sábado, 27 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 291 A LA PAG 320, CRUCIFIXCION Y MUERTE DE CRISTO


Caballo de Troya
J. J. Benítez
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Nazaret. Mi corazón volvió a estremecerse al distinguir unas sarcásticas sonrisas en algunos de
los rostros de los romanos.
Eran las 13 horas...
La súbita intervención de Eliseo me distrajo momentáneamente. El módulo detectaba el
«ojo» del «siroco» a poco más de 15 minutos de Jerusalén. La velocidad de «haboob» había
descendido ligeramente, pero el arrastre de arena era muy considerable, levantando lenguas de
partículas hasta 2 000 y 2 500 metros del suelo. Para mi compañero, lo más preocupante de
aquella tormenta seca era la posibilidad de que el viento arrastrase agentes biológicamente
activos que podrían afectarme.
Sinceramente, la advertencia de Eliseo no me preocupó. Mi corazón y mis cinco sentidos se
hallaban a cuatro metros de mí mismo: en la figura de aquel hombre de 1,81 metros de
estatura, ahora encorvado y maltrecho.
El Maestro fue levantado sin más dilaciones. Le fue retirado el manto púrpura que aún
conservaba sobre los hombros, amarrado a la altura del cuello, tocándole después el turno al
ropón. Al desenrollarlo quedó al descubierto la parte superior de la túnica. Y al verla cerré los
ojos. Era una mancha informe, sanguinolenta y encolada al cuerpo sobre las heridas de la
flagelación. Tragué saliva. ¿Qué ocurriría en el momento de desnudarle?
Pero ese angustioso trance se vio retardado por un problema con el que nadie había
contado: el casco espinoso.
Cuando uno de los soldados se disponía a retirar la túnica, otro de los guardianes reparó en
el trenzado de púas, haciendo notar que, o desgarraban la prenda o había que retirar primero el
yelmo.
Los infantes se enzarzaron en una discusión. Supongo que aquello se habría prolongado
indefinidamente de no haber sido por el optio. Con un sentido práctico bastante más acusado
que el de sus hombres se limitó a tocar el tejido y, al apreciar que se trataba de una túnica
inconsútil o sin costura, ordenó a los verdugos que le despojaran de la «corona». Al principio
me pareció absurdo que los legionarios discutieran por algo que podía haber tenido una fácil y
drástica solución: sencillamente, romper la vestidura. Después comprendí. Al parecer era
costumbre «no oficial » que los verdugos se repartieran la ropa del ajusticiado1.
Así que uno de los romanos se situó frente a Jesús, introduciendo lentamente sus dedos por
dos de los huecos del casco. Cuando las manos habían agarrado el haz de juncos a la altura de
las orejas dio un violento tirón hacia arriba.
El Galileo se estremeció. Pero el yelmo de espinas no terminó de desprenderse. Algunas de
las largas y afiladas púas estaban sólidamente incrustadas en la carne y aquel primer intento
sólo consiguió desgarrar aún más los tejidos, provocando el nacimiento de nuevos hilos de
sangre.
Arsenius movió la cabeza con impaciencia, recordando al infante que primero debería estirar
horizontalmente y después tirar hacia lo alto. El Nazareno apretó los labios y esperó el segundo
tirón.
Al jalar hacia los lados, en efecto, muchas de las espinas de las áreas parietales y frontal se
desprendieron. Y el verdugo repitió la maniobra. El empuje vertical fue tan violento que el
yelmo saltó, pero las púas ubicadas sobre las mejillas y nuca arañaron la piel y dos de las
espinas -clavadas en el tumefacto pómulo derecho y en el músculo elevador izquierdo- se
partieron, quedando alojadas en ambas regiones del rostro.
Un gemido acompañó aquella brutal retirada y los saduceos, pendientes del Maestro,
acogieron la maniobra con aplausos y aclamaciones.
Antes de que el rabí tuviera ocasión de recuperarse de los nuevos y agudos dolores, dos de
los soldados levantaron sus brazos, mientras un tercero procedía a desnudarle, recogiendo la
túnica desde el filo inferior.
Al descubrir las piernas sentí cómo mi corazón aceleraba su ritmo. Se hallaban cruzadas y
recorridas en todos los sentidos por regueros de sangre, coágulos, hematomas azulados o
reventados y una miríada de pequeños círculos, la mayoría abiertos por los clavos de las
sandalias romanas. En cuanto a las rodillas, la izquierda presentaba una considerable
1 A partir del emperador Adriano (117-138) se hace oficial esta costumbre, denominada pannicularia o "propina»,
por decreto recogido en el Digesto. (N. del m.)


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hinchazón. La derecha, aunque menos deformada, se hallaba abierta en la cara anterior de la
rótula, con desgarros múltiples y pérdida del tejido celular subcutáneo, pudiendo apreciarse
incluso, parte del periostio del hueso. Era incomprensible cómo aquel ser humano había
conseguido caminar y arrastrarse sobre sus rodillas hasta la muralla. Las fuerzas -lo confiesoempezaron
a fallarme de nuevo.
Pero aquel martirio no había empezado siquiera...
El crujido de la túnica al ser despegada del tronco de Jesús me hizo palidecer.
El legionario, al comprobar que el tejido se hallaba pegado a las brechas, no lo dudó. Giró la
cabeza y, sonriendo maliciosamente a sus compañeros, fue elevando la túnica con lentitud. El
lino fue desgajándose de las heridas, arrastrando grandes plastones de sangre. Enrojecí de ira.
Y me aferré a la «vara de Moisés» hasta casi estrujarla. Unas gruesas gotas de sudor
empezaron a rodar por mis sienes y tuve que morder una de las mangas de mi manto para no
saltar sobre aquellos sádicos.
Al fin, cuando la túnica estuvo replegada a la altura de la cara del Nazareno, los soldados
bajaron los brazos y la cabeza del rabí, retirando su última vestimenta.
Y el Hijo del Hombre quedó totalmente desnudo, ligeramente inclinado y bañado por nuevas
hemorragias. Al ver aquella espalda abrasada por los hematomas y desgarros, Longino quedó
perplejo. El refinado desencolamiento de la túnica había abierto muchas de las heridas,
haciendo estallar otra aparatosa sangría. A pesar de la indudable protección de los dos mantos
y de la túnica, el madero había erosionado la zona superior de la espalda, ulcerando las áreas
de la paletilla derecha y la piel situada sobre el paquete muscular izquierdo del «trapecio». En
esta última región observé un abrasamiento de unos nueve por seis centímetros, con bordes
irregulares y arrollamiento de la piel, producido posiblemente en alguna de las violentas caídas
(quizás en la segunda, al desplomarse de espaldas en el túnel de la fortaleza Antonia).
Los codos se hallaban también prácticamente destruidos por los golpes y caídas. En cuanto
al antebrazo izquierdo, la fricción con la corteza del patibulum había deshilachado el plano
muscular, con pérdida de sustancia y amplias áreas amoratadas.
Pero la visión más terrorífica la ofrecían los costados. Las patadas habían reventado algunos
de los hematomas y masacrado muchas de las fibras musculares vitales en la función
respiratoria.
La sangre corría de nuevo por aquella piltrafa humana, que, al ser desposeída de sus ropas,
había empezado a tiritar, acusando los duros embates del viento y del polvo.
La indefensión, abandono y amargura de aquel hombre alcanzaron en aquellos instantes uno
de sus puntos culminantes.
Los curiosos y transeúntes que habían ido engordando el grupo inicial de testigos rompieron
aquellos dramáticos momentos, burlándose y acogiendo con largas risotadas la desnudez del
Galileo. Los sacerdotes, sobre todo, fueron los más corrosivos. Algunos, incluso, llegaron a
saltar sobre las peñas inferiores del Gólgota, gesticulando e imitando a Jesús, quien, humillado
y con la cabeza baja, ocultaba con ambas manos su región pubiana.
Libres de la tenaza del yelmo de espinas, sus cabellos empezaron a flotar al viento,
descubriendo las huellas de los latigazos de Lucilio sobre sus orejas. A pesar de los 17,5 grados
centígrados que registraba el módulo en aquella hora en Jerusalén, el Maestro seguía
temblando de frío. Al quedar sin la protección de sus ropas, amplias zonas de sus brazos, tórax,
vientre y piernas ofrecían el conocido aspecto de «piel de gallina». La fiebre, en lugar de ceder,
seguía acosándole.
¡Qué lejos había quedado la majestuosa figura del Galileo! Aunque sus discípulos y amigos
no se hallaban presentes, estoy convencido que muy pocos le habrían reconocido. Los dolores,
el agotamiento y la sed debían ser insufribles; sin embargo, al contemplarle allí, solo, ultrajado
y sin el más fugaz respiro. o muestra de amistad o aliento, estimo que su verdadera y más
profunda tortura no eran los padecimientos físicos, sino, como digo, esa sensación de
aniquilamiento moral que invade siempre a un hombre injustamente condenado. Pero éstas
sólo son reflexiones personales de un mero observador. ¿Quién hubiera podido adivinar los
pensamientos de Jesús de Nazaret en aquellas circunstancias? Lo cierto es que su fin se hallaba
muy próximo.
Mientras los soldados disponían el patibulum cerca de la stipe central, Longino se dirigió al
grupo de mujeres y les invitó a que repitieran con el rabí el suministro de hiel y vino. Y las


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mismas hebreas, con paso presuroso, se dirigieron hacia el Maestro. Al despegarse del resto de
sus compañeras, justo detrás de las encargadas de la bebida, había aparecido el joven Juan
Marcos. Ignoro cómo pudo llegar hasta allí pero, antes de que cometiera alguna locura, le hice
señas para que se acercara.
Las judías colmaron por segunda vez la taza de madera, ofreciendo a Jesús el apestoso
líquido. El Nazareno levantó la cabeza y miró a las mujeres. Estas, extrañadas por el silencio
del reo, hicieron un ligero movimiento con el cuenco, animándole para que bebiera. Pero el
encorvado gigante no se decidía. Sus manos no se habían movido de sus genitales. Y
respetando el pudor del Galileo, la que sostenía el brebaje lo situó entre sus labios, inclinando
el recipiente de forma que pudiera apurarlo sin necesidad de utilizar las manos. El Maestro
entreabrió la boca, probando apenas el mejunje. Nada más gustarlo y percatarse de su
naturaleza, Jesús retiró la cara, negando con la cabeza. La actitud del prisionero dejó atónitas a
las hebreas y al centurión. Aquéllas miraron a Longino y éste volvió a encogerse de hombros,
dando por finalizado el asunto.
Al verme, el rostro de Juan Marcos se iluminó. Cruzó a la carrera los escasos metros que le
separaban de mí, abrazándome. Tenía las mejillas marcadas por sendos churretes, señal
inequívoca de su llanto. El pequeño, gimoteando y con un ataque de hipo, me rogó que salvara
a su Maestro. No pude hacer otra cosa que sonreírle. ¿Cómo podía explicarle quién era y en qué
consistía mi misión? No voy a ocultarlo pero, a lo largo de aquel viernes, llegué a pensar en esa
posibilidad. ¿Qué hubiera sucedido si, en mitad de aquel promontorio, yo hubiera dado la orden
a Eliseo de movilizar el módulo y de que pusiera rumbo al Gólgota? Hubiera sido sencillísimo
descender sobre la roca y arrebatar al Galileo de las garras de aquella patrulla. Pero éstos sólo
fueron sueños imposibles...
Antes de que los legionarios llamaran la atención del muchacho
me las arreglé para persuadirle de que se alejara de allí, responsabilizándole de un trabajo
que -pocas horas después- resultaría altamente importante para mí. Juan Marcos no lo
entendió, pero obedeció. El optio, alertado por uno de los soldados que montaba guardia
alrededor del patíbulo, se acercó hasta nosotros, aconsejándome con cortesía pero con una
firmeza que no dejaba lugar a dudas que echara de allí al niño. No fue necesario que lo
repitiera. Juan Marcos se escabulló, mezclándose entre las mujeres que descendían ya del
Gólgota. Al poco le vi junto a Judas Iscariote, tal y como yo le había pedido.
Aquel gesto de Jesús, rechazando el aguardiente bilioso me desconcertó. Al abrir la boca, su
lengua, con las mucosas secas como estropajo, estaba pregonando a gritos el angustioso
suplicio de la deshidratación. Sus labios, agrietados como el casco de un viejo barco varado,
debían soportar una sed sofocante. No pude entender que el Maestro volviera la cara ante el
cuenco de vino. Si realmente lo hizo -como sospecho- para sostener al máximo su amenazada
lucidez mental, sólo puedo descubrirme, por enésima vez, ante su coraje.
-Es la hora -advirtió el centurión.
Y sumiso, con sus manos ocultando los testículos, el Nazareno empezó a arrastrarse -más
que caminar- en dirección a las cruces. Longino y otro legionario le escoltaron, tomándole por
los brazos.
Un sudor frío empezó a envolverme. El guerrillero que había sido clavado en primer lugar
seguía aullando, convulsionándose a ratos. Pero los soldados no le prestaban la menor
atención. Arrodillado frente al patibulum, el verdugo responsable del enclavamiento esperaba
con uno de aquellos terroríficos clavos de herrero en su mano derecha. Era prácticamente
similar a los utilizados anteriormente: de unos veinte centímetros de longitud -quizá un poco
más- y con la punta afilada, aunque no tanto como sus «hermanos». Hubo otro detalle que lo
distinguía también de los precedentes: aunque la sección era cuadrangular, las aristas se
hallaban notablemente deterioradas, formando ligerísimas rebabas y dientes.
Los soldados colocaron al Maestro de espaldas al leño y separando sus brazos le empujaron
hacia tierra, al tiempo que un tercer legionario repetía la zancadilla. En esta ocasión, la extrema
debilidad del reo fue más que suficiente para acelerar su caída.
Una vez con las paletillas sobre el madero, los verdugos apoyaron los brazos del Maestro
sobre el patibulum, al tiempo que sujetaban los extremos del rugoso cilindro con las rodillas.
Las palmas quedaron hacia arriba, con las puntas de los dedos levemente flexionadas,
temblorosas y -como el resto de los brazos y antebrazos- salpicadas de sangre reseca.


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La pierna izquierda, inflamada a la altura de la rodilla, había quedado doblada. Pero el
encargado de la cadena se preocupó de estirarla, abajándola con un seco palmetazo sobre la
rótula. El Galileo acusó el dolor, abriendo la boca. Pero no emitió gemido alguno. Longino, en su
rutinario puesto -junto a la vencida cabeza del reo, que tocaba la roca con sus cabellos- se
preparó, apuntando con el asta del pilum hacia la frente de Jesús.
Los ayudantes del verdugo principal tensaron los brazos y el que se hallaba sobre la punta
izquierda del tronco, desenvainando la espada, aplastó la hoja sobre los cuatro dedos largos del
Maestro. Aquella «novedad», al parecer, facilitaba la labor de fijación de la extremidad superior
al patibulum. Si el prisionero intentaba forcejear, al aferrarse al filo se hubiera cortado
irremisiblemente. El grado de crueldad y pericia de aquellos legionarios parecía no tener
límites...
Los numerosos regueros de sangre que bañaban los gruesos antebrazos del Nazareno
dificultaron en cierta medida la exploración de los vasos. Finalmente, el verdugo pareció
distinguir las líneas azuladas de las arterias y venas, señalando el punto escogido para la
perforación.
Antes de levantar la vista hacia el centurión, el soldado que se disponía a martillear el clavo -
sumamente extrañado ante la docilidad del «rey de los judíos»- miró a sus compañeros,
rubricando su sorpresa con un significativo levantamiento de cejas. Los otros, igualmente
atónitos, respondieron con idéntica mueca.
Longino, cansado de sostener la lanza, había bajado el arma, autorizando el primer golpe
con otro leve movimiento de cabeza.
Y el verdugo, sosteniendo el clavo totalmente perpendicular en el centro de la muñeca (a la
altura del conglomerado de huesecillos del carpo), lanzó el mazo sobre la redonda cabeza. La
punta, algo roma, se perdió al instante en el interior de los tejidos. La piel que rodeaba el metal
estalló como una flor, brotando al instante una densa corona de sangre.
La punta del clavo, al abrirse paso entre los tendones, huesos y vasos, debió rozar el nervio
mediano, uno de los más sensibles del cuerpo, provocando una descarga dolorosa difícil de
comprender.
Instantáneamente, los brazos se contrajeron y la cabeza de Jesús se disparó hacia lo alto,
permaneciendo tensa y oscilante, paralela al suelo. Los dientes, apretados durante escasos
segundos, se abrieron y el reo, cuando todos esperábamos un lógico y agudo chillido, se limitó
a inhalar aire con una respiración corta y anhelante.
Los legionarios, que esperaban una reacción violenta, no salían de su asombro.
Al fin, derrotado por el dolor, el Maestro dejó caer su cabeza hacia atrás, golpeándose con la
roca. Todos creímos que había perdido la conciencia. Pero, a los pocos segundos, abrió su ojo
derecho, acelerando el ritmo respiratorio.
¡Cómo no me había dado cuenta mucho antes! Jesús sólo tomaba aire por la boca. Aquello
me hizo sospechar que su tabique debía presentar alguna complicación -fruto de los golpes-,
dificultando la inspiración por vía nasal.
El verdugo cambió de posición, inclinándose esta vez frente al brazo derecho. Pero esta
segunda perforación iba a presentar complicaciones...
La sangre había empezado a brotar con extrema lentitud, formando un brazalete rojizo
alrededor de la muñeca izquierda del Nazareno. Evidentemente, el clavo estaba sirviendo como
tapón, dando lugar a la hemostasis o estancamiento del derrame sanguíneo. Pero la escasa
hemorragia constituía un arma de doble filo. Los médicos saben que, en estas situaciones, el
dolor aumenta.
Arsenius y el oficial se miraron, sin comprender la ausencia de gritos y del pataleo clásico de
todo hombre que se sabe al borde de la muerte. Por el contrario, aquel reo, lejos de ocasionar
problemas, había empezado a despertar una profunda admiración en Longino y en su
lugarteniente. El contraste con aquel «zelota» que colgaba de la cruz y que desgarraba el aire
con sus berridos y juramentos era tan extraordinario que el oficial, al caer en la cuenta que aún
sostenía entre sus manos la lanza, la arrojó violentamente contra la base de las cruces,
súbitamente indignado consigo mismo.
El segundo mazazo fue tan preciso como el primero. El clavo se inclinó igualmente,
apuntando con su cabeza hacia los dedos del Maestro. Pero, en lugar de penetrar en la madera
del patibulum, siguiendo la dirección del codo, la pieza apenas si arañó el tronco.


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En este segundo enclavamiento, el rabí no levantó siquiera la cabeza. Gruesas gotas de
sudor habían empezado a resbalar por las sienes, tropezando aquí y allá con los coágulos. Se
limitó a abrir la boca al máximo, emitiendo un ahogado e indescifrable sonido gutural.
-¿Qué sucede? -preguntó el centurión al ver cómo el clavo sobresalía más de 14 centímetros
por encima de la muñeca derecha.
El verdugo despegó el brazo y examinó la cóncava superficie del leño. Al pasar las yemas de
los dedos sobre la corteza movió la cabeza contrariado. Y dirigiéndose a Longino le explicó que
había dado con un nudo.
Sentí cómo me ardían las entrañas.
Sin perder la calma, el legionario depositó nuevamente la taladrada muñeca sobre el
patibulum y sujetando las aristas del clavo entre sus dedos índice y pulgar se dispuso a vencer
la resistencia del inoportuno obstáculo con un nuevo golpe.
El impacto fue tan terrorífico que la sección piramidal del clavo se quebró a escasos
centímetros de la ensangrentada piel del reo.
El nuevo contratiempo llegó aparejado con una soez imprecación del legionario.
Arrojó el mazo a un lado y ordenó a sus compañeros que sujetaran el antebrazo. Después,
aprisionando como pudo el extremo del metal, hizo fuerza, intentando sacar lo que quedaba del
clavo. Fue en vano. La punta había conseguido perforar el nudo y el metal se resistió.
Entre nuevas maldiciones, el enojado infante se incorporó. Pisó la zona cúbito-radial de Jesús
con su sandalia izquierda y comenzó a remover el clavo, haciéndolo oscilar a un lado y a otro.
Hasta Longino palideció a la vista de aquella nueva masacre. Los bruscos tirones del verdugo,
buscando la liberación del metal, ensancharon el orificio de la muñeca, desgarrando tejidos e
inundando de sangre sus propios dedos, el patibulum y la roca.
Es muy probable que el dolor se viera difuminado en parte por la profusa hemorragia. De lo
contrario, no puedo explicar el comportamiento del Galileo. A cada movimiento pendular del
soldado, en su afán por extraer la pieza, Jesús de Nazaret respondió con un lamento. Cinco,
seis..., ocho sacudidas y otros tantos gemidos, acompañados de algunos resoplidos y de varios
movimientos de cabeza. Pero aquel gigante no estalló; no protestó...
Al fin, después de una eternidad, el verdugo separó la punta del tronco. Y tras sacar la
enrojecida y goteante barrita metálica del carpo, se dirigió al saco de cuero, enredando en su
interior. Al volver junto al Nazareno observé que traía una especie de barrena corta, con una
manija de madera.
Retiró el brazo del Galileo y tras escupir sobre la mancha de sangre que cubría el madero,
limpió con la mano la zona donde se ubicaba el nudo. Tomó la herramienta e introdujo la rosca
en espiral en el orificio practicado por el clavo. Y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre la
manija, hizo girar el vástago de hierro, taladrando la casi pétrea rugosidad con movimientos
lentos pero firmes.
La operación fue laboriosa. Mientras, la sangre del rabí siguió corriendo, formando un
extenso charco sobre la blanca superficie del Gólgota. A juzgar por la velocidad de escape del
torrente, no creo que las aristas en sierra del clavo llegaran a rasgar ninguna de las arterias o
venas principales. Sin embargo, aquella pérdida empezaba a ser dramática. Jesús palidecía por
minutos y temí que entrara en un nuevo estado de shock.
Cuando el soldado consideró que había barrenado el patibulum suficientemente, buscó en su
cinto y se hizo con otro clavo. Antes examinó la punta y la cabeza. Una vez satisfecho llevó el
antebrazo del reo a la posición inicial. Sin embargo, en contra de lo que suponía, antes de
tomar el mazo, atravesó la muñeca por el holgado orificio. Cuando la punta amaneció por la
cara dorsal, el verdugo la introdujo en el agujero que acababa de formar y sólo entonces repitió
el martillazo. Salvado el nudo, el clavo ingresó sin problemas en el leño. Con un segundo golpe,
el brazo derecho del Maestro quedó definitivamente fijado. La base del clavo, al igual que había
ocurrido con la de la muñeca izquierda, no llegó a tocar la carne. Ambas cabezas -horas
después comprendería por qué- sobresalían entre 8 y 10 centímetros.
Al igual que había sucedido con los guerrilleros, al registrarse el enclavamiento de las
muñecas, los pulgares del Cristo se doblaron, saltando y colocándose hacia el centro de las
palmas de las manos, en dirección opuesta a la de los cuatro dedos, ligeramente flexionados.
Mientras la herida de la muñeca izquierda -de forma oval- apenas si alcanzaba los 15 x 19
milímetros, la de la derecha era mucho más espectacular, con casi 25 milímetros de longitud,
en el sentido del eje del antebrazo.


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Aquella holgura me hizo temer incluso por la estabilidad del Maestro una vez que fuera
levantado sobre la stipe. ¿Se produciría un desgarramiento de los tejidos?
Los soldados obedecieron al oficial. Aquello se estaba demorando en exceso. Así que,
ayudados por el optio, izaron el patibulum al crucificado con él, actuando con ligereza a la hora
de enroscar al prisionero en la soga que debería servir para auparlo hasta lo alto del árbol.
Al pasar la maroma por la ranura del extremo de la stipe y empezar a tensaría, el madero -
controlado por los legionarios para que no perdiera su posición horizontal- inició un lento y
exasperante ascenso. Pero las fuertes ráfagas de viento, acuchillando el
cuerpo del Nazareno con sucesivas cargas de polvo y tierra, empezó a poner en dificultades
el levantamiento.
El centurión reclamó a gritos la presencia de dos de los hombres que mantenían la seguridad
del Gólgota, distribuyéndolos al pie de la escalera de mano en apoyo del soldado que tiraba
desde lo alto.
Mientras el Galileo conservó sus pies sobre la roca, la posición de sus brazos pudo
mantenerse más o menos en el eje del patibulum. Poco a poco, su cabeza recuperó la
verticalidad, cayendo en ocasiones sobre el mango o extremo superior del esternón.
En uno de aquellos tirones, tras inhalar una fuerte bocanada de aire, Jesús levantó
fugazmente la cabeza y dirigiendo la mirada hacia el turbulento cielo, exclamó:
-¡Padre!..., ¡perdónales!... ¡No saben lo que hacen!
Los infantes, al escuchar la quebrantada voz, se detuvieron. El Maestro había hablado en
arameo. Creo que, salvo uno o dos legionarios, el resto no le entendió. Pero, lamentablemente,
preguntaron el significado. La pareja que sí había comprendido se miró de hito en hito y antes
de que tradujeran las frases del reo, uno de los soldados cruzó el rostro de Jesús con una
bofetada.
-¡Maldito hebreo! -masculló el que le había abofeteado-... ¡Ni muertos ni vivos son dignos de
piedad!
La versión del traductor fue correcta, pero los incultos legionarios interpretaron sus frases
erróneamente.
-Así que no sabemos lo que hacemos... -le gritó el que había practicado las perforaciones-.
¡Pues espera y verás!
Y dirigiéndose al centro del Calvario recogió del suelo el yelmo de espinas, regresando en el
acto ante el Galileo.
El centurión tampoco había acertado a comprender el sentido de la expresión y vaciló ante la
irritada postura de sus hombres. Supongo que no se atrevió a intervenir. En el fondo, él
también se sintió ofendido por lo que parecía una burla hacia su profesionalidad.
El verdugo separó el cráneo del Maestro del patibulum y de un golpe le encasquetó el
capacete de púas en la cabeza. El ajuste, quizás por temor a herirse con las espinas, no fue
excesivamente violento, y la masa espinosa quedó medio bailando sobre las sienes del
prisionero.
La multitud, que en aquellos momentos debía oscilar alrededor de las 2 000 o 3 000
personas, aulló de placer al ver el gesto del romano.
El Maestro permaneció con la cabeza baja y sus torturadores continuaron con el izado del
tronco.
La gran estatura y el peso de Jesús -posiblemente alrededor de los 80 kilos- fueron otro
«handicap» para los sudorosos verdugos, que no tardaron en animarse mutuamente,
acompasando cada tirón a otros tantos «¡ey!»...
Palmo a palmo, la soga fue jalando del crucificado, en un ascenso interminable y
sobrecogedor. Para colmo, el gentío -cada vez más excitado- se unió a las interjecciones de los
legionarios. animándoles con sus «¡ey!».
Pero los poderosos brazos de los tres soldados que tiraban desde el suelo y en lo alto de la
escalera no eran suficientes. Temiendo que reo y madero se precipitaran a tierra, Longino y
Arsenius no tuvieron otra opción que formar con los soldados, añadiendo sus fuerzas al
levantamiento.
«¡Ey!... ¡ey!...»


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El cuerpo del Galileo se despegó finalmente de la roca y ahí dio comienzo la demoledora
«cuenta atrás» hacia una escalofriante agonía.
Al perder el apoyo de sus pies, los brazos del gigante se tensaron y los crujidos de sus
huesos se unieron durante algunos segundos al chirriar de la maroma sobre la horquilla del palo
vertical.
Al momento, las clavículas, esternón y costillas se dibujaron bajo la piel y regueros de
sangre, mientras los músculos pectorales, de los hombros, cuello y brazos se esculpían
embravecidos, a un paso de la dislocación. Pero la fortaleza de aquellos paquetes musculares
era aún grande y evitaron la luxación de los hombros y codos. Las fibras de los antebrazos,
especialmente los músculos extensores de las manos y de los dedos, se afilaron como sables y
cerré los ojos, temiendo que saltaran en alguno de aquellos tirones.
Jesús colgaba ya a medio metro del suelo. La fuerza de la gravedad hizo que, desde el primer
momento de la suspensión absoluta, los brazos girasen y, arrastrados por el peso del cuerpo,
se deslizaron hasta formar un ángulo de unos 65 grados con la stipe1.
El formidable peso que soportó el Nazareno en cada una de las grietas de las muñecas, unido
al desbocamiento de las heridas y a la suprema tensión de los ligamentos de hombros y codos
tuvo que multiplicar sus dolores (suponiendo que le quedara capacidad para ello) hasta el
enloquecimiento.
En varias ocasiones, acorralado por el sufrimiento, echó la cabeza atrás, buscando aire y,
sobre todo, un punto de apoyo. Pero esos puntos sólo podía encontrarlos en un lugar. Mejor
dicho, en dos: en los clavos que le atravesaban los carpos. Pero, ¿cómo elevarse sobre unas
piezas de metal, estando suspendido?
Las púas, en cada retroceso del cráneo, se incrustaban más y más en la región occipital,
haciendo desistir al Maestro. Estas sucesivas derrotas por ganar unos gramos de oxígeno
fueron transformando su respiración en un desacompasado y agitado tableteo del tórax, cada
vez menos efectivo. El fantasma de la asfixia había empezado a planear sobre el Hijo del
Hombre...
«¡Ey!... ¡ey!»
Cuando los soldados detuvieron el pesado avance de la cuerda, el cuerpo de Jesús se
balanceaba a unos 90 o 100 centímetros de tierra. Sus pies, chorreando sangre, palparon la
corteza del tronco vertical y se pegaron a él desesperadamente. Pero las hemorragias le
hicieron resbalar una y otra vez. Y en cuestión de minutos, la cara frontal del árbol se tiñó de
rojo, impregnada desde la zona de los omoplatos hasta los talones.
El legionario situado en el extremo superior de la súpe apretó los dientes y comenzó a jalar
de la lazada central. Pero el patibulum no se movió un solo centímetro. El peso del madero y
del reo (algo más de 110 kilos) era excesivo para el agotado infante. El centurión y Arsenius,
casi al unísono, le gritaron para que forzara el izado final. Fue inútil. El romano, jadeante, hizo
una señal de impotencia con su mano derecha, dejándose caer sobre la horquilla de la stipe.
Miré a Jesús y conté la frecuencia respiratoria: ¡Treinta y cinco cortísimas inspiraciones por
minuto! Las puntas de sus dedos habían empezado a tomar una coloración azulada. La cianosis
o deficiente oxigenación de la sangre había hecho acto de presencia. Examiné alarmado sus
labios. Pero la hipoxia (disminución de la cantidad normal de oxígeno en sangre) no se
manifestaba aún en la mucosa labial ni en las orejas.
El bombeo del cansado corazón del Maestro aumentó su ritmo, pero dudo que fuera
suficiente para irrigar las partes más periféricas del cuerpo. Si Longino y sus hombres no
actuaban con rapidez, la falta de riego y el consiguiente déficit de oxígeno en el cerebro podían
desembocar en la pérdida primero de la razón de Jesús y su fulminante fallecimiento. Y,
honestamente, en algunos de aquellos críticos segundos llegué a desearlo con todas mis
fuerzas. Aquella hubiera sido una forma de segar de plano sus torturas.
1 Un sencillo cálculo matemático nos proporciona la terrorífica imagen del peso que tuvo que soportar Jesús de
Nazaret durante este angustioso elevamiento. Repartiendo el peso total del Maestro entre ambos brazos (unos 40 kilos
para cada uno) la fuerza de tracción ejercida sobre cada uno de ellos es igual a 40/coseno de 65º = 40 : 0,4226 = 95
kilos, aproximadamente. (N. del m.)


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Pero el oficial, sin perder los nervios, ordenó a los que permanecían al pie de la stipe que
colaborasen con el legionario encargado de encajar el patibulum. «Pero, ¿cómo? -pensé-, si
sólo hay una escalera de mano...» La solución llegó al momento.
Dos de aquellos diestros soldados, ágiles y entrenados, se aferraron con sus manos al palo
vertical mientras otros dos se encaramaban a sus respectivos hombros, alcanzando así los
extremos del madero transversal. A una señal del que había vuelto a sujetar el nudo central,
empujaron el leño hasta que la afilada punta del árbol entró en el agujero central del
patibulum.
-¡Ahora! -gritó el infante situado en lo alto de la escalera. Los soldados saltaron sobre la
roca, al tiempo que el centurión y el resto dé los verdugos soltaban de golpe la maroma.
Y el palo horizontal se precipitó hacia tierra. Pero, a unos cuarenta centímetros de la
horquilla, quedó encajado en el grueso perímetro de la stipe.
El frenazo fue recibido por la muchedumbre con grandes vítores y aplausos. El Maestro acusó
el impacto con un lamento más fuerte. Su respiración se detuvo algunos segundos y las
brechas de las muñecas se hicieron ostensiblemente más grandes. Los dedos, agarrotados,
apenas si reaccionaron ante la bárbara tracción.
Longino alargó la tablilla al infante y éste procedió a clavarla por encima del patibulum.
Mientras remataba el ajuste del palo transversal, otro de los romanos tiró con fuerza de la
pierna derecha de Jesús, forzando el abajamiento del hombro y de toda esa mitad del cuerpo
del Nazareno. Jesús, al sentir el tirón, inclinó aún más la cabeza, separando el tronco y las
nalgas del madero. Su rodilla derecha se dobló involuntariamente, pero el verdugo que se
disponía a clavar el pie se la aplastó con un súbito mazazo. El compañero que había jalado de la
pierna obligó la superficie de la planta hasta que ésta -completamente plana- tocó la stipe. Y un
tercer clavo taladró el pie del Nazareno, entrando en el dorso por un punto próximo al pliegue
de flexión. (Al examinar de cerca la entrada y salida del clavo estimé que el legionario había
perforado el ligamento anular anterior del tarso. De esta forma, la pieza se deslizó entre el
tendón del músculo extensor propio del dedo grueso y los del extensor común de los dedos,
penetrando por fuerza entre los huesos calcáneo y cuboides y el astrágalo y escafoides por
dentro. Los cuatro huesos quedaron hábilmente separados y el clavo se dirigió hacia atrás y
hacia abajo, quedando más cerca del talón que de los dedos.)
En esta ocasión, a pesar de la destreza del verdugo, la punta o las aristas del clavo
desplazaron o aplastaron algunos de los ramales de las arterias digitales o de la vena safena
externa, causando una hemorragia que me atemorizó. La sangre brotó a borbotones, anegando
materialmente el metro escaso existente entre el citado pie derecho y el suelo del Gólgota. Es
de suponer que aquel destrozo pudo afectar también al nervio tibial anterior, lacerando pierna y
muslo, y provocando un insoportable dolor reflejo en las ramificaciones y de los nervios
denominados plexo sacro y lumbar, en pleno vientre.
A pesar de los horribles dolores, el Galileo siguió consciente. ¡No podía explicármelo!
El enclavamiento del pie derecho, aunque parezca mentira, alivió el ritmo respiratorio del
Nazareno, al menos durante los primeros minutos de su crucifixión. Al apoyar el peso del
cuerpo sobre el clavo, repartiendo así los puntos de sustentación, sus pulmones lograron
capturar un volumen mayor de aire, ventilando algo más los alvéolos. Pero, ¿a costa de qué
índice de sufrimiento se consiguió esta momentánea regularización respiratoria?
Aquella inspiración más profunda duró unas décimas de segundo. Casi instantáneamente, el
cuerpo del Galileo volvió a caer, hundiendo el diafragma y entrando en una nueva y angustiosa
fase de progresiva asfixia. Sus inhalaciones, siempre por la boca, se hicieron vertiginosas,
cortas y a todas luces insuficientes para llenar y ventilar los pulmones.
Algo más tranquilo, el verdugo situó el cuarto clavo sobre la zona delantera del pie izquierdo.
El golpe en los ligamentos posteriores de la rodilla, como dije, había hinchado y amoratado toda
la región donde se insertan el fémur, la tibia y el peroné. Y a pesar de la rigidez de dicha
pierna, el legionario la dobló violentamente, haciendo chasquear las masas óseas.
El clavo entró sin problemas, resaltando -como en el caso del pie derecho- entre cinco y seis
centímetros por encima del dorso. La sangre fluyó en menor cantidad, bien porque el metal no
llegó a tocar vasos importantes o porque, sencillamente, la volemia del Nazareno había
descendido notablemente.
La pierna izquierda había quedado flexionada, formando con el palo vertical un ángulo de
unos 120 grados y abierta hacia la izquierda de la cruz,


299
Aunque el árbol disponía, como ya adelanté, de una barra de hierro o sedile, atravesada a
cosa de 1,20 metros del extremo inferior de la stipe y paralela al patibulum, en esta ocasión
resultó ineficaz. La considerable talla del reo hizo que los pies de éste quedaran por debajo del
apoyo que quizá -en el supuesto de haber coincidido- sólo hubiera servido para dilatar su
agonía.
Al ver consumada la crucifixión del rabí, la muchedumbre comenzó a gesticular, subrayando
la macabra labor de los legionarios con una cerrada salva de aplausos. Los sacerdotes, sobre
todo, mostraban una especial satisfacción. Toda su anterior cólera se había convertido en
júbilo. Su venganza estaba casi saciada. Y digo «casi» porque, incluso después de muerto, el
cadáver del Hijo del Hombre se vería amenazado por aquella perturbada ralea sacerdotal...
Mi atención quedó fija en el Iscariote. Nada más ver cómo atravesaban el segundo pie del
Maestro, el traidor se alejó del gentío, perdiéndose por el polvoriento camino, rumbo a
Jerusalén. Juan Marcos también desapareció de mi vista, por lo que supuse que habría seguido
los pasos de Judas.
El triste espectáculo había entrado en su último acto. Los curiosos comenzaron a desfilar,
retirándose hacia la ciudad santa. Jesús de Nazaret y los «zelotas» -clavados en dirección Sureran
sólo un despojo...
A las 13.30 horas de aquel viernes, 7 de abril, comuniqué a Eliseo el final del duro
enclavamiento. Y tanto mi hermano como yo guardamos silencio. Un doloroso silencio.
Si el texto que figuraba en la tablilla de Jesús Nazareno hubiera sido otro -a gusto de los
sacerdotes judíos-, la mofa hacia el recién crucificado quizá hubiese sido menor. Cuento esto
porque, a partir de la elevación del Maestro sobre la stipe, las risas y sarcasmos de la
concurrencia menudearon durante un buen rato y, al parecer, según averiguaciones
posteriores, como vengativa contrapartida por el conocido «inri». Al fracasar ante Pilato, los
jueces tuvieron especial cuidado de intoxicar a la multitud, ridiculizando al Maestro y, de esta
sutil forma, quitándole seriedad a las tres inscripciones, evitar que los testigos pudieran tomar
en serio lo de «rey de los judíos».
Así que, volviéndose hacia la cada vez menos numerosa masa humana, algunos de los
saduceos comenzaron a señalar la cruz del Galileo, exclamando a voz en grito:
-¡Ha salvado a los demás, pero no puede salvarse a sí mismo!
Y el gentío aprobó esta nueva manifestación de burla con fuertes y repartidos aplausos. Al
poco, otra voz se destacaba entre la turba, preguntando al Nazareno:
-Si eres el Hijo de Dios, ¡bendito sea su nombre!, ¿por qué no desciendes de tu cruz?
Jesús, al igual que la patrulla y que yo mismo, pudo escuchar estas exclamaciones, teñidas
de la más cruel y mordaz ironía. Al encontrarse a un metro escaso del suelo y a poco más de
diez de la primera fila de judíos no era muy difícil retener estos gritos e, incluso, las
conversaciones que sostenían los legionarios en el menguado círculo de piedra del Gólgota.
Estos, finalizada la laboriosa crucifixión, se tomaron un respiro. El optio levantó el cordón inicial
de seguridad que bordeaba la circunferencia del promontorio, formado como dije por seis
infantes, reduciendo la vigilancia a un primer turno de cuatro soldados. Cada uno se situó en
los puntos cardinales, rodeando a los tres condenados y al resto del pelotón. Los demás -
excepto dos- se apresuraron a sentarse a unos tres metros de las cruces. Y contemplaron con
desgana cómo sus dos compañeros procedían a retirar la escalera de mano, enrollando
minuciosamente la maroma y recogiendo las diversas herramientas utilizadas en el
enclavamiento. A la vista de aquellos preparativos, todo apuntaba hacia una larga espera. Eso,
al menos, creían Longino y sus hombres. En realidad, según me informó el centurión, el relevo
no llegaría hasta el ocaso.
-¿Distingues ya desde tu posición los primeros frentes del «haboob»?
Las palabras de Eliseo me recordaron la inminente proximidad del «ojo» del «siroco». Protegí
la vista con la mano izquierda, en forma de visera, y, efectivamente, en la lejanía -por detrás
del Olivete- descubrí unas masas negruzcas y oscilantes que se abatían sobre un extenso
frente.
El oficial también reparó en aquellas amenazantes nubes de polvo y, como buen conocedor
de este tipo de fenómeno meteorológico, alertó a los legionarios. La primera medida
precautoria fue comprobar la estabilidad de las cruces. Las stipes, en principio, parecían
sólidamente plantadas en las grietas de la roca. Sin embargo, Arsenius ordenó que las cuñas de


300
madera fueran incrustadas al máximo. Después, los soldados rasgaron los restos de las túnicas
de los «zelotas», convirtiéndolas en estrechas tiras. Y sin pérdida de tiempo, el oficial fue
distribuyéndolas equitativamente entre los doce infantes. Hasta que no vi a uno de ellos
cubriéndose las desnudas piernas con aquellas bandas de tela no comprendí el sentido de la
operación. Prudentemente, los romanos trataban de proteger su piel del azote de aquel viento
terroso. Por último, la media docena de escudos de los hombres libres del servicio de vigilancia
del Calvario fue tumbada en el suelo, uno junto a otro, formando una hilera y con la cara
cóncava hacia arriba.
Alguien recordó al pelotón las vestiduras del Nazareno, que yacían aún en el extremo sur del
gran peñasco. Pero, cuando los soldados las recogieron, dispuestos a trocearías, los cuatro
legionarios, responsables de la custodia y enclavamiento de Jesús, protestaron, aludiendo -con
toda razón- que aquellas prendas les pertenecían y que, dado su buen estado, las reclamaban
para sí.
El resto de la tropa cedió y, precipitadamente, antes de que la tempestad de arena cayera
sobre Jerusalén, el oficial hizo inventario, repartiendo las vestimentas entre el «cuaternio». A
uno le correspondía la capa de púrpura que le diera Antipas; a otro, el cinto. Al tercero el par
de sandalias y el último se vio recompensado con el espléndido manto. Pero quedaba la túnica.
¿Qué hacer con ella? Algunos insistieron en la primitiva idea de romperla, pero el suboficial se
opuso. A pesar de su deplorable aspecto -cuajada de sangre seca, mojada por el agua y la orina
de Lucilio, sucia del polvo del camino y con algunos deshilachados a la altura de las rodillas-,
aquella prenda, tejida a mano, merecía un final más honorable que el de fajar las piernas de los
romanos. La solución fueron los dados.
El soldado responsable del saco de cuero no tardó en regresar junto al grupo, haciendo
tamborilear en una de sus manos un trío
de dados. Formaron un cerrado círculo y, uno tras otro, fueron arrojando los pequeños cubos
de madera de dos centímetros de lado sobre el suelo del patíbulo. Del uso, las piezas habían
perdido su primitivo color blanco, así como el filo de sus aristas. La mugre había terminado por
darles un lustre característico. Los valores de cada cara -perforados mediante alguna
herramienta o instrumento al rojo- se hallaban repartidos de forma que, siempre la suma de los
dos lados opuestos diera siete.
Y como digo, se produjo el lanzamiento: 1-5-3 (en la primera caída de los dados); 6-3-4 (para
el segundo jugador); 1-3-5- (en el tercero) y 1-5-3 en la última jugada1.
El ganador plegó cuidadosamente «su» túnica mientras, entre la multitud, se escuchaban
frases hirientes contra el Maestro:
-Tú, que querías destruir el Templo y reconstruirlo en tres días..., ¡sálvate a ti mismo!
-Si tú eres el Rey de los Judíos -interrogaban otros-, baja de la cruz y te creeremos...
-Se ha confiado a Dios -bendito sea- para que le liberara y ha llegado a pretender ser su
Hijo... ¡Miradle ahora!: crucificado entre dos bandidos.
El autor de aquella última frase -otro de los sacerdotes de Caifás- no consiguió el efecto
apetecido. La muchedumbre, por supuesto, no consideraba a Gistas y Dismas como ladrones y
apenas si coreó al malintencionado saduceo.
Mientras los soldados guardaban las prendas del Maestro, me asaltó un pensamiento: ¿Qué
ocurriría con aquellas vestiduras? ¿Dónde irían a parar?
1 Aunque no soy entendido en los misterios de la llamada Cábala o Qabbalah (vocablo hebreo equivalente a
«conocimiento» o «tradición»), invito a quien pueda leer este diario a someter las sucesivas numeraciones aparecidas
en los dados al método de conversión utilizado por Cagliostro y que supone una pretendida correspondencia entre los
números y tas letras, según los alfabetos hebreo y latino. Yo lo he hecho y he quedado sorprendido ante las palabras
que parecen formar los números « 153-634-135-153»... No sólo aparece el nombre «cósmico» de Jesús -siempre
según el Esoterismo-, sino que, sobre todo, cuando esa secuencia numérica es «traducida» o «convertida» en letras
(las del alfabeto hebreo), los expertos en Cábala descubrieron con asombro todo un «mensaje». A través de este
sistema conocido en la ciencia cabalística como «gueematria»-, estos números (en el mismo orden que aparecen en el
texto) fueron «descifrados» e interpretados, obteniendo, como digo, un «mensaje múltiple». No voy a desvelar aquí y
ahora este increíble «mensaje». Prefiero que sea el lector quien trabaje sobre este apasionante enigma y descubra por
sí mismo el «secreto» de dicha numeración. Sólo añadiré algo: en mi deseo de comprobar y analizar cuantos datos
aparecen en este Diario, sometí las referidas tiradas de los dados a un frío y riguroso examen, por parte del catedrático
de Ciencias Matemáticas y Estadísticas, J. A. Viedma, y de un grupo de especialistas en Informática, encabezados por
mi buen amigo José Mora, todos ellos residentes en Palma de Mallorca. Pues bien, según estos expertos, el cálculo de
probabilidad matemática de que puedan salir dichos números, y en ese orden, es de 1 : 1.679.616 = 0,00000059537.
Es decir, la probabilidad resultaba bajísima. (N. del m.)


301
De algo sí estoy seguro: que los legionarios no regalarían ni se desprenderían así como así de lo
que, según la costumbre, les pertenecía. Por otro lado, además, seguir la pista de dichos
vestidos no era cosa fácil para los discípulos de Jesús. La mayoría de aquellos romanos
regresarían pronto a su campamento-base, en la ciudad de Cesarea y, con el paso de los
meses, muchos cambiarían de destino o serian licenciados. Todo esto me hizo sospechar que -
al contrario de lo que ocurriría con el lienzo que sirvió para su enterramiento-, Jesús de Nazaret
no era muy partidario de que sus discípulos guardaran estas reliquias, susceptibles siempre de
convertirse en motivos de adoración supersticiosa, con el consiguiente riesgo de olvidar o
relegar a segundo plano su verdadero mensaje...1
Concluido el reparto de las vestiduras, Longino pidió a su lugarteniente que examinara
también las fijaciones de los reos. El optio se aproximó primero a la cruz de la derecha y tocó la
cabeza del clavo del pie izquierdo del guerrillero. Parecía sólidamente clavado. El «zelota», con
el cuerpo desmayado y violentamente encorvado hacia adelante, no había parado un momento
de aullar y retorcerse, intentando sobrevivir. Pero las penosas, cada vez más duras, condiciones
para robar algunas bocanadas de aire, sólo habían añadido nuevos dolores y mayores
hemorragias a su organismo.
Al ver a Arsenius al pie de su cruz, Gistas hizo un supremo esfuerzo y tensando los músculos
de sus hombros logró elevar los brazos. Inspiró y, al momento, mientras expulsaba el escaso
aire conseguido, lanzó un salivazo, mezclado con sangre, contra el suboficial, insultándole.
Indignado, el ayudante del centurión se hizo con una lanza, replicando con el fuste de madera
en plena boca del estómago del «zelota». El castigado diafragma se resintió aún más.
hundiendo al condenado en un proceso más acelerado de asfixia. Sin dejar de mirar hacia
arriba, desconfiando, el optio repitió la comprobación en los pies de Jesús y, finalmente, con los
clavos del tercer crucificado. Este había ido recobrando el sentido, aunque su mirada
consecuencia posiblemente del aguardiente- se había tornado opaca y extraviada. El dolor le
había sacado de su inconsciencia y los gemidos no cesarían ya.
De pronto, entre berrido y berrido, Gistas, con el rostro bañado por un sudor frío, giró su
cabeza hacia la izquierda, gritándole al
Maestro:
-Si eres el Hijo de Dios... ¿por qué no aseguras tu salvación y la nuestra?
Al instante, sofocado por el esfuerzo, cayó sobre los puntos de apoyo inferiores, jadeante y
empeñado en nuevas y rapidísimas inspiraciones.
1 Como saben bien los seguidores de las iglesias -especialmente de la Católica-, el número actual de reliquias,
supuestamente relacionadas o pertenecientes a la Pasión del Galileo, supera el millar. Esto, desde un punto de vista
objetivo, arqueológico y científico, es tan absurdo como imposible. En la basílica de Saint-Denis, en Argenteuil, al norte
de Paris, se conserva, por ejemplo, una supuesta «túnica sagrada». Y Otro tanto ocurre en la catedral de Tréveris. Con
los debidos respetos a los que creen en ambas «túnicas«, ninguna de las dos puede ser la que lució el Maestro de
Galilea. En la primera, aunque las dimensiones son aproximadas a las reales (1,45 metros de longitud por 1,15 de
anchura), careciendo incluso de costuras, el tejido, en cambio, lo constituye un burdo entramado de hilos de estopa de
cáñamo, que nada tiene que ver con la naturaleza de las prendas utilizadas habitualmente por los hebreos en aquella
época: algodón, lana y lino. (Por una túnica confeccionada con una tela tan raída como tosca, los legionarios no
hubieran perdido el tiempo sorteándola.) En cuanto a la segunda, aún resulta más difícil de identificar. Se trata de una
serie de trozos de un tejido muy fino y parduzco, envueltos y protegidos contra la polilla entre dos telas. Una de éstas
es de seda adamascada, fabricada posiblemente en Oriente entre los siglos vi y ix. Con los clavos y la cruz de Cristo
ocurre algo parecido. Según la tradición, la piadosa emperatriz santa Elena los desenterró en el siglo IV. (Para empezar,
dudo que las fuerzas romanas perdieran el tiempo y el dinero sepultando las stipes y patibulum, así como los clavos,
después de cada ejecución, como pretenden algunos exegetas, en defensa de la tradición de la mencionada madre del
emperador Constantino.) Según estas mismas leyendas, santa Elena mandó hacer un freno con uno de los clavos para
el caballo de su hijo (hoy se conserva en Carpentras). Con otro formó un circulo para el casco de Constantino y se dice
que aquel círculo forma ahora parte de la corona de hierro de los reyes lombardos, conservada en Monza. Con el tercer
clavo dícese que sirvió para apaciguar una tempestad en el Adriático... El caso es que, en la actualidad, en varias
iglesias de Europa se veneran supuestos clavos de la Pasión, hasta un total de ¡diez!: dos en Roma, uno en Santa Cruz
de Jerusalén, en Santa María del Capitolio, en Venecia, en Tréveris, en Florencia, en Sena, en París y en Arras.
Respecto a los maderos de la cruz de Jesús, el asunto se complica mucho más. El mundo de los cristianos está
materialmente sembrado de astillas de todos los tamaños, todas ellas supuestamente extraídas de la verdadera Cruz.
Como decían Breckhenridge y Salmasio, entre otros, «sí se juntasen estas reliquias podríamos plantar un bosque...»
Quizá el trozo más voluminoso es el que se venera en España: en Santo Toribio de Liébana, en la provincia norteña de
Santander. La tradición asegura que este lignum crucis fue traído desde Jerusalén por santo Toribio, obispo de Astorga,
en España, y contemporáneo de san León 1 el Grande. lino de los datos a favor de este supuesto resto de la cruz en la
que fue colgado el Maestro es el tipo de madera: pino. Pero, desde un punto de vista científico, las dudas siguen
envolviendo su origen. (N. del m.)


302
Pero el Maestro no respondió. Silo hizo en cambio el otro guerrillero. Apoyado como estaba
con la punta de su pie izquierdo sobre la mitad del sedile, su mecánica respiratoria no resultaba
tan fatigosa como la de sus compañeros de cruz. Y con voz balbuceante le reprochó a su
amigo:
-¿No temes tú mismo a Dios?... ¿No ves que nuestros sufrimientos... son por nuestros
actos?...
Dismas hizo una pausa, luchando por una nueva inhalación y, al fin, continuó:
¡Pero... este hombre sufre injustamente!... ¿No sería preferible que buscáramos el perdón de
nuestros pecados... y la salvación... de nuestras... almas?
Los músculos de sus brazos se relajaron y el vientre volvió a inflarse como un globo.
Jesús de Nazaret, que había escuchado las palabras de ambos «zelotas», abrió los labios
unos milímetros, con evidente deseo de responder. Pero su cuerpo, despegado de la stipe y
muy caído sobre las extremidades inferiores, no le obedeció. Sin embargo, el gigante no se
rindió. Aceleró el número de inspiraciones bucales -llegué a sumar 40 por minuto, cuando el
ritmo normal e inconsciente de respiraciones de un ser humano es de 16- e intentó contraer los
potentes músculos de los muslos, en su afán de elevarse unos centímetros y hacer entrar aire
en los pulmones. Sin embargo, aquellos cinco o diez primeros minutos en la cruz habían ido
quemando el escaso potencial de todos 105 paquetes musculares de muslos y piernas -
utilizados por el Señor en el imprescindible apoyo sobre los clavos de los pies para tomar
oxígeno- y los bíceps, sartorios, rectos anteriores, vastos y gemelos se negaron a funcionar. La
rigidez de todas estas fibras musculares me llevó al convencimiento de que la temida
tetanización se había iniciado antes de lo previsto. (Este dolorosísimo cuadro -la tetanizaciónse
registra siempre al entrar los músculos en un proceso anaerobio o de falta de oxígeno. En
estas condiciones, el ácido láctico existente en las fibras musculares no puede metabolizarse,
cristalizando. El organismo se ve sometido entonces a un dolor lacerante, bien conocido por los
atletas.)
Al comprender que sus piernas habían empezado a fallar, el Maestro -presa de las primeras
convulsiones y espasmos musculares, propios de la incipiente pero irreversible tetanizaciónforzó
las articulaciones de los codos, al tiempo que, buscando apoyo!, en los clavos de las
muñecas, pedía a la musculatura de sus antebrazos que le sirviera de «puente» para elevar, a
su vez, la de los hombros.
Entre jadeos, inspiraciones y lamentos entrecortados -provocados por el roce o
aplastamiento de los nervios medianos de las muñecas con el metal que perforaba sus carpos-,
aquel ejemplar humano venció al fin la fuerza de la gravedad, izándose sobre si mismo y
relajando el diafragma. Los deltoides, duros como piedras, transformaron sus hombros en
«manos» y la boca del Nazareno se abrió temblorosa, ganando a medias la batalla de la
inspiración del aire polvoriento que nos azotaba.
Al observar el titánico esfuerzo de Jesús, el «zelota» que le había defendido volvió a
hablarle:
-iSeñor! -le dijo con voz suplicante-. ¡Acuérdate de mí... cuando entres en tu reino!
Y al tiempo que expulsaba parte del aire robado en la última inhalación, el Galileo, con las
arterias del cuello tensas como tablas, acertó a responderle:
-De verdad... hoy te digo... que algún día estarás junto a mi... en el paraíso...
Los músculos de los hombros, brazos y antebrazos se vinieron abajo y con ellos, toda la masa
corporal del Nazareno que quedó nuevamente doblado «en sierra» y sin esperanzas inmediatas
de repetir semejante y agotador «trabajo»1.
1 Los hombres de Caballo de Troya, en un informe posterior a este primer «gran viaje» y en base al peso de Jesús, a
las longitudes de sus brazos, a las distancias hombro-clavo y al ángulo de 30 grados que formaban sus miembros
superiores con la horizontal, expusieron, entre otras, las siguientes consideraciones teóricas: la distancia entre los
clavos de las muñecas y una línea horizontal (imaginaria) que pasara por el centro de ambas articulaciones de los
hombros, era de 26,5 centímetros, aproximadamente. Esta era, en suma, la escalofriante altura a la que debía elevarse
el Maestro cada vez que practicaba una de estas inspiraciones algo más profundas. Pensando que el músculo deltoides
(que se extiende desde la clavícula y el omoplato al húmero) está diseñado para elevar el citado miembro superior,
cuyo peso es de un kilo y pico, el esfuerzo a que se vio sometido en el caso del Galileo es sencillamente excepcional. Si
hacemos actuar el citado deltoides en forma inversa -haciendo fijas sus inserciones en el húmero, tirando hacia arriba
de los hombros para elevar el peso del cuerpo- comprobaremos las enormes dificultades que ello supone,
perfectamente patentes en ese ejercicio gimnástico, único, que se lleva a cabo con las anillas y que, popularmente, es
conocido como «hacer el Cristo». Al no contar con la ayuda de los músculos de las extremidades inferiores, la
musculatura del hombro tenía que elevar el peso correspondiente a la cabeza, tronco y vientre, hasta la raíz de los


303
Por mi parte, en vista de la acelerada degradación del organismo del gigante, me dispuse a
acoplar sobre mis ojos las «crótalos» e iniciar una de las más delicadas y vitales operaciones de
seguimiento médico de aquella misión.
Pero dos hechos -uno de ellos absolutamente imprevisto y desconcertante- retrasarían esta
nueva exploración del cuerpo del Galileo...
Hacia las 13.40 horas, la voz de Eliseo se escuchó "5 x 5" en mi oído. Con una cierta
excitación me adelantó algo que, tanto los hebreos como el pelotón de vigilancia en el Gólgota
y yo mismo, teníamos a la vista y que no tardaría en convertir la ciudad santa y aquel paraje en
un infierno. El primer frente del «haboob» acababa de caer como una negra y tenebrosa niebla
sobre la falda oriental del monte Olivete. La «cuna», como medida precautoria, había activado
su «cinturón» de defensa. Las rachas de viento, a su paso sobre el módulo, alcanzaban los 35
nudos.
El gentío, al distinguir los sucios lóbulos de la tempestad, avanzando por el Este como una
«ola» y gigantesca, empezó a movilizarse, huyendo precipitadamente hacia la muralla. Muchos
de ellos se perdieron por la puerta de Efraím y otros, buenos conocedores de esta especie de
«siroco», buscaron refugio al pie del alto muro que cercaba Jerusalén por aquel punto. El sol
seguía brillando en lo alto, en mitad de un cielo azul y transparente. Creo que esta matización
resulta sumamente interesante: en contra de lo que dicen los evangelistas, aquella
muchedumbre no se retiró de las proximidades del Calvario como consecuencia de las
«tinieblas» a las que aluden los escritores sagrados. Éstas, sencillamente, aún no se habían
producido. Y hay más: en aquellos momentos tampoco detecté miedo. El fenómeno -no me
cansaré de insistir en ello- era molesto, incluso peligroso, pero frecuente en aquellas latitudes.
Los judíos, por tanto, estaban acostumbrados a tales tormentas de polvo y arena. En principio
no era lógico que cundiera el pánico. Sin embargo, ese terror que citan Mateo, Marcos y Lucas
se produjo. Pero, tal y como pasaré a narrar seguidamente, el origen de dicho miedo no estuvo,
repito, en el «siroco»...
A los pocos minutos, de aquellos cientos de personas que contemplaban a los crucificados
sólo quedó un mínimo contingente de sacerdotes y curiosos. Quizá medio centenar. La mayoría,
como si se tratase de una medida habitual de protección, empezó a sentarse sobre el terreno,
cubriendo sus cabezas con los pesados y multicolores mantos. Aquel pequeño grupo, en
definitiva, era una prueba más de lo que afirmo. Sabían que se echaba encima una tempestad
seca y, sin embargo, se tomaron el asunto con filosofía. Por supuesto, eligieron y apostaron por
el macabro espectáculo de los reos, debatiéndose entre la vida y la muerte.
Tentado estuve de aprovechar aquellos instantes para extraer mis lentes especiales de
contacto y proceder al chequeo del cuerpo del Maestro. Pero la inminente llegada de los densos
y negruzcos penachos me hizo desistir. A semejante velocidad -unos 70 kilómetros a la hora-,
las partículas de tierra y los gránulos de arena hubieran dañado la delicada superficie de las
«crótalos», arruinando aquella fase de la misión e, incluso, poniendo en peligro la integridad
física de mis ojos. Así que opté por aplazar el registro ultrasónico y tele-termográfico. Según
Eliseo, el hocico del «haboob » y los dos o tres lóbulos que corrían detrás no eran muy
profundos, estimándose su duración en unos 15 a 20 minutos.
miembros inferiores. Es decir, suponiendo que la masa total de Cristo fuera de unos 82 kilos, la mencionada
musculatura debía correr con la elevación de los 2/3 del peso corporal. En otras palabras: con unos 54,6 kilos. De
acuerdo con la expresión peso = masa x gravedad, se obtuvo que 54,6 x 9,8 = 535,73 julios. Al cronometrar el referido
ascenso de 26,5 centímetros (0,265 metros) en unos 1,5 segundos, Caballo de Troya dedujo que la aceleración sufrida
por Jesús de Nazaret fue de aproximadamente, 0,2355 metros por segundo en cada segundo. (Se tuvo en cuenta,
obviamente, los siguientes parámetros: «e» = espacio o distancia recorrida; «V0» = velocidad inicial, en este caso cero;
«a» = aceleración y «t» = tiempo invertido.
O, lo que es lo mismo: e = V0 + 1/2 a t2. Esto significaba lo siguiente: 0,265 = 1/2 a. 1,52.)
También fue calculada la fuerza que tuvo que hacer el Maestro en cada una de estas violentas elevaciones en
vertical: peso-fuerza = masa X aceleración. Es decir, 535,73- F = 54,6 x 0,2355. El resultado fue de F = 522,87 julios.
En cuanto al «trabajo» desarrollado, he aquí la escalofriante cifra: trabajo = fuerza x distancia (T = 522,87 x 0,265
= 138,56 newtons). Ello arrojó una potencia de ¡92,37 watios! (potencia = trabajo/t¡empo o 138,56/1,5).
Si comparamos esos 92,37 watios con los 2,5 que normalmente realiza la misma musculatura para elevar
simplemente el brazo, empezaremos a intuir el gigantesco y dolorosísimo esfuerzo que, como digo, desarrolló Jesús de
Nazaret en la cruz. (N. del m.)


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No fue necesario que el centurión diera demasiadas indicaciones. Cada hombre sabía cómo
debía comportarse ante aquella contingencia. Al comprobar la masiva retirada de los judíos,
Longino permitió a los centinelas que se agrupasen en el extremo sureste de la cima del
Gólgota, de cara a la tormenta. Juntaron los cuatro escudos, formando un parapeto, y clavaron
sus rodillas en la roca, sujetando esta improvisada defensa mediante las abrazaderas interiores
de cada escudo. El resto de la patrulla levantó la hilera de escudos que había sido dispuesta
sobre la superficie del patíbulo, formando un segundo «muro» defensivo. Y la totalidad del
pelotón -incluidos el oficial y Arsemus- se agazaparon dando la cara al cada vez más próximo
temporal.
Longino, al verme en pie e indeciso, me hizo una señal con la mano para que buscara refugio
junto a la piña que formaban sus hombres. Así lo hice sin pérdida de tiempo. Pero, en lugar de
acurrucarme como los legionarios, en dirección al «sirocco», me senté de espaldas a la patrulla,
sin perder de vista a los crucificados.
El viento, de pronto, se volvió más cálido y silbante. El primer torbellino del «haboob» se
precipitó sobre Jerusalén, y sobre el peñasco donde nos encontrábamos, con una estimable
violencia. En cuestión de segundos, una masa deshilachada y blanquecina, formada por
toneladas de arena y polvo en suspensión, arrasó el lugar, repiqueteando en su choque contra
las partes convexas de los escudos.
A pesar del manto que cubría mi cabeza, una minada de granos de una arena fina empezó a
acosarme, penetrando por todos los huecos de mis vestiduras e hiriendo la piel -especialmente
las piernas- como alfileres. El bramido de aquel tornado fue incrementándose con su velocidad.
Al poco, tanto los soldados como yo, nos vimos obligados casi con desesperación a cerrar los
ojos y proteger la boca, oídos y fosas nasales de aquella angustiosa polvareda.
Conforme el «siroco» fue arreciando, los gritos de los «zelotas» -encarados al viento y casi
desnudos- se hicieron más y más estentóreos. Las rachas habían empezado a ensañarse con
sus cuerpos indefensos, asaeteándoles con millones de partículas de tierra, añadiendo así un
nuevo e insoportable suplicio. Levanté la cabeza como pude y, entre las columnas de polvo,
más que ver, escuché a uno de los guerrilleros, pidiendo entre aullidos que le rematasen. En
cuanto a Jesús, casi no pude distinguir su figura, pero imaginé el sofocante tormento que
estaba soportando.
Dudo mucho que nadie en el Gólgota ni en sus alrededores, ni tampoco en la ciudad, pudiera
levantar la vista durante aquella pesadilla. Los sucesivos frentes del «haboob», cuyo «techo»
resultaba poco menos que imposible de fijar en semejantes condiciones, se elevaban -eso sí- a
una altitud suficiente como para difuminar el disco solar, al menos para cualquier observador
que se encontrase inmerso en el tornado. Sin embargo, yo no aprecié una oscuridad o
debilitamiento de la luz diurna suficiente como para clasificarlo de « tinieblas». Hubo,
naturalmente, un descenso de la visibilidad, como consecuencia del arrastre de arena y polvo,
pero no esa cerrada negrura que parece desprenderse de los textos evangélicos. Cualquiera
que haya vivido una de estas experiencias sabe que, por muy espeso que sea el fenómeno
meteorológico en cuestión, difícilmente desemboca en tinieblas. Fue después cuando ocurrió
«aquello» que sí «oscureció» un amplio radio...
Una vez alejados los tres o cuatro lóbulos «de cabeza», Eliseo abrió de nuevo la conexión
auditiva, anunciándome que la «cola» del «siroco», muy debilitada ya, necesitaría otros cinco o
diez minutos para cruzar la región. Las masas de tierra en suspensión eran menos consistentes,
aunque los vientos en superficie mantenían velocidades no inferiores a los 20025 nudos.
El centurión, al notar cómo el torbellino principal parecía decrecer, se incorporó
parcialmente, inspeccionando a los cuatro soldados que se resguardaban a escasos metros de
nuestra «empalizada». No debió observar demasiadas anomalías porque volvió a acurrucarse
de inmediato, en espera de los últimos coletazos del «haboob». Eliseo no estaba equivocado.
Alrededor de las 14 horas, la fuerza del tornado disminuyó, así como el polverío.
Afortunadamente el cuerpo principal del «siroco» había ido despedazándose desde su
nacimiento en los desiertos arábigos, alcanzando las tierras de Palestina con una «cabeza» cuya
longitud fue valorada por los instrumentos del módulo en unos 20 kilómetros y un frente de casi
125. Las ráfagas, sin embargo, no cesarían hasta bien entrada la tarde.
Cuando la tormenta cesó, el espectáculo que se ofreció a mi alrededor era sencillamente
dantesco. Todos los legionarios, y yo mismo, naturalmente, aparecíamos cubiertos de arena. El
polvo había blanqueado las cejas, cabellos y ropajes de los soldados, así como los mantos de


305
los cincuenta escasos judíos que habían preferido aguantar el azote del viento al pie del
Gólgota.
En cuanto a los crucificados, al verlos mudos y con las cabezas inmóviles sobre el pecho, lo
primero que pensé es que habían perecido por asfixia. Longino debió imaginar lo mismo porque
se precipitó hacia las cruces, palmoteando sobre sus ropas y sacudiéndose la tierra acumulada.
Sin embargo, al situarnos bajo los condenados, comprobamos -yo, al menos, con aliviocómo
seguían vivos. Las costillas flotantes de Jesús registraban esporádicas oscilaciones, señal
de una débil ventilación pulmonar. Las heridas y regueros de sangre se hallaban acribillados por
infinidad de partículas de tierra y arena, llegando a taponar las profundas brechas de los
costados y el desgarro de la rótula. Los cabellos de su cabeza, axilas y pubis, así como el del
pecho, eran irreconocibles. Se habían convertido en masas encanecidas. Su cabellera, sobre
todo, encharcada por las hemorragias, era ahora, con el polvo, un viscoso y ceniciento colgajo.
Quedé aturdido al ver su barba y bigote cargados de polvo y sus labios, con una costra terrosa
que desdibujaba las mucosas e, incluso, las profundas fisuras.
Las heridas de los clavos, tanto en el Maestro como en los «zelotas», habían sido poco
menos que taponadas por el «haboob». Aquel viento infernal, que acababa de atentar contra el
hilo de vida que aún flotaba en lo alto de aquellos árboles, había logrado lo que parecía un
milagro: detener la pérdida de sangre del Nazareno (aunque, sinceramente, a aquellas alturas
de la crucifixión ya no sé qué hubiera sido mejor). De todas formas, el destino es muy
extraño...
Los guerrilleros y Jesús de Nazaret se hallaban sin conocimiento. En el fondo era lo mejor
que les podía haber ocurrido.
Y sucedió. A las 14.05 horas, mi compañero en el módulo -con una excitación similar a la
que había experimentado durante mi permanencia en la finca de Getsemaní- abrió súbitamente
la conexión, anunciándome algo que hizo tambalear mis esquemas mentales.
¡Ahí está otra vez...! ¡Jasón, lo tengo en pantalla...! El radar registra un eco... ¿Dirección...?,
afirmativo: procede del Este. ¡Esto es de locos!
Me volví hacia el lugar, pero, una vez más, no observé nada anormal. Era lógico. Aunque la
«ola» de polvo se había extinguido, aquel objeto se hallaba aún, según el «Gun Dish» de a
bordo, a 135 millas del «punto de contacto» donde reposaba la «cuna».
No viene muy fuerte -prosiguió Eliseo, que debía tener la nariz pegada a la pantalla del
radar-. Calculo que a unos 400 nudos... oh...!
La voz de mi hermano se cortó. Rodeado como estaba por los 12 legionarios y los dos jefes
no pude pulsar mi conexión y dirigirme a él. ¿Qué demonios pasaba en el módulo?
-… ¡Jasón, nunca nos creerán...! El eco acaba de hacer una ruptura de casi 90 grados... Lo
tengo en rumbo 190... Si sigue así pasará casi sobre tu vertical... Pero, ¿cómo ha podido...?,
¿qué clase de «cosa» puede hacer un giro así...? Jasón, entiendo que no puedes hablarme.
Seguiré informando... ¡Reduce, afirmativo, reduce su velocidad! ¡Y también el nivel...! A ver...,
en electo... ¡Roger!, pasa de 400 nudos a 275... ¿Nivel...? 300 y sigue bajando... Te doy
«pegeons»1 al módulo: 90 millas y mantenido en 190... ¡Un instante...! ¡Acelera...! Afirmativo,
está acelerando: ¡400..., 700..., 900 nudos...! ¡No es posible...! Se ha estabilizado en nivel 120
(cuatro mil metros)... Lo tendrás a la vista en seguida si mantiene esa velocidad... Entiendo
que a las «dos» de tu posición...
Efectivamente, a los cinco minutos y seis segundos, la voz de Eliseo irrumpió de nuevo en mi
cabeza. Pero, esta vez silo tenía a la vista: al principio como un punto brillante. Después,
conforme fue aproximándose, perdió luminosidad, convirtiéndose en una especie de «luna
llena», de un color mate.
Los soldados no tardaron mucho en verlo. Y el centurión, levantando la vista, quedó tan
perplejo como yo.
-… ¡Jasón...! ¿lo tienes? Yo lo veo casi a mis «12» y alto... Sigue a 12000 pies. ¡Se
detiene...! ¡Afirmativo!, ¡ha hecho estacionario...!
Las últimas palabras desde el módulo, cargadas de emoción, terminaron por contagiarme.
Me restregué los ojos, pensando en una posible alucinación... Pero pronto caí en la cuenta que
aquella
1 «Pegeons»: entre pilotos y astronautas, proporcionar distancia y rumbo. (N. del m.)


306
hipotética explicación era ridícula: Longino, los legionarios y yo podíamos sufrir algún tipo de
trastorno pero, ¿y el radar?
Aquella «cosa », según Eliseo, se había estabilizado a unos 4000 metros sobre la vertical de
Jerusalén. Y así permaneció por espacio de dos o tres minutos. A juzgar por la altura a la que
se encontraba y por su tamaño aparente -superior al de diez lunas- sus dimensiones eran
enormes.
Mientras observaba boquiabierto aquel fenómeno pasaron por mi mente un sinfín de posibles
explicaciones, que, por supuesto, no terminaron de satisfacerme. Era el segundo objeto volante
que veía en las últimas 14 horas. ¿Cómo podía ser? ¿Qué significaba aquello? Y, sobre todo,
¿quién o quiénes lo tripulaban?
Pero mis elucubraciones se vieron definitivamente pulverizadas cuando mi hermano, después
de verificar hasta tres veces el diámetro de aquel artefacto, me anunció sus dimensiones: ¡1
757,9 096 metros! ¡Casi un kilómetro y ochocientos metros! Es decir una superficie ligeramente
superior a la de toda la ciudad santa...
La presencia de aquel monstruoso disco, totalmente silencioso y flotando en el cielo como
una frágil pluma, hizo pasar a la escolta y a los hebreos de la estupefacción al miedo. En un
movimiento reflejo, el centurión y algunos de sus hombres desenfundaron sus espadas,
replegándose hacia la base de las cruces. Pero ninguno acertó a expresarse. Un pánico
irracional se había enroscado en sus corazones y lo mismo ocurría entre el medio centenar de
curiosos que permanecía junto al Gólgota. Las miradas de todos estaban fijas en aquella «luna»
misteriosa.
A las 14 horas y 8 minutos, según los cronómetros del módulo, el objeto osciló ligeramente -
como si «temblase»- y, despacio, en un ascenso que me atrevería a calificar de majestuoso, se
dirigió hacia el sol. Al alcanzar el nivel 180 (18000 pies) volvió a hacer estacionario.
Un alarido colectivo se escapó de las gargantas de los judíos cuando vieron cómo aquel
artefacto empezaba a interponerse entre el disco solar y la Tierra. Y lo hizo de Este a Oeste
(siempre considerada la observación desde el Calvario y sus inmediaciones).
En segundos, con una precisión que me secó la garganta, el formidable objeto tapó el
ardiente circulo, dando lugar a un progresivo oscurecimiento de Jerusalén y de un dilatado
radio en el que, naturalmente, me encontraba.
Esta interposición con el sol, milimétrica y magistralmente desarrollada por quienes
gobernaban aquel inmenso aparato, se produjo con cierta lentitud, pero sin titubeos. Hoy, al
recordarlo, tengo la sensación de que los responsables de dicha operación quisieron que el
«eclipse» pudiera ser observado paso a paso.
En menos de 120 segundos, el astro rey desapareció y, con él, la claridad. Mejor dicho, un
ochenta por ciento de la fuente luminosa. Obviamente, aunque la gran masa metálica -
confirmada por el radar- proyectó al instante un gigantesco cono de sombra sobre la ciudad
santa y sus alrededores, las radiaciones solares siguieron presentes, formando una «corona» o
«aura» luminosa que abarcaba toda la curvatura del enigmático objeto. Las «tinieblas», en
electo, se hicieron sobre Jerusalén, aunque no con el carácter absoluto de una noche cerrada,
por ejemplo. La claridad existente alrededor del disco era suficiente como para que pudiéramos
distinguir el entorno con un índice de luminosidad muy similar al que suele seguir a una puesta
de sol. Y así se mantuvo hasta que llegó el momento fatídico...
(No creo necesario extenderme en profundidad sobre esa ilógica explicación científica, que
trata de resolver este fenómeno de las «tinieblas» con ayuda de un eclipse total de sol. Basta
recordar que en aquellas fechas se registraba precisamente el plenilunio y, en consecuencia, tal
eclipse de sol era imposible. La luna, a las 14 horas del 7 de abril del año 30 se hallaba aún
oculta por debajo del horizonte oriental. Los astrónomos saben, además, que un eclipse de esta
naturaleza siempre se inicia por la cara Oeste del disco solar. Aquí, en cambio, ocurrió al revés.
El oscurecimiento del sol se inició por el Este.)
Eliseo, una vez consumado el ocultamiento solar, verificó los parámetros de a bordo,
confirmando que aquella especie de «superfortaleza» volante había quedado «anclada» a 18
000 pies de altura, manteniendo una velocidad de desplazamiento de 1 431,055 km/ hora. En
los 45 minutos que duró el fenómeno de las «tinieblas», aquel objeto cubrió un total de 1


307
073,2912 kilómetros, siempre a una altitud de 6 000 metros. (El diámetro solar aparente
correspondía a un arco cuyo valor aproximado era de 33 minutos y 10 segundos.)1
Al consumarse el «eclipse», que insisto, sólo pudo tener una proyección puramente local,
muchos de los judíos –espantados- cayeron rostro en tierra, golpeándose el pecho con ambas
manos y profiriendo alaridos de terror. Los saduceos, desconcertados, no sabían cómo
reaccionar. Al fin, la mayoría de los hebreos escapó hacia la puerta de Efraím, mientras los
dirigentes judíos -no demasiado convencidos- intentaban retenerles, gritándoles que «todo
aquello sólo podía obedecer a algún encantamiento del crucificado o a un fenómeno celeste...»
Fue inútil. La turbación de los incultos y supersticiosos enemigos de Jesús era tal que ni
siquiera escucharon los razonamientos de los sacerdotes. Y allí permaneció el desamparado
puñado de jueces, mucho más pendiente de lo que ocurría en los cielos que en el patíbulo.
Supongo que, si siguieron al pie del Gólgota no fue porque les sobrara valentía, sino por
obediencia a Caifás y al resto del Consejo.
El oficial romano tuvo que hacer un supremo esfuerzo para calmar su nerviosismo y el de
sus hombres. Si los hebreos eran temerosos de este tipo de manifestaciones, los romanos aún
lo eran mucho más. A fuerza de imperiosos gritos, Longino logró finalmente que sus soldados
ocuparan los puestos de vigilancia asignados por el optio antes de la tormenta de arena. A
juzgar por el vocerío que se levantaba más allá de la muralla, la confusión y el miedo entre los
peregrinos y habitantes de Jerusalén tenían que ser extremos. Mientras aquella área
permaneció en la penumbra, muchos curiosos llegaron a asomarse bajo el arco del portalón de
Efraim, intrigados y, supongo, ansiosos por saber si todo «aquello» tenía alguna vinculación con
el prodigioso Maestro de Galilea. Pero ninguno tuvo valor para aproximarse. Mejor dicho, hubo
un grupo que silo hizo...
A los pocos minutos de iniciarse las «tinieblas», por el camino que partía de Jerusalén se
destacó una veintena de personas. Con paso ligero y decidido fue acercándose al filo de la gran
roca. A causa de las sombras no pude distinguir al joven apóstol Juan hasta que se detuvo a
escasos metros de donde me encontraba. Al fin había vuelto. Le acompañaba otro hombre y
unas 18 mujeres, todas ellas semiocultas por sus ropones. Pero no supe reconocer a ninguno
de los amigos del Zebedeo.
Era sumamente extraño. En realidad, todo lo era desde la aproximación de aquel objeto, que
seguía fijo e imperturbable sobre nuestras cabezas. Precisamente a raíz de su aparición en el
espacio -aunque no me percaté de ello hasta la llegada de Juan y su grupo-, el viento había
cesado. Y con él, todos los sonidos propios y naturales del campo. Al menos, los que
habitualmente venía percibiendo. Incluso, los fugaces trinos de las golondrinas y demás aves y
el zumbido de los insectos y de aquellas nubes de moscas verdes y gruesas como monedas de
un centavo que, antes del paso del «haboob», habían empezado a posarse a decenas sobre la
sangre de los crucificados.
Cuando estaba a punto de descender por el canal, a fin de reunirme con Juan, un súbito
gemido del Galileo me detuvo. El Maestro parecía haber recobrado la conciencia. El centurión y
yo caminamos unos pasos y, efectivamente, comprobamos cómo el crucificado se esforzaba
nuevamente en sostener un acelerado ritmo respiratorio. La forzada caída del diafragma había
hinchado su vientre y su tórax aparecía rígido como el madero del que colgaba. A pesar del
polvo y la tierra que le cubrían -casi como un fatídico adelanto de su sepultura-, los signos de la
cianosis eran cada vez más palpables. Las escasas uñas de sus pies que no se hallaban bañadas
por la sangre habían empezado a tornarse de una típica coloración azulada. Otro tanto ocurría
con las puntas de sus dedos. La tetanización de los miembros inferiores era ya galopante. Los
músculos de los muslos y piernas seguían registrando espasmos, aunque cada vez más
espaciados. Los dedos gruesos de ambos pies habían entrado ya en aducción, desviándose
hacia el plano central del cuerpo del Nazareno.
De pronto, una mano se posó sobre mi hombro izquierdo. Era Juan. Con su coraje habitual
había ascendido hasta lo alto del Calvario. Venía solo. La verdad es que ni siquiera se entretuvo
1 No puedo resistir la tentación de recordar al lector otro suceso que parece guardar una estrecha relación con éste:
el sol que «bailó» en Fátima en 1917. En cuanto al objeto que provocó las »tinieblas» sobre Jerusalén y su entorno, el
computador del módulo estimó que giraba geosincrónicamente sobre la ciudad santa (paralelo estimado para Jerusalén:
5 463 kilómetros). (N. del m.)


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en contemplar a su Maestro. Sus ojos se hallaban hundidos y el rostro, marcado por las largas
horas de insomnio y sufrimiento. Parecía un viejo...
Con voz temblorosa se dirigió a Longino, suplicándole que, aunque sólo fuera un instante,
permitiera a la madre de Jesús de Nazaret aproximarse a la cruz y dar el último adiós a su hijo
primogénito. Juan acompañó su petición dirigiendo su brazo derecho hacia el reducido número
de mujeres que esperaba a escasa distancia de los saduceos.
A pesar de cuanto llevaba vivido y sufrido en aquella misión, al oír al Zebedeo mis rodillas
temblaron. ¡María estaba allí!
Longino no tuvo valor para negarse. Y autorizó al discípulo a que acompañara a la madre del
Maestro hasta lo alto del patíbulo, con la condición de que el resto siguiera donde estaba y de
que la permanencia al pie de la cruz fuera lo más breve posible.
Juan agradeció el humanitario gesto del centurión y se apresuró a volver junto al grupo.
Intercambió unas palabras con las mujeres y, seguidamente, una de las hebreas comenzó a
subir por entre las rocas, asistida por Juan y el otro hombre.
Conforme se aproximaban, mi pulso se aceleró. A los pocos segundos tuve ante mi a la
madre terrenal de aquel gigante...
Los legionarios, algo más tranquilos, habían descendido por el segundo peñasco,
entregándose a la búsqueda de leña seca con la que poder encender una fogata. Ellos,
lógicamente, no podían prever la duración de la oscuridad y Arsenius, prudentemente, ordenó a
los infantes que se hicieran con una buena provisión de combustible. Faltaban cuatro horas
para el ocaso y la custodia de los condenados podía ser larga.
En el instante en que María llegaba al pie de la cruz central, dos de los soldados depositaron
sobre la roca sendos haces de ramas de la llamada retama «de escobas», muy ligera y de
excelente calidad para sus propósitos.
Apoyándose en los antebrazos de Juan y del segundo hombre (que resultó llamarse Jude o
Judas y que, según pude averiguar al día siguiente, era hermano carnal de Jesús), aquella
hebrea de rostro extremadamente pálido se detuvo a un metro del árbol en el que se hallaba
clavado su hijo. No era muy alta. Su cabeza, levantada hacia el Maestro, había quedado poco
más o menos a la altura de las rodillas del Nazareno. Posiblemente mediría entre 1,60 y 1,65
metros. Contaba alrededor de 50 años, aunque su figura frágil, algo encorvada y las arrugas
que nacían de sus hermosos ojos almendrados la hacían más venerable. A pesar de la
oscuridad me llamó la atención su frente alta y despejada, rematando un rostro ovalado en el
que apenas despuntaba una nariz pequeña y recta. Cubría su cabeza con un manto marrón
claro que no me permitió ver sus cabellos. Sin embargo, á juzgar por el color de sus cejas -
finas y ligeramente arqueadas-, debían ser de un negro azabache. La túnica, de una tonalidad
similar a la del manto, aunque algo más apagada, rozaba casi la superficie del Gólgota.
Nadie dijo nada. Juan rompió a llorar, aferrándose al brazo de la Señora. Longino,
conmovido, se retiró.
Sin embargo, ante mi sorpresa, María no derramó una sola lágrima. Sólo el temblor de sus
largas y encallecidas manos, bajo cuya piel serpenteaba una maraña de venas azules y
pronunciadas, reflejaba su aflicción.
Mis problemas se vieron aliviados cuando el oficial, en otro gesto que decía mucho en su
favor, regresó hasta nosotros, portando una tea recién encendida.
Cuando Longino aproximó la improvisada antorcha al cuerpo del Maestro, con el fin de que
su madre pudiera contemplarle mejor, el Galileo, alertado quizá por el resplandor rojizo del
fuego, despegó la barbilla del pecho, descubriendo a su familia. Su respiración volvió a agitarse
y su ojo derecho se abrió al máximo.
La mujer, al igual que Juan y el hermano de Jesús, no despegaron ya sus miradas del rostro
del crucificado.
La boca del gigante se abrió ligeramente, intentando hablar, pero sus pulmones -disminuidos
en su capacidad vital por las múltiples lesiones de los músculos respiratorios y por la angustiosa
falta de apoyo- se hallaban ante una gravísima insuficiencia ventilatoria restrictiva. (Pocos
minutos más tarde, al ajustar los ultrasonidos a su tórax, Caballo de Troya recibiría información
sobre esa delicada situación, certificando mis sospechas: la capacidad vital de Jesús se hallaba
muy por debajo del 80 por 100 del valor teórico normal, estimado -como se sabe- en 5,50
litros.)


309
A pesar de ello, el Nazareno, en un titánico esfuerzo, contrajo los músculos abdominales y,
casi al unísono, la agotada musculatura de los antebrazos y hombros comenzó a palpitar,
buscando la energía necesaria para elevar la parte superior del cuerpo esos imprescindibles y
kilométricos 26,5 centímetros. Pero las reservas del Cristo estaban casi agotadas y su voluntad
no fue suficiente. En esos dramáticos momentos sucedió algo casi insignificante, poco menos
que imperceptible para los que se hallaban al pie de la cruz, pero que para mi, como médico,
me heló el corazón. Jesús arqueó el diafragma por segunda vez y tensó de nuevo los músculos
elevadores y extensores, haciéndolos vibrar. Al mismo tiempo, su muñeca izquierda giró apenas
un centímetro sobre el eje del antebrazo. Aquel movimiento del carpo sobre el clavo colaboró
decisivamente en la elevación de los hombros. La cabeza del rabí se clavó en el patibulum y su
barba apuntó hacia el cielo, mientras el violento dolor provocado por el mínimo giro de la
muñeca izquierda hacía latir con precipitación las paredes de la vena yugular externa,
marcando las fosas supraclaviculares y los músculos del cuello como jamás he visto en ser
humano. Al instante, de la semicegada herida de la muñeca izquierda surgieron dos reguerillos
de sangre, finísimos y divergentes, que corrieron hacia el codo.
El Maestro -a qué precio- había logrado su propósito. Al elevarse, su boca se abrió al máximo
y una bocanada de aire fresco penetró en sus pulmones, al tiempo que el hundimiento del
vientre dejaba al descubierto la cresta ilíaca de la cadera derecha.
El cuerpo del crucificado volvió a caer y Jesús, bajando el rostro, esbozó una sonrisa extraña.
Aquel rictus me alarmó: no se trataba en realidad de una sonrisa, sino de otro síntoma de la
tetanización que le acosaba y que en Medicina se conoce por «sonrisa sardónica»: labios
apretados, con las comisuras hacia afuera y hacia abajo.
María, al contemplar el desesperado esfuerzo de su hijo, bajó la cara y sus piernas
flaquearon. Pero Juan y Judas la sostuvieron. Sus labios, apenas sombreados por la luz de la
antorcha, empezaron a aletear y las profundas ojeras que corrían por encima de sus altos y
afilados pómulos se confundieron con la oscura e insondable amargura de unos ojos que, a
pesar de todo, conservaban una singular belleza.
-¡Mujer...!
La renqueante voz del Maestro hizo que María y todos los demás levantaran el rostro. Y el
semblante de aquella hebrea se iluminó.
-¡Mujer -repitió Jesús-, he aquí a tu hijo!
Juan se secó las lágrimas con la palma de su mano derecha, mirando a su Maestro sin
acertar a comprender.
Después, desviando el rostro hacia el apóstol exclamó, casi sin fuerzas:
-¡Hijo mío..., he aquí a tu madre!
La menguada inhalación del crucificado estaba casi agotada. Su respiración entró en déficit y
apurando sus últimas posibilidades, ordenó entre jadeos:
-Deseo..., que abandonéis este... lugar.
Su abdomen había vuelto a deformarse y su cabeza, al igual que los músculos de los brazos
y hombros, se desplomaron.
Los hombres hicieron intención de dar media vuelta y retirarse, pero María, siempre en
silencio, avanzó un paso hacia el crucificado. Se inclinó muy lentamente y besó la rodilla
derecha de Jesús. Después, ocultando su rostro entre las manos, abandonó el peñasco,
prácticamente sostenida por Juan y su hijo.
Creo que, tanto el centurión como yo quedamos impresionados por la entereza de aquella
mujer. Una hebrea a la que tendría oportunidad de volver a ver y de cuya conversación
obtendría una magnífica y sensacional información.
La pequeña, casi insignificante, sombra de María, la madre del Maestro, no tardó en
difuminarse en la penumbra. Juan y Jude la acompañaron en su camino de regreso a Jerusalén.
Pero el resto de las mujeres continuó a corta distancia, pendiente del agonizante crucificado.
Allí estaban, entre otras seguidoras y creyentes, Ruth, también hermana carnal del Nazareno;
Salomé, la madre de Juan; Mirián, esposa de Cleopás y hermana de la madre de Jesús; Rebeca
y María, la de Magdala, más conocida hoy por «Magdalena».
Hacia las 14.25, el optio autorizó al que hacía las veces de intendente a que repartiera la
cena entre los hombres de la patrulla: cerdo salado, queso, pan y una ración de agua con
vinagre, conocido por el nombre de «posca». Todos los soldados, a excepción de los que
montaban guardia, se reunieron en torno a la hoguera, dando buena cuenta de las viandas.
Caballo de Troya
J. J. Benítez
310
Durante aquellos breves momentos de distensión pregunté al oficial por qué los legionarios
habían apilado sendos montones de ramas en la base de cada una de las cruces. Longino,
invitándome a degustar aquel vino fermentado, me explicó que consistía en una simple medida
de gracia. En caso necesario, si así se ordenaba o si la agonía de los reos se prolongaba en
demasía, deberían prender fuego a la leña. El humo remataba a los crucificados, asfixiándoles
en cuestión de minutos.
Algunos de los infantes, tratando de apaciguar el miedo que, sin duda, aún les atormentaba,
empezaron a gastar bromas a cuenta de los prisioneros. Uno de ellos, más osado que el resto,
se volvió hacia Jesús, brindando con su jarra de latón:
-¡Salud y suerte al rey de los judíos!
La ocurrencia contagió al resto, que también levantó su «posca» hacia la cruz del Galileo.
Jesús, interrumpiendo su jadeante respiración, exclamó:
-¡Tengo sed!
El optio consultó al centurión y éste le autorizó a que acercara al Galileo el tapón que
cerraba la cántara con el agua avinagrada. Arsenius tomó el cierre y después de clavarlo en la
punta de una de las azagayas de la escolta llegó al pie del madero, levantando la lanza de
forma que el tapón, previamente empapado en la «posca», tocara los polvorientos labios del
Maestro. Naturalmente, no desperdicié aquella ocasión. Jesús abrió la boca, mordiendo
ansiosamente el corcho. El líquido limpió la tierra pero, al penetrar en las grietas, el ácido hirió
nuevamente la carne del Nazareno, que retiró en seguida la cabeza. Arsenius bajó el pilum y, al
observar que el prisionero no hacía intención de repetir el humedecimiento de su boca, se
retiró.
Los labios del rabí acusaban con sus temblores un incremento de la crisis febril. Tomé
entonces una antorcha y, al aproximaría al rostro de Jesús, descubrí cómo la tetanización había
empezado a reducir el brillo del esmalte dentario, aumentando en cambio la opacificación del
cristalino. Su ojo izquierdo seguía cerrado por los hematomas. (La insuficiencia paratiroidea,
provocada por la tetanización, debía ser ya alarmante, con un acusado descenso de la
concentración de calcio en sangre.)
No había tiempo que perder. Me alejé unos pasos, hasta llegar al filo sur del promontorio y,
de espaldas a los legionarios, ajusté las «crótalos » a mis ojos. Segundos antes, cuando extraía
las lentes de contacto de la bolsa de hule, vi cómo Juan y su compañero regresaban de la
ciudad, uniéndose a las mujeres.
Advertí a Eliseo del inminente chequeo, anunciándole que, si no me equivocaba, Jesús de
Nazaret estaba entrando en pleno proceso pre-agónico y que, a fin de sincronizar la exploración
médica con el tiempo real, ajustara los cronómetros del módulo con la activación del circuito
ultrasónico, recordándome la hora cada cinco minutos.
Retrocedí de nuevo, plantándome a tres metros de la cruz central y activé las ondas
ultrasónicas.
Eran las 14.30 horas...
Mi primera preocupación fue averiguar la pérdida general de sangre. Las constantes
hemorragias -en especial después del enclavamiento- me hacían sospechar un grave descenso
de la volemia. Las ondas de 3,5 MHZ buscaron las principales arterias y el «efecto Doppler» en
las cavas y aorta confirmaron mis temores: en aquellos momentos, el volumen total de sangre
fue estimado en un 47 por 100. Jesús, por tanto, a las 14.30 horas había experimentado una
pérdida de 2,82 litros. (Estos datos, y otros más complejos que he preferido ahorrar en mi
diario, fueron obtenidos, como ya apunté en su momento, después de la culminación de aquella
primera parte del «gran viaje».)
El Nazareno, por tanto, había perdido casi la mitad de su volemia. Si seguía desangrándose y
sin posibilidad de reponer, al menos, parte del plasma perdido -hecho éste francamente difícil-,
la anemia galopante terminaría por provocar un desfallecimiento del que no podría recuperarse.
En aquellos momentos, suponiendo que esto hubiera sido posible, el cuerpo del Maestro debería
haber sido colocado en posición horizontal.
-14.35 horas...
El inmediato «rastreo» del bazo sólo vino a ratificar el prácticamente mermado circuito
generador de glóbulos rojos o eritrocitos. Al descender éstos a la alarmante cifra de 2 700 000
por milímetro cúbico de sangre, el bazo había ido liberando sus reservas, pero pronto quedó


311
agotado. En cuanto a la aceleración de la entropoyesis en la médula ósea y la estimulación de
la síntesis proteica, hacía tiempo que habían quedado «bajo mínimos».
Estas pérdidas en el torrente sanguíneo y la no ingestión de líquidos compensadores desde
que fuera izado sobre el madero vertical estaban originando una sed aplastante -quizá uno de
los peores sufrimientos- y, consecuentemente, un desmesurado y casi sostenido gasto cardíaco.
La rudimentaria ventilación pulmonar, cada vez más degradada, había hecho saltar todas las
«alarmas» y el corazón, en un esfuerzo supremo, luchaba por bombear sangre a las
musculaturas de hombros, brazos e intercostales. Estos últimos, sobre todo, se habían hecho
cargo prácticamente del 90 y, a veces, del 100 por 100 de la responsabilidad respiratoria.
El músculo cardiaco, en definitiva, que en una persona normal trabaja a razón de 60 a 70
pulsaciones por minuto, golpeaba la caja torácica de Jesús a un promedio de 120-130 latidos,
agobiado ante la dramática solicitud de oxigeno y de fuerza por parte de las áreas nobles del
organismo: cerebro, riñones y, en estas circunstancias, de la musculatura que peleaba por la
entrada de aire en los pulmones. El instinto de supervivencia estaba imprimiendo al corazón un
gasto que Caballo de Troya estimó entre 30 y 40 litros por minuto. Sin embargo, conforme iba
corriendo el tiempo, las formidables palpitaciones del Nazareno fueron oscilando, con sensibles
descensos, consecuencia de la menor actividad del bulbo raquídeo, que empezaba también a
flaquear, enviando muchos menos impulsos nerviosos al corazón. Esto, en suma, provocaría un
circulo vicioso de carácter irreversible.
-14.40 horas...
El Maestro, con las costillas tensas como ballestas y las arterias pulsando sin descanso,
despegó la barbilla del tórax. Su ojo derecho empezaba a apuntar un ligero estrabismo o
desviación divergente. Frunció las cejas y con un gemido suplicante exclamó:
-¡Tengo sed!
Longino repitió la maniobra pero, en esta ocasión, los apergaminados labios apenas rozaron
el cierre esponjoso de la cántara. El centurión hizo oscilar la antorcha a la altura de la cara del
Galileo, con lentos movimientos de derecha a izquierda. Pero la pupila, muy dilatada, no llegó a
moverse. ¡Jesús había empezado a perder visión! La mirada vidriosa me hizo pensar en la
posible formación de un edema papilar o hinchazón del nervio óptico en el fondo de aquel ojo,
seguramente como consecuencia de la hipertensión intracraneal o por el menor flujo sanguíneo
en aquella región de la cabeza.
El oficial examinó detenidamente el rostro del rabí. Su nariz, a pesar del hematoma y la
posible desviación o fractura de los huesos propios, había empezado a adquirir un sombreado
afilado (signo inequívoco de la fase premortal). También sus cuencas orbitales se hallaban más
acusadas, registrándose un hundimiento de la bolsa adiposa del pómulo derecho. El izquierdo
se hallaba tan tumefacto y ensangrentado que resultaba imposible distinguir señal alguna.
Este -comentó Longino- está listo.
Y retornó junto a sus hombres, moviendo la cabeza con un cierto desaliento.
Me situé en cuclillas y dirigí el finísimo láser rojizo por debajo del último segmento del
esternón o apéndice xifoides, procurando evitar así el choque de los ultrasonidos con las
costillas falsas y flotantes. Al encontrar la masa esponjosa y elástica de los pulmones, la
catástrofe respiratoria apareció en todo su dramatismo. El pulmón izquierdo se hallaba casi
colapsado, a causa de un derrame pleural. Los latigazos y sucesivos golpes y patadas en los
costados -y concretamente en el izquierdo- habían originado, sin duda, la acumulación de
líquido en la parte inferior del «saco» pleural que envuelve al pulmón.
Al medir los más importantes parámetros de la respiración1 de Jesús de Nazaret, la
computadora encargada de las valoraciones y registros -una Dataspir, sistema «on line, EDV
70»- estimó que, en aquellos momentos (14.40 horas), tal y como suponía, la capacidad vital
del Galileo se hallaba en fase crítica: con un déficit superior al 70 por 100.
Esta disminución generalizada de las funciones respiratorias había ocasionado igualmente un
descenso en el volumen residual de aire, estimado en condiciones normales en 1,67 litros. En
1 Utilizando el llamado «Sistema 1», basado en tablas francesas elaboradas en Nancy, fueron desarrollados
alrededor de 40 parámetros. Por ejemplo, la «VC» o capacidad vital; «VT« o volumen corriente; «RV« o volumen
residual; «TLC» o capacidad pulmonar total; «MV» o volumen minuto; transferencia o difusión pulmonar del oxígeno;
«RAW» o resistencia de vías aéreas; distensibilidad pulmonar y torácica, y «PST» o presión de retracción elásticopulmonar.
(N. del m.)


312
definitiva, las mermas en la capacidad vital, volumen residual y «TLC» o capacidad pulmonar
total habían provocado en Jesús la formación del llamado «pulmón pequeño». Por descontado,
el incremento de la frecuencia respiratoria -por encima, incluso, de las 40 respiraciones por
minuto- sólo permitía una pobre aireación de los llamados «espacios muertos»: boca, tráquea,
etc., resultando muy poco efectiva a la hora de transportar oxígeno a los alvéolos pulmonares.
Y, consecuentemente, la hipoventilación que se derivaba de la existencia del «pulmón
pequeño» arrastró de inmediato el incremento del C02 o anhídrido carbónico, que contribuyó a
un progresivo envenenamiento e intoxicación del rabí. Esta alta dosificación de C02 no tardaría
en deprimir el sistema nervioso central. Caballo de Troya estimó que el aumento de anhídrido
carbónico había alcanzado valores superiores a los 50-60 mmg de presión a los 30 minutos de
haber sido colgado en la cruz. El aumento del PaCO2 opresión arterial del anhídrido carbónico
tuvo, sin embargo, una repercusión que podríamos calificar como «relativamente beneficiosa»
para el Nazareno: al multiplicarse la presencia de este tóxico, el organismo de Jesús entró en
una fase de adormecimiento que, sin duda, hizo más «llevadero» el tormento.
-14.45 horas...
La baja saturación de oxígeno en hemoglobina estimuló una vez más el instinto de
supervivencia del Maestro. E izándose de nuevo sobre los clavos de las muñecas aspiró la que
sería su penúltima bocanada de aire. A partir de esos instantes, presa de una taquicardia
mucho más agresiva, el Galileo -consciente de sus escasos minutos de vida- comenzó a recitar
lo que me parecieron pasajes de las Sagradas Escrituras. El centurión y varios legionarios se
aproximaron, intrigados. Pero su lenguaje era casi ininteligible. Las fuerzas se le escapaban a
borbollones y sólo de vez en cuando sus palabras llegaban con un mínimo de nitidez a mis
oídos. Al retener algunas de aquella frases caí en la cuenta de que el Maestro no trataba de
decirnos nada. Simplemente, ¡estaba rezando!
Así pude escuchar, por ejemplo: «Sé que el Señor salvará su unción...» o «Tu mano
descubrirá a todos mis enemigos» y, sobre todo, la impresionante y polémica «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Al retornar al módulo consulté el libro de los Salmos y, efectivamente, comprobé cómo el
Maestro había estado recitando algunos de los pasajes de este texto sagrado. Entre los que yo
acerté a identificar se hallaban párrafos de los salmos XX, XXI, y XXII. Este último (salmo 22,2)
dice exactamente: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? Lejos están de la
salvación mis rugidos.»
No pude por menos que sonreír. Los teólogos, exegetas y moralistas de todas las Iglesias
han escrito durante siglos ríos de tinta, tratando de interpretar y acomodar estas últimas
palabras de Jesús.
Para algunos, sobre todo para los Padres latinos, este supuesto lamento del Nazareno era
sólo una expresión metafórica: «Jesús -dicen- habla en nombre de la Humanidad pecadora y en
su persona, los pecadores son abandonados de Dios.» Así pensaban, por ejemplo, Orígenes,
Atanasio, Gregorio Nazianzeno, Cirilo de Alejandría y Agustín, entre otros.
Una segunda hipótesis -defendida por Eusebio y Epifanio- llegó a proponer lo siguiente: «La
naturaleza de Jesús habla a su naturaleza divina, quejándose al Verbo de que vaya a
abandonar a la naturaleza humana en el sepulcro por algún tiempo.»
Por último, una tercera teoría apunta hacia el hecho de que el Cristo llegó a sentirse
verdaderamente abandonado por el Padre. Así dicen, al menos, hombres tan prestigiosos como
Tertuliano, Teodoreto, Ambrosio, Jerónimo, santo Tomás y un sinfín de teólogos modernos.
En mi opinión, el Maestro, angustiado por la sombra de la muerte, se refugió en algo que
resulta común a muchos humanos cuando se ven en un trance semejante: la oración.
-14.50 horas...
El fulminante ascenso de la acidosis fue otro anuncio del inminente final del Nazareno. Al
revisar el torrente sanguíneo observamos un alarmante descenso del pH. De 7,20-7,30 en el
momento de la crucifixión había bajado a 7,15. El riñón aún seguía fabricando angiotensina,
luchando por subir la tensión, pero todo era poco menos que inútil. En realidad aquellas últimas
respiraciones de Jesús de Nazaret, cada vez más breves y aceleradas, estaban sostenidas ya
por la hipoxia o baja carga de oxígeno en la hemoglobina de la sangre. Pero este último y sabio
estímulo de la naturaleza humana tenía los minutos contados.


313
La cianosis dominaba ya todas las mucosas y partes «acras»: puntas de los dedos de las
manos y de los pies, lengua, labios e, incluso, algunas áreas de la piel.
De pronto, el ritmo galopante del corazón se encrespó aún más, pulsando a razón de 169
latidos por minuto. El Cristo, con los dedos agarrotados, había iniciado la que sería su última
elevación muscular. La muñeca izquierda giró por segunda vez pero, en esta oportunidad, el
golpe de sangre fue mucho más viscoso y amoratado. A pesar de ello, los regueros escaparon
por el antebrazo, goteando hasta la roca del Calvario cuando toparon con el codo. El cuello se
hinchó y los músculos intercostales experimentaron nuevos espasmos, mientras el rostro
ganaba altura, milímetro a milímetro. Con el ojo y la boca muy abiertos, el Maestro parecía
querer atrapar la vida, que ya se le iba...
La caja torácica, a punto de estallar, inhaló el aire suficiente para que Jesús de Nazaret, con
una potencia que hizo volver la cabeza a todos los legionarios, exclamase:
-¡He terminado! ¡Padre, pongo en tus manos mi espíritu!
Al instante, su cuerpo se desplomó, haciendo crujir todas las articulaciones.
La voz de Eliseo me anunció las 14.55 horas...
Al escuchar la retumbante frase del reo, el oficial se precipitó hacia el pie de la stipe. Y antes
de que me olvide de ello, deseo precisar que, tal y como señala Juan en su Evangelio (único
testigo de entre los cuatro escritores sagrados), no hubo grito, en el sentido literal de la
palabra. Su voz se propagó estentórea, eso sí, y quizá por ello, con el paso de los años, las
mujeres y el propio centurión pudieron confundir esta postrera manifestación del Maestro con
un grito. Tal y como dice San Juan, Jesús no profirió semejante grito. Dicho esto, prosigamos.
Longino acercó de nuevo la tea al rostro del Nazareno. Tenía el ojo abierto y la pupila dilatada.
En la revisión de las filmaciones se pudo precisar cómo minutos antes de esta última pérdida de
conciencia, la córnea del ojo se había vuelto opaca. Fue una lástima ¡que el ojo derecho se
hallara cerrado. Muy probablemente, los analistas de Caballo de Troya habrían detectado el
llamado signo de Larcher1.
Externamente había cesado toda evidencia respiratoria. El Maestro, con la barbilla hundida
sobre el esternón, permanecía con la boca entreabierta.
Me apresuré a dirigir los ultrasonidos sobre la región cardíaca. Caballo de Troya estimó que,
a partir de las 14.54 horas -cuando el tableteo del corazón llevaba unos tres minutos,
aproximadamente, con una frecuencia vertiginosa (que alcanzó su pico máximo en las ya
mencionadas 169 pulsaciones-minuto)-, el pulso bajó en picado. El nódulo senoauricular (que
late normalmente a razón de 72 veces por minuto) se colocó muy por debajo de los 60
impulsos y, en cuestión de segundos, todo el miocardio entró en una fibrilación ventricular. A
los 30 segundos de arritmia, el Maestro cayó fulminado, aunque la parada cardíaca final no se
produjo hasta dos minutos y medio después. Según estas apreciaciones, el fallecimiento de
Jesús de Nazaret pudo ocurrir a las 14.57 horas y 30 segundos, aproximadamente, del viernes,
7 de abril del año 30.
A pesar del gasto cardíaco, el riego sanguíneo que llegaba al cerebro fue insuficiente,
provocando, entre otros efectos, el referido desmayo o pérdida de conciencia del que no habría
retorno.
-Ha muerto...
El centurión pronunció aquellas dos palabras con una cierta piedad. Como si la desaparición
de aquel ajusticiado hubiera representado algo para él... En realidad, como he dicho, la muerte
clínica del Nazareno no se produciría hasta pocos segundos más tarde. Pero esto no podía
saberlo Longino.
El Maestro no tardaría en entrar en la muerte biológica. Suspendido por los clavos de las
muñecas, su vientre aparecía muy hinchado. El tórax había quedado hundido y los músculos
pectorales -que no habían cesado de oscilar y convulsionarse- yacían rígidos, desmayados.
Entre las ramas y púas del casco se apreciaba ya, cada vez más marcado, un círculo violado
alrededor de la deformada nariz. Las sienes, semiocultas por los cabellos, se hallaban hundidas
y la oreja derecha, algo visible, se había retraído. La piel situada inmediatamente por encima
de la barba se arrugó y el globo ocular se fue oscureciendo, como silo cubriera una especie de
1 Esta «señal», que suele preceder a la muerte, bien conocida de los médicos, presenta generalmente en el ojo
derecho una opacidad de la esclerótica algo más pálida que en la del izquierdo. Casi siempre se registra esta «mancha
ocular» con cierta antelación en un ojo que en el otro. (N. del m.)


314
tela viscosa. Por las heridas de los clavos -especialmente en la del pie derecho- seguía
manando sangre, aunque la coloración era ya mucho más rosada. (La volemia en el instante del
fallecimiento había rebasado la barrera del 50 por 100. Es decir, el Cristo había derramado más
de la mitad de su volumen sanguíneo.)
Justo en aquellos momentos se registró la relajación de sus esfínteres, que añadieron al ya
tétrico aspecto de Jesús el fétido olor de unos excrementos casi líquidos y amarillentos que se
deslizaron por las caras interiores de sus piernas.
Dudé a la hora de utilizar el circuito «tele-termográfico». Sin embargo, a pesar de mi
aturdimiento, cumplí lo establecido por el proyecto. De aquel último y rápido examen pudo
deducirse, por ejemplo, que la acumulación de sangre en las extremidades inferiores -a pesar
de la ruptura de una de las arterias del pie derecho- había sido considerable. A los pocos
segundos de la muerte, la temperatura de dichas extremidades inferiores como consecuencia
de la sobrecarga sanguínea era de un grado centígrado por encima de lo normal.
Al chequear los tejidos superficiales se comprobó también que el agudo y decisivo proceso
de tetanización había inutilizado las piernas y muslos del Nazareno a los 12 minutos de su
elevación y enclavamiento en el árbol. Esto confirmaba mis impresiones sobre los titánicos
esfuerzos que tuvo que desarrollar el rabí de Galilea cada vez que luchaba por una bocanada de
aire. Al fallar los hipotéticos puntos de apoyo de los clavos de los pies, como dije, fue la
musculatura superior (hombros, antebrazos y músculos intercostales) los que corrieron con el
gasto energético. Pero estas fibras se verían bloqueadas también por la tetanización pocos
minutos después: a los 18, los deltoides, vastos externos de los brazos y supinadores, palmares
mayores, cubitales y ancóneos de los antebrazos. A los 20 minutos, aproximadamente,
quedaron diezmados los grandes pectorales y la potente red muscular de la zona superior de la
espalda: los trapecios. Esta casi «congelación» de la formidable musculatura del Galileo
precipitó su muerte, bajo el signo principal y horrible de la asfixia. Entre la pléyade de déficits
circulatorios, ventilatorios, renales y del sistema nervioso central que confluyeron y le
empujaron hacia el fin, Caballo de Troya consideró siempre que la raíz y causa básica del óbito
(si es que a esta muerte se le puede dar el calificativo de «natural>)) del Maestro fue la asfixia.
Hacia las 14.55 horas, el cerebro de Jesús ingresó en el coma «Depasé», con las trágicas
consecuencias que ello significa...
Las áreas de las perforaciones de los carpos y pies arrojaron un color azul intenso, señal
evidente del importante proceso inflamatorio que habían padecido y, consecuentemente, de
una mayor temperatura.
Para cuando situé el láser en el ojo de Jesús, la dilatación de la pupila ofreció únicamente
una mancha oscura, signo claro de una pérdida de visión. La temperatura de las estrechas
zonas periféricas de la córnea, sin embargo, aún conservaban calor y fue posible registrar unos
breves «anillos» azules. El cristalino, en definitiva, aparecía opacificado, y el iris asimétrico.
En realidad, poco más se podía hacer. El general Curtiss luchó para que los técnicos
perfeccionasen el sistema de «resonancia magnética nuclear», que nos hubiera permitido
rastrear los movimientos atómicos de algunas zonas claves del cerebro del Nazareno, pero los
trabajos no llegaron a tiempo.
Tristemente, aquel Hombre, a quien yo había empezado a admirar y querer, había muerto. A
pesar de todo mi entrenamiento, al despojarme de las «crótalos», me dejé caer sobre la dura
superficie del Gólgota. La melancolía fue germinando en lo más intrincado de mi alma y sentí
cómo parte de mí mismo se iba con aquel ser. Una melancolía sin horizontes que, lo sé, no se
desprenderá de mi angustiado corazón hasta que la muerte cierre definitivamente mi pobre
existencia. Mientras, como aquel día junto a las cruces, sigo llorando.
Ni Eliseo ni nadie del proyecto lo supo jamás. A partir de aquel fatídico momento de la
muerte de Jesús, algo se hundió en lo más profundo de mi ser. Mis últimas horas en Palestina
no tuvieron casi sentido. Cumplí con lo programado por Caballo de Troya, pero casi como un
autómata. Y lo peor es que jamás pude rehacerme...
A las 14 horas, 57 minutos y 30 segundos -justamente cuando el corazón del Nazareno se
detuvo para siempre-, ocurrió lo inesperado. Con una sincronización que aún me aterra, y que
sólo puede tener una explicación, aquella «luna» gigantesca comenzó a moverse. Y con la
misma lentitud con que había cubierto el sol, así fue desplazándose hacia el Este,
devolviéndonos la transparente luminosidad de aquel viernes.


315
Mi compañero en el módulo se apresuró a confirmar lo que yo estaba viendo. Poco a poco,
sin prisas, como dejándose ver, el objeto se dirigió hacia Levante, desapareciendo por detrás
del monte de las Aceitunas.
Aquel singular «amanecer» fue acogido por los legionarios y por el escaso grupo de mujeres
y saduceos que seguían junto al peñasco con vivas muestras de alegría y asombro. Otro tanto
ocurrió en la ciudad. Sus habitantes estimaron esta «liberación» del sol como un signo de buen
augurio.
Fue entonces, mientras el gigantesco disco rompía su estacionario, alejándose, cuando el
centurión, volviéndose hacia la cruz en la que colgaba el Maestro, golpeó la coraza que protegía
su tórax con el puño derecho y, sosteniendo esta actitud de saludo, sentenció:
-¡Ciertamente era un hombre integro...! Realmente ha debido ser el Hijo de Dios...
Los soldados, inquietos, pidieron instrucciones al optio y al oficial. Pero ni Arsenius ni
Longino supieron qué hacer. Sencillamente, como medida de seguridad, doblaron la guardia.
Algo intuían aquellos hombres cuando actuaron así. Y no se equivocaban...
Al desaparecer la penumbra, la luz del sol iluminó a los crucificados, desvelando todo el
horror de aquellos cuerpos desangrados, grotescamente convulsionados y cubiertos de arena.
Los «zelotas» continuaban inconscientes y así siguieron -afortunadamente para ellos- hasta que
llegaron aquellos tres nuevos legionarios...
La piel del Galileo, a pesar de la gruesa película de polvo que se había adherido a sus
desgarros, cabellos, coágulos y manchas de sangre, pronto empezarla a resaltar con la típica
tonalidad marmórea de los cadáveres. El olor de las heces hacía insoportable la estancia junto a
la cruz y los infantes que no montaban guardia se retiraron hasta el filo del patíbulo. La
situación se hizo algo más llevadera cuando, nada más «salir» el sol, el viento volvió a soplar
desde el Este, aunque. mucho más debilitado que en las horas precedentes. Es ahora, con la
perspectiva del tiempo, cuando me he hecho una pregunta que entonces no llegué a intuir
siquiera: ¿Tuvo algo que ver la presencia de aquel formidable objeto con la extraña quietud que
sobrevino al mismo tiempo que las «tinieblas» y con el posterior recrudecimiento del viento? El
científico no tiene respuesta pero el hombre intuitivo que también llevo dentro me dice que sí...
Noté una lógica alarma entre las mujeres y en Juan y el hermano de Jesús. La absoluta
inmovilidad de su Maestro empezaba a extrañarles. Mi estado de ánimo era tan menguado que
me volví de espaldas, no deseando tropezar con la mirada del joven Zebedeo. Entonces, hacia
el Oeste, percibí una curiosa agitación entre las bandadas de pájaros que anidaban
generalmente en los muros de la ciudad. A pesar del viento, habían remontado el vuelo,
dispersándose en total desorden. Me encogí de hombros. Sin embargo, casi a la par, una
confusa algarabía me hizo volver la cabeza hacia la muralla. Lo que vi me dejó perplejo. Por la
puerta de Efraím había empezado a salir un tropel de perros, ladrando lastimeramente. Yo
sabía que había canes en Jerusalén, pero nunca creí que fueran tantos. Parecían nerviosos, muy
excitados y, sobre todo, atemorizados. Como si algo o alguien les hubiera puesto en fuga
repentinamente. Pero ¿quién?
Longino y yo nos miramos sin comprender e igualmente alarmados. ¿Qué estaba ocurriendo
en Jerusalén?
Los chuchos cruzaron a la carrera por delante del peñasco, en dirección a los campos del
norte y noroeste. Algunos, jadeantes y husmeando el terreno sin cesar, treparon a lo alto del
Gólgota, pero fueron rápidamente expulsados por los legionarios.
A los pocos segundos, una comunicación desde la «cuna» me estremecía, explicando en
parte el anómalo comportamiento de aquellos animales: los sensores de a bordo habían
empezado a detectar una serie de gases, con alto contenido de azufre, así como un ligero
incremento de la temperatura a nivel del suelo.
Eliseo no estaba seguro pero era posible que se avecinara un movimiento sísmico. Aquella
hipótesis sí podía aclarar en parte la inquietud de las aves y perros. (Los animales, y también el
hombre, aunque en una proporción menor, tienen capacidad para inhalar los gases que
frecuentemente preceden al estallido de un terremoto. Al registrarse las primeras
perturbaciones en el interior de la Tierra, los gases son expulsados a través de, las estrechas
fisuras del suelo y los animales pueden inhalarlos. Estos segregan al instante en sus cerebros
un volumen de serotoninas muy superior al normal y las citadas hormonas disparan los
mecanismos de excitabilidad del individuo. En el caso de los perros, habían salido huyendo,
retirándose de las peligrosas áreas de edificios de Jerusalén.)


316
Sin embargo, los dos sismógrafos «Teledyne» y «Geotech», instalados por Caballo de Troya
para medir y valorar el terremoto a que hace alusión el evangelista Mateo en su texto sagrado
(27,51) -y del que yo, sinceramente, me había olvidado por completo- no registraban señal
alguna. Ambos, especialmente diseñados por los especialistas del Centro Nacional de
Terremotos y Meteorología de Tokio –y en los que colaboró decisivamente el profesor
Nagamune, jefe de Información de Pronósticos de Terremoto-, fueron ubicados por los expertos
en dos de los soportes o « trenes» de aterrizaje de la «cuna». En el delicado proceso de
miniaturización y adaptación a nuestra nave, uno de los aparatos fue convertido en sismógrafo
«horizontal», y el segundo en «vertical». Los pesados péndulos fueron sustituidos por sendos
haces de luz láser, capaces de registrar las ondas de sismos profundos (hasta 720 kilómetros)
y, naturalmente, las procedentes de movimientos intermedios o someros, con una profundidad
límite de 7 kilómetros bajo la superficie. En el «horizontal» -especialmente programado para los
movimientos de vaivén o de «rodillo» del terreno-, el espejo tradicional que sirve como registro
fotográfico había sido eliminado. Los impulsos del láser quedaban codificados al instante sobre
un papel especial, pudiendo ampliar las vibraciones por encima de las 100000 veces. En cuanto
al de «péndulo-láser» de conformación vertical, preparado para los movimientos de
comprensión, se hallaba en contacto con un papel térmico y un registro tradicional de cinta
magnética.
Fue poco después -a las 15.01 horas- cuando sentimos aquella primera sacudida. Recuerdo
un pequeño detalle que, en las primeras décimas de segundo, contribuyó aún más a duplicar mi
confusión. Uno de los legionarios, por orden del optio, había tomado entre sus manos la vasija
encerrada en la malla de cuerdas y se disponía a arrojar parte del agua de la misma sobre las
llamas de la hoguera. Y así lo hizo. Pero, en el instante en que vertía el líquido sobre la fogata,
el primer «tirón» del terreno le desequilibró y el chorro de agua fue a estrellarse sobre el rostro
de otro compañero, que permanecía sentado muy cerca del fuego.
El legionario cayó sobre la roca y también la cántara, que se quebró en pedazos.
Aquella oscilación del suelo produjo la fulminante incorporación de los soldados que se
hallaban sentados, quienes, aturdidos, no tuvieron tiempo ni de mirarse unos a otros. Aunque
en las comprobaciones posteriores se estimó que la primera onda sísmica apenas si tuvo una
duración de 16 segundos, el desplazamiento horizontal de los estratos -en forma de vaivén-,
llevaba una potencia suficiente como para derribar a varios de los infantes. En mi caso, lo que
más me consternó en aquellos segundos iniciales fue el agobiante mareo que empecé a
experimentar. Parecía como si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro...
Al notar la sacudida, las mujeres rompieron a chillar, víctimas del mismo pánico que nos
inundaba a todos.
Pero, súbitamente, de la misma forma que había llegado, así desapareció aquel movimiento.
Longino y el suboficial, pálidos como la piel de Jesús, esperaron unos segundos. Sus miradas
estaban fijas en los extremos superiores de las cruces. Pero las stipes, al cesar el temblor,
habían quedado tan inmóviles como antes del sismo. Y el oficial, con muy buen criterio, se
dirigió a sus hombres, gritándoles:
-¡Abajo...! ¡Vamos, todos abajo...!
La patrulla, incluidos los centinelas, obedeció al momento, precipitándose por el canalillo de
acceso al Gólgota. En la atropellada huida del patíbulo, algunos de los soldados olvidaron sus
escudos y cascos. Cuando el oficial estaba a punto de descender hacia el camino, se detuvo, y,
girando sobre sus talones, regresó hasta la hoguera, apagándola a base de pisotones. En ese
momento, mi corazón se astilló por el miedo: un bramido sordo y lejano comenzó a levantarse
por el Este. Casi simultáneamente se dejó sentir la segunda y más vigorosa sacudida. Todo el
peñasco tembló y osciló -no estoy muy seguro de si sólo fue uno de estos movimientos o los
dos a un mismo tiempo- y me sentí violentamente desplazado, cayendo sobre la vibrante
superficie del Calvario. (Es curioso pero, al ver y sentir aquellas vibraciones de la roca, me vino
a la memoria la escena de los espasmos de la carne de vaca recién sacrificada...)
Desde el suelo, impotente para levantarme, distinguí cómo el centurión había caído también
y cómo las cruces acusaban aquella segunda réplica con una especie de traqueteo rapidísimo
que hizo estremecer los cuerpos de los judíos. Una de las stipes situada por detrás de los
crucificados -la que se hallaba ligeramente inclinada- se bamboleó como un junco agitado por el
viento, desplomándose.


317
El pánico y el sofocante mareo fueron tales que -a pesar de necesitarlo- no supe o no pude
gritar ni pronunciar palabra alguna. Tumbado boca abajo y aferrado a las irregularidades de la
roca, sólo fui capaz de formular un pensamiento: ¡sobrevivir! Las sucesivas convulsiones del
terreno me golpeaban sin cesar, llegando, incluso, a levantarme en vilo a varios centímetros del
suelo.
Hoy, después de la amarga experiencia, recuerdo muy bien cómo las piedras sueltas del
peñasco saltaban como pelotas de goma, se desplazaban horizontalmente como proyectiles y
chocaban violentamente contra las bases de las cruces y contra mi cuerpo y el del oficial.
Sumergido en un pavor incontrolable e irracional, aquellos segundos no tuvieron tiempo ni
medida. Fueron, sencillamente, eternos. El trueno que parecía nacer de cada centímetro
cuadrado del suelo y la violenta agitación de la Naturaleza tuvieron, sin embargo, una duración
relativamente corta: 47 segundos, según el instrumental del módulo. A mí, aquellos 47
segundos se me antojaron siglos...
Al cabo de ese tiempo, todo volvió a serenarse. Y un silencio de muerte cayó sobre la peña y
sus alrededores.
Cuando acerté a levantarme tuve que apoyarme en la «vara de Moisés». Ahora era el
estómago el que me daba vueltas, con una angustiosa necesidad de arrojar. Un sudor frío llenó
mi cuerpo casi simultáneamente. Hoy sé que buena parte de ese malestar era consecuencia del
miedo...
Longino permaneció unos instantes de rodillas, con la vista fija en el suelo de la roca, como
esperando una tercera sacudida. Pero el sismo no se repetiría.
Al observar cómo el nuevo temblor no terminaba de llegar, el oficial se incorporó,
haciéndome un gesto con el brazo para que le siguiera. Creo que jamás he obedecido tan
ciegamente a una persona. A los pocos segundos, el centurión y yo, más que correr, volábamos
por el callejón del Calvario, saliendo a campo abierto y uniéndonos al pelotón. La casi totalidad
de las mujeres se hallaba caída en tierra, gimiendo y profiriendo unos gritos que terminaron de
erizarme los vellos.
Juan y Jude, tan aterrados como el resto, no sabían si correr hacia la campiña o regresar a la
ciudad. Pero, poco a poco, conforme el terremoto se fue distanciando en la memoria, los
ánimos empezaron a recobrarse y se impuso el sentido común. Al menos, por parte de los
oficiales romanos y del joven Zebedeo. La trágica realidad de los crucificados -olvidada durante
los temblores- se presentó en seguida a los ojos de los amigos y familiares del Maestro.
Pero, antes de seguir adelante, quiero reseñar un hecho, altamente misterioso, detectado
desde el módulo.
Según los datos recogidos en los registros permanentes o «sismogramas» de la «cuna", los dos
temblores habían sumado un total de 63 segundos. La primera onda, mucho más débil que la
segunda, correspondía al tipo «L», también llamadas «largas» o «superficiales». Los
sismógrafos detectaron un predominio de la variante «Love», más de acuerdo con la naturaleza
uniforme de los estratos superficiales de aquella zona geológica. La velocidad estimada fue de
3.3 kilómetros por segundo. Sin embargo, en este primer sismo cuya magnitud no fue
excesivamente importante: 4,1 en la escala de Richter-, los aparatos no recibieron, como
hubiera sido de esperar, las series de culebreos de las ondas «P» o «primarias» ni tampoco el
zizgagueo posterior de las ondas «S», más lentas que las «P»1
1 La energía liberada en un terremoto se desplaza por la roca en forma de ondas. Dicha roca actúa como un cuerpo
elástico. Las partículas individuales en los estratos rocosos vibran de una parte a otra con gran rapidez a medida que se
transmite el movimiento ondulatorio. Aunque sus patrones resultan sumamente complejos, constantemente
modificados por las propiedades de reflexión, difracción, refracción y dispersión de las ondas, internacionalmente han
sido divididas en tres grandes grupos: Onda »P» o «primaria», «de empuje«, «compresional» o «longitudinal», que
viaja por el interior de la Tierra a gran velocidad (entre 6 y 11,3 kilómetros por segundo), siendo la primera en llegar a
la estación registradora. Se transmite, como las ondas sonoras, por compresión y expansión alternas del volumen de la
roca a lo largo de la dirección de viaje de las ondas. Puede atravesar sólidos, líquidos y gases. Onda «S» o
«secundaria», «de sacudida», «de esfuerzo cortante», «distorsionales» o «transversales». Forman un cuerpo de ondas
más lento que las «P»,viajando entre 3,5 y 7,3 kilómetros por segundo. Son las segundas en llegar a los sismógrafos.
Viajan también a través del interior de la Tierra, siendo transmitidas -al igual que las ondas de luz- por vibraciones
perpendiculares a la trayectoria en que viajan las ondas en las rocas. Su velocidad es proporcional a la rigidez del
material que atraviesan, no pudiendo cruzar los líquidos.
Por último, las ondas «L», también conocidas por los nombres de «largas o superficiales». Son lentas -alrededor de
3,5 kilómetros por segundo-, variando su desplazamiento con la elasticidad de la roca. Tienen una naturaleza


318
Ante el desconcierto general, solamente surgieron las ondulantes, lentas y superficiales
«Love» (que de «amorosas» no tuvieron nada).
En la segunda sacudida, en cambio, sí aparecieron las ondas «P» y «S» y, por último, las «L».
Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y
más intenso sismo en una magnitud de 6,81.
Hasta aquí, todo casi «normal», dentro de lo que es y supone un cuadro sísmico, excepción
hecha de la ya mencionada ausencia de las ondas «de empuje» y de las «secundarias». Pero el
desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del
segundo temblor y de los correspondiente «paquetes» de ondas, el módulo entero se
estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían
enmudecido. Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue
¡una onda expansiva! Y lo más increíble es que aquella onda expansiva -viajando a razón de
300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en
Sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: a unos 750 kilómetros al sur-sureste de
Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual limite entre Jordania y Arabia y al sur de la
actual población de Sakaka.
Cuando se ultimaron las comprobaciones, el general Curtiss y todos nosotros nos vimos
desbordados por los resultados: aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas
obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea. Sinceramente, quedamos mudos
por la sorpresa...
Al hecho incuestionable de la escasa sismicidad de Palestina -muy inferior a las de Grecia,
Italia y España, por poner algunas comparaciones (en el período comprendido entre 1901 y
1955, por ejemplo, se registraron en Israel y zonas limítrofes del actual Líbano y Siria un total
de 13 seísmos2. Según Karnik, que hizo públicos los datos en 1971, de éstos, 10 fueron de una
magnitud comprendida entre 4,1 y 5,1, siempre según la escala de Richter. Dos oscilaron entre
5,2 y 5,6 y sólo uno rozó los 6,2 grados de intensidad- tuvimos que añadir este nuevo e
inesperado factor. Si ya resultaba improbable que un seísmo «coincidiera» casi con la muerte
de Jesús de Nazaret, el problema se agudizó cuando, como digo, los instrumentos captaron la
enigmática explosión nuclear subterránea. (No quiero, ni debo extenderme más en este
fascinante suceso por la sencilla razón de que éste, justamente, fue otro de los motivos que
impulsó a Caballo de Troya a programar y ejecutar el segundo «gran viaje».)
A los diez o quince minutos del seísmo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del
Gólgota, reanudando la custodia de los crucificados. Minutos antes, el joven Juan se había
aproximado al centurión, interrogándole acerca de la suerte de su Maestro. Al verle mover la
cabeza negativamente y bajar los ojos, el apóstol comprendió que no había nada que hacer.
Pero en su corazón no quedaban lágrimas y, simplemente, se limitó a rogar a las mujeres que
se retiraran de aquel lugar. En medio de un estallido de dolor, la mayor parte del grupo -que
creía firmemente que Jesús obraría un prodigio y se salvaría- obedeció al Zebedeo, retirándose
en compañía de Judas hacia la casa de Elías Marcos, «cuartel general» de los más allegados al
Maestro desde la definitiva dispersión de David Zebedeo y sus «correos» ante la llegada de los
levitas del Templo. Pero trataré de no adelantar acontecimientos, ajustándome al más estricto
orden cronológico de los hechos.
ondulante, moviéndose fundamentalmente bajo la superficie terrestre. Se conocen dos clases principales: las ondas
«Love», en sólidos uniformes, y las «Raleigh», en sólidos no uniformes. (N. del m.)
1 Como base puramente comparativa, el famoso terremoto de 1755 en Lisboa, cuya magnitud fue estimada en 9,
provocó una ola sísmica o maremoto denominada «tsunami», que arrasó la capital portuguesa y sus alrededores,
ocasionando 60 000 muertos. Se trata del seísmo más fuerte de la Historia Moderna. Hasta lago Lomond, Escocia, se
balanceó a causa del temblor. (N. del m.)
2 Uno de los testimonios más antiguos de que se dispone en la actualidad sobre seísmos en Israel procede de Flavio
Josefo. En su libro I, capitulo XIV, de la Guerra de los Judíos y bajo el titulo «De las asechanzas de Cleopatra contra
Herodes, y de la guerra de Herodes contra los Árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció»,
el historiador dice: «... Persiguiendo (Herodes el Grande) a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios otra desdicha
a los siete años de su reinado, y en tiempo que hervía la guerra Acciaca, porque al principio de la primavera hubo un
temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres, quedando salvo y entero todo su
ejército porque estaba en el campo.» El terremoto ocurrió, por tanto, hacia el año 35 antes de Cristo, justamente 64 o
65 años antes del seísmo que mencionan los Evangelios. (N. del m.)


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Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a
regresar a Jerusalén.
Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les
había paralizado. Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor», se
retirarían. ¡Qué equivocado estaba...!
Cuando Jude y las mujeres se alejaban por el polvoriento sendero, Longino y Arsenius, que
se ocupaban con varios hombres en la comprobación de daños y en la estabilidad de las cruces,
se sobresaltaron nuevamente. La puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente,
enloquecida y vociferante que, al parecer, huía de la ciudad. Ante la terrible posibilidad de un
nuevo seísmo, miles de ciudadanos y peregrinos, a quienes las dos sacudidas habían
sorprendido en Jerusalén, eligieron el inmediato abandono de las callejuelas de la ciudad santa,
en busca de terreno abierto. Cientos de hombres, mujeres y niños -muchos de ellos cargando
voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e
ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados
interrumpieron su inspección, reforzando la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir
verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «
zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la
ciudad. Poco antes de la puesta del sol, cuando, al fin, tuve oportunidad de entrar en Jerusalén,
consulté sobre los posibles daños ocasionados por los temblores. Según Elías Marcos y José de
Arimatea, las sacudidas habían provocado mucho más miedo que destrozos materiales. Las
edificaciones, casi todas de una o dos plantas y de materiales ligeros, habían aguantado las
acometidas. Se produjeron algunos pequeños derrumbes pero, afortunadamente, los lesionados
no eran muchos ni de consideración. Uno de los hechos que sí provocaría un sinfín de
comentarios -llegando a ser registrado, incluso, por los evangelistas- fue la ruptura de uno de
los dos grandes velos o cortinajes situados frente al Debir o «lugar santísimo» (también
llamado «oráculo») y al Hekal o «lugar santo», que precedía al primero. Al hallarse ambos en el
interior del Santuario me fue imposible verificar los rumores, aunque todas las noticias -
pronunciadas por los hebreos en voz baja y con una alta carga de superstición- hacían
referencia al primero y más importante1: el que cerraba el paso hacia la siempre misteriosa
estancia cúbica de 9 metros de lado, considerada la «morada de Dios» y en la que se
levantaban los dos querubines de 4,50 metros de altura, bellamente esculpidos en madera de
olivo y chapados en oro. ¡Cuánto hubiera dado por poder penetrar en dicho recinto y examinar
el interior del arca de la «alianza», depositada en el centro del piso y bajo las alas extendidas
de los «ángeles»! Pero éste también era un sueño imposible...
Cuando la patrulla se convenció que aquella multitud sólo intentaba poner tierra de por
medio y que ni siquiera se detenía a su paso junto a los jueces, el oficial y sus infantes
reanudaron la inspección ocular del patíbulo, tratando de hacer inventario de los posibles daños
originados por el terremoto.
Yo me uní a ellos, centrando mi atención en los crucificados. Las stipes habían soportado
bien las convulsiones de la roca, salvo la plantada hacia el Oeste y por detrás de los reos. Los
legionarios la apuntalaron de nuevo. Al concluir, el que se había responsabilizado de la recogida
de los trozos de la cántara de agua se fijó en algo y llamó a Longino. A pocos pasos de las
cruces, en dirección Sur, el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy
larga -de unos 25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No
obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del seísmo
o de si, por el contrario, se acababa de abrir. Ni el centurión ni el resto de los romanos le
concedieron demasiada importancia. Y cada cual volvió a lo suyo. Por mi parte, tampoco puedo
dar fe de que la resquebrajadura en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que
sí es cierto es que la pequeña sima no seguía la dirección de la estratificación natural del
promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.
Hacia las 15.35, la salida de hebreos de la ciudad santa empezó a menguar
considerablemente. La calma fue restableciéndose y aquellas gentes, acampadas en los
alrededores de Jerusalén, empezaron a deambular, indecisas y acosándose mutuamente a
1 De las dimensiones de este gran vacío nos da idea cl siguiente dato del escrito rabínico Middot (III, 8): «si el velo
del Templo ha sido manchado, se debe arrojar en un baño que necesita la presencia de 300 sacerdotes». (N. del m.)


320
preguntas. Entiendo que el paulatino regreso de las aves a las murallas del Templo y de la
ciudad contribuyó decisivamente a sosegar los temblorosos ánimos. Muchos recibieron con
alborozo este masivo retorno de palomas y golondrinas a Jerusalén y se animaron a cruzar de
nuevo el umbral del portalón de Efraím. El centurión, Arsenius, sus hombres y yo mismo
respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de aquellas palomas grisazuladas
hizo un alto en su vuelo hacia la ciudad santa, posándose en los maderos
transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro
pacíficas aves descansaron sobre el patibulum de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo
segundos más tarde.
La vuelta de la espantada muchedumbre a Jerusalén fue mucho más tranquila. En esta
ocasión sí llegaron a detenerse frente al patíbulo, observando en silencio o interrogando a los
saduceos. Estos aprovecharon la oportunidad para anunciar a los cuatro vientos que el Galileo
había muerto y que, «casi con seguridad, el responsable de aquel terremoto era Jesús, aliado
de Belcebú...» La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos
-arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes-volvieron a insultar al Maestro, engrosando el
número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca.
La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al
patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Después de saludar a Longino le
explicaron el motivo de su presencia en la roca: traían órdenes expresas del procurador de
rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la
Géhenne, al sur de la ciudad.
El oficial interrogó a los legionarios sobre la razón que había impulsado a Poncio a tomar una
decisión tan aparentemente precipitada. Según explicaron, poco antes del seísmo, un grupo de
sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el
deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados
antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, como es sabido, era el día
de la Preparación. Pilato -cuyo estado de ánimo se hallaba fuertemente impactado por las
«tinieblas»- accedió, cursando las órdenes oportunas a Civilis para que enviara algunos
hombres.
Longino no disimuló su extrañeza. Si aquellos mensajeros, en lugar de ser legionarios,
hubieran sido sanedritas, probablemente no habría aceptado. A él, en el fondo, las costumbres
judías le traían sin cuidado. Por un lado, aquel cambio de planes le molestaba profundamente.
Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que iniciaron los laboriosos trabajos de
izado y enclavamiento de los «zelotas» y se le exigía la no menos engorrosa y desagradable
tarea de desclavarlos y transportarlos a la tumba común de los criminales...
Claro que, por otra parte, aquella contraorden también presentaba un cierto atractivo. Si las
operaciones se desarrollaban con presteza, aquella noche no transcurriría al raso, expuestos a
nuevas tormentas ni al rigor de la vigilancia.
Así que, dispuestos a terminar con el caso, el oficial y Arsenius ordenaron el descendimiento
de los «zelotas» y del Galileo. Longino advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro
ya había muerto. Y los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones, idénticos a
los que yo había visto utilizar en el apaleamiento del soldado romano, tomaron posiciones. Dos
frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero, también, como sus
compañeros, a medio metro escaso de las extremidades inferiores de Gistas. Un cuarto
legionario, espada en mano, completó el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del
«zelota» más viejo.
No hubo señal alguna. Los cuatro romanos asentaron bien sus sandalias en la dura costra de
la roca y, blandiendo los bastones y la espada, descargaron cuatro secos y tremendos golpes
sobre las piernas de los infelices. El crujido de las tibias, pulverizadas a la altura del tercio
inferior, fue seguido de una serie de cortas y violentas convulsiones. Los « zelotas » habían sido
« despertados» por el dolor. Probablemente, los mazazos habían afectado también al peroné
porque, al instante, las piernas se inflamaron y los cuerpos, sin el arduo consuelo siquiera del
apoyo de los clavos de los pies, se desplomaron unos centímetros, mientras los desgraciados,
entre aullidos, abrían sus bocas desesperadamente, en pleno e irreversible proceso de asfixia.
Gistas, en esta ocasión, había llevado la peor parte. La espada del soldado le había seccionado
la pierna. En cuestión de segundos el shock traumático y una posible embolia aceleraron la
muerte por asfixia.

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