, las blancas calvas pétreas despuntaban aquí y allá,
entre los macizos de árboles y sembrados. Mi objetivo, precisamente, era una
de aquellas formaciones rocosas. Y atraído por aquella fuerza irresistible, me
aventuré por la verdeante pradera. La tibia primavera y las lluvias de marzo
habían alzado la hierba, salpicándola de gladiolos silvestres y de las pequeñas
flores “del viento” -las anémonas-, con sus campanillas de color violado
púrpúra.
El rocío del alba no tardó en humedecer mis sandalias, y decenas de gotitas de
agua fueron quedando prendidas entre el vello y la “piel de serpiente” de mis
piernas.
Aunque había tomado algunas referencias en mi primera visita a la finca del
anciano sanedrita -durante el triste traslado del cuerpo sin vida del rabí-, tal y
como me temía, nada más salvar el corto prado, un endemoniado laberinto de
cercas, serpenteantes veredas y altos setos de amargas artemisas retrasó mi
avance. Guiándome por las cuatro torres de Antonia (siempre a mi espalda), el
estallido rojo del nuevo sol (por mi derecha) y los esporádicos balidos del
ganado que descendía por el camino de Samaria (a mi izquierda), fui
penetrando entre los huertos, con la esperanza de topar, de un momento a otro,
con la cerca de estacas blanqueadas que cerraba la propiedad de José. Y,
súbitamente, a mi izquierda, escuché un típico saludo judío:
-Schalom alekh hem...!
Aquel “ la paz sea contigo “ procedía de un madrugador campesino quien, al
verme pasar frente a su campo, se destacó por detrás de un magnífico
sicomoro. Llevaba el chaluk o túnica arrollada a la cintura, -mostrando unas.piernas velludas y famélicas.
Cargaba sobre su hombro derecho un hinchado


143
pellejo de cabra.
-Salud! -me apresuré a responder, adoptando un tono cordial-. Busco el huerto
de José, el de Arimatea...
Al percibir mi acento extranjero, el judío torció el gesto, manifestando su
contrariedad. Y refunfuñando algunas maldiciones -entre las que llegué a
distinguir un “maldita sea tu madre! “-, me dio la espalda, continuando con un
singular riego de la tierra. Al abrir el cuello del rústico odre, un chorro rojizo
se precipitaba sobre los surcos. Era sangre. En realidad no se trataba de un
riego propiamente dicho, sino de un fertilizante. Buena parte de la sangre que
corría en los patios del Templo durante los sacrificios rituales de animales era
aprovechada por la casta sacerdotal, siendo vendida a los agricultores. La
explanada de dicho Santuario, perfectamente enlosada, y en declive, había
sido acondicionada con una red de canalillos que recogía los miles de litros de
sangre de bueyes, corderos, etc, almacenándolos en cisternas subterráneas. La
sangre sobrante se perdía en la torrentera del Cedrón, sabiamente conducida
por un canal de desagüe. Esta era la explicación a la misteriosa “agua roja”
que habíamos detectado desde el módulo en nuestra primera aproximación a la
Ciudad Santa.
No excesivamente contrariado por el desplante del hortelano -a fin de cuentas,
aquellos saludos jamás eran dirigidos a los gentiles-, proseguí mi lento avance.
Al referirle el incidente y el curioso sistema de abono, Eliseo, tras consultar a
Santa Claus, me amplió detalles sobre el particular (1).
A los pocos minutos, entre el ramaje de unos almendros o “acechadores”
(saqed) -como llamaban los judíos a estos precoces anunciadores de la
primavera-, creí distinguir, semiocultas
---
(1) Según la información acumulada en el computador central, textos
rabínicos como el Middot (III, 2), Pesahim (I, 8), Meila (III, 3), Tamid (IV, 1)
y Yoma (I, 6 y 8), entre otros, describen estos canales de desagüek, así como
el uso que se daba a la sangre. Los hortelanos, por ejemplo, compraban la
sangre a los tesoreros del Templo y, quien la aprovechaba sin pagar, cometía
un robo contra el Santuario. El Talmud babilónico (en Pesahim, 65b) dice: “El
orgullo de los hijos de Aarón consistía en andar por la sangre de las víctimas'
hasta los tobillos.” La abundancia de dicha sangre en el atrio de los sacerdotes
era, por tanto, muy considerable. (N. del m.)
---
por las nevadas flores, las estacas puntiagudas, de un metro de altura, del
ansiado huerto. Corrí hacia ellas. En efecto, el corazón latió imperiosamente al
descubrir a lo lejos, como una blanca confirmación entre el apretado verdor de.ciruelos, manzanos y granados,
la casita en la que, sin duda, moraba el
corpulento jardinero que había ayudado a José en el atardecer del viernes.
Y tomando la referencia del sol, caminé hacia mi derecha, sin separarme de la
cerca. No tardé en encontrar la cancela de entrada. La puerta de tablas se
hallaba abierta. Misteriosamente abierta...
Esta vez advertí a la “cuna” de mis intenciones. Me disponía a aventurarme en
el interior de la silenciosa finca. Este, quizá, es otro concepto no muy bien
interpretado por los cristianos. Al leer los textos evangélicos se tiene la idea de
que el lugar donde fue sepultado el Maestro era un sencillo huerto, con un
sepulcro nuevo, como reza Juan. En realidad, más que huerto, la propiedad de
José podría ser calificada como de plantación. Y nada modesta, por cierto.
Toda una finca de recreo, con decenas de frutales y hortalizas, una rústica
casa, un palomar y, por supuesto, como correspondía a su elevada posición, un
panteón familiar. Pero sigamos con lo que importa.
Como digo, no era normal que la cancela se hallara de par en par. Aquello me
hizo sospechar que algo inusual había ocurrido -o estaba ocurriendo- en la
plantación.
Y lentamente, con los cinco sentidos en máxima alerta, fuy adentrándome,
siguiendo el estrecho sendero que, naciendo en la misma cerca, se perdía hacia
el norte, dejando a uno y otro lado hileras de mimados Frutales.
El silencio era absoluto. Muy significativo...
Me detuve una o dos veces, esperando escuchar algún sonido. Quizá el retozar
o los ladridos de los dos perros que guardaban la propiedad. Nada en absoluto.
A medio centenar de metros de la entrada, la vereda se dividía en dos. El
ramal de la izquierda, como había tenido oportunidad de comprobar en mi


144
anterior visita, corría a los pies de la casa del hortelano, perdiéndose después
entre cargados camuesos y brillantes guinjos o azufaifos. Esta vez la chimenea
parecía apagada.
El de la derecha llevaba a la cripta. A cosa de una veintena de pasos,
delicadamente sombreada por los árboles que la circundaban, distinguí la
calva rocosa que se erguía poco más de metro y medio sobre el nivel del
terreno. Me estremecí.
“¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si el Maestro no hubiera resucitado?”
Tan absurdos pensamientos quedaron prácticamente desmontados cuando,
medio oculto entre los menudos troncos de los frutales, comprendí que, en
efecto, las patrullas judía y romana habían desaparecido. Lo lógico es que, si
no hubiera acaecido nada anormal, siguieran allí, frente a los escalones y al
rústico callejón que conducían a la cueva funeraria.
Prudentemente, dediqué varios minutos a una concienzuda exploración de los
alrededores. Lo único que descubrí fueron restos de comida, armas y algunos.mantos, desperdigados sobre el
terreno arcilloso que rodeaba la formación
calcárea. No había duda: levitas y legionarios habían desalojado el lugar. Y los
primeros, a juzgar por lo que fui encontrando, después de su vergonzosa
huida, aún no habían regresado.
Algo más confiado, me separé del bosquecillo, aproximándome
cautelosamente a los restos de la fogata que había alumbrado y calentado a la
guardia romana. Las cenizas se hallaban tibias. Soplé y algunos de los tizones
se reavivaron fugazmente. Era probable que los leños se hubieran consumido
hacía poco más de media hora...
En cuclillas dirigí una esquiva mirada a la boca del callejón que llevaba al
sepulcro. Y mi corazón respondió con fuerza. Pero, haciendo un esfuerzo, me
contuve. Primero debía examinar aquellos restos.
En el paño de tierra que había ocupado la decena de levitas o policías del
Templo, el desorden era total. Ropones amarillos, teñidos de croco azafrán,
pisoteados en la precipitación; bastones y porras -típicos de los servidores de
los sumos sacerdotes betusianos y temidos por sus revestimientos de clavos-,
semienterrados en la roja y esponjosa arcilla; un carcaj de cuero, cilíndrico,
repleto de flechas de 50 centímetros de longitud y una doble hacha de
combate, igualmente olvidada en la fuga, constituían el desolador escenario.
Por último, tumbada como consecuencia de algún golpe de los aterrorizados
y mmarkim, o guardianes del Santuario, una ventruda tinaja de barro
conservaba en su interior parte de la cena: un espeso guiso a base de sémola
de trigo cocida, con abundantes pedazos de carnero. Y algo más allá,
cuidadosamente envueltos en un paño de lana, varios “redondeles” de pan de
trigo y otra “corona” u hogaza de forma circular, a medio empezar. Al pie de
uno de los árboles descubrí también un odre de piel de cabra, cuidadosamente
curtida y cerrado con una clavija de madera. Pesaba unos diez log (algo más
de cuatro litros y medio) y, al agitarlo, deduje que servía para almacenar agua
o quizá vino. Vertí parte del contenido y, al olerlo, comprobé que se trataba de
la schechar, una especie de cerveza -casi sin fuerza-, elaborada a base de mijo
y cebada y con un remoto parecido a la cervisia latina.
En el sector ocupado por los legionarios, en cambio, y con excepción de las
cenizas de la hoguera, no pude hallar una sola señal que apuntara hacia un
deshonroso abandono del lugar.
Los romanos, como ya comenté en su momento, conocían muy bien qué clase
de pena les aguardaba en caso de fuga o deserción (1). Por el contrario, los
levitas no se hallaban sujetos a una disciplina tan férrea. A esta nada
despreciable circunstancia hay que añadir que, sin ningún género de dudas, los
infantes del Ejército romano eran hombres, física y psicológicamente, mejor
preparados para afrontar el miedo y los peligros del combate o, sencillamente,.de una guardia nocturna. No
tienen sentido, en consecuencia, las afirmaciones
del evangelista Mateo cuando, en su capítulo 28 (11-16), dice textualmente:
“Mientras ellas iban (se refiere a las mujeres), algunos de la guardia fueron a
la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Éstos,
reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de
dinero a los soldados, advirtiéndoles: "Decid: sus discípulos vinieron de noche
y le robaron mientras nosotros dormíamos. Y si la cosa llega a oídos del
procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones."
Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se


145
corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.”
Si Mateo se refiere a los legionarios romanos -cosa nada clara-, comete, al
menos, dos errores. Primero: estos soldados estaban sujetos a las órdenes y a
la disciplina del Ejército romano
---
(1) Los castigos en el Ejército romano se hallaban muy bien tipificados. Desde
la época manipular, las infracciones podían dividirse en delitos comunes y de
carácter militar. Polibio, por ejemplo, habla de ello en VI 37,9-10. Eran
“comunes” el robo en el campamento, el falso testimonio, los delitos contra
las buenas costumbres, y un largo etcétera. Entre los delitos “militares”
aparecían: la cobardía, Falsear los hechos, abandonos del armamento o de las
guardias y la rebelión, sedición o deserción. Estas faltas conducían
inexorablemente a la muerte. Las penas, además, podían clasificarse en
individuales y colectivas y, desde otro punto de vista, en infamantes y
corporales. Los soldados eran generalmente apaleados y los oficiales
ejecutados con el hacha del lictor.
Como penas pecuniarias individuales existía la retención de sueldo,
garantizada en ocasiones con el embargo (ver Polibio, VI 37,8 ); el descuento
en la participación en el botín y en la pensión de retiro. Entre los castigos
infamantes aparecían la degradación, la expulsión del Ejército y los llamados
“Ignominia”. Eran impuestos por el general y publicados en la contio.
Arrastraban, además, la disminución del sueldo y de los derechos pasivos.
Entre los castigos colectivos, el más grave era diezmar a la unidad, tal y como
citan Suetonio, Dión Casio, Tácito y otros. Solía imponerse por fuga
deshonrosa, sedición o rebelión. Una décima parte de los soldados, designada
por sorteo, se sometía a la muerte por apaleamiento. El resto era racionado a
base de cebada -en lugar de trigo- y, en caso de guerra, obligado a pernoctar
fuera del campamento o de la fortaleza. Entre las circunstancias modificativas
de la responsabilidad tenían especial relieve la reincidencia. Si era doble
determinaba la pena capital para cualquier infracción (Polibio, VI, 37,9). (N.
del m.).---
y no a la autoridad de los sumos sacerdotes judíos. ¿Por qué recurrir entonces
a Caifás y a sus secuaces en el Sanedrín? De haber hablado, lo habrían hecho a
sus mandos naturales: optio o centurión correspondientes.
Segundo: estos infantes -veteranos en su mayoría- conocían el precio a pagar
por un abandono del servicio o, lo que venía a ser lo mismo, por quedarse
dormidos en plena vigilia y, en el colmo de los colmos, ser robados y
burlados... Las palabras del evangelista en este sentido no resultan muy
sensatas. Es preciso ser un ingenuo para creer que los romanos -que odiaban a
los israelitas- podían aceptar semejante trato. No olvidemos que una noticia de
aquella índole -la supuesta resurrección de un crucificado- era imposible de
ocultar. Y mucho menos, al procurador. Desde el sábado, 8 de abril, Jerusalén
se hacía lenguas sobre la profecía del rabí de Galilea, en torno a su vuelta a la
vida. Miles de peregrinos y vecinos de la Ciudad Santa estaban pendientes del
“tercer día”; es decir, del domingo. Si los soldados de Antonia hubieran
aceptado el soborno, ¿cuánto habría durado la satisfacción por el dinero
recibido? Es más: ¿de qué les hubiera servido, si el castigo inmediato e
inapelable era la muerte? Los legionarios podían ser ambiciosos o corruptos,
pero no estúpidos...
Personalmente creo que el evangelista se refería a la guardia del Templo: a los
levitas y no a los infantes romanos. Aquéllos sí tenían la obligación de acudir
a los sumos sacerdotes, sus jefes. Y tanto unos como otros eran muy capaces
de brindar y aceptar este tipo de soborno.
¿Qué ha ocurrido entonces con el texto de Mateo? ¿Se equivocó el escritor
sagrado? ¿Fue deformada o mal interpretada la versión aramea? ¿Por qué el
resto de los evangelistas tampoco hace mención de este espinoso asunto?
Pero volvamos a aquella mañana del domingo, 9 de abril del año 30...
Conforme fui aproximándome al nacimiento de los escalones que conducían al
estrecho callejón, “antesala” de la tumba, mi alma fue tensándose. Mi
respiración se agitó y, al enfrentarme a la “boca” de la cripta, los viejos
escalofríos aparecieron incontenibles. Durante algunos minutos -quién sabe
cuántos!- permanecí inmóvil e hipnotizado ante aquella abertura cuadrangular,
parcialmente taponada por la tosca y pesada rueda de molino que servía de
cierre. En esos momentos -presa de una angustia y unas dudas inenarrables-no


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caí en la cuenta de un muy interesante “detalle” relacionado con la
mencionada losa circular. Mi Espíritu racional y científico seguía revelándose.
A pesar de lo vivido con el Maestro, a pesar del innegable poder de aquel
Hombre, a pesar de su misteriosa y atractiva naturaleza, a pesar de todo... yo
seguía dudando..“No es posible -me repetía una y otra vez-. No es posible que un cadáver,
después de 36 horas... “
Unos familiares saquitos de arpillera, cuidadosamente depositados sobre el
último de los escalones, vinieron a rescatarme de tanta y tan profunda
incertidumbre. Eran los utilizados por José y Nicodemo durante los agitados
minutos que precedieron al cierre del sepulcro. Y recordé cómo las mujeres,
ya de regreso a Jerusalén, se habían hecho cargo de las cien libras de acíbar y
mirra, con las que, nada más morir el sábado, se proponían rematar el
precipitado lavado y embalsamamiento de Jesús.
Descendí las escalinatas e, inclinándome sobre el saco más grande, procedí a
examinarlo. Estaba sin abrir. Creí reconocerlo. Se trataba de los 15,020 kilos
de polvo granulado, de color amarillo oro y sumamente aromático. Debía ser
el acíbar o áloe.
A su lado, un hato escondía el mismo y campanudo jarro de cobre que había
visto manipular a los amigos del rabí en el sepulcro. Se hallaba
meticulosamente lacrado con un tapón de tela. Deduje que estaba ante aquella
sustancia pastosa, gomorresinosa, que identifiqué como mirra.
En un tercer envoltorio firmemente anudado descubrí al tacto un segundo
recipiente de metal. Lo agité y creí escuchar el sonido del agua. quizá fuera
una vasija, destinada al aseo del cadáver.
Por último, en un cesto de mimbre de regular tamaño aparecieron varios rollos
de tela, una rígida y ennegrecida esponja, un frasquito de vidrio con un líquido
color “coñac” -posiblemente nardo- y una bolsa de cuero de unos 20
centímetros, delicadamente cerrada con un pasador o fibula de bronce en
forma de arco. La curiosidad pudo más que yo. Presioné su interior,
percibiendo “algo” duro y alargado. Desenganché el “imperdible”, y presa de
gran excitación, extraje su contenido. Era una llave! Una de aquellas curiosas
llaves, utilizadas por los judíos para las puertas y arcones. Disponía de un
mango de madera y un cuerpo -en bronce-, doblado en forma de “L”, con
cinco dientes, largos y paralelos, en el extremo.
No pude por menos que sonreír. Aquel símbolo, depositado sobre un difunto,
representaba su soltería o celibato. A veces, en lugar de una llave, dejaban
también una pluma. Y si se trataba de una novia, ésta tenía derecho -así lo
fijaba la Ley- a un palio.
La delicadeza de las mujeres hacia su querido rabí me conmovió.
Ya no había duda. Las fieles seguidoras del Maestro habían estado allí.
Transmití al módulo mis descubrimientos, añadiendo que las sacas parecían
abandonadas. Obviamente no habían sido utilizadas. Pero ¿por qué? ¿Qué
extraño acontecimiento había empujado a las israelitas a suspender el lavado y
embalsamamiento del crucificado?.La respuesta -yo lo sabía- sólo podía estar allí: en el fondo de la cueva
sepulcral.
Me puse en pie y, sintiendo cómo mis piernas flaqueaban, dirigí la mirada
hacia la “boca” de la cripta...
¿Por qué dudaba? No podía comprenderlo. Yo había visto el sepulcro vacío...
Sin embargo, mi Espíritu racional y científico se resistía a admitir su vuélta a
la vida. A pesar de haberle conocido, de su irresistible personalidad, de su
poder y de sus propias palabras -anunciando su resurrección-, a pesar de todo
ello, seguía dudando...
“No es posible -me repetía machaconamente-. No es posible...”
Pero, paso a paso, fui salvando los 2,20 metros que separaban aquel último
peldaño de la fachada del panteón.
La claridad de la mañana moría oblicuamente en el interior, a un par de
cuartas del umbral de aquella boca cuadrada de noventa escasos centímetros
de lado. Eché de menos una antorcha. Y el miedo volvió a tentarme. ¿Entraba?
“Es preciso -me dije a mí mismo-. Tengo que estar seguro. Necesito
comprobarlo una vez mas...”
Obsesionado por esta idea, no me di cuenta entonces de la ausencia de los
sellos del procurador. Tras el sobrecogedor corrimiento de las piedras que
taponaban la tumba, habían quedado esparcidos por el suelo del callejón.
Apoyé la “vara de Moisés” contra la roca y, llenando los pulmones, me situé


147
en cuclillas, lanzando una temerosa mirada hacia el fondo de la cripta. Pero las
tinieblas imposibilitaban cualquier observación. No había más remedio que
entrar. Cerré los ojos y, obligando a mis músculos a obedecer, me introduje de
un golpe.
El pavor -más que miedo- me secó la garganta. Abrí los ojos y, durante
algunos segundos, permanecí en la misma postura: de rodillas sobre el arisco y
rocoso piso, peleando por dominar mis nervios y por distinguir algo en aquella
cámara de 3 metros de lado por 1,70 de alto. Necesité varios minutos -interminables
como siglos- para adivinar las formas de los capazos, repletos
de escombros, y del pequeño pico situados en un rincón de la sepultura.
¿Hacía frío o es que el terror había helado mis venas?
Y lentamente, con la remota esperanza de que mis dedos tropezaran con el
cuerpo del Maestro, extendí los brazos. Si no recordaba mal, el banco
excavado en la piedra se hallaba a poco más de medio metro del suelo.
Entre temblores, las yemas chocaron con la pared y una convulsión lastimó
mis entrañas.
Tanteé el muro. Fui alzando las manos y, al instante, percibí el filo. Me
detuve.
“ Un poco más...“.Y en un arranque disparé los dedos hacia la oscuridad.
“Dios mío!”
Sólo encontré el vacío. Un espeso y revelador vacío. Recorrí el aire, a derecha
e izquierda, en un vano intento por palpar el cadáver. Nada. Y al depositar las
manos sobre la plataforma rocosa, un nuevo e intenso calambre me sacudió
hasta la médula. Identifiqué la sábana de lino. Parecía descansar en la misma
posición que había visto horas antes.
Me incorporé e, inclinándome sobre la mortaja, me dispuse a explorarla. En la
cabecera, bajo el lienzo, percibí una forma dura, rígida y ovalada.
“ No puede ser' “
Con toda la delicadeza de que fui capaz levanté la parte superior de la sábana,
tratando de confirmar mis sospechas. Pero la negrura era tal que el intento
resultó inútil. Y decidido a salir de dudas, deslicé la mano derecha entre las
dos mitades del lienzo hasta tocar el bulto.
“ Increíble!”
En efecto, se trataba del pañolón o sudario que Nicodemo había retorcido y
anudado en torno a la cabeza de Jesús, levantando así el maxilar inferior y
evitando la caída de la boca.
-Dios de los cielos! -exclamé sin poder contener mi admiración-, ¿cómo es
posible?
La desconcertante desaparición del cuerpo no había alterado la primitiva
posición del sudario, que seguía en el mismo lugar y “abrazando” un cráneo
inexistente.
La lógica y mi sentido común se vieron en un serio aprieto. Y durante más de
un minuto continué allí, sumido en el desconcierto.
“Si el cadáver había sido robado -luchaba por racionalizar el asunto-, ¿por qué
las prendas aparecían como si nadie hubiese tocado al rabí?”
Lo normal habría sido, al manipular el cuerpo, que el lienzo que lo envolvía
hubiese caído al suelo. Incluso que, junto con el pañolón, hubiera acompañado
los restos del crucificado. El transporte habría sido más cómodo,
aprovechando precisamente la larga sábana...
Tuve que rendirme a la evidencia. Aunque sé que no tiene la menor
consistencia científica, aquel cadáver parecía haberse “esfumado” o
“evaporado”. Sólo así podía entenderse que el lino que reposaba sobre su parte
frontal se hubiera “desinchado", cayendo dulcemente sobre la mitad dorsal.
Conmovido, antes de abandonar el lugar, me dejé llevar por otro e irresistible
impulso. Aproximé mis labios a la sábana y deposité en ella un cálido beso.
En ese instante capté algo nuevo: un penetrante y, en cierto modo, familiar
olor. Pero no supe identificarlo..Lancé una última ojeada a la cripta y, rápidamente, retorné, a la radiante
claridad.
Mí habitual torpeza y lo angosto de la boca de la sepultura hicieron que, al
salir, recibiera un fuerte golpe en mi hombro derecho. Mi intención era
regresar a Jerusalén y localizar a las mujeres. Tenía que reconstruir lo
acaecido en la propiedad de José durante los minutos que precedieron al alba.
Pero aquel encontronazo con la muela fue providencial. Recuperé la “vara” y,
mientras palpaba el dolorido hombro, reparé en otro singular detalle. Al


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contrario de la segunda piedra -la que servía habitualmente para cerrar el
brocal del pozo y que fue dispuesta por los guardias junto a la losa circular,
fortificando así el pesado cierre-, la citada muela de molino no se hallaba
caída en el callejón, había rodado hacia la izquierda, siguiendo el cauce del
canalillo de 20 centímetros de profundidad y 30 de anchura que corría al pie y
a todo lo ancho de la fachada.
“¿Cómo puede ser...?”
Ni los soldados ni yo mismo habíamos visto salir a nadie de la tumba. Por
supuesto, imaginar que alguien, desde dentro, hubiera podido remover
aquellos 700 kilos -quizá más-, resultaba poco creíble. La cuestión es que la
mole circular de un metro de diámetro había sido desplazada, dejando la boca
prácticamente al descubierto. Sólo una parte de la misma -unos 30
centímetros- seguía obstruida por el borde derecho de la muela. Naturalmente,
aquel hueco era suficiente para permitir el paso de una persona...
Pero, en contra de lo que había supuesto Caballo de Troya, el movimiento de
las piedras, a juzgar por lo que tenía ante mis ojos, no pudo deberse a una
“explosión” en el interior de la cueva. Cierto que había visto brotar una
llamarada de “luz”, que se propagó hasta los árboles más próximos. Aquella
lengua blanco azulada, sin embargo, no estuvo acompañada de detonación
alguna y, además, fue posterior al corrimiento del cierre. De haberse
registrado una onda expansiva, la losa principal se habría desplomado,
quebrándose incluso por su base.
Examiné la piedra sin encontrar vestigio alguno de la hipotética explosión.
Estaba claro que “algo” o “alguien” -con una fuerza más que respetable- la
había hecho rodar. El misterio, lejos de aclararse, se enredaba minuto a
minuto.
Ascendí los escalones y, cuando me encontraba en lo alto, me volví hacia el
sepulcro. Era extraño, muy extraño, que aquella “llamarada lumínica” no
hubiera chamuscado los peldaños o las paredes del foso. Medí con la vista la
distancia en línea recta desde la boca hasta donde me encontraba. No llegaba a
los tres metros. Y a continuación, guiado por la intuición, di la vuelta,
encarándome con los frutales situados a poco más de cuatro metros. La “.lengua “ se había prolongado -
siguiendo una lógica vía de escape- en sentido
oblicuo y hasta el ramaje de dichos árboles. En total, unos siete metros.
Caminé hasta la base de un corpulento sicomoro que, de acuerdo con la
trayectoria de la radiación, tendría que haber sido el más afectado. Estaba en
lo cierto. Parte de la hojarasca y un buen número de bayas presentaban un
aspecto diferente al del resto del árbol. El ramaje se hallaba reseco y
ceniciento. Como si una súbita ola de calor lo hubiera calcinado. Quebré una
pequeña muestra, haciéndome también con algunos de los higos. Y al olerlos,
recibí la misma sensación que al besar la sábana. Las bayas, sobre todo, me
desconcertaron. Aparecían consumidas y duras como fósiles. Rodeé el
hermoso ejemplar, pero no pude descubrir ninguna otra señal de sequedad. El
sicomoro presentaba un florecimiento normal. quizá un meticuloso análisis en
la “cuna” pudiera arrojar algo de luz sobre tan desconcertante enigma. Y, tras
guardar en la bolsa un par de bayas, varias hojas y dos o tres pequeñas
porciones de una de las ramas, me dirigí a la cancela, dispuesto a buscar a las
mujeres. Ellas -estaba seguro- podrían ayudarme.
Eran las 07 horas y 30 minutos...
Desde los breves promontorios del norte, Jerusalén se presentaba al caminante
como “un ciervo acostado en las colinas”. La luz de la mañana blanqueaba sus
murallas, pintando de rojo y amarillo la caliza de sus abigarradas viviendas,
que trepaban cuadradas a ambos lados del valle del Tiropeón. En los dos
grandes barrios -el del noroeste y el de Akra o saq ha-talión- se elevaban ya,
perezosas, buen número de finas columnas de humo gris. La vida despertaba
pujante y desenfadada. Y entre el ocre cúbico de aquellos miles de casuchas,
tabicado con otras tantas y móviles sombras, los palacios de los Asmoneos, de
Herodes y de los sumos sacerdotes, con sus torres de agujas doradas y sus
blancas azoteas. más allá, en el oeste, el peregrino podía distinguir el quebrado
perfil de la muralla, abrazando la ciudad y corriendo desafiante hasta la
cumbre del cerro del Gareb.
Un cosquilleo Fue invadiéndome conforme me acercaba a la transitada puerta
de los Peces, en el muro norte. Desde tempranas horas, el trasiego de hombres,
bestias y carros era incesante.


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Lancé una mirada a mi comprometedor atuendo y, con una punta de recelo,
aferrándome con Fuerza a la “vara”, caí en aquella marea de comerciantes,
hortelanos, pastores, peregrinos de mil tierras y rebaños de monótonos
balidos.
Jornaleros tan andrajosos como yo, portando toda suerte de herramientas
agrícolas, salían en cuadrillas o en solitario, rumbo a los huertos y campiñas.
Y a las puertas de la ciudad, lisiados, mendigos y pícaros alargaban sus
famélicos brazos al paso de los viandantes, haciendo sonar algún que otro.leptón en el fondo de sus escudillas,
pregonando sus miserias entre gañidos o
solicitando la benevolencia y la caridad.
Varios traficantes de Alejandría, luciendo lujosas galas de lino, contemplaban
extasiados la resplandeciente y altiva cúpula del Templo, provocando
comentarios de admiración entre los judíos menos favorecidos por la fortuna.
Y entre semejante baraúnda, cientos de peregrinos, entrando y saliendo del
recinto amurallado, esquivándose mutuamente o disculpándose con
exagerados e interminables ademanes cuando tropezaban entre sí. Los había
de todas las latitudes: hebreos de Babilonia de negros mantos hasta las
sandalias, persas de rutilantes sedas recamadas de oro y plata, judíos de las
mesetas de Anatolia con sus típicas hopalandas o faldas de pelo de cabra y
fenicios de calzones multicolores...
Al cruzar el arco de la puerta de los Peces, un penetrante olor a pescado me
recordó que aquél era el asentamiento habitual de los tirios. A la sombra de la
muralla, una decena de fenicios -todos ellos paganos- animaba a la clientela a
comprobar las excelencias de las “recientes capturas del lago de Genesaret y
de la vecina costa de Tiro”. Al echar una ojeada a los carros pude distinguir
algunos hermosos ejemplares de percas, salmones, tímalos y lucios,
diestramente protegidos entre helechos y gruesa sal diamantina. Astutamente,
colocaban a la vista los peces estimados como “puros”. Los que la Ley de
Moisés calificaba de “impuros” -todos los que carecían de escamas o aletas
natatorias- eran escondidos bajo los carros. Para haber soportado de doce a
quince horas desde su posible salida del litoral mediterráneo, la mercancía no
se hallaba excesivamente deteriorada. La nieve, aunque conocida y utilizada
como medio de conservación de los alimentos, era todavía un artículo de lujo,
asequible tan sólo a las mesas de los emperadores o de los grandes magnates.
Cuando rechacé la oferta de uno de los vendedores, al captar mi acento
extranjero, el tirio me hizo un guiño. Echó mano de un cesto oculto bajo el
improvisado puesto y, en tono de complicidad, me informó que sus “rayas,
lampreas, langostas, anguilas y siluros riada tenían que envidiar a los peces
“puros"“.
Le correspondí con una sonrisa y, deseándole “salud”, me alejé del apestoso y
enloquecedor corrillo. Curiosamente, la mayor parte de los “clientes” eran
hombres -judíos de pobladas barbas y bigotes rasurados-, ataviados con sus
clásicos ropones de rayas verticales rojas y azules y portando en su mano
izquierda sendos capacetes de paja, en los que iban depositando las viandas.
A trompicones fui abriéndome paso hacia el sur, a la búsqueda de la muralla
que separaba aquel sector noroccidental del no menos concurrido barrio o
ciudad baja. (Tal y como narra Josefo en La guerra judía, V, 42, 143, esta
muralla, conocida como la “primera”. “partía del flanco norte, donde la torre.Hípico, se extendía hasta el Xisto,
continuando luego hasta la Curia y
terminando en el pórtico occidental del Templo”.)
Las callejuelas de Jerusalén, con su infernal desorden, Fueron siempre un
tormento. Y las que confluían en el gran mercado del barrio alto -el súq ha-helvonno
lo eran menos. Las casas y talleres de adobe, recostados las unas
sobre los otros y estos sobre aquéllas, amasados en un laberinto de sombras,
callejones sin salida y cientos de peldaños húmedos y pestilentes por los
orines de la chiquillería y de las bestias de carga, representaban un serio
problema a la hora de orientarse. Aunque parezca mentira, fueron los ruidos y
los olores -característicos según las zonas de la ciudad- los que más me
ayudaron a saber dónde demonios me encontraba.
En aquellos momentos, por ejemplo, el chapoteo mate y monótono de los
bataneros, lavando, impermeabilizando y convirtiendo en fieltro la pelusilla de
la lana y los tejidos procedentes de los telares, me recordó que me hallaba aún
en el mencionado barrio alto; el sector pagano por excelencia, donde -según
los doctores de la Ley- “el esputo de uno de aquellos bataneros era tomado por


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impuro”.
Conforme fui descendiendo, procurando no resbalar en los desgastados y
redondos adoquines -en Jerusalén era imposible caminar más de quince
minutos seguidos sin bajar o subir escalones-, el inconfundible y rítmico
golpeteo de los caldereros fue eclipsando la actividad de los bataneros.
De vez en vez me veía forzado a pegarme a las paredes, dejando paso a alguno
de los numerosos y dóciles asnos “ mascate", de largas orejas y gran alzada, de
un pelo casi blanco y arreados sin piedad por niños, viejos y adultos. Aquellos
sufridos animales -cargados con pringosas y chorreantes canastas en las que se
balanceaban campanudas ánforas de aceite o vino- eran tan abundantes en la
Ciudad Santa y en toda la Palestina, que sus heces, apisonadas por el constante
ir y venir de las gentes, formaban un todo con el “pavimentado” de las calles.
En realidad, sólo algunas plazas y las escasas arterias principales -las dos
calles de columnatas de ambos mercados, por ejemplo- eran barridas a diario
por los recogedores de inmundicias y basureros “oficiales”. (R. Shemaya bar
Zeera escribe que las calles de Jerusalén se barrían todos los días. Y era cierto.
Pero la limpieza se limitaba a una mínima parte del casco urbano.)
A las puertas de las tenebrosas viviendas, mujeres de sobrados mantos verdes,
marrones y de otros colores indefinidos por la suciedad, se afanaban sobre sus
pucheros de barro cocido, llenando el aire con el olor acre de la grasa caliente
y de las especias y cubriéndose el rostro al paso de los hombres. Y entre los
escalones y descansillos de aquella red de callejas pestilentes, decenas de
niños de cabezas rapadas, ojos negros y profundos y piel fustigada por nubes
de moscas y costras purulentas, todo ello consecuencia de la pésima higiene..La chiquillería, ajena a tanta
miseria, llenaba la mañana del primer día de la
semana con sus gritos, saltos y juegos, soñando aventuras con “leviatanes” o
pequeños cocodrilos de madera, pajarillos de tosca y rojiza arcilla, trepidantes
carracas y alguna que otra canica de piedra, decorada con bellos colores.
Aunque la escuela se hallaba instituida desde hacía años, muchos de aquellos
niños y adolescentes eran instruidos por sus padres -casi básicamente en la
Torá-, pasando desde los cinco años al aprendizaje del oficio de su progenitor.
En la mayoría de los casos, sus vidas estaban marcadas ya por la profesión del
padre. Espero poder referirme más adelante a este curioso capítulo de la
enseñanza, exclusivamente dedicada a los varones...
Y al fin avisté la ancha y porticada calle principal, sede del mercado del barrio
alto. Allí, el tumulto rebasaba todo lo imaginable.
Bajo las columnas y sobre el enlosado central, los gremios se afanaban en sus
tareas, reclamando la atención de los posibles compradores con sus chillidos,
cánticos y estentóreos anuncios. Los buhoneros ambulantes proponían tratos y
trueques: túnicas púrpuras de Sidón, anillos y medias lunas de oro, alfombras
o telas finas de bysus a cambio de plantas medicinales, maderas, frutas, miel
o, por supuesto, denarios de plata...
Muchos de aquellos artesanos -la Biblia cita hasta veinticinco oficios- eran
fácilmente reconocibles por sus emblemas o distintivos. Los carpinteros, por
una viruta en la oreja. Los sastres, por una gruesa aguja de hueso pinchada en
la ropa. Un trapo de color, por ejemplo, diferenciaba a los tintoreros.
Mientras cruzaba aquel “zoco”, esquivando toda suerte de cachivaches de
bronce y las más variopintas “exposiciones” de sandalias de cuero de vaca o
piel de camello, mantos de Judea, chales y túnicas de los hábiles tejedores
galileos, alfarería del Hebrón, Maresa, Cef y Socob, redomas de vidrio, marfil,
refinado alabastro o piedra calcárea que encerraban ungüentos y perfumes, me
llamó la atención el “corro” ocupado por los médicos. En aquellos tiempos, el
concepto de médico era mucho más impreciso que en nuestros días. Eran
considerados como artesanos -'úmanut-, y, como anuncia una sentencia del
tratado rabínico Kidduchin (LXXXII, a), tan pésimamente valorados como en
el resto de los tiempos. “El mejor de los médicos -se lamentaba uno de los rabí
en el citado Kidduchin- está destinado a la Géhena” Sus honorarios, como
siempre, oscilaban de acuerdo con su categoría. Los había tan “notables” que
jamás se ocupaban del pueblo, prefiriendo los regalos y buenos dineros de los
poderosos. Los “médicos de las tripas”, por ejemplo, eran los responsables del
cuidado de los sacerdotes del Templo, aquejados casi siempre de problemas
intestinales a causa de las excesivas dietas de carne. Otros, cuyos precios eran
muy bajos o irrisorios, eran tomados por “inútiles”....Al percibir mi curiosidad, uno de los “galenos” se puso en
pie y señalando mi

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