viernes, 26 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 261 A LA PAG 290, LA ATROZ FLAGELACION Y LA CRUCIFIXION DE CRISTO


Caballo de Troya
J. J. Benítez
261

tenor de sus barbas ralas y abundantes- eran mercenarios sirios o samaritanos. Generalmente,
los romanos designaban a éstos cuando el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos
contra los hebreos les convertía en ejecutores ejemplares...
El Maestro había ido recobrándose. Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas,
tirando de él hacia arriba. Pero el peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al fin,
lograron incorporarlo, otro soldado -con un cazo de latón entre las manos- se situó frente al
destrozado Nazareno, mientras los sayones, sin ningún tipo de contemplaciones, jalaban de sus
cabellos, obligando a Jesús a levantar el rostro. Y así lo mantuvieron hasta que el romano que
portaba el cazo vació el contenido del mismo en la boca del Galileo. Al preguntar a Civilis de
qué se trataba, me explicó que aquel cazo contenía agua con sal.
Por supuesto, el ejército romano conocía muy bien los graves problemas que podían
derivarse de un castigo como aquél. En especial, el referido a la deshidratación. Aunque Jesús
había sido obligado en la sede del Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus
profusas sudoraciones en el huerto de Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas a las
importantes hemorragias que llevaba experimentadas tenían que haber mermado sus reservas
o balance hídrico corporal, tanto intracelular como extracelular. Aquella agua con sal, por tanto,
constituía un refuerzo decisivo, si es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no
muriese durante los azotes. (También existía el peligro de que la excesiva concentración de
cloruro sódico en el agua -lo ideal hubiera sido una proporción del 0,85 por 100- pudiera
acarrear la aparición de edemas o hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo.)
Pero, tal y como había sentenciado Civilis, las pretensiones del procurador eran machacar
hasta el límite al reo, de tal forma que su lamentable estado pudiera satisfacer y conmover los
agresivos ánimos de los saduceos.
Así que, una vez apurado el contenido del cazo, el centurión levantó su bastón y los
legionarios recogieron los flagrum, prosiguiendo el castigo.
-¡Unus!
Aquel nuevo golpe y los que siguieron fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas,
nalgas, vientre y parte de los brazos y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al
margen.
Las descargas de las correas, enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a
una suprema contracción de los paquetes musculares, en especial de los situados en las caras
posteriores de los muslos, que quedaron así sujetos a una mayor vulnerabilidad. Muy pronto, la
piel fue abriéndose, provocando una hemorragia mucho más intensa que la de la espalda.
-iDecem!
En un titánico esfuerzo por soportar el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla
de la columna, levantando el rostro hasta donde le era posible. Los músculos de su cuello,
tensos como la cuerda de un arco, contrastaban con las fosas supraclaviculares inundadas por
un sudor frío que chorreaba sin cesar y que iba destiñendo el rojo encendido de la sangre.
-¡Duo-de-viginti!
El verdugo cantó el golpe número 18, lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las
parejas de huesecillos de carnero debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo dolor
provocó un vertiginoso movimiento reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al
tiempo que sus dientes -sólidamente apretados unos contra otros- se abrían, emitiendo un
desgarrador gemido. Era el primer lamento del rabí.
El tirón fue tan súbito y potente que las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y
el cuerpo del Maestro se precipitó hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos a los
verdugos y al resto de la tropa, que retrocedieron asustados.
El Nazareno cayó pesadamente sobre sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando
un ancho reguero de sangre. Cuando los legionarios se precipitaron sobre él, levantándole
pesadamente, la respiración de Jesús se había hecho sumamente agitada.
Yo aproveché aquel momento de confusión para ajustarme las «crótalos» e iniciar una
exhaustiva exploración de los destrozos ocasionados por la flagelación. Pulsé el clavo de los
ultrasonidos a su posición más profunda (7,5 MHZ o megaerz) y me dispuse a rastrear, en
primer lugar, los tejidos superficiales.
Los soldados habían arrastrado al reo hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a
la argolla. Y los verdugos reanudaron los azotes, sumamente irritados por aquel contratiempo.


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Los golpes, cada vez más implacables, fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro,
que terminó por doblar las rodillas, mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban por el
dolor. A cada latigazo, Jesús había empezado a responder con un corto y apagado gemido.
Una vez «traducidas» las ondas ultrasónicas a imágenes, el resultado de la flagelación apareció
ante nosotros en todo su dramatismo. Los verdugos, consumados «especialistas», sabían muy
bien qué zonas podían tocar y cuáles no. Desde un primer momento nos llamó la atención el
hecho increíble de que ninguna de las costillas hubiera sido fracturada. La precisión de los
latigazos, en cambio, había ido abriendo los costados de Jesús, hasta dejar al descubierto las
bandas fibrosas o aponeurosis de los músculos serratos. El dolor al lastimar estas últimas
protecciones de las costillas tuvo que alcanzar umbrales difíciles de imaginar. En opinión de los
expertos de Caballo de Troya, superiores, incluso, a los 22 «JND»1.
Por supuesto, amplias áreas de los músculos de la espalda -dorsales, infraespinosos y
deltoides- aparecieron rasgadas y sembradas de hematomas que, al no reventar, tensaron
extraordinariamente lo que le quedaba de piel, multiplicando la sensación de dolor.
En aquel examen de los tejidos superficiales, los investigadores quedaron sobrecogidos al
comprobar cómo los legionarios habían elegido las zonas más dolorosas, pero menos
comprometidas, de cara a una posible parada cardíaca, que hubiera fulminado quizá al
Nazareno. Eligieron principalmente las partes delanteras de los muslos, pectorales y zonas
internas de los músculos, evitando corazón, hígado, páncreas, bazo y arterias principales, como
las del cuello.
Al cambiar la frecuencia de los ultrasonidos, pasando a 3,5MHZ, el análisis de los órganos
internos puso de manifiesto, desde el primer momento, una considerable pérdida de sangre. La
volemia de Jesús (o volumen total de sangre) fue fijado entre seis y seis litros y medio. Pues
bien, después del durísimo castigo de la flagelación, esa volemia había descendido en un 27 por
100. Eso significaba que el Galileo había derramado en total, desde los ultrajes en la sede del
Sanedrín, alrededor de 1,6 litros de sangre. Una cantidad importante, aunque no lo suficiente
como para alterar de forma definitiva -física y psíquicamente- a una persona normal. Y una
prueba de ello es que Jesús de Nazaret aún tuvo fuerzas y claridad de mente para responder a
las preguntas que se le formularon después de los azotes. Sin embargo, aquel derrame
circulatorio tuvo que provocar en él una creciente angustia, palpitaciones esporádicas, debilidad
y, sobre todo, una sed sofocante.
En cuanto a su frecuencia cardíaca, las oscilaciones fueron continuas. En algunos de los
golpes especialmente en uno de los últimos, que caería directamente sobre los testículos-, el
pico alcanzó las 170 pulsaciones por minuto, cayendo rápidamente a 90 y provocando el
segundo desvanecimiento.
La tensión arterial, por la intensa descarga de adrenalina, se elevó también algunos
momentos hasta 210 mm H20 de máxima, si bien luego el progresivo agotamiento de la
adrenalina fue dando lugar a un dominio del sistema vago y su intermediario, la acetilcolina,
que se acompañó de un descenso de la tensión arterial que ya al final del suplicio se tradujo en
un casi total estado de postración.
El análisis del torrente sanguíneo nos permitió también la confirmación de un hecho que
resultaba evidente: el sucesivo aumento de los índices de sodio, cloro y de la presión osmótica
eran señales inequívocas de la importante deshidratación que había empezado a experimentar
el organismo del Hijo del Hombre.
¡Quadraginta!
El golpe 40, que en realidad hacia el número 80, si tenemos en cuenta los 40 primeros, cayó
sobre un hombre prácticamente derrotado. El Maestro, con el cuerpo deformado por los
hematomas y materialmente bañado en sangre, apenas si se movía. Sus imperceptibles
lamentos se habían ido apagando y sólo resonaba ya en el patio el chasquido de los látigos al
clavarse en su carne y el cada vez más agitado resoplar de los verdugos, visiblemente
agotados.
1 Un aumento en la intensidad de un estímulo que origina una diferencia perceptible en el grado de dolor recibe la
designación de «diferencia apenas perceptible» o «just noticeable difference» (JND). Aplicando todas las intensidades
de estímulos entre el nivel en que no hay dolor y el nivel del dolor más intenso se ha comprobado que el paciente
medio puede distinguir unos 22 «JND». (N. del m.)


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Hacía tiempo que el Nazareno se había hecho prácticamente un ovillo, con la cabeza y parte
del tórax reclinados sobre los brazos, en posición fetal. Los golpes, cada vez más lentos y
espaciados, seguían desgarrando sus nalgas, vientre, costados y zonas laterales de las piernas,
hiriendo, incluso, las plantas de los pies.
Algunos de los legionarios, aburridos o conmovidos por aquella salvaje paliza, habían
empezado a abandonar el lugar, ocupándose en sus quehaceres habituales.
Civilis, que venía observando el progresivo agotamiento de los verdugos, dirigió una
significativa mirada a Lucilio, el gigantesco centurión que yo había visto en el apaleamiento del
soldado romano. El de Pannonia comprendió las intenciones del primus prior y, abriéndose paso
a empujones entre los miembros de la cohorte, levantó su brazo capturando al vuelo el flagrum
del legionario situado a la derecha del Maestro, cuando aquél se disponía a descargar un nuevo
golpe.
La súbita presencia de aquella torre humana, empuñando el látigo de triple cola, fue
suficiente para que ambos verdugos se retiraran, dejándose caer -casi sin respiración- sobre las
losas del patio.
Y la soldadesca, conocedora de la fuerza y crueldad del oficial, guardó silencio, pendiente de
todos y cada uno de los movimientos de aquel oso.
Lucilio acarició las correas, limpiando la sangre con sus dedos. Después, colocándose a un
metro del costado izquierdo del prisionero, levantó su brazo derecho, lanzando un preciso y
feroz latigazo sobre la parte baja de las nalgas de Jesús. El zurriagazo debió tocar el coxis y el
afilado dolor reactivó el sistema nervioso del rabí, que llegó a incorporarse durante algunos
segundos. Pero, en medio de grandes temblores, sus músculos fallaron, hincándose de rodillas.
Los legionarios acogieron aquel estudiado ataque con una exclamación que iría repitiéndose
a cada latigazo:
-¡Cedo alteram!
Un segundo golpe, dirigido esta vez a la corva izquierda, hizo gemir al Maestro, al tiempo
que la soldadesca repetía entusiasmada:
-¡Cedo alteram!
El tercer, cuarto y quinto latigazos cayeron sobre los riñones...
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram..!
La violencia de Lucilio era tal que los astrágalos de carnero quedaban incrustados en la
carne, provocando en cada golpe una copiosa hemorragia.
-¡Cedo alteram...! ¡Cedo alteram...!
Las descargas sexta y séptima se centraron en cada uno de los pabellones auditivos de
Jesús. Y casi instantáneamente, por ambos lados del cuello corrieron unos gruesos goterones
de sangre. El Maestro inclinó su cabeza sobre el aro de metal y el centurión buscó el costado
derecho, vaciando toda su furia sobre el ombligo de Cristo.
-¡Cedo alteram!
El salvaje impacto sobre el vientre del reo afectó decisivamente a su ya castigado diafragma,
cortando prácticamente su penosa respiración. Aquel, probablemente, fue uno de los momentos
más delicados del castigo. Durante unos segundos que me parecieron interminables, la caja
torácica del Galileo permaneció inmóvil. Pero, al fin, los músculos intercostales reaccionaron,
aliviando la tensión pulmonar.
-¡Cedo alteram!
El noveno latigazo, propinado por el coloso en el desgarrado costado derecho de Jesús -y
pienso que lanzado con toda intención sobre los abiertos músculos serratos para disparar así la
congelada respiración del reo- emitió un sonido hueco: como si las tabas hubieran golpeado
directamente sobre las costillas.
El ímpetu del oficial, que había empezado a sudar copiosamente por su frente, fue tal que el
cuerpo del Nazareno se desequilibró, cayendo sobre el lado izquierdo.
Es muy posible que en aquellos instantes, otro dolor -difuminado por el atroz calvario de la
flagelación- estuviera golpeando el organismo del Galileo. Me refiero a la vejiga urinaria de
Jesús. Su rebosamiento debía ser tal que, involuntariamente, los esfínteres de los uréteres se
abrieron, provocando una abundante micción. (Aproximadamente, a juzgar por el tiempo que
duró el derrame urinario, la vejiga debía albergar entre 350 y 400 centímetros cúbicos.) Por
fortuna, la orina -aunque sumamente amarilla- no arrastraba sangre.


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Pero aquella descarga involuntaria de orina sólo sirvió para provocar las risotadas de los
romanos y un ataque mucho más violento de ira en Lucilio, que tomó aquel gesto como un
insulto personal.
Y levantando el látigo, lo dirigió con rabia hacia los testículos del Maestro. Una de las puntas
del flagrum tocó la piel del escroto y las otras dos cayeron sobre la bolsa testicular.
Jesús reaccionó ante el lacerante golpe encogiéndose, al tiempo que sus pulsaciones se
aceleraban y un gemido desgarrador se confundía con el último: ¡Cedo alteram!
Inmediatamente, su pulso bajó a 90 y el Maestro, palideciendo, perdió el conocimiento.
Civilis levantó su vara nuevamente, ordenando a los soldados que inspeccionaran al reo.
Después, aproximándose al procurador, le pidió instrucciones. ¿Debía continuar el castigo?
Y antes de que Poncio tomara una decisión, el brutal Lucilio insinuó al gobernador que, dada
la situación del prisionero, lo mejor seria rematarle allí mismo.
Pilato dirigió su mirada al cuerpo agarrotado y sanguinolento del rabí, dudando. Y el oficial
que había ejecutado aquella última parte de la flagelación echó mano de su espada, convencido
de que el buen sentido de Poncio se inclinaría por la solución que acababa de proponer. Pero el
agua que había sido baldeada nuevamente sobre la cabeza y nuca del prisionero estimuló el
precario estado de Jesús, que, lentamente, fue recobrando el sentido.
Aquella progresiva recuperación del Nazareno inclinó a Pilato a seguir con su plan y antes de
retirarse del patio porticado indicó a Civilis que atendiera al galileo, llevándole a su presencia en
cuanto fuera posible.
Eran las once de la mañana. Los legionarios soltaron las cuerdas y a duras penas apoyaron
la espalda del prisionero contra la columna que había servido para la flagelación. Uno de los
soldados se colocó en cuclillas por detrás del mojón, procurando sostener por los hombros el
maltrecho cuerpo de Jesús. El gigante, con las piernas extendidas sobre el pavimento, respiraba
aún con dificultades, acusando con esporádicos estremecimientos el sinfín de puntos dolorosos.
Aquellos temblores fueron haciéndose cada vez más intensos y continuados y temí que la fiebre
hubiera hecho presa en el Maestro. No me equivocaba...
Otro legionario, siempre bajo la atenta vigilancia de Civilis, acercó un segundo cazo a los
labios del rabí, obligándole a beber una nueva dosis de agua con sal.
Algunas de las heridas habían empezado a coagular y muchos de los reguerillos comenzaron
a secarse. Las brechas de los costados, sin embargo, seguían manando sangre, que caía a
intervalos sobre las losas, impulsada por cada uno de los movimientos respiratorios, cada vez
más cortos y rápidos.
El centurión movió la cabeza en señal de desaprobación. No hacia falta ser médico para
darse cuenta que el castigo habla sido tan desproporcionado como para temer por la vida del
reo.
Y antes de que fuera demasiado tarde, desconecté el sistema ultrasónico, pulsando el segundo
clavo. Al activarlo, el minicomputador alojado en la «vara de Moisés» dio paso al flujo de rayos
infrarrojos, dispuestos para los análisis de tele-termografía dinámica1.
1 La detección de la temperatura cutánea a distancia -base de nuestras experiencias de tele-termografía- se
realizaron gracias a la propiedad de la piel humana, capaz de comportarse como un emisor natural de radiación
infrarroja o «RI». Tal y como se sabe por la fórmula de la ley de Stephan-Boltzmann (W = E JT4), la emisión es
proporcional a la temperatura cutánea, y debido a que T se halla elevada a la cuarta potencia, pequeñas variaciones en
su valor provocan aumentos o disminuciones marcados en la emisión infrarroja. (W: energía emitida por unidad de
superficie; E.: factor de emisión del cuerpo considerado; J: constante de Stephan-Boltzmann y T: temperatura
absoluta.)
En numerosas experiencias, iniciadas por Hardy en 1934, se habla podido comprobar que la piel humana se
comporta como un emisor infrarrojo, similar al «cuerpo negro» y, en consecuencia, no emite radiación infrarroja
reflejada del entorno. (Este espectro de radiación infrarroja emitido por la piel humana es amplio, con un pico máximo
de intensidad fijado en 9,6 u.)
Nuestro dispositivo de tele-termografía consistía, por tanto, en un aparato capaz de detectar a distancia mínimas
intensidades de radiación infrarroja. Básicamente constaba de un sistema óptico que focalizaba la «RI» sobre un
detector. Este se hallaba formado por sustancias semiconductoras (principalmente SbIn y Ge-Hg) capaces de emitir una
mínima señal eléctrica cada vez que un fotón infrarrojo de un intervalo de longitudes de onda determinado incidía en su
superficie. Y aunque el detector era de tipo «puntual» -capaz de detectar la «RI» procedente de un único punto
geométrico-, Caballo de Troya habla logrado ampliar su radio de acción mediante un complejo sistema de barrido,
formado por miniespejos rotatorios y oscilantes. La alta velocidad del barrido permitía analizar la totalidad del cuerpo
de Jesús varias veces por segundo. Esto, a su vez, posibilitaba la obtención de imágenes dinámicas (de ahí el nombre
de tele-termografía dinámica). Seguidamente a la emisión, la señal eléctrica correspondiente a la presencia de fotones


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Como ya señalé anteriormente, las «crótalos», o lentes especiales de contacto, me permitían
dirigir el sistema de tele-termografía hacia las áreas deseadas, pudiendo ordenar así el cúmulo
de exploraciones.
Las imágenes obtenidas por este procedimiento fueron sencillamente dramáticas. La mayor
parte del cuerpo de Jesús, bañado con sangre venosa, ofrecía una tonalidad roja-parduzca,
mientras los hematomas (mucho más calientes) arrojaron un color azul intenso.
El rastreo nos permitió observar cómo la red arterial principal no había sido dañada, aunque
la vascularización cutánea y el sistema venoso superficial (especialmente en extensas zonas
dorsales) presentaban numerosos destrozos. Según los médicos del proyecto, en el supuesto de
que el Maestro hubiera conservado la vida, su recuperación -con las técnicas y fórmulas de
aquella época- se hubiera prolongado por espacio de más de tres meses.
El análisis de las retinas fue satisfactorio. El color amarillento-rojizo de las mismas vino a
demostrarnos que la visión era correcta. No pudo decirse lo mismo de algunas de las
articulaciones -en especial la de la pierna izquierda (hueco poplíteo) y las de los hombros-,
seriamente afectadas por las bolas de plomo y los astrágalos de carnero. La temperatura
dérmica de estas articulaciones, extraordinariamente inflamadas, había aumentado su
temperatura hasta tres grados centígrados.
En cuanto a la alta temperatura general (oscilante entre los 39 y 40 grados), vino a ratificar
mi impresión personal: Jesús había sido presa de la calentura, que ya no le abandonaría hasta
el momento de la muerte.
El minucioso recorrido sobre el cuerpo del Galileo nos permitió distinguir, al menos, 225
puntos «calientes», correspondientes a otros tantos impactos, provocados por los flagrum. Las
excoriaciones, hematomas y desgarros habían originado otras tantas áreas inflamatorias,
generalmente circulares, que marcaban con su alta temperatura el trágico «mapa» de los
azotes.
Esta fue la «guía» de la flagelación, pormenorizada por el ordenador central del módulo:
espalda y hombros: 54 impactos; cintura y riñones: 29; vientre: 6; pecho: 14; pierna derecha
(zona dorsal): 18; pierna izquierda (dorsal): 22; pierna derecha (zona frontal): 19; pierna
izquierda (frontal): 11 impactos; brazo derecho (ambas caras): 20; brazo izquierdo (ambas
caras): 14; oídos: un impacto en cada uno; testículos: 2 y nalgas: 14 impactos. A estos
destrozos hubo que añadir un sinfín de estrías o «arañazos», producidos por las correas de los
látigos. La inmensa mayoría de estas lesiones tenía una longitud de tres centímetros, con la
típica forma de «pesas de gimnasia», ocasionadas por los «escorpiones» de las puntas: bolas
de metal y tabas.
En síntesis, un castigo tan brutal que ninguno de los especialistas del proyecto llegó a
comprender jamás cómo aquel hombre pudo resistirlo.
infrarrojos era amplificada y filtrada, siendo conducida posteriormente a un osciloscopio miniaturizado. En él, gracias al
alto voltaje existente y a un barrido sincrónico con el del detector, se obtenía la imagen correspondiente, que quedaba
almacenada en la memoria de cristal de titanio del ordenador. Por supuesto, nuestro tele-termógrafo disponía de una
escala de sensibilidad térmica (0,1 0,2 o 0,5 grados centígrados, etc.) y de una serie de dispositivos técnicos
adicionales que facilitaban la medida de gradientes térmicos diferenciales entre zonas del termograma (isotermas,
análisis lineal, etc.).
Las imágenes así obtenidas podían ser de dos tipos:
En escala de grises, muy adecuadas para el estudio morfológico de los vasos.
Y en escala de color, entre ocho y dieciséis colores, muy útil para efectuar mediciones térmicas diferenciales con
precisión.
Ambos sistemas, naturalmente, podían ser usados de forma complementaria. Caballo de Troya, después de
numerosas pruebas, seleccionó los equipos AGA-661, así como una asociación del Barnes-Pyroscan y los del sistema
CSF-IR-815 como los más adecuados para nuestra misión. (N. del m.)


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-¡Basta ya...! Ponedle en pie y vestidle.
La voz del oficial jefe resonó cargada de impaciencia. Y mientras los infantes tiraban de
Jesús, yo desconecté los circuitos de la «vara de Moisés», guardando las lentes de contacto.
Fue menester que dos legionarios apuntalaran el maltrecho cuerpo del Maestro al recuperar
la posición vertical. Su extrema debilidad hizo que sus rodillas se doblasen, obligando a los
soldados a sujetarle por las axilas. Otros romanos, a una orden de Civilis, acudieron en ayuda
de sus compañeros, procurando que el prisionero no se desplomase sobre el enlosado.
Al ser izado, algunas de las heridas -especialmente las de los costados- volvieron a sangrar a
borbotones y los riachuelos de sangre recorrieron rápidamente su vientre, ingles, muslos y
piernas, hasta derramarse sobre las losas.
Alguien recogió sus ropas y, tras enfundarle la túnica, dispuso el manto sobre el hombro
izquierdo, fajando después el tórax. El ropón quedó firmemente sujeto sobre el pecho y espalda
de Jesús, de forma que, juntamente con la túnica, hicieron las veces de vendaje. Aquellos
romanos sabían que aquél era un excelente procedimiento para taponar muchas de las brechas,
cortando así parte de las hemorragias. Sentí un estremecimiento al imaginar lo que podía
ocurrir en el momento en que el Galileo fuera desposeído de sus ropas. Si los coágulos
quedaban encolados al tejido -como así debía ser-, la retirada de la túnica significaría un nuevo
y doloroso suplicio, con la consiguiente apertura de las llagas.
La sangre empapó inmediatamente la túnica blanca, que comenzó a gotear por las mangas y
por el borde interior. Y el esponjoso tejido se vio teñido con innumerables y anárquicos corros
rojizos.
Los soldados obligaron al Nazareno a dar algunos pasos, pero, cuando apenas había
arrastrado sus pies descalzos sobre el pavimento, las fuerzas le abandonaron,
desmoronándose. La rápida intervención de los legionarios de Civilis evitó que cayera al suelo.
El grupo interrogó al centurión con la mirada y éste, desalentado, indicó a sus hombres que le
sentaran en uno de los bancos de madera del pórtico.
Civilis comprendió que, de momento, era inútil conducir al reo hasta la terraza donde debía
esperar el procurador. Hubiera sido absolutamente necesario que varios infantes le
acompañasen y sostuviesen.
Los temblores febriles seguían sacudiendo el cuerpo del Nazareno que, poco a poco, paso a
paso, fue conducido por los romanos hasta uno de los asientos situado en el lado oriental del
patio. Mientras, otros legionarios habían iniciado la limpieza del enlosado y de la columna sobre
los que había tenido lugar la flagelación. Los caballos volvieron junto a la fuente y sus
cuidadores siguieron cepillándoles y restregando los lomos con manojos de poleo, cuyo olor -
según la creencia popular- mataba los piojos.
El centurión se quitó el casco y, tras meditar unos segundos, se alejó del pórtico, en
dirección al túnel que llevaba al pretorio.
Debo señalar que, conforme observaba el renqueante caminar del Maestro, una visible cojera
en la pierna izquierda me llevó a la conclusión de que el latigazo de Lucilio en plena corva había
alterado la articulación de dicha rodilla. (Este extremo sería posteriormente ratificado, como ya
indiqué, por el examen «tele-termográfico».)
Jesús fue sentado, al fin, sobre uno de los bancos. Y al hacerlo, un rictus de dolor se dibujó
nuevamente en su rostro. Era muy posible que aquel gesto estuviera provocado por los golpes
en el coxis o en los riñones. Al apoyarse en la madera, el hueso inferior de la columna y las
zonas lumbares debieron acusar el contacto con el asiento y el respaldo, respectivamente.
Durante algunos minutos, la actitud de los legionarios fue tranquila; incluso, correcta. Dos
siguieron junto al Nazareno, pendientes de su recuperación y el resto se dirigió a uno de los
corrillos que vociferaba desde una de las esquinas del patio. Al ver que el Maestro se
encontraba algo más tranquilo no pude resistir la tentación y me aproximé también al círculo de
legionarios que, sentados o en cuclillas, centraban su atención en una de las losas del
pavimento.
Al asomarse por encima de las cabezas de los soldados comprobé que se trataba de un juego
(una especie de «tres en raya», descrito ya por Plutarco). Usando sus espadas, los miembros
de la guarnición habían trazado un círculo sobre una de aquellas losas, grabando también en el


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interior de dicho círculo una serie de toscas figuras y letras. Pude distinguir una «B» -que
servía, al parecer, para la llamada «jugada del Rey» o de «Basileus», en griego- y una corona
real. Todas estas figuras aparecían separadas unas de otras mediante una línea que
zigzagueaba por el interior del círculo. Los participantes utilizaban cuatro tabas, previamente
marcadas con letras y cifras, que eran lanzadas sobre el círculo, cantando las diferentes
jugadas, según las figuras o letras donde acertaran a caer.
El juego fue animándose paulatinamente y varios de los legionarios cantaron jugadas como
la de «Alejandro», «Darío» y el «Efebo».
Por último, uno de los jugadores tuvo la fortuna de que uno de sus huesecillos fuera a rodar
hasta la corona, gritando la «jugada del rey», que equivalía a nuestro «jaque mate» y, por
tanto, al final del entretenimiento.
Los soldados recogieron las tabas y el que había ganado, influido seguramente por aquel
último golpe de suerte, reparó en el Galileo, animando a sus colegas a proseguir el juego,
«pero esta vez con un rey de verdad... » La idea fue acogida con entusiasmo y el grupo se
dirigió hacia el banco, dispuesto a divertirse a costa del que se había autoproclamado «rey de
los malditos y odiados hebreos».
La ausencia de Civilis hizo dudar a los que custodiaban a Jesús pero pronto se unieron a las
chanzas y groserías de sus compañeros.
De pronto, aquella decena de legionarios aburridos y desocupados se hizo a un lado, dando
paso a otros dos infantes.
Con aire marcial y conteniendo la risa, aquellos dos soldados fueron aproximándose al
Nazareno, que había vuelto a inclinar la cabeza, soportando con su habitual mutismo aquel
nuevo y amargo trance.
Uno de los que había comenzado a desfilar hacia el prisionero traía en sus manos lo que, en
un primer momento, me pareció una cesta de mimbre al revés. Pero cuando llegó a la altura del
Galileo comprendí. No se trataba de una cesta, sino de un complicado «yelmo», trenzado a
base de zarzas espinosas. Tenía forma de media naranja, con un aro o soporte en su base,
formado por un manojo de juncos verdes, perfectamente ligados por otras fibras igualmente de
junco.
Según pude apreciar, el casquete espinoso había sido entretejido con media docena de ramas
muy flexibles, en las que apuntaba un terrorífico enjambre de púas rectas y en forma de «pico
de loro», con dimensiones que oscilaban entre los 20 milímetros y los 6 centímetros,
aproximadamente1.
Estaba claro que, mientras el grueso de los legionarios centraba sus burlas en Jesús,
aquellos dos individuos habían entrado en alguno de los almacenes de leña de la fortaleza,
ocupándose en la siniestra idea de trenzar una «corona» para el «rey de los judíos».
La ocurrencia fue recibida con aplausos y risotadas. Y el que portaba aquel peligroso «casco»
de delgadas y parduzcas ramas se inclinó, simulando una reverencia. Después levantó la
«corona» a medio metro sobre el cráneo del Maestro, bajándola violentamente e incrustándola
en la cabeza del rabí. Un alarido de satisfacción se escapó de las gargantas de la soldadesca,
ahogando el gemido de Jesús, que, al contacto con las espinas, levantó la cabeza, golpeándose
involuntariamente la región occipital contra el muro sobre el que se hallaba adosado el banco.
Aquel encontronazo con la pared debió hundir aún más las púas situadas en la zona posterior
del cráneo.
El «yelmo», brutalmente encajado, cubrió casi la totalidad de la cabeza del reo. El aro sobre
el que se sustentaba la red espinosa quedó a la altura de la punta de la nariz, dificultando,
incluso, la visión del Maestro.
El agudo dolor de las 20 o 30 espinas que perforaron el cuero cabelludo, frente, sienes,
orejas y parte de las mejillas conmocionó de nuevo al Hijo del Hombre, quien, con los ojos
cerrados en un movimiento reflejo de protección, permaneció durante varios segundos con la
boca entreabierta, intentando inhalar un máximo de aire.
1 En un primer examen ocular, creí identificar aquellas zarzas con las plantas denominadas Poterium spinosum, muy
común en Palestina y usada habitualmente como provisión para el fuego. Ello ratificaba la hipótesis del doctor Ha
Reubení, director del Museo Botánico de la Universidad Hebrea de Jerusalén, descalificando otras muchas teorías sobre
el posible origen de la planta utilizada para el trenzado del «casco» de espinas. (La más conocida y popular señalaba al
«ziziphus» o Spina Christi (Palinurus Aculeatus) como la zarza utilizada en esta «coronación». (N. del m.)


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Al ver aparecer seis copiosos regueros de sangre por su frente y sienes temí que aquellas
púas hubieran perforado la vena facial (que discurre desde la barbilla a la zona ocular). Me
aproximé cuanto pude al rostro, pero no llegué a distinguir espina alguna clavada en el sector
que cruza dicha vena. Otras, en cambio, habían perforado la frente y región malar derecha. Una
de aquellas púas, en forma de gancho, había penetrado a escasos centímetros de la ceja
izquierda (en el músculo orbicular), dando lugar a una intensa hemorragia, que cubrió
rápidamente el arco superciliar, inundando de sangre el ojo, mejilla y barba.
La profusa emisión de sangre indicaba que las espinas habían afectado gravemente la
aponeurosis epicraneal (situada inmediatamente debajo del cuero cabelludo). La retracción de
los vasos rotos por las espinas en esta área -extremadamente vascularizada- se hizo notar,
como digo, de inmediato. La sangre comenzó a fluir en abundancia, goteando sin cesar desde la
barba al pecho.
Pero los soldados, no contentos con este bárbaro atentado, fueron en busca del manto
púrpura que había quedado sobre el enlosado, echándoselo sobre los hombros. Otro de los
legionarios puso una caña entre sus manos y arrodillándose exclamó entre el regocijo general:
-¡Salve, rey de los judíos!
Las reverencias, imprecaciones, salivazos y patadas en las espinillas del Nazareno
menudearon entre aquella chusma, cada vez más divertida con sus ultrajes. Uno de los
soldados pidió paso y colocando sus nalgas a escasos centímetros del rostro de Jesús se levantó
la túnica, comenzando a ventosear con gran estrépito, provocando nuevas e hirientes risotadas.
El jolgorio de la soldadesca se vio súbitamente cortado por la presencia del gigantesco
Lucilio, atraído sin duda por el constante alboroto de sus hombres. Observó la escena en
silencio y, con una sonrisa de complicidad, se situó frente al reo. Los legionarios, intrigados,
guardaron silencio. Y el centurión, levantando su faldellín, comenzó a orinarse sobre las
piernas, pecho y rostro de Jesús de Nazaret.
Aquella nueva injuria arrastró a los romanos a una estrepitosa y colectiva carcajada, que se
prolongaría, incluso, hasta después que el oficial hubiera concluido su micción.
Mi corazón se sintió entonces tan abrumado y herido como si aquellas ofensas hubieran sido
hechas a mi propia persona. Abatido me recosté sobre la pared del pórtico, con un solo deseo:
ver aparecer a Civilis.
Por una vez mis deseos se vieron cumplidos. El comandante de las fuerzas legionarias hizo
su entrada en el patio central de la fortaleza Antonia en el momento en que uno de aquellos
desalmados arrancaba la caña de entre las manos del Nazareno, asestándole un fuerte golpe
sobre el «yelmo> de espinas.
Las risotadas y los legionarios desaparecieron al instante, ante la súbita llegada de Civilis.
Cuando el centurión interrogó a los guardianes sobre aquel nuevo escarnio, los soldados se
encogieron hombros, haciendo responsables a sus compañeros. Pero éstos, como digo, se
habían desperdigado entre las columnas y el patio.
Visiblemente disgustado por la indisciplina de sus hombres, el oficial ordenó a los infantes
que pusieran en pie al condenado y que le siguieran. Así lo hicieron y Jesús de Nazaret, algo
más repuesto aunque sometido a constantes escalofríos, comenzó a caminar hacia el túnel,
arrastrando prácticamente su pierna izquierda.
A su lado, y pendientes del Galileo, avanzaron también otros tres soldados, que no se
separarían ya del reo hasta el momento de su retorno al escenario de la flagelación.
Eran las 11.15 de la mañana...
El sol, cada vez más alto, iluminó la gigantesca figura de Jesús al salir del Pretorio. Al verle,
la multitud que aguardaba frente a las escalinatas dejó escapar un murmullo, inevitablemente
sorprendida por el lamentable aspecto del reo.
La escolta se detuvo en mitad de la terraza, a la izquierda de la silla en la que esperaba
Poncio. Este, al ver el casco de espinas sobre el cráneo del Maestro, se revolvió nervioso e
indignado hacia Civilis, interrogándole mientras señalaba con su dedo índice hacia la cabeza del
rabí. Ignoro qué pudo decirle el centurión. Mi atención había quedado prendida en el Galileo. Al
detenerse frente a la multitud, Jesús -encorvado y con los dedos entrelazados, intentando
dominar así la intensa tiritona que le consumía- percibió en seguida la cálida presencia del sol.
Y muy despacio, como tratando de absorber la dulce caricia de los rayos, fue levantando el
rostro, hasta situarlo frente al disco solar. Durante escasos segundos, sus profundas ojeras y la
Caballo de Troya
J. J. Benítez
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catarata de sangre que ocultaba su cara, se hicieron perfectamente visibles a todo el gentío.
Pero, al alzar la cabeza, las púas tropezaron en el arranque de la espalda, perforando la nuca
nuevamente. Y el dolor le obligó a bajar el rostro.
Juan Zebedeo, paralizado ante aquel trágico cambio de su Maestro, reaccionó al fin y
soltando el brazo de José de Arimatea se precipitó hacia Jesús, arrodillándose y llorando a los
pies del rabí. Los legionarios interrogaron al centurión con la mirada, dispuestos a retirar al
joven amigo del prisionero, pero Civilis, extendiendo su mano izquierda, indicó que le dejaran.
Durante algunos minutos, tanto Pilato como la muchedumbre se vieron sobrecogidos por el
desconsolado llanto del muchacho. Y un respetuoso silencio reinó en el patio.
El Maestro intentó por dos veces inclinarse hacia Juan, tratando de aproximar sus
temblorosas y ensangrentadas manos hacia el discípulo más amado, pero la trampa de espinos
y la rigidez del improvisado vendaje se lo impidieron.
- Aquel nuevo gesto de valentía del discípulo y el derrotado semblante del Nazareno
conmovieron sin duda al procurador. Y levantándose de su silla, dio unos cortos pasos hacia el
filo de la escalinata. Después, señalando a Jesús y sin perder de vista a Caifás y a los saduceos,
exclamó, tratando de mover la piedad de los acusadores:
-¡Aquí tenéis al hombre...! De nuevo os declaro que no le encuentro culpable de ningún
crimen... Después de castigarle, quiero darle la libertad.
Pilato, una vez más, se equivocaba. Y aunque la muchedumbre no se atrevió a replicar, el
sumo sacerdote y sus hombres si respondieron, entonando el conocido «¡crucifícale! ».
Y poco a poco, la multitud fue uniéndose a las manifestaciones de los sanedritas, coreando
sin piedad:
-¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
Poncio, decepcionado, regresó al tribunal y esperó a que el gentío se apaciguara. El viento,
cada vez más cálido y molesto, había empezado a levantar grandes torbellinos de polvo que
eran arrastrados desde el Este, azotando cada vez con mayor dureza aquella ala norte de la
Torre Antonia. Civilis captó de inmediato aquel cambio atmosférico y, tras comprobar cómo los
centinelas de vigilancia en los torreones de la muralla procuraban refugiarse del viento
racheado, me miró fijamente, recordándome con su rostro grave el presagio que le había hecho
esa misma mañana. Yo asentí con un movimiento de cabeza.
Pero nuestro silencioso «diálogo» se vio interrumpido por la voz del procurador. Una vez
calmada la turba, Poncio, con su mano derecha aplastando el peluquín (gravemente
comprometido por el incipiente «siroco»), habló a los hebreos, con un inconfundible tinte de
desaliento en sus palabras:
-Reconozco perfectamente que os habéis decidido por la muerte de este hombre. Pero, ¿qué
ha hecho para merecer su condena...? ¿Quién quiere declarar su crimen?
Caifás, congestionado por la ira, subió las escaleras y, tras escupir sobre Jesús, se encaró
con el gobernador, gritándole:
-Tenemos una ley sagrada por la que este hombre debe morir. Él mismo ha declarado ser el
Hijo de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Y girando la cabeza hacia el cabizbajo reo volvió a lanzarle otro salivazo.
El procurador miró a Jesús con un súbito miedo. La sangre seguía goteando desde su frente,
manchando el manto de Juan, quien, arrodillado y abrazado a los pies de su Maestro, no
parecía prestar atención alguna a lo que estaba ocurriendo.
Caifás retornó con paso decidido a la cabeza de la multitud y Poncio, con la faz pálida y los
cabellos en desorden, golpeó los brazos de la silla con ambas palmas, ordenando a Civilis que
llevara al galileo al interior de su residencia.
Los legionarios hicieron girar al rabí, conduciéndole nuevamente al «hall». Siguiendo un
impulso me agaché sobre Juan, animándole a que se incorporarse y a que cesase en su llanto.
Después, pasando mi brazo sobre sus hombros y apretando su cara contra mi pecho, le llevé al
interior del Pretorio.
Pilato, con las manos a la espalda, había empezado a dar cortos paseos por el centro del
«vestíbulo». Mientras tanto, Civilis y los soldados aguardaban a escasa distancia de la puerta.
Al verme, el procurador interrumpió sus nerviosos pasos y dirigiéndose hacia mí me
interrogó en voz baja, como si temiera que pudieran oírle:
-Jasón, ¿tú crees de verdad que este galileo puede ser un dios, descendido a la Tierra como
las divinidades del Olimpo?


270
Los ojos claros del romano chispeaban y se agitaban, presa de un miedo supersticioso y, en
mi opinión, cada vez más profundo. Pero Poncio no esperó mi posible respuesta. Después de
alisarse el postizo dio media vuelta, acercándose al Maestro.
Y con voz temblorosa le formuló las siguientes preguntas:
-¿De dónde vienes...? ¿Quién eres en realidad? ¿Por qué dicen que eres el Hijo de Dios...?
El Nazareno levantó su rostro levemente, posando una mirada llena de piedad sobre aquel
juez débil y acorralado por sus propias dudas. Pero los temblorosos labios de Jesús no llegaron
a articular palabra alguna.
Pilato, cada vez más descompuesto, insistió:
-¿Es que te niegas a responder? ¿No comprendes que todavía tengo poder suficiente para
liberarte o crucificarte?
Al escuchar aquellas amenazantes advertencias, el Galileo repuso al fin con un hilo de voz:
-No tendrías poder sobre mí sin el permiso de arriba...
La extrema debilidad del Maestro hizo que sus palabras llegaran muy mermadas hasta los
oídos del procurador. Y éste, aproximándose cuanto le fue posible hasta los plastones rojizos
que habían quedado prendidos en su barba y bigote, le pidió que repitiese.
-¿Cómo dices?
-No puedes ejercer ninguna autoridad sobre el Hijo del Hombre -añadió Jesús haciendo un
esfuerzo-, a menos que el Padre celestial te lo consienta...
Poncio se echó atrás, con los ojos desencajados por el desconcierto. Pero el Nazareno no
había terminado.
Pero tú no eres totalmente culpable, ya que ignoras el evangelio. Aquel que me ha
traicionado y entregado a ti ha cometido el mayor de los pecados.
El romano sabía de sobra a quién se refería el prisionero y aquella inesperada confesión,
descargando en parte a Poncio de su responsabilidad, pareció aliviarle sobremanera. El
gobernador se olvidó de sus preguntas y esbozando una sonrisa de agradecimiento salió a la
terraza. La escolta se dispuso a seguirle pero el Nazareno, dirigiéndose a Juan, colocó su mano
sobre la cabeza del discípulo, haciéndole un último ruego:
-Juan, no puedes hacer nada por mí... Vete con mi madre y tráela para que me vea antes de
que muera.
Civilis escuchó también aquellas dolorosas palabras, e intuyendo el fatal desenlace, animó a
Juan Zebedeo para que cumpliera aquella última voluntad del Galileo sin pérdida de tiempo.
Solté al muchacho y disimulando mi angustia asentí con la cabeza, ratificando la noble intención
del centurión. Juan cruzó el umbral del Pretorio, perdiéndose entre la multitud. Previamente, el
oficial ordenó a uno de sus hombres que acompañara al apóstol hasta las puertas de la muralla,
ayudándole a franquear el paso.
Al regresar a la terraza, Poncio -mucho más animado por las recientes frases del reo- había
empezado a hablar a la muchedumbre. El tono de su voz denotaba un firme deseo de liberar a
Jesús. El rostro de José de Arimatea volvió a iluminarse por la esperanza e, incluso Judas, que
había sido uno de los pocos que no se había unido a los gritos de crucifixión, pareció aliviado
por la decidida actitud del procurador.
-… Estoy convencido que este hombre -anunció Pilato- ha faltado solamente a la religión, por
lo que debe ser detenido y sometido a vuestras propias leyes... ¿Por qué esperáis que le
condene a muerte, por estar en conflicto con vuestras tradiciones?
El inesperado cambio del gobernador de Roma exasperó los ánimos de los saduceos, que
formaron un corro, discutiendo acaloradamente. Pilato, sumamente complacido ante la
crispación general de los sacerdotes, se sentó en la silla transportable, haciendo un guiño a
Civilis. Pero, antes de que el procurador pudiera terminar de saborear aquel efímero triunfo,
Caifás, pálido y con los ojos inyectados en sangre, volvió a subir las escaleras y amenazando a
Poncio con su mano izquierda, le soltó a quemarropa:
-¡Si sueltas a este hombre, tú no eres amigo del César...!
La cólera del sumo sacerdote era tal que su voluminoso vientre comenzó a subir y bajar,
arrastrado por su agitada respiración. Aquella sentencia de Caifás hizo palidecer a Poncio.
Y trataré por todos los medios -remachó el astuto yerno de Anás- de que el emperador tenga
conocimiento de ello.
Conociendo como conocía el procurador la oleada de delaciones, arrestos y ejecuciones que se
había cernido en aquellos últimos meses sobre el imperio, el fulminante ultimátum de Caifás


271
terminó por desarmarle. Aquello, indudablemente, fue un golpe bajo. Tiberio, y más
concretamente el temido Sejano, ya habían tenido noticia de las dos revueltas provocadas por
la intransigente postura de Pilato (una motivada por la colocación de los emblemas e insignias
del emperador en mitad de Jerusalén y la segunda, por la expropiación indebida del tesoro del
templo para la construcción de un acueducto) y ambos sucesos le habían valido sendas
amonestaciones. Si el inflexible general de la guardia pretoriana, que ocupaba el puesto del
César, volvía a recibir inquietantes noticias sobre la conducta de su hombre de confianza en
aquella provincia, la carrera política de Poncio podía verse seriamente alterada. De hecho, poco
tiempo después de la muerte de Jesús de Nazaret, el procurador caería en un nuevo error
político que precipitó su fin1.
El sumo sacerdote, además, se había referido intencionadamente a su título de «amigo del
César». Y aquella referencia humilló aún más la voluntad del juez romano. (Aunque Poncio
Pilato, indudablemente, era conocido y amigo de Tiberio, la alusión de Caifás llevaba dinamita.
El jefe de los sacerdotes sabía que el gobernador era miembro del «orden ecuestre»,
ostentando el título de aeques illustrior y la dignidad de «amigo del César»; es decir, una muy
especial distinción. Aquel privilegio, precisamente, hacía aún más delicada su situación, de cara
a la cúpula del Imperio. El Sanedrín tenía medios para hacer llegar a Sejano y a Tiberio, en la
isla de Capri, sus quejas sobre lo que consideraban una nueva irregularidad del procurador. Y
Poncio lo sabía.)
En mi opinión, esta astuta maniobra final desmoralizó a Poncio, quien, vacío de un estricto
sentido de la justicia y sin tiempo para reflexionar fríamente, cedió. Confundido y sin control se
incorporó de la silla curul y señalando a Jesús, dijo sarcásticamente:
-¡He aquí vuestro rey...!
Caifás y los jueces hebreos sabían que acababan de herir de muerte los propósitos del
romano y, animando nuevamente a la multitud, respondieron a Pilato:
-¡Acaba con él...! ¡Crucifícale...! ¡Crucifícale!
El gobernador se dejó caer sobre su asiento y prácticamente sin fuerzas exclamó:
-¿Voy a crucificar a vuestro rey?
Uno de los saduceos se situó sobre el segundo escalón y gritó, señalando la fachada del
Pretorio:
-¡No tenemos más rey que a César!
Pilato era consciente de aquella hipócrita afirmación, pero no se atrevió a replicar. Llamó a
Civilis y, después de intercambiar unas frases con su primer oficial, anunció a los judíos su
intención de soltar a Barrabás.
El populacho aplaudió la decisión del gobernador. Pero Poncio, ajeno a este reconocimiento,
pidió que le trajeran una jofaina con agua. El centurión, al oír a Poncio, mostró su extrañeza.
Pero obedeció, ordenando a uno de los legionarios que se diera prisa en cumplir los deseos del
procurador. Creo que, salvo Pilato y yo mismo, ninguno de los presentes sabía con qué
intención había solicitado el romano aquel recipiente.
Jesús, con la cabeza inclinada y víctima de la calentura, asistió en silencio a aquella última
parte del debate dialéctico entre los judíos y el representante del César.
Cuando el soldado regresó a la terraza, portando una ancha vasija de barro, rebosante de
agua, se situó frente a Poncio y esperó. El procurador introdujo sus regordetas manos en el
recipiente, frotándolas durante unos segundos. A continuación, ante la atónita mirada del
centurión, de sus legionarios y de la multitud, ordenó al soldado que se retirara. Y levantando
los brazos por encima de su cabeza, gritó de forma que todos pudieran oírle con nitidez:
1 Pocos años después de la muerte de Cristo, numerosos samaritanos se congregaron en torno a un supuesto
Mesías, que les prometió descubrir los vasos sagrados enterrados por Moisés en uno de los montes de Samaria. Pilato
supo de esta multitudinaria manifestación en el monte Garizim y, rodeando con sus tropas a los samaritanos, dio la
orden de cargar sobre ellos, dando lugar a una gran mortandad. Samaritanos y judíos se dirigieron entonces a Vitelio,
supremo gobernador de la provincia de Siria, acusando a Pilato del horrible asesinato de miles de samaritanos. Vitelio
no tenía autoridad para juzgar al procurador de Israel y le envió a Roma, con el fin de que compareciese ante el
emperador. Pero, durante el viaje, Tiberio murió, haciéndose cargo del imperio Cayo, alias «Calígula». Éste, al conocer
los hechos, desterró a Poncio y a su familia a las Galias donde, al parecer, murió. (Algunas tradiciones apuntan hacia el
hecho de que Pilato terminó por refugiarse en lo que hoy conocemos por Lausanne, en Suiza, suicidándose.) (N. del m.)


272
-¡Soy inocente de la sangre de este hombre! ¿Estáis decididos a que muera...? Pues bien,
por mi parte no le encuentro culpable...
El gentío volvió a aplaudir, al tiempo que se escuchaba la voz de otro de los sanedritas:
-¡Que su sangre caiga en nosotros y sobre nuestros hijos!
Y la multitud, coreó un solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las
gravísimas horas que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la
sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las legiones de
Tito. Aunque a primera vista, la autojustificación del saduceo y del populacho pudieran parecer
una simple manifestación emocional, propia de aquellos momentos de odio y ceguera, la verdad
es que la citada afirmación encerraba un significado mucho más profundo y trascendental. Los
jueces ignoro si sucedía lo mismo con aquella masa humana, inculta y vociferante- conocían
muy bien lo que decía la ley mosaica a este respecto. La Misná, en su «Orden Cuarto»,
especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de
toda su descendencia penderá sobre el falso testigo hasta el fin del mundo».
Otra de las tradiciones judías afirma también «que todo aquel que destruyere una sola vida
en Israel, la Escritura se lo computa como si hubiera destruido todo un mundo y todo aquel que
deja subsistir a una persona en Israel, la Escritura se lo computa como si dejara subsistir a un
mundo entero».
Los sanedritas, por tanto, eran plenamente conscientes del valor y de la gravedad de su
sentencia, pidiendo que la sangre de Jesús cayera sobre ellos y sobre su descendencia.
Pilato secó sus manos con la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la
muchedumbre, saludó al Nazareno con el brazo en alto. Inmediatamente, al tiempo que se
encaminaba hacia la puerta del Pretorio, volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole:
-Ocupaos de él.
Y los legionarios, con el centurión a la cabeza, siguieron los pasos del procurador,
retirándose de la terraza.
La suerte había sido echada.
A partir de aquellos momentos, los hechos se sucedieron en mitad de una gran confusión.
Por un lado, yo perdí de vista a Juan Zebedeo y a José de Arimatea y, por supuesto, a todos los
seguidores y simpatizantes del Maestro. Sólo después de abandonar la fortaleza Antonia
lograría entrevistarme de nuevo con el anciano José y animarle a que siguiera de cerca la
decisiva visita de Judas Iscariote a la sede del Sanedrín. Y digo «decisiva» porque, como tendré
oportunidad de relatar, las circunstancias que rodearon y acorralaron al traidor fueron más
complejas y extensas de como fueron descritas por los evangelistas.
La escolta que rodeaba a Jesús tomó el camino del túnel, desembocando nuevamente en el
patio porticado. Pilato, ante mi sorpresa, se hallaba presente cuando los legionarios se
detuvieron junto a la fuente. El procurador tenía prisa por acabar con aquel fastidioso asunto y
urgió a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la ejecución. Al parecer,
y después de la pública derrota sufrida por el gobernador frente a los dignatarios del Sanedrín,
su propósito de regresar a Cesarea se había convertido poco menos que en una obsesión.
Poncio era consciente de que acababa de cometer un atropello y no tuvo valor para mirar
siquiera a Jesús.
El centurión cambió impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado un
tal Longino, un veterano soldado, natural de Túsculo, ciudad enclavada en los montes Albanos y
paisano y amigo del que fuera senador del emperador Augusto, Sulpicius
Quirinius1. Junto a este legado, Longino había combatido precisamente en la guerra contra
los homonadenses, una tribu levantisca que habitaba en la cordillera del Tauro, en la actual
Asia Menor. Era, a juzgar por sus modales, hombre parco en palabras, de mirada cálida y
directa y buen conocedor de aquellas gentes y de la tierra. En aquellos momentos -gracias a su
valor y probada honestidad- había alcanzado el grado de quartus princeps posterior o centurión
1 El famoso gobernador «Cirino», como se le conoce a través de los escritos romanos, desempeñó un papel
destacado a las órdenes de Augusto, siendo el responsable de los dos censos efectuados bajo el mandato del citado
César en la entonces provincia romana de Siria. El primero de estos censos tuvo lugar entre los años 10 y 7 antes de
Cristo, y file, precisamente, el que movilizó a José y Maria en dirección a Belén. El segundo censo ocurrió entre los años
6 y 7 de nuestra Era. En esta segunda ocasión, Sulpicius Quirinius o «Cirino» fue enviado por Roma en compañía de
Coponio, primer procurador de Judea. (N. del m.)


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de la segunda centuria, del segundo manípulo, de la cuarta cohorte. Por su edad -posiblemente
rondaría los 55 o 60 años- debía estar a punto de cesar en el servicio. Sus cabellos apuntaban
ya numerosas canas y sobre su pómulo y ceja derecha discurría una profunda cicatriz, fruto, sin
duda, de alguna de las contiendas en las que se había visto envuelto desde su juventud.
Civilis, en mi opinión, estuvo sumamente acertado al elegir a Longino como capitán y
responsable de la escolta que debía acompañar al Maestro hasta el Gólgota. Por un momento
temblé ante la posibilidad de que dicha designación hubiera recaído, por ejemplo, en el cruel
Lucilio, alias Cedo alteram.
En total fueron nombrados cuatro legionarios y un optio, o suboficial como patrulla
encargada de la custodia y posterior ejecución. Mi sorpresa fue considerable al comprobar que
el optio o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el
apresamiento del Nazareno en la falda del Olivete.
Todo parecía decidido. Longino encomendó a uno de sus hombres que procediera a la
medición de la envergadura del reo, mientras otro soldado se encaminó al puesto de guardia de
la entrada Oeste, en busca de un objeto cuyo nombre no acerté a escuchar.
Pilato estaba ya a punto de retirarse cuando Civilis, tras consultar con el responsable del
pelotón que debía conducir a Jesús, le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por
qué no aprovechar aquella oportunidad para crucificar también a los dos terroristas,
compañeros de Barrabás?
El procurador dudó. Al parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada
inicialmente para los días siguientes a la celebración de la Pascua.
Poncio hizo un mohín de desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y
como estaban las cosas-, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que
arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas». Buena parte del pueblo judío protegía y
animaba a estos revolucionarios y era muy posible que la condena de tales guerrilleros pudiera
significar la alteración del orden público. Después de la implacable insistencia de los sacerdotes
en la promulgación de la pena capital para el Galileo, era dudoso que se registraran protestas si
la ejecución de los miembros del movimiento independentista tenía lugar al mismo tiempo que
la del supuesto «rey de los judíos».
El procurador escuchó en silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las
manos displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con
rapidez.
Con un simple movimiento de cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del
traslado de los «zelotas». En ese momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los
oficiales esperaban la llegada de los nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte,
diciéndome:
-Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con
detenimiento sobre ese augurio que pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo
ordeno!
La curiosidad y el miedo consumían a Poncio a partes iguales. Así que no tuve más remedio
que improvisar.
-Esta medianoche pasada -le mentí-, cuando me encontraba en el monte de las Aceitunas
presentí algo... Y tras buscar un lugar puro, un «augurale», me volví hacia el septentrión,
trazando en tierra con mi cayado el templum o cuadrado. Después, como sabes, tomé este
lituus -señalándole mi «vara de Moisés»- e hice el ritual de la descripción de las regiones1. Y
una vez situada imploré a los dioses una señal...
Pilato, conteniendo la respiración, me animó a que prosiguiera. El cielo, estimado
procurador, se había vuelto sereno y
transparente como los ojos de una diosa. Afortunadamente -volví a mentirle-, el viento se
había detenido. Todo hacía presagiar una respuesta... Y súbitamente, las infernales aves
1 Afortunadamente para mí, yo había sido instruido en el arte de los antiguos augures y arúspices griegos y
romanos. Una vez en el templum o espacio del cielo que debía observarse, el augur tomaba su lituus y se volvía hacia
el sur, trazando una línea sobre el cielo -de norte a sur-, llamada cardo. Después hacia otro tanto de este a Oeste
(decumanus), repartiendo así en cuatro áreas la parte visible del cielo. Enseguida, tirando dos líneas paralelas a las dos
trazadas anteriormente, formaba un cuadrado que, proyectado sobre la tierra, constituía el citado prisma o templum.
La zona que quedaba delante de él se denominaba antica y la que quedaba atrás, postica. (N. del m.)


274
«inferae» surgieron por mi izquierda. Su vuelo rasante y la dirección de las mismas fueron
determinantes...
-Pero, ¿qué? -estalló Poncio-. ¿Qué quieres decir con esto?
Adopté una falsa calma y mirándole fijamente, le respondí, haciendo mía una sentencia de
Ennio:
-Entonces, en el colmo del infortunio, tronó a la izquierda, estando el cielo enteramente
sereno.
Pilato abrió sus grandes ojos, espantado. Él sabía bien el significado de aquellas patrañas,
maravillosamente criticadas en su día por el propio Cicerón. Y con la faz pálida me suplicó que
le descifrara el augurio.
-En mi humilde opinión -rematé-, Júpiter, y por razones que no alcanzo a comprender -le
mentí por tercera vez-, está desolado. Y es posible que manifieste su ira sin demasiada
tardanza. El cielo será testigo de cuanto te he revelado...
-¿Hoy mismo?
Asentí con rostro grave, al tiempo que desviaba mi mirada hacia el Nazareno. Poncio giró
también su cabeza, conmoviéndose. Después, olvidando la conversación y a mí mismo, regresó
junto a sus centuriones.
Me disponía a solicitar de Civilis que me autorizase a seguir a la comitiva y a presenciar las
ejecuciones cuando irrumpió en el patio, procedente de una de las múltiples puertas que se
abrían bajo las columnatas, el legionario que había medido la envergadura de Jesús. Para ello,
el soldado, muy acostumbrado a este menester a juzgar por su soltura, había tomado una de
las lanzas y, mientras otro compañero sostenía los brazos del Galileo en posición de cruz, el
portador del pilum se colocó a espaldas del reo, midiendo la distancia total entre las puntas de
ambas manos.
Ahora, una vez realizada la macabra medición, el romano había vuelto al patio central,
cargando un pesado madero; un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un grosero vaciado
u orificio en su mitad. Este burdo agujero, de unos 10 centímetros de diámetro, cruzaba el
madero de parte a parte, siguiendo el sentido de su espesor.
El legionario, que venía provisto de una larga y gruesa cuerda, hizo descansar el patibulum1,
apoyando una de sus caras -perfectamente aserrada- sobre el enlosado. Y esperó.
Al situar el madero en esta posición vertical pude comprobar que su longitud era casi de dos
metros (posiblemente, 1,90). En cuanto a su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros.
Era, en definitiva, un sólido leño, con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos.
Simulando una gran curiosidad me aproximé al legionario, preguntándole para qué servía aquel
tronco. El soldado sonrió irónicamente y señalando primero a Jesús, me hizo después un
significativo signo con su dedo pulgar. Lo colocó hacia abajo, a la manera de los Césares
cuando decretaban el remate de los gladiadores.
Acaricié la rugosa superficie del patibulum y deduje que se trataba de una sección de un
árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los
bosques del Líbano. (No estoy seguro, pero quizá fuese el denominado Pinus halepensis, de una
madera casi incorruptible.)
Ensimismado en el análisis no me percaté de la llegada de los dos «zelotas». El optio y los
legionarios los habían conducido, maniatados, hasta el procurador y los restantes centuriones.
Nada más verlos, Civilis ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el
obligado castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos
flagrum, procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos, casi un muchacho, se clavó de
rodillas frente a Poncio, gimiendo e implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar
media vuelta, alejándose del prisionero. En ese instante, mientras los látigos chasqueaban
nuevamente en mitad del recinto, el legionario que había desaparecido en el túnel abovedado
de la puerta Oeste de Antonia regresó a la carrera, entregando a Longino una tablilla de
madera de unos 60 x 20 centímetros, totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El
1 El origen del patibulum se remonta a la viga que servia para atrancar las puertas en Roma. Al quitarse, se abría
dicha puerta. De ahí el nombre.(N. del m.)

275
centurión tomó la tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera
dos nuevas planchas.
A continuación llamó la atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de
carbón, recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de
los condenados y la naturaleza de sus crímenes.
La emoción volvió a sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI».
También en este asunto, y aunque sólo fuera en el aspecto circunstancial de la redacción, los
cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el
texto?
Marcos había dicho: «el Rey de los Judíos» (Mc. 15,26). Mateo, por su parte, añade: «Este
es Jesús, el Rey de los Judíos» (Mt. 27,37). En cuanto a Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el
Rey de los Judíos» (Lc. 23,38). Por último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo
el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos» (Jn. 19,19).
¿Quién tenía la razón?
Discretamente me asomé por encima del hombro del procurador y noté cómo su mano
temblaba. Tenía la tablilla en posición horizontal y firmemente apoyada sobre la reluciente
coraza. Había tomado el carboncillo con la derecha pero su rostro se había desviado de la
superficie del encalado rectángulo de madera. Me di cuenta que miraba a Jesús por el rabillo del
ojo. El Maestro, que no despegó los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su
ritmo respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor
proporción, seguía goteando por los bajos de su túnica, formando un cerco alrededor de sus
pies.
Uno de los guerrilleros -el más adulto- se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo.
Los legionarios habían desgarrado su túnica, dejando al descubierto la totalidad del tronco. Y a
pesar de hallarse con las manos amarradas a la espalda y controlado por otro soldado, que
sostenía entre sus manos el extremo de la maroma con la que había sido maniatado, el
«zelota», en su desesperación y dolor, se revolcaba sobre el pavimento, poniendo en apuros a
este último infante.
El más joven, con las vestiduras igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo,
tratando de cubrir la cabeza entre sus piernas. Pero los golpes eran tan violentos y seguidos
que no tardó en situarse de rodillas, ofreciendo la espalda a los verdugos y emitiendo unos
alaridos que hicieron asomarse al cuerpo de guardia a numerosos legionarios.
De pronto, Pilato -cada vez más nervioso- comenzó a escribir con su característica letra
cuadrada...
«Jesús de Nazaret...»
Aquellas primeras palabras fueron trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos
30 milímetros de altura y ocupaban toda la parte superior de la tablilla.
Poncio volvió a dudar. Parecía no saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la
falsedad de aquellas acusaciones y, lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.
El «zelota» más joven levantó la cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a
Jesús. Después, a pesar de los tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas hasta el
rabí. Y al llegar a sus pies, en medio de una lluvia de furiosos latigazos, hundió la cara en los
goterones de sangre que se escapaban por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre
sollozos:
-¡Maestro...! ¡Ten misericordia de nosotros...! ¡No nos dejes morir!
Jesús entreabrió sus inflamados y amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una
infinita ternura. Pero, antes de que pudiera responderle, el soldado que sujetaba la cuerda de
este reo, propinó al Maestro un violento empujón, haciéndole retroceder y tambalearse. Uno de
los sayones dirigió entonces su flagrum hacia Cristo, dispuesto a herirle, pero Civilis, atento a
cuanto ocurría, se interpuso, sosteniendo al Nazareno por las axilas y evitando que se
desplomase.
A continuación se volvió hacia el pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los
judíos».
-Este ha recibido ya su castigo -manifestó.
Los verdugos prosiguieron su despiadado ataque, abriendo nuevas heridas sobre las
espaldas, piernas y costados de los «zelotas». Mientras el que se había aproximado al Galileo
seguía de rodillas, con la cabeza clavada sobre las losas, su compañero, en un arranque de


276
desesperación, se incorporó lanzando un frenético puntapié contra el bajo vientre de uno de sus
fustigadores. El romano se dobló como un muñeco, cayendo al suelo entre aullidos de dolor.
Poncio, de espaldas a aquella sanguinaria escena, volvió a escribir:
«... Rey de los Judíos,).
Juan, por tanto, era el único evangelista que había sido absolutamente fiel en la
transcripción del INRI («Jesus Nazarenus Rex Judaeorum »).
E inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret,
Rey de los Judíos» en griego y, por último, en latín. Y devolviendo la tablilla a Longino se
sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de repugnancia.
Pero el legionario enviado por el centurión en busca de otras dos planchas de madera
regresó al punto. Y Poncio, muy a pesar suyo, tuvo que repetir la operación. Esta vez fue
mucho más breve. Tras preguntar los nombres de los condenados, escribió sobre los blancos
tableros: «Gistas. Bandido» y «Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas
de uso común en aquellos tiempos en Palestina: arameo en primer lugar, griego (el idioma
«universal», como lo podrían ser hoy el inglés o el español) y latín, lengua natal de Pilato.
El procurador dio unos pasos hacia el estanque circular y se enjuagó las manos. Cuando se
disponía a retirarse me adelanté y le supliqué que me permitiera asistir a las ejecuciones.
« Si en verdad debe ocurrir algo sobrenatural -argumenté-, quiero estar presente... »
Pilato se encogió de hombros y, mecánicamente, como sumido en otros pensamientos,
transmitió mi ruego a Civilis. Éste se encargó de presentarme a Longino, anunciándome como
un augur, amigo de Tiberio. Estimo que la primera calificación no debió impresionar
excesivamente al veterano centurión. Pero la segunda fue distinta. En ese instante, la
intervención de Arsenius, participándole al capitán de la escolta que me había conocido en la
noche anterior, revistió también su importancia.
Y Poncio,. levantando el brazo con desgana, saludó a sus oficiales, retirándose.
Civilis no tardaría mucho en seguirle.
Cuando los restantes legionarios vieron cómo su compañero caía víctima de la patada
proporcionada por el terrorista, los flagrum no fueron ya los únicos instrumentos de tortura.
Con una rabia inusitada, los restantes sayones, a los que se habían unido otros curiosos,
acompañaron los latigazos con un sin fin de puntapiés, que terminaron por doblegar al
revolucionario. Una vez en tierra, las suelas claveteadas de los romanos se incrustaron una y
otra vez sobre el cuerpo del reo y a los pocos segundos, un hilo de sangre brotó por entre las
comisuras de sus labios.
La llegada de dos nuevos maderos, algo más cortos que el destinado a la cruz del Nazareno,
interrumpió la flagelación.
Pero aquel momentáneo respiro sólo fue el prólogo de una angustiosa «peregrinación»...
Sin ningún tipo de contemplación o miramiento, los soldados, bajo la atenta vigilancia de
Longino y de su optio, situaron los dos troncos sobre los hombros y últimas vértebras cervicales
de los «zelotas», al tiempo que otros legionarios obligaban a los prisioneros a extender sus
brazos hasta pegar las caras dorsales de sus manos a la áspera superficie de los maderos. El
revolucionario más joven siguió de rodillas, mientras su compañero, semiinconsciente, era
atado al patibulum en la misma postura en que había quedado:
tendido y boca abajo.
Ninguno de los dos tuvo fuerzas suficientes para resistirse. El que había pedido clemencia
siguió sollozando lastimeramente, mientras una larga y gruesa maroma inmovilizaba sus
muñecas, brazos y axilas. Los romanos iniciaron la sujeción del primer reo por el extremo
derecho del patibulum. Después fueron aprisionando los brazos hasta concluir en la muñeca
izquierda. Y desde allí, la cuerda cayó hacia el pie izquierdo del condenado, siendo anudada
alrededor del tobillo. Con esta misma cuerda, y una vez rematada la colocación de aquel primer
madero, los verdugos incorporaron al segundo guerrillero, repitiendo la maniobra.
Finalmente, los soldados, portando unos cuatro metros de soga (los últimos de la larga
maroma), se dirigieron al Maestro. Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los
legionarios le golpearan o tiraran de sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia
adelante, ofreciendo sus destrozados hombros. Pero la estatura del rabí rebasaba con mucho la
de los verdugos y su voluntaria inclinación del tórax no fue suficiente. Así que uno de los
infantes, ante la imposibilidad de empujar su cabeza, agarró sus barbas, tirando de ellas hacia


277
el suelo. Y así lo mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el
patibulum sobre sus espaldas.
Otros dos legionarios extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se
hicieron con el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la
nuca del Galileo. Pero las múltiples ramificaciones del casco de espinas constituyeron un
obstáculo: el espeso cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos
trapecios, rodando por la espalda. Por tres veces, los romano -cada vez más sofocadosgolpearon
el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó
aún más, facilitando el depósito del patibulum sobre las áreas altas de las paletillas. En cada
uno de aquellos salvajes intentos de colocación del madero experimenté una especie de latigazo
que me recorrió las entrañas. Las púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un
poco más en cada empeño, desgarrando el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el
periostio craneal (lámina que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué
clase de dolor produce la perforación de dicha lámina.)
El intenso y mantenido dolor hizo que Jesús gimiera en cada uno de los tres impactos. Y en
cuestión de segundos, su cabellos y cuello volvieron a brillar, profusamente ensangrentados.
Los verdugos tensaron los brazos bajo la zona inferior del tronco y procedieron a su anclaje,
anudando la cuerda -de derecha a izquierda-, rematando la sujeción en el tobillo izquierdo.
El notable peso del patibulum -al menos para un hombre tan sumamente castigado-, hizo
que el cuerpo del rabí se inclinara peligrosamente, obligándole a flexionar las piernas. Jesús
trató de elevar la cabeza. Sus músculos y arterias parecían a punto de estallar bajo la piel
enrojecida del cuello. Pero, a cada intento de remontar y vencer el peso del leño, su nuca se
emparedaba con la corteza rugosa del patibulum y el dolor de las espinas, entrando sin piedad
en la cabeza, le vencía, humillando el rostro.
Comprendiendo que todo esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció
resignado. Su respiración se había hecho nuevamente agitada y temí que, en cualquier
momento, aquel esfuerzo desembocara en un nuevo desfallecimiento. (Los evangelistas,
lógicamente, ya que ninguno se encontraba presente en aquel dramático momento de la carga
del patibulum, no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante. El
mermado organismo de Jesús de Nazaret se vio aplastado súbitamente por un madero, dejando
a sus músculos en la posición en que se encontraban en el momento de la descarga sobre sus
hombros y nuca. No hubo «pre-calentamiento» ni posibilidad alguna de que los principales
paquetes musculares pudieran reaccionar convenientemente. Ello, en suma, precipitó las
frecuencias cardíacas y arterial, disparándolas por enésima vez. En cuestión de tres a cinco
minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su
corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial
máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías
que aún podían quedarle.)
Al verle en aquel lamentable estado me pregunté cuánto podría resistir con el patibulum a
cuestas...
Pero un nuevo hecho estaba a punto de provocar otro desgarrador sufrimiento en el
organismo del gigante de Galilea.
Mientras Arsenius procedía a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de
los Pilum, otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y éste,
en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El
infante se situó en cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie
izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se
desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue
tan rápido como inesperado. El Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el
patibulum se venciera y, tras golpear las losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de
bruces contra el pavimento, quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz.
Al ver y escuchar el violento choque contra las losas temí lo peor. Cuando los soldados se
apresuraron a levantarle observé que, afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado
como protector, evitando que los huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la
frente, sienes y mejillas habían perforado un poco más la carne, dejando al descubierto en
Caballo de Troya
J. J. Benítez
278
algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas
hemorragias.
A pesar de la violencia de la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos
izaron el patibulum, apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario terminaba de
calzar a Jesús.
Una vez concluida la desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió
a acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la
cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba.
En varias ocasiones, mientras duró aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario,
observé cómo el Maestro forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas
desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.
Hacia la hora sexta, Longino dio la orden de emprender la marcha. La escolta había sido
incrementada con otros legionarios, todos ellos fuertemente armados. Ocho se situaron en
ambos flancos de los prisioneros y el resto, hasta un total de doce, se repartió en la cabeza de
la comitiva, inmediatamente detrás del centurión y de su lugarteniente y en la cola. A cada reo,
por tanto, le había sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados
de su vigilancia y posterior crucifixión. Uno de estos infantes cargaba, además, con un
mugriento saco de cuero que colgaba de un palo acabado en forma de horca y que se apresuró
a echar sobre el hombro. Cerraba el cortejo una pareja de romanos que sostenía una escalera
de mano de unos cinco metros.
Cuatro de los infantes situados a derecha e izquierda de los «zelotas» desenroscaron sus
látigos, reanudando la flagelación de aquellos desdichados, tal y como tenían por costumbre
antes de la ejecución. Entre gemidos y con el cuerpo ensangrentado, los dos primeros reos
comenzaron a caminar, tambaleándose bajo el peso de los troncos. Siguiendo unas rígidas
normas de seguridad, los tres prisioneros, corno digo, habían sido atados por los tobillos a una
misma cuerda. De esta forma, cualquier posible intento de fuga resultaba extremadamente
problemático.
Al ponerse en marcha, el condenado situado en el centro dio un tirón de la maroma,
obligando al Nazareno -que ocupaba el tercer y último lugar- a seguirle. Las pronunciadas
oscilaciones del leño que cargaba el rabí y sus pasos vacilantes, inseguros, con aquel penoso
arrastre de su pierna izquierda, nos hicieron temer a todos una nueva e inmediata caída y, lo
que era mucho peor, una posible parada cardíaca. Y digo «a todos» porque, desde el principio,
los cuatro legionarios que cerraban conmigo la escolta cruzaron algunas miradas de
preocupación, confirmando con significativos movimientos de cabeza que aquel prisionero no
estaba en condiciones de llegar al Gólgota. Pero, de momento, nadie dijo nada.
Los reos salvaron los 25 primeros metros y el pelotón entró en el túnel abovedado de la
puerta Oeste; aquél por el que yo había accedido a Antonia en la compañía del anciano de
Arimatea. Allí, desafortunadamente, se produciría un nuevo problema...
Algunos de los centinelas se habían asomado con curiosidad a la puerta del cuerpo de
guardia, asistiendo entre risitas al paso de los condenados. Cuando el guerrillero que marchaba
en medio llegó a la altura de los guardianes, aprovechando que los legionarios habían cesado
en sus azotes a causa de la penumbra y de lo angosto del pasadizo, el tal Gistas se volvió hacia
la izquierda, lanzando un salivazo sobre el romano más próximo. Y antes de que sus verdugos
pudieran ponerle la mano encima arremetió con el filo del patibulum contra el legionario que
caminaba a su derecha, dirigiendo el tronco hacia su rostro. El soldado cayó hacia atrás,
precipitándose sobre Jesús. Ambos rodaron sobre el oscuro y húmedo empedrado del túnel. En
esta ocasión, el impacto hizo que el Galileo se desplomara de espaldas. El revuelo fue
indescriptible. Varios miembros del cuerpo de guardia y algunos de los romanos de escolta se
ensañaron con el guerrillero, hundiendo las astas de sus lanzas en el vientre, costillas y dientes
del provocador, hasta hacerle caer de rodillas.
Longino y Arsenius acudieron de inmediato al centro del pasadizo, tratando de poner orden
en aquel revuelo. Otros soldados ayudaron al compañero que había sido golpeado con el
madero. Una de las aristas le había abierto el pómulo izquierdo, provocando una aparatosa
hemorragia. El centurión examinó la brecha, ordenando que fuera relevado de inmediato. Su
puesto fue ocupado por otro de los centinelas. Mientras tanto, Jesús permanecía inmóvil, boca


279
arriba e impotente para levantarse. Las espinas habían vuelto a herir la nuca y el Maestro, con
un rictus de dolor, intentaba adelantar la cabeza, evitando así el contacto con la madera.
Algunos de los legionarios que portaban los flagrum, cegados por la ira, se revolvieron
también hacia el rabí y comenzaron a golpearle, insultándole y exigiéndole que se incorporase.
Pero aquellas demandas fueron tan inútiles como absurdas. Nadie, en aquella posición, hubiera
podido elevar el tronco por sus propios medios. En un desesperado intento por obedecer, el
Nazareno llegó a doblar las piernas, tensando sus músculos. Pero, a los pocos segundos,
vencido y agotado, desistió. Antes de que la lógica y el buen juicio se impusieran entre la
confusa soldadesca, otro de los romanos se inclinó sobre el Maestro y agarrándole por la barba
comenzó a tirar de él, en medio de un torrente de imprecaciones y blasfemias. La rabia del
verdugo era tal que, en uno de aquellos salvajes tirones, los crispados dedos del legionario se
despegaron del rostro de Jesús, llevándose un mechón de pelo. Con aquella porción de la
barba, el soldado arrancó también parte de la epidermis y del corión o capa interna de la piel,
dejando al descubierto -entre borbotones de sangre- las bandas fibrosas del músculo cuadrado
(en su zona derecha). Con un fuerte lamento, el Galileo dejó caer su cabeza sobre el patibulum,
presa del insoportable dolor que suponía el desgarro de un sinnúmero de papilas nerviosas.
(Resulta importante anotar que, entre los minúsculos órganos violentamente desprendidos, se
hallaban los conocidos como intérpretes de la «sensibilidad dolorosa»: unos receptores
específicos para el dolor y que se ramifican en terminaciones nerviosas libres, que se arborizan
en los intersticios del epitelio cutáneo.)
La sorpresa o el susto del centinela fue tal que no volvió a agredir a Jesús. El optio, con más
sentido común que sus hombres, dispuso que se le incorporase. Y la comitiva prosiguió su
marcha, con dos revolucionarios masacrados a latigazos y golpes y con un Jesús de Nazaret
irreconocible, consumido por la fiebre y con una debilidad galopante.
Al pisar la cubierta metálica del puente levadizo, el sol, casi en el cenit, iluminó de lleno la
figura del Maestro. Las caídas habían abierto algunas de sus heridas, empapando nuevamente
la túnica, que había perdido su color original. Varios regueros de sangre corrían sin descanso
por sus tendones de Aquiles, encharcando las sandalias.
Arrastrando los pies, el Maestro fue aproximándose al parapeto exterior de la Torre Antonia.
Su respiración era cada vez más fatigosa y su cabeza y tronco iban inclinándose centímetro a
centímetro.
En la boca del muro, cuando llevábamos recorridos algo más de 45 metros desde el centro
del patio porticado, el pelotón se detuvo nuevamente. Lo estrecho del acceso obligó a los
legionarios a inclinar los troncos de los reos, de forma que pudieran cruzar el recinto exterior
del cuartel general.
A partir de allí, las cosas podían complicarse y los soldados cerraron filas, guardando una
mínima distancia entre sí y con los condenados. Longino hizo una señal a su lugarteniente y
éste se puso a la cabeza de la comitiva, enarbolando con ambas manos el pilum sobre el que
habían sido dispuestas las tres tablillas con los nombres y crímenes de los que eran llevados al
patíbulo.
Nada más abandonar la fortaleza fuimos sorprendidos por un viento racheado, mucho más
intenso que el que yo había percibido durante los debates de Poncio en la terraza del Pretorio.
Aquel viento, procedente del Este, llegaba cargado de polvo y arena. Intrigado por el súbito
empeoramiento del tiempo pulsé la conexión auditiva y pregunté a Eliseo qué noticias tenía
sobre la anunciada inestabilidad en los altos niveles de la atmósfera, en las proximidades de la
frontera del actual Irak con la Arabia Saudí. Mi compañero -a quien tema poco menos que
abandonado desde hacía horas- me reprochó este silencio, aunque comprendió que las
circunstancias no habían sido óptimas como para mantenerle informado.
E inmediatamente pasó a explicarme que la turbulencia se habla convertido en un «haboob»1
o tempestad con un viento violento, alimentado por el contacto entre una corriente «en chorro»
y otro sistema de presión barométrica distinto. La tempestad había ido aumentado,
especialmente en la periferia occidental de la depresión bárica, localizada, como dije, al sur del
1 Se denomina «haboob», en términos meteorológicos, a una tempestad de polvo que se forma sobre los desiertos
durante un periodo de inestabilidad convectiva. El término «haboob« se deriva de otro árabe que significa «viento
violento». Son notables y famosos los «haboobs» del Sudán, con velocidades de hasta 85 kilómetros por hora. (N. del
m.)


280
Irak. Los sistemas electrónicos de la «cuna» habían detectado corrientes cónicas de partículas
suspendidas en el aire, moviéndose hacia el Oeste-Noroeste y en frentes que oscilaban
alrededor de los 100 kilómetros. Las bandas de este «haboob» se habían ido enroscando y
ensanchándose, hasta alcanzar los 500 kilómetros, levantando a su paso gigantescas nubes de
arena, procedentes de los desiertos arábigos de Nafud y Dahna. Las rachas, según los
detectores del módulo, alcanzaban los 25 y 30 nudos por hora. En contra de lo que presumía
Eliseo, la llegada de aquella tormenta había elevado la humedad relativa, estimándose también
un ligero descenso de la temperatura.
La visibilidad en el interior del polverío -añadió mi hermano- ha sido estimada por Santa
Claus en unos 300 metros. Tiempo previsto para el barrido de la ciudad por el lóbulo central del
«haboob»..., entre 30 y 45 minutos, a partir de ahora mismo.
Aquello significaba que, si la comitiva conseguía alcanzar el lugar de la crucifixión antes de la
entrada de la tormenta en el área de Jerusalén, las « tinieblas» -provocadas por las bancos de
arena en suspensión- se echarían sobre nosotros en plena ejecución. Qué poco podía imaginar
en aquellos instantes que las famosas «tinieblas» descritas por los evangelistas poco tenían que
ver con el oscurecimiento del sol por el polvo...
A corta distancia del parapeto de piedra que rodeaba aquella zona de la Torre Antonia
esperaba un grupo de judíos (calculé unos doscientos), entre los que se hallaban unos pocos
saduceos -los mismos que habían asistido a la condena de Jesús frente al Pretorio- y, por
supuesto, José de Arimatea, en compañía de otro joven emisario de David Zebedeo. Este último
acababa de comunicar al anciano que María, la madre del Maestro y otros familiares venían ya
hacia Jerusalén y que, probablemente, se encontrarían con Juan en el camino de Betania.
Caifás y el resto de los sanedritas -según José- se habían dirigido al templo, dispuestos a dar
cuenta al resto del Sanedrín de lo acontecido aquella mañana y de la inminente muerte del rabí
de Galilea. Pero la máxima preocupación del de Arimatea no era la suerte de su Maestro. El
sabia que la sentencia del procurador era ya inapelable y que sólo los poderes divinos de Jesús
podrían librarle de una muerte segura. Sus pensamientos estaban ocupados, como digo, por
otro problema. Una vez logrado el pronunciamiento de Poncio contra el Galileo, los sacerdotes
salieron de la fortaleza, discutiendo y preparando su próxima acción: el apresamiento y
aniquilación de los discípulos de Jesús. José había advertido al «correo» sobre dicha maniobra y
le urgió para que saliera hacia Getsemaní y pusiera sobre aviso a David y a cuantos seguidores
y amigos pudiera localizar. Y así lo hizo.
Yo me atreví a insinuarle que su presencia cerca del sumo sacerdote y de los saduceos podía
resultar mucho más útil que en aquel trágico cortejo. Y José, sin poder contener las lágrimas,
asintió con la cabeza, mientras observaba atónito el rostro ensangrentado del Nazareno y su
cuerpo, cada vez más agotado y flexionado bajo el peso del tronco.
Los dirigentes judíos, al leer el «INRI» de Jesús se interpusieron en el camino del optio y del
pelotón y, airadamente, protestaron por la inscripción. Longino trató de calmar los exaltados
ánimos de los hebreos, haciéndoles ver que aquellas tablillas habían sido escritas de puño y
letra por el propio procurador.
Fue inútil. Los saduceos exigieron que el centurión cambiase el texto, retirando la expresión
«rey de los judíos». La tensión llegó al máximo cuando algunos de aquellos desarrapados
tomaron piedras, arrojándolas contra los soldados. Varios legionarios se adelantaron, cubriendo
a Longino y al optio con sus escudos. El centurión, sin perder los nervios, apartó al infante que
le protegía y levantando la voz advirtió al grupo que se disolviera. Después, señalando el tercer
tablero -el correspondiente a Jesús Nazareno- recordó a los sanedritas que, si deseaban
cambiar la inscripción, volvieran a Antonia y discutieran el asunto con Poncio. Aquellas palabras
de Longino apaciguaron la cólera de los judíos y tres de los jueces se retiraron
apresuradamente en dirección al Pretorio, dispuestos a negociar lo que consideraban un insulto
a su nacionalismo.
Yo no volvería a ver a Pilato en aquel primer «gran viaje». Sin embargo -y adelantando
acontecimientos- puedo señalar que en nuestra segunda «aventura», Civilis me relató aquel
nuevo encuentro con los «despreciables sacerdotes», congratulándose de la actitud de Poncio.
Por una vez, el gobernador se mostró inflexible, recordando a los hebreos que dicha acusación
había formado parte de las inculpaciones que habían motivado la condena. Al parecer, cuando
los saduceos se convencieron de la dura e intransigente postura del romano, le sugirieron que,
al menos, modificase el texto, cambiándolo por otro que dijese: «Ha dicho: soy el Rey de los


281
Judíos. » La respuesta de Poncio fue idéntica a las anteriores: « Lo que he escrito, escrito está
por mí.» Y la representación del Sanedrín no tuvo más remedio que retirarse, no sin antes
amenazar al gobernador con un sinfín de maldiciones y castigos divinos...
Una vez cancelado el incidente, el centurión dio orden de proseguir. Desenvainó su espada y
sin titubeo alguno se abrió paso entre la turba. Aquellos cientos de fanáticos, en su mayoría
desocupados, gente comprada por el Sanedrín o, simplemente, morbosos sedientos de sangre,
se echaron atrás al momento, abriendo un pasillo por el que desfiló el pelotón con los
condenados. Por más que miré no pude descubrir a uno solo de los amigos o discípulos de
Jesús. En cuanto a la muchedumbre que había gritado la liberación de Barrabás y la crucifixión
del Galileo, ¿dónde estaba? Aquellos hebreos constituían una mínima parte de los dos mil o tres
mil que podían haberse congregado minutos antes frente a las escalinatas de la residencia del
procurador. Este súbito desinterés por cl final del «odiado rey de los judíos» confirmó mi
hipótesis. La inmensa mayoría de los judíos que subió esa mañana hasta el Pretorio sólo llevaba
una intención: solicitar la tradicional liberación de un preso. En el fondo les daba igual en quién
recaía la gracia. Si los jueces hubiesen clamado por la libertad de Jesús, el gentío,
probablemente, hubiera coreado el nombre del Nazareno. Una vez satisfecha su curiosidad, los
miles de peregrinos y vecinos de Jerusalén se retiraron, olvidándose prácticamente del
condenado.
Pero el tropiezo con aquellos doscientos cobardes sí influyó en algo. Longino, hombre de
gran experiencia, pensó sin duda que la conducción de los «zelotas» y del «rey» a través de las
calles de la ciudad alta de Jerusalén podía revestir complicaciones para sus hombres y para él y
con buen criterio varió el camino que tradicionalmente venían siguiendo este tipo de
procesiones. En general, los futuros ajusticiados eran paseados por las intrincadas callejuelas
de la ciudad, tratando así de ejemplarizar a las masas. En esta ocasión, insisto, el centurión se
decidió por un camino mucho más corto. Siento defraudar a cuantos han creído y creen en una
« vía dolorosa» a través de las estrechas calles del barrio alto. Nada de eso. El centurión y los
soldados se desviaron hacia el norte, entrando en el polvoriento camino que conducía a Cesarea
y que discurría casi paralelamente al valle del Tyropeón. (Hoy, esa misma vía atraviesa -algo
más al norte- la Puerta de Damasco, en la muralla septentrional.)
Los primeros sorprendidos por este cambio en el itinerario fueron los hebreos que habían
arrojado las piedras contra la escolta romana. Al poco, encabezados por los saduceos,
comenzaron a seguir a Longino y a los legionarios. Supongo que aquella extraña variación en la
ruta tradicional de los reos movió aun mas su curiosidad.
Según mis cálculos, Jesús llevaba caminados unos 100 metros desde el patio de la Torre
Antonia cuando el centurión, de improviso, salió de la calzada, echándose a la izquierda e
iniciando el descenso por la mencionada quebrada del Tyropeón, en dirección a una de las
esquinas de la muralla norte de la ciudad. El viento levantaba en aquella zona exterior de
Jerusalén grandes masas de polvo y tierra, dificultando el ya penoso caminar del Maestro y de
los «bandidos». Estos habían vuelto a ser azotados, aunque aquella pendiente y lo irregular del
terreno restaban precisión a los golpes de los verdugos.
Fue precisamente al bajar por aquella corta ladera, sembrada de cardos y abrojos espinosos,
cuando el renqueante y humillado cuerpo del Nazareno perdió nuevamente el equilibrio,
cayendo en tierra entre una nube de polvo. Esta vez, Jesús logró adelantar sus rodillas, que
fueron a estrellarse entre las piedras.
La tercera caída del prisionero obligó a detener la comitiva. Dos de los verdugos
retrocedieron y, a latigazos, intentaron que el Maestro se incorporase. Con la boca abierta,
resoplando y en mitad de una nueva elevación del ritmo cardíaco, el gigante -que había
quedado de rodillas- logró al fin elevar la pierna derecha. Pero la izquierda, destrozada por el
flagrum, no respondió. El Hijo del Hombre apretó los dientes con todas sus fuerzas. Los
músculos del cuello volvieron a tensarse, produciéndose una peligrosa contractura del
esternocleidomastoideo. Sus ojos cerrados reflejaban un firme deseo de vencer el peso del
madero, pero el agotamiento, la sed y el cada vez más preocupante descenso de la volemia (en
aquellos momentos era muy posible que el rabí hubiera perdido unos dos litros de sangre),
pudieron más que su voluntad y, a pesar de los latigazos, el cuerpo del reo, lejos de
recuperarse, fue inclinándose más y más, hasta que la barbilla tocó la rodilla derecha. En ese
crítico instante, la voz del centurión detuvo a los legionarios. Y el propio Longino, ayudado por
otros dos soldados, se encargó de empujar el patibulum, aliviando así la recuperación del


282
prisionero. Una vez en pie, la comitiva continuó el descenso hasta llegar al fondo de la vaguada.
A partir de allí, y hasta el Gólgota, el camino fue mucho más dramático. Según mis cálculos, la
depresión del Tyropeón se hallaba en la cota 745. Habíamos descendido cinco metros (la cota
de la fortaleza Antonia y de la pista de Cesarea era de 750 metros) y el Calvario se encontraba
a 755 metros de altitud sobre el nivel del mar. Eso significaba, a partir de esos instantes, un
camino en continua pendiente...
Pero, ante mi sorpresa, el Nazareno logró descender por el repecho con menos dificultades
de lo que imaginaba. Tambaleándose y respirando por la boca, consiguió cubrir otro centenar
de metros. Aquello sumaba alrededor de 250 desde nuestra salida de Antonia.
Sin embargo, yo mismo me estaba engañando. La triste realidad no tardó en imponerse. De
pronto se detuvo. El leño osciló nerviosamente a uno y otro lado y Jesús cayó sobre sus
rodillas, presa de convulsiones más intensas. Esta vez, afortunadamente para él, la comitiva
apenas si se detuvo unos segundos. El rabí prosiguió el avance, arrastrando las rodillas sobre la
áspera pendiente.
No pude evitar un sentimiento de admiración. Aquel hombre, en el declive de su vida, era
capaz de continuar -del modo que fuera- hacia su propio fin...
Longino había elegido el perímetro exterior de la muralla norte, evitando así las
multitudinarias calles de Jerusalén y, al mismo tiempo, acortando el camino.
A pesar de ello, el agotamiento físico, y estimo que mental, de Jesús estaba rozando
nuevamente el estado de shock. Las puntas de sus dedos habían empezado a teñirse con una
tonalidad violácea, señal inequívoca de una pésima circulación en sus extremidades superiores,
fruto del agarrotamiento prolongado. Aunque fue imposible verificarlo en aquellos angustiosos
momentos, era más que seguro que sus brazos y hombros hubieran iniciado una tetanización,
sumando con ello un nuevo y punzante dolor, consecuencia de la progresiva cristalización de los
microscópicos cristales de ácido láctico de sus músculos. (Este proceso de tetanización sería
uno de los más arduos suplicios a que debería enfrentarse el Maestro durante los primeros
minutos de la crucifixión.)
Con la cabeza y el tronco flexionados, el Galileo fue ganando cada palmo de terreno,
envuelto en oleadas de arena y levantando en cada arrastre de sus rodillas pequeñas columnas
de polvo. La sangre que empapaba su túnica fue cargándose de tierra, así como sus cabellos,
barba y rostro.
La respiración fue haciéndose más y más rápida y, cuando había
ganado otros cincuenta escasos metros, un sudor frío bañó las sienes y cuello. Jesús
avanzaba ya con movimientos muy bruscos, casi a sacudidas, con una típica marcha
«espástica», consecuencia de la rigidez muscular.
De pronto le vi levantar el rostro por dos veces, procurando inhalar un máximo de aire. Y sin
que nadie pudiera evitarlo se desplomó, estrellándose contra el terreno.
Los soldados no lo dudaron. Y antes de que el centurión tuviera tiempo de intervenir la
emprendieron a patadas con el inerme cuerpo del Nazareno. Los catorce clavos en forma de
«5» de las suelas fueron abriendo nuevas heridas en las piernas y, supongo, en casi todas las
áreas donde descargaron los puntapiés: riñones, costillas y espalda. El pie izquierdo había
quedado orientado hacia la derecha y uno de los furiosos verdugos lo pisoteó por dos veces. En
el segundo impacto, la uña del dedo grueso saltó limpiamente.
Allí, cuando faltaban escasos metros para coronar la pendiente, las fuerzas habían
abandonado definitivamente al reo.
La llegada de Longino zanjó aquella estéril paliza. Y digo estéril porque el Maestro había
perdido el conocimiento.
El oficial, que estaba enterado de la dura intervención de los legionarios en la flagelación,
reprochó a los soldados aquel absurdo comportamiento. Se agachó y colocando sus dedos en la
arteria carótida comprobó el pulso.
-Aún vive -exclamó aliviado.
Los cuatro guardianes que le habían sido adjudicados procedieron a levantar el patibulum.
Pero Jesús quedó materialmente colgado del leño, con la cabeza hundida sobre el pecho.
Uno de los soldados sugirió al centurión que soltaran el tronco. Longino dirigió su mirada
hacia el polvoriento horizonte y al comprobar que nos hallábamos muy cerca de la puerta de
Efraím, rechazó la idea, ordenando que transportaran al reo y al patibulum hasta el pie mismo
de la muralla. Así se hizo. Sin pararse en contemplaciones de ningún tipo, el pelotón reanudó la


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marcha. remontando el repecho en dirección a la citada entrada noroeste de la ciudad. Dos de
los verdugos depositaron los extremos del madero en sus respectivos hombros, cargando así
con el cuerpo desmayado del prisionero. Los pies de Jesús, durante estos nuevos 80 o 100
metros, fueron arrastrando sin piedad por entre la maleza y las pequeñas formaciones rocosas,
ulcerando aún más los tejidos.
Una vez junto a la muralla, al pie mismo de la referida puerta y del sendero que partía desde
aquel ángulo hacia Jaffa, los soldados sentaron al Maestro, recostándolo sobre los bloques del
alto muro. Mientras dos de ellos sostenían el tronco, otro soltó la maroma, desatando a Jesús.
Sus brazos, exánimes, cayeron sobre sus costados. Y otro tanto ocurrió con su cabeza, que
quedó inclinada sobre el tórax.
Los verdugos que habían venido azotando a los «zelotas» aprovecharon aquel descanso para
sentarse al filo del camino, mientras los guerrilleros, exhaustos, se derrumbaban igualmente.
El tropel de curiosos no tardó en asomar por el repecho. Pero, al ver que el pelotón se había
detenido, se mantuvo a una prudencial distancia, pendiente de todos y cada uno de los
movimientos de los romanos.
El tránsito de caminantes por aquella calzada era intenso. Nos encontrábamos muy cerca de
la tradicional celebración de la cena pascual y los peregrinos apresuraban el paso, arreando las
caballerías y los rebaños de corderos. Mucho de ellos se detenían bajo el arco de la puerta de
Efraím, sorprendidos por el espectáculo de aquellos hombres ensangrentados, medio desnudos
y hundidos bajo el peso de los troncos. Pero la tormenta de polvo y arena seguía arreciando y
la mayor parte, tras echar un vistazo, se retiraban de inmediato. Supongo que muy pocos
llegaron a reconocer al Nazareno.
El centurión y su lugarteniente volvieron a examinar a Jesús. Ambos se mostraban
seriamente preocupados. No deseaban que el reo perdiera la vida en el traslado. Aquello les
hubiera complicado las cosas. A petición de Longino, el legionario que había cargado el saco de
cuero extrajo de éste un cántaro de barro envuelto en una redecilla trenzada a base de cuerdas
y, protegiéndolo del polvo con su propio cuerpo, llenó una cazoleta de metal, de un remoto
color verdoso, con un líquido incoloro. El centurión aproximó el recipiente a los labios de Jesús
que, al contacto con lo que en un principio identifiqué con agua, reaccionó favorablemente. Al
fijarme aprecié cómo los labios se hallaban agrietados, con las típicas manchas amarillentas en
sus bordes, propias de la deshidratación. Lentamente, el Galileo fue apurando el brebaje. Al
terminar, su boca quedó entreabierta, con el cuerpo estremecido por la fiebre y la consiguiente
sensación de frío. Entonces, al reparar en su boca, comprobé con espanto que la hermosa
dentadura del rabí aparecía rota. Me situé en cuclillas, al lado de Longino y tocando con mis
dedos el labio inferior descubrí la dentadura. Uno de los incisivos inferiores había desaparecido
y el segundo presentaba sólo una parte de la corona. Aquellas pérdidas sólo podían haber
ocurrido en alguna de las cuatro caídas. En mi opinión, en la primera o en la cuarta y última.
Al notar la suave presión de unos dedos, bajando su labio inferior, Jesús abrió como pudo
sus ojos. El izquierdo se hallaba prácticamente cerrado por los hematomas y la rotura de la
ceja. Mi mirada debió ser tan intensa y compasiva que adiviné una chispa de agradecimiento en
aquella pupila. La «hipotonía» o blandura del globo ocular era tan evidente que me reafirmé en
la gravísima deshidratación que padecía.
La temperatura del labio era muy alta y, sin poder remediarlo, comenté con el oficial el
delicado estado del reo. Longino se incorporó y con un gesto de preocupación se dirigió al
camino, observando a los transeúntes. Al principio me extrañó aquella reacción del capitán de
la escolta. Después comprendí por qué se había alejado del pelotón.
Mientras observaba cómo el Galileo iba recobrando el aliento, un grupo de veinte o treinta
mujeres apareció bajo el arco de Efraím. Indudablemente venían al encuentro del Maestro
porque, al descubrirlo al pie de la muralla, se detuvieron. Avanzaron tímidamente y, cuando se
hallaban a tres metros, uno de los legionarios les cortó el paso con su lanza.
Me puse en pie y busqué con ansiedad a la madre del Maestro, pero pronto caí en la cuenta
que aquel intento de identificación era ridículo. Yo no conocía a María. Las mujeres rompieron a
llorar. Fueron unas lágrimas amargas y silenciosas.
El Galileo giró entonces su cabeza y al contemplar al grupo de judías inspiró profundamente.
Después, ante la sorpresa general, exclamó con una voz ronca.
-¡Hijas de Jerusalén...! No lloréis por mí. Llorad más bien por vosotras mismas y los
vuestros...


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El viento golpeaba los mantos de las hebreas, que no cesaban de sollozar. Y Jesús, tras una
breve pausa, añadió:
-Mi misión está casi cumplida. Muy pronto me iré con mi Padre... pero la época de terribles
males para Jerusalén no ha hecho más que empezar...
Los escalofríos arreciaron y, haciendo un último esfuerzo, concluyó:
-Veréis llegar días en los que digáis: «Benditas las estériles y aquellas cuyos senos no
amamantaron a sus pequeños...» En esos días pediréis a las rocas que caigan sobre vosotras
para libraros del terror de vuestras tribulaciones.
Aquellas mujeres habían sido valientes. Mucho más que los discípulos y amigos del Maestro.
A excepción de Juan Zebedeo, de José de Arimatea y del joven Marcos -a quien encontraría
pocos minutos después-, el resto no había tenido el coraje suficiente para seguir a su Maestro,
ni siquiera de lejos. El Nazareno, en mitad de su turbación, tuvo que darse cuenta y quizá por
ello dirigió aquellas palabras al puñado de seguidoras.
El soldado, sujetando el pilum con ambas manos, obligó a retroceder a las judías. Pero una
de ellas, en lugar de obedecer, se adelantó hasta el infante, mostrándole una moneda. Después
susurró algo al oído del verdugo. Este aceptó el dinero y tras comprobar lo que encerraba la
mujer en su otra mano la dejó pasar. La hebrea, a quien yo había visto en las faenas
domésticas del campamento de Getsemaní, corrió hacia el rabí y, clavando sus rodillas en el
suelo, extendió su mano izquierda, depositando algo en los labios del Nazareno. ¡Eran pasas!
¡Pasas de Corinto! Uno de los frutos preferidos de Jesús...
La buena mujer logró introducir hasta tres pasas en la boca del Maestro. No hubo tiempo
para más. El mismo legionario que le había dejado pasar, una vez apartado el grupo, volvió
sobre sus pasos, forzando a la hebrea a abandonar el lugar.
Conmovido por aquel postrer gesto de amor hacia el Hijo del Hombre no vi llegar a Longino.
Junto a él se hallaba un hombre corpulento, de unos 50 años y de piel blanca, aunque
ligeramente cetrina. Se tocaba con un turbante y sus ropajes se diferenciaban del común de los
hebreos por unos pantalones de color verdoso brillante, muy holgados y recogidos en la mitad
de la pierna.
Por lo que pude apreciar hablaba sólo griego y con evidentes dificultades. A una orden del
centurión cargó el patibulum de Jesús y los legionarios se incorporaron, reanudando sus
latigazos sobre las espaldas de los «zelotas». El optio volvió a la cabeza del pelotón mientras
Longino señalaba a dos de sus hombres que se ocuparan del tercer prisionero. Los infantes
colgaron sus escudos en bandolera y auparon al Galileo, sujetándole por las axilas.
La comitiva se dividió entonces en dos partes. En primer lugar, los rebeldes, con Arsenius
abriendo el cortejo. Detrás, a cosa de cinco o diez metros, otros cuatro verdugos; dos de ellos,
sosteniendo al rabí. E inmediatamente, cerrando el pelotón, el llamado Simón, natural de
Cirene, un país situado entonces en el norte de África, entre Egipto y Tripolitania.
Durante el tiempo en que el Cristo permaneció colgado de la cruz, tuve ocasión de
intercambiar algunas palabras con aquel cireneo, elegido por el centurión por su fuerza física.
Según me relató, Longino se fijó en él cuando, en compañía de otros amigos y peregrinos como
él desde Cirene, se dirigía por la ruta de Jaffa, desde el campamento que les servía de
provisional refugio, hacia el Templo. Como judío tenía intención de asistir a los oficios rituales
de aquel viernes. Pero sus propósitos se vieron arruinados por la inesperada llamada del oficial
romano.
No venía, por tanto, de ninguna heredad, como han explicado numerosos comentaristas
bíblicos. Aquel Simón, como otros muchos peregrinos, había acudido a la fiesta de la Pascua y,
al no disponer de un mejor albergue, había montado su tienda muy cerca de las murallas. De
ahí el error de Marcos (15,21), cuando afirma que «volvía del campo».
Por supuesto, en aquel tiempo, Simón de Cirene no conocía prácticamente a Jesús. Algo
había oído, sí, sobre sus prodigios y curaciones, pero, al menos en aquellos históricos
momentos, la tragedia del Hijo del Hombre no le afectó lo más mínimo. Cumplió con lo que le
habían ordenado, permaneciendo después durante algún tiempo cerca de las cruces por pura
curiosidad.
Años más tarde, sin embargo, tanto él como sus hijos Alejandro y Rufus se convertirían en
eficaces propagadores del evangelio en el norte de África.
Envueltos en la silbante tempestad de arena, los soldados cruzaron el camino, dispuestos a
salvar los últimos metros que nos separaban del lugar de ejecución.


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Los hombres que ayudaban al Nazareno habían pasado los brazos de éste por encima de sus
respectivos hombros, sujetando al reo por la cintura y por ambas muñecas.
Y así, inválido, arqueando la pierna derecha con dificultades y con la izquierda inutilizada,
aquel despojo humano fue socorrido y trasladado hasta el pie del Gólgota. De acuerdo con mi
cómputo, la «vía dolorosa» -nunca mejor empleado el calificativo- había supuesto un total de
480 metros, aproximadamente.
Eran las 12.30 horas del viernes, 7 de abril.
Medio cegado por las partículas de polvo y tierra, a punto estuve de tropezar con las rocas
calcáreas que se derramaban en aquel paraje, al noroeste de la ciudad. Sin saberlo me
encontraba ya al pie del «Rás» o «Cabeza», también conocido por Calvario y Gólgota1.
Aunque la visibilidad era aún aceptable, los remolinos de arena dificultaron mi primera
exploración de aquel lugar. Sólo después del fallecimiento del Nazareno -una vez calmada la
tormenta y «libre» el sol del singular fenómeno que se registraría pasadas las 13.30 horaspude
analizar con un cierto sosiego el punto donde realmente me hallaba.
El centurión y sus hombres conocían bien aquel cerro rocoso porque de eso se trataba en
realidad- y se apresuraron a alcanzar la cima. El primero y más grande de los peñascos (puesto
que la formación abarcaba dos moles prácticamente contiguas) tenía una altura máxima de seis
o siete metros, tomando como referencia el nivel del sendero que lamía casi las bases de
ambos promontorios.
Al ir ascendiendo por las erosionadas costras de carbonato de cal, lo primero que me llamó la
atención fue la escasísima vegetación existente en el lugar y lo redondeado del cerro en
cuestión. Era muy probable que aquella desnudez de la roca -observada desde una cierta
distancia- hiciera volar la imaginación de los habitantes de Jerusalén, denominando a aquel
peñón con el referido nombre de «cráneo»2.
El lugar, por supuesto, resultaba ideal para este tipo de ejecuciones públicas. Se levantaba a
un centenar de metros de la mencionada puerta occidental de Efraím y, como digo, al pie
mismo del transitado camino hacia Jaffa. Si realmente se pretendía impresionar a los habitantes
y peregrinos de la ciudad santa, aquél constituía un punto de notable interés.
En lo que concierne a las dimensiones del Gólgota o «Cabeza» (y hago referencia a esta
denominación -«Râs»- porque se trata de la última explicación ofrecida por el prestigioso
arqueólogo Vicent, en base a lo que pudo escuchar de un viejo habitante del barrio del actual
Santo Sepulcro), el cabezo más voluminoso, sobre el que iban a practicarse las crucifixiones,
estimo que sumaría entre 20 y 30 metros de diámetro en la base, con una corona o cima
redondeada de otros 12 a 15 metros, aproximadamente. En cuanto al peñasco situado
inmediatamente y hacia el norte, sus dimensiones eran sensiblemente menores.
1 El término Gulgultha es la forma aramea del hebreo Gulgoleth, que quiere decir «cráneo». Por eliminación de una
de las «1» aparece la expresión griega Gólgotha y la siríaca. Gugultha. La versión latina se lee Calvarium. De ahí la
denominación final de Calvario. (N. del m.)
2 De las diversas interpretaciones que yo había estudiado durante mi entrenamiento para la misión Caballo de Troya
sobre este lugar, sólo la que asociaba la forma del peñasco con la palabra «cráneo» me pareció la más verosímil. Y no
estaba equivocado. Para algunos, entre los que se encontraba San Jerónimo, el Gólgota tomaba aquel nombre por ser
éste el lugar donde se ajusticiaba y sepultaba a los criminales. Craso error, ya que los judíos tenían por costumbre
enterrar a los ejecutados en una fusa común o, incluso, arrojarlos a las barrancas de la Gehenne o Hinnom, al sur de
Jerusalén, donde eran devorados por los perros, ratas y otros animales. Una segunda teoría -más peregrina que la
anterior- alude a una vieja leyenda, según la cual, aquel promontorio fue denominado así porque en una caverna
inferior se hallaba el cráneo de Adán. Así lo creyeron, por ejemplo, personajes tan relevantes como Orígenes, san
Atanasio, san Ambrosio, santa Paula, etc. En este sentido, una vidente llamada Ana Emmerich llegó a escribir lo
siguiente en su obra La dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo: «En cuanto al origen del nombre calvario, he aquí
lo que sé. La montaña que tiene ese nombre, se me apareció en tiempo del profeta Eliseo. Entonces no estaba como en
el tiempo de Jesús; era una altura con muchas murallas y grutas que parecían sepulcros. Vi al profeta Eliseo bajar a
esas grutas (no sé silo hizo realmente o si era simplemente una visión). Lo vi sacar un cráneo de un sepulcro de piedra,
donde reposaban huesos. Uno que estaba a su lado, y o creo que era un ángel, le dijo: "Es el cráneo de Adam". El
profeta quiso llevárselo, mas el que estaba con él, no se lo permitió. Vi sobre el cráneo algunos pelos rubios esparcidos.
Supe también que el profeta, habiendo contado lo que le había sucedido, el sitio recibió el nombre de "Calvario". En fin,
yo vi que la cruz de Jesús estaba puesta verticalmente sobre el cráneo de Adam.» Con todos mis respetos para la
citada vidente, sus «informaciones» no concuerdan con los estudios arqueológicos ni con la propia naturaleza de la
humilde roca. (N. del m.)


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Aquél, en definitiva, iba a ser el escenario de toda una serie de trágicos y desconcertantes
sucesos.
¿Cómo describir aquel lugar y aquel momento? ¿Cómo transmitir la inmensa soledad de
Jesús de Nazaret al pisar la calva pedregosa del Gólgota?
Hoy, al enfrentarme a esta parte de mi diario, be estado a punto de abandonar. A mí
también me fallan las fuerzas, estremecido por los recuerdos. Y si he vuelto al relato de este
primer «gran viaje» ha sido por respeto a la promesa hecha a mi hermano Eliseo... Espero que
aquellos que lleguen a leer este testimonio sepan perdonar la pobreza de mi lenguaje.
La ascensión hasta la redondeada plataforma que coronaba el peñasco -que creo haber
anotado ya como de unos 12 a 15 metros de diámetro- fue muy breve. Los soldados tomaron
una especie de canal situado en el lado este y que, en realidad, no era otra cosa que una
hendedura natural, consecuencia de algún remoto agrietamiento de la enorme masa pétrea.
Fueron suficientes veinte pasos para tomar posesión de la zona superior, a la que me resisto a
dar el calificativo de cima.
Al pisar aquel lugar, mi espíritu se encogió. Las ráfagas de viento, más que silbar, ululaban
entre media docena de altos postes, firmemente hundidos en las fisuras de la roca. ¡Eran los
stipes, palus o staticulum, como se designaba a los maderos verticales de las cruces!
¿Fue miedo lo que experimenté al ver aquellos rugosos troncos? Ahora, en la distancia,
supongo que tuvo que ser una mezcla de terror y decepción. Terror por su negro y puntiagudo
perfil y decepción porque, influenciado quizá por las incontables tradiciones e imágenes sobre la
Cruz bíblica por excelencia, en mi mente se había fraguado una estampa muy distinta a la que
tenía ante mis ojos. Aquello no tenía nada que ver con las majestuosas, pulidas y hasta
esmeradas cruces que han sido y son representadas por las iglesias o por casi todos los
maestros universales de la pintura y de la imaginería.
Frente a mí, en el centro casi del lomo convexo del Gólgota, sólo había seis «árboles»
mutilados, desnudos, mostrando aquí y allá las «cicatrices» circulares y blanquecinas donde
antaño habían florecido otras tantas ramas. Aún conservaban la cenicienta y áspera corteza
propia de las coníferas, con algunos reguerillos resinosos, solidificados entre los vericuetos de
sus superficies.
Casi todos presentaban en su parte baja un sinfín de muescas, que permitían ver la sólida
cara de la madera. Pero, en aquellos instantes no supe adivinar a qué se debían.
En sus extremos, los stipes -cuyas alturas oscilaban entre los tres y cuatro metrosaparecían
afilados muy toscamente. Como si los responsables del patíbulo hubieran pretendido
«sacarles punta» a base de machetazos... Eran las únicas zonas claras de aquellos siniestros
fantasmas, alineados en dos filas casi paralelas. En las puntas, los seis árboles presentaban
sendas hendeduras, a la manera de horquillas. La separación entre poste y poste -en la primera
hilera- no llegaba a los tres metros. En cuanto a los otros palos, habían sido clavados cuatro o
cinco metros más atrás y uno de ellos, el situado hacia el Oeste, se hallaba inclinado. Sin duda,
las cuñas de madera que servían para estaquillar el árbol habían cedido.
Dos de ellos -y esto me extraño también- habían sido perforados, como a un metro del
suelo, por sendas barras de hierro, que quedaban al descubierto por uno y otro lado de los
cilíndricos postes.
Los «sediles» en cuestión (fue la única identificación que me vino a la memoria) habían sido
dispuestos en el madero central de la primera hilera y en el que se levantaba a la izquierda de
éste; es decir, en el que ocupaba el extremo este de la citada primera fila de stipes. Yo no
podía saberlo entonces, pero la presencia de aquel último «sedile»1, resultaría de cierta
trascendencia en lo que podría calificar de «diálogo» entre el Galileo y uno de los «zelotas».
Durante unos minutos que me parecieron interminables, tanto los «bandidos» como Jesús
permanecieron con la vista fija en aquellos troncos. El silencio, quebrado por la tempestad, fue
dramáticamente significativo.
1 El «sedile» venía a ser una pieza de madera o de metal -generalmente de hierro- que se colocaba en ocasiones en
las zonas bajas de la stipe. Era usado cuando se deseaba prolongar la agonía del crucificado. En esta pieza, que
adoptaba formas diversas -desde una simple barra hasta un taco de madera, pasando por una estructura similar a un
cuerno-, el reo podía apoyar los pies y, en consecuencia, el peso de su cuerpo. Tertuliano lo cita en una ocasión,
llamándolo sedilis excelsus o asiento elevado. (N. del m.)


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Pero aquella tensa situación duraría poco. Siete de los soldados tomaron posiciones,
rodeando los tres primeros árboles, mientras el que había cargado con el saco de cuero se
apresuraba a revolver en su interior, rescatando una serie de herramientas. La sangre se me
heló en las venas al ver un manojo de clavos (creo recordar que conté 15), dos martillos
provistos de grandes cabezas cuadrangulares de madera, unas tenazas de mugrientos mangos
de cuero, una cadena de un metro de longitud y un machete de cortas dimensiones y ancha
hoja.
Los terroristas, hipnotizados al pie de los stipes, salieron pronto de su mutismo. Dos
miembros de la patrulla habían empezado a soltar la maroma que amarraba al patibulum al
más viejo de los «zelotas». Aquella fue la chispa que encendió uno de sus últimos ataques de
histerismo y desesperación. Al intuir que él había sido elegido como primera víctima, comenzó a
aullar, sacudiendo el madero con sus brazos y propinando patadas a los legionarios. Longino,
que parecía esperar aquella reacción, ordenó algo a un tercer soldado. Este se situó por detrás
del reo y agarrándole por el pelo dio un fuerte tirón, inmovilizándole. Sin perder un segundo, el
centurión se hizo con una de las lanzas y tras apuntar con la base del fuste a la cabeza del
prisionero, le propinó un golpe seco que le hizo perder la conciencia.
Una vez liberado de las ataduras, y mientras era sostenido por los dos infantes, el que le
había inmovilizado terminó de desgarrarle la maltrecha túnica, respetando, sin embargo, el
taparrabo. Con una precisión y soltura que me dejó perplejo, aquellos romanos tumbaron boca
arriba al inconsciente guerrillero, extendiendo (la expresión más exacta sería tensando) sus
brazos sobre el madero. Al tratarse de un patibulum perfectamente cilíndrico, cada uno de los
legionarios encargados de tirar de los brazos se arrodilló frente a ambos extremos del leño,
sujetándolo con sus rodillas y muslos. De esta forma se lograba una aceptable estabilidad
durante el proceso de enclavamiento.
Cuando los verdugos consideraron que el patibulum se hallaba perfectamente retenido,
hicieron una señal con la cabeza y el soldado responsable de la impedimenta acudió hasta la
cabecera, arrodillándose también sobre la blanca roca. Sus musculosas rodillas hicieron presa
en la cabeza del reo, aplastando prácticamente sus oídos. Simultáneamente, aunque aquella
última medida de seguridad no parecía necesaria en el caso del inerme «bandido», un cuarto
legionario unió los tobillos, rodeándolos con la cadena.
El soldado que se había apostado por detrás del reo, controlando su cabeza, extrajo uno de
los dos largos clavos que había dispuesto en el interior de su cinturón. A su derecha, sobre la
costra del Gólgota, descansaba uno de los voluminosos mazos.
El Maestro, que al verse desasistido había caído de rodillas sobre el Calvario, continuaba en
la misma postura, dentro del círculo que formaba el pelotón y de frente a los stipes. Sin
embargo, no creo que llegase a contemplar aquella escena. Su cabeza y su vista estaban
dirigidas hacia tierra y así continuó hasta que fue reclamado por los hombres de Longino.
Con una minuciosidad propia de un profesional de dilatada experiencia en aquel funesto
menester, el ejecutor romano tomó el clavo en su mano derecha y fue palpando con la afilada
punta los diversos huesecillos del carpo o muñeca izquierda por su cara palmar. Noté cómo
localizaba las arterias radial y cubital, presionando suavemente la vena que lleva este último
nombre. Después, una vez seguro, hizo un pequeño rasguño en la piel. Cambió el clavo de
mano y lo situó verticalmente sobre el punto elegido. Acto seguido agarró el martillo y levantó
la vista, esperando que el oficial le autorizase a golpear. Longino asintió con una leve
inclinación de cabeza y el legionario aproximó la maza hasta tocar suavemente la base de
cobre. Izó a continuación el martillo por encima de su oreja derecha, lanzándolo con fuerza
sobre el clavo.
La sección cuadrada -de unos ocho milímetros- penetró limpiamente, atravesando la muñeca
y abriendo también la madera del patibulum. El clavo -de unos 20 o 25 centímetros de
longitud-, se había inclinado ligeramente, al enterrarse en el carpo. Su cabeza aparecía ahora
en dirección a los dedos. En aquel momento, con el corazón bombeando aceleradamente, no
reparé en un detalle que decía mucho en favor de la pericia del verdugo...
Con una segunda descarga -mucho menos violenta que la primera-, el clavo entró un poco
más. La base del mismo había quedado a unos 10 centímetros de la piel. La sangre tardó dos o
tres segundos en brotar.
El guerrillero, que seguía inconsciente, no reaccionó. Y el verdugo se dio prisa en repetir la
operación sobre la muñeca derecha. En esta ocasión no miró siquiera al centurión. Con otros


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dos martillazos fue suficiente para fijar al reo al madero. Curiosamente, la base del clavo volvió
a situarse oblicuamente. Entonces caí en la cuenta de cómo ambos pulgares se habían doblado
bruscamente hacia el centro de la palma de las manos. Los restantes dedos, en cambio, apenas
si habían quedado flexionados. (Al dirigir los ultrasonidos sobre las muñecas del Maestro se
pudo formular una hipótesis confirmada por estudios anatómicos posteriores- sobre la causa de
este fenómeno.)
Al perforar las muñecas del «zelota», dos borbotones de sangre emergieron lentamente,
rodando por la corteza del leño y formando sendos charcos sobre la roca. Aunque las
hemorragias no fueron preocupantes, la visión de la sangre y el enclavamiento de su
compañero provocaron el estallido del mermado sistema nervioso del joven terrorista. Con el
rostro suplicante logró arrastrarse de rodillas hasta Longino. Una vez a sus pies hundió la
cabeza en el suelo, pidiendo a gritos que tuviera compasión de él. Durante décimas de
segundo, los ojos del centurión se empañaron con una sombra de piedad. Alzó las manos en
señal de impotencia y, procurando que el reo no se percibiera de ello, pidió su pilum al
legionario más cercano. Longino no podía evitar la crucifixión del muchacho, pero sí que
sufriera las dolorosas acometidas de los clavos en sus muñecas. Y levantando la lanza con
ambas manos se dispuso a aporrear el cráneo del aterrorizado prisionero.
-iAlto...! ¿Qué buscáis aquí?
Los gritos de uno de los centinelas segó los propósitos del oficial. Al volverse vio a un grupo
de seis o siete mujeres que ascendía con paso decidido por la grieta del montículo. Longino se
olvidó del reo, adelantándose hacia las hebreas. Las mujeres intercambiaron algunas frases con
el centurión, mostrándole una pequeña cántara de barro rojo.
El jefe de la patrulla tranquilizó a sus hombres, permitiendo que las judías llegaran a lo alto
del Calvario. Una vez arriba, la que cargaba la vasija se dirigió hacia el guerrillero que acababa
de ser atravesado. Le siguió una segunda mujer y el resto permaneció en silencio en el filo del
patíbulo, protegiéndose de las aceradas rachas del viento con sus amplios mantos negros y
verdes.
Al darse cuenta que aquel hombre yacía inconsciente, las decididas mujeres se volvieron
hacia Longino. El centurión, adelantándose a sus pensamientos, les señaló al segundo reo, que
continuaba bajo el peso del patibulum, desangrándose y llorando desesperadamente.
Pero antes de que las hijas de Jerusalén abrieran la cántara y cumplieran con el viejo
consejo del libro de los Proverbios -«dad bebidas fuertes al que va a perecer y vino al alma
amargada»-, el oficial indicó a los legionarios que concluyeran el levantamiento del primer
«bandido». La escalera fue apoyada contra una de las stipes de la primera hilera (la situada al
Oeste), mientras otros dos infantes levantaban, no sin dificultades, el leño al que había sido
clavado el condenado. Sin pérdida de tiempo, el verdugo responsable de las perforaciones
amarró una maroma alrededor del tórax, practicando a continuación dos rápidos nudos en cada
uno de los extremos del patibulum. Por último, haciendo gala de una gran destreza, remató el
amarre con una lazada central.
Un cuarto soldado se situó en lo alto de la escalera y los que sostenían al guerrillero lo
transportaron hasta el pie del madero vertical. El autor del anclaje tendió la soga al compañero
situado sobre la escalera y éste la introdujo en la ranura superior del árbol. Inmediatamente, el
legionario comenzó a tirar de la gruesa cuerda, ayudado desde tierra por el optio. A cada tirón,
la maroma, al contacto con la stipe, emitió un agudo chirrido que vino a confundirse con los
desgarradores alaridos del segundo «zelota».
En cuestión de minuto y medio, el patibulum fue izado hasta lo más alto. El lugarteniente de
Longino tensó al máximo la cuerda y antes de que el romano que se había encaramado a la
escalera soltase la maroma, los tres infantes que vigilaban la ascensión del reo acudieron en
ayuda de Arsenius, sosteniendo en el aire al preso y su patibulum.
Al deshacerse de la soga, el legionario de la parte superior hizo presa en los dos ramales de
la lazada central, arrastrando el orificio del tronco hacia la punta de la stipe. Una vez ensartado
el patibulum, el infante dio un grito y los cuatro romanos dejaron en libertad el largo cabo. Con
un crujido, el leño se deslizó hacia abajo hasta quedar encajado en el palo vertical.
El cuerpo del «bandido» cayó también a peso, produciéndose un estiramiento máximo de sus
brazos, que quedaron formando un ángulo de 65 grados con la stipe. Este terrorífico frenazo
hizo que las heridas de las muñecas se desbocaran, provocando también la distensión de los
ligamentos de las articulaciones de los hombros y codos.


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El dolor tuvo que ser tan insoportable que el infeliz reaccionó, recobrando el sentido. Sus
ojos querían salirse de las órbitas. Pero lo forzado de la posición había bloqueado casi su
aparato respiratorio y la boca, desencajada, no acertó a emitir sonido alguno. Sin embargo, los
soldados no parecían tener ya unas excesivas prisas. Antes de descender de la escalera, el
legionario tomó el mazo y asestó varios martillazos al patibulum, asegurándolo. A continuación
recogió de manos del optio la tablilla en la que se leía el nombre de Gistas y procedió a clavarla
sobre el tramo superior de la recién formada cruz, a una cuarta por encima del madero
transversal.
Los doscientos curiosos que habían seguido a la patrulla, y que ahora habían ido tomando
posiciones alrededor de la roca, prorrumpieron en gritos y exclamaciones de protesta al ver
cómo el soldado terminaba de clavetear el «inri» del «zelota». Efectivamente, Longino llevaba
razón. Si la comitiva se hubiera aventurado por las calles de Jerusalén con los dos
«partisanos», quién sabe de lo que hubiera sido capaz el populacho.
Poco a poco, el grupo inicial de observadores judíos fue multiplicándose con otros peregrinos
que iban y venían por la ruta de Jaffa. Muy cerca, en primera fila -como a 10 metros en línea
recta- distinguí a varios de los saduceos. Y entre éstos, a Judas Iscariote, con la cabeza
cubierta con el manto. (Ignoro si por miedo a las posibles represalias de los amigos y
seguidores del Maestro o para protegerse, como otros muchos testigos, de los torbellinos
arenosos que barrían aquellos extramuros de la ciudad.)
Sinceramente, al ver al traidor, mi deseo fue bajar del Gólgota y unirme a él. Su extraño
suicidio era uno de los sucesos que me hubiera gustado aclarar. Pero la misión especificaba con
claridad que no debería separarme de Jesús en aquellos críticos momentos.
El encargado del enclavamiento recibió al vuelo el martillo y, situándose frente al condenado,
hincó la rodilla derecha en tierra. Extrajo otro clavo de su cinto e hizo una señal a sus
compañeros. Uno de ellos tomó el pie derecho del reo, estirando la pierna y acoplando la planta
a la superficie de la stipe. Esta maniobra dejó a ras de piel uno de los huesos del tarso -el
astrágalo-, que sirvió de referencia al hábil verdugo. Situó el clavo sobre dicho hueso y de un
solo martillazo lo cosió a la madera. El dolor ascendió por el cuerpo de Gistas, transformándose
al instante en un aullido. Y antes de que otro de los romanos flexionase la pierna izquierda del
«zelota», aplastando la planta del pie contra el palo vertical, un chorro de sangre asomó por
debajo del pie recién clavado, precipitándose por el árbol hacia las cuñas que lo apuntalaban.
Al aullido siguieron una serie de berreos entrecortados. El diafragma del «zelota» había
empezado a resentirse y su respiración entró en una angustiosa decadencia. A los pocos
minutos, entre berrido y berrido, el desesperado reo comenzó a jadear, multiplicando sus
cortas y dramáticas inspiraciones de aire.
Aquellos gritos -mezcla de espanto, dolor y rabia- sacaron de su aislamiento al joven
terrorista. Levantó penosamente la cabeza y al ver a su compañero palideció, comenzando a
sudar.
Los legionarios terminaron el enclavamiento del prisionero, cuyo pie izquierdo quedó a unos
10 o 15 centímetros por encima del derecho.
La sangre, corriendo en abundancia por la stipe, terminó por provocar intensas arcadas en el
segundo guerrillero, que no tardó en vomitar.
Longino apremió a sus hombres para que desataran a Dismas. El infeliz, aturdido y
temblando de miedo, no opuso resistencia. Una vez desnudo, bañado en un sudor frío, las
mujeres recibieron del centurión la señal para que le suministraran aquella pócima. Pero antes,
cuatro legionarios rodearon al reo, clavando casi las puntas de sus lanzas en sus riñones,
espalda y vientre. Los temblores del «bandido» fueron en aumento y sus rodillas comenzaron a
oscilar.
Contagiadas del pavor del prisionero, las judías llenaron con manos temblorosas un hondo
tazón de madera con el líquido amarillento-verdoso contenido en la cántara. Al acercarme
llegué a oler el brebaje, identificando entre sus ingredientes el olor particular de la hielo bilis de
toro. Al interesarme por la naturaleza de la mezcla, la que sostenía la jarra me indicó con cierto
temor -confundiéndome posiblemente con algún alto personaje extranjero- que consistía
básicamente en un vino aguardentoso al que se le añadía el contenido de una o varías vejigas
biliares de buey recién sacrificado. Lejos de contener algún tipo de droga o somnífero, los
hebreos utilizaban para estos menesteres un procedimiento mucho más corriente y natural.
Preparaban primeramente un extracto de la hiel, echando sobre un filtro de bayeta el contenido


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de las mencionadas vejigas. Después lo hacían evaporar al baño de maría, sin dejar de agitarlo.
De esta forma se obtenía el extracto deseado, que podía conservarse indefinidamente. Cuando
aquella piadosa « asociación »de mujeres recibía la noticia de una ejecución, vertían el extracto
de hiel de buey en un vino o aguardiente de elevada graduación alcohólica. La fulminante
acción metabólica de la bilis «liberaba» el alcohol del vino, provocando así en el reo una rápida
y notable embriaguez que embotaba su cerebro, aliviando en cierta medida sus sufrimientos y
enervando o debilitando sobre todo su consciencia.
Mateo, por tanto, fue el único acertado al relatar este pasaje evangélico. Marcos (15,23)
asegura que las mujeres dieron a probar a Jesús «vino con mirra». Esto es inexacto. Entre
otras razones, porque la mirra, por su naturaleza excitante, tónica y emenagoga,
probablemente hubiera actuado de forma contraria al fin deseado. (En aquel tiempo era
empleada generalmente como bálsamo, como pomada para ciertos tumores articulares, como
elemento dentífrico y, sobre todo, como perfume.)
Aquella hebrea puso la mano derecha sobre el cuenco de madera, procurando que el polvo y
la tierra arrastrados por el viento no contaminasen el vino. Miró a Longino y éste volvió a
señalar al prisionero, autorizándole a que se acercase. La mujer llegó hasta Dismas y le tendió
el brebaje. Acosado por el terror, el muchacho no reaccionó. Sus ojos, enrojecidos por el llanto,
se desviaron hacia el centurión, interrogándole con la mirada.
-¡Bebe! -le ordenó Longino.
Y el «zelota» alzó los brazos, asiendo el tazón. Pero sus convulsiones eran ya tan acusadas
que una parte del líquido se derramó. Al fin consiguió llevar el cuenco hasta sus labios,
apurando los 250 o 300 centímetros cúbicos que contenía.
Las hebreas se retiraron, incorporándose al resto del grupo y el reo fue conducido a
empellones frente a las dos stipes que quedaban libres en la primera hilera y a cuyos pies había
sido transportado el patibulum.
Dismas fue colocado de espaldas a los tres árboles y, mientras dos de los legionarios tiraban
de sus brazos hacía atrás, un tercero le zancadilleó, derribándole de espaldas. El centurión,
situado por detrás del reo, dispuso una lanza, dispuesto a golpear el cráneo del prisionero en
caso de necesidad. Levantó la contera del pilum y esperó.
Sin embargo, el terrorista apenas si ofreció resistencia. Aparentemente parecía haber
asumido su suerte. El miedo, además, había agarrotado sus músculos. Al reclinarlo sobre el
leño levantó la cabeza y con un hilo de voz empezó a clamar por su madre. Pero sus incesantes
llamadas desaparecieron cuando el verdugo le asestó el primer martillazo. Un chillido se elevó
desde la roca. Y la multitud acogió el nuevo enclavamiento con fuertes pitidos y protestas.
El prisionero, con los ojos desencajados y los músculos anteriores y posteriores del cuello
tensos como cuerdas de violín, se estremeció, dejando caer su cabeza por detrás del tronco. En
ese instante, un fuerte hedor fue arrastrado por el viento. El legionario que sujetaba los pies del
reo con la cadena estalló en mil imprecaciones e insultos contra el «zelota». Presa de un pánico
insuperable, los esfínteres del muchacho se habían abierto, dejando libres sus excrementos.
Al perforar su muñeca derecha, el joven perdió el sentido. Y los verdugos aprovecharon su
inconsciencia para acelerar su levantamiento sobre la stipe. Cuando se disponían a izar el
patibulum surgió una duda. ¿En cuál de los dos maderos libres debían crucificarlo? Los
legionarios preguntaron al oficial y éste se encogió de hombros. Fue el encargado de los clavos
quien aportó una solución, bien recibida por todos.
-Dejemos al «rey» en el centro... -comentó divertido.
Y así se hizo. Fue ésta la razón por la que los llamados «ladrones» quedaron a derecha e
izquierda del Maestro.
Cuando le tocó el turno al pie izquierdo del guerrillero, el verdugo lo atravesó de tal forma
que los dedos quedaron sobre uno de los brazos del sedile de hierro que, como dije, atravesaba
el árbol de parte a parte. Esta circunstancia proporcionaría a Dismas un cierto alivio a la hora
de luchar por unas más profundas bocanadas de aire. El pie derecho, en cambio, fue fijado algo
más bajo y sobre la cara frontal de la stipe. El segundo «brazo» del sedile -que quedaría
paralelo al patibulum, como en la cruz de Jesús- no fue utilizado. Es mi opinión que este
relativo «descanso» pudo influir decisivamente en este crucificado, hasta el punto que le
permitió una mejor oxigenación y, en consecuencia, una mayor claridad de ideas.
Concluida la crucifixión de Dismas, los soldados, sudorosos y manchados de sangre,
recuperaron la cuerda que había servido para el izado del reo y clavaron sus ojos en Jesús de



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