lunes, 15 de abril de 2013

SEGUIMOS CON ESTA INTERESANTE HISTORIA DE CABALLO DE TROYA, JASON ENCUENTRA A JESUS Y MANTIENEN UNA CONVERSACION TRANCENDENTAL DIAS ANTES DE SER CRUCIFICADO


Caballo de Troya
J. J. Benítez

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acastañado del rabí, mientras un penetrante aroma fue llenando el recinto. María cerró el
recipiente y, tras depositarlo entre sus piernas, procedió a extender el perfume entre los
sedosos cabellos del Galileo. Aquella unción fue hecha con tanta sencillez y amor que los ojos
del gigante se humedecieron.
Una vez concluida la operación, María volvió a abrir la jarra, vaciando la esencia de nardo sobre
los desnudos pies del Maestro. Untó el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y dedos,
proporcionando a Jesús unos suaves y prolongados masajes hasta que el líquido quedó
perfectamente extendido1.
A esas alturas de la unción, algunos de los comensales habían empezado a murmurar entre
sí, lamentando aquel despilfarro. En uno de los extremos de la mesa, varios de los discípulos -
entre los que destacaba Judas Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras subidas de
tono- apoyaban con sus comadreos a los invitados que se mostraban abiertamente molestos
por el gesto de la joven.
Ni María ni Jesús se alteraron ante aquellos cuchicheos. Al contrario: la bellísima hermana de
Lázaro -que había adornado las uñas de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento2- echó
atrás su cabeza y pasando las manos sobre la nuca se inclinó sobre los pies del rabí, arrojando
por delante su espesa cabellera. Después, sin prisas, fue enjugando con su pelo los pies del
Maestro, hasta que quedaron secos y brillantes.
Los comentarios, desgraciadamente, habían ido agriándose. Judas, incluso, con una
manifiesta indignación, acudió hasta Andrés -el hermano de Pedro- preguntándole de forma que
todos pudieron oírle:
-¿Por qué no se vendió este perfume y se donó el dinero para alimentar a los pobres?... Debes
hablar al Maestro para que la reprenda por esta pérdida...3.
María, asustada por el cariz que habían tomado los acontecimientos, intentó levantarse, pero
Jesús la detuvo. Y poniendo su mano izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió a los
asistentes con voz reposada pero firme:
-¡Dejadle en paz todos vosotros!... ¿por qué le molestáis por esto, si ella ha hecho lo que le
salía del corazón? A vosotros, que murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido
vendido y el dinero dado a los pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los pobres con
vosotros para que podáis atenderles en cualquier momento en que os parezca bien... Pero yo
no siempre estaré con vosotros. ¡Pronto voy a mi Padre!
A continuación, centrando aquella mirada -a la que no parecía escapar ni el cimbreo de las
llamas de las lámparas- en los ojos de Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más
enérgico:
-Esta mujer ha guardado mucho tiempo este ungüento para mi cuerpo en su enterramiento.
Y ahora que le ha parecido bien hacer esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe
negar tal satisfacción. Al hacer esto, María os ha reprobado a todos, en cuanto que con este
hecho evidencia fe en lo que he dicho sobre mi muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta
mujer no debe ser condenada por esto que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en los
tiempos venideros, dondequiera que se predique este evangelio por todo el mundo, lo que ella
ha hecho será dicho en memoria suya.
María desapareció del patio y yo me retiré a mi lugar. Lázaro parecía entristecido. Tanto él
como Marta sabían que su hermana había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel
costoso perfume: La familia, al contrario de lo que venía observando entre sus propios
1 Esa noche, una vez en la casa de Lázaro, María me mostró el recipiente: era, en electo, una especie de jarrita,
bellamente trabajada con una capacidad superior a los trescientos gramos. (Algo más grande que una tradicional
botella de coca-cola.) Le rogué que me permitiera mojar un pequeño lienzo en los restos del perfume y a los pocos
días, en mi obligada entrada en el modulo -con el fin de preparar la segunda fase de mi exploración- los sistemas de a
bordo analizaron la esencia, confirmando su origen como una planta herbácea, cultivada en jardines, de la familia de
las valerianáceas. Se presentaba (hoy apenas si es trabajada como esencia pura) en fragmentos de raíz, cortos,
gruesos, como el dedo meñique y de color gris negruzco. Terminan en un paquete de fibras rojizas de forma de espiga.
Es de olor fuerte y agradable y de sabor amargo y aromático. También es conocido como nardo Indico, del Ganges,
Estaquide y Espicanardo. Su densidad era ligeramente superior a la normal. (N. del m.)
2 Los israelitas fabricaban este cosmético con la corteza y hojas del arbusto llamado juncia (henna para los árabes).
(N. del m.)
3 El contenido del jarrito era de unos trescientos gramos de esencia de nardo índico. Su valor oscilaba alrededor de
los trescientos denarios. (Con doscientos se podía dar de comer a unas cinco mil personas.) (N. del m.)


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discípulos, si habían entendido el fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última
Pascua de Jesús.
Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso,
moviendo negativamente la cabeza, en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había
caído en un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y
contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche
personal e, indudablemente, se había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió
ser a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo.
Dudo mucho que Judas pensase en aquellos momentos en la entrega del Maestro a los
miembros del Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo había recibido
órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino
para tratar de humillar a Cristo y resarcirse.
Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de los fariseos, que habían
permanecido en un prudente silencio, se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa
naturaleza del perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado
las sagradas leyes del descanso sabático. Según acerté a entender, una de las normas
establecía que una mujer «no podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es
decir, apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol,
ni con un frasco de perfume». Si infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un
sacrificio, en compensación por su pecado.
Jesús observó divertido a los sacerdotes.
-Decidme -les preguntó- ¿de dónde venís?
-De Jerusalén -afirmaron.
-¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado menos de un estadio,
habiendo recorrido vosotros más de quince?
Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o
un kilómetro, que era el trayecto máximo permitido en sábado. Jesús sabia que, aunque el
pueblo sencillo ponía en práctica el erub, los «santos» o «separados» presumían públicamente
de su extrema pureza, no dudando en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego
una buena comilona.
Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles
cuartel. La casi totalidad de los 5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos
de Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los
escribas y que, en base a sus estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se
habían elevado por encima de los ammê ha' -ares o gran masa del pueblo de Israel. Este
engreimiento y dureza de corazón era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en
proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial
de sus más allegados, que temían la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del
pueblo».
-¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó Jesús valientemente-. Sois como un perro acostado en el
pesebre de los bueyes: ni come él, ni deja comer a los bueyes.
-¿Quién eres tú -esgrimieron los representantes de Caifás con aire de suficiencia- para
enseñarnos dónde está la Verdad?
-¿Para qué salisteis al campo? -arremetió el Nazareno-. ¿Para ver quizá una caña agitada por
el viento?... ¿Para ver a un hombre con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes
personajes -vosotros mismos- os cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no
podrán conocer la Verdad...
-Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros seguimos su ejemplo...
Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su
dominio de la situación había crispado los ánimos de los fariseos.
-¿Vosotros habláis de los que están muertos y estáis rechazando al que vive entre vosotros?
-Dinos quién eres para que creamos en ti contestaron.
-Escrutáis la superficie del cielo y de la tierra y no habéis conocido a aquel que está entre
vosotros...
Y volviendo su mirada hacia mi, añadió:
No sabéis escrutar este tiempo...
Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre.


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Los fariseos optaron por levantarse, renunciando a seguir con aquella batalla dialéctica.
Entre expresivas muestras de indignación, lavaron sus manos en sendas jofainas. Pero Jesús no
había terminado. Y antes de que pudieran abandonar el recinto les espetó:
-¡Ay de vosotros, fariseos!. Laváis el exterior de la copa sin comprender que quien ha hecho
el exterior hizo también el interior...
Empezaba a estar muy claro para mí por qué las castas de sacerdotes, escribas y fariseos se
habían conjurado para prender y dar muerte a aquel Hombre.
La borrascosa cena culminó prácticamente con la salida de los sacerdotes. Cuando los
invitados se despedían ya de Simón, Pedro se aproximó a su Maestro y, con aire conciliador, le
propuso que María fuera apartada del grupo, «ya que las mujeres comentó- no son dignas de la
Vida». El Nazareno debió de quedar tan perplejo como yo. Y en el mismo tono, respondió al
impulsivo discípulo:
-Yo la guiaré para hacerla hombre, para que ella se transforme también en espíritu viviente
semejante a vosotros, los hombres. Porque toda mujer que se haga hombre entrará en el Reino
de los Cielos.
Esa noche, al retirarme a mi habitación y establecer la conexión con el módulo, Eliseo me
anunció que el frente frío había penetrado ya por el Oeste y que, muy probablemente, la
entrada de Jesús en Jerusalén -prevista para el día siguiente, domingo- se vería amenazada por
la lluvia.
2 DE ABRIL, DOMINGO
Aquella noche del sábado necesité tiempo para conciliar el sueño. Habían sido demasiadas
emociones... Pero, sobre todo, había algo que me preocupaba. ¿Por qué Jesús había hecho
aquella manifestación sobre las mujeres? Después de mucho cavilar sólo pude llegar a una
conclusión: el Nazareno era consciente de la deprimente situación social de la mujer y se había
propuesto reivindicaría. En los estudios que habían precedido a la Operación Caballo de Troya,
yo había tenido la oportunidad de comprobar que, en la casi totalidad del Oriente e Israel no
era una excepción- el papel de la mujer en la vida pública y social era nulo. Pero los textos y
documentos que yo había manejado en mi preparación distaban mucho de la realidad. Por lo
poco que llevaba observado, el desprecio de los hombres por sus compañeras era algo que
clamaba al cielo. Cuando la mujer judía, por ejemplo, salía de su casa -no importaba para quétenía
que llevar la cara cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una
diadema sobre la frente con cintas colgantes hasta la barbilla- y una malla de cordones y
nudos. De este modo no se podían conocer los rasgos de su rostro. Entre los hebreos se
contaba el sucedido de un sacerdote importante de Jerusalén que no llegó a conocer a su propia
esposa al aplicarle el procedimiento prescrito para la mujer sospechosa de adulterio. (Pocos
días después tendría la magnífica ocasión de asistir a una triste y fanática tradición que los
judíos denominaban «las aguas amargas», comprendiendo un poco mejor la revolucionaria
postura de Jesús para con las hebreas.)
La mujer que salía de su hogar sin llevar la cabeza cubierta ofendía hasta tal punto las
buenas costumbres que su marido tenía el derecho y -según los doctores de la ley- hasta el
deber de despedirla, sin estar obligado a pagarle la suma estipulada para el caso de divorcio.
Pude advertir que, en este aspecto, había mujeres tan estrictas que tampoco se descubrían en
su propia casa. Este fue el caso de una tal Qimjit que -según se cuenta- vio a siete hijos llegar
a sumos sacerdotes, lo que se consideró una recompensa divina por su austeridad. «Que venga
sobre mí esto y aquello -decía la púdica--si las vigas de mi casa han visto jamás mi cabellera.»
Sólo el día de la boda, si la mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza
al descubierto.
Ni qué decir tiene que las israelitas -especialmente las de la ciudad- debían pasar
inadvertidas en público. Uno de los escribas


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-Yosé ben Yojanán- había llegado a decir hacia el año 150 antes de Cristo: «No hables
mucho con una mujer. Esto vale de tu propia mujer, pero mucho más de la mujer de tu
prójimo.»
Las reglas de la buena educación prohibían, incluso, encontrarse a solas con una hebrea,
mirar a una casada o saludarla. Era un deshonor para un alumno de los escribas hablar con una
mujer en la calle. Aquella rigidez llegaba a tal extremo que la judía que se entretenía con todo
el mundo en la calle o que hilaba a la puerta de SU casa podía ser repudiada, sin recibir el pago
estipulado en el contrato matrimonial.
La situación de la mujer en la casa no se veía modificada, en relación a esta conducta
pública. Las hijas, por ejemplo, debían ceder siempre los primeros puestos -e incluso el paso
por las puertas- a los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores
domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más pequeños y, respecto al
padre, tenían la obligación de alimentarlo, darle de beber, vestirlo, cubrirlo, sacarlo y meterlo
cuando era anciano, y lavarle la cara, las manos y los pies. Sus derechos, en lo que se refiere a
la herencia, no era el mismo que el de los varones. Los hijos y sus descendientes precedían a
las hijas. La patria potestad era extraordinariamente grande respecto a las hijas menores antes
de su boda. Se hallaban en poder de su padre. La sociedad judía de aquel tiempo distinguía tres
categorías: la menor (hasta la edad de «doce años y un día»), la joven (entre los doce y los
doce años y medio), y la mayor (después de los doce años y medio). Hasta esa edad de los
doce años y medio, el cabeza de familia tenía toda la potestad, a no ser que la joven -aunque
menor- estuviese ya prometida o separada. Según este código social, las hijas no tenían
derecho a poseer absolutamente nada: ni el fruto de su trabajo ni lo que pudiese encontrar, por
ejemplo, en la calle. Todo era del padre. La hija -hasta la edad de doce años y medio- no podía
rechazar un matrimonio impuesto por su padre. Se llegó a dar el caso de ser casadas con
hombres deformes. El escrito rabínico Ketubot hablaba, incluso, de algunos padres atolondrados
que llegaron a olvidar a quién habían prometido sus hijas...
El padre podía vender a su hija como esclava, siempre que no hubiera cumplido los doce
años. Los esponsales solían celebrarse a una edad muy temprana. Al año, generalmente, la hija
celebraba la boda propiamente dicha, pasando entonces de la potestad del padre a la del
marido. (Y realmente, no se sabía qué podía ser peor.) Después del «contrato de compraventa
», porque eso era en el fondo la ceremonia de esponsales y matrimonio, la mujer pasaba
a vivir a la casa del esposo. Esto, generalmente, significaba una nueva carga, amén del
enfrentamiento con otra familia extraña a ella que casi siempre manifestaba una abierta
hostilidad hacia la recién llegada. A decir verdad, la diferencia entre la esposa y una esclava o
una concubina era que aquélla disponía de un contrato matrimonial y la última no. A cambio de
muy pocos derechos, la esposa se encontraba cargada de deberes: tenía que moler, coser,
lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación por su
sustento, hilar y tejer. Otros añadían incluso a estas obligaciones las de lavar la cara, manos y
pies y preparar la copa del marido. El poder del marido y del padre llegaba al extremo de que,
en caso de peligro de muerte, había que salvar antes al marido.
Al estar permitida la poligamia, la esposa tenía que soportar la presencia y las constantes
afrentas de la o las concubinas.
En cuanto al divorcio, el derecho estaba única y exclusivamente de parte del marido. Esto
daba lugar, lógicamente, a constantes abusos.
Por supuesto, desde el punto de vista religioso, la mujer israelita tampoco estaba equiparada
al hombre. Se veía sometida a todas las prescripciones de la Torá y al rigor de las leyes civiles
y penales -incluida la pena de muerte- no teniendo acceso, en cambio, a ningún tipo de
enseñanza religiosa. Es más: una sentencia de R. Eliezer decía que «quien enseña la Torá (la
ley) a su hija, le enseña el libertinaje». Este «eminente» doctor -que vivió hacia el año 90
después de Cristo- decía también: «Vale más quemar la Torá que transmitirla a las mujeres.»
En la casa, la mujer no era contada en el número de las personas invitadas -tal y como había
tenido oportunidad de comprobar en el banquete ofrecido por Simón, «el leproso»- y tampoco
tenía el derecho a prestar testimonio en un juicio. Sencillamente, «era considerada como
mentirosa... por naturaleza».
Era muy significativo que el nacimiento de un varón era motivo de alegría, y el de una niña
se veía acompañado de la indiferencia, incluso de la tristeza. Los escritos rabínicos Qiddushin
(82 b) y hasta el Nidda (31 b) afirmaban: «¡Desdichado de aquel cuyos hijos son niñas!»


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Sólo conociendo este deplorable entorno social en el que malvivía la mujer judía, uno podía
alcanzar a entender en su justa medida el valor de Jesús al rodearse de mujeres, conversar con
ellas e instruirías y tratarlas como a los hombres. Quedé muy sorprendido al comprobar que el
rabí de Galilea no sólo había escogido a doce varones, sino que también había procurado
rodearse de otro grupo de mujeres (llegué a contar hasta diez), que seguían al Maestro allí
donde iba. Este hecho, como otros que poco a poco iría descubriendo, no había sido incluido
con claridad en los Evangelios canónicos que conocemos.
Tal y como me había anunciado Eliseo en la última conexión auditiva, aquella mañana del
domingo, 2 de abril, amaneció nublada. Una fina lluvia refrescó sensiblemente la temperatura,
sacando un brillo especial a las campiñas y perfumando Betania con un agradable olor a tierra
mojada.
En cuanto me fue posible me trasladé a la casa de Simón. El Maestro, madrugador, había
llamado a sus hombres y mujeres, reuniéndose con ellos en el jardín. Allí, el gigante -que
presentaba un semblante más serio que en la jornada anterior- les dio instrucciones concretas,
de cara a la próxima celebración de la Pascua. Insistió especialmente en que no llevaran a cabo
manifestación pública alguna mientras permaneciesen en el interior de la ciudad santa y que,
sobre todo, no se movieran de su lado.
Una vez más, los discípulos asociaron aquellas medidas precautorias con la orden de captura
dictada por el Sanedrín. Jesús, como creo que ya he mencionado, sabía que algunos de sus
hombres iban permanentemente armados. Sin embargo, no hizo alusión alguna a sus espadas.
Cuando Jesucristo comenzó a hacer un repaso de lo que había sido su ministerio, desde su
ordenación en Cafarnaúm, hasta ese día, observé cómo Judas el Iscariote haciendo oídos
sordos, dedicaba toda su atención al recuento de la bolsa común. Poco después abandonó el
grupo, entrando en la casa. Esa misma mañana, muy de madrugada, David Zebedeo le había
entregado los fondos conseguidos por la venta del campamento que habían instalado semanas
antes en la ciudad de Pella, en la orilla oriental del Jordán y como a unas cuarenta millas del
mar Muerto.
La bolsa común debía ser lo suficientemente importante como para que Judas la depositase
aquella misma mañana en poder del anciano anfitrión. Al parecer, la inminente entrada de
Jesús en Jerusalén no hacía aconsejable que el «administrador» del grupo llevara encima tanto
dinero. Era en realidad en aquellas fechas de la Pascua cuando los israelitas venían obligados
por una antiquísima ley a satisfacer lo que llamaban el «segundo diezmo». En otras palabras:
una vez apartados el importe de la ofrenda que se hacía en el templo y el primer diezmo1, cada
hebreo tenía la obligación de consumir o gastar dentro de Jerusalén -esto era imprescindible- el
citado «segundo diezmo» de acuerdo con sus posibilidades económicas. Si el judío, como digo,
vivía lejos de la ciudad santa podía convertir el «segundo diezmo» en dinero y llevarlo hasta
Jerusalén, donde tenía la obligación de gastarlo en alimentos y bebidas, precisamente durante
la fiesta de la Pascua. (La Misná dedica cinco capítulos a lo que se puede y lo que no se puede
hacer con dicho «impuesto».)
Judas conocía perfectamente esta obligación y, presumiblemente, al hacer el «balance» de
los fondos generales, había separado ya el dinero que debía ser consumido en Jerusalén, en
concepto de «segundo diezmo». El hecho, sin embargo, de que lo dejara en manos de Simón
daba a entender que Jesús y sus hombres tardarían aún unos días en acudir a Jerusalén para
celebrar la tradicional cena pascual. Aunque sólo se trata de una presunción muy personal -ya
que nunca traté de averiguarlo- cabe la posibilidad de que Cristo hubiera cambiado ya
impresiones con Judas, como responsable del dinero, fijando, incluso, el día para dicho rito.
1 Una vez que se apartaba y se entregaba al sacerdote la ofrenda (teruma gedola) que, según la disposición
rabínica, debía ser por término medio el uno por cincuenta de la producción obtenida en el campo, del resto había que
separar un diezmo que era destinado a los levitas (policías del templo), y que era llamado «primer diezmo» o «diezmo
de los levitas». El Pentateuco lo refiere en varios pasajes: «Toda décima parte de la tierra, tanto de las semillas de la
tierra como de los frutos de los árboles, es del Señor, es cosa sagrada al Señor« (Levítico, 27.30). «Y doy como
heredad a los hijos de Leví todos los diezmos, por el servicio que prestan, por el servicio al tabernáculo de la reunión.»
(Números, 18,21). La Misná dedica otros cinco capítulos a los pormenores de este «primer diezmo»: «Qué frutos están
sujetos al diezmo; en qué momento ha de hacerse; en qué casos pueden comerse frutos sin haber separado el diezmo
y aplicación del diezmo en casos de replantación, venta, aprovechamiento de subproducto y plantas libres de la
obligación del pago del diezmo.» (N. del m.)


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Al visitar en los días sucesivos Jerusalén pude darme cuenta de la gran importancia que
tenía para los residentes habituales de la ciudad santa la presencia de aquellos miles de
peregrinos -llegados de todas las provincias y del extranjero- y, sobre todo, el beneficio
económico que les representaba el hecho de que cada hebreo tuviera que gastar durante la
Pascua una parte de sus ingresos anuales. Un dinero que siempre resultaba considerable, si
tenemos en consideración que ese «segundo diezmo» era extraído de las ganancias globales de
las ventas del ganado, de los frutales y de los viñedos de cuatro años, amén de los trabajos
artesanales.
El Nazareno terminó su plática, adelantándoles que «aún les dejaría muchas consignas y
lecciones..., antes de volver al Padre». Pero los discípulos no terminaron de comprender a qué
se refería.
Al final, ninguno se atrevió a hacer una sola pregunta.
Una vez concluida la «conferencia», Cristo tomó aparte a Lázaro, que me había acompañado
hasta la casa de Simón, y le recomendó que hiciera los preparativos precisos para dejar
Betania. Jesús, el propio resucitado y todos nosotros sabíamos que -después del milagro- el
Sanedrín había discutido y llegado a la conclusión de que Lázaro debía ser también eliminado.
«¿De qué servía prender y ajusticiar al Galileo si quedaba con vida su amigo, testigo de
excepción del milagroso suceso?» Este planteamiento -no carente de lógica- había movido a los
sacerdotes a planear una acción paralela, que culminase con el arresto de Lázaro.
Mi amigo obedeció y pocos días más tarde huía a la población de Filadelfia, en la zona más
oriental de la fértil Perea. Cuando los policías del Sanedrín acudieron a prenderle, sólo Marta,
María y sus sirvientes permanecían en la casa.
El resto de la mañana -hasta la una y media de la tarde, en que el gigante dio la orden de
partida hacia Jerusalén- el rabí prefirió retirarse a lo más frondoso del jardín de Simón.
Esa misma noche, de regreso a Betania, tuve el valor de preguntarle por qué había elegido
aquella forma de entrada en la ciudad santa. El Maestro, perfecto conocedor de las Escrituras,
me respondió escuetamente:
«Así convenía, para que se cumplieran las profecías...»
Efectivamente, tanto en el Génesis (49,11) como en Zacarías (9,9) se dice que el Mesías
liberador de Jerusalén vendría desde el monte de los Olivos, montado en un jumentillo.
Zacarías, concretamente, dice: «¡Alegraos, grandemente, oh hija de Sión! ¡Gritad, oh hija de
Jerusalén! Mirad, vuestro rey ha venido a vosotros. Es justo y trae la salvación. Viene como el
más bajo, montado en un asno, en un pollino, la cría de un asno.»
Hacia la hora sexta (las doce del mediodía), tras un frugal almuerzo, Jesús -que había
recobrado el excelente buen humor del día anterior- pidió a Pedro y a Juan que se adelantaran
hasta el poblado de Betfagé.
-Cuando lleguéis al cruce de los caminos -les dijo- encontraréis atada a la cría de un asno.
Soltad el pollino y traedlo.
-Pero, Señor -argumentó Pedro con razón-, ¿y qué debemos decirle al propietario?
-Si alguien os pregunta por qué lo hacéis, decid simplemente:
«El Maestro tiene necesidad de él.»
Pedro, muy acostumbrado ya a estas situaciones desconcertantes, se encogió de hombros y
salió hacia Betfagé. El joven Juan -un muchachito silencioso, casi taciturno (debería andar por
los 16 o 17 años), enjuto como una caña y de ojos negros como el carbón- permaneció aún
unos instantes contemplando a su ídolo. En su mirada se adivinaba la sorpresa y un cierto
temor. ¿Qué estaba tramando el Maestro?
De pronto cayó en la cuenta de que Pedro se encaminaba ya hacia la puerta de salida y,
dando un brinco, salió a la carrera en Persecución de su amigo.
Para entonces, David Zebedeo -uno de los más activos seguidores de Cristo- sin contar para
nada con el Maestro ni con los doce, había tenido la genial intuición de echarse al camino de
Jerusalén y, en compañía de otros creyentes, comenzó a alertar a los peregrinos de la
inminente llegada de Jesús de Nazaret. Aquella iniciativa -como quedó demostrado despuésiba
a contribuir decisivamente a la masiva y triunfal entrada del Maestro en la ciudad santa.
Además de los cientos de hebreos que, como cada día, habían acudido hasta Betania, otros
miles de habitantes de Jerusalén y de los recién llegados a la Pascua, tuvieron cumplida noticia


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de la presencia de aquel galileo -hacedor de maravillas- y con los suficientes arrestos como
para plantar cara a los sumos sacerdotes.
No fue preciso esperar mucho tiempo. A eso de la una y media de la tarde, Pedro y Juan se
reunieron con el resto de la comitiva, que les esperaba ya a las afueras de la aldea de Lázaro.
Tal y como había pronosticado el Maestro, cuando el voluntarioso Pedro llegó a Betfagé, allí
estaban los animales: un asno y su cría.
La verdad es que, conociendo el poblado y a sus gentes -todas ellas fervientes seguidores de
Jesús-, encontrar en sus calles a los mencionados jumentos y convencer a su dueño para que
prestara uno de ellos al rabí tampoco debía ser considerado como un hecho milagroso. Ésa, al
menos, fue mi impresión. Si en algo se distinguían Betania y Betfagé del resto de las
poblaciones de Israel era precisamente en eso: en el profundo afecto y en la férrea fe de sus
habitantes por el Cristo. Lázaro me confesó que estaba convencido de que aquel milagro del
Nazareno -posiblemente uno de los más extraordinarios de cuantos llevó a cabo durante su vida
pública- había tenido por escenario Betania, no para que las gentes de ambas aldeas creyesen,
sino más bien porque ya creían. La teoría no era mala. Ciudades y pueblos mucho más
importantes -caso de Nazaret, Cafarnaúm, Jerusalén, etc.- habían rechazado a Jesús...
El caso es que, según contó Pedro, cuando éste se disponía a soltar el jumento, se presentó
el propietario. Al preguntarle por qué hacían aquello, el discípulo le explicó para quién era y el
hebreo, sin más, respondió:
-Si vuestro Maestro es Jesús de Galilea, llevadle el pollino.
Al ver el asnillo -de pelo pardo, apenas de un metro de alzada y posiblemente de la llamada
raza «silvestre» (muy común en Africa y en Oriente)- casi todos los presentes nos hicimos la
misma pregunta: ¿Para qué podía necesitar el Maestro aquella dócil cría de asno? Jesús siempre
había trillado los caminos con la única ayuda de sus fuertes piernas, que hoy serian envidiadas
por muchos corredores de maratón... Poco después, al verle desfilar entre la muchedumbre que
se agolpaba en el camino y en las calles de Jerusalén -a lomos del jumentillo- empecé a
sospechar cuáles podían ser las verdaderas razones que habían impulsado a Jesús a buscar el
concurso de aquel pequeño animal.
El Maestro, sin más demoras, dio la orden de salir hacia Jerusalén. Los gemelos, en un gesto
que Jesús agradeció con una sonrisa, dispusieron sus mantos sobre el burro, sujetándolo por el
ronzal mientras aquel gigante montaba a horcajadas. El Nazareno tomó la cuerda que hacia las
veces de riendas y golpeó suavemente al asno con sus rodillas, invitándole a avanzar.
La considerable estatura del rabí le obligaba a flexionar sus largas piernas hacia atrás, a fin
de no arrastrar los pies por el polvo del camino. Con todos mis respetos hacia el Señor, su
figura, cabalgando de semejante guisa sobre el jumento, era todo un espectáculo, mitad
ridículo, mitad cómico. Poco a poco, como digo, me fui dando cuenta que aquél, precisamente,
era uno de los efectos que parecía buscar el Maestro. La tradición -tanto oriental como romanafijaba
que los reyes y héroes entrasen siempre en las ciudades a lomos de briosos corceles o
engalanados carros. Algunas de las profecías judías hablaban, incluso, de un rey -un Mesíasque
entraría en Jerusalén como un aguerrido libertador, sacudiendo de Israel el yugo de la
dominación extranjera.
Pero, ¿qué clase de sentimientos podía provocar en el pueblo un hombre de semejante
estatura, a lomos de un burrito? Indudablemente, una de las razones para entrar así en la
ciudad santa había que buscarla en una intencionada idea de ridiculizar el poder puramente
temporal. Y Jesús iba a lograrlo....
Al principio, tanto los hombres de su grupo, como las diez o doce mujeres elegidas por Jesús
-y que se habían unido a la comitiva- quedaron desconcertados. Pero el Maestro era así,
imprevisible, y ellos le amaban por encima de todo. Así que encajaron el hecho con resignación.
El propio Jesús, con sus constantes bromas, contribuyó
-y no poco- a descargar los recelos de sus fieles seguidores. Yo mismo me vi sorprendido al
observar cómo el Nazareno se reía de su propia sombra.
Aquel ambiente festivo fue intensificándose conforme nos alejamos de Betania. Una
muchedumbre que no sabría calcular se había ido agrupando a ambos lados del camino,
saludando, vitoreando y reconociendo al Cristo como el «profeta de Galilea».
Los doce, que rodeaban al rabí estrechamente (tanto Pedro como Simón, el Zelotes, Judas
Iscariote e incluso el propio Andrés, habían adoptado precauciones y sus espadas habían vuelto


98
a las fajas), estaban estupefactos. Su miedo inicial por la seguridad de su jefe y del resto del
grupo fue disipándose conforme avanzábamos.
Cientos -quizá miles- de peregrinos de toda Judea, de la Perea y hasta de Galilea parecían
haberse vuelto repentinamente locos. Muchos hombres se despojaban de sus ropones y los
extendían sobre el polvo del sendero, sonriendo y mostrándose encantados ante el paso del
jumentillo. Como un solo individuo, las mujeres, niños, ancianos y adultos gritaban y repetían
sin cesar «¡Bendito el que viene en nombre del Divino!...» «¡Bendito sea el reino que viene del
cielo!...»
Tal y como suponía, las gentes no gritaron los conocidos hosanna, por la sencilla razón de que
esta exclamación era una señal o petición de auxilio, según la etimología original de la palabra
judía1.
Quiero creer que aquel mismo escalofrío que me recorrió la espalda y que me hizo temblar,
fue experimentado también por los apóstoles cuando, espontáneamente, muchos de aquellos
hebreos cortaron ramas de olivos, saludando al Maestro, lanzando a su paso las flores violetas
de los cinamomos y quemando, incluso, las ramas de este árbol, de forma que un fragante
aroma se esparció por el ambiente.
Sinceramente, ninguno de los seguidores del Cristo podía esperar un recibimiento como
aquel. ¿Dónde estaban las amenazas y la orden de captura del Sanedrín?
Algunas mujeres levantaban en vilo a sus niños, poniéndolos en brazos del Nazareno, que los
acariciaba sin cesar. El corazón de Jesús, sin ningún género de dudas, estaba alegre.
Pero, ante mi sorpresa, cuando todo hacía suponer que la comitiva seguiría por el camino
habitual -el que yo había tomado para dirigirme a Betania- Jesús y los doce giraron a la
derecha, iniciando el ascenso de la ladera oriental del Olivete. Yo no había reparado en aquella
empinada y pedregosa trocha que, efectivamente, servía para atajar. A los pocos metros, Jesús
saltaba ágilmente del voluntarioso jumentillo, prosiguiendo a pie el ascenso hacia la cumbre de
la «montaña de las aceitunas». La lluvia hacía rato que había cesado, aunque el cielo seguía
con unas negras y amenazantes nubes.
Mientras el grupo se estiraba, caminando prácticamente en fila de a uno entre las
plantaciones de olivos, el corazón me dio un vuelco. Aunque el módulo se hallaba en la cota
más alta del Olivete y sobre unos peñascos donde no habíamos advertido sendero alguno,
siempre cabía la posibilidad de que los participantes en aquella agitada manifestación de júbilo
pudieran penetrar en la franja de seguridad de la «cuna».
Instintivamente me aparté del camino y advertí a Eliseo de la aproximación de la comitiva.
Al alcanzar la cumbre, el Maestro se detuvo. Respiré aliviado al comprobar que el «punto de
contacto» del módulo se hallaba mucho más a la derecha y como a unos trescientos pies de
donde nos habíamos detenido.
Jerusalén, desde aquella posición privilegiada, aparecía en todo su esplendor. Las torres de
la fortaleza Antonia, del palacio de Herodes y, sobre todo, la cúpula y las murallas del Templo
se habían teñido de amarillo con la caída de la tarde, destacando sobre un mosaico de casas y
callejuelas blanco-cenicientas.
Un repentino silencio planeó sobre la comitiva, apenas roto por el rumor de abigarrados
grupos de israelitas que corrían desde las puertas de la Fuente y de las Tejoletas -al sur de las
murallas- advertidos de la llegada del profeta.
El semblante de Cristo cambió súbitamente. De aquel abierto y contagioso buen humor había
pasado a una extrema gravedad. Los discípulos se percataron de ello pero, sencillamente, no
entendían las razones del rabí. Todo estaba saliendo a pedir de boca...
El silencio se hizo definitivamente total, casi angustioso, cuando los allí reunidos
comprobamos cómo Jesús de Nazaret, adelantándose hasta el filo de la ladera occidental del
Olivete, comenzaba a llorar. Fue un llanto suave, sin estridencia alguna. Las lágrimas corrieron
mansamente por las mejillas y barba del Nazareno. Yo sentí un estremecimiento y en mi
garganta se formó un nudo áspero.
Con los brazos desmayados a lo largo de su túnica, el Cristo, sin poder evitar su emoción y
con voz entrecortada, exclamó:
1 La inclusión de los familiares «¡Hosanna al hijo de David!», que aparecen en los evangelios canónicos, parece ser
una concesión posterior de la Iglesia primitiva, en base al salmo 118, 25, y que servia como profesión de fe, tal y como
apuntó muy acertadamente Leonardo Boff. (N. del m.)



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-¡Oh Jerusalén!, si tan sólo hubieras sabido, incluso tú, al menos en este tu día, las cosas
pertenecientes a tu paz y que hubieras podido tener tan libremente... Pero ahora, estas glorias
están a punto de ser escondidas de tus ojos... Tú estás a punto de rechazar al Hijo de la Paz y
volver la espalda al evangelio de salvación... Pronto vendrán los días en que tus enemigos
harán una trinchera a tu alrededor y te asediarán por todas partes Te destruirán
completamente, hasta tal punto que no quedará piedra sobre piedra. Y todo esto acontecerá
porque no conocías el tiempo de tu divina visita... Estás a punto de rechazar el regalo de Dios y
todos los hombres te rechazarán.
Obviamente, ninguno de los que escucharon aquellas frases podía intuir siquiera el trágico
fin que acababa de profetizar el rabí. Treinta y tres años más tarde, desde el 66 al 70, el
general romano Tito Flavio Vespasiano primero caería sobre Israel con tres legiones escogidas y
numerosas tropas auxiliares del Norte. Su hijo Tito remataría la destrucción del Templo y de
buena parte de Jerusalén, en medio de un baño de sangre. Más de ochenta mil hombres,
integrantes de las legiones 5.ª, 10.ª 12.ª y 15.ª, reforzadas por la caballería, llegarían poco
antes de la luna llena de la primavera del año 70 ante la murallas de la ciudad santa. En agosto
de ese mismo año, y después de encarnizados combates, los romanos plantaban sus insignias
en el recinto sagrado de los judíos. En septiembre, tal y como había advertido Jesús, no
quedaba piedra sobre piedra de la que había sido la ciudad «ombligo del mundo». Según los
cálculos de Tácito, en aquellas fechas se habían reunido en Jerusalén -con el fin de celebrar la
tradicional Pascua- alrededor de seiscientos mil judíos. Pues bien, el historiador Flavio Josefo
afirma que, durante el sitio, el número de prisioneros -sin contar a los crucificados y a los que
lograron huir- se elevó a 97000. Y añade que, en el transcurso de tres meses, sólo por una de
las puertas de la ciudad pasaron 115000 cadáveres de israelitas. Los que sobrevivieron fueron
vendidos como esclavos y dispersados.
Las lágrimas y los lamentos del Nazareno estaban más que justificados...
El joven Juan, uno de los discípulos más queridos por Jesús -sin duda por su inocencia y
generosidad- se aproximó hasta el Maestro y con el alma conmovida le tendió un pañolón, de
los usados habitualmente para quitar el sudor del rostro y que solían guardar anudado en
cualquiera de los brazos. Cristo, sin pronunciar una sola palabra más, se enjugó las lágrimas y
volvió a montar en el jumento, iniciando el descenso hacia la ciudad.
La riada de gente que habíamos visto desde la cima subía ya por la ladera, arreciando en sus
vítores.
Jesús, fuertemente escoltado por sus hombres, correspondía a aquellas manifestaciones de
afecto, avanzando cada vez con mayores dificultades. El gentío que salía a raudales por las
murallas de Jerusalén no se contentaba sólo con aclamarle a ambas orillas del camino. Muchos
de ellos, especialmente los niños y adolescentes, se arremolinaban en torno al borriquillo,
obligando a los discípulos a abrir paso entre empujones y gritos. ¡Era el delirio!
El bullicio había conmovido de tal forma a los hebreos de la ciudad y de los campamentos
levantados en su entorno que, al poco, cuando la comitiva pujaba por cruzar bajo el arco de la
puerta de la Fuente, en el vértice sur de Jerusalén, un grupo de fariseos y levitas -alertados por
el tumulto y que, según los indicios, salía precipitadamente con idea de prender al impostorhizo
su aparición entre la muchedumbre. Los policías del templo, armados con espadas y
mazas, permanecieron a la expectativa, esperando la orden de los sacerdotes. Pero el
entusiasmo y el clamor de aquellos miles de judíos eran tales que debieron pensarlo con más
calma y, prudentemente, dejaron pasar a Jesús y a sus seguidores. El rabí, con una envidiable
astucia, había evitado su tumultuosa entrada por la zona nororiental de Jerusalén. Desde la
cumbre del Olivete, el ingreso en la ciudad santa hubiera resultado mucho más rápido,
salvando el cauce seco del Cedrón y penetrando por la llamada Puerta Probática o por la del
Oriente, en el costado oriental de las murallas. Aquella maniobra, sin embargo, entrañaba un
riesgo latente: pasar muy cerca de la fortaleza Antonia, sede y cuartel general de las fuerzas
romanas de ocupación. Por otra parte, al planear la entrada triunfal por la zona más meridional,
Jesús se veía obligado a cruzar por algunas de las calles más populosas de la parte baja y vieja
de la capital. Aunque tampoco llegué a preguntárselo jamás, al contemplar aquella imponente


100
manifestación del pueblo judío, volcado con y por Jesús1, tuve la certidumbre de que el Maestro
quiso dirigir sus pasos a través de aquel sector de Jerusalén, precisamente con una doble
intención: permitir así un más prolongado y caluroso recibimiento que -de paso- le protegiera a
El y a sus hombres contra la orden de caza y captura dictada por el Sanedrín. Aquel estallido
fue tan sincero y clamoroso que, como ya he mencionado, los sacerdotes no se atrevieron a
consumar el prendimiento.
Al entrar en las calles de Jerusalén, la multitud se volvió tan expresiva que muchos de los
jóvenes y mujeres, al alcanzar la rosaleda (único jardín permitido en la ciudad santa),
arrancaron decenas de flores, arrojándolas al paso de Cristo.
Aquel gesto desbordó los perturbados ánimos de los fariseos y escribas que habían ido
saliendo al encuentro del «impostor» y algunos de ellos -los más audaces- se abrieron camino a
codazos y empellones, cerrando la marcha del Nazareno.
Alzando sus voces por encima del tumulto, los sacerdotes le gritaron a Jesús:
-¡Maestro, deberías reprender a tus discípulos y exhortarles a que se comporten con más
decoro!
Pero el rabí, sin perder la calma, les contestó:
-Es conveniente que estos niños acojan al Rijo de la Paz, a quien los sacerdotes principales
han rechazado. Sería inútil hacerles callar... Si así lo hiciera, en su lugar podrían hablar las
piedras del camino.
Los fariseos, desalentados y rabiosos, dieron media vuelta y con la misma violencia, se
perdieron en la cabeza de la manifestación, camino sin duda del templo, donde -según pude
verificar poco después- el Sanedrín celebraba uno de sus habituales consejos. Estos sacerdotes
dieron cuenta a sus colegas de lo que estaba sucediendo en las calles del barrio viejo de
Jerusalén. José de Arimatea, miembro de este Sanedrín y buen amigo de Jesús, relataría a la
mañana siguiente a Andrés y al resto de los apóstoles cómo los fariseos irrumpieron con los
rostros desencajados en la sala de las «piedras talladas» (lugar de sesiones del Sanedrín),
exclamando:
«¡Mirad, todo lo que hacemos es inútil! Remos sido confundidos por ese galileo. La gente se
ha vuelto loca con él... Si no paramos a esos ignorantes, todo el mundo le seguirá.»
La triunfal comitiva prosiguió su marcha por las estrechas y empinadas callejas de la ciudad.
Las gentes se asomaban a las ventanas o le saludaban desde los terrados y muchos -que veían
en realidad al Nazareno por primera vez- preguntaban: «¿Quién es este hombre?» La propia
multitud y los discípulos se encargaban de responder a voz en grito: «¡Este es el profeta de
Galilea! ¡Jesús de Nazaret!»
A eso de las tres y media o cuatro de la tarde, llegamos al largo muro oeste del hipódromo.
Una vez allí, al sur del gran recinto del templo, Jesús descendió definitivamente del jumento,
pidiendo a los gemelos Alfeo que regresaran a Betfagé y devolvieran el burrito a su dueño.
Atraídos por el incesante griterío de los judíos, algunos de los miembros del Sanedrín se
asomaron por entre los altos arcos del acueducto que unía el vértice suroccidental de templo
con la zona alta de la ciudad, contemplando atónitos cómo la multitud solicitaba a gritos que
Jesús hablase y que fuese proclamado rey. En el ánimo general -incluyendo a los más íntimos
del Nazareno- flotaba la creencia de que aquél era el libertador esperado. Por un momento me
dejé llevar por la fantasía e imaginé qué hubiera podido ocurrir si el rabí hubiera accedido a las
incesantes peticiones del pueblo...
Pero no eran esas -ni mucho menos- las intenciones del Galileo. Muy al contrario. Haciendo
caso omiso de las sugerencias de sus propios discípulos, que le suplicaban que se dirigiera a la
1 Nuestro ordenador central, en base a los cálculos estimados en la Misná, nos había prevenido sobre la afluencia de
hebreos que podríamos encontrar en aquellos días en la Pascua en Jerusalén. De acuerdo con las medidas de los
diferentes atrios del templo, Santa Claus fijaba en unos dieciocho mil los israelitas que podían tener acceso al recinto
sagrado, en tres turnos y que representaba el sacrificio de otros tantos corderos pascuales. Teniendo en cuenta que
cada víctima podía ser consumida por un promedio aproximado de diez personas, ello significaba un volumen de unos
ciento ochenta mil asistentes a la fiesta. De éstos, unos veinte mil eran vecinos de la propia ciudad de Jerusalén y quizá
otros cinco o diez mil más acampaban fuera de las murallas. En suma, los peregrinos llegados en aquellos días hasta la
ciudad santa podían oscilar alrededor de los cien mil o ciento veinticinco mil. Esto nos da una idea bastante aproximada
de lo que realmente constituyó la aglomeración al paso de Jesús y de sus discípulos en aquella tarde del domingo, 2 de
abril. (N. del m.)


101
muchedumbre, Jesús de Nazaret, en silencio y con su peculiar paso rápido, dejó a la gente
plantada, entrando a la gran explanada del templo por la llamada puerta Doble.
Los diez apóstoles y las mujeres recordaron las órdenes de Cristo de no dirigirse
públicamente a los hebreos y, a regañadientes y malhumorados, siguieron al Maestro hasta el
interior del recinto. Yo permanecí unos instantes al pie del imponente muro sur del templo,
observando cómo parte de los que le habían venido aclamando se dispersaba, mientras otros
cientos se decidían finalmente por acompañar al Mesías.
Al penetrar en la gran explanada que rodeaba el santuario -y a pesar de haber visto aquel
formidable «rectángulo» desde el aire- quedé sobrecogido por la magnificencia de la obra.
Herodes se había jugado el todo por el todo en la construcción de aquel templo. Enormes
bloques de piedra -meticulosamente escuadrados y encajados (los mayores de 4,80 x 3,90
metros)- constituían las hiladas inferiores de los sillares. El inmenso patio de los Gentiles, que
rodeaba totalmente el santuario propiamente dicho, había sido cercado con una soberbia
columnata. Una balaustrada aislaba el templo de la zona destinada a los no judíos (el
mencionado atrio de los Gentiles). Sobre dos de sus trece puertas de acceso al interior, y en las
que montaban guardia los levitas o policías al mando de siete guardianes permanentes, pude
leer sendas advertencias -en griego- que, naturalmente, respeté en todo momento. Decían
textualmente: «Ningún extranjero puede penetrar dentro de la cerca y muralla en torno al
santuario. Todo el que sea sorprendido violando esta orden será responsable de la pena de
muerte que de ahí se seguirá.»
Realmente, los historiadores como Josefo o Tácito no habían exagerado al describir aquella
maravilla. Al ingresar en el gigantesco «rectángulo» -daba igual el acceso que se utilizase para
ello- uno quedaba deslumbrado por el lujo. Todas las puertas -tanto la Probática como la
Dorada o los pórticos Doble, Triple y el Real- habían sido recubiertas con planchas de oro y
plata. (Sólo había una excepción, aunque no me fue posible verificarlo ya que se hallaba en el
centro mismo del templo. Era la denominada Puerta de Nicanor. Según Josefo y la Misná,
«todas las puertas que allí había estaban doradas, exceptuada la puerta de Nicanor, pues en
ella había sucedido un milagro; según otros, porque su bronce relucía como el oro».)1
A aquellas horas del atardecer, con la luz solar incidiendo oblicuamente sobre Jerusalén, las
agudas puntas que sobresalían en el tejado -enteramente bañadas en oro- relucían y
destelleaban, proporcionando al conjunto un halo casi mágico y fascinante.
El patio de los Gentiles -en especial toda la zona próxima a las columnatas del llamado
Pórtico Regio- presentaba un movimiento inusitado. Buena parte de esta área sur del gran
«rectángulo» del templo se encontraba atestada de tenderetes, mesas y jaulas con palomas.
Teniendo en cuenta que dicha explanada media en su parte más estrecha justamente al pie de
la columnata del Pórtico Regio) 735 pies2, es fácil hacerse una idea del volumen de puestos de
venta que -en tres o cuatro hileras- habían sido montados en la mencionada explanada. No
1 El archivo contenido en el ordenador central del módulo ponía de manifiesto -según el escrito rabínico Middot,
II,3- que la citada puerta de Nicanor, situada entre el atrio de las mujeres y el de los israelitas (todo en el interior del
templo), era de bronce de Corinto. Según datos escritos por Josefo, «nueve puertas del templo, junto con dinteles y
jambas, estaban completamente revestidas de oro y plata. Una sola era de bronce de Corinto, la cual superaba con
mucho a las otras en valor». Al incendiar las puertas para tomar el templo, se fundió el revestimiento y las llamas
alcanzaron así las partes de madera. Siguiendo con esta suntuosidad, Flavio Josefo aseguraba que el vestíbulo estaba
enteramente recubierto de placas de oro «de cien codos cuadrados y del grosor de un denario de oro». De las vigas del
vestíbulo colgaban cadenas de oro. Allí mismo había dos mesas; una de mármol y otra de oro; esta última era de oro
macizo. Sobre la entrada que conducía del vestíbulo al Santo se extendía una parra también de oro, la cual crecía
continuamente con las donaciones de sarmientos de oro que los sacerdotes se encargaban de colgar. Además, sobre
esta entrada pendía un espejo de oro que reflejaba los rayos del sol naciente a través de la puerta principal (que no
tenía hojas). Había sido una donación de la reina Helena de Adiabene. En el Santo, situado detrás del vestíbulo, se
hallaban singulares obras de arte, que constituyeron los trofeos de Tito a su entrada triunfal en Roma: el candelabro
macizo de siete brazos, dedos talentos de peso (cada talento equivalía a 34 kilos y 272 gramos) y la mesa maciza de
los panes de la proposición, también de varios talentos de peso. El «sanctasanctórum», finalmente debía de hallarse
vacío y sus paredes totalmente recubiertas de oro.
Una vez dentro del atrio de las mujeres, el oro resplandecía también por doquier. Había candelabros de oro, con
cuatro copas en sus vértices. Las tesorerías del templo estaban abarrotadas de objetos de plata y oro. Según cuenta
Josefo, al registrarse la destrucción del templo por los romanos, la Provincia de Siria se vio inundada por una
gigantesca oferta de oro que trajo Como consecuencia la caída de la «libra de oro». (N. del m.)
2 Unos 245 metros, aproximadamente (N. del t.)



102
llegué a sumarías en su totalidad, pero dudo mucho que las mesas de los vendedores bajasen
de trescientas o cuatrocientas.
En su mayoría se trataba de «intermediarios», que comerciaban con los animales que debían
ser sacrificados en la Pascua. Allí se vendían corderos, palomas y hasta bueyes. En muchos de
los tenderetes, que no eran otra cosa que simples tableros de madera montados sobre las
propias jaulas o, cuando mucho, provistos de patas o soportes plegables, se ofrecían y
«cantaban» al público muchos de los productos necesarios para el rito del sacrificio pascual:
aceite, vino, sal, hierbas amargas, nueces, almendras tostadas y hasta mermelada. Y en
mitad de aquel mercado al aire libre pude distinguir también una larga hilera de mesas de los
llamados «cambistas» -griegos y fenicios en su mayoría- que se dedicaban al cambio de
monedas. La circunstancia de que muchos miles de peregrinos fueran judíos residentes en el
extranjero había hecho poco menos que obligada la presencia de tales «banqueros». Allí vi
monedas griegas (tetradracmas de plata, didracmas áticos, dracmas, óbolos, calcos y leptones
o «calderilla» de bronce), romanas (denarios de plata, sextercios de latón, dispondios, ases o
«assarius», semis y cuadrantes) y, naturalmente, todas las variantes de la moneda judía
(denarios, maas y pondios -todos ellos en plata- y ases, musmis, kutruns y perutás, en bronce,
entre otras).
Estos «cambistas» ofrecían, además, un importante servicio a los hebreos, ya que les
proporcionaban -«in situ»- el cambio necesario para poder satisfacer el obligado tributo o
contribución al tesoro del templo. Su presencia en el lugar, por tanto, era tan antigua como
tolerada. Y hago estas puntualizaciones previas porque, al día siguiente, lunes -3 de abril-, yo
iba a ser testigo de excepción de un hecho histórico -la mal llamada «expulsión de los
mercaderes del templo por Jesús»- que, a juzgar por lo que pude ver, no había sido descrita
correctamente por los evangelistas.
Mientras el Maestro y sus discípulos paseaban por entre los puestos de venta, contemplando
los preparativos para la Pascua, yo aproveché para cambiar algunas de mis pepitas de oro por
moneda romana y hebrea, a partes iguales. En total, y después de no pocos regateos con uno
de aquellos malditos especuladores fenicios, obtuve cuatrocientos denarios de plata y varios
cientos de ases o moneda fraccionaria por casi la mitad de mi bolsa.
Al contemplar al rabí de Galilea, rodeado de sus amigos, departiendo pacíficamente con
aquellos cientos de mercaderes, me asaltó una inquietante duda: ¿cómo podía mostrarse Jesús
tan tranquilo y natural con aquellos «cambistas» e «intermediarios», cuando el evangelio
afirma que, en una de sus múltiples visitas al templo, la emprendió a latigazos con ellos,
haciendo saltar por los aires las mesas? La explicación -lógica y sencilla- llegaría, como digo, al
día siguiente...
Poco a poco, la multitud que le había seguido, incluso, hasta la gran explanada que rodea el
Santuario, fue olvidando al Nazareno, y el Maestro, en compañía de sus discípulos, penetró en
el templo por el Pórtico Corintio, perdiéndose en su interior. Yo no tuve más remedio que
esperar en el atrio de los Gentiles. Esta circunstancia me impediría estar presente en el
conocido suceso de la viuda que, en aquellos momentos, debió acudir hasta uno de los
«cepillos» donde los judíos depositaban su contribución para el sostenimiento del templo. A la
salida del grupo, Andrés me refirió la lección que acababa de darles Jesús y que, en esencia, ha
sido correctamente narrada por los evangelistas. Lo que yo no sabia es que esos «cepillos», en
número de trece, estaban estratégicamente situados en una sala que rodeaba el atrio de las
mujeres. (Las hebreas no podían salir de ese recinto y entrar en los patios de los hombres o de
los sacerdotes.) Eran recipientes en forma de trompeta -estrechos por su boca y anchos en el
fondo- para protegerlos de los ladrones. El tercero de estos «cepillos» estaba al cargo de un tal
Petajia, responsable de los sacrificios de las aves y que controlaba el dinero que se depositaba
en dicho tercer «cepillo». (En lugar de realizar la ofrenda de los animales, el judío podía
entregar el equivalente en dinero.) Pues bien, este Petajía -cuyo verdadero nombre era
Mardoqueo- había recibido este mote a causa de su extraordinaria facilidad como políglota:
¡sabía setenta lenguas! (La palabra pataj significa «abría»; es decir, «abría» las palabras al
interpretarlas.) Aquella alusión de Andrés iba a resultar altamente provechosa para mí, ya que -
días después- el tal Petajía iba a jugar un papel destacado en una de las negaciones de Pedro...
Mientras aguardaba la salida del grupo del interior del Santuario, me senté muy cerca de los
mercaderes y pude asistir a un fenómeno que, al parecer, era frecuente en la compra-venta.
Muchos de los «intermediarios» abusaban cruelmente de los hebreos más humildes, llegando a


103
venderles una tórtola por nueve y diez ases. (Si tenemos en cuenta que el precio normal de
estas aves en Jerusalén era de 1/8 de denario o 3 ases, las ganancias de estos usureros
resultaban desproporcionadas.)1.
Pero lo más irritante es que aquel saneado negocio era propiedad de la poderosa familia de
Anás, ex sumo sacerdote. Esto sí explicaba la tolerancia del comercio de animales para el
sacrificio en aquel lugar, a pesar de la santidad del mismo. (También aquella observación iba a
resultar importante para comprender lo que sucedería al día siguiente.)
Indignado con aquellas miserables actitudes de los «intermediarios», procuré distraerme,
lijando un máximo de detalles de cuanto tenía a mi alrededor. Conté, incluso, el número de
columnas del Pórtico Regio: 162 esbeltas pilastras de estilo corintio. Las balaustradas habían
sido trabajadas en piedra. Una de ellas -de tres codos de altura (157,5 centímetros)- separaban
el atrio interior y el exterior, accesible a nosotros, los paganos. En algunas zonas de esta
balaustrada exterior habían sido grabadas también las mismas advertencias que yo había leído
sobre varias de las puertas de acceso al templo. Los pórticos que rodeaban esta inmensa
explanada -cuidadosamente enlosada con piedras de diferentes colores- estaban cubiertos con
artesonados de madera de cedro, traída posiblemente de los bosques del Líbano.
Cuando vi aparecer a los primeros discípulos, un grupo de griegos que había llegado en
aquellos días a Jerusalén y que, por supuesto, habían oído hablar de Jesús, se acercaron a
Felipe y le expusieron su deseo de conocer al Maestro. Jesús no había salido aún del templo y el
discípulo fue a consultar al apóstol que, hasta después de la resurrección del Galileo, ostentaría
la autoridad moral del grupo: Andrés, el hermano de Pedro. Este pescador me había llamado la
atención desde un primer momento por su seriedad. Casi siempre aparecía silencioso, como
preocupado y distante. Quizá esa introversión se debiera a su cultura rudimentaria o a su
acentuada timidez. Era algo más delgado que su hermano, más o menos de la misma estatura
(1,60 metros, aproximadamente), cabeza pequeña y cabello fino y abundante, a diferencia de
Pedro, que sufría una extrema calvicie. Aparecía siempre pulcramente afeitado. Es de suponer
que fuera algo mayor que Pedro, aunque la calvicie de aquél le hacia parecer más viejo.
Andrés escuchó en silencio el mensaje de su compañero y, tras observar al grupo de griegos,
regresó con Felipe al interior del Santuario. Al poco aparecía Jesús quien, gustosamente,
departió con aquellos gentiles.
Algunos de los griegos sabían del misterioso anuncio del rabí sobre su muerte y le
interrogaron sobre ello. Jesús les respondió:
-En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo arrojado a la tierra no muere, se
queda solo; pero si muere, produce mucho fruto...
-¿Es que es preciso morir para vivir? -preguntó uno de los gentiles visiblemente extrañado
ante las palabras del Maestro.
-Quien ama su vida -le contestó Jesús-, la pierde. Quien la odia en este mundo, la
conservará para la vida eterna.
-¿Y qué nos ocurrirá a nosotros -preguntaron nuevamente los griegos- si te seguimos?
-El que se acerca a mí, se acerca al fuego. Quien se aleja de mí, se aleja de la vida.
Uno de los que escuchaban interrumpió al Galileo, replicándole que aquellas palabras eran
similares a las de un viejo refrán griego, atribuido a Esopo: «Quien está cerca de Zeus, está
cerca del rayo.»
-A diferencia de Zeus -comentó el Maestro- yo sí puedo daros lo que ningún ojo vio, lo que
ningún oído escuchó, lo que ninguna mano tocó y lo que nunca ha entrado en el corazón del
hombre. Si alguno de vosotros quiere servirme -concluyó- que me siga. Donde yo esté, allí
estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre lo honrará...
Pero los griegos no parecían muy dispuestos a ponerse a las órdenes del rabí y terminaron
por alejarse.
Jesús, sin poder disimular su tristeza, comentó entre sus discípulos: «Ahora, mi alma está
turbada... ¿Qué diré? Padre, ¡líbrame de esta hora!...»
1 Cuando interrogué a Andrés sobre la cantidad de dinero que había depositado la viuda en el cepillo del templo,
éste me señaló que creyó ver un total de dos lepta o 1/4 de as. En otras palabras, pura calderilla. (Una nación diaria de
pan venía costando en Jerusalén un par de ases. Lo normal es que con un as pudieran comprarse dos pájaros.) (N. del
m.)


104
Sin embargo, el Cristo pareció arrepentirse al momento de aquellos pensamientos en voz
alta y añadió, de forma que todos sus seguidores pudieran oírle:
-Pero para esto he venido a esta hora...
Y levantando su rostro hacia el encapotado cielo de Jerusalén, gritó:
-¡Padre, glorifica tu nombre!
Lo que aconteció inmediatamente es algo que no sabría explicar con exactitud. Nada más
pronunciar aquellas desgarradoras palabras, en la base -o en el interior- de los cumulonimbus
que cubrían la ciudad (y cuya altura media, según me confirmó Eliseo, era de unos seis mil
pies) se produjo una especie de relámpago o fogonazo. De no haber sido por la potente y
metálica voz que se dejó oír a continuación, yo lo habría atribuido a una posible chispa
eléctrica, tan comunes en este tipo de nubes tormentosas. Pero, como digo, casi al unísono de
aquel «fogonazo», los cientos de personas que permanecíamos en la gran explanada pudimos
escuchar una voz que, en arameo, decía:
-Ya he glorificado y glorificaré de nuevo.
La multitud, los discípulos y yo mismo quedamos sobrecogidos. Al fin, la gente comenzó a
reaccionar y la mayoría trató de tranquilizarse, asegurando que «aquello» sólo había sido un
trueno. Pero todos, en el fondo de nuestros corazones, sabíamos que un trueno no habla...
Los hebreos volvieron a agolparse en torno al Maestro y éste les anunció:
-Esta voz ha venido, no por mi, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo: ahora
va a ser expulsado el príncipe de este mundo. Y yo, levantado de la tierra, atraeré a todos los
hombres hacia mí...
Pero, tal y como me temía, aquella turba no entendió una sola palabra. Los propios
discípulos se miraban entre sí, como diciendo:
«¿de qué está hablando?»
Algunos de los sacerdotes que habían salido del santuario al escuchar aquella enigmática
voz, le replicaron «que ellos sabían por la Ley que el Mesías viviría siempre». Jesús, sin
inmutarse, se volvió hacia los recién llegados y les contestó:
-Todavía un poco más de tiempo estará la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz
y que no os sorprenda la oscuridad:
el que camina en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz,
para que seáis hijos de la luz...
-Somos nosotros, los sacerdotes -arremetieron los representantes del templo, tratando de
ridiculizar a Jesús-, quienes tenemos la potestad de enseñar la luz y la verdad a éstos...
El rabí, señalando con su mano derecha a la muchedumbre, replicó:
-¡Ciegos!... Veis la mota en el ojo de vuestro hermano, pero no veis la viga en el vuestro.
Cuando hayáis logrado quitar la viga de vuestro ojo, entonces veréis con claridad y podréis
quitar la mota del ojo de éstos...
Jesús, entonces, cruzó las murallas del templo, seguido por sus más allegados.
La noche no tardaría en caer y el Maestro, tal y como tenía por costumbre, cruzó el barrio
viejo de Jerusalén, en dirección a la puerta de la Fuente, con el fin de descansar en Betania.
Durante la entrada triunfal del Nazareno en la ciudad la aglomeración había sido tal que,
francamente, apenas si tuve oportunidad de fijarme en las calles y edificaciones. Ahora, en
cambio, fue distinto. Al dejar atrás los 195 metros del muro exterior del hipódromo, el grupo se
deslizó por las estrechísimas callejas -casi todas en declive- de la ciudad vieja. Jerusalén se
dividía entonces en dos grandes núcleos: este sector por el que ahora circulábamos (conocido
también como sûq-ha-tajtôn o Akra) y la zona alta o sûq-haelyon, ubicada al noroeste. Ambas
«ciudades» estaban separadas por una depresión o valle: el Tiropeón. Aquella raíz -sûqdesignaba
la naturaleza de ambos lugares. Esta palabra significa «bazar». Y eso es lo que pude
ver en este y en sucesivos recorridos por Jerusalén: un sinfín de «bazares» en los que se
vendía de todo.
Cada uno de los sectores de la ciudad estaba cruzado por sendas calles principales,
adornadas con columnatas: la gran calle del mercado, en la zona alta. Y la pequeña calle del
mercado, en la ciudad vieja1. Estas dos «arterias» comerciales estaban unidas por un enjambre
de calles transversales que constituían un laberinto. En esa red de callejuelas -la mayoría sin
1 Ésta corresponde a la actual calle el-Wad. (N. del m.)

z
105
empedrar y sumidas en un pestilente olor, mezcla de aceite quemado, guisotes y orines
arrojados al centro de las vías- se hacinaban miles de viviendas, casi todas de una sola planta y
con las paredes desconchadas.
Pero el grupo, encabezado siempre por Jesús, evitó aquellas incómodas y oscuras callejas,
dirigiendo sus pasos por una de las calzadas más anchas de esta parte baja de Jerusalén. Ante
mi sorpresa, entramos de pronto en una calle de casi ocho metros de ancho, perfectamente
empedrada, que desembocaba junto a la piscina de Sibé.
Las antorchas y lucernas -estratégicamente situadas sobre los muros de las casasempezaban
ya a alumbrar la noche de la ciudad santa. Sin embargo, y a pesar de las súbitas
tinieblas, el tráfico de peatones era incesante. A las puertas de los edificios de aquella calle, de
más de doscientos metros de longitud, observé numerosos artesanos, enfrascados por entero
en sus labores o en interminables regateos con los posibles compradores. En aquella zona baja
o vieja se habían afincado las profesiones más nobles y consideradas de Jerusalén. Los
paganos, prosélitos e «impuros», en cambio, tenían sus dominios en la parte alta. El fanatismo
de los judíos en este sentido había llegado a tal extremo que, por ejemplo, el esputo de un
habitante de la ciudad alta era considerado como impuro; cosa que no ocurría con las
expectoraciones de los residentes en esta área de la ciudad. Andrés me explicó que, en el
fondo, todo había arrancado a raíz de la instalación de los «bataneros» o blanqueadores de
tejidos en dicha zona alta. Estos aparecían entre las profesiones «despreciables» de la
comunidad israelita.
Junto a las más variadas tiendas o janûyôt se alineaban -siempre en la calle- sastres,
barberos, médicos o sangradores, fabricantes de sandalias carpinteros, zapateros, vendedores
de lámparas y de utensilios propios de cocina, artesanos del cobre y hasta fabricantes de
vestidos de Tarso, sin olvidar a los solicitados vendedores de perfumes y de ungüentos.
Aquello, en definitiva, constituía un espectáculo único, en el que los pregones de las
mercancías, gritos infantiles, risas y el aroma de las frituras terminaban por envolverle a uno,
cautivándole.
Fue en uno de aquellos puestos al aire libre donde, súbitamente, decidí adquirir un hermoso
frasco de esencia de nardo. Sin ocultar su extrañeza, el bueno de Andrés -que me sirvió de
oportuno mediador- consiguió una sustancial rebaja, pagando un total de 250 denarios por la
preciada jarra. La vasija en cuestión había sido primorosamente labrada, por el antiquísimo
procedimiento que los hebreos llamaban del «decantado de líquidos», de pulimento circular. El
engobe y el bruñido habían reducido la porosidad de los vasos, con un pulimento tan brillante
que, a primera vista, daba la impresión de un proceso de vidriado.
Alcanzamos al Maestro y a los restantes discípulos cuando pasaban bajo el arco de la puerta
de la Fuente, en el extremo meridional de Jerusalén. Yo sabia que la ciudad, en especial en
aquellos días previos a la Pascua, era un «nido» de mendigos, pero, al cruzar las murallas
quedé impresionado. Decenas de leprosos se disponían a pasar la noche, envueltos en sus
mantos y harapos, mientras una legión de cojos, lisiados, hinchados, contrahechos y ciegos nos
salían al paso, suplicándonos una limosna. De no haber sido por Andrés, que tiró de mi sin
contemplaciones, lo más probable es que mis 150 denarios restantes hubieran ido a parar a
manos de aquellos supuestos desdichados. Y digo «supuestos» porque -según el hermano de
Pedro- la inmensa mayoría eran simuladores «profesionales», que aprovechaban la fiesta para
conmover los corazones de los forasteros y «no dar golpe...».
Creo que no me percaté bien del desconcierto general de los discípulos de Cristo hasta que
hubimos caminado algo más de un kilómetro, rumbo a Betania. El Maestro, silencioso,
encabezaba el grupo, tirando de los diez con sus características zancadas.
Ni uno solo abrió la boca en todo el trayecto. Aquellos galileos parecían confusos, deprimidos
y hasta malhumorados. Pronto deduje cuál era la razón. Después de la apoteósica e inesperada
recepción tributada al Maestro, 105 apóstoles no habían comprendido por qué Jesús no había
aprovechado aquella magnífica oportunidad para proclamarse rey e instalar, definitivamente, su
«reino» en Judea, extendiéndolo después a las restantes provincias. Al ver sus rostros no era
difícil imaginar cuáles eran sus pensamientos.
Andrés, preocupado por su responsabilidad como jefe del grupo, era quizá el que menos
valoraba aquel estallido popular en torno al Maestro.


106
La verdad es que, en los días sucesivos, algunos de los íntimos -en especial Pedro, Santiago,
Juan y Simón Zelotes- tuvieron que hacer considerables esfuerzos para asimilar tantas
emociones...
Simón Pedro fue posiblemente uno de los más afectados por la manifestación popular. Y,
más que por el excitante recibimiento, por el incomprensible hecho de que el Maestro no se
hubiera dirigido a la multitud o, cuando menos, que les hubiera permitido hacerlo a ellos. Para
Pedro, aquélla había sido una magnífica oportunidad... perdida.
Mientras caminaba hacia Betania le noté afligido y triste. Sin embargo, su pasión por Cristo
era tal que supo encajar el extraño comportamiento del Nazareno sin el menor reproche o signo
de disgusto.
Los sentimientos de Santiago, el Zebedeo, eran muy parecidos a los de Simón Pedro. Su
miedo inicial había ido esfumándose conforme bajaban por la ladera del Olivete. La vista de
aquella multitud que aclamaba a su Maestro le había hecho concebir esperanzas de poder e
influencia. Pero todo se había venido abajo cuando Jesús descendió del jumentillo, perdiéndose
en el templo. ¿Cómo podía renunciar así, tan graciosamente, a una oportunidad de oro como
aquélla?
Por su parte, Juan Zebedeo había sido el único que había intuido las intenciones de Jesús. El
recordaba que el Maestro les había hablado en alguna ocasión de la profecía de Zacarías y, no
sin dificultades, asoció aquella entrada triunfal con las verdaderas intenciones de Jesús. Aquello
le salvó en buena medida de la depresión general que ocasionó el traumatizante final. Su
juventud y ciego amor por el Nazareno le impedían, además, sospechar o imaginar siquiera que
el Maestro se hubiera equivocado...
Felipe, el «intendente» y hombre «práctico» del grupo, había sufrido otro tipo de
preocupación. Al ver aquella riada humana pensó por un momento que Jesús podía pedirle -
como ya había hecho en otras oportunidades- que les diera de comer. Por eso, al verle
abandonar la procesión y pasear tranquilamente por el recinto del templo, sintió un profundo
alivio.
Cuando aquellos temores desaparecieron de su mente, Felipe se unió a los sentimientos de
Pedro, compartiendo el criterio de que había sido una lástima que Jesús no hubiera
aprovechado aquella ocasión para instalar definitivamente el reino. Aquella noche, sumido en
las dudas, se preguntó una y otra vez qué podían querer decir todas aquellas cosas. Pero su fe
en el Galileo era sólida y pronto olvidaría sus incertidumbres.
Mateo, hombre cauto, aunque de una fidelidad extrema, quedó maravillado ante aquel
estallido multicolor en torno al rabí. Sin embargo, su natural escepticismo se sobrepuso y no
tardaría en olvidar aquellas emociones de la tarde del domingo. Sólo hubo un momento en el
que Mateo estuvo a punto de perder su habitual calma. Ocurrió en plena explosión popular,
cuando uno de los fariseos se burló públicamente de Jesús, diciendo: «Mirad todos. Ved quién
viene: el rey de los judíos sobre un asno.» Aquello estuvo a punto de sacarle de sus casillas y
poco faltó -según me confesó días después- para que saltara sobre el sacerdote.
A la mañana siguiente, como digo, Mateo había superado la crisis general, mostrándose tan
alegre como siempre. Después de todo, era un perdedor que sabía tomarse la vida con
filosofía...
Tomás, como Pedro, caminaba aturdido. Su profundo corazón no terminaba de encontrar la
razón de aquel festejo, absolutamente infantil, según su criterio. Jamás había visto a Jesús en
un enredo como aquél y eso le había desorientado. Por un momento, el práctico y frío Tomás
llegó a suponer que todo aquel alboroto sólo podía obedecer a un motivo: confundir a los
miembros del Sanedrín, que como todo el mundo sabía- intentaban prender al Maestro. Y no le
faltaba razón...
Otro de los grandes confundidos por aquel acontecimiento fue Simón el Zelotes. Su sentido
del patriotismo le había hecho concebir todo tipo de sueños respecto al futuro político de su
país. El acariciaba la idea de liberar a Israel del yugo romano y devolver al pueblo su soberanía.
Y Jesús, por supuesto, debía ocupar el derrocado trono de David. Al asistir a la entrada triunfal
en Jerusalén, su corazón tembló de emoción y se vio ya al mando de las fuerzas militares del
nuevo reino. Al descender por el monte de los Olivos imaginó, incluso, a los sacerdotes y
simpatizantes del Sanedrín ajusticiados o desterrados. Fue, sin lugar a dudas, el apóstol que
gritó con más fuerza y que animó constantemente a la multitud. Por eso, a la caída de la tarde,


107
era también el hombre más humillado, silencioso y desilusionado. Tristemente, no se
recuperaría de aquel «golpe» hasta mucho después de la resurrección del Maestro.
Con los gemelos Alfeos no existió problema alguno. Para ellos, despreocupados y bromistas,
fue un día perfecto. Disfrutaron intensamente y guardaron aquella experiencia «como el día que
más cerca estuvieron del cielo». Su superficialidad evitó que germinara en ellos la tristeza.
Sencillamente, aquella tarde culminaron todas sus aspiraciones.
En cuanto a Judas Iscariote, nunca llegué a saber con exactitud cuáles fueron sus verdaderos
sentimientos. En algunos momentos me pareció notar en su rostro signos evidentes de
desacuerdo y repulsión. Es posible que todo aquello le pareciese infantil y ridículo. Como los
griegos y romanos, consideraba grotesco y despreciable a todo aquel que consintiese cabalgar
sobre un asno. No creo equivocarme si deduzco que Judas estuvo a punto de abandonar allí ~
al grupo. Pero posiblemente le frenó el hecho de ser el «administrador» de los bienes. Eso
significaba una permanente posibilidad de disponer de dinero y Judas sentía una especial
inclinación por el oro.
Quizá uno de los momentos más dramáticos para el vengativo Judas fue poco antes de llegar
a las murallas de Jerusalén. De pronto, un importante saduceo -amigo de la familia de Jesússe
acercó a él y, dándole una palmadita en la espalda, le, dijo: «¿Por qué ese aspecto de
desconcierto, mi querido amigo? Anímate y únete a nosotros, mientras aclamamos a este Jesús
de Nazaret, el rey de los judíos, mientras entra por las puertas de la ciudad a lomos de un
burro.»
Aquella burla debió de herirle en lo más profundo. Judas no podía soportar aquel sentimiento
de vergüenza. Esa pudo ser otra razón de peso para acelerar su plan de venganza contra el
Maestro. El apóstol tenía tan incrustado el sentido del ridículo que allí mismo se convirtió en un
desertor.
Salvo muy contadas excepciones, los discípulos de Cristo demostraron en aquel histórico
acontecimiento -a pesar de sus tres largos años de aprendizaje y convivencia con el Mesíasque
no habían entendido nada de nada.
Comprendí y respeté el duro silencio de Jesús, a la cabeza de aquellos hombres hundidos y
perplejos. Se hallaba a un paso de la muerte y ninguno parecía captar su mensaje...
3 DE ABRIL, LUNES
Según mis noticias, fueron muy pocos los discípulos que lograron conciliar el sueño en
aquella noche del domingo al lunes, 3 de abril. Salvo los gemelos, el resto permaneció
rumiando sus pensamientos. Aquellos galileos se hallaban tan fuera de sí que ni siquiera
establecieron los habituales turnos de guardia a las puertas de la casa de Simón, donde se
alojaban Jesús, Pedro y Juan.
Al despedirse, cada uno siguió en silencio hacia sus respectivos refugios.
El rabí tampoco despegó los labios. Por supuesto, debía conocer el estado de ánimo de sus
amigos y, posiblemente, con el objeto de evitar mayores tensiones, prefirió cenar en la casa de
Lázaro. A pesar de lo avanzado de la hora, Marta y María se desvivieron nuevamente por
atendernos. Lavaron nuestras manos y pies y, en compañía de su hermano, comimos algo de
queso y fruta. Ni el Maestro ni yo sentíamos demasiado apetito. Durante un buen rato, Jesús
permaneció encerrado en un hermético mutismo, con sus ojos fijos en las rojizas y ondulantes
llamas de la chimenea.
Antes de que se retirara a descansar, le rogué a María que aceptara el frasco de esencia de
nardo que había comprado aquella misma tarde en compañía de Andrés. Me costó trabajo pero,
finalmente, lo aceptó. Aquel gesto pareció animar al Maestro, que salió de su enigmático
aislamiento, uniéndose plenamente a la sosegada tertulia que sosteníamos Lázaro y yo.
Durante el frugal refrigerio había ido explicando al resucitado y a sus hermanas el espléndido
acontecimiento que hablamos vivido pocas horas antes. Lázaro, al contrario de los apóstoles,
sise percató de inmediato de la trascendencia del acto de Jesús. Sin olvidar la simbología,
aquella multitud no había hecho otra cosa que «proteger» al rabí de las garras del Sanedrín. No


108
me cansaré de repetir este aspecto de la cuestión. En los Evangelios que yo había estudiado, en
ningún momento se habla de ello y, sinceramente, a cualquiera con sentido común y un mínimo
de información sobre lo que estaba sucediendo en aquellas últimas semanas, no se le hubiera
podido pasar por alto que dicha «maniobra» fue una jugada maestra por parte del Galileo.
Como se dice en nuestro tiempo, «mató varios pájaros de un solo tiro».
Al comprobar que Jesús de Nazaret se ofrecía gustosamente al diálogo, aproveché la ocasión
y le pregunté su opinión sobre aquella tarde.
-He estado en medio del mundo y me he revelado a ellos en la carne. Les he encontrado a
todos borrachos. No he encontrado a ninguno sediento. Mi alma sufre por los hijos de los
hombres, porque están ciegos en su corazón; no ven que han venido vacíos al mundo e
intentan salir vacíos del mundo. Ahora están borrachos. Cuando vomiten su vino, se
arrepentirán...
-Esas son palabras muy duras -le dije-. Tan duras como las que pronunciaste sobre el
Olivete, a la vista de Jerusalén...
-Tal vez los hombres piensan que he venido para traer la paz al mundo. No saben que estoy
aquí para echar en la tierra división, fuego, espada y guerra... Pues habrá cinco en una casa:
tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo y el hijo contra el padre. Y ellos
estarán solos.
-Muchos, en mi mundo -añadí procurando que mis palabras no resultaran excesivamente
extrañas para Lázaro- podrían asociar esas frases tuyas sobre el fin de Jerusalén como el fin de
los tiempos. ¿Qué dices a eso?
-Las generaciones futuras comprenderán que la vuelta del Hijo del Hombre no llegará de la
mano del guerrero. Ese día será inolvidable: después de la gran tribulación -como no la hubo
desde el principio del mundo- mi estandarte será visto en los cielos por todas las tribus de la
tierra. Esa será mi verdadera y definitiva vuelta: sobre las nubes del cielo, como el relámpago
que sale por el oriente y brilla hasta el occidente...
-¿Qué será la gran tribulación?
-Vosotros podríais llamarlo un «parto de toda la Humanidad...»
Jesús no parecía muy dispuesto a revelarme detalles.
-Al menos, dinos cuándo tendrá lugar.
-De aquel día y de aquella hora, nadie sabe. Ni los ángeles ni el Hijo. Sólo el Padre.
Únicamente puedo decirte que será tan inesperado que a muchos les pillará en mitad de su
ceguera e iniquidad.
-Mi mundo, del que vengo -traté de presionarle-, se distingue precisamente por la confusión
y la injusticia...
-Tu mundo no es mejor ni peor que éste. A ambos sólo les falta el principio que rige el
universo: el Amor.
-Dame, al menos, una señal para que sepamos cuándo te revelarás a los hombres por
segunda vez...
-Cuando os desnudéis sin tener vergüenza, toméis vuestros vestidos, los pongáis bajo los
pies como los niños y los pateéis, entonces veréis al hijo del Viviente y no temeréis.
Lázaro, afortunadamente, seguía identificando «mi mundo» con Grecia. Eso me permitió
seguir preguntando al Maestro con un cierto margen de amplitud.
-Entonces -repuse- mi mundo está aún muy lejos de ese día. Allí, los hombres son enemigos
de los hombres y hasta del propio Dios...
Jesús no me dejó seguir.
-Estáis entonces equivocados. Dios no tiene enemigos.
Aquella rotunda frase del Nazareno me trajo a la memoria muchas de las creencias sobre un
Dios justiciero, que condena al fuego del infierno a quienes mueren en pecado. Y así se lo
expuse.
Cristo sonrió, moviendo la cabeza negativamente.
-Los hombres son hábiles manipuladores de la Verdad. Un padre puede sentirse afligido ante
las locuras de un hijo, pero nunca condenaría a los suyos a un mal permanente. El infierno -tal
y como creen en tu mundo- significaría que una parte de la Creación se le ha ido de las manos
al Padre... Y puedo asegurarte que creer eso es no conocer al Padre.
-¿Por qué hablaste entonces en cierta ocasión del fuego eterno y del rechinar de dientes?


109
-Si hablando en parábolas no me comprendéis, ¿cómo puedo enseñaros entonces los
misterios del Reino? En verdad, en verdad os digo que aquel que apueste fuerte, y se
equivoque, sentirá cómo rechinan sus dientes.
-¿Es que la vida es una apuesta?
-Tú lo has dicho, Jasón. Una apuesta por el Amor. Es el único bien en juego desde que se
nace.
Permanecí pensativo. Aquellas palabras eran nuevas para mí.
-¿Qué te preocupa? -preguntó Jesús.
-Según esto, ¿qué podemos pensar de los que nunca han amado?
-No hay tales.
-¿Qué me dices de los sanguinarios, de los tiranos?...
-También esos aman a su manera. Cuando pasen al otro lado recibirán un buen susto...
-No entiendo.
-Se darán cuenta que -al dejar este mundo- nadie les preguntará por sus crímenes, riquezas,
poder o belleza. Ellos mismos y sólo ellos caerán en la cuenta de que la única medida válida en
el «otro lado» es la del Amor. Si no has amado aquí, en tu tiempo, tú solo te sentirás
responsable.
-¿Y qué ocurrirá con los que no hemos sabido amar?
-Querrás decir, con los que no habéis querido amar.
Me sentí nuevamente confuso.
-…Esos, amigo -prosiguió el rabí captando mis dudas-, serán los grandes estafados y, en
consecuencia, los últimos en el Reino de mi Padre.
-Entonces, tu Dios es un Dios de amor...
Jesús pareció enojarse.
-¡Tú eres Dios!
-¿Yo, Señor?...
-En verdad te digo que todos los nacidos llevan el sello de la Divinidad.
--Pero, no has respondido a mi pregunta. ¿Es Dios un Dios de amor?
-De no ser así, no sería Dios.
-En ese caso, ¿debemos excluir de su mente cualquier tipo de castigo o premio?
-Es nuestra propia injusticia la que se revela contra nosotros mismos.
-Empiezo a intuir, Maestro, que tu misión es muy simple. ¿Me equivoco si te digo que todo tu
trabajo consiste en dejar un mensaje?
El Nazareno sonrió satisfecho. Puso su mano sobre mi hombro y replicó:
-No podías resumirlo mejor...
Lázaro, sin hacer el menor comentario, asintió con la cabeza.
-Tú sabes que mi corazón es duro -añadí-. ¿Podrías repetirme ese mensaje?
-Dile a tu mundo que el Hijo del Hombre sólo ha venido para transmitir la voluntad del
Padre: ¡que sois sus hijos!
-Eso ya lo sabemos...
-¿Estás seguro? Dime, Jasón, ¿qué significa para ti ser hijo de Dios?
Me sentí nuevamente atrapado. Sinceramente, no tenía una respuesta válida. Ni siquiera
estaba seguro de la existencia de ese Dios.
-Yo te lo diré -intervino el Maestro con una gran dulzura-. Haber sido creado por el Padre
supone la máxima manifestación de amor. Se os ha dado todo, sin pedir nada a cambio. Yo he
recibido el encargo de recordároslo. Ese es mi mensaje.
-Déjame pensar... Entonces, hagamos lo que hagamos, ¿estamos condenados a ser felices?
-Es cuestión de tiempo. El necesario para que el mundo entienda y ponga en práctica que el
único medio para ello es el Amor.
Tuve que meditar muy bien mi siguiente pregunta. En aquellos instantes, la presencia del
resucitado podía constituir un cierto problema.
-Si tu presencia en el mundo obedece a una razón tan elemental como la de depositar un
mensaje para toda la humanidad, ¿no crees que «tu iglesia» está de más?
-¿Mi iglesia? -preguntó a su vez Jesús que, en mi opinión, había comprendido
perfectamente-. Yo no he tenido, ni tengo, la menor intención de fundar una iglesia, tal y como
tú pareces entenderla.
Aquella respuesta me dejó estupefacto.


110
-Pero tú has dicho que la palabra del Padre deberá ser extendida hasta los confines de la
tierra...
-Y en verdad te digo que así será. Pero eso no implica condicionar o doblegar mi mensaje a
la voluntad del poder o de las leyes humanas. No es posible que un hombre monte dos caballos
ni que dos arcos. Y no es posible que un criado sirva a dos señores. él honrará a uno y ofenderá
al otro. Nadie que bebe un vino viejo desea al momento beber vino nuevo. No se vierte vino
nuevo en odres viejos, para que no se rasguen, ni se trasvasa vino viejo a odres nuevos para
que no se estropee. Ni se cose un remiendo viejo a un vestido nuevo porque se haría un
rasgón. De la misma forma te digo: mi mensaje sólo necesita de corazones sinceros que lo
transmitan; no de palacios o falsas dignidades y púrpuras que lo cobijen.
-Tú sabes, que no será así...
-¡Ay de los que antepongan su permanencia a mi voluntad!
-¿Y cuál es tu voluntad?
-Que los hombres se amen como yo les he amado. Eso es todo.
-Tienes razón -insinué-, para eso no hace falta montar nuevas burocracias, ni códigos ni
jefaturas... Sin embargo, muchos de los hombres de mi mundo desearíamos hacerte una
pregunta...
-Adelante -me animó el Galileo.
-¿Podríamos llegar a Dios sin pasar por la iglesia?
El rabí suspiró.
-¿Es que tú necesitas de esa iglesia para asomarte a tu corazón? Una confusión extrema me
bloqueó la garganta. Y Jesús lo percibió.
-Mucho antes de que existiera la tribu de Leví, hermano Jasón, mucho antes de que el
hombre fuera capaz de erguirse sobre sí mismo, mi Padre había sembrado la belleza y la
sabiduría en la Tierra. ¿Quién es antes, por tanto: Dios o esa iglesia?
-Muchos sacerdotes de mi mundo -le repliqué- consideran a esa iglesia como santa.
-Santo es mi Padre. Santos seréis vosotros el día que améis.
-Entonces -y te ruego que me perdones por lo que voy a decirte- esa iglesia está de sobra...
-El Amor no necesita de templos o legiones. Un hombre saca el bien o el mal de su propio
corazón. Un solo mandamiento os he dado y tú sabes cuál es... El día que mis discípulos hagan
saber a toda la humanidad que el Padre existe, su misión habrá concluido.
-Es curioso: ese Padre parece no tener prisa.
El gigante me miró complacido.
-En verdad te digo que El sabe que terminará triunfando. El hombre sufre de ceguera pero
yo he venido a abrirle los ojos. Otros seres han descubierto ya que es más rentable vivir en el
Amor.
-¿Qué ocurre entonces con nosotros? ¿Por qué no terminamos de encontrar esa paz?
-Yo he dicho que a los tibios los vomitaré de mi boca, pero no trates de consumir a tus
hermanos en la molicie o en la prisa. Deja que cada espíritu encuentre el camino. El mismo, al
final, será su juez y defensor.
-Entonces, todo eso del juicio final...
-¿Por qué os preocupa tanto el final, si ni siquiera conocéis el Principio? Ya te he dicho que al
otro lado os espera la sorpresa...
Tengo la impresión de que Tú resultarías excesivamente liberal para las iglesias de mi
mundo.
-Dios es tan liberal, como tú dices, que permite, incluso, que te equivoques. ¡Ay de aquellos
que se arroguen el papel de salvadores, respondiendo al error con el error y a la maldad con la
maldad! ¡Ay de aquellos que monopolicen a Dios!
-Dios... Tú siempre estás hablando de Dios. ¿Podrías explicarme quién o qué es?
El fuego de aquella mirada volvió a traspasarme. Dudo que exista muro, corazón o distancia
que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza.
-¿Puedes tú explicarles a éstos de dónde vienes y cómo? ¿Puede el hombre apresar los
colores entre sus manos? ¿Puede un niño guardar el océano entre los pliegues de tu túnica?
¿Pueden cambiar los doctores de la Ley el curso de las estrellas? ¿Quién tiene potestad para
devolver la fragancia a la flor que ha sido pisoteada por el buey? No me pidas que te hable de
Dios: siéntelo. Eso es suficiente...
-¿Voy bien si te digo que lo siento como una... energía?


111
No me daba por vencido y Jesús lo sabía.
-Vas muy bien.
-¿Y qué hay por debajo de esa «energía»?
-Es que no hay arriba y abajo -atajó el Nazareno, saliendo al paso de mis atropellados
pensamientos-. El Amor, es decir, el Padre, lo es Todo.
-¿Por qué es tan importante el Amor?
-Es la vela del navío.
-Déjame que insista: ¿qué es el Amor?
-Dar.
-¿Dar? Pero, ¿qué?
-Dar. Desde una mirada hasta tu vida.
-¿Qué podemos dar los angustiados?
-La angustia.
-¿A quién?
-A la persona que te quiere...
-¿Y si no tienes a nadie?
El Maestro hizo un gesto negativo.
-Eso es imposible... Incluso los que no te conocen pueden amarte.
-¿Y qué me dices de tus enemigos? ¿También debes amarles?
-Sobre todo a ésos... El que ama a los que le aman, ya ha recibido su recompensa.
La conversación se prolongaría aún hasta bien entrada la madrugada. Ahora sé que mi
escepticismo hacia aquel hombre había empezado a resquebrajarse...
Cuatro horas más tarde, con el alba, Eliseo me despertó. La víspera, el Maestro había dado
órdenes precisas a sus discípulos para salir temprano hacia Jerusalén. Hacia las siete (dos horas
antes de la tercia), me personé en la casa de Simón, «el leproso». Jesús y los doce se hallaban
reunidos en el jardín. Esta vez, las indicaciones del rabí fueron mucho más concisas: nada de
ostentaciones y manifestaciones en público. Los apóstoles salvo los gemelos Alfeo, no se habían
recuperado de la experiencia del día anterior. Permanecían mudos, como abstraídos. Para ser
sinceros> ninguno conocía las intenciones de Jesús y éste, por otra parte, tampoco se mostraba
excesivamente explícito. Acudir a la ciudad santa constituía en aquellos momentos una caja de
sorpresas. El Sanedrín seguía acechante y los íntimos del Galileo no sabían qué podía
reservarles el destino.
Hacía las ocho de la mañana nos pusimos en camino. Jesús, como siempre, marchaba a la
cabeza.
Mientras ascendíamos por la ladera del Olivete, traté de sonsacar a los discípulos. ¡Qué
distinta fue aquella caminata! La alegría y entusiasmo del domingo anterior se habían
transformado en temor, expectación y confusionismo. Había un pensamiento común en aquellos
hombres: «¿Qué debían hacer: seguir con el Maestro o renunciar y retirarse?» Pero ninguno
tenía el valor suficiente como para enfrentarse a Jesús y exponerle sus inquietudes.
A eso de las nueve, el grupo entraba en Jerusalén. A juzgar por el trasiego de peatones, el
número de peregrinos había aumentado considerablemente. El Maestro, sin pérdida de tiempo,
se encaminó hacia el templo.
La proximidad de la Pascua mantenía la explanada de los Gentiles en plena ebullición. Los
puestos y tenderetes aparecían mucho más concurridos que en la tarde del domingo. Cientos
de judíos, de todas las clases sociales, se afanaban en comprar o cambiar sus monedas,
preparándose así para las obligadas ofrendas, para el pago del tributo al tesoro del santuario o,
simplemente, disponiendo la elección de una víctima sin mancha para la cena pascual.
Gradualmente, a causa de los abusos de los sacerdotes, la gente común había terminado por
acudir hasta aquellos «intermediarios», comprando allí sus corderos y aves. La astucia y
avaricia de aquellos servidores del templo habían llegado a tales extremos que cualquier animal
comprado fuera de aquel recinto podía ser rechazado, por causas «técnicas». En otras palabras,
los encargados de los sacrificios -que tenían la obligación de revisar previamente cada una de
las víctimas- podían echar atrás un cordero o una pareja de tórtolas, por el simple hecho de
estimar que el color del animal no era el adecuado. Esto representaba la vergüenza pública y, lo
que era peor, tener que adquirir una nueva víctima. Curándose en salud, los hebreos acudían
hasta este mercado, procurándose así unos animales de «total garantía». Como ya apunté


112
anteriormente, esta argucia iba siempre acompañada de un sobreprecio que resultaba tan
deshonesto como ruinoso para las familias más humildes.
Para colmo, el «impuesto» o tributo que cada hebreo debía satisfacer al templo había sido
fijado en una moneda común: el siclo (una pieza del tamaño de diez centavos, pero de un
grosor doble). Un mes antes de la Pascua, los «cambistas» oficiales instalaban sus mesas en las
diferentes ciudades de Palestina, suministrando así a los peregrinos el dinero necesario para tal
menester. Ni que decir tiene que, en cada operación, estos «banqueros» se quedaban con una
comisión, que oscilaba entre un cinco y un quince por ciento del valor de lo cambiado. Si la
moneda objeto del cambio era más alta, estos usureros podían quedarse con una comisión
doble. Finalmente, cuando la fiesta era ya inminente, los «cambistas» se dirigían a Jerusalén,
estableciendo su «cuartel general» en la mencionada explanada de los Gentiles.
Este negocio venía reportando grandes beneficios a los verdaderos propietarios del ganado,
de las mesas de cambio y de la multitud de ingredientes y enseres que debían ser utilizados en
el sacrificio pascual. Esos «propietarios», como dije, no eran otros que los sacerdotes y, muy
especialmente, los hijos de Anás.
Jesús conocía esta situación y también el resto del pueblo. Pero el poder y la tiranía de estos
individuos era tal que nadie osaba levantar su voz contra aquella profanación de la Casa de
Dios.
En este ambiente, entre gritos, discusiones, regateos y el incesante ir y venir de cientos de
hebreos, el Nazareno -tal y como tenía por costumbre- se dispuso aquella mañana del lunes, 3
de abril, a dirigir su palabra a los numerosos creyentes y seguidores que habían ido
congregándose junto a los puestos de los vendedores y «cambistas».
El Maestro inició su predicación pero, al poco, su potente voz se vio sofocada por dos hechos
que iban a precipitar los acontecimientos. En una de las mesas de cambio, muy próxima a la
escalinata sobre la que se había sentado el rabí, un judío de Alejandría comenzó a discutir
acaloradamente con el responsable del cambio. El peregrino, con razón, protestaba por la
abusiva comisión que pretendía cobrarle el «cambista». La cosa subió de tono y la gente fue
arremolinándose en torno a los vociferantes hebreos.
Por si no fuera suficiente con aquel tumulto, en esos momentos irrumpió en la explanada
una manada de bueyes -algo más de un centenar- que era conducida, a través del atrio, hasta
los corrales situados en el ala norte, junto a la Puerta Probática. Aquellos animales, propiedad
del templo, estaban destinados a ser quemados en los próximos sacrificios y, en consecuencia,
eran encerrados habitualmente en unos establos, anexos al atrio de los Gentiles. Jesús, a la
vista de aquellos bramidos y de la cada vez más exaltada conducta del «cambista», del judío y
de cuantos apoyaban a éste, optó por hacer una pausa y esperar. Sus discípulos permanecían
retirados, como a unos 15 o 20 pasos, y en silencio. Pero aquella violenta situación, lejos de
amainar, fue a más. El apretado gentío hacia poco menos que imposible que el joven pastor
pudiera hacerse con el dominio de los bueyes, que se habían desperdigado por entre las mesas.
En eso, mientras el Nazareno esperaba impasible, un tercer suceso vino a provocar la chispa
final. Entre los judíos que pretendían oír a Jesús se hallaba un galileo, antiguo amigo del
Maestro. (Después supe que se había entrevistado con el rabí durante su estancia en Iron.)
Este humilde granjero había empezado a ser molestado por un grupo de peregrinos
procedentes de la Judea. Entre empujones y codazos, los engreídos individuos se burlaban de él
por su credulidad. Cuando el gigante se percató de esta última escena, ante el asombro de sus
discípulos y de cuantos nos encontrábamos presentes, soltó su manto y, dejándolo caer sobre
la escalinata, salió al encuentro del pastor, arrebatándole el látigo de cuerdas. Con una
seguridad inaudita, el Galileo fue reuniendo a los astados, sacándolos del templo entre sonoros
gritos y secos y potentes golpes de látigo sobre el embaldosado de la explanada. Cuando la
muchedumbre vio al Maestro dirigir al ganado quedó electrizada. Pero eso no fue todo. Una vez
concluida la operación de « limpieza», Jesús de Nazaret, en silencio, se abrió paso
majestuosamente entre la multitud, dirigiéndose a grandes zancadas y con el látigo en la mano
izquierda hacia los corrales situados al otro lado del atrio de los Gentiles, al pie de la fortaleza
Antonia.
Aquello era nuevo para mi y corrí tras Él. Al llegar a los establos, el Maestro con una frialdad
que me dejó sin habla- fue abriendo, uno tras otro, todos los portalones, animando a los
bueyes, machos cabríos y corderos a salir de sus recintos. En un instante, cientos de animales
irrumpieron en el atrio. Y el rabí, con la misma decisión y destreza con que había sacado del


113
templo a la primera manada, dirigió aquellos asustados animales en dirección a las mesas y
puestos de venta de los «cambistas» e «intermediarios». Como era de suponer, la estampida
provocó el pánico de los hebreos que, en su atropellada huida hacia los pórticos de salida,
derribaron un sinfín de tenderetes. Los bueyes, por su parte, terminaron por pisotear el género,
derramando numerosos cántaros de aceite y de sal.
La confusión fue aprovechada por un nutrido grupo de peregrinos que se desquitó> volcando
las pocas mesas que aún quedaban en pie. En cuestión de minutos, aquel comercio había sido
materialmente barrido, con el consiguiente regocijo de los miles de judíos que odiaban aquella
permanente profanación. Para cuando los soldados romanos hicieron acto de presencia, todo
aparecía tranquilo y en silencio.
Jesús de Nazaret, que no había tocado con el látigo a un solo hebreo ni había derribado
mesa alguna -de ello puedo dar fe, puesto que permanecí muy cerca del Maestro- volvió
entonces a lo alto de las escalinatas y, dirigiéndose a la multitud, gritó:
-Vosotros habéis sido testigos este día de lo que está escrito en las Escrituras: «Mi casa será
llamada una casa de oración para todas las naciones, pero habéis hecho de ella una madriguera
de ladrones. »
Mi sorpresa llegó al máximo cuando, antes de que el rabí concluyera sus palabras, un tropel
de jóvenes judíos se destacó de entre la muchedumbre, aplaudiendo a Jesús y entonando
himnos de agradecimiento por la audacia y coraje del Galileo.
Aquel suceso, por supuesto, no tenía nada que ver con lo que se cuenta en los Evangelios y
en los que -dicho sea de paso- el Mesías aparece como un colérico individuo, capaz de golpear
y azotar a las gentes. Como ya he mencionado, Jesús había predicado otras muchas veces en
aquella misma explanada del templo y jamás se había comportado de aquel modo. El conocía
perfectamente el cambalache y el robo que se registraban a diario en el atrio de los Gentiles y,
no obstante, jamás se manifestó violentamente contra tal situación. Si en la mañana de aquel
lunes provocó la estampida del ganado fue, en mi opinión, como consecuencia de una situación
concretísima e insostenible.
Quienes no podían faltar, obviamente, eran los responsables del templo. Cuando los
sacerdotes tuvieron conocimiento del incidente acudieron presurosos hasta donde se hallaba
Jesús, interrogándole con severidad:
-¿No has oído lo que dicen los hijos de los levitas?
Pero Jesús les contestó:
-En las bocas de los niños y criaturas se perfeccionan las alabanzas.
Los jóvenes arreciaron entonces en sus cánticos y aplausos, obligando a los fariseos a
retirarse del lugar. A partir de ese momento, grupos de peregrinos se situaron a las puertas de
acceso al templo, impidiendo que pudiera restablecerse el cambio de monedas y la venta
normal de los «intermediarios». Los jóvenes no consintieron siquiera que fuera transportada
una sola vasija por la explanada.
Quizá lo más triste y desconsolador de aquel suceso fue la actitud de los doce. Durante la
fogosa intervención de su Maestro, el grupo permaneció poco menos que acurrucado en un
rincón, sin levantar una mano para ayudar o proteger a Jesús. Esta nueva y sorprendente
acción del Galileo les había sumido en un total desconcierto.
Pero, si notable era la confusión de los discípulos de Cristo, la de los jefes del templo,
escribas y fariseos no era menor. Aquello había sido la gota de agua que colmaba su paciencia.
Aprovechando que José de Arimatea, Nicodemo y otros amigos de Jesús no se hallaban
presentes, el Sanedrín celebró una reunión de emergencia, analizando la situación. Había que
detener al impostor sin pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo y dónde? Los escribas y el resto de los
sacerdotes, se daban cuenta que la multitud estaba de parte del Galileo. Había, además, otro
factor que no podían perder de vista: la presencia del procurador romano Poncio Pilato en
Jerusalén. Si el prendimiento de Jesús se materializaba a la luz del día y a la vista de los miles
de peregrinos llegados desde todos los rincones de Palestina y del extranjero, la captura podía
dar lugar a una revuelta generalizada. Eso hubiera significado, con toda seguridad, una violenta
represión por parte de las fuerzas romanas acuarteladas en la Torre Antonia y en el
campamento temporal levantado por los soldados en la zona noroeste de la ciudad, en las
inmediaciones de las piscinas de Bezatá. ¿Qué podían hacer entonces?
Durante horas, los miembros del Sanedrín discutieron sobre la fórmula ideal para capturar a
Jesús. Pero al final, no llegaron a un acuerdo. La única resolución válida fue crear cinco grupos


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de «expertos» -especialmente escribas1 y fariseos- que siguieran los pasos del Galileo y
trataran de confundirle y ridiculizarle en público, diezmando así su prestigio e influencia entre
las gentes sencillas.
Siguiendo esta consigna, hacia las dos de la tarde, uno de estos grupos se abrió paso hasta
el lugar donde Jesús había seguido su plática. Y con su característico estilo -soberbio y
autontario- le preguntaron al Maestro:
-¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?
Ellos sabían que el Nazareno no había pasado por las obligadas escuelas rabínicas y que, por
tanto, sus enseñanzas y el propio título de «rabí» que muchos le atribuían no eran correctos,
desde la más estricta pureza legal y jurídica.
Pero Jesús -con aquella brillantez de reflejos que le caracterizaba- les respondió con otra
interrogante:
-También me gustaría a mí haceros otra pregunta. Si me contestáis, yo os diré igualmente
con qué autoridad hago estos trabajos. Decidme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era?
¿Consiguió Juan esta autoridad del cielo o de los hombres?
Los escribas y fariseos formaron un corro entre ellos y comenzaron a deliberar en voz baja,
mientras Jesús y la multitud esperaban en silencio.
Habían pretendido acorralar al Galileo y ahora eran ellos los que se veían en una embarazosa
situación. Por fin, volviéndose hacia Jesús, replicaron:
-Respecto al bautismo de Juan, no podemos contestar. No sabemos...
La razón de aquella negativa estaba bien clara. Si afirmaban que «del cielo», Jesús podía
responderles: «¿Por qué no le creísteis entonces?» Además, en este caso, el Maestro podía
haber añadido que su autoridad procedía de Juan. Si, por el contrario, los escribas respondían
que «de los hombres», aquella muchedumbre -que había considerado a Juan como un profetapodía
echarse encima de los sacerdotes...
La estrategia de Cristo, una vez más, había sido brillante y rotunda. Y el rabí, mirándoles
fijamente, añadió:
-Pues yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas... Los hebreos estallaron en
ruidosas carcajadas, ante la impotencia de los «máximos maestros» de Israel, rojos de ira y de
vergüenza.
Jesús dirigió entonces su mirada hacia los que habían tratado de perderle y les dijo:
-Puesto que estáis en duda sobre la misión de Juan y en enemistad con la enseñanza y
hechos del Hijo del Hombre, prestad atención mientras os digo una parábola. Cierto gran y
respetado terrateniente -comenzó el Galileo su relato- tenía dos hijos. Deseando que le
ayudaran en la dirección de sus tierras, acudió a uno de ellos y le dijo: «Hijo, ve a trabajar hoy
1 La gran diferencia entre los escribas y el resto del sacerdocio -fariseos, levitas, jefes del templo, etc.- se basaba en el
saber. Los escribas venían a ser los depositarios de la ciencia y de la iniciación. Para llegar a formar parte de las
llamadas «corporaciones de escribas», el aspirante se veía obligado a cursar numerosos estudios que empezaban en
sus años de juventud. Cuando el talmîd o alumno había llegado a dominar la materia tradicional y el me todo de la
halaja (determinadas secciones de la literatura rabínica de argumento legal), hasta el punto de ser considerado como
persona capacitada para tomar decisiones personales en las cuestiones de legislación religiosa y de derecho penal,
entonces, y sólo entonces, era designado como «doctor no ordenado» o talmîd hakam. Después, cuando había llegado
a los cuarenta años -edad canónica para la ordenación- el aspirante a escriba podía entrar en la «corporación» como
miembro de pleno derecho o «hakam». Desde ese momento, el nuevo escriba estaba autorizado a zanjar por si mismo
las cuestiones de legislación religiosa o ritual, a ser juez en los procesos criminales y a tomar decisiones en los juicios
de carácter civil, bien como miembro de una corte de justicia o bien individualmente. Tenía derecho a ser llamado
«rabí». Sus decisiones tenían el poder de «atar» y «desatar» para siempre a los judíos del mundo entero. Nicodemo,
por ejemplo, amigo de Jesús, era uno de estos prestigiosos escribas, a cuyo paso debían levantarse todos los hijos de
Israel, excepción hecha de determinadas profesiones artesanales. Pero lo que más poder e influencia les proporcionó
entre sus paisanos fue el hecho de ser portadores de la «ciencia secreta»: la tradición esotérica. Uno de sus textos
decía: «No se deben explicar públicamente las leyes sobre el incesto delante de tres oyentes, ni la historia de la
creación del mundo delante de dos, ni la visión del carro de fuego delante de uno solo, a no ser que éste sea prudente
y de buen sentido. A quien considere cuatro cosas, más le valiera no haber venido al mundo, a saber: (en primer lugar)
lo que está arriba. (en segundo lugar) lo que está abajo, (en tercer lugar) lo que era antes, (en cuarto lugar) lo que
será después». (Escrito rabínico Hagiga II, 1 y 7.) Es fácil comprender la audacia de Jesús cuando, en muchas de sus
predicaciones públicas, arremetió contra los escribas, acusándoles de haber tomado para si las llaves de la ciencia,
cerrando a los hombres el acceso al reino de Dios. Aquello fue mortal. Los escribas jamás le perdonarían semejante
ridiculización. (N. del m.)


115
en mi viña.» Y este hijo, sin pensar, contestó a su padre: «No voy a ir.» Pero luego se
arrepintió y fue. Cuando el padre encontró al segundo le dijo: «Hijo, ve a trabajar a mi viña.» Y
este hijo, hipócrita y desleal, le dijo: «Sí, padre, ya voy.» Pero, cuando hubo marchado su
padre, no fue. Dejadme preguntaros: ¿cuál de estos hijos hizo realmente la voluntad de su
padre?
La gente, como un solo hombre, contestó:
-El primer hijo.
Jesús replicó entonces mirando a los sacerdotes:
-Pues así, yo declaro que los taberneros y prostitutas, aunque parezcan rehusar la llamada
del arrepentimiento, verán el error de su camino y entrarán en el reino de Dios antes que
vosotros, que hacéis grandes pretensiones de servir al Padre del Cielo pero que rechazáis los
trabajos del Padre. No fuisteis vosotros, escribas y fariseos, quienes creísteis en Juan, sino los
taberneros y pecadores. Tampoco creéis en mis enseñanzas, pero la gente sencilla escucha mis
palabras a gusto.
Aquella segunda ridiculización pública obligó a los escribas y fariseos a dar media vuelta,
entrando en el santuario. Y el Maestro siguió predicando en paz, haciendo las delicias de la
multitud.
Por José de Arimatea supimos que la cólera de los sacerdotes había llegado a tal paroxismo
que poco faltó para que los levitas rodearan aquella misma mañana a Jesús, procediendo a su
captura. Pero la entrada en juego de los saduceos1 -que constituían mayoría en el Sanedrín -
retrasó nuevamente los planes de los enemigos de Cristo. Esta casta sacerdotal había encajado
pésimamente el desmantelamiento de los «cambistas» e «intermediarios» y, por primera vez,
apoyaron los planes de los fariseos y escribas para eliminar a Jesús. Eso significó mayoría
absoluta a la hora de decidir y condenar al rabí de Galilea.
Mientras tanto, Jesús había desarrollado una segunda parábola -la del rico propietario que
llegó a enviar a su propio hijo para convencer a los rebeldes trabajadores de su viña de que le
entregaran su renta- preguntando a los asistentes qué debería hacer el dueño de la viña con
aquellos malvados arrendatarios.
-Destruir a esos hombres miserables -contestó la multitud- y arrendar su viñedo a otros
granjeros honestos que le den sus frutos en cada estación.
Muchos de los presentes comprendieron el sentido de la parábola de Jesús y expresaron en
voz alta:
-¡Dios perdone a quienes continúen haciendo estas cosas!
Pero algunos fariseos no se daban por vencidos y regresaron hasta el lugar donde predicaba
Jesús. El Maestro, al verlos, les dijo:
-Vosotros sabéis cómo rechazaron vuestros hermanos a los profetas y sabéis bien que estáis
decididos a rechazar al Hijo del Hombre. -Tras unos instantes de silencio, su mirada se hizo
más intensa y añadió-: ¿Nunca leísteis en la Escritura sobre la piedra que los constructores
rechazaron y que, cuando la gente la descubrió, hicieron de ella la piedra angular?... Una vez
más os aviso. Si continuáis rechazando el Evangelio, el reino de Dios será llevado lejos de
vosotros y entregado a otra gente, deseosa de recibir buenas nuevas y llevar adelante los
frutos del espíritu. Yo os digo que existe un misterio sobre esa piedra: quien caiga sobre ella,
aunque quede roto en pedazos, se salvará. Pero, sobre quien caiga dicha piedra angular, será
molido hasta quedar hecho polvo y sus cenizas serán desperdigadas a los cuatro vientos.
En esta ocasión, los escribas y jefes ni siquiera intentaron replicar. Y el Maestro prosiguió sus
enseñanzas, refiriendo una tercera parábola: la del festín de bodas.
Cuando hubo terminado, Jesús se puso en pie y se dispuso a despedir a la multitud. En ese
instante, uno de los creyentes alzó su voz e interrogó al rabí:
-Pero, Maestro, ¿cómo sabremos estas cosas? ¿Qué signo nos darás por el que sepamos que
tú eres el Hijo de Dios?
1 En aquellos tiempos, el Sanedrín se hallaba básicamente dividido en dos grandes grupos: los fariseos y saduceos.
Estos últimos formaban un partido organizado, integrado fundamentalmente por la nobleza laica y sacerdotal, por los
«ancianos» o notables del pueblo y por los sacerdotes-jefes. (El sumo sacerdote en funciones en aquellos días, José,
apodado Caifás, era saduceo.) Su «teología» era distinta a la de los fariseos. Se atenía estrictamente al texto de la
Torá, en especial en lo que se refería a las prescripciones relativas al culto y al sacerdocio. Su oposición a los fariseos y
a su halaká o tradición oral era total y hasta enconada. Disponían, además, de su propio código penal, de una extrema
severidad. Por supuesto, hubo muchos escribas que «practicaban» la doctrina saducea. (N. del m.)


116
Se hizo un nuevo y espeso silencio. Los fariseos aguzaron sus oídos y, cuando consideraban
que el impostor había caído en su propia trampa, el Galileo -con voz sonora y señalando con su
dedo índice izquierdo hacia su propio pecho- afirmó:
-Destruid este templo y en tres días lo levantaré.
Jesús dio por terminada su plática y descendió por las escalinatas, invitando a los discípulos
a que le siguieran.
La muchedumbre comenzó a dispersarse, sumida en multitud de comentarios.
Evidentemente -por lo que pude escuchar- no habían comprendido el verdadero significado de
aquella última y lapidaria frase de Cristo.
-¿Casi cincuenta años ha estado este templo en construcción -se decían unos a otros- y aún
dice que lo destruirá y levantará en tres días?
Por supuesto, tampoco sus apóstoles captaron la intención del rabí. Sólo después -mucho
después de su resurrección- se hizo la luz en sus corazones.
Hacia las cuatro de la tarde, el grupo salía nuevamente de Jerusalén, rumbo a Betania.
Mientras ascendíamos por la falda occidental del monte de los Olivos, haciendo así más corto
el camino hacia la aldea de Lázaro, Jesús dio instrucciones a Andrés, Tomás y Felipe para que,
a partir del día siguiente, martes, los discípulos preparasen un campamento en las cercanías de
la ciudad santa.
Aquello significaba que el Nazareno tenía la intención de instalar su lugar habitual de reposo
-hasta ese momento en Betania- en los aledaños de Jerusalén. Pero, ¿por qué? ¿Qué nos
reservaba el destino en aquellos dos días -martes y miércoles-, tan escasamente conocidos en
lo que a las actividades del Maestro se refiere?
La inesperada decisión de Jesús -no prevista, lógicamente, en nuestro programa de trabajo,
ya que los textos evangélicos canónicos y apócrifos no hacen mención de este «campamento»-,
iba a precipitar mi retorno al módulo, fijado por Caballo de Troya para el atardecer del martes,
4 de abril.
Pocas horas después, precisamente en el anochecer de dicho martes, y a la vista de lo que
aconteció, empecé a comprender por qué el rabí de Galilea había dado aquella orden...
Por segunda vez, mientras caminábamos hacia Betania, tuve oportunidad de comprobar
cómo la casi totalidad de los doce hombres de confianza de Jesús no había entendido el
mensaje ni las intenciones del Nazareno. Sus comentarios y, sobre todo, sus silencios
reflejaban una profunda confusión. La majestuosa acción de su Maestro a lo largo de esa
mañana del lunes, arruinando el sacrílego comercio de los cambistas e intermediarios del
templo, les había devuelto las esperanzas en un Jesús poderoso, capaz de instaurar un «reino
terrenal y político» en Israel. Pero, al llegar la tarde, el rechazo por parte de los sacerdotes
judíos de sus enseñanzas les hizo caer de nuevo en la incertidumbre. Aquellos hombres
presentían algo. A pesar de su escaso nivel cultural, el permanente contacto con la tensa
realidad de aquellos días y las repetidas advertencias de Jesús de Nazaret sobre su próximo
final les hacía intuir una catástrofe.
Agarrotados por el miedo y las dudas, los discípulos se dirigieron a sus respectivos lugares
de descanso, aunque -según comprobé a la mañana siguiente- muy pocos fueron los que
lograron conciliar el sueño.
Y aquella noche del lunes, 3 de abril del año 30, tras despedirme temporalmente de Lázaro y
su familia, abordé la «cuna», iniciando los preparativos de la segunda fase de la exploración.
Sin duda, la más trágica y apasionante de cuantas haya emprendido hombre alguno.

117
La oscuridad era total cuando inicié el ascenso del Olivete por su cara oriental. Yo había
advertido ya a Eliseo de mi inminente retorno al módulo, como consecuencia del cambio de
planes por parte del Maestro de Galilea. Tentado estuve de hacerme con una antorcha, a fin de
caminar con mayor seguridad por la trocha que discurría entre los olivares. Pero un elemental
sentido de la prudencia me hizo desistir.
El eco del microtransmisor instalado en la hebilla de mi manto llegaba nítidamente hasta la
«cuna». Eso me tranquilizó. Mi objetivo en aquellos momentos era alcanzar la cota superior del
monte de «las aceitunas», situada a la derecha de la vereda. Una vez localizado el calvero
pedregoso donde se hallaba posado el módulo, Eliseo se encargaría de conducirme mediante la
«conexión auditiva». Una hora antes, cuando regresábamos hacia Betania, yo había procurado
quedarme rezagado, anudando en una de las ramas de un acebuche -justamente en la cumbre
del Olivete- el pequeño lienzo blanco que me servía para secar el sudor y que, como el resto de
los hebreos, llevaba permanentemente arrollado en la muñeca derecha.
Tal y como presumía, y con el consiguiente respiro por mi parte, no llegué a cruzarme con
un solo caminante. Al distinguir la tela, ondeando suavemente al viento, aceleré el paso. Y tras
retirarla del olivo silvestre, abandoné el camino, internándome entre la maleza en dirección
norte. A mi izquierda, en la lejanía, se divisaban las luces amarillentas y parpadeantes de
Jerusalén. Una media luna surgía a intervalos entre las compactas bandas de nubes, facilitando
considerablemente mi aproximación a la nave. A los pocos minutos me asomaba al calvero,
localizando el suave promontorio pedregoso sobre el que debía encontrarse posado el módulo.
Eliseo, en permanente conexión, había ido supervisando mis pasos, corrigiendo a través de la
pantalla de radar algunas de mis inevitables desviaciones en el rumbo. Al penetrar en la zona
de seguridad del módulo -a unos 150 pies del «punto de contacto»-, mi compañero me anunció
que procedía a la desconexión parcial del apantallamiento infrarrojo, con el fin de hacer visibles
los pies de sustentación de la «cuna», haciendo así más rápido mi ingreso en la nave.
De pronto, en mitad de la oscuridad y como clavados en las rocas, aparecieron cuatro largos
tubos, apuntando como fantasmas azulados hacia la inmensidad del cielo. Simultáneamente, y
con un suave resoplido, el sistema hidráulico hizo descender la escalerilla de aluminio. Sin
pérdida de tiempo me introduje entre el tren de aterrizaje de la «cuna», subiendo al interior del
módulo. Supongo que si alguien hubiera podido verme en aquellos momentos, ascendiendo por
una escalerilla que, aparentemente, no conducía a ninguna parte, y desapareciendo
progresivamente -primero la cabeza, hombros y brazos y a continuación el resto del tronco,
vientre, piernas, etc.-, el susto hubiera sido considerable, creyendo quizá que había
presenciado una visión divina...
Mi encuentro con Eliseo fue especialmente intenso y emotivo.
Una vez en la «cuna», mi compañero apantalló de nuevo el tren de sustentación y, tras
verificar que todo seguía en calma en torno a la nave, nos dispusimos a la revisión y ejecución
de la segunda fase de la operación.
Mi ingreso en el módulo se había registrado a las 20 horas y 5 minutos. Eso significaba que
disponía de unas nueve horas antes de mi incorporación al grupo de Jesús, prevista según
Caballo de Troya para las 6,30 horas de la mañana del día siguiente, martes, 4 de abril.
Después de asearme y cambiar mis ropas -no así el calzado-, Eliseo me hizo entrega de lo
que, familiarmente, conocíamos como la «vara de Moisés»: el único instrumental autorizado
fuera de la «cuna» y que iba a jugar un papel fundamental en mi siguiente exploración; en
especial a partir del prendimiento del Nazareno en la noche del jueves, 6 de abril. Obviamente,
en un «viaje» de aquella naturaleza, los hombres del general Curtiss habían previsto -al menos
para las horas de máxima tensión- la filmación de los principales sucesos: noche del llamado
Jueves Santo, Viernes y Domingo de Resurrección.
Además de la citada filmación, Caballo de Troya tenía especial interés en el exhaustivo
seguimiento -minuto a minuto- de las torturas que iba a sufrir el Nazareno, así como de sus
horas en la cruz. El seguimiento sería mantenido desde una doble vertiente: por un lado, mi
propio testimonio personal y, de otro, sin duda más importante, a través de un sofisticado
equipo técnico, capaz de filmar y chequear, desde un ángulo estrictamente médico, a un mismo
tiempo.
Como es natural, estas delicadas operaciones no podían efectuarse abiertamente. Ello habría
ido en contra de los principios básicos del proyecto. Era inviable, por tanto, que yo hubiera
cargado con una cámara de cine o con los complejos aparatos de «rastreo» de las constantes


118
vitales de Jesús de Nazaret. Y como, naturalmente, tampoco era posible la implantación de
cables o dispositivos electrónicos en el cuerpo del Maestro de Galilea que nos permitieran un
control de sus funciones orgánicas, ritmos arterial, cardíaco, etc., Caballo de Troya diseñó y
fabricó un complejo sistema, minuciosamente camuflado en lo que llamábamos la «vara de
Moisés».
Este ingenio -que iré detallando de una forma progresiva- consistía en un simple cayado de
madera de pinsapo de 1,80 metros de longitud por tres centímetros de diámetro, con el
correspondiente remate superior, en forma de arco1. Para un observador cualquiera, ajeno a
nuestras intenciones, no debería presentar mayor interés que el de cualquier vara común y
corriente, como las utilizadas habitualmente por los caminantes y peregrinos.
En su interior, sin embargo, había sido dispuesto un delicadísimo equipo. A 1,60 metros
rotando siempre desde la base del bastón-, se hallaban cuatro «canales» de filmación
simultánea, con los objetivos distribuidos en «cruz», de forma que pudiera rodarse a un mismo
tiempo cuanto sucedía en los 360 grados de nuestro entorno. Las cuatro «bocas» de filmación -
de 15 milímetros de diámetro cada una- habían sido disimuladas mediante un «anillo» de tres
centímetros de anchura, formado por un cristal semirreflectante, de forma que sólo permitía la
visión de dentro hacia afuera. Esta especie de abrazadera, primorosamente trabajada por
nuestros técnicos, de forma que aparentase una sencilla banda de pintura negra sobre la blanca
madera, había sido reforzada y adornada con dos hileras de clavos de cobre que la sujetaban
firmemente. Estos clavos, de ancha cabeza, habían sido trabajados, de acuerdo con las
antiquísimas técnicas de la industria metalúrgica descubiertas por Nelson Glueck en el valle de
la Arabá, al sur del mar Muerto, y en Esyón-Guéber, el legendario puerto marítimo de Salomón
en el mar Rojo. En evitación de hipotéticos problemas, los hombres de Curtiss habían seguido al
pie de la letra las normas de la Misná o tradición oral judaica que, en su Orden Sexto -dedicado
a las prescripciones sobre purezas e impurezas- específica que un bastón puede ser susceptible
de impureza «si ha sido adornado con tres hileras de clavos». Uno de estos clavos, de un color
verdoso más intenso que el resto, y ligeramente separado de la superficie del cayado, podía ser
pulsado manualmente, iniciándose así -de manera automática- la filmación simultánea. Bastaba
una nueva presión para que el «clavo» volviera a su posición inicial, interrumpiéndose la
grabación.
También con ocasión del «gran viaje», Caballo de Troya prescindió de los objetivos
comúnmente utilizados en las cámaras de filmación, ajustando en las «bocas» de cine un
sistema revolucionario que, estoy seguro, algún día se impondrá en la actual técnica
lotográfíca. Dada la extrema miniaturización de los sistemas, resultaba muy difícil el cambio de
objetivos en las cámaras, que hubiera permitido la toma de diferentes planos. Mediante una
técnica sumamente compleja, las lentes de vidrio fueron reemplazadas por lo que podríamos
denominar «lentes gaseosas», susceptibles de transformarse (sin necesidad de cambio de
objetivos) en grandes angulares, teleobjetivos, lentes de aproximación, etc.2.
1 El remate del cayado O «vara de Moisés» -en forma de asa curvada- había sido estudiado meticulosamente por el
proyecto Caballo de Troya, en base a una de mis misiones, en la que tenía que desempeñar el papel de «augur» o
«adivino». Estos «astrólogos» se distinguían precisamente por su lituus: una pequeña. vara con la parte superior
«enroscada» o doblada, en forma de asa curvada o menguada espiral, tal y como habíamos observado en un famoso
bajorrelieve existente en el museo de Florencia, en Italia.
El hecho de haber elegido precisamente la madera de pinsapo para la fabricación de la «vara de Moisés» tuvo una
justificación puramente sentimental: de esta madera -reza la leyenda- se construyó precisamente el «caballo de Troya»
que el ejército heleno situó frente a las puertas de Troya. (N. del m.)
2 Aunque intentaré no extenderme en la legión de factores técnicos que formaban el novísimo sistema de las
«lentes gaseosas», sí quiero ofrecer algunas de sus características más generales, consciente de que quizá pueda servir
de «pista» a los investigadores y profesionales del mundo de la fotografía ya que, como temo, este magnífico
procedimiento no será dado a conocer al mundo de forma inmediata. La clave o fundamento se encuentra en el
fenómeno de refracción de la luz. Todo el mundo sabe que, cuando un rayo de luz pasa de un medio transparente a
otro de distinta naturaleza o densidad sufre un cambio de dirección. Toda la teoría óptica geométrica tiende al análisis
de estos cambios en el caso de «dióptricos» y lentes o distintos tipos de superficies reflectantes o espejos. En otras
palabras: los técnicos consiguen integrar la imagen visual de un objeto luminoso cualquiera, refractando los rayos de
luz por medio de un objeto de perfil estudiado cuidadosamente y composición química definida, al que llaman «lente»,
aunque de estructura rígida. Sin embargo, el fenómeno de refracción se provoca también en un medio elástico, como
es el caso de un gas. Las «lentes gaseosas» parten, en suma, de este principio, que recuerda en parte al mecanismo
fisiológico del ojo, en el que la «lente» -el cristalino- no es rígida, sino elástica. Pues bien, nuestras cámaras
sustituyeron estos medios -rígido (vidrio) o semielástico (gelatina)- por un medio gaseoso de refringencia variable.


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Como digo, este dispositivo de lentes gaseosas iba a resultar de suma utilidad. A lo largo de
los intensos y dramáticos jueves y viernes, el cambio instantáneo de un gran angular a
teleobjetivo, por ejemplo, me permitiría filmar detalles de extrema importancia, especialmente
durante las horas que duró la crucifixión. Aunque prefiero referirme a ello más adelante, el
proceso de filmación se hallaba íntimamente ligado a otro sistema de «exploración» médica: la
emisión infrarroja, igualmente dispuesta en la «vara de Moisés», aunque en un mecanismo
alojado en la zona superior del cayado, a 1,70 metros de la base.
Tanto el equipo de filmación como el de infrarrojos, así como otro de ultrasonidos, eran
sostenidos por el ya mencionado microcomputador nuclear, estratégicamente encerrado en la
base de la vara. Su complejidad era tal que, además de las funciones de control automático de
la filmación, acumulación de película (capaz para 150 horas de filmación), regulación de las
emisiones, recepción y proceso de las ondas ultrasónicas y radiación infrarroja,
«traduciéndolas» a imágenes y sonidos, alimentador de los generadores de ultrafrecuencia,
etc., su memoria de titanio1 le capacitaba incluso para controlar en cada instante hasta los
movimientos de turbulencia en cada uno de los puntos de las cuatro cámaras gaseosas de cine,
corrigiéndolos y consiguiendo una perfecta estabilidad óptica.
Comentemos otro ejemplo: en un recipiente lleno de aire, calentado por su parte inferior y refrigerado por la superior,
las capas inferiores serán menos densas que las superiores. En este caso, y debido a la dilatación térmica del gas, un
rayo de luz sufrirá sucesivas refracciones, curvándose hacia arriba. Si invertimos el proceso, el rayo se curvará hacia
abajo. Caballo de Troya, en base a estos principios, consiguió un control de temperaturas muy exacto en los diversos
puntos de una masa sólida, líquida, gaseosa o de transición. Ello se logró emitiendo dos haces de ondas ultracortas,
que vaciaron el gradiente de temperatura en un punto concreto «P» de una masa de gas; es decir, se obtuvo el
calentamiento de un pequeño entorno de gas en esa zona. Por este procedimiento se pudo caldear, por ejemplo, la
totalidad de un recipiente, dejando en el interior una masa de gas frío que adopta una forma lenticular y que, a su vez,
puede ser alterada, lográndose un cambio en su espesor y forma óptica. La luz que atraviesa esa masa previamente
«trabajada» de gas frío seguirá direcciones definidas, de acuerdo con las leyes ópticas universales. Esta fue la clave
para sustituir definitivamente las lentes tradicionales de vidrio por las de naturaleza gaseosa. Estas lentes
revolucionarias son creadas en el interior de un cilindro transparente de paredes muy delgadas, lleno de gas nitrógeno.
Una serie de radiadores de ultrafrecuencia (en número de 1200), distribuidos periférica-mente, calientan a voluntad y a
distintas temperaturas los diversos puntos de la masa gaseosa, consiguiéndose así desde un simple menisco lenticular
de luminosidad f:32 hasta un complejo sistema equivalente, por ejemplo, a un teleobjetivo o un gran angular de 180
grados. Estas «cámaras» no disponen de diafragma, puesto que la luminosidad de la «óptica» varía a voluntad. El film,
de selenio, cargado electrostáticamente, fija en él una imagen eléctrica que sustituye a la imagen química. Esta película
está formada por cinco láminas superpuestas transparentes, cuya sensitometría está calculada para fijar otras tantas
imágenes de distintas longitudes de onda. Además de una segunda cámara de gas xenón para un nuevo y complicado
tratamiento óptico de las imágenes (creando instantáneamente una especie de prisma de reflexión), nuestras cámaras
de lentes gaseosas son alimentadas por un minúsculo computador nuclear, que constituye el «cerebro» del aparato.
Este microordenador, provisto también de memoria de titanio, rige el funcionamiento de todas sus partes, programando
los diversos tipos de sistemas ópticos en el cilindro de gas y teniendo en cuenta todos los factores físicos que
intervienen: intensidad y brillo de la imagen, distancias focales, distancia del objeto para su correspondiente enfoque,
profundidad del campo, filtraje cromático, ángulo del campo visual, etc. (N. del m.)
1 Es posible que muchas personas se pregunten cómo puede lograrse un microcomputador nuclear de dimensiones
tan reducidas como para situarlo en el interior de una vara de pinsapo de treinta milímetros de diámetro. Aunque no
estoy autorizado a describirlos íntegramente, trataré de esbozar algunas de sus características esenciales. En general,
los dispositivos amplificadores de voltaje o de intensidad de los ordenadores actuales están basados en las propiedades
de la emisión catódica en el vacío, controlada por un electrón auxiliar o en las características del estado sólido, como en
el caso de los diodos y transistores de germanio y silicio. Pero dichos circuitos no amplifican la energía. Es más: la
potencia de salida es siempre menor que la de entrada (rendimiento menor que la unidad). Tan sólo amplifican la
tensión a costa de energía generada en una fuente energética auxiliar: pila o rectificador de corriente alterna. Por el
contrario, los elementos de los ordenadores de Caballo de Troya (amplificadores nucleicos) tienen unas características
distintas. En primer lugar, la base no es electrónica -tampoco de vacío o de estado sólido (cristal)- sino nucleica. Una
débil energía de entrada (neutrones o protones unitarios incidiendo sobre unos pocos átomos) provocan, por fisión del
núcleo, una gran energía. El rendimiento, por tanto, es mucho mayor que la unidad. A la salida del amplificador
elemental obtenemos esta energía en forma no eléctrica sino térmica, aunque en un proceso posterior, este calor se
transforme en energía eléctrica. Y siendo la base de estos elementos puramente atómica -y entrando en juego, no
trillones de átomos, sino unas pocas unidades-el grado de miniaturización es extraordinario, consiguiendo almacenar
complejísimos circuitos en volúmenes reducidísimos. (N. del m.)


120
4 DE ABRIL, MARTES
A las 5.42 horas de aquel martes, con el alba, descendí del módulo, iniciando el camino de
regreso a Betania. El cielo había recobrado su hermoso azul celeste y la temperatura, aunque
ligeramente más baja que en días anteriores (la «cuna» registró once grados centígrados en el
momento de mi despedida de Eliseo), resultaba soportable.
Aquel breve período en el módulo, además de permitirme un corto pero profundo descanso y
un aseo completo, había servido para satisfacer un pequeño capricho, intensamente añorado en
aquellos cinco primeros días de exploración: poder desayunar «a la antigua usanza» (aunque
en este caso tan especial quizá habría que decir «a la futura usanza»...), tal y como tenía por
costumbre en los Estados Unidos. Así que bajo la mirada divertida de mi compañero, yo mismo
preparé los huevos revueltos, el bacon, las tostadas con mantequilla y dos generosas tazas de
café humeante.
Y con el ánimo dispuesto, tomé mi nuevo e inseparable «compañero» -la «vara de Moisés»-,
guardando en la bolsa de hule un diminuto micrófono, las lentes de contacto «crótalos», dos
esmeraldas, una cuerda de colores y la «carta» de un supuesto amigo de Tesalónica. Todo ello,
como iremos viendo, de suma importancia para el desarrollo de mi misión.
Conforme me aproximaba a Betania, siguiendo la misma vereda que había tomado la noche
anterior para mi regreso a la «cuna», una creciente curiosidad fue apoderándose de mí. ¿Qué
me depararía el destino en aquellos dos días -martes y miércoles- de los que apenas si se habla
en las crónicas evangélicas? ¿Qué haría Jesús de Nazaret durante las horas que precedieron a
su prendimiento?
Aquella inquietud me hizo acelerar el paso.
Cuando me hallaba a un tiro de piedra del camino que conduce de Jerusalén a Jericó, y que
atravesaba Betania, un espeso matorral me llamó la atención. Se trataba de bellos racimos de
juncias -de la especie «sultán»-, muy apreciadas por las mujeres judías. Yo sabía que las
hebreas gustaban de adornar sus cabellos con manojos de estas olorosas flores, extrayendo
también de sus pequeños tubérculos ovoideos (algo menores que las avellanas) una especie de
refrescante licor, de un sabor muy similar a la horchata.
Contento por mi descubrimiento, arranqué un copioso ramo y proseguí la marcha.
Al llegar a la aldea, el familiar ruido de la molienda del grano me puso sobre aviso: los
habitantes de Betania hacía tiempo que se afanaban en sus quehaceres y, presumiblemente, el
Maestro de Galilea -consumado madrugador- habría iniciado ya su jornada. No tenía tiempo
que perder.
Al entrar en la casa de Lázaro, la familia me saludó con vivas muestras de alegría,
ofreciéndome el tradicional beso en la mejilla. Marta, en especial, parecía mucho más nerviosa
y feliz que el resto por mi nueva visita. Pero su turbación llegó al límite cuando,
inesperadamente, puse en sus manos el racimo de juncias. Sus profundos ojos negros se
clavaron en los míos. Y al instante, en uno de sus peculiares arranques, se separó del grupo,
refugiándose a la carrera en una de las estancias del patio central. María y Lázaro no pudieron
contener las risas.
Pero mis pensamientos estaban centrados en Jesús e interrogué de inmediato a Lázaro sobre
el paradero del Maestro. Aquel interés mío por el Galileo debió llenarle de satisfacción y
atendiendo mi ruego se brindó a acompañarme hasta la mansión de Simón, «el leproso».
Por la posición del sol debían ser la siete de la mañana cuando, tras cruzar el jardín, me
reincorporé al grupo de discípulos que conversaba con el rabí al pie de las escalinatas donde yo
había sostenido mi primera conversación con el Maestro.
Prudentemente me mantuve al fondo de la nutrida reunión, observando que, además de los
doce hombres de confianza, asistían una decena de mujeres -elegidas igualmente por Jesús al
principio de su ministerio-, así como veinte o veinticinco discípulos, todos ellos muy amigos del
Galileo, amén del propietario de la casa: el anciano Simón.
Por el tono de su voz, más grave de lo habitual, comprendí que aquella reunión encerraba un
sentido muy especial. No me equivoqué. Jesús, ante los atónitos ojos de sus amigos, fue
diciéndoles adiós. En aquel instante pulsé disimuladamente el clavo de cobre, activando la
filmación simultánea. Nadie se percató de la maniobra. Sin embargo, y así creo que debo
registrarlo en honor a la verdad, en el momento en que inicié la grabación, el gigante -que se

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