miércoles, 17 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA 1 , DEL LA PAG 120 A LA 150


Caballo de Troya
J. J. Benítez
121

hallaba de espaldas y conversando con el grupo de mujeres- giró súbitamente la cabeza,
fijando primero su mirada en mí y, acto seguido, en la vara que yo sujetaba con mi mano
derecha. Una oleada de sangre ascendió desde mi vientre. Pero el Maestro, en cuestión de
segundos, terminó por esbozar una ancha sonrisa a la que creo que correspondí, aunque no
estoy muy seguro... Por un momento creí que todo se venía abajo.
Los apóstoles y discípulos, que seguían todos y cada uno de los movimientos del Maestro,
asociaron aquella mirada y la inmediata sonrisa con mi presencia, no concediéndole más
trascendencia que la de un cálido saludo hacia un gentil que venía demostrando un abierto y
sincero interés por la doctrina del rabí.
Acto seguido, Jesús se dirigió a sus doce íntimos, dedicando a cada uno de ellos unas cálidas
palabras de despedida.
Y empezó por Andrés, el verdadero responsable y jefe del grupo de los apóstoles.
En uno de sus gestos favoritos, colocó sus manos sobre los hombros del hermano de Pedro,
diciéndole:
-No te desanimes por los acontecimientos que están a punto de llegar. Mantén tu mano
fuerte entre tus hermanos y cuida de que no te vean caer en el desánimo.
Después, dirigiéndose a Pedro, exclamó:
-No pongas tu confianza en el brazo de la carne, ni en las armas de metal. Fundamenta tu
persona en los cimientos espirituales de las rocas eternas.
Aquellas frases me dejaron perplejo. Casi inconscientemente asocié las palabras de Jesús
con aquellas otras, vertidas por el evangelista Mateo en su capítulo 16, en las que, tras la
confesión de Pedro sobre el origen divino del Maestro, éste afirma textualmente:
«...Bienaventurado tú, Simón Bar Jona..., y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré yo mi Iglesia...»
Al estudiar los Evangelios canónicos, durante mi preparación para la operación Caballo de
Troya, había detectado un dato -repetido en diferentes pasajes- que me produjo una cierta
confusión. Algunos parlamentos del Nazareno o sucesos relacionados con su nacimiento y vida
pública sólo eran recogidos por uno de los evangelistas, mientras que los otros tres no se daban
por enterados. Este era el caso del citado párrafo de San Mateo que sostiene la creencia entre
los católicos de que Jesús de Nazaret quiso fundar una Iglesia, tal y como hoy la entendemos. Y
desde el primer momento nació en mi una duda: ¿cómo era posible que una afirmación tan
decisiva por parte de Jesús no fuera igualmente registrada por Marcos, Lucas y Juan? ¿Es que
el Maestro de Galilea no pronunció jamás aquellas palabras sobre Pedro y la Iglesia? ¿Pudo ser
esta parte de la llamada «confesión de Pedro» una deficiente información por parte del
evangelista? ¿O me encontraba ante una manipulación muy posterior a la muerte de Cristo,
cuando las enseñanzas del rabí habían empezado a «canalizarse» dentro de unas estructuras
colegiales y burocráticas que exigían la justificación -al más «alto nivel»- de su propia
existencia?
Los acontecimientos que iba a tener ocasión de presenciar en la tarde y noche de ese mismo
martes, 4 de abril, confirmarían mis sospechas sobre la pésima recepción, por parte de los
apóstoles, de muchas de las cosas que hizo y que, sobre todo, dijo Jesús. Y aunque nunca
negaré la posibilidad de que el Galileo pudiera haber pronunciado esas palabras sobre Pedro y
su Iglesia, al escuchar aquella despedida personal del Maestro a Pedro, en el jardín de Simón,
«el leproso», mi duda sobre una posible confusión por parte de san Mateo creció sensiblemente.
Pedro, al escuchar aquellas emocionadas palabras -y en un movimiento reflejo que le
traicionó- trató de ocultar con su ropón la empuñadura de la espada que escondía entre la
túnica y la faja. Pero Jesús, simulando no haber visto dicho gesto, se colocó frente a Santiago,
diciéndole:
-No desfallezcas por apariencias exteriores. Permanece firme en tu fe y pronto conocerás la
realidad de lo que crees.
Siguió con Nathaniel y en el mismo tono de dulzura afirmó:
-No juzgues por las apariencias. Vive tu fe cuando todo parezca desvanecerse. Sé fiel a tu
misión de embajador del reino.
Al imperturbable Felipe -el hombre «práctico» del grupo- le despidió con estas palabras:
-No te sobrecojas por los acontecimientos que se van a producir. Permanece tranquilo, aun
cuando no puedas ver el camino. Sé leal a tu voto de consagración.
A Mateo, seguidamente, le habló así:


122
-No olvides la gracia que recibiste del reino. No permitas que nadie te estafe en tu
recompensa eterna. Así como has resistido tus inclinaciones de la naturaleza mortal, desea
permanecer resuelto.
En cuanto a Tomás, su despedida fue así:
-No importa lo difícil que pueda ser: ahora debes caminar sobre la fe y no sobre la vista. No
dudes que yo puedo terminar el trabajo que he comenzado.
Aquellas palabras a Tomás -el gran escéptico- fueron especialmente proféticas.
-No permitáis que lo que no podéis comprender os aplaste -les dijo a los gemelos-. Sed fieles
a los afectos de vuestros corazones y no pongáis vuestra fe en grandes hombres o en la actitud
cambiante de la gente. Permaneced entre vuestros hermanos.
Después, llegando frente a Simón Zelotes -el discípulo más politizado-, prosiguió:
-Simón, puede que te aplaste el desconcierto, pero tu espíritu se levantará sobre todos los
que vayan contra ti. Lo que no has sabido aprender de mí, mi espíritu te lo enseñará. Busca las
verdaderas realidades del espíritu y deja de sentirte atraído por las sombras irreales y
materiales.
El penúltimo apóstol era el joven Juan. El Maestro tomó sus manos entre las suyas,
diciéndole:
-Sé suave. Ama incluso a tus enemigos. Sé tolerante. Y recuerda que yo he creído en ti...
Juan, con los ojos humedecidos, retuvo las manos de Jesús, al tiempo que exclamaba con un
hilo de voz:
-Pero, Señor, ¿es que te marchas?
A juzgar por las expresiones de sus rostros, estoy seguro que todos se habían formulado
aquella misma pregunta. Sin embargo, sus ánimos estaban tan maltrechos y confusos que
ninguno, excepto el sincero y valiente Juan, se atrevió a expresarla en voz alta.
Por último, el Maestro se aproximó al larguirucho Judas Iscariote. Desde el primer momento,
la compleja y atormentada personalidad de aquel hombre me habían atraído de forma especial.
En la medida de mis posibilidades, procuré no perderle de vista. Y puedo adelantar ya que las
motivaciones que le empujaron a traicionar a Jesús no fueron -como se insinúa en los
Evangelios- las del dinero. Para un hombre como él, la consideración de los demás y la
vanagloria personal estaban muy por encima de la avaricia...
-Judas -le dijo el Galileo-, te he amado y he rezado para que ames a tus hermanos. No te
sientas cansado de hacer el bien. Te aviso para que tengas cuidado con los resbaladizos
caminos de la adulación y con los dardos venenosos del ridículo.
Jesús, evidentemente, conocía muy bien el carácter del traidor.
Cuando hubo terminado de despedirse, el Maestro, con una cierta sombra de tristeza en su
rostro, tomó a Lázaro por el brazo y se alejó del grupo, adentrándose en el jardín. Sólo después
de su muerte, cuando faltaban escasas horas para mi regreso al módulo, Marta me confesaría
cuál había sido el tema de aquella conversación privada entre Jesús de Nazaret y su hermano.
Jesús recobró con presteza su habitual buen humor. Y después de ordenar a los discípulos
que dispusieran aquella misma mañana el campamento en el Olivete, rogó a Pedro, Andrés,
Juan y Santiago que se adelantaran con él a Jerusalén.
Mi elección no ofrecía duda y en compañía de un reducido grupo de discípulos seguí los
pasos de aquellos cinco hombres.
Como era ya costumbre, el Nazareno, con una envidiable forma física, cubrió la empinada
vertiente oriental del Monte de los Olivos en poco más de media hora. Cuando, al fin,
alcanzamos la cima, Jesús y los apóstoles -lejos de detenerse a descansar- se alejaban ya,
colina abajo, en dirección al torrente seco del Cedrón.
Pero, contra lo que imaginaba, el Maestro no parecía tener excesiva prisa por entrar en la
ciudad santa. Y se detuvo en la citada falda occidental del Olivete, en una explanada en la que
se apretaban decenas de tiendas, la mayoría ocupadas por peregrinos procedentes de Galilea,
así como por comerciantes de lanas y vendedores de animales para los sacrificios rituales.
Por lo que pude comprobar, algunas de aquellas familias conocían de antiguo al Galileo y le
rogaron que se sentara junto a ellos.
El Maestro aceptó con gusto, acariciando a los niños y mostrándose encantado cuando una de
las hebreas le presentó un cuenco de barro con leche de cabra recién ordeñada, según dijo. Al
instante, otra mujer colocaba sobre la estera de paja sobre la que había tomado asiento el rabí


123
una bandeja de madera con un puñado de dátiles y una especie de torta de color blancoamarillento
y que, según uno de mis acompañantes, era conocida por el nombre de «pan de
higos»1.
Sonriente, el Nazareno apartó con su mano izquierda las numerosas moscas que trataban de
posarse en la leche y, tomando el recipiente con ambas manos, se lo llevó a la boca, bebiendo
lenta y placenteramente. Poco después, tras despedirse de sus anfitriones, realizó otras dos
visitas.
Hacia la hora tercia (las nueve de la mañana), el grupo prosiguió su camino hacia Jerusalén.
Fue entonces cuando Pedro y Santiago, que llevaban varios días enzarzados en una polémica
sobre las enseñanzas de su Maestro en relación con el perdón de los pecados, decidieron salir
de dudas. Y Pedro tomó la palabra:
-Maestro, Santiago y yo no estamos de acuerdo respecto a tus enseñanzas sobre la
redención del pecado. Santiago afirma que tú enseñas que el Padre nos perdona, incluso, antes
de que se lo pidamos. Yo mantengo que el arrepentimiento y la confesión deben ir por delante
del perdón. ¿Quién de los dos está en lo cierto?
Algo sorprendido por la pregunta, Jesús se detuvo frente a la muralla oriental del templo y,
mirando intensamente a los cuatro, respondió:
-Hermanos míos, erráis en vuestras opiniones porque no comprendéis la naturaleza de las
íntimas y amantes relaciones entre la criatura y el Creador, entre los hombres y Dios. No
alcanzáis a conocer la simpatía comprensiva que los padres sabios tienen para con sus hijos
inmaduros y a veces equivocados.
»Es verdaderamente dudoso que un padre inteligente y amante se ponga alguna vez a
perdonar a un hijo normal. Relaciones de comprensión, asociadas con el amor impiden,
efectivamente, esas desavenencias que más tarde necesitan el reajuste y arrepentimiento por
el hijo, con perdón por parte del padre.
»Yo os digo que una parte de cada padre vive en el hijo. Y el padre disfruta de prioridad y
superioridad de comprensión en todos los asuntos relacionados con su hijo. El padre puede ver
la inmadurez del hijo por medio de su propia madurez: la experiencia más madura del viejo.
»Pues bien, con los hijos pequeños, el Padre celestial posee una infinita y divina simpatía y
comprensión amorosa. El perdón divino, por tanto, es inevitable. Es inherente e inalienable a la
infinita comprensión de Dios y a su perfecto conocimiento de todo lo concerniente a los juicios
erróneos y elecciones equivocadas del hijo. La divina justicia es tan eternamente justa que
incluye, inevitablemente, el perdón comprensivo.
»Cuando un hombre sabio entiende los impulsos internos de sus semejantes, los amará. Y
cuando ames a tu hermano, ya le habrás perdonado. Esta capacidad para comprender la
naturaleza del hombre y de perdonar sus aparentes equivocaciones es divina. En verdad, en
verdad os digo que si sois padres sabios, ésta deberá ser la forma en que améis y comprendáis
a vuestros hijos; incluso les perdonaréis cuando una falta de comprensión momentánea os haya
separado.
»El hijo, siendo inmaduro y falto de plena comprensión sobre la profunda relación padre-hijo,
sentirá frecuentemente una sensación de separación respecto a su padre. Pero el verdadero
padre nunca estará consciente de esta separación.
»EI pecado es la experiencia de la conciencia de la criatura; no es parte de la conciencia de
Dios.
»Vuestra falta de capacidad y de deseo de perdonar a vuestros semejantes es la medida de
vuestra inmadurez y la razón de los fracasos a la hora de alcanzar el amor.
»Mantenéis rencores y alimentáis venganzas en proporción directa a vuestra ignorancia
sobre la naturaleza interna y los verdaderos deseos de vuestros hijos y prójimo. El amor es el
resultado de la divina e interna necesidad de la vida. Se funda en la comprensión, se nutre en
el servicio generoso y se perfecciona en la sabiduría.
1 En una posterior conexión con Eliseo, nuestro ordenador central confirmó que los higos, juntamente con los
dátiles, proporcionaban al pueblo judío el mayor índice de azúcar. Generalmente se ponían a secar, siendo almacenados
en forma de tortas Este «pan de higos» se utilizaba, incluso, como fármaco para sanar úlceras. Santa Claus amplió mi
información, exponiendo que aquella torta de higos que había sido ofrecida a Jesús podía estar formada por la variedad
llamada «higo del sicómoro», muy frecuente en la Palestina del siglo I. Este alimento, de bajísima calidad, sufría una
punción cuando todavía se hallaba en el árbol, logrando así una más rápida maduración. (N. del m.)


124
Los cuatro amigos de Jesús guardaron silencio. Posiblemente, Santiago y Juan sí
comprendieron parte de las explicaciones del Maestro. No así los hermanos pescadores. Pedro,
rascándose nerviosamente la bronceada calva, siguió los pasos del Galileo, sumido en un sinfín
de cavilaciones.
Hacia las nueve y media de la mañana, Cristo y sus discípulos cruzaron bajo la llamada
Puerta Oriental, en la muralla este del templo, dirigiéndose hacia las escalinatas del atrio de los
Gentiles, lugar habitual de sus discursos y enseñanzas.
Los cambistas y vendedores de corderos y demás productos propios de la Pascua habían
vuelto a instalar sus mesas y tenderetes, aprovechando las primeras luces del alba. Todo
aparecía tranquilo. Ninguno de aquellos intermediarios hizo el menor gesto de desaprobación
cuando vieron entrar al rabí de Galilea y al reducido grupo de seguidores. Jesús, por su parte,
se dio perfecta cuenta de que aquel comercio sacrílego había vuelto por sus fueros. Pero, tal y
como ocurriese en otras muchas ocasiones, no prestó mayor atención. Aquella postura por
parte del Maestro confirmó mi convencimiento de que lo sucedido en la mañana del día anterior
se había debido fundamentalmente a una situación límite.
Muchos de los habitantes de Jerusalén, así como de los peregrinos que iban engrosando día
a día la población de la ciudad santa y alrededores, esperaban ya impacientes la aparición del
rabí de Galilea. La mayor parte, movida por una morbosa curiosidad, a la vista de los graves
acontecimientos registrados en la mañana del lunes en la explanada del templo y expectante
por la actuación que pudiera seguir el Sanedrín. Era un secreto a voces que Caifás y el resto del
gran consejo de justicia judío habían tomado la decisión de prender y ajusticiar a Jesús. Pero,
¿se atreverían a hacerlo en público? El propio rabí, a través de algunos de los «ancianos» y
fariseos que habían presentado su dimisión en el Sanedrín, estaba al corriente de estas intrigas
y de la oscura amenaza que se cernía sobre él. Por ello, muchos de los hebreos aplaudían en
secreto el valor del Nazareno, que no manifestaba temor o nerviosismo, mostrándose y
avanzando serena y majestuosamente entre los levitas o policías del templo y, sobre todo, a la
vista de los sacerdotes.
Sin más preámbulos, y en mitad de aquella expectación, Jesús comenzó sus palabras. Pero,
apenas si había empezado cuando, un grupo de alumnos de las escuelas de escribas,
destacándose entre el gentío, interrumpió al Maestro, preguntándole:
-Rabí, sabemos que eres un enseñante que está en lo cierto y sabemos que proclamas los
caminos de la verdad y que sólo sirves a Dios, pues no temes a ningún hombre. Sabemos
también que no te importa quiénes sean las personas. Señor, sólo somos estudiantes y
quisiéramos conocer la verdad sobre un asunto que nos preocupa. ¿Es justo para nosotros dar
tributo al César? ¿Debemos dar o no debemos dar?
En aquel instante, uno de los sirvientes de Nicodemo -que profesaba desde hacía tiempo la
doctrina de Jesús- hizo un comentario en voz baja, recordándonos que aquella impertinente
interrupción formaba parte del plan, trazado en la fatídica reunión del Sanedrín del día anterior.
Los fariseos, escribas y saduceos, en efecto, habían unido sus votos para, en principio, formar
grupos «especializados» que tratasen de ridiculizar y desprestigiar públicamente al Galileo.
Aquel típico silencio -propio de los momentos de gran tensión- fue roto por el Nazareno
quien, en un tono irónico -como si conociese a la perfección la falsa ignorancia de aquellos
muchachos, entre los que se hallaba una especial representación de los «herodianos»1 les
preguntó a su vez:
-¿Por qué venís así, a provocarme?
Y acto seguido, extendiendo su mano izquierda hacia los estudiantes, les ordenó con voz
firme:
-Mostradme la moneda del tributo y os contestaré.
El portavoz de los alumnos le entregó un denario de plata2 y el Maestro, después de mirar
ambas caras, repuso:
1 Aquel grupo era partidario de la dinastía de Herodes y, entre otras misiones, tenían la de denunciar a la autoridad
romana cualquier movimiento o ataque -incluso verbal- contra el César. (N. del m.)
2 El denario de plata era una moneda de curso legal en aquel tiempo. Según Santa Claus, equivalía a algo menos
del sueldo de dos días de un legionario romano. En tiempos de César, el estipendio anual de un soldado romano
(legionario) era de 150 denarios. Augusto le añadiría un nuevo sobresueldo, alcanzando la cifra de 225 denarios de


125
-¿Qué imagen e inscripción lleva esta moneda?
Los jóvenes se miraron con extrañeza y respondieron, dando por sentado que el rabí conocía
perfectamente la respuesta:
-La del César.
-Entonces -contestó Jesús, devolviéndoles la moneda-, dad al César lo que es del César, a
Dios lo que es de Dios y a mí, lo que es mío...
La multitud, maravillada ante la astucia y sagacidad de Jesús, prorrumpió en aplausos,
mientras los aspirantes a escribas y sus cómplices, los «herodianos», se retiraban
avergonzados.
Instintivamente, mientras Jesús contemplaba aquel denario, extraje de mi bolsa una moneda
similar y la examiné detenidamente. En una de sus caras se apreciaba la imagen del César,
sentado de perfil en una silla. A su alrededor podía leerse la siguiente inscripción: Pontif Maxim.
En la otra cara la efigie de Tiberio, coronado de laurel, con otra leyenda a su alrededor: Ave
Augustus Ti Caesar Divi1.
Aquella nueva trampa pública había sido muy bien planeada. Todo el mundo sabía que el
denario era el máximo tributo que la nación judía debía pagar inexorablemente a Roma, como
señal de sumisión y vasallaje. Si el Maestro hubiera negado el tributo, los miembros del
Sanedrín habrían acudido rápidamente ante el procurador romano, acusando a Jesús de
sedición. Si, por el contrario, se hubiese mostrado partidario de acatar las órdenes del Imperio,
la mayoría del pueblo judío hubiera sentido herido su orgullo patriótico, excepción hecha de los
saduceos, que pagaban el tributo con gusto.
Fueron estos últimos precisamente quienes, pocos minutos después de este incidente, y
siguiendo la estrategia programada por el Sanedrín, avanzaron hacia Jesús -que intentaba
proseguir con sus enseñanzas- tendiéndole una segunda trampa:
-Maestro -le dijo el portavoz del grupo-, Moisés dijo que si un hombre casado muriese sin
dejar hijos, su hermano debería tomar a su esposa y sembrar semilla por el hermano muerto.
Entonces ocurrió un caso: cierto hombre que tenía seis hermanos murió sin descendencia. Su
siguiente hermano tomó a su esposa, pero también murió pronto sin dejar hijos. Y lo mismo
hizo el segundo hermano, muriendo igualmente sin prole. Y así hasta que los seis hermanos
tuvieron a la esposa y todos pasaron sin dejar hijos. Entonces, después de todos ellos, la propia
esposa falleció. Lo que te queríamos preguntar es lo siguiente: cuando resuciten, ¿de quién
será la esposa?
Al escuchar la disertación del saduceo, varios de los discípulos de Jesús movieron
negativamente la cabeza, en señal de desaprobación. Según me explicaron, las leyes judías
sobre este particular hacía tiempo que eran «letra muerta» para el pueblo. Amén de que aquel
caso tan concreto era muy difícil de que se produjera en realidad, sólo algunas comunidades de
fariseos -los más puristas- seguían considerando y practicando el llamado matrimonio de
levirato2.
plata o 3600 ases. Esta cantidad fue confirmada por Tácito en tiempos de Tiberio (Ann. 1, 17: denis in diem assibus
animan et corpus aestimari). Los centuriones, por su parte, cobraban 2500 denarios-año y los llamados primi ordines,
5000. (N. del m.)
1 «Sumo Pontífice» y «¡Salve, Divino Tiberio César Augusto!», respectivamente. Las inscripciones aparecían
abreviadas. En realidad deberían decir: Pontifex Maximus y Ave Augustos Tiberius Caesar Divinus. (N. del m.)
2 El ordenador central del módulo me proporcionó aquella misma noche una extensa y exhaustiva información sobre
este curioso tipo de matrimonio. La tradición oral hebrea -recogida en la Misná (Orden Tercero), dedicado a las
yebamot o cuñadas, y según las leyes contenidas en el Deuteronomio (25, 5-10)- establecía que, cuando dos hermanos
habitaban uno junto al otro y uno de ellos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará con un extraño: «Su
cuñado irá a ella y la tomará por mujer.» El primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto,
«para que su nombre no desaparezca de Israel». Pero, si el hermano se negase a tomar por mujer a 50 cuñada, subirá
ésta a la puerta, a los ancianos, y les dirá: «Mi cuñado se niega a suscitar en Israel el nombre de su hermano; no
quiere cumplir su obligación de cuñado, tomándome por mujer.» Los ancianos de la ciudad le harán venir y le hablarán.
Si persiste en la negativa, su cuñada se acercará a él en presencia de los ancianos, le quitará del pie un zapato y le
escupirá en la cara, diciendo: «Esto se hace con el hombre que no sostiene a la casa de su hermano.» Y su caía será
llamada en Israel la casa del descalzado. Este matrimonio, que es obligatorio, se denomina yibbum; es decir, de
levirato (de levir: cuñado). Cuando la cuñada quedaba con sucesión, este matrimonio estaba prohibido. A partir de la
llamada «ceremonia del zapato», la cuñada quedaba libre para contraer matrimonio con cualquiera.
Con el paso de los siglos, esta norma fue perdiéndose y en tiempos de Jesús apenas si era practicada, encerrando,
en el mejor de los casos, un carácter puramente simbólico o de trámite legal. (N. del m.)


126
El rabí, aun sabiendo la falta de sinceridad de aquellos saduceos, accedió a contestar. Y les
dijo:
-Todos erráis al hacer tales preguntas porque no conocéis las Escrituras ni el poder viviente
de Dios. Sabéis que los hijos de este mundo pueden casarse y ser dados en matrimonio, pero
no parecéis comprender que los que se hacen merecedores de los mundos venideros a través
de la resurrección de los justos, ni se casan ni son dados en matrimonio. Los que experimentan
la resurrección de entre los muertos son más como los ángeles del cielo y nunca mueren. Estos
resucitados son eternamente hijos de Dios. Son los hijos de la luz. Incluso vuestro padre,
Moisés, comprendió esto. Ante la zarza ardiente oyó al Padre decir: «Soy el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.» Y así, junto a Moisés, yo declaro que mi Padre no es el
Dios de los muertos, sino de los vivos. En él, todos vosotros os reproducís y poseéis vuestra
existencia mortal.
Los saduceos se retiraron, presa de una gran confusión, mientras sus seculares enemigos,
los fariseos, llegaban a exclamar a voz en grito: «¡Verdad, verdad, verdad Maestro! Has
contestado bien a estos incrédulos.»
Quedé nuevamente sorprendido, al igual que aquella multitud, por la sagacidad y reflejos
mentales de aquel gigante. Jesús conocía la doctrina de esta secta, que sólo aceptaba como
válidos los cinco textos llamados los Libros de Moisés. Y recurrió precisamente a Moisés en su
respuesta, desarmando a los saduceos. Pero, desde mi punto de vista, los fariseos que
aplaudieron las palabras del Maestro, no entendieron tampoco la profundidad del mensaje del
Nazareno, cuando aludió con voz rotunda « a los que experimentan la resurrección de entre los
muertos». Los «santos» o «separados» -como se les llamaba popularmente a los fariseoscreían
que, en la resurrección, los cuerpos se levantaban físicamente. Y Jesús, en sus
afirmaciones, no se refirió a este tipo de resurrección...
El Maestro parecía resignado a suspender temporalmente su predicación y esperó en silencio
una nueva pregunta. La verdad es que llegó a los pocos momentos, de labios de aquel mismo
grupo de fariseos que había simulado tan cálidos elogios hacia el rabí. Uno de ellos, señalando a
Jesús, expuso un tema que conmovió de nuevo al gentío:
-Maestro -le dijo-, soy abogado y me gustaría preguntarte cuál es, en tu opinión, el mayor
mandamiento.
Sin conceder un segundo siquiera a la reflexión -y elevando aún más su potente voz-, el
gigante repuso:
-No hay más que un mandamiento y ése es el mayor de todos. Es éste: ¡Oye, oh Israel! El
Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y lo amarás con todo tu corazón y con toda tu alma, con
toda tu mente y con toda tu fuerza. Este es el primero y el gran mandamiento. Y el segundo es
como este primero. En realidad, sale directamente de él y es: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos. En ellos se basa toda la Ley y los profetas.
Aquel hombre de leyes, consternado por la sabiduría de la respuesta de Jesús, se inclinó a
alabar abiertamente al rabí:
-Verdaderamente, Maestro, has dicho bien. Dios, ¡bendito sea!, es uno y nada más hay tras
él. Amarle con todo el corazón, entendimiento y fuerza y amar al prójimo como a uno mismo es
el primero y el gran mandamiento. Estamos de acuerdo en que este gran mandamiento ha de
ser tenido mucho más en cuenta que todas las ofrendas y sacrificios que se queman.
Ante semejante respuesta, el Nazareno se sintió satisfecho y sentenció, ante el estupor de
los fariseos:
-Amigo mío, me doy cuenta de que no estás lejos del reino de Dios...
Jesús no se equivocaba. Aquella misma noche, en secreto, aquel fariseo acudió hasta el
campamento situado en el huerto de Getsemaní, siendo instruido por Jesús y pidiendo ser
bautizado.
Aquella sucesión de descalabros dialécticos terminó por disuadir a los restantes grupos de
escribas, saduceos y fariseos, que comenzaron a retirarse disimuladamente.
Al observar que no había más preguntas, el Galileo se puso en pie y, antes de que los
venenosos sacerdotes desaparecieran, les lanzó esta interrogante:
-Puesto que no hacéis más preguntas, me gustaría haceros una:
¿Qué pensáis del Libertador? Es decir, ¿de quién es hijo?
Los fariseos y sus compinches quedaron como electrizados mientras un murmullo recorría
aquella zona de la explanada.


127
Los miembros del Templo deliberaron durante algunos minutos y, finalmente, uno de los
escribas, señalando uno de los papiros que llevaba anudado a su brazo derecho y que contenía
la Ley, respondió:
-El Mesías es el hijo de David.
Pero el Nazareno no se contentó con esta respuesta. Él sabía que existía una agria polémica
sobre si él era o no hijo de David -incluso entre sus propios seguidores- y remachó:
-Sí el Libertador es en verdad el hijo de David, cómo es que en el salmo que atribuís a
David, él mismo, hablando con el espíritu, dice: «El Señor dijo a mi señor: siéntate a mi
derecha hasta que haga de tus enemigos el escabel de tus pies.» Si David le llama Señor,
¿cómo puede ser su hijo?
Los fariseos y principales del templo quedaron tan confusos que no se atrevieron a
responder.
Hacia la hora quinta (las once de la mañana, aproximadamente), Jesús dio por concluida su
estancia en el Templo y, puesto que era el tiempo de la comida, se encaminó con sus discípulos
hacia la Puerta Triple con el fin -según me comentó el propio Pedro- de dirigirse a la casa de
José de Arimatea, en la ciudad baja. Al descubrir cómo me quedaba atrás, dispuesto a no
alterar, en la medida de lo posible, la intimidad del grupo, Andrés retrocedió y me invitó a
compartir con ellos la segunda comida del día. Mientras tanto, Jesús y los demás habían
cruzado ya entre las mesas de los cambistas y mercaderes, perdiéndose por la soberbia puerta
del muro sur del Templo.
Estaba a punto de aceptar, naturalmente, cuando un tumulto procedente de la cara más
oriental del Santuario nos hizo volver la mirada. Entre gritos desgarradores, una mujer estaba
siendo prácticamente arrastrada por las escalinatas de acceso al Pórtico Corintio. Una patrulla
de la policía del Templo (los levitas), posiblemente de los destacados en el atrio de las Mujeres,
se dirigía a través de la explanada donde nos encontrábamos, en dirección al Pórtico de
Salomón y, más concretamente, hacia la Puerta Oriental. Dos de los levitas de esta «guardia de
día» sujetaban a la hebrea por las axilas, mientras un tercero había hecho presa en sus pies,
soportando a duras penas los violentos movimientos de la muchacha. Detrás, medio ocultos
entre un enjambre de curiosos, marchaban uno de los guardianes de turno del Templo y varios
sacerdotes.
La multitud que se hallaba entre los puestos de los vendedores corrió al instante hacía la
patrulla, lanzando gritos de «¡adúltera!... adúltera!», como si aquel suceso fuera algo común y
hasta festejado por la turba.
Interrogué a Andrés con la mirada y el jefe del grupo, con expresión grave, lamentó aquella
sombría coincidencia, resumiendo el lamentable espectáculo con la siguiente frase:
-Son las «aguas amargas».
Recordé al instante que en una de mis investigaciones en los textos bíblicos Números (5,11-
31)1, Yavé especificaba el procedimiento a seguir con la mujer sospechosa de adulterio. Cuando
1 Dice así el citado texto bíblico: «Habló Yavé a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Si la mujer de
uno fornicara y le fuese infiel, durmiendo con otro en concúbito de semen, sin que haya podido verlo el marido ni haya
testigos, por no haber sido hallada en el lecho, y se apoderase del marido el espíritu de los celos y tuviese celos de ella,
háyase ella manchada en realidad o no se haya manchado, la llevará al sacerdote, y ofrecerá por ella una oblación de la
décima parte de un efá de harina de cebada, sin derramar aceite sobre ella ni poner encima incienso, porque es minjá
de celos, minjá de memoria para traer el pecado a la memoria. El sacerdote hará que se acerque y se esté ante Yavé;
tomará del agua santa en una vasija de barro, y cogiendo un poco de la tierra del suelo del tabernáculo, lo echará en el
agua. Luego, el sacerdote, haciendo estar a la mujer ante Yavé, le descubrirá la cabeza y le pondrá en las manos la
minjá de memoria, la minjá de los celos, teniendo él en la mano el agua amarga de la maldición, y la conjurará,
diciendo: «Si no ha dormido contigo ninguno, y si no te has descarriado, contaminándote y siendo infiel a tu marido,
indemne seas del agua amarga de la maldición; pero si te descarriaste y fornicaste infiel a tu marido, contaminándote y
durmiendo con otro (aquí el sacerdote la conjurará con el juramento de execración, diciendo): Hágate Yavé maldición y
execración en medio de tu pueblo, y séquense tus muslos e hínchese tu vientre, entre esta agua de maldición en tus
entrañas para hacer que tu vientre se hinche y se pudran tus músculos.» La mujer contestará: «Amén, amén.» El
sacerdote escribirá estas maldiciones en una hoja, y las diluirá en el agua amarga, y hará beber a la mujer el agua
amarga de la maldición. Luego tomará de la mano de la mujer la minjá de los celos y la agitará ante Yavé, y la llevará
al altar; y tomando un puñado de la ofrenda de la memoria, lo quemará en el altar, haciendo después beber el agua a
la mujer. Dárale a beber el agua; y sí se hubiese contaminado, siendo infiel a su marido, el agua de maldición entrará
en ella con su amargura, se le hinchará el vientre, se le secarán los muslos, y será maldición en medio de su pueblo. Sí,
por el contrario, no se contaminó y es pura, quedará ilesa y será fecunda... Así el marido quedará libre de culpa, y la
mujer llevará sobre si su pecado.» (N. del m.)



128
el marido creía que su esposa le era infiel, llevaba a ésta hasta el sacerdote, obligándola a
confesar. Si se negaba a reconocer su culpa, la desdichada tenía que pasar por la prueba (una
especie de «juicio de Dios») de las «aguas amargas». El sacerdote preparaba un brebaje
especial -compuesto, según reza en la Biblia, por tierra del Tabernáculo y la tinta con la que
escribía el ritual de las maldiciones, previamente diluida en agua- y, entre ceremonias
religiosas, daba a beber dicha poción a la sospechosa. La creencia judía enseñaba que, si la
mujer era realmente culpable, el misterioso liquido atacaba sus entrañas, matándola. Por el
contrario, si era inocente, las «aguas amargas» no alteraban su organismo1.
Para una mente racional, aquella prueba dejaba mucho que desear en cuanto a su posible
objetividad. Pero, a decir verdad, lo que avivó mi curiosidad fue la «fórmula» de aquella
pócima. ¿Qué podía contener?
Estaba ante una oportunidad única y supliqué a Andrés que me acompañara. Quería
presenciar la ejecución de la sentencia y, si fuera posible, hacerme con una muestra de la tinta
utilizada para la fabricación de las «aguas amargas». Andrés comprendió a medias mi
aparentemente morboso deseo y a regañadientes consintió en concederme unos minutos.
Cruzamos bajo el arco de piedra de la Puerta Oriental, abriéndonos paso entre el gentío que
rodeaba ya a la patrulla. Varios levitas habían formado un círculo o cordón de seguridad de
unos diez metros de diámetro. En el centro, la mujer, siempre sujeta por los policías del
Templo, permanecía en pie, sollozando. Había sido vestida con una túnica negra y despojada de
todos sus adornos.
Mi compañero me explicó que aquélla era la última fase de un proceso que se había iniciado
en la mañana del pasado lunes. (Los jueces del Gran o Pequeño Sanedrín se reunían
precisamente los lunes y jueves de cada semana, para despachar los asuntos pendientes.) Este
caso de supuesto adulterio había sido llevado por el Pequeño Sanedrín, formado por 23 jueces.
A petición de su marido, la sospechosa -una joven que no rebasaría los 20 años- había sido
conducida aquella mañana del lunes, 3 de abril, ante el tribunal de Justicia y allí, interrogada y
atemorizada con fórmulas como la siguiente: «Hija mía, mucho pecado aporta el vino, mucho la
risa, mucho la juventud, mucho los malos vecinos; hazlo (reconoce la verdad) por el nombre de
Dios, que está escrito con santidad para que no sea borrado con el agua.»
Pero, a juzgar por lo que estaba sucediendo, la infeliz se había declarado inocente y el
Pequeño Sanedrín dictaminó que debía someterse a la prueba de las «aguas amargas». Cuando
interrogué a Andrés sobre la suerte de aquella hebrea, en el caso de que se hubiera declarado
culpable, el apóstol me insinuó que no sabía qué podía ser peor. Si la mujer judía decía ante el
Tribunal «soy impura», se le obligaba a firmar la renuncia a su dote, procediéndose entonces a
la consumación del libelo de divorcio. Como bien apuntaba Andrés, en estas circunstancias, la
esposa quedaba en la más absoluta miseria, tenía que abandonar el hogar y a sus hijos, siendo
despreciada de por vida. Aquellas leyes establecían el derecho al divorcio, única y
exclusivamente de parte del hombre2. Esto se prestaba a constantes abusos, caprichos e
injusticias. Si el marido deseaba quedarse con la dote que la mujer aportaba al matrimonio y, al
mismo tiempo, recobrar su soltería, sólo tenía que acusar a la esposa de infidelidad. Una de
dos: o la mujer fallecía a causa de las «aguas amargas» o cargaba con la supuesta culpa, con
las consecuencias ya mencionadas.
Tal y como sospechaba, era sumamente raro que la víctima sobreviviera a la ingestión de
aquel brebaje.
En suma, que aquella desgraciada, tras declarar que «era pura», había sido conducida a
través de la Puerta de Nicanor -tal y como marcaba la tradición- hasta la estrecha explanada
existente al pie de la muralla oriental del Templo, al mismo lugar donde se llevaban a cabo las
ceremonias de purificación de leprosos y parturientas.
1 Santa Claus, nuestro ordenador, completó mi información sobre las aguas amargas», añadiendo que ya en el
Código de Hammurabi existía un precedente similar. Sí una mujer resultaba sospechosa de adulterio, era arrojada a la
corriente del Éufrates. Sí salía con vida era considerada inocente. Sí perecía, su culpabilidad era manifiesta. (N. del m.)
2 La mujer judía sólo tenía derecho a pedir el divorcio si su marido ejercía una de estas tres profesiones: recogedor
de inmundicias de perro (basurero), fundidor de cobre o curtidor. (Lista recogida en el escrito rabínico Ketubot VII.
108.) Y ello se debía, únicamente, al mal olor producido por dichas actividades. La Ley estipulaba también que la esposa
podía solicitar el divorcio si, a partir de los 13 años, el marido la obligaba a hacer votos, abusando de su dignidad, o si
aquél padecía de lepra o pólipos. (N. del m.)


129
Uno de los sacerdotes se destacó entonces de entre la muchedumbre y con paso decidido se
situó frente a la joven, asiendo su túnica con la mano izquierda y a la altura del vientre.
Después, de un fuerte tirón, desgarró la vestidura, dejando al descubierto unos pechos blancos
y pequeños. El grito de la esposa fue ahogado prácticamente por el bramido de la multitud,
excitada ante la contemplación de aquellos hermosos senos. Inmediatamente, el mismo
sacerdote se colocó a espaldas de la mujer, procediendo a soltar su larga cabellera negra.
Andrés, nervioso y disgustado, hizo ademán de retirarse. Tratando entonces de ganar tiempo
y de aprovechar aquel lógico deseo de mi amigo de evitar tan lamentable suceso, tomé mi
bolsa de hule y puse en su mano dos denarios de plata. Andrés me miró sin comprender.
-Deseo pedirte un nuevo favor -le dije-. Es importante para mí adquirir una muestra de la
tinta con la que ha sido escrita esa maldición...
El galileo quedó perplejo. Y adelantándome a sus pensamientos, añadí:
Confía en mi. Sabes que no puedo entrar en el Santuario y tratar de comprarla personalmente.
Bastará con una pequeña cantidad: quizá sea suficiente con una décima de log1.
Seguí mirando fijamente a Andrés, intentando trasmitirle un mínimo de confianza. La fortuna
volvió a sonreírme y el discípulo encogiéndose de hombros, accedió, rogándome que no me
moviera del lugar.
Mientras Andrés volvía a penetrar en el recinto del Templo, me reincorporé a la marcha de
los acontecimientos. El sacerdote que había desgarrado la túnica de la mujer se hallaba ahora
deliberando con el resto de los miembros del Templo. De vez en cuando volvían la cabeza hacia
aquella infeliz, enzarzándose en nuevas y encendidas polémicas. Uno de ellos dejó el corrillo y
caminó unos pasos, situándose a un palmo de la sospechosa de adulterio. Sin inmutarse ante
las lágrimas de la mujer, se inclinó ligeramente, inspeccionando de cerca los pequeños y
oscuros pezones. Al cabo de unos minutos retornó al centro de la reunión, iniciándose una
nueva y aún más áspera controversia.
Al final, y tras llegar a un acuerdo, otro de los sacerdotes tomó un cinturón egipcio -formado
por cuerdas entrelazadas- y se dirigió hacia la muchacha. Cubrió su torso ciñendo la tela por
encima de sus pechos, de forma que la túnica no pudiera bajarse.
A una orden del guardián del Templo y jefe de la patrulla de levitas, uno de los hebreos que
permanecía junto a los sacerdotes, y que resultó ser el marido, avanzó hasta el centro del
círculo, depositando a los pies de su mujer un cesto de paja con unos tres o cuatro kilos de
harina de cebada2. Después, con la misma frialdad, se retiró. Por un momento creí que el
querellante iba a situar el pequeño cesto en las manos de la condenada pero, por indicación de
uno de los levitas que sujetaba a la mujer, terminó por colocarlo en tierra. A mi regreso al
módulo, en la mañana del domingo, la computadora me aclararía este extremo: La tradición
bíblica especificaba que la ofrenda del marido -la «efá» de harina de cebada- debía ser colocada
sobre las manos de la víctima. El sacerdote, entonces, ponía su mano bajo las de la mujer,
agitando el recipiente de forma ritual. A continuación, lo acercaba al altar, cogía un puñado y lo
quemaba. El resto era destinado a la alimentación de los sacerdotes del Templo.
La peligrosa resistencia de la infeliz -que no podía ser liberada del firme control de los
policías- hizo aconsejable en este caso que el sacerdote pasase por alto aquella parte del ritual.
De pronto, y por la zona más próxima a la muralla, los judíos fueron abriendo un pasillo,
dando paso a otro sacerdote, estrechamente escoltado por seis levitas. Un murmullo se levantó
entre el gentío al descubrir que aquel sacerdote transportaba algo entre sus manos. El objeto
en cuestión -bastante liviano, a juzgar por el escaso esfuerzo desarrollado por el hebreoaparecía
cubierto por un lienzo blanco. Imaginé al instante que podía tratarse del recipiente que
contenía las «aguas amargas». Desgraciadamente no tuve que aguardar mucho tiempo para
despejar mis dudas. La recién llegada escolta se situó en torno a la mujer y a los policías que la
sujetaban, formando un segundo cordón de seguridad.
El sacerdote retiró el lienzo y apareció a la vista de los presentes un pequeño cuenco de
arcilla rojiza, con una capacidad aproximada de un litro. Al verlo, la esposa sufrió un nuevo
1 Un «log» -medida utilizada para líquidos y áridos- equivalía a medio litro, aproximadamente. (N. del m.)
2 Una «efá» -medida judía de capacidad- equivalía a 72 «log». En este caso, la Biblia estimaba que debía
ofrendarse una décima de «efá»; es decir, 7,2 «log» o, lo que es lo mismo, unos 3 kilos y 600 gramos,
aproximadamente. (N. del m.)


130
ataque de desesperación, convulsionándose violentamente y profiriendo unos alaridos que
hicieron levantar el vuelo de las numerosas palomas que se hallaban posadas sobre los
torreones y cúpula del Templo.
Un silencio total -roto únicamente por los aullidos de la prisionera- cayó poco a poco sobre el
lugar. El sacerdote que portaba la vasija de barro levantó entonces su voz, conminando a la
mujer a que, por última vez, se declarara culpable o inocente.
El gentío aguardó expectante. Pero la hebrea entre gemidos cada vez más apagados, sólo
acertó a pronunciar dos palabras fatídicas: «Soy pura.»
El miembro del Templo, que parecía tener una incomprensible prisa, volvió la cabeza hacia
uno de los levitas, musitándole algo al oído. El policía dejó entonces su puesto, uniéndose a los
tres compañeros que retenían a la joven. Y situándose a espaldas de la víctima la sujetó por la
espesa mata de pelo, tirando de los cabellos hacia abajo y obligándola a mantener el rostro
cara al cielo. Los gritos arreciaron. Mientras la patrulla afianzaba sus pies sobre el áspero
terreno, sujetando con nuevos bríos los brazos y piernas de la mujer, otros dos policías se
situaron a escasos centímetros de ella, cada uno frente a un costado. Y como si aquella
operación hubiera sido largamente estudiada o practicada, mientras el levita del flanco
izquierdo cerraba con sus dedos la nariz de la «adúltera», el del costado derecho situó sus
manos a escasa altura de la cara, esperando a que el peligro de asfixia obligara a abrir la boca
a la judía. Entre sollozos y resoplidos mal contenidos, la muchacha terminó por aspirar aire.
Como movidas por un resorte, las manos del policía se hundieron en el interior de la boca,
separando violentamente la mandíbula inferior. En décimas de segundo, el sacerdote que
portaba el cuenco dio un paso hacia adelante, vertiendo su contenido en la boca de la víctima.
A pesar de los seis policías que tomaban parte en la inmovilización de la hebrea, ésta consiguió
ladear levemente la cabeza, haciendo que parte de aquel líquido negruzco se derramara por sus
mejillas, cuello y túnica.
Una vez apurado el brebaje, el sacerdote retrocedió, al tiempo que los levitas de los costados
dejaban libres nariz y boca. El que tiraba del cabello, sin embargo, al igual que los tres que
aprisionaban sus brazos y piernas, siguió en su puesto.
A pesar de mi preparación para esta misión, una oleada de indignación me conmovió de pies
a cabeza. Sin embargo, tal y como estaba establecido por Caballo de Troya, yo no podía hacer
otra cosa que asistir impasible a aquel trágico suceso. Ahora reconozco que fue una prueba
decisiva para asimilar mi misión y poder asistir -con toda frialdad- a las no menos dramáticas
horas del Viernes Santo...
No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando la mujer comenzó a sufrir una serie de
espasmos. Sus rodillas se doblaron, mientras los levitas trataban de mantenerla erguida.
(Después, al analizar la muestra de tinta, comprendí que aquella actitud de los policías tenía un
único y bien estudiado objetivo: evitar que, al caer al suelo y flexionar el abdomen, la
condenada pudiera vomitar las «aguas amargas», anulando así sus efectos.)
Lentamente, la joven esposa fue perdiendo fuerza. Su rostro adquirió un tinte amarillento y
sus ojos -muy abiertos y fijos en aquel azul infinito del cielo de Jerusalén- se abultaron, al
tiempo que las grandes arterias del cuello se hinchaban de forma alarmante.
Evidentemente, el veneno había surtido efecto. Los sacerdotes lo sabían y, al apreciar
aquellos síntomas, ordenaron a la patrulla que soltara a la mujer. Al liberarla, ésta cayó
desplomada a tierra, mientras las decenas de curiosos comenzaban a desfilar en silencio,
cruzando de nuevo la muralla o alejándose ladera abajo, hacia el Cedrón.
Fue la voz de Andrés, llamándome desde el arco de la Puerta Oriental, la que me sacó de la
triste contemplación de aquel cuerpo desmayado, o quizá sin vida, rodeado por la policía del
Templo. Mi amigo debió advertir en seguida mi desolación y, tomándome por el brazo, me
condujo a través del Atrio de los Gentiles, en dirección a la ciudad baja. Una vez fuera del
Templo, el discípulo sacó disimuladamente de entre sus ropas un pequeño jarrito (de unos 17
centímetros de altura), provisto de una sola asa y con la reducida boca circular perfectamente
cerrada por un «tapón» de tela. Sin más explicaciones, puso el recipiente de barro rojo en mis
manos, al igual que uno de los dos denarios que yo le había entregado. Andrés no hizo una sola
pregunta y yo agradecí doblemente su eficacia y discreción.
Días más tarde, cuando fue posible analizar el contenido de aquel recipiente, mis sospechas se
vieron confirmadas. La tinta en cuestión contenía cuatro sustancias principales: añil, carbonato
potásico, ácido arsenioso y cal viva. Todo ello, diluido en agua común. La circunstancia clave de


131
que -según rezaba el Antiguo Testamento-, la tinta debía ser susceptible de disolverse en agua,
redujo considerablemente el panel de tintas utilizadas presumiblemente en el siglo I en Israel.
Este importante requisito de la disolución de la tinta en agua, y el no menos decisivo hecho de
que provocara en el ser humano los ya referidos efectos, nos condujo casi irremisiblemente a la
llamada «tinta azul». Nuestros técnicos descubrieron igualmente que uno de sus ingredientes -
el ácido arsenioso- no formaba parte en realidad de las sustancias primigenias y necesarias
para la composición de la tinta. Junto al añil, al carbonato potásico y a la cal viva aparecía el
sulfuro de arsénico, pero nunca el ácido arsenioso. ¿Cómo podía ser esto? La explicación era
elemental: los israelitas utilizaban el tipo denominado «sulfuro amarillo de arsénico», que se
daba espontáneamente en la Naturaleza, en masas compuestas de láminas semitransparentes,
de color amarillo-oro, inodoras, insípidas, insolubles en agua y volátiles al fuego1. Este «sulfuro
amarillo de arsénico» no es tóxico. Ello explicaba que pudiera ser manipulado sin problemas.
Sin embargo, en su interior se albergaba un veneno muy activo: el ácido arsenioso puro, de
efectos muy enérgicos. Los judíos conseguían la disolución de este veneno (insoluble en agua,
como ya comenté anteriormente), merced a otras sustancias que sí aparecían en la
composición de la «tinta azul»: el carbonato potásico y la cal viva, ambos de fuerte poder
alcalino2.
Probablemente, el sacerdote encargado de la «fabricación» de las «aguas amargas» hervía
las cuatro primeras sustancias -añil, carbonato potásico, sulfuro amarillo de arsénico y cal viva-
, consiguiendo una disolución total. A continuación, tras filtrar el líquido resultante, le añadía
una pequeña porción de goma arábiga pulverizada -hallada por nuestros especialistas en la
«tinta azul» y en una proporción idéntica a la cal viva-, resultando un brebaje doblemente útil:
como tinta y como veneno.
En cuanto al sabor amargo, que dio nombre a la pócima, podría deberse a la presencia del
carbonato potásico, de fuerte sabor acre3.
Dado el carácter «sagrado» de esta «tinta», lo más lógico es que no fuera compuesta hasta
poco antes de su empleo. La Misná, en su Orden Tercero (dedicado a las mujeres), explica que
el sacerdote llenaba un cuenco nuevo de barro con una cantidad que oscilaba entre un cuarto y
medio «log» de agua del pilón (es decir, entre 125 y 250 gramos de agua común). A
continuación «entraba en el Santuario y se dirigía hacia la derecha, donde había un lugar de un
codo cuadrado (unos 45 centímetros cuadrados) con una mesa de mármol y un anillo fijado a
ella. Después de alzaría cogía la ceniza que había bajo ella y la ponía en el cuenco, de tal modo
que se hiciese perceptible en el agua, tal como está escrito: «de la ceniza que haya en el
pavimento del santuario tomará el sacerdote y la pondrá en el agua».
Por último, el sacerdote se hacía con la «tinta» y escribía las fórmulas rituales. Yavé -tal y
como especifica el libro sagrado (Números 5,23) ordenaba que se escribiera sobre «un libro».
En otras palabras, en un rollo. Tampoco debía utilizar goma, vitriolo ni ninguna otra sustancia
que quedase fija. Lógicamente, silo que se perseguía era que la acusada bebiese el veneno
contenido en la «tinta», ésta debía ser perfectamente soluble en el agua.
Después de aquellas verificaciones, una serie de dudas -más intensas y fascinantes, si cabe -
quedaron flotando en el espíritu de los hombres del proyecto Caballo de Troya.
En primer lugar, si la salida de los judíos de Egipto se registró hacia el año 1290 antes de
Cristo, ¿cómo es posible que el pueblo hebreo conociese el ácido arsenioso y su funesta acción
sobre el organismo humano, si las primeras noticias sobre dicho ácido empezaron a difundirse
1 Este sulfuro -a diferencia del llamado «sulfuro rojo de arsénico», que se halla en abundancia en Bohemia- es fácil
de encontrar en Persia. De ahí que los israelitas pudieran tener un mejor acceso al «amarillo». Ambos, sin embargo,
reúnen características parecidas en cuanto al hecho de que son solubles en soluciones alcalinas. El «amarillo», no
obstante, al contener el citado ácido arsenioso, resulta mucho más tóxico que el «rojo». Era también mucho más
abundante en el comercio de aquella época, siendo conocido incluso por Theophrasto, que vivió 300 años antes de
Cristo. (N. del m.)
2 El carbonato potásico, en especial, es fuertemente alcalino al contacto con el agua, gozando, además, de un fuerte
poder cáustico o corrosivo que podría contribuir a una mejor desintegración de las láminas de sulfuro de arsénico y a la
disolución de la tinta. (N. del m.)
3 En contra de la creencia popular, el ácido arsenioso no tiene un sabor amargo, sino ligeramente azucarado. (N del
m.)


132
por el mundo en el siglo IX de nuestra Era?1. Y si ellos no fueron los descubridores o creadores
de semejante fórmula, ¿quién lo hizo? La conclusión inmediata sólo puede ser una: Yavé. Pero,
aceptando esta hipótesis, ¿quién era este Yavé, capaz de transmitir unas fórmulas químicas tan
precisas, adelantándose, además, a los tiempos? Y, sobre todo, ¿por qué un ser que se
autodefinía como Dios establecía procedimientos tan injustos y horrendos a la hora de dilucidar
la culpabilidad de una persona? Según los especialistas en toxicología y medicina legal, la mujer
que ingería una sustancia de las características citadas en las aguas amargas» sufría un cuadro
gastroenterítico. En realidad, con una dosis de 120 miligramos de este ácido arsenioso podía
provocarse la muerte de la mujer. A los pocos minutos se presentaban los signos típicos: sed
muy intensa, vómitos, deposiciones, calambres y facciones alteradas, provocando una muerte
«asfíctica». Otros expertos en venenos opinaron que quizá las «aguas amargas» podían
contener, en lugar del ácido arsenioso, otro potente tóxico, extraído de la víbora del desierto
conocida por «Gariba». En este caso, y para hacer efectivo tan mortífero veneno, los sacerdotes
introducían en la pócima la cal viva, que quemaba y desgarraba las mucosas internas de la
desdichada, haciendo activo el veneno de la víbora, inocuo por vía oral2.
Si las «aguas amargas» eran preparadas con este último veneno, siempre existía la
posibilidad de «obrar el milagro». Bastaba con suprimir el tóxico producido por la «Gariba» o
Echis Carinatus -muy frecuente en los desiertos de la península del Sinaí- para que la supuesta
adúltera no sufriera daño alguno. Naturalmente, este «truco» -enseñado también por el
sospechoso «Yavé»- se prestaba a numerosas manipulaciones de la ignorante multitud y -
¡cómo no!-, a posibles chantajes por parte de los responsables de las mencionadas «aguas
amargas».
Un asunto digno de un estudio en profundidad...
Con ciertas prisas, justificadísimas por supuesto, Andrés me fue conduciendo por las
estrechas callejuelas de la parte baja de Jerusalén, hasta llegar a una casa situada entre la
Sinagoga de los Libertos y la Piscina de Siloé, en el extremo meridional de la ciudad santa. La
fachada, enteramente de piedra labrada, ostentaba sobre el pétreo dintel un escudo circular
con una estrella de cinco puntas. En el hermoso altorrelieve, desgastado por el paso del tiempo,
pude leer la palabra «Jerusalén», formada por las cinco letras hebreas, cada una de ellas
situada entre las puntas de la no menos famosa estrella de David.
José, el de Arimatea, noble decurión (una especie de asesor del Sanedrín, en virtud de su
riqueza y estirpe noble: su familia procedía, como la de Jesús, del mítico rey David), era un
personaje de gran prestigio en la ciudad santa. Su talante liberal, fruto, sin duda, de sus viajes
por Grecia y el imperio romano, le había arrastrado desde un principio hacia las enseñanzas de
Jesús de Nazaret. Y aunque él había nacido en la aldea de Arimatea (hoy Rantís, al nordeste de
Lidda), su infancia y juventud habían transcurrido casi por completo en Jerusalén. Aquella casa
-según me contó a lo largo de aquel almuerzo- había sido levantada por sus antepasados,
justamente sobre los restos de la antigua «Ciudad de David», en el promontorio llamado Ofel.
Su considerable fortuna -amasada principalmente con los negocios de la construcción- le
había permitido acondicionar aquella mansión con los más refinados lujos, notándose en toda
su decoración una clara influencia helenística. Aquella profesión suya -y este fue uno de los
aspectos que más me atrajo de José- le había permitido, además, un estrecho contacto con el
procurador romano, Poncio Pilato. A su llegada a Judea, por orden del emperador romano
Tiberio, Pilato desplegó una gran actividad. Una de sus primeras obras fue la construcción de un
1 Aunque los griegos y los romanos conocían los sulfuros de arsénico nativos, parece ser que no se tuvo
conocimiento del ácido arsenioso -al menos en Europa- antes de la época de Geber (siglo IX). El mismo metal, aunque
citado ya por Paracelso, no fue bien definido en sus propiedades y naturaleza hasta 1732 por el famoso alquimista
Brand. (N. del m.)
2 El profesor E. Kochva, del Departamento de Zoología de la Universidad de Tel-Aviv (Israel), se manifestó también
de acuerdo con esta última hipótesis. Si las mucosas que protegen las paredes internas del paquete intestinal son
rasgadas, las «aguas amargas» pueden convertirse en un veneno activo. (N. del m.)


133
acueducto de unos 300 estadios (casi 50 kilómetros)1. Pues bien, José de Arimatea fue uno de
los principales suministradores de plomo y argamasa.
Andrés conocía bien la casa y me guió directamente al espacioso patio -a cielo abiertodonde
se hallaban el Maestro, sus discípulos, una treintena de griegos (los mismos que
abordaron a Jesús en las primeras horas de la tarde del domingo y que, al parecer, habían
recapacitado, buscando de nuevo al Maestro) y José, el de Arimatea, con los 19 miembros del
Sanedrín que habían presentado su dimisión ante las graves irregularidades del supremo
tribunal para con Jesús. La comida, consistente fundamentalmente en caza y legumbres,
transcurría ya por el tercer plato cuando tomé asiento en un extremo de la mesa.
El Nazareno, en tono cansino, parecía dirigirse a aquellos extranjeros de Alejandría, Roma y
Atenas:
-… Sé que mi hora se está acercando y estoy afligido. Percibo que mi gente está decidida a
desdeñar el reino, pero me alegro al recibir a estos gentiles, buscadores de la verdad, que
vienen hoy aquí preguntando por el camino de la luz. Sin embargo -prosiguió Jesús-, el corazón
me duele por mi gente y mi alma se turba por lo que está ante mi...
El Maestro hizo una pausa y los comensales se miraron entre sí, desconcertados ante aquella
idea obsesiva que el rabí venía manifestando día tras día.
Al entrar en el patio, yo había procurado apoyar mi vara sobre una de las paredes de
mármol blanco, pulsando el clavo que ponía en marcha la filmación. Y a decir verdad, el tiempo
que permanecí en la casa de José, mi atención estuvo más pendiente del cayado -y de que no
fuera derribado por el sin fin de siervos que entraban y salían con los manjares- que de mi
anfitrión y sus invitados.
-… ¿Qué puedo decir -continuó Jesús- cuando miro hacia adelante y veo lo que va a
ocurrirme?
Pedro clavó sus ojos azules en su hermano Andrés, pero, a juzgar por el gesto de sus
rostros, ninguno terminaba de comprender.
-… ¿Debo decir: sálvame de esa hora horrorosa? ¡No! Para este propósito he venido al
mundo e, incluso, a esta hora. Más bien diré y rogaré para que os unáis a mí: Padre, glorificad
su nombre. Tu voluntad será cumplida.
Al terminar la comida, algunos de los griegos y discípulos se levantaron, rogando al Maestro
que les explicase más claramente qué significaba y cuándo tendría lugar la «hora horrorosa».
Pero Jesús eludió toda respuesta.
Mientras recogía mi vara, me llamó la atención un espléndido vaso de cristal, encerrado
junto a una reducida colección de pequeñas piedras ovoides y esféricas en una vitrina de vidrio.
José debió percatarse de mi interés por aquellas piezas y, aproximándose, me explicó que se
trataba de un valioso vaso de diatreta, recubierto con filigranas de plata. Había sido hallado en
la Germania y constituía un ejemplar único en el difícil arte del vidrio, tan magistralmente
practicado por los romanos. En cuanto a las piedras -de unos cinco centímetros cada una-,
formaban parte de otra colección singular. Eran antiguos proyectiles de honda, de pedernal y
caliza, utilizados -según los antepasados de José- por la tropa «especial» de 700 soldados
benjaministas zurdos, «capaces de disparar contra un cabello sin errar el golpe», tal y como
cita el libro de los Jueces (20,16).
-Es muy posible -insinuó José- que David utilizase una piedra similar en su lucha contra
Goliat.
Aquel breve encuentro con el venerable José -que debería rondar ya los sesenta años- fue de
gran utilidad para los planes que Caballo de Troya había dispuesto para mi. Uno de mis
objetivos, antes del anochecer del jueves, era justamente entablar contacto con el procurador
romano en Jerusalén. Cuando le expuse mi deseo de celebrar una entrevista con Poncio Pilato,
José se mostró dubitativo. Traté entonces de ganarme su confianza, explicándole que había
trabajado como astrólogo al servicio de Tiberio y que, aprovechando mi corta estancia en
1 En su obra Guerras de los Judíos, Flavio Josefo, efectivamente, habla de este acueducto que constituyó otro de los
graves errores de Pilato. Sin el menor tacto político, el procurador mandó utilizar el tesoro que los judíos llamaban
«Corbonan» para traer el agua. Aquello provocó una revuelta, pero Pilato actuó con energía, ordenando que sus
soldados golpearan a los manifestantes con porras y palos, dando lugar a una gran mortandad. Recientes
descubrimientos arqueológicos han demostrado que el acueducto en cuestión iba hasta el monte de los Francos, en las
cercanías de Belén, sobre el que se asentaba la fortaleza del Herodium. (N. del m.)


134
Israel, sería de sumo interés para Pilato que pudiera conocer los graves acontecimientos
señalados en los astros.
José, tal y como yo esperaba, manifestó una aguda curiosidad y prometió concertar la
entrevista para la mañana del día siguiente, miércoles, siempre y cuando él pudiera estar
presente. Accedí encantado.
Hacia las dos de la tarde, Jesús se despidió de José, el de Arimatea, subiendo por las
empedradas calles hacia el muro sur del templo. En el camino advirtió a sus amigos que aquél
iba a ser su último discurso público. Pero sus hombres de confianza no hicieron comentario
alguno. En realidad, sus corazones se hallaban sumidos en una profunda confusión. ¿Es que el
Maestro, que había escapado siempre de las garras del Sanedrín, iba a dejar que lo capturasen?
Una vez en la explanada de los Gentiles, el rabí se acomodó en su lugar habitual -las
escalinatas que rodeaban el Santuario- y en un tono sumamente cariñoso comenzó a hablar:
-Durante todo este tiempo he estado con vosotros, yendo y viniendo por estas tierras,
proclamando el amor del Padre para con los hijos de los hombres. Muchos han visto la luz y,
por medio de la fe, han entrado en el reino del cielo. En relación con esta enseñanza y
predicación, el Padre ha hecho cosas maravillosas, incluida la resurrección de los muertos.
Muchos enfermos y afligidos han sido curados porque han creído. Pero toda esa proclamación
de la verdad y curación de enfermedades no ha servido para abrir los ojos de los que rehúsan
ver la luz y de los que están decididos a rechazar el evangelio del reino.
»Yo y todos mis discípulos hemos hecho lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos,
para cumplir los mandatos razonables de las leyes de Moisés y las tradiciones de Israel. Hemos
buscado persistentemente la paz, pero los dirigentes de esta nación no la tendrán. Rechazando
la verdad de Dios y la luz del cielo se colocan del lado del error y de la oscuridad. No puede
haber paz entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, entre la verdad y el error.
»Muchos de vosotros os habéis atrevido a creer en mis enseñanzas y ya habéis entrado en la
alegría y libertad de la consciencia de ser hijos de Dios. Seréis mis testigos de que he ofrecido
la misma filiación con Dios a todo Israel. Incluso, a estos mismos hombres que hoy buscan mi
destrucción. Pero os digo más: incluso ahora recibiría mi Padre a estos maestros ciegos, a estos
dirigentes hipócritas si volviesen su cara hacia él y aceptasen su misericordia...
Jesús había ido señalando con la mano a los diferentes grupos de escribas, saduceos y
fariseos que, poco a poco, fueron incorporándose a los cientos de judíos que deseaban escuchar
al rabí de Galilea. Algunos de los discípulos, especialmente Pedro y Andrés, se quedaron pálidos
al escuchar los audaces ataques de su Maestro.
-… Incluso ahora no es demasiado tarde -continuó Jesús- para que esta gente reciba la
palabra del cielo y dé la bienvenida al Hijo del Hombre.
Uno de los miembros del Sanedrín, al escuchar estas expresiones, se alteró visiblemente,
arrastrando al resto de su grupo para que abandonara la explanada. Jesús se dio perfecta
cuenta del hecho y levantando el tono de la voz, arremetió contra ellos:
-… Mi Padre ha tratado con clemencia a esta gente. Generación tras generación hemos
enviado a nuestros profetas para que les enseñasen y advirtiesen. Y generación tras
generación, ellos han matado a nuestros enviados. Ahora, vuestros voluntariosos altos
sacerdotes y testarudos dirigentes siguen haciendo lo mismo. Así como Herodes asesinó a Juan,
vosotros igualmente os preparáis para destruir al Hijo del Hombre.
»Mientras haya una posibilidad para que los judíos vuelvan su rostro hacia mi Padre y
busquen la salvación, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob mantendrá sus manos extendidas
hacía vosotros. Pero, una vez que hayáis rebasado la copa de vuestra impertinencia, esta
nación será abandonada a sus propios consejos e irá rápidamente a un final poco glorioso...
El arraigado sentido del patriotismo de los hebreos quedó visiblemente conmovido por
aquellas sentencias de Jesús. Y la multitud, que escuchaba sentada sobre las losas del Atrio de
los Gentiles, se removió inquieta, entre murmullos de desaprobación.
Pero el Nazareno no se alteró. Verdaderamente, aquel hombre era valiente.
-… Esta gente había sido llamada a ser la luz del mundo y a mostrar la gloria espiritual de
una raza conocedora de Dios... Pero, hasta hoy, os habéis apartado del cumplimiento de
vuestros privilegios divinos y vuestros líderes están a punto de cometer la locura suprema de
todos los tiempos...
Jesús hizo una brevísima pausa, manteniendo al auditorio en ascuas.


135
-… Yo os digo que están a punto de rechazar el gran regalo de Dios a todos los hombres y a
todas las épocas: la revelación de su amor.
»En verdad, en verdad os digo que, una vez que hayáis rechazado esta revelación, el reino
del cielo será entregado a otras gentes. En el nombre del Padre que me envió, yo os aviso:
estáis a un paso de perder vuestro puesto en el mundo como sustentadores de la eterna verdad
y como custodios de la ley divina. Justo ahora os estoy ofreciendo vuestra última oportunidad
para que entréis, como los niños, por la fe sincera, en la seguridad de la salvación del reino del
cielo.
»Mi Padre ha trabajado durante mucho tiempo por vuestra salvación, y yo he bajado a vivir
entre vosotros para mostraros personalmente el camino. Muchos de los judíos y samaritanos e,
incluso, de los gentiles han creído en el evangelio del reino. Y vosotros, los que deberíais ser los
primeros en aceptar la luz del cielo, habéis rehusado la revelación de la verdad de Dios
revelado en el hombre y del hombre elevado a Dios.
»Esta tarde, mis apóstoles están ante vosotros en silencio. Pero pronto escucharéis sus
voces, clamando por la salvación. Ahora os pido que seáis testigos, discípulos míos y creyentes
en el evangelio del reino, de que, una vez más, he ofrecido a Israel y a sus dirigentes la
libertad y la salvación. De todas formas, os advierto que estos escribas y fariseos se sientan
aún en la silla de Moisés y, por tanto, hasta que las potencias mayores que dirigen los reinos de
los hombres no los destierren y destruyan, yo os ordeno que cooperéis con estos mayores de
Israel. No se os pide que os unáis a ellos en sus planes para destruir al Hijo del Hombre, sino
en cualquier otra cosa relacionada con la paz de Israel. En estos asuntos, haced lo que os
ordenen y observad la esencia de las leyes, pero no toméis ejemplo de sus malas acciones.
Recordad que éste es su pecado: dicen lo que es bueno, pero no lo hacen. Vosotros sabéis bien
cómo estos dirigentes os hacen llevar pesadas cargas y que no levantan un dedo para
ayudaros. Os han oprimido con ceremonias y esclavizado con las tradiciones.
»Y aún os diré más: estos sacerdotes, centrados en sí mismos, se deleitan haciendo buenas
obras, de forma que sean vistas por los hombres. Hacen vastas sus filacterias y ensanchan los
bordes de sus vestidos oficiales. Solicitan los lugares principales en los festines y piden los
primeros asientos en las sinagogas. Codician los saludos y alabanzas en los mercados y desean
ser llamados rabís por todos los hombres. E, incluso, mientras buscan todos estos honores,
toman secretamente posesión de las viudas y se benefician de los servicios del templo sagrado.
Por ostentación, estos hipócritas hacen largas oraciones en público y dan limosna para llamar la
atención de sus semejantes.
En aquellos momentos, cuando Jesús lanzaba sus primeros y mortales ataques contra los
sacerdotes y miembros del Sanedrín, los apóstoles que se habían encargado de la instalación
del campamento en la ladera del monte Olivete hicieron acto de presencia en la explanada,
uniéndose al grupo de los discípulos. Fue una lástima que no hubieran escuchado la primera
parte del discurso de Jesús. En especial, Judas Iscariote. A título personal creo que si el traidor
hubiera sido testigo de aquellas primeras frases, ofreciendo misericordia, quizá hubiese
cambiado de parecer. Pero, por lo que pude deducir en la tarde del miércoles, la última mitad
de la plática del Maestro en el templo fue decisiva para que aquél desertara del grupo. Su
sentido del ridículo y su negativo condicionamiento al «qué dirán» estaban mucho más
acentuados en su alma de lo que yo creía.
-… Y así como debéis hacer honor a vuestros jefes y reverencias a vuestros maestros -
continuó el rabí-, no debéis llamar a ningún hombre «padre» en el sentido espiritual. Sólo Dios
es vuestro Padre. Tampoco debéis buscar dominar a vuestros hermanos del reino. Recordad: yo
os he enseñado que el que sea más grande entre vosotros debe ser sirviente de todos. Si
pretendéis exaltaros a vosotros mismos ante Dios, ciertamente seréis humillados; pero, el que
se humille sinceramente, con seguridad será exaltado. Buscad en vuestra vida diaria, no la
propia gloria, sino la de Dios. Subordinad inteligentemente vuestra propia voluntad a la del
Padre del cielo.
»No confundáis mis palabras. No tengo malicia para con estos sacerdotes principales que,
incluso, buscan mi destrucción. No tengo malos deseos contra estos escribas y fariseos que
rechazan mis enseñanzas. Sé que muchos de vosotros creéis en secreto y sé que profesaréis
abiertamente vuestra lealtad al reino cuando llegue la hora. Pero, ¿cómo se justificarán a sí
mismos vuestros rabís si dicen hablar con Dios y pretenden rechazarle y destruir al que viene a
los mundos a revelar al Padre?


136
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Hipócritas...! Cerráis las puertas del reino del cielo a
los hombres sinceros porque son incultos en las formas. Rehusáis entrar en el reino y, al mismo
tiempo, hacéis todo lo que está en vuestra mano para evitar que entren los demás.
Permanecéis de espaldas a las puertas de la salvación y os pegáis con todos los que quieren
entrar.
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! ¡Sois hipócritas! Abarcáis el cielo y la tierra para hacer
prosélitos y, cuando lo habéis conseguido, no estáis contentos hasta que les hacéis dos veces
más malos que lo que eran como hijos de los gentiles.
»¡Ay de vosotros, sacerdotes y jefes principales! Domináis la propiedad de los pobres y
exigís pesados tributos a los que quieren servir a Dios. Vosotros, que no tenéis misericordia,
¿podéis esperarla de los mundos venideros?
»¡Ay de vosotros, falsos maestros! ¡Guías ciegos! ¿Qué puede esperarse de una nación en la
que los ciegos dirigen a los ciegos? Ambos caerán en el abismo de la destrucción.
»¡Ay de vosotros, que disimuláis cuando prestáis juramento! ¡Sois estafadores! Enseñáis que
un hombre puede jurar ante el templo y romper su juramento, pero el que jura ante el oro del
templo permanecerá ligado. ¡Sois todos ciegos y locos...!
Jesús se había puesto en pie. El ambiente, cargado por aquellas verdades como puños que
todo el mundo conocía pero que nadie se atrevía a proclamar en voz alta y mucho menos en
presencia de los dignatarios del templo, se hacía cada vez más tenso. Nadie osaba respirar
siquiera. Los discípulos, cada vez más acobardados, bajaban el rostro o miraban con temor a
los grupos de sacerdotes.
Pero el Nazareno parecía dispuesto a todo...
-… Ni siquiera sois consecuentes con vuestra deshonestidad. ¿Quién es mayor: el oro o el
templo?
»Enseñáis que si un hombre jura ante el altar, no significa nada. Pero si uno jura ante el
regalo que está ante el altar, entonces permanece como deudor. ¡Sois ciegos a la verdad!
¿Quién es mayor: el regalo o el altar que santifica al regalo? ¿Cómo podéis justificar tanta
hipocresía y deshonestidad?
»¡Ay de vosotros, escribas y fariseos! Os aseguráis de que traigan diezmos, menta y comino
y, al mismo tiempo, no os preocupáis de los asuntos más pesados de la fe, misericordia y
justicia. Con razón debéis hacer lo uno, pero sin olvidar lo otro. ¡Sois ciertamente maestros
ciegos y sordos! Rechazáis al mosquito y os tragáis el camello...
»¡Ay de vosotros, escribas, fariseos e hipócritas! Sois escrupulosos para limpiar la parte
exterior de la taza y de las fuentes, pero dentro permanece la mugre de la extorsión, de los
excesos y de la decepción. Sois espiritualmente ciegos. Reconoced conmigo que sería mejor
limpiar primero el interior de la taza. Entonces, lo que desbordase de ella limpiaría el exterior.
¡Malvados réprobos! Hacéis que los actos exteriores de vuestra religión sean conformes a la
letra mientras vuestras almas están empapadas de iniquidad y asesinatos.
»¡Ay de vosotros, todos los que rechazáis la verdad y desdeñáis la misericordia! Muchos de
vosotros sois como sepulcros blanqueados. Por fuera parecen hermosos pero, por dentro, están
llenos de huesos de hombres y de toda clase de falta de limpieza. Aún así, vosotros, los que
rechazáis a sabiendas el consejo de Dios, aparecéis ante los hombres como santos y rectos,
pero, por dentro, vuestros corazones están inflamados por la hipocresía.
»¡Ay de vosotros, falsos guías de la nación! A lo lejos habéis construido un monumento a los
profetas martirizados por los antiguos, mientras que vosotros conspiráis para destruir a aquél
de quien ellos hablaron. Adornáis las tumbas de los rectos y os halagáis a vosotros mismos
diciendo que, de haber vivido en tiempos de vuestros padres, no hubierais matado a los
profetas. Y con este pensamiento tan recto os preparáis para asesinar a aquel de quien
hablaron los profetas: el Hijo del Hombre. ¡Adelante, pues, y llenad hasta el borde la copa de
vuestra condena!
»¡Ay de vosotros, hijos del pecado! Juan os llamó en verdad los vástagos de las víboras. Y yo
me pregunto: ¿cómo podéis escapar al juicio que Juan pronunció sobre vosotros?
El Nazareno guardó unos segundos de silencio, mientras los miembros del Sanedrín -rojos de
ira- iban tomando notas en los rollos o «libros» que solían portar en sus brazos. Aquel hecho
me trajo a la mente otra realidad que, tal y como venía comprobando, resultaría lamentable.
Ninguno de los apóstoles o seguidores de Jesús tornaba jamás una sola nota de cuanto hacía y,
sobre todo, de cuanto decía su Maestro. Dadas las múltiples enseñanzas del rabí de Galilea y su


137
considerable extensión -como el discurso que pronunciaba en aquellos momentos-, iba a
resultar poco menos que imposible que sus palabras pudieran ser recogidas en el futuro con
integridad y total fidelidad. Era una lástima que ninguno de aquellos hombres se hubiera
propuesto la importantísima misión de ir recogiendo las pláticas y hechos que protagonizó el
Nazareno. Aquella misma noche, en el campamento del Olivete, tendría ocasión de comprobar
que no estaba equivocado en mis apreciaciones personales...
-… Pero yo os ofrezco en nombre de mi Padre misericordia y perdón. Incluso ahora -añadió
Jesús en un tono más suave y conciliador- os ofrezco mi mano. Mi Padre os envió a los profetas
y a los sabios. A los primeros los matasteis y a los segundos los perseguís. Entonces apareció
Juan, proclamando la venida del Hijo del Hombre y a él le destruisteis, a pesar de que muchos
habían creído en sus enseñanzas. Y ahora os preparáis para derramar más sangre inocente.
¿Comprendéis que llegará un día terrible en el que el Juez de toda la tierra os pedirá cuentas
por la forma en que habéis rechazado, perseguido y destruido a estos mensajeros del cielo?
¿Comprendéis que debéis rendir cuenta de toda esta sangre honrada, desde el primer profeta,
asesinado en los tiempos de Zechariah entre el Santuario y el altar? Y yo os digo más: si
proseguís con esta conducta malvada, esa cuenta puede ser exigida, incluso, a esta misma
generación.
»¡Oh, Jerusalén e hijos de Abraham! Vosotros, que habéis apedreado a los profetas y
asesinado a los maestros, incluso ahora reuniría a vuestros hijos como la gallina reúne a sus
polluelos bajo sus alas... ¡Pero no queréis!
»Ahora os voy a dejar. Habéis oído mi mensaje y tomado vuestra decisión. Los que han
creído en mi evangelio están salvados. Los que habéis elegido rechazar el regalo de Dios no me
veréis más enseñar en el templo. Mi trabajo está hecho.
»¡Tened cuidado ahora! Yo sigo con mis hijos y vuestra casa queda desolada...
Las crudas denuncias de Jesús de Nazaret habían cerrado toda posibilidad de reconciliación
con los dirigentes del Sanedrín y de la clase sacerdotal de Jerusalén. Al terminar sus palabras,
el Maestro ordenó a sus discípulos que le siguieran y todos salimos del templo, en dirección al
campamento del Olivete. Pero en el ambiente de la ciudad santa quedó flotando una pregunta:
«¿Qué suerte le aguardaba al rabí de Galilea?»
Cuando nos disponíamos a salir, uno de los doce -Mateo, que recordaba la profecía de su
Maestro en la cima del monte de las Aceitunas- se aproximó a Jesús y señalándole los pesados
sillares de la muralla del Templo, le comentó con evidente incredulidad:
-Maestro, observa de qué forma está construido esto. Mira las piedras macizas y los
hermosos adornos. ¿Cómo puede ser que estas edificaciones vayan a ser destruidas?
El rabí, sin aminorar su marcha por las calles de la ciudad, rumbo a la puerta de la Fuente, le
dijo:
-¿Habéis visto esas piedras y ese templo macizo? Pues en verdad, en verdad os digo que
llegarán días muy próximos en los que no quedará piedra sobre piedra. Todas serán echadas
abajo.
Y el gigante guardó silencio. El resto del grupo se enzarzó entonces en interminables
polémicas, considerando que era muy difícil que aquella fortaleza pudiera ser demolida. «Ni
siquiera el fin del mundo -llegaron a insinuar algunos de los apóstoles- podría ocasionar la
destrucción del Templo.»
El día apuntaba ya hacia el ocaso y Jesús, tratando de evitar a la muchedumbre de
peregrinos que iban y venían por el valle de Kidrón, sugirió a sus discípulos que dejaran el
camino que conducía a Betania, tomando uno de los senderos que discurre por la ladera sur del
Olivete, en dirección norte.
Al alcanzar una de las cimas, Jerusalén surgió de pronto a nuestra izquierda, majestuoso y
bañado en oro por los últimos rayos solares. En el santuario y en las callejas habían empezado
a encenderse las primeras lámparas de aceite. Aquel espectáculo hizo detenerse al grupo,
mientras uno de los discípulos -señalando a la ciudad santa- preguntaba a Jesús:
-Dinos, Maestro, ¿cómo sabremos que estos acontecimientos están a punto de ocurrir?
El grupo terminó por sentarse sobre la hierba y el rabí, de pie y sin prisa, les fue diciendo:
-Sí, os contaré algo sobre los tiempos en que esta gente habrá llenado la copa de su
iniquidad y la justicia caerá sobre esta ciudad de nuestros padres...


138
»Estoy a punto de dejaros. Voy a mi Padre. Cuando os deje, tened cuidado de que ningún
hombre os engañe. Muchos vendrán como libertadores y llevarán a muchos por el mal camino.
Cuando oigáis rumores sobre guerras, no os consternéis. Aunque todo eso ocurra, el fin de
Jerusalén no habrá llegado aún. Tampoco debéis preocuparos cuando seáis entregados a las
autoridades civiles y seáis perseguidos por el evangelio...
Los apóstoles se miraron con el miedo reflejado en los semblantes.
-… Seréis despedidos de la sinagoga y hechos prisioneros por mi causa. Y algunos de
vosotros morirán. Cuando seáis llevados ante gobernadores y dirigentes será como testimonio
de vuestra fe y para que mostréis firmeza en el evangelio del reino. Y cuando estéis ante
jueces, no tengáis angustia de antemano sobre lo que debáis decir: el espíritu os enseñará en
ese mismo momento lo que debéis contestar a vuestros adversarios. En esos días de dolor,
incluso vuestros parientes, bajo la dirección de aquellos que han rechazado al Hijo del Hombre,
os entregarán a la prisión y a la muerte. Por cierto tiempo seréis odiados por mi causa pero,
incluso en esas persecuciones, no os abandonaré. Mí espíritu no os dejará desamparados. ¡Sed
pacientes! No dudéis que el evangelio del reino triunfará sobre todos los enemigos y, a su
tiempo, será proclamado por todas las naciones.
El Maestro guardó silencio mientras miraba a la ciudad. Y yo, sentado con los demás, quedé
maravillado ante la precisión de aquellas frases. Ciertamente, cuarenta años más tarde, cuando
las legiones de Tito cercaron y asolaron Jerusalén, ninguno de los apóstoles se hallaba en la
ciudad. De no haber sido advertidos por el Maestro. hubiera sido más que probable que
algunos, quizá, hubieran perecido o hechos prisioneros.
El silencio fue roto por Andrés:
-Pero Maestro, si la ciudad santa y el templo van a ser destruidos y si tú no estás aquí para
dirigirnos, ¿cuándo deberemos abandonar Jerusalén?
Jesús, entonces, procuró ser extremadamente claro y preciso:
-Podéis quedaros en la ciudad después de que yo me haya ido, incluso en esos tiempos de
dolor y amarga persecución. Pero, cuando finalmente veáis a Jerusalén rodeada por los
ejércitos romanos tras la revuelta de los falsos profetas, entonces sabréis que su desolación
está en puertas. Entonces debéis huir a las montañas. No dejéis que nadie os detenga ni
permitáis que otros entren. Habrá una gran tribulación. Serán los días de la venganza de los
gentiles. Cuando hayáis huido de la ciudad, esa gente desobediente caerá bajo el filo de las
espadas de los gentiles. Entretando os aviso: no os dejéis engañar. Si algún hombre viene a
deciros: «Mira, éste es el Libertador» o «Mira, aquí está él», no le creáis. Saldrán muchos falsos
maestros y otros serán llevados por el mal camino. No os dejéis engañar. Ya veis que os lo he
advertido de antemano.
¡Qué rotundas y proféticas sonaron aquellas palabras en mis oídos! Los apóstoles y
discípulos no podían sospechar siquiera la sublime realidad de aquella profecía. Para cualquiera
que haya estudiado, aunque sólo sea someramente, la aproximación de los ejércitos romanos a
Jerusalén poco antes de la luna llena de la primavera del año 70, la advertencia del Maestro
tiene que resultar lapidaria. Tal y como acababa de anunciar el Galileo, Israel se convertiría en
un infierno entre los años 66 y 70. En aquel tiempo, el partido de los zelotes o «fanáticos»,
armados hasta los dientes, terminaron por sublevar a toda la comunidad judía. En mayo del
año 66, la guarnición romana es arrollada, como consecuencia de la petición del procurador
Floro, que exigió 17 talentos del tesoro del Templo. Los judíos toman Jerusalén y prohíben el
sacrificio diario en honor al Emperador. Aquello colma la paciencia de Roma, que envía una
legión, a las órdenes del gobernador de Siria, Cestio Gallo. Pero las revueltas han encendido el
país y los romanos se ven obligados a retirarse.
La nación judía se prepara para la guerra v fortifica sus ciudades, siendo nombrado
generalísimo de sus ejércitos el que después sería historiador, Flavio Josefo.
Y, en efecto, Nerón confía tres legiones a Tito Flavio Vespasiano quien, acompañado de su
hijo Tito, cae sobre Galilea, machacándola. Pero Nerón se suicida y Tito Flavio tiene que
regresar precipitadamente a Roma. Su hijo se encargaría de ultimar la gran venganza de Roma.
Los hebreos quedan sobrecogidos al ver pasar hacia Jerusalén miles de soldados,
pertenecientes a las legiones 5.ª, 10.ª, 12.ª y 15.ª, a acompañados de fuerzas de caballería y
tropas auxiliares, así como un pesado equipo de asalto y demolición. En total: 80000 hombres
que -tal y como profetizó Jesús en el año 30- fueron tomando Posiciones y cercando la ciudad
santa. Jerusalén, repleta de peregrinos, se ve sometida a fuertes tensiones internas, a la locura



139
de súbitas apariciones de «libertadores» que tratan de arrastrar a las masas y al miedo. Pero,
para cuando los hombres de Tito comienzan los ataques, los apóstoles de Jesús, que recordaron
aquellas palabras pronunciadas en la tarde del martes, 4 de abril del año 30, frente a Jerusalén,
ya habían escapado de la ciudad. Pocos meses después, la artillería romana -capaz de arrojar
piedras de un quintal de peso a 185 metros de distancia- arrasaría Jerusalén, no dejando piedra
sobre piedra.
Pedro, a pesar de su buena voluntad, no parecía comprender lo que Jesús les estaba
anunciando. Por sus comentarios deduje que asociaba aquella destrucción con el «fin del
mundo» y no con la caída de Jerusalén. Al formular su pregunta al rabí me convencí
plenamente:
-Pero Maestro -apuntó Pedro-, todos sabemos que estas cosas pasarán cuando los nuevos
cielos y la nueva tierra aparezcan. ¿Cómo sabremos entonces que tú vienes para traer todo
esto?
El gigante le miró con infinita compasión, comprendiendo que su fogoso amigo no había
captado su mensaje. Y le dijo:
-Pedro, siempre yerras porque siempre tratas de relacionar la nueva enseñanza con la vieja.
Estás decidido a malinterpretar mi enseñanza. Insistís en interpretar el evangelio, de acuerdo
con vuestras creencias establecidas. Sin embargo, trataré de explicaros.
»¿Por qué sigues buscando que el Hijo del Hombre se siente en el trono de David y esperas
que se cumplan los sueños materiales de los judíos? Las cosas que ahora aprecias van a
finalizar y será un nuevo comienzo, a partir del cual el evangelio del reino llegará a todo el
mundo. Cuando el reino llegue a su pleno cumplimiento, estad seguros de que el Padre del cielo
no dejará de visitaros. Y así seguirá mi Padre manifestando su misericordia y mostrando su
amor, incluso a este oscuro y malvado mundo. Y así, después de que mi Padre me haya
investido de todo poder y autoridad, yo también seguiré vuestros destinos, guiándoos en los
asuntos del reino con la presencia de mi espíritu, que pronto será vertido sobre toda la carne.
Estaré por tanto presente entre vosotros en espíritu y prometo que alguna vez volveré a este
mundo, en el que he vivido esta vida de la carne y tenido la experiencia de revelar
simultáneamente Dios al hombre y llevar al hombre a Dios. Muy pronto he de dejaros y realizar
la obra que el Padre ha confiado en mis manos, pero tened coraje: volveré alguna vez.
Entretanto, mi espíritu de verdad os confortará y guiará.
Sin esperarlo, Jesús había pasado de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén a un
extremo que me interesaba profundamente y que yo había tratado ya con él: su anunciada y
confusa segunda venida a la Tierra. Así que todos mis sentidos se centraron en aquellas
palabras, tan mal interpretadas y peor transmitidas en el futuro por sus seguidores.
-… Ahora me veis en la debilidad y en la carne. Pero, cuando vuelva -remachó el rabí
desviando su mirada hacia mí-, será con poder y espíritu. El ojo de la carne ve al Hijo del
Hombre en carne, pero sólo el ojo del espíritu contemplará al Hijo del Hombre glorificado por el
Padre y apareciendo en la tierra con su propio nombre.
»Pero los tiempos de la reaparición del Hijo del Hombre sólo son conocidos por los "consejos
del paraíso". Ni siquiera los ángeles saben cuándo ocurrirá esto. Sin embargo, debéis
comprender que, cuando este evangelio del reino haya sido proclamado por todo el mundo para
la salvación de los hombres y cuando la plenitud de la época haya llegado, el Padre os enviará
otro otorgamiento de designación divina, o el Hijo del Hombre volverá para cerrar la época
Al escuchar aquellas revelaciones quedé perplejo. Y tentado estuve de tomar la palabra e
interrogar a Jesús sobre ese misterioso «cierre» de una época. Sin embargo, mí condición de
estricto observador me mantuvo al margen de la conversación.
Y ahora, en relación con el dolor de Jerusalén, en verdad os digo que ni esta generación
transcurrirá sin que se cumplan mis palabras. En cuanto a la nueva venida del Hijo del Hombre,
nadie en la tierra ni en el cielo puede pretender hablar.
Como si el rabí hubiera leído mis pensamientos, prosiguió con estas palabras:
-… Debéis ser sabios en relación con la madurez de una época Debéis estar alerta para
discernir los signos de los tiempos. Sabéis que cuando la higuera muestra sus tiernas ramas y
adelanta sus hojas, el verano está cerca. De igual forma, cuando el mundo haya pasado el largo
invierno de la mentalidad material y veáis la venida de la primavera espiritual, entonces debéis
saber que ha llegado el verano para mi nueva visita.


140
De todas las enseñanzas del Nazareno, ninguna, en mi opinión, resultó tan confusa como
aquélla para las mentes de sus apóstoles y simpatizantes. Cuando uno lee lo que fue escrito
lustros después de su muerte respecto a esta segunda venida y a la destrucción de Jerusalén, y
conoce, como yo, el verdadero sentido del discurso de Jesús en aquel atardecer del martes, no
puede por menos que sentir una gran desolación. Al menos en esta parte, los evangelios
canónicos fueron pésimamente construidos. Pero, desgraciadamente, no iba a ser éste el único
pasaje ignorado o mal interpretado por los evangelistas...
Una luna casi llena se levantaba ya por el este cuando el grupo reemprendió el camino.
Jesús, a la cabeza, continuó por la accidentada cima del Olivete, siempre en dirección norte. Al
llegar a las proximidades del campamento público, donde se habían instalado los peregrinos
procedentes de Galilea, el Maestro se desvió hacia la derecha, procurando rodear las tiendas y
el sinfín de hogueras que se distinguían a corta distancia, en la ladera occidental del monte.
Evidentemente, el rabí no deseaba un nuevo encuentro con sus paisanos y amigos. Minutos
más tarde, cuando nos hallábamos frente al santuario del templo, comenzamos a descender
hacia el Cedrón, cruzando una de las veredas que lleva desde Jerusalén a Betania. La oscuridad
no me permitía distinguir con claridad el entorno pero deduje que no debía encontrarme muy
lejos del «punto de contacto», donde reposaba el módulo. (Quizá fueran 1000 o 1500 pies lo
que nos separaba de Eliseo.)
El grupo penetró entonces en una de las plataformas naturales que tanto abundaban en la
falda Oeste del monte de las Aceitunas. Aunque a la mañana siguiente pude explorar el terreno
con mayor comodidad, observé que se trataba de una explanada de unos sesenta a ochenta
metros de largo, por otros treinta a cuarenta de lado, perfectamente cercada por un murete de
piedra de un metro escaso de altura. En uno de los lados del rectángulo, y muy próxima a la
cancela de entrada, distinguí una enorme cuba de piedra de metro y medio de altura. Al fondo,
confundidos en la oscuridad, se alineaban unos olivos de gruesos y torturados troncos.
Jesús y los discípulos se dirigieron directamente hacia la derecha del olivar. A muy pocos
pasos, y aprovechando el muro, los hombres del Nazareno habían montado dos rudimentarias
tiendas o albergues. Varias piezas de tela embreadas y ensambladas a base de cuerdas
constituían la techumbre. Las lonas, de unos cuatro metros de profundidad por otros tres de
anchura, aparecían apuntaladas por dos rugosas ramas de conífera en su parte frontal y por
una tercera, situada en el centro de la tienda. La techumbre terminaba en el cercado de piedra.
Allí, las telas habían sido tensadas y aseguradas mediante gruesas piedras. Los laterales, a su
vez, estaban formados por otras dos bandas de paño y pieles de cabra, pésimamente cosidas
entre sí. La entrada, de unos dos metros de altura sobre el terreno rojizo y polvoriento, carecía
de protección.
A la luz de la fogata que se levantaba frente a los dos refugios pude observar que el suelo de
las tiendas había sido cubierto con mantos y esteras. Al fondo de las mismas percibí algunos
bultos que supuse se trataba de enseres y útiles para cocinar. Pero, como digo, la oscuridad era
tan densa que preferí posponer para el día siguiente un más exhaustivo reconocimiento del
terreno y de cuanto formaba aquel huerto, propiedad del viejo Simón, «el leproso».
El reencuentro con el resto de los discípulos levantó los decaídos ánimos de los hombres que
acompañaban a Jesús. Y muy pronto nos vimos sentados en torno al fuego. La temperatura
había descendido notablemente y los apóstoles, apretados los unos contra los otros, se habían
envuelto en sus pesados ropones. Allí, entre los reflejos rojizos de las ramas de nogal e higuera
(de las que Felipe, el encargado de los suministros, había hecho abundante acopio),
chisporroteando bajo un cielo estrellado, conocí por primera vez a un muchachito de unos doce
o trece años, de cabeza rapada y acusadas ojeras, que no pronunció una sola palabra y que
seguía las enseñanzas y gestos del Maestro con un interés y devoción como no había visto
hasta ese momento. Su nombre era Juan Marcos e iba a jugar un importante papel en las ya
próximas horas del jueves.
La conversación de Jesús con sus apóstoles mientras regresábamos al campamento de
Getsemaní trascendió de inmediato entre los discípulos y, muy a pesar del rabí, el asunto de su
partida no tardó en aparecer en mitad de aquellos hombres rudos y lentos de pensamiento.
Tomás, tomando la palabra, se dirigió al Maestro, preguntándole:
-Puesto que vas a volver para terminar el trabajo del reino, ¿cuál debe ser nuestra actitud
mientras estés fuera, en los asuntos del Padre?


141
Jesús, sentado al otro lado de la hoguera, jugueteaba con un palo, removiendo la candela.
Aquellas altas llamas daban a su rostro una extraña majestad. Con una paciencia envidiable, el
Nazareno miró a Tomás por encima del fuego, respondiéndole:
-Ni siquiera tú, Tomás, aciertas a comprender lo que he estado diciendo. ¿No os he
enseñado que vuestra relación con el reino es espiritual e individual? ¿Qué más debo deciros?
La caída de las naciones, la rotura de los imperios, la destrucción de los judíos no creyentes, el
fin de una época e, incluso, el fin del mundo, ¿qué tienen que ver con alguien que cree en este
evangelio y que ha cobijado su vida en la seguridad del reino eterno? Vosotros, que conocéis a
Dios y creéis en el evangelio, habéis recibido ya la seguridad de la vida eterna. Puesto que
vuestras vidas están en manos del Padre, nada os debe preocupar. Los ciudadanos de los
mundos celestiales, los constructores del reino, no deben preocuparse Por las sacudidas
temporales o perturbarse por los cataclismos terrestres. ¿Qué os importa a vosotros si las
naciones se hunden, las épocas finalizan o todas las cosas visibles caen, si sabéis que vuestra
vida es un regalo del Hijo y que está eternamente segura en el Padre? Habiendo vivido la vida
temporal con fe y habiendo entregado los frutos del espíritu como prueba de servicio por
vuestros semejantes, podéis mirar adelante con confianza.
»Cada generación de creyentes debe llevar adelante su obra, con vistas al posible retorno
del Hijo del Hombre, exactamente igual a como cada creyente particular lleva adelante su vida,
con vistas a la inevitable y siempre pronta muerte natural. Cuando os hayáis establecido como
hijos de Dios, nada más debe preocuparos. ¡Pero no os equivoquéis. Esta fe viva pone de
manifiesto -cada vez más- los frutos de aquel divino espíritu que fue inspirado por primera vez
en el corazón humano. El que hayáis aceptado ser hijos del reino celestial no os salvará de
conocer el rechazo persistente de esas verdades que tienen que ver con los frutos progresivos
espirituales de los hijos encarnados de Dios. Vosotros, que habéis estado conmigo en los
asuntos del Padre en la tierra, podéis, incluso, abandonar ahora ese reino. Si veis que no os
gusta la forma del servicio de la humanidad al Padre, como individuos y como creyentes, oídme
mientras os digo una parábola...
Sin querer, al escuchar aquellas últimas frases de Jesús, desvié mi mirada hacia Judas
Iscariote. El hombre que ya había desertado en su corazón seguía las palabras de su Maestro
con una frialdad que me produjo escalofríos.
-… Hubo cierto hombre -prosiguió el Nazareno- que, antes de marchar para un largo viaje a
otro país, llamó a todos sus sirvientes de confianza y les entregó todos sus bienes. A uno le dio
cinco talentos1, a otro dos y al tercero, uno. A todos les confió sus bienes, según sus distintas
habilidades. Cuando el señor hubo marchado, sus sirvientes se pusieron a trabajar para sacar
beneficios de la fortuna que les había sido confiada. Inmediatamente, el que había recibido
cinco talentos comenzó a comerciar con ellos y muy pronto hizo un beneficio de otros cinco
talentos. De igual modo, el que había recibido dos talentos pronto ganó otros dos. Y así lo
hicieron todos los sirvientes, acumulando nuevas ganancias para su amo, excepto el tercero.
Este se marchó e hizo un agujero en la tierra, escondiendo el dinero. Pero el señor volvió
inesperadamente y llamó a sus criados. El que había recibido cinco talentos se adelantó hasta
su señor y, entregándole los diez le dijo: "Señor me distes cinco talentos y me complace
presentarte otros cinco." Entonces, el señor le dijo: "Bien hecho, buen y fiel sirviente. Te haré
mayordomo de muchos." Entonces, el que había recibido dos talentos, avanzó diciendo: "Señor,
entregastes en mis manos dos talentos. Mira, he ganado otros dos." Y su señor le dijo: "Bien
hecho, buen y fiel sirviente. Tú también has sido fiel y ahora te pondré por encima de otros."
Por último, llegó al recuento el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, te conocía y
me di cuenta de que eres un hombre astuto porque esperabas ganancias cuando tú,
personalmente, no habías trabajado. Por tanto yo temía arriesgar lo que me habías confiado..
Yo guardé tu talento a salvo en la tierra y aquí está. Ahora tienes lo que te pertenece." Pero su
señor contestó:
"Eres un criado indolente y perezoso. Por tus propias palabras has confesado que sabías que
te iba a pedir cuentas con beneficio razonable, como tus compañeros lo han hecho. Sabiendo
esto deberías, al menos, haber colocado mi dinero en manos de los banqueros para que, a mi
vuelta, yo pudiera recibir mi dinero con interés."
1 Un talento equivalía a 6.000 denarios. Los ocho talentos, por tanto, eran una considerable fortuna. (N. del m.)


142
"Entonces, el señor dijo al jefe de los criados: "Quitad el talento a este sirviente y dádselo al
que tiene diez."
»A todo el que tiene, le será dado mucho más y tendrá abundancia. Pero, al que no tiene,
incluso, lo poco que tenga le será quitado. No os podéis quedar quietos en los asuntos del reino
eterno. Mi Padre exige que todos sus hijos crezcan en gracia y en conocimiento de la verdad.
Vosotros, que conocéis estas verdades, debéis producir el incremento de los frutos del espíritu
y manifestar una devoción creciente en el generoso servicio a vuestros compañeros sirvientes.
Y recordad que lo que deis al más pequeño de mis hermanos lo habréis hecho en servicio mío.
"Y así debéis hacer la obra del Padre, ahora y más adelante. Continuad hasta que yo venga.
»La verdad es la vida. El espíritu de la verdad siempre dirige a los hijos de la luz a nuevos
reinos de realidad espiritual y divino servicio. No se os da la verdad para que la cristalicéis en
formas hechas, seguras y honorables.
»¿Qué pensarán las generaciones futuras de aquellos depositarios de la verdad, si les oyen
decir?: "Aquí, Maestro, está la verdad que nos confiaste hace cientos o miles de años. No
hemos perdido nada. Hemos preservado fielmente todo lo que nos diste. No hemos permitido
cambios en lo que nos enseñaste. Aquí está la verdad que nos diste."
»Libremente habéis recibido. Por tanto, libremente debéis dar la verdad del cielo. En verdad,
en verdad os digo que entonces, esa verdad se multiplicará e irradiará nueva luz. Incluso,
cuando la administréis vosotros.
Bien entrada ya la noche, el grupo se levantó, repartiéndose entre las tiendas. Jesús, sin
embargo, siguió solo, frente a la hoguera, sumido en sus pensamientos. Yo me instalé al pie de
uno de los añosos olivos, envolviéndome en el manto. Y antes de que el Nazareno se retirara a
descansar a una de las tiendas, el sueño terminó por doblegarme.
5 DE ABRIL, MIÉRCOLES
Poco antes que las madrugadoras golondrinas despertaran al campamento con sus negros v
tumultuosos vuelos, Eliseo me había alertado ya, mediante la «conexión auditiva», de la
proximidad del amanecer.
-… La «cuna» registra 9 grados centígrados. Ligero descenso de la humedad relativa...
Parece que el viento se ha incrementado. Se prevén algunas rachas de 20 a 40 nudos,
especialmente durante la tarde... Suerte!
Elíseo no se equivocaba. Aquellos primeros momentos del día se me antojaron especialmente
fríos. El celeste de mi manto aparecía salpicado por un sinfín de gotitas de rocío. Otro tanto
sucedía con la escasa hierba que lograba despuntar al pie de algunos olivos.
Conforme fue clareando, un lejano y misterioso castañeteo comenzó a intrigarme. Parecía
nacer en alguna parte, al fondo del campo donde me encontraba. Me incorporé y tras echar una
ojeada al campamento comprobé que todo se hallaba en calma. Los discípulos dormían en el
interior de las tiendas. Otros, envueltos en sus ropones, descansaban al pie del muro de piedra
o, como yo, bajo la primera hilera de olivos. Frente a los albergues, en el pequeño claro
existente en la entrada del huerto, se distinguían las cenizas de la hoguera. El Maestro -supusedebía
estar durmiendo.
Pero aquel castañeteo seguía llenando la cada vez más luminosa mañana, rompiendo el
profundo silencio de Getsemaní. No lo dudé más. Tomé la «vara de Moisés» y me dirigí hacia el
interior de la finca, siguiendo el cercado de piedra. Aquella propiedad de Simón, el vecino de
Betania, estaba dedicada exclusivamente al cultivo del olivar. Desde el lugar donde habían sido
plantadas las tiendas, el terreno iba elevándose ligeramente. Al llegar al fondo del huerto había
contabilizado medio centenar de viejos olivos, alineados de cuatro en fondo. Algunos de
aquellos árboles me impresionaron por su envergadura. Uno de ellos, en especial, debía
alcanzar los ocho metros de circunferencia. De sus nudosos y torturados troncos fluía una
sustancia de color pardo-rojiza, formando reguerillos brillantes al incipiente sol que avanzaba
ya por detrás de la cima del Olivete.
Los últimos metros del rectángulo que constituía el huerto de Los Olivos -donde iba a tener
lugar la famosa oración de Jesús- experimentaban una elevación más acusada. El misterioso


143
ruido se había hecho más claro e intenso. Dejé atrás el olivar y a poco más de diez metros
apareció ante mí una masa pétrea de unos cinco metros de altura, con una entrada más ancha
que alta (tuve que inclinarme para penetrar en ella), que conducía al interior de una gruta
natural. Frente a la cueva se derramaban otras formaciones de caliza blanca, muy erosionadas
por la lluvia y el viento. La presencia de la mole rocosa y de las piedras -de escasamente 30 o
40 centímetros de altura- que ocupaban aquel extremo del huerto explicaban por qué Simón no
había podido aprovechar el lindero norte en el cultivo del olivar. A la derecha de la cueva, y casi
pegado a la roca, crecía un corpulento árbol. Al levantar la vista, el insólito castañeteo quedó
explicado. Se trataba de un cañafístula. Aquel hermoso ejemplar -muy parecido al nogalestaba
siendo mecido sin cesar por el viento y sus largos frutos, al chocar entre sí, emitían
aquel penetrante castañeteo. Entre el árbol y el murete de piedra, adosado en aquel punto a la
cara este de la cueva, descubrí una pequeña plantación de gálbano y tragacanto, ambos de
reconocidas virtudes medicinales.
La gruta, prácticamente sumida en la oscuridad, tenía unos 19 metros de profundidad por
otros 10 de anchura. Su techo, muy bajo en los primeros metros de la entrada, se hacia
bastante más alto en el interior. Las paredes habían sido encaladas. En uno de sus laterales -el
que quedaba orientado hacia el este- aparecían dos prolongaciones o grutas más pequeñas. En
una de ellas había una prensa de madera, destinada, sin duda, a la trituración de la aceituna, a
juzgar por el olor y los restos de aceite que, medio reseco, impregnaban aún el interior de la
prensa. Una larga viga, que hacía las veces de brazo de la prensa, se incrustaba en una
pequeña cavidad situada a poco más de un metro, en la pared meridional de la gruta.
Al fondo, en la cara norte, sobre una estera, descansaban varios sacos. Dos de ellos
contenían trigo y los tres restantes, higos secos, legumbres de diferentes tipos, cebollas,
puerros, ajos, etc. (Después supe que se trataba del suministro que Felipe había comprado en
la mañana del día anterior y que constituía la dieta básica de los hombres que formaban el
campamento.)
Inspeccioné también la parte exterior de la gruta, comprobando cómo por su cara norte -en
el extremo opuesto a la entrada- había sido practicado un canalillo que descendía hasta una
especie de pila de depuración. Simón había excavado la cima de la enorme roca, aprovechando
así las aguas de lluvia que descenderían por el citado canalillo hasta la pila. De allí, una vez
filtrada, el agua era acumulada en una concavidad inferior, practicada también en la roca.
Una vez satisfecha mi curiosidad, retorné al campamento, siguiendo esta vez el muro
occidental. Al llegar a la entrada del huerto, algunas de las mujeres del grupo de Jesús se
afanaban ya en torno a un incipiente fuego. Mientras dos de ellas molían el grano, preparando
la harina de trigo, otras acarreaban agua, llenando varios lebrillos. A la derecha de la cancela, y
pegada al muro, se hallaba la gran cuba de piedra que yo había visto la noche anterior. Se
trataba de una vieja almazara o molino de aceite de unos cuatro metros de diámetro,
perfectamente circular y con un parapeto de 80 o 90 centímetros de altura. Estaba vacía. Un
pesado tronco, totalmente ennegrecido e insertado por uno de sus extremos en un nicho
abierto en el muro de piedra, descansaba en el centro geométrico de la cuba. Aquella viga
había sido provista de grandes losas circulares y planas, sujetas al segundo extremo mediante
gruesas sogas que las atravesaban por sendos orificios centrales. Por lo que pude deducir,
cuando la almazara se llenaba de aceituna, este enorme peso en la punta del madero debía
actuar como prensa, machacando el fruto. En el fondo de la cuba se amontonaban también
grandes capazos de esparto, utilizados posiblemente para el transporte de la aceituna.
Me encontraba aún inspeccionando la cuba cuando, a eso de las siete, vi aparecer en el claro
a Jesús de Nazaret. Era el primero en abandonar la tienda destinada a los hombres. Me quedé
quieto. El gigante, que se había desembarazado del manto, estaba descalzo. Caminó unos
pasos hacia la fogata y, tras saludar a las mujeres, aproximó las palmas de sus largas manos al
fuego, procurando entrar en calor. Después, levantando el rostro hacia el azul del cielo, cerró
sus ojos, llevando a cabo una profunda inspiración. Su piel bronceada se iluminó con la caricia
de aquellos tibios rayos solares.
Una de las mujeres sacó al Maestro de aquellos placenteros momentos, indicándole que tenía
listo el lebrillo de barro con el agua para su aseo. Jesús correspondió a la discípula con una
sonrisa y, con toda naturalidad, tomó su túnica blanca por el amplio cuello, sacándola por la
cabeza. Bajo aquella vestidura, el rabí cubría sus nalgas y bajo vientre con una especie de
taparrabo, también de color blanco. La pieza consistía en una sencilla banda de tela -


144
posiblemente de algodón-, de unos 30 centímetros de anchura y cosida en uno de sus extremos
a un cordón que se anudaba alrededor de la cintura. Esta parte (la que se hallaba cosida al
delgado cinto) caía cubriendo las nalgas y pasaba después entre las piernas para terminar en
otros dos cordones más cortos, cada uno situado en una esquina de la tela. Esta última franja
del taparrabo era anudada al cordoncillo de la cintura, tapando así los genitales y parte del
vientre de Jesús.
Una vez desnudo, el Galileo se arrodilló junto a la ancha vasija. Introdujo sus manos en el
agua y comenzó a bañar su rostro, pecho, axilas y brazos. En cuestión de segundos, aquel
cuerpo musculoso -sin un gramo de grasa- quedó cubierto por el agua. Acto seguido, el gigante
echó mano de una pastilla cuadrangular de color hueso y comenzó a frotarse con energía. No
tardó en aparecer una débil espuma blanca.
Cuando el Maestro consideró que había quedado suficientemente enjabonado, se inclinó de
nuevo sobre el lebrillo, procediendo al aclarado. Minutos más tarde, el Galileo se incorporaba y
la misma mujer que le había preparado el agua le entregaba un lienzo muy similar al que yo
había visto en la casa de Lázaro y con el que Marta había enjugado mis manos y pies. Jesús
tomó aquella especie de toalla y fue secando su cuerpo. Al concluir echó la cabeza hacia atrás,
sacudiendo sus cabellos. Pero, antes de enfundarse nuevamente su túnica, el rabí extendió sus
manos. Y la mujer vertió sobre sus palmas unas gotas de un líquido aceitoso1. Tal y como era
costumbre en aquella época, el Nazareno extendió la esencia por sus axilas, cuello, torso y
cabellos, cubriéndose seguidamente. Por último, arremangando el filo de la túnica, entró en el
recipiente, lavando sus pies.
Mientras Jesús terminaba de calzarse las sandalias con cintas de cuero, Felipe, Andrés y
otros discípulos comenzaron a salir de la tienda. En ese instante vi aparecer en el campamento
al pequeño Juan Marcos, cargando una cesta. Sin mediar palabra se la entregó a una de las
mujeres, sentándose después junto a la hoguera. Sus ojos no perdieron ya de vista a Jesús.
Algunos de los apóstoles imitaron al Maestro y, tras las abluciones, ocuparon también un
lugar alrededor de las llamas, dispuestos a desayunar.
Las mujeres comenzaron a distribuir leche caliente. Una de ellas retiró el paño que cubría la
cesta de Juan Marcos y, con vivas muestras de alegría, enseñó a los discípulos dos enormes
hogazas de pan. Felipe se hizo cargo de ellas y, tras cortarlas en rebanadas, fue repartiéndolas.
Yo aproveché aquellos momentos para aproximarme al lebrillo donde se había aseado el Señor
y sus hombres y examiné la pastilla cuadrangular de jabón. Al olerlo percibí de inmediato un
gratísimo perfume a romero. Una de las mujeres, al verme tan ensimismado con el jabón, se
adelantó hasta donde yo estaba y, soltando una carcajada, me advirtió:
-Jasón, eso no se come...
La buena mujer no tuvo inconveniente en detallarme cómo confeccionaban aquel jabón.
Cuando no tenían a mano sebo, utilizaban tuétano de vaca. Una vez fundido en agua caliente lo
mezclaban con aceite, añadiéndole esencia de romero -como en este caso- o diferentes
perfumes, tales como tomillo, azahar o zumo de limones. Después, todo era cuestión de vertir
el líquido en unos rudimentarios moldes de madera o de hierro y esperar. Cuando el grupo
tenía tiempo y dinero, las mujeres preferían perfumar el jabón con láudano. Algunos pastores
se dedicaban a su venta. Al parecer les resultaba bastante fácil de obtener: bastaba con que
tuvieran paciencia para peinar las barbas de las cabras que pastaban en los jarales. La resma
en cuestión impregnaba los mechones de pelo de los animales y los pastores, como digo, sólo
tenían que retirarla.
Atento a las explicaciones de la mujer no caí en la cuenta de que alguien se hallaba a mi
espalda. Al volverme recibí una nueva sorpresa. Era Jesús. Traía un humeante cuenco de leche
en su mano izquierda y una rebanada de pan en la derecha. Al ver mi cara de asombro, sonrió
maliciosamente, haciéndome un nuevo guiño e invitándome a que aceptara la colación. Al
tomar el pan y el recipiente, mis dedos rozaron su piel y noté alarmado cómo mi corazón
multiplicaba su bombeo. ¡Qué difícil era conservar la objetividad ante aquel extraordinario
ejemplar humano...!
1 Aquel líquido aceitoso, según me explicó una de las discípulas, era fabricado en Jerusalén, partiendo precisamente
de aquella sustancia pardorojiza que yo había visto exudar a los olivos. Santa Claus confirmaría que dicha materia -
denominada «goma leca»- está formada por una sustancia blanca y cristalina que se distingue con el nombre de
«Olivila». (N. del m.)


145
No podía entenderlo muy bien. ¿Por qué los discípulos de Jesús de Nazaret se hallaban tan
silenciosos? Aquel desayuno fue tenso. Nadie parecía dispuesto a abrir la boca. Ciertamente, los
acontecimientos de los últimos días y, sobre todo, el fantasma del decreto del Sanedrín contra
la persona del Maestro, planeaban sobre los corazones de aquellos hombres. Sin embargo,
resultaba chocante que el Nazareno fuera el menos atormentado del grupo. Las espadas
seguían al cinto de algunos de los doce y aquella noche, como en la anterior, se establecería el
rutinario servicio de guardia a las puertas del campamento.
Judas Iscariote fue el último en salir de la tienda. Por sus ojos enrojecidos y su semblante
demacrado tuve la impresión de que no había dormido gran cosa. Apuró su ración y, como sus
compañeros, permaneció sentado, como distraído.
El Maestro, al fin, rompió el silencio, diciendo:
-Hoy quiero que descanséis. Tomaros tiempo para meditar sobre todo lo que ha ocurrido
desde que vinimos a Jerusalén. Reflexionad sobre lo que está a punto de llegar...
La decisión de Jesús sorprendió un poco a los asistentes. Todos creían que el rabí entraría
nuevamente en el templo y que se dirigiría a las masas. Sin embargo, el Galileo -puesto en pie-
, confirmó su decisión, haciendo saber al jefe del grupo que pensaba retirarse durante toda la
jornada y que, bajo ningún pretexto, deberían traspasar las puertas de la ciudad santa. Andrés
asintió con la cabeza y Jesús se retiró al interior de la tienda.
Aquello -lo confieso- me desconcertó tanto o más que a los discípulos aunque por razones
bien distintas. ¿Qué pretendía el Nazareno? ¿A dónde pensaba dirigirse? Mi misión era seguir
los pasos de Jesús de Nazaret, allí donde fuera o estuviera y siempre y cuando mi presencia no
motivara una alteración de los hechos históricos. Por otro lado, Caballo de Troya me había
asignado la difícil e inaplazable tarea de conectar con el procurador romano. Era vital que
Poncio Pilato supiera de mi; que me conociera personalmente. Ello facilitaría mi ingreso en la
Torre Antonia en la mañana del próximo viernes. Además, esa cita -en manos de José, el de
Arimatea- estaba prevista inicialmente para esta misma mañana del miércoles. ¿Qué debía
hacer?
Para colmo, un pensamiento comenzó a hostigarme: «¿Qué maquinaba el cerebro de
Judas?»
Algo en lo más profundo de mi ser me decía que aquella jornada iba a ser decisiva en los
planes y decisiones del traidor. Y yo debía estar al corriente. Judas, como ya he dicho en otras
ocasiones, me atraía especialmente. En el fondo era el único que se rebelaba contra todo
aquello.
Me hallaba sumido en estas graves dudas cuando Jesús se presentó a la puerta de la tienda.
Había tomado su manto y anudado en torno a su cabeza un pañolón o «sudario». Aquello
significaba que se proponía caminar y bastante.
En ese momento, David Zebedeo -uno de los discípulos más corpulentos y rápido de
pensamiento y que jugaría un papel extraordinariamente práctico y eficaz durante las terribles
jornadas del viernes, sábado y domingo-, salió al paso del gigante, exponiéndole lo siguiente:
-Bien sabes, Maestro, que los fariseos y dirigentes del templo buscan destruirte. A pesar de
ello, te preparas para ir solo a las colinas. Esto es una locura. Por tanto, mandaré contigo tres
hombres armados para que te protejan.
El Galileo miró primero a David Zebedeo y, a continuación, observó a los tres fornidos
sirvientes del impulsivo discípulo, que esperaban a cierta distancia.
Y en un tono que no admitía réplica o discusión alguna contestó, de forma que todos
pudiéramos oírle:
-Tienes razón, David. Pero te equivocas también en algo: el Hijo del Hombre no necesita que
nadie le defienda. Ningún hombre me pondrá las manos encima hasta esa hora en la que deba
dar mi vida, tal y como desea mi Padre. Estos hombres no van a acompañarme. Quiero ir y
estar solo para que pueda comunicarme con mi Padre.
Al escuchar a Jesús, David Zebedeo y sus guardianes se retiraron y yo, sintiendo que algo se
quebraba en mi interior, comprendí también que no podía seguir al protagonista de mi
exploración. Por alguna razón que no había querido detallar, el Maestro tenía que permanecer
solo. Pero, cuando ya daba por perdida aquella parte de la misión, ocurrió algo que me hizo
recobrar las esperanzas y que, por suerte, me permitiría reconstruir parte de lo que hizo Jesús
en aquel miércoles.

146
Cuando el rabí se dirigía ya hacia la entrada del huerto, dispuesto a perderse Dios sabe en
qué dirección, el muchacho que había traído la cesta con las hogazas de pan surgió de entre los
discípulos y corrió tras el Maestro. Al verle, el rabí se detuvo. Juan Marcos había llenado aquella
misma cesta con agua y comida y le sugirió que, si pensaba pasar el día en el monte, se llevara
al menos unas provisiones.
Jesús le sonrió y se agachó, en ademán de tomar la cesta. Pero el niño, adelantándose al
Galileo, agarró el canasto con todas sus fuerzas, al tiempo que insinuaba ron timidez:
-Pero, Señor, ¿y si te olvidas de la cesta cuando vayas a rezar... Yo iré contigo y cargaré la
comida. Así estarás más libre para tu devoción.
Antes de que Jesús pudiera replicar, el muchachito intentó tranquilizarle:
-Estaré callado... No haré preguntas... Me quedaré sentado junto a la cesta cuando te
apartes para orar...
Los discípulos que presenciaban la escena quedaron atónitos ante la audacia de Juan.
Y el Maestro volvió a sonreír. Acarició la cabeza del niño y le dijo:
-Ya que lo ansías con todo tu corazón, no te será negado. Nos marcharemos solos y haremos
un buen viaje. Puedes preguntarme cuanto salga de tu alma. Nos confortaremos y
consolaremos juntos. Puedes llevar el cesto. Cuando te sientas fatigado, yo te ayudaré.
Sígueme…
Y ambos desaparecieron ladera arriba.
Nadie hizo el menor comentario. Los rostros de los apóstoles reflejaban una total
consternación. Era doloroso que un simple niño les hubiera ganado la partida. Supongo que
todos los allí presentes -exceptuando al Iscariote- ardían en deseos de acompañar a su
Maestro. Sin embargo, ninguno había sido capaz de abrir su corazón y hablarle a Jesús con la
sinceridad de Juan Marcos. Y de la sorpresa fueron pasando a un mal disimulado disgusto. A los
pocos minutos, varios de los íntimos se habían enzarzado ya en una agria disputa sobre la
conveniencia de que el rabí se dedicara a caminar por los montes de Judea sin escolta y con un
chico de «los recados» por toda compañía.
Aquella discusión empezaba a fascinarme. Todos aportaban argumentos más o menos
válidos pero ninguno parecía dispuesto a reconocer públicamente la verdadera causa por la que
se habían quedado solos.
La discusión iba caldeándose poco a poco cuando, de pronto, vi salir de la tienda a Judas.
Sigilosamente se encaminó hacia la entrada del huerto, alejándose en dirección a la barranca
del Cedrón. No lo dudé. Tras recordar a Andrés mi cita con José de Arimatea, anunciándole que
regresaría en cuanto pudiera, crucé el recinto de piedra, procurando no perder de vista al
Iscariote. Este había descendido por una de las estrechas pistas que conducía a un puentecillo
sobre el cauce seco del Cedrón y que unía la explanada este del templo con el monte de los
Olivos. Judas, con paso decidido, atravesó el lugar donde yo había asistido a la prueba de las
«aguas amargas», deteniéndose bajo el transitado arco de la Puerta Oriental del templo.
Confundido entre los numerosos peregrinos que iban y venían pude ver cómo el traidor besaba
a otro hebreo. Y ambos entraron en el Atrio de los Gentiles.
Adoptando toda clase de precauciones me adentré también en el Templo. Llegué justo a
tiempo de comprobar cómo Judas y su acompañante subían las escalinatas del santuario,
desapareciendo por la puerta del Pórtico Corintio.
Maldije mi mala estrella. Aquél, justamente, era uno de los pocos lugares de Jerusalén donde
no podía entrar un gentil. El santuario era sagrado. Allí no cabía estratagema alguna. Y mucho
menos con mi aspecto de mercader extranjero...
¿Qué podía hacer para seguir los pasos de Judas?
Me dejé caer en las escalinatas donde habitualmente se sentaba el Maestro e intentaba
buscar una fórmula para descubrir la razón que había llevado al apóstol al interior del santuario,
cuando uno de los saduceos, amigo de José de Arimatea, y que había participado en el
almuerzo ofrecido por aquél a Jesús en la mañana del martes, vino a simplificar mis problemas.
El hombre me reconoció, interesándose por mi salud y preguntándome a qué obedecía
aquella mirada mía tan apesadumbrada. Después de medir las posibles consecuencias de la
idea que acababa de nacer en mi cerebro, me decidí a hablarle. Tras rogarle que mantuviera
cuanto iba a contarle en el más estricto secreto -a lo cual accedió el saduceo en un tono que
parecía sincero-, le expliqué que tenía fundadas sospechas sobre la falta de lealtad de uno de


147
los discípulos del rabí de Galilea. Añadí que acababa de ver entrar a Judas en el santuario y que
temía por la seguridad de Jesús. El ex miembro del Sanedrín (aquel saduceo era uno de los 19
que habían presentado la dimisión ante Caifás) procuró tranquilizarme, asegurándome que
aquello no era nuevo. «Somos muchos -repuso- los que sabemos que Judas, el Iscariote, no
comparte la forma de ser y de actuar del Maestro.»
A pesar de sus palabras, simulé que no quedaba satisfecho y le supliqué que entrara en el
Templo y tratara de informarse sobre los planes de Judas. Pero, antes de contestar a mi
petición, el sacerdote -que compartía en secreto la doctrina de Jesús- me interrogó a su vez,
buscando una explicación a mi extraña conducta.
-Yo también creo en el Maestro -le mentí- y no deseo que sea destruido.
Mis palabras debieron sonar con tal firmeza que el saduceo sonrió y, dándome una palmadita
en la espalda, accedió a mis deseos.
Antes de separarnos le anuncié que estaba citado aquella misma mañana con José y que, si
le parecía oportuno, podríamos volver a vernos antes de la puesta del sol, en el hogar de su
amigo, el de Arimatea.
-Sobre todo -insistí con vehemencia-, y por elementales razones de seguridad, esto debe
quedar entre nosotros.
Mi nuevo amigo quedó conforme y yo, algo más descargado, reanudé mi camino hacia la
ciudad baja. Pero, mientras me aproximaba a la casa de José, me asaltó una incómoda duda:
¿le había mentido en verdad al saduceo al afirmar que yo también creía en Jesús de Nazaret?
José, el de Arimatea, me recibió con cierta inquietud. Las incidencias en el campamento de
Getsemaní y el seguimiento de Judas retrasaron un poco mi llegada a la casa del anciano. Sin
pérdida de tiempo, el enjuto amigo de Jesús se envolvió en un lujoso manto de lana, teñido en
rojo fuego, cargando un ánfora de mediano tamaño (aproximadamente 1/8 de «efa» o 5,6
litros). La cita con el procurador romano había sido concertada para la hora quinta (alrededor
de las once de la mañana) y, al igual que a mí, a José no le gustaba esperar ni hacer esperar.
Al salir de la mansión rogué al venerable miembro del Sanedrín que me permitiera cargar
aquella jarra. José consintió gustoso y. aunque sentía curiosidad por saber el contenido de la
misma, el mutismo de mi acompañante me inclinó a no formular pregunta alguna sobre el
particular.
El camino hasta la fortaleza Antonia, situada al noroeste de la ciudad, era relativamente
largo. Aunque el cuartel general romano disponía de una entrada por el ángulo más occidental
del Templo (como creo que ya cité en su momento, esta fortificación se hallaba adosada al
inmenso rectángulo que constituía el Santuario y su atrio), José de Arimatea -supongo que por
mera prudencia- evitó en todo momento el recinto del Templo.
Dejamos atrás el intrincado laberinto de las callejuelas de la ciudad baja, salvando después
la breve depresión del valle del Tiropeón, separación natural de los dos grandes y bien
diferenciados barrios de Jerusalén: el bajo y el alto.
El gran teatro apareció a nuestra izquierda y, poco después, desembocamos en la calle principal
de aquella zona alta de Jerusalén. Al igual que la que yo había visto en la ciudad baja, esta
calzada -que discurría desde el palacio de Herodes, en el extremo más occidental de la urbe,
hasta el muro oeste del templo, en las proximidades de la explanada de Sixto- aparecía
adornada con gruesas columnas1.
En sus pórticos se alineaban los bazares de los vendedores considerados impuros: desde
fabricantes de todo tipo de objetos artísticos (alfareros, herreros, perfumistas, etc.), hasta
sastres, comerciantes de lana, etc. El griterío, confusión y «sinfonía» de olores eran idénticos a
los del barrio bajo o Akra.
José aceleró el paso al cruzar bajo la puerta del Pez, en la intersección de la segunda muralla
septentrional con la depresión o valle del Tiropeón. Nunca supe si aquellas prisas del anciano se
debían a la presencia junto a la citada puerta de un grupo de mercaderes tirios que vendían
todo tipo de pescado o a la proximidad de la fortaleza Antonia.
1 Durante mi preparación para esta misión, Caballo de Troya me había proporcionado una réplica del plano de
Madaba: un mosaico del siglo VI de nuestra Era y que aún se conserva en la iglesia griega del mismo nombre. En dicho
mapa aparecían estas dos calles principales y provistas de columnatas, auténticas «columnas vertebrales» de los dos
barrios ozonas de Jerusalén. (N. del m.)


148
El caso es que, al fin, ambos nos encontramos ante el muro de piedra de metro y medio de
altura que cercaba íntegramente el impresionante «castillo», sede de Poncio Pilato mientras
durasen las fiestas de la Pascua.
Aunque ya había tenido la oportunidad de contemplar a una cierta distancia a los legionarios
que fueron enviados precisamente desde la Torre Antonia para poner orden en la explanada de
los Gentiles, cuando Jesús de Nazaret provocó la estampida de los bueyes, la presencia de los
centinelas romanos a las puertas de aquel muro me conmovió.
José se dirigió en arameo a uno de ellos. Pero el soldado no comprendía la lengua del
israelita. Un tanto contrariado, el del Arimatea le habló entonces en griego. Sin embargo, el
legionario siguió sin entender. En vista de lo penoso de la situación, el joven romano -supongo
que no tendría más de 20 o 25 años- nos hizo una señal para que esperásemos y, dando media
vuelta, se encaminó hacia el interior. El segundo centinela permaneció mudo e impasible,
cerrando el paso con su largo pilum o lanza. Bajo su brillante y verdoso casco de hierro y
bronce, los ojos del legionario no nos perdían de vista. El soldado vestía el habitual traje de
campaña: una cota trenzada por mallas de hierro y enfundada como si fuera una túnica corta
(hasta la mitad del muslo) y que protegía la totalidad del tronco, vientre y arranque de las
extremidades inferiores. Esta coraza, de gran flexibilidad y solidez, se hallaba en contacto
directo con un jubón de cuero de idénticas dimensiones y forma que la cota de mallas. Por
último, el pesado atuendo descansaba a su vez sobre una túnica de color rojo, provista de
mangas cortas y sobresaliendo unos diez o quince centímetros por debajo de la armadura,
justamente por encima de las rodillas.
Unas sandalias, de gruesas suelas de cuero, protegían los pies con un engorroso sistema de
tiras -también de cuero- perfectamente cosidas a todo el perímetro del calzado. (En una
oportunidad posterior, al examinar una de aquellas concienzudas sandalias, conté hasta 50 tiras
de piel de vaca curtida.) El soldado cerraba estos cordones por la parte superior del pie y a la
altura de los tobillos. Pero fue después, ya en el patio de la fortaleza, cuando tendría la ocasión,
como digo, de descubrir una de las temidas características de esta prenda.
Completaba su atuendo un cinturón de cuero, de unos cinco centímetros de anchura,
revestido de un sinfín de cabezas de clavo. Desde el centro caían ocho franjas, igualmente de
cuero, cubiertas por pequeños círculos metálicos. Este adorno tenía, sobre todo, la misión de
proteger el bajo vientre del legionario. En su costado derecho colgaba la famosa espada, tipo
«Hispanicus», de 50 centímetros, perfectamente envainada en una funda de madera con
refuerzos de bronce. En el costado opuesto, la «semispatha» o puñal, de una longitud
aproximada a la mitad del «gladius Hispanicus».
Apoyados sobre una de las esquinas de la puerta del muro observé los escudos de ambos
centinelas. Eran rectangulares y de unos 80 centímetros de altura. Presentaban una ligera
convexidad y en el centro, un «umbón» o protuberancia circular de metal, decorado con una
águila amarilla que resaltaba sobre el fondo rojo del resto del escudo. Aparecían orlados con un
borde metálico y primorosamente pintados en su zona central por cuatro cuadrados
concéntricos (de menor a mayor: negro, amarillo, negro y amarillo). Los ángulos del más
grande habían sido sustituidos por sendas esvásticas o cruces gamadas, también en negro. Las
empuñaduras las formaban dos correas: una para el brazo y la otra para la mano.
Pero, lo que sin duda me fascinó de aquel equipo de combate fue la lanza. Aquel pilum debía
medir algo más de dos metros, de los cuales, al menos la mitad correspondía al hierro y el
resto al fuste. Este, de una madera muy liviana, no tenía un diámetro superior a los 30
milímetros. El asta había sido empotrada en el hierro. En la zona media del arma observé un
refuerzo cilíndrico, muy breve, que servía de empuñadura y, posiblemente, para regular el
centro de gravedad de la jabalina. Conforme fui conociendo la vida y organización de aquel
ejército comprendí cómo y por qué había llegado tan lejos en sus conquistas...
El legionario captó mi mirada -absorta en el acero reluciente de la punta de flecha en que
terminaba su lanza- y, con una sonrisa maliciosa, inclinó el pilum hasta que el afilado extremo
quedó a un palmo de mi pecho. José se asustó. Por un instante traté de imaginar qué habría
sucedido si el soldado hubiera intentado clavarme el arma. Probablemente, el susto del
centinela, al ver que su pilum se quebraba o que no penetraba en mi torso, hubiera sido mayor
que el mío. La «piel de serpiente» que cubría mi cuerpo estaba perfectamente diseñada para
resistir un embate de ese tipo.


149
Lejos de echarme atrás o de mostrar inquietud, correspondí a la sonrisa del legionario con
otra más intensa, dándole a entender que sabia que se trataba de una broma.
Aquel gesto, que el soldado interpretó como un rasgo de valor, y que me valió su respeto,
iba a resultarme -sin yo proponérmelo- de suma utilidad durante el prendimiento del Galileo en
la noche del día siguiente.
En ese momento, el centinela que había acudido al interior de la fortaleza, reclamó nuestra
presencia desde el portalón de la torre. José y yo salvamos los diez o quince metros de terreno
baldío que separaba el muro o parapeto exterior de piedra de un profundo foso, de 50 codos
(22,50 metros), excavado por Herodes cuando mandó reedificar una antigua fortaleza de los
macabeos y a la que dio el mencionado título de Antonia, en honor de Marco Antonio. Este foso,
seco en aquella época, rodeaba la residencia del procurador romano en todo su perímetro,
excepción hecha de la cara sur que, como ya expliqué, se hallaba adosada al muro norte del
Templo. Sus cimientos eran una gigantesca peña, alisada íntegramente en su cima y costados.
Herodes, en previsión de posibles ataques, había cubierto estos últimos con enormes planchas
de hierro, de forma que el acceso por los mismos resultase impracticable. Y sobre esta sólida
base se levantaba un magnifico baluarte, construido con grandes piedras rectangulares. Allí
tendrían lugar los sucesivos interrogatorios de Pilato a Jesús, así como el salvaje castigo de la
flagelación.
Al cruzar el puente levadizo -de unos cinco metros de longitud y construido a base de
gruesos troncos sobre los que se había fijado una espesa cubierta de metal- no pude resistir la
tentación de levantar la mirada. La pétrea fachada gris-azulada, de cuarenta codos de altura,
se hallaba dividida en dos secciones simétricas y perfectamente almenadas. Cada uno de estos
bloques, de unos cincuenta metros de longitud, presentaba tres hileras de ventanas (las
correspondientes a la primera planta en forma de troneras). Y en el centro, entre las dos alas
que formaban la fachada, una especie de terraza o mirador, de unos veinte metros, con los
prismas de la almena algo más pequeños que los de las zonas superiores. Los cuatro ángulos
del «castillo» habían sido reforzados por otras tantas torres, igualmente fortificadas. Yo conocía
por Flavio Josefo las dimensiones de las mismas1, pero, al contemplarlas a tan corta distancia,
se me antojaron mucho más airosas.
En la boca del túnel que constituía la entrada principal a la fortaleza nos aguardaban el
centinela que habíamos encontrado junto al muro exterior y un oficial.
Al descubrir en su mano derecha un bastón de madera de vid comprendí que me hallaba
ante un centurión. Su estatura era algo superior a la media normal de los legionarios, pero
quizá se debía al penacho de plumas rojas que adornaba su casco.
Tras saludarle, José se identificó ante el jefe de centuria, manifestándole que era amigo del
procurador y que había sido concertada una audiencia para aquella mañana. El centurión -
también en griego- correspondió al saludo y me rogó que me identificara. Después, dirigiéndose
a uno de los soldados que montaba guardia a la puerta de una estancia situada a la derecha del
túnel, le pidió algo. El legionario se apresuró a entrar en lo que debía ser el «cuarto de guardia»
y regresó al momento con una tablilla encerada. En aquella especie de «pizarra» habían sido
escritos algunos nombres. Del ángulo superior izquierdo del marco de la tablilla colgaba una
corta y manoseada cuerda a la que había sido atado un clavo de bronce de unos ocho
centímetros de longitud y que, a juzgar por los trazos de la superficie encerada, hacía las veces
de buril o «stylo».
El centurión leyó el contenido y devolvió la tablilla al legionario, que desapareció
nuevamente en el interior de la sala. Para entonces, varios de los soldados que formaban la
«excubiae» o guardia de día en aquel sector de la fortaleza -y que descansaban en uno de los
bancos de madera del interior del cuarto- se habían asomado a la puerta, observándonos con
curiosidad.
-¿Qué contiene esa jarra? -preguntó de improviso el centurión.
Gracias al cielo, José se adelantó:
-Es vino de las bodegas subterráneas de Gabaón... Sé que al procurador le gusta...
1 En su obra Guerra de los Judíos (libro Sexto), Josefo asegura que tres de las torres tenían 50 codos (22,50
metros), y la cuarta -la que se hallaba adosada al templo- 70 codos (31,50 metros). Estos datos se aproximan bastante
a nuestras mediciones desde el módulo. (N. del m.)


150
-Tendrán que abrirla -repuso el oficial, al tiempo que hacía una señal a uno de los soldados
que contemplaba la escena.
Crucé una rápida mirada con José y éste, sin inmutarse, tomó el ánfora, retirando la tapa de
barro que la cerraba. El legionario se hizo cargo del recipiente, llenando un cacillo de latón.
Después de oler el contenido se llevó el rosado liquido a los labios, bebiendo.
El centurión dio por buena la comprobación y nos rogó que entregáramos las armas. El de
Arimatea le explicó que éramos hombres de paz y que no portábamos espada. Pero el oficial,
sin prestar demasiada atención a las palabras del anciano, ordenó a dos de los centinelas que
registraran nuestro atuendo. Después de palpar costados, cintura, pecho y brazos, los
legionarios movieron negativamente sus cabezas. En ese instante, el concienzudo oficial se fijó
en mi vara.
-Deberás dejarla al cuidado de la guardia -me dijo.
Y antes de que pudiera reaccionar, otro de los romanos me arrebató la «vara de Moisés». El
corazón me dio un vuelco. Aquello no estaba previsto. Y aunque el cilindro de madera había
sido acondicionado para soportar los más violentos vaivenes y encontronazos, el solo
pensamiento de que pudiera ser dañado o extraviado me sumió en una profunda inquietud.
Aquello, además, significaba no poder filmar la entrevista con Poncio Pilato.
Por otra parte, saltaba a la vista que el centurión no estaba dispuesto a dejarme pasar con el
cayado. Si verdaderamente quería llevar adelante el proyecto de Caballo de Troya tenía que
resignarme y confiar en la fortuna. Guardé silencio, tratando de no conceder demasiada
importancia a mi vara. Lo contrario hubiera despertado recelos y suspicacias nada deseables en
aquella irrepetible oportunidad.
El centurión hizo entonces una señal con su mano, indicándonos que le siguiéramos.
Salimos del túnel abovedado y nos encontramos en un espacioso patio cuadrangular -a cielo
abierto- de unos cincuenta metros de lado y pavimentado con losas de caliza dura de un metro
cuadrado cada una. Un sinfín de puertas, coronadas por dinteles de madera -formando arcos de
medio punto- se alineaban en los laterales, bajo otros tantos pórticos sustentados por
columnatas. Aquella fortaleza, como pude verificar conforme fui adentrándome en ella, había
sido edificada con todo esmero.
Por aquel gran patio, al que desembocaban los dormitorios, las caballerizas y algunos
almacenes, iban y venían numerosos legionarios. Muchos de ellos -libres de servicio- vestían
tan sólo la corta túnica granate de lana, ceñida por un cinturón muy liviano.
El centurión que nos guiaba cruzó por el centro del patio, rodeando una fuente circular sobre
cuyo centro se erigía una hermosa representación, también en piedra y a tamaño natural, de la
diosa Roma. La estatua vestía una túnica con múltiples pliegues, dejando al descubierto el
pecho derecho de la diosa. En la diestra sujetaba una lanza y sobre la mano izquierda sostenía
una esfera de la qué brotaba un chorro de agua. Esta iba almacenándose en el estanque
circular que constituía la parte baja de la fuente. Varios soldados de la caballería romana se
hallaban lavando y cepillando media docena de caballos. A diferencia de los infantes, los jinetes
vestían una chaquetilla morada de manga larga y un pantalón rojo, muy ajustado, que se
prolongaba hasta la espinilla.
Al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con nuestros ejércitos occidentales, ninguno de
aquellos soldados se cuadró o saludó al paso del centurión. Este, siempre, con su «uitis» o vara
de sarmiento en su mano derecha y recogiéndose la holgada toga o capa de color púrpura
sobre el brazo izquierdo, proseguía su camino hacia el fondo del patio.
A derecha e izquierda, y especialmente bajo los pórticos, otros legionarios atendían a la
limpieza de sus armas o sandalias. En una de las esquinas, un concurrido grupo de soldados
formaba corro en torno a algo que ocurría sobre el pavimento. A pesar de mi curiosidad no
pude aproximarme. El oficial, que no volvió la cabeza ni una sola vez, seguía a buen paso hacia
las escalinatas que se divisaban ya en la zona este del patio.
Antes de abandonar aquel recinto me llamó la atención otra escena. A nuestra derecha, e
inmóvil sobre el enlosado, uno de los legionarios cargaba sobre su nuca y hombros un pesado
saco. La carga obligaba al infante a mantener el tronco y la cabeza ligeramente inclinados hacia
el suelo. Junto a él, otro legionario -con su vestimenta y armas reglamentarias- no perdía de
vista al compañero. A mi regreso de la entrevista con el procurador romano iba a tener
cumplida explicación de todo aquello...

No hay comentarios:

Publicar un comentario