lunes, 29 de abril de 2013

CABALLO DE TROLLA DE LA PAG 321 A LA PAG 347, (FIN DEL PRIMER LIBRO:JERUSALEN)


Caballo de Troya
J. J. Benítez
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A las 15.45, ambos dejaban de existir.
A pesar de la advertencia del centurión, uno de los soldados, encargado de rematar a los
condenados, se situó bajo el cadáver del Maestro, examinándolo detenidamente. La verdad es
que, ni Longino ni el resto de la tropa se percataron de las intenciones de aquel infante. El
grueso de los romanos se afanaba en los preparativos del descenso de los ajusticiados.
Supongo que tratando de salvar toda responsabilidad, el romano recogió un pilum y, sin
pensarlo dos veces> picó el costado derecho del Maestro, hundiendo la lanza entre 15 y 20
centímetros. Pero el cuerpo del Nazareno, como era de esperar, no experimentó reacción
alguna. El soldado, convencido del fallecimiento del reo, trató de retirar el arma. Sin embargo,
la punta en flecha del pilum tropezó o se enganchó en los tejidos, resistiéndose. Al segundo
intento, el costado cedió y el ensangrentado hierro quedó libre. Por la herida, de unos cuatro
centímetros y medio de longitud, brotaron mansamente unos 10 centímetros cúbicos de sangre
y, a continuación, una pequeña cantidad de un líquido seroso. Al aproximarme y examinar la
lanzada noté que había entrado entre la quinta y sexta costillas, con una trayectoria
lógicamente ascendente y que, presumiblemente, había traspasado el plano muscular
intercostal, las pleuras parietal y visceral, el pulmón y el pericardio, entrando de lleno en la
aurícula derecha. Esta zona del corazón conserva precisamente una cierta cantidad de sangre
líquida, una vez producido el óbito. En mi opinión, ésa fue la sangre que se derramó. En cuanto
al «agua» que dice haber visto Juan el Evangelista, y que surgió inmediatamente detrás del
derrame sanguíneo, es muy posible que se tratase del referido licor de carácter seroso que
rellena la cavidad virtual existente entre las hojas de cada una de las mencionadas pleuras
pulmonares. (La visceral, como se sabe, se adhiere íntimamente al pulmón y la parietal tapiza
las paredes del tórax; por debajo cubre el pulmón y por debajo, el diafragma, excepto su
centro. Por dentro protege la cara mediastínica y por fuera, la cara interna de las costillas.)
Cuando la lanza desgarró estas pleuras, el citado líquido, al variar la presión, terminó por
escapar, derramándose inmediatamente detrás de la hemorragia sanguinolenta. A su manera,
el joven Juan había dicho la verdad...
Pero las afrentas al cuerpo de Cristo no habían concluido.
Al ceder la oscuridad y el fuerte viento, las moscas y los insectos cayeron sobre los cuerpos
de los crucificados, convirtiendo sus heridas en coronas negruzcas y palpitantes. Con una
dilatada experiencia en este tipo de ejecuciones, el verdugo encargado de los enclavamientos
sugirió al oficial que se iniciase la operación del descendimiento por el reo que llevaba más
tiempo muerto. Longino asintió. También él sabía que la rigidez cadavérica no tardaría en
empezar, dificultando los trabajos propios del traslado a la Géhenne.
Era sencillamente asombroso. En aquellos momentos -casi las cuatro de la tarde-, ninguno
de los discípulos o amigos del Maestro había reclamado aún el cuerpo del Señor. La idea del
centurión, tal y como había dejado entrever el procurador, era retirar los cuerpos de las cruces
y transportarlos a la fosa común. Juan, que seguía atentamente los movimientos de los
soldados, no se había movido de las proximidades del patíbulo. Atendió durante breves minutos
a otro de los «correos» de David Zebedeo -informándole del fallecimiento del Maestro- y, una
vez alejado el mensajero, continuó al pie del cabezo, visiblemente desmoralizado.
Cuando el oficial romano se situó bajo la cruz de Jesús, supervisando los preparativos del
descendimiento, reparó en seguida en la nueva y aparatosa herida del costado. La sangre había
empezado a formar gruesos grumos sobre el desflecado labio inferior de la brecha. Comprendió
al momento que el cadáver había sido alanceado y con gran irritación se enfrentó a sus
hombres, reprendiéndoles por aquella desobediencia. Pero ninguno dijo nada.
El verdugo, sin pérdida de tiempo, empezó a manipular la cabeza del clavo que atravesaba el
pie derecho del Maestro, mientras otros soldados situaban la escalera de mano por detrás de la
stipe, preparando de nuevo la larga soga que habían utilizado en los levantamientos.
Con una estudiada precisión, el legionario aprisionó la base del clavo con ambas manos,
haciéndolo oscilar arriba y abajo. Sabiamente, el responsable del enclavamiento había dejado
dicha cabeza a unos ocho o diez centímetros por encima de la piel. De esta forma disponía de
espacio suficiente para manejarlo. A los pocos segundos, con un fuerte tirón, la punta metálica
quedaba fuera de la madera y la extremidad inferior del Galileo se relajó totalmente, oscilando
ligeramente en el vacío. El infante sujetó entonces el talón con su mano izquierda, rescatando


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el clavo con la derecha. Al desenterrarlo del empeine, la sangre brotó de nuevo, formando una
enorme rosa rojiza sobre la citada cara del pie.
Antes de situarse frente al izquierdo, el verdugo comprobó si su compañero, encaramado en
lo alto de la escalera, había anudado la maroma al patibulum. Esperó a que rematara la lazada
central y, acto seguido, repitió la extracción del segundo clavo. Tampoco en esta ocasión se
registró problema alguno. El cuerpo del Maestro colgaba ya, inerme, escurriendo sangre desde
las puntas de los pies.
Los dedos gruesos, como dije, se hallaban visiblemente separados del resto, muy forzados
hacia el eje central del cadáver. Buena parte del volumen sanguíneo acumulado en las piernas,
y que había quedado relativamente represado por los propios clavos, al desaparecer el efecto
hemostático comenzó a fluir, convirtiendo aquella parte de la roca en un extenso charco en el
que los legionarios resbalaron varias veces.
Libres ya los pies, otros dos soldados se aferraron a ambos lados del árbol y un tercer y
cuarto legionarios, saltando sobre los hombros de aquellos, se dispusieron a repetir la
operación de izado del madero transversal.
Pendiente de aquellas maniobras no caí en la cuenta de que la minúscula representación del
Sanedrín se había visto incrementada por otro grupo de sacerdotes, recién llegados a la base
del Gólgota. Aquellos sanedritas estaban a punto de protagonizar otro lamentable suceso...
Al unísono, los infantes situados por debajo de cada uno de los extremos del patibulum y el
que sujetaba la cuerda desde lo alto de la escalera hicieron fuerza, elevando el leño hasta que
la afilada punta de la stine quedó fuera del orificio central del referido patibulum.
En ese preciso instante, el soldado de la escalera dio un grito, advirtiendo a los que
controlaban la maroma desde el suelo y a espaldas de la cruz que podían ir aflojando. Y así lo
hicieron. Jesús y el madero fueron bajando lentamente, palmo a palmo. Unos centímetros antes
de que los pies tocaran la roca, el verdugo agarró los tobillos del Maestro, echándose atrás, de
forma que el cadáver llegó al suelo totalmente horizontal.
Al retroceder tropecé sin querer con alguien. Cuando me disponía a disculparme, descubrí al
anciano José, el de Arimatea, a quien acompañaba otro judío de apenas 1,50 metros de
estatura.
José se alegró al verme. Esbozó una triste sonrisa y me presentó a su compañero:
Nicodemo, miembro como él del Consejo del Sanedrín y de la llamada «nobleza laica» de
Jerusalén. Aquellos dos hombres, con un coraje que, en mi humilde opinión, no ha sido nunca
suficientemente valorado, traían una orden firmada por el propio Poncio, autorizando el traslado
del cadáver del Nazareno a una tumba privada. José, conociendo la triste suerte reservada
siempre a los ajusticiados -cuyos cuerpos eran devorados generalmente por las ratas y las
alimañas en la fosa de Géhenne- se había apresurado a visitar al procurador, suplicándole la
custodia de su Maestro. Por lo visto, este tipo de peticiones no era infrecuente. Muchos de los
familiares y amigos de los ejecutados tenían por costumbre recurrir a la máxima autoridad
romana y, a cambio de dinero o regalos, conseguían sus propósitos. José también había llevado
una fuerte suma al Pretorio. Pero, cuando Pilato conoció las intenciones de su viejo amigo,
rechazó el dinero, firmando en el acto la autorización.
Lo malo fue que José y Nicodemo llegaron al patíbulo poco después que sus fanáticos
compañeros del Sanedrín...
El centurión desenrolló el papiro y, tras leer atentamente el texto, asintió, dando su
conformidad.
Pero la inesperada presencia de los dimitidos miembros del Consejo de Justicia Judío al pie
de las cruces movilizó de inmediato a los saduceos. Los sacerdotes vieron perfectamente cómo
José entregaba el rollo al oficial y sospecharon que los discípulos del Galileo trataban de
apoderarse del cadáver.
Entretanto, el verdugo había logrado desclavar la muñeca izquierda de Jesús. Y cuando se
disponía a hacer otro tanto con el último clavo, un súbito griterío le detuvo. La patrulla y todos
nosotros vimos entonces cómo varios de los jueces, rojos de ira, se precipitaban hacia lo alto
del Gólgota, exigiendo el derecho a disponer de los cuerpos de los tres ajusticiados.
Longino hizo una señal a sus hombres y los 15 legionarios, con Arsenius en primera fila,
cubrieron el borde este de la peña, cerrando el paso a los furiosos sacerdotes. Estos, al alcanzar
el final del callejón que conducía al promontorio, se detuvieron en seco, estupefactos ante los
reflejos de las amenazantes espadas.


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Pero, lejos de retroceder se encararon con la escolta, reclamando el cuerpo del Maestro.
Parte de los curiosos que se habían unido a los jueces, instigados y alentados por éstos,
clamaron también, insultando a los romanos y arrojándoles piedras: Los amotinados,
embravecidos, empezaron a avanzar hacia el Calvario. Pero el centurión, desenvainando su
espada, se colocó a la cabeza de los legionarios y dio la orden de cargar. En formación cerrada,
protegiéndose de los proyectiles con los escudos, los romanos comenzaron a caminar con paso
firme y decidido hacia los sanedritas que habían trepado hasta el peñasco. Sus rostros tensos,
rezumando una rabia mal contenida, me hicieron temblar. Aquellos legionarios parecían
dispuestos a todo. Pero los sacerdotes, intuyendo el peligro, dieron media vuelta, huyendo
atropelladamente. Uno o dos, en su precipitación, rodaron por el canal, siendo pisoteados sin
piedad por la patrulla que, en hilera, corría ya en dirección a los irritados hebreos.
La carga no tardó en surtir efecto. Cuando el populacho vio a los soldados con las espadas
en alto, dispuestos a masacrarlos si fuera preciso, retrocedieron, dispersándose en todas
direcciones.
Una vez restablecido el orden, el pelotón retornó a lo alto de la roca, formando un nuevo y
más numeroso cinturón de seguridad en torno a las cruces.
Juan y las mujeres, que se habían visto obligados a correr, huyendo de la furiosa carga,
contemplaron de lejos cómo el verdugo concluía su labor de desenclavamiento de Jesús. El
resto de los sacerdotes y judíos que se había rebelado desapareció por los campos o en el
interior de la ciudad. Sólo unos pocos, lejos y dispersos, se atrevieron a espiar los movimientos
de la guardia. Pero en ningún momento tuvieron valor para aproximarse a menos de cien
metros del patíbulo.
A pesar del forzado aislamiento del Calvario, Longino -tratando de obrar siempre con un
mínimo de justicia- se destacó hasta el borde del promontorio y, levantando la voz, dio lectura
a la orden de Poncio. Dudo mucho que los rabiosos jueces llegaran a escuchar al oficial.
A continuación, avanzando hacia José de Arimatea, le comunicó solemnemente:
-Este cuerpo te pertenece. Haz lo que consideres oportuno. Mis soldados te ayudarán para
que nadie se oponga a tu deseo.
El anciano, pálido aún por el susto, agradeció las palabras de Longino y, en compañía de
Nicodemo, se dirigió al lugar donde descansaba el cadáver de su Maestro. El patibulum había
sido retirado y también el yelmo espinoso, que fue arrojado con fuerza por el verdugo hacia el
pequeño peñasco situado al Oeste. Ni José ni su amigo, ni tampoco los soldados prestaron la
menor atención al citado casco de púas. Sencillamente, lo vi perderse entre las retamas del
accidentado terreno.
Mientras los soldados iniciaban el segundo descendimiento, el anciano José se arrodilló junto
a la maltrecha cabeza de Jesús y, tras contemplarle en silencio, extendió su mano, bajando el
párpado derecho del Señor. Al cabo de veinte o treinta segundos retiró los dedos, pero el ojo
del Galileo volvió a abrirse. José pasó de nuevo la mano sobre el párpado, sujetándolo durante
casi dos minutos. En este tiempo, una solitaria lágrima resbaló por la mejilla del amigo del
Nazareno.
Aunque el rigor mortis -que se vería indudablemente acelerado por la tetanización- no
empezaría hasta unas seis horas después del fallecimiento, lo cierto es que la caída del maxilar
inferior me hizo sospechar que los músculos de la boca, que había quedado abierta, no
tardarían en entrar en rigidez. Por otra parte, la pierna izquierda del Maestro se hallaba
flexionada, posiblemente por la forzada y sostenida postura de la cruz. Sus dedos -en garra- y
con los pulgares disparados hacia el centro de las palmas, se habían vuelto mucho más
azulados.
Una vez cerrado el ojo de Jesús, Nicodemo descargó en el suelo el par de saquetes que,
unidos por un cordel, colgaban de su hombro izquierdo y de los que no se había
desembarazado en todo el tiempo. Con la ayuda de José desplegó sobre la zona seca de la roca
un lienzo blanco que traía plegado bajo el brazo. (Según me confesaría esa misma noche en el
domicilio de Elías Marcos, el de Arimatea había adquirido aquellas seis varas de tela a un
comerciante de la vecina localidad de Palmira, al norte.)
Examiné el tejido y comprobé que se trataba de un paño de lino. Lo medí disimuladamente
con la ayuda de la «vara de Moisés» y deduje que tenía unos 4,30 metros de longitud por algo
más de un metro. (En nuestra segunda «aventura», los análisis verificados en el interior del
módulo sobre dicho paño arrojarían asombrosos y desconcertantes datos sobre lo que pudo


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acontecer en el sepulcro y que, sin lugar a dudas, coronaron nuestra misión. En dicha análisis
comprobamos, por ejemplo, que las dimensiones exactas de la tela eran 4,36 x 1,10 metros,
con un peso de 234 gramos por metro cuadrado. Es decir, el peso total de aquellos 4,80 metros
cuadrados se elevaba a 1123 gramos. La fibra, en efecto, era de lino y en las ampliaciones de
hasta 5000 veces apareció una estructura denominada «4 en espiga» o en «cola de pescado».
Este tejido en sarga, tal y como me había dicho Nicodemo, procedía de los telares de Palmira.
Curiosamente, este tipo de confección no irrumpiría en Europa hasta bien entrado el siglo XIV.
Pero no deseo extenderme ahora sobre nuestros fascinantes descubrimientos en la sábana que
cubrió el cadáver del Cristo durante aquellas históricas 36 horas...)
José de Arimatea comprobó la posición del sol y apremió a Nicodemo para que le ayudara a
trasladar el cadáver hasta el recién extendido lienzo. El anciano se situó a la cabeza del Maestro
y el amigo, a su vez, a los pies. Ambos se inclinaron a un mismo tiempo. José introdujo sus
manos por debajo de los hombros del Galileo, sujetándolo por las axilas. Nicodemo hizo otro
tanto, haciendo presa por los tobillos del gigante. Intercambiaron una mirada y, cuando
consideraron que se hallaban dispuestos, trataron de levantar el pesado cuerpo. Y digo que
«trataron» porque, por supuesto, sólo el de Arimatea consiguió levantarlo unos centímetros.
Lo intentaron por segunda vez, pero resultó igualmente estéril. Los forenses y aquellas
personas que se han visto alguna vez en la obligación de mover un cadáver saben por
experiencia que no resulta nada fácil. Y, mucho menos, silos puntos de sustentación no son los
adecuados. Este era el caso de Nicodemo...
Absolutamente impotentes para levantar al Nazareno, José no tuvo más remedio que
solicitar el concurso del oficial. Longino, comprendiendo la delicada situación de los hebreos,
suspendió el desclavamiento de Dismas, que quedó colgado del patibulum. Uno de los
legionarios, más joven y robusto que José, se hizo cargo de la parte superior del Maestro. Pasó
sus brazos por las axilas, levantando el tronco del cadáver. Al mismo tiempo, otro soldado
flexionó al máximo las rodillas del rabí, abrazando ambas piernas a la altura de las corvas. El
cuerpo del Galileo formó entonces una «V» y, con la ayuda de otros dos infantes -que situaron
sus manos en los riñones y espalda de Jesús- los ochenta u ochenta y dos kilos del Hijo del
Hombre pudieron ser izados y trasvasados al lienzo.
El cuerpo fue depositado a unos 20 centímetros del extremo de la sábana más cercano a las
cruces, con la cabeza casi en el centro del lienzo. En aquel traslado, de apenas cinco metros, la
intensa flexión del tronco comprimió las vísceras torácicas y abdominales, dando lugar a una
nueva hemorragia. Sin duda, la presión vació una de las venas cavas (posiblemente la inferior),
y un ancho reguero de sangre brotó por la herida de la lanza, chorreando por el costado
derecho y deslizándose a lo largo de toda la espalda, a la altura de la cintura.
Nicodemo intentó bajar la rodilla izquierda del Maestro pero, aunque la hizo descender unos
centímetros, los hematomas, desgarros de las articulaciones y la rigidez de la pierna hicieron
imposible su abajamiento total. El de Arimatea puso fin a los esfuerzos de su compañero,
cubriendo el cadáver con los dos metros largos de lino que habían quedado libres.
El oficial, que seguía atentamente la maniobra, comprendió de inmediato que los apuros de
aquella voluntariosa pareja de sanedritas no terminaban ahí. Nicodemo y José, aturdidos al
darse cuenta que el traslado de Jesús requería la colaboración de, al menos, cuatro hombres,
se volvieron implorando hacia Longino. Y éste, sonriendo, encomendó a su lugarteniente el
remate del descendimiento de los «zelotas», señalando seguidamente a cuatro de sus hombres
más fornidos para que acompañaran a él y a los «propietarios» del cadáver hasta la tumba
elegida.
Nicodemo y José rogaron al oficial que les permitiera ayudar en el traslado del improvisado
féretro. Y así se hizo. A las 16.30 horas el propio centurión, otro legionario y los dos amigos de
Jesús despegaron el lienzo del frío suelo del patíbulo, cargando los restos mortales del Hijo del
Hombre. Detrás, los tres soldados restantes, con las espadas desenvainadas y yo, con el alma
tan descarnada como aquella funesta roca que nunca olvidaré.
Debí suponerlo. Aunque Juan habla en su relato de un sepulcro situado en el mismo lugar
donde su Maestro había sido crucificado, por más que miré durante mi permanencia en lo alto
del Gólgota no logré descubrir un solo punto -próximo al peñasco- que reuniera las principales


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características señaladas por los evangelistas; <es decir, un huerto y alguna peña en la que
poder excavar la tumba. Pero pronto quedaría despejada esta nueva incógnita.
Nada más bajar del macizo rocoso, el joven Zebedeo y las mujeres nos salieron al paso. José
tranquilizó al centurión quien, al ver aproximarse al reducido grupo, se puso en guardia. Casi
de rodillas, el apóstol suplicó al legionario que sujetaba uno de los extremos de la sábana que
le cediera su puesto. Longino respondió a la duditativa mirada de su soldado con un afirmativo
movimiento de cabeza y Juan le sustituyó en el traslado.
Ningún crucificado podía ser enterrado en un cementerio judío. Así lo establecía la Ley. José
y Nicodemo lo sabían y, antes incluso de visitar a Poncio, ya tenían previsto dar sepultura al
Maestro en una de las propiedades del anciano de Arimatea. Pero el final de aquel trágico
viernes se acercaba a pasos agigantados. Las trompetas del Templo no tardarían en anunciar el
ocaso y, con él, la entrada del sábado y de la solemne fiesta de la Pascua. Era preciso darse
prisa. Y los ex miembros del Sanedrín, que sostenían la sábana por la parte de los pies,
aceleraron el paso. Por detrás, a cuatro o cinco metros, nos seguían María, la de Magdala;
María, la esposa de Cleopás; Marta, otra de las hermanas de la madre de Jesús, y Rebeca de
Séforis. Los legionarios, a su vez, se habían dividido, cubriendo los flancos del cadáver.
Al contemplar aquel silencioso y huidizo cortejo fúnebre, no pude reprimir una tristísima
sensación de soledad. Abandonado de la mayoría de sus amigos y fieles seguidores, ultrajado
casi después del descendimiento por aquella turba de fanáticos, ahora -camino del sepulcro- ni
siquiera podía recibir enterramiento con un mínimo de dignidad y reposo. Hasta el más pobre y
miserable de los judíos, según la Ley, tenía derecho, cuando menos, a un sepelio con dos
músicos de flauta y una plañidera. Para el Nazareno no quedaban ya lágrimas. Los corazones
de las mujeres y de sus tres amigos se habían secado. En cuanto al acompañamiento, el único
que recuerdo fue el de los presurosos pasos de la escolta y de los que cargaban su cadáver,
tronchando cardos y abrojos.
El de Arimatea y Nicodemo dirigieron el traslado, bordeando la muralla norte de Jerusalén y
siguiendo prácticamente el mismo itinerario de la «vía dolorosa». Cruzamos la carretera de
Samaria y a los diez o quince minutos de haber abandonado el patíbulo, sudorosa y con los
dedos lastimados por el peso del cuerpo, la comitiva se detuvo frente a un huerto. Nos
hallábamos al norte del Gólgota y relativamente cerca de la Torre Antonia, aproximadamente a
unos 100 o 150 metros. (Era lógico que los ricos hacendados de Jerusalén no dispusieran sus
fincas y plantaciones o huertos de recreo cerca del peñasco donde se ajusticiaba a los ladrones
y criminales. Aquél, en cambio, parecía un lugar tranquilo y hermoso.)
Una de las mujeres, creo recordar que la Magdalena, se adelantó y soltó la cuerda que, a
manera de lazo, sujetaba una puerta de madera, de un metro de altura, a una cerca de estacas
meticulosamente blanqueadas. con cal. Aquel vallado, de una altura similar a la de la cancela
de entrada, se perdía a derecha e izquierda, entre el enramado de un sinfín de árboles frutales.
Al girar, los herrajes articulados de los goznes chirriaron como un animal herido. El grupo se
precipitó hacia el interior de la finca. Caminamos alrededor de cincuenta pasos, siempre entre
una frondosa plantación de pequeños árboles selectos, hasta llegar a una bifurcación del
estrecho sendero que arrancaba en el umbral mismo de la puerta del huerto. Tras una breve
pausa, suficiente para recobrar el aliento perdido, José y Nicodemo hicieron una indicación a los
soldados y tomamos el ramal de la derecha. El de la izquierda llevaba a una casita situada a
cosa de un centenar de metros y que, a juzgar por la cimbreante y espigada columna de humo
que escapaba por la chimenea, debía estar habitada. Dos pequeños perros salieron de entre los
árboles, saltando y ladrando alegremente entre las piernas de José de Arimatea. Pero el
anciano, con un autoritario grito, les obligó a retirarse.
A cosa de 20 metros de la bifurcación apareció ante mí una suave elevación del terreno. Era
una formación calcárea que no sobresaldría más allá de metro y medio sobre el nivel del suelo.
Nos detuvimos y el de Arimatea anunció al oficial que ya podían depositar el cuerpo de Jesús
sobre el terreno.
A cosa de dos pasos de donde reposaba el cadáver del Nazareno, el suelo arcilloso que
rodeaba aquella cuña rocosa había sido removido. José, propietario del lugar, habla mandado
construir unas rústicas escaleras que descendían hasta un estrecho callejón de apenas dos
metros de anchura. Al bajar los cinco peldaños se encontraba uno en la mencionada galería y
frente a una fachada, perfectamente trabajada sobre la roca viva. Groso modo calculé la altura
de aquella pared rocosa en unos tres metros. En el centro había una diminuta puerta


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cuadrangular de 90 centímetros de lado. José nos rogó que le disculpáramos y se alejó a la
carrera en dirección a la casita.
Mientras los soldados aprovechaban aquel respiro para sentarse y descansar, me agaché y
traté de echar una ojeada al interior de la cripta. Una piedra redonda, muy parecida a una
muela de molino y de un metro de diámetro, reposaba a la izquierda de la boca de entrada al
sepulcro. Al pie mismo de la fachada había sido practicado un canalillo de unos 20 centímetros
de profundidad por otros 30 de anchura que corría a todo lo ancho. La piedra, tan toscamente
pulida como la fachada, cuyo peso debía ser superior a los 500 kilos, se hallaba dispuesta de tal
guisa que -para tapar el angosto orificio que hacía las veces de puerta- bastaba con hacerla
rodar sobre el mencionado canalillo, al que se ajustaba casi matemáticamente. Al pasar mi
mano sobre aquella mole redonda imaginé el enorme esfuerzo que tenía que haber supuesto a
los operarios su traslado hasta el fondo del callejón y, por supuesto, el que exigiría cada cierre
y apertura de la tumba.
Pero, al introducir mi cabeza en el interior de la cripta, la oscuridad era tal que no acerté a
distinguir ni su profundidad, ni la altura de las paredes ni ningún otro detalle.
Me incorporé y, mientras aguardaba a José, me dediqué a medir aquella especie de antesala
o callejón: desde la fachada hasta el peldaño más bajo había 2,20 metros. Las paredes de la
galería, a cielo abierto, iban descendiendo desde los 3 metros (altura máxima que correspondía
a la fachada de la tumba) hasta poco más o menos un metro, al nivel del escalón más alto.
Aquellas mediciones se vieron interrumpidas por la llegada del anciano. Le acompañaba un
hebreo de unos cincuenta años, con una barba corta y cuidada y de una corpulencia que,
instintivamente, me recordó al fallecido Maestro. Se tocaba con un ancho sombrero de paja y
cargaba una voluminosa y pesada ánfora. José portaba dos teas de mango corto y una especie
de hatillo.
Hacia las cinco de la tarde, el dueño del huerto se arrodilló frente a la cámara sepulcral y,
con sumo cuidado, alargó la mano izquierda, depositando una de las antorchas en el interior de
la cripta. A continuación entregó la segunda tea a su siervo y jardinero, quien, hierático y mudo
como una estatua, no se movería ya del callejón.
José, siempre en aquella forzada postura, se arrastró, penetrando en la cueva.
El relampagueo rojizo del hacha dentro de la tumba desapareció a los pocos segundos. Y el
anciano, asomando la cabeza por la abertura, reclamó la segunda antorcha. Su ayudante se
apresuró a entregársela, haciendo otro tanto con el hato.
Cuando José consideró que todo estaba dispuesto salió del panteón, indicando a Nicodemo
que bajasen el cuerpo del Maestro.
Los soldados cumplieron la orden, situando los restos sobre la tierra rojiza y apisonada del
callejón. El cadáver fue orientado de forma que la cabeza quedara frente al angosto portillo. El
anciano retornó entonces al interior, seguido del centurión. Una vez dentro, ambos comenzaron
a tirar de la sábana, siendo ayudados desde el exterior por otros tres legionarios.
Cuando, al fin, el cuerpo fue introducido en la tumba, Nicodemo fue pasando a José la pareja
de sacos que aún colgaba de su hombro y el ánfora. Satisfecha esta última parte del laborioso
traslado, aquél se inclinó también y, en cuclillas, se perdió entre la mortecina claridad del
sepulcro seguido de Juan.
Ignorando si disponía de sitio, me aventuré a seguir a Nicodemo. Mi metro y ochenta
centímetros de talla me obligaron a doblar el espinazo y arrastrarme sobre un piso tan rugoso
como ingrato.
Al levantar la vista me encontré en una estancia cuadrada, de unos tres metros de lado y de
1,70 de altura aproximadamente. (De esta última cifra estoy bastante seguro porque, durante
el tiempo que permanecí en el interior de la cripta, no tuve más remedio que inclinar la cabeza
para no tropezar con aquel techo rocoso, duramente ganado a base de escoplo de cantería, a
juzgar por los cortes a bisel de la citada bóveda y del resto de las paredes.)
Mi intromisión fue bien recibida. Cuando me incorporé los cuatro hombres pujaban por
levantar el cadáver hasta un simulacro de banco de 0,65 metros de altura, igualmente robado a
la masa pétrea y ubicado en el muro derecho (tomando siempre como referencia el hueco de
entrada).
Me apresuré a unirme a ellos, colaborando en el definitivo y último izado del Nazareno. Sé
que aquel insignificante y pobre gesto no hubiera sido aprobado por el estricto código del
proyecto, pero eso qué puede importar ya...


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Los restos de Jesús reposaban finalmente sobre un lecho de piedra de 1,89 metros de largo
por 0,93 de ancho. A decir verdad, aquel pilón parecía excavado a la medida del gigantesco
Galileo.
José se apresuró a destapar el cadáver, mientras Nicodemo abría el hatillo de tela,
extrayendo en primer lugar dos plumones totalmente blancos que, a primera vista, podrían ser
de algún tipo de ave doméstica.
A la luz tambaleante de las teas -reclinadas por José sobre cada una de las esquinas del ara
o poyo de roca- apareció de nuevo ante todos el ensangrentado, sucio y maloliente cuerpo del
hasta hacía unas horas majestuoso Hijo del Hombre. Las costras de excrementos habían
terminado por secarse sobre la piel de muslos y piernas, exhalando una fetidez insoportable.
Aunque sólo habían transcurrido dos horas desde el instante de su muerte clínica, los pies, con
las uñas azuladas, presentaban ya una contractura postmortem, con predominio extensor de
los dedos. La rigidez, tal y como me temía, avanzaba ya sin remedio. La cabeza, caída hacia el
lado derecho, conservaba abierta la boca, presentando un tinte lívido y un acusado
amoratamiento de los labios. El tórax, totalmente relajado, aparecía cubierto por una mezcla de
tierra y sangre reseca, con una minada de coágulos que no obedecía ya la ley de la gravedad y
que despuntaba sobre toda la caja torácica. Observé el hundimiento del epigastrio y, con él, los
pliegues del abdomen, especialmente en su mitad inferior.
Pero lo que más me llamó la atención fue la mano derecha. Su dorso y borde cubital se
hallaban prácticamente ocultos por una gran mancha de sangre coagulada y los cuatro dedos
largos, con una marcada cianosis y unas dimensiones ligeramente superiores a los de la
izquierda, que conservaban el referido agarrotamiento en forma de «garra». Aquella
hiperextensión de los cuatro dedos largos de la mano derecha, en mi opinión, sólo podía estar
originada por alguna de las terroríficas lesiones, en los correspondientes músculos extensores,
derivadas de la extracción del clavo y de la segunda perforación del carpo.
La rodilla izquierda seguía doblada y ambos codos, rígidos ya, mantenían los antebrazos en
flexión.
Cuando vi cómo Nicodemo introducía las pequeñas plumas en las fosas nasales de Jesús
comprendí sus intenciones. Si el presunto fallecido conservaba un mínimo de vida, el roce de
los plumones irritaba las mucosas, excitando así la respiración. Era, tal y como ha escrito el
rabino A. Levy, la «certificación de la muerte».
Ni qué decir tiene que el Galileo no experimentó reacción alguna. Cumplido el «trámite»,
José volvió a asomarse a la entrada de la tumba, retornando al instante.
-Hay que darse prisa -expresó en voz baja-. El sábado no tardará en apuntar.
Y abriendo el ánfora, vertió parte del agua en un trozo de esponja, ceniciento y perforado
por cientos de minúsculos orificios. Nicodemo se situó a los pies del Maestro, levantando la
extremidad inferior izquierda hasta donde fue posible. El de Arimatea se despojó del manto y,
arremangándose la túnica, comenzó a frotar y limpiar la cara posterior del muslo y pierna.
Después repitió el lavado en la pierna derecha, concluyendo con una serie de deficientes
restregones sobre las nalgas, testículos y ano de Jesús.
-Dejémoslo así... -puntualizó Nicodemo, cada vez más nervioso ante el cercano final del
viernes.
El de Arimatea arrojó la esponja al suelo y comenzó a desatar los saquetes de harpillera,
mientras su compañero buscaba en el fondo del hatillo. Una de las sacas contenía entre 15 y 20
kilos de un polvo granulado, de un color amarillo-oro, sumamente aromático y que, nada más
abrirlo, esparció una deliciosa fragancia por toda la cripta. Longino y yo nos miramos,
agradeciendo aquel súbito cambio en el cerrado ambiente de la tumba.
En el segundo sacó distinguí un campanudo jarro de cobre, perfectamente lacrado con un
tapón de tela. José, una vez descubierto, se volvió hacia Nicodemo, reprendiéndole por su
lentitud. Al fin, entre las peludas manos del ex sanedrita vi aparecer unos retazos de tela. Eran
unas tiras estrechas, desflecadas y que, por las irregularidades de sus filos, debían haber sido
desgajadas a mano y con prisas de algún viejo paño de tela.
Nicodemo seleccionó una de aquellas «vendas» (de algo más de un metro de longitud) y
tirando de ambos extremos la tensó, estabilizándola a un par de cuartas por encima del
saquete que albergaba el dorado polvillo. Sin perder un instante, el de Arimatea enterró su
mano izquierda en la saca, tomando un puñado de aquella especie de árido. Y lo dejó escapar
por la parte inferior del puño, cubriendo más que generosamente la superficie de la tela. El


328
tembloroso pulso del anciano hizo que buena parte del acíbar o áloe -porque de esto se
trataba- cayera al saco o se derramara sobre el abrupto pavimento de la cámara mortuoria. Sin
demasiado disimulo recogí un pellizco de aquel polvo, guardándomelo. Una vez de regreso al
módulo, y sometido al correspondiente análisis microscópico, Caballo de Troya supo que aquella
sustancia era en realidad una de las variantes del acíbar: el llamado «sucotrino», que debe su
nombre a la isla de Socotora, a la entrada del golfo Arábigo. Generalmente se presenta en
masas de fractura brillante y como vitrea, rojas, verdosas o amarillentas y que, sometidas a
pulverización, proporcionan un producto granulado, idéntico al que yo tenía ante mis ojos. En el
caso del áloe originario de Socotora, su origen, como en otros tipos de acíbar -«hepático o de
las Barbadas», «caballuno», etc.-, está en el zumo que se extrae de diferentes especies
botánicas. Se trata de grandes y hermosas plantas de la familia de la Liliáceas (tribu de las
Asfodeleas), que crecen en las regiones cálidas de Asia, Africa y América. Del centro de un
conjunto de hojas grandes y carnosas, con bordes armados de puntas, arranca un tallo o
escapo vigoroso que lleva en su ápice una larga espiga de flores tubulosas, generalmente
bilabiadas y rojas. El mencionado zumo es producido por las hojas.
José se incorporó y acercándose a los pies del Maestro, procuró juntarlos, levantándolos de
forma que su compañero pudiera pasar la pieza de tela, impregnada de acíbar, a la altura de
los tobillos. A continuación, Nicodemo fue arrojando su aliento sobre el áloe y, ante mi
sorpresa, su particular olor se hizo más intenso y penetrante.
Anudó la «venda» en el nacimiento de los pies y, regresando a la saca, repitió la operación
con una segunda tira. En esta ocasión, antes de anudar las manos del Galileo, José tuvo la
precaución de depositarías reverencial y púdicamente sobre el pubis del cadáver. La izquierda
sobre la derecha. Aquélla, como esta última, mostraba un rosetón de sangre coagulada sobre la
parte superior de la muñeca. La forma triangular de la herida, con sus bordes negros y
descarnados, me hizo estremecer.
Una vez atado, tal y como marcaba la Ley judía, los amigos del rabí se inclinaron
nuevamente sobre los saquetes. Nicodemo removió el contenido del jarro, mientras José
llenaba ambas manos con un apreciable volumen de acíbar.
En la palma izquierda del primero surgió una sustancia pastosa, de aspecto gomo-resinoso,
que destelleó a la luz de las antorchas como un millar de lágrimas rojizas. Era mirra. Su fuerte
olor, mucho menos agradable que el del áloe, se mezcló en seguida con el del polvo granulado,
sofocándome.
Nicodemo se plantó frente a la mitad superior del cadáver, mientras el anciano José hacía
otro tanto junto a las extremidades inferiores de Jesús de Nazaret. El de Arimatea permaneció
unos segundos con las manos firmemente cerradas, aprisionando el polvo dorado. Cuando las
separó, el acíbar se había transformado en una pasta blanduzca, casi plástica.
Y ambos, a un mismo tiempo, se dedicaron a pellizcar las masas de mirra y áloe,
embadurnando y cegando las brechas y orificios naturales del cuerpo. Nicodemo se ocupó de
las fosas nasales, oídos y de las grandes heridas de los costados. José, de los profundos
desgarros de las rodillas, clavos de manos y pies y de la maraña de agujeros provocados por
las tachuelas de las sandalias de los soldados (paradójicamente, de aquellos mismos que le
habían defendido después de muerto...).
Saltaba a la vista la precipitación de aquellos hombres. De haber actuado con menor
premura, lo más probable es que el taponamiento no habría sido practicado en el último lugar.
Una prueba de lo que digo surgió cuando José recordó que faltaba el recto. Pero las
extremidades inferiores de Jesús se hallaban anudadas y fue precisa la ayuda de Nicodemo
quien, refunfuñando, levantó nuevamente las piernas del Galileo, haciendo posible que el
anciano taponara el ano. Lógicamente, al llevar a cabo esta maniobra, gran parte del polvo
dorado depositado en la cinta que mantenía unidos los pies se deslizó, cayendo sobre el lienzo
de lino.
Al terminar, José, agobiado por la llegada del crepúsculo, se dirigió nuevamente a la
puertecilla. Pero, en su atolondramiento, tropezó con el ánfora y poco faltó para que cayera de
bruces. Una vez comprobada la situación del sol, retornó hasta el banco de piedra, mascullando
algo por lo bajo.
Para entonces, Nicodemo -más sereno que José- había soltado de su brazo derecho un largo
pañuelo granate, utilizado habitualmente por aquellas gentes para enjugar el sudor. Lo retorció


329
hábilmente, rodeando con él la cabeza de Jesús. El pañolón, fuertemente anudado sobre la
coronilla, levantó el maxilar inferior, cerrando así la boca del Cristo.
Todo estaba consumado en aquel acelerado y provisional sepelio. Antes de abandonar la cripta,
mientras Nicodemo recogía y sacaba al exterior los diversos útiles, José echó mano de su bolsa
y, al azar, extrajo un par de moneditas de bronce de unos 16 milímetros de diámetro cada una.
Siguiendo una remota costumbre, el de Arimatea las depositó sobre los párpados del Nazareno.
Pero la gran inflamación del ojo izquierdo hizo resbalar el «leptón»1.
Aunque la cabeza del Maestro había sido apuntalada -a la altura de los oídos- por sendos
mazacotes de mirra, la tremenda deformación de la región malar mantenía sepultado el ojo,
haciendo difícil el depósito de la moneda sobre el casi irreconocible párpado. Pero José insistió,
consiguiendo un precario equilibrio de la moneda sobre los hematomas.
Las teas, con su centelleo, pusieron una chispa de vida en las brillantes superficies de los
«leptones».
Al inclinarme comprobé que el troquelado de ambas era sumamente rudimentario, con una
efigie descentrada y numerosas imperfecciones. Las dos procedían seguramente de la misma
emisión, a juzgar por las idénticas inscripciones y lituus o cayado central2 y, sobre todo, por la
misma falta ortográfica, en las letras que ceñían en círculo la referida efigie del lituus o cayado
mágico3. La leyenda en cuestión decía así: «TIBEPIOY CAICAPOC». Es decir, Tiberiou Kaisaris o
«de Tiberio César».
Levanté con curiosidad la monedita del párpado derecho y en el reverso descubrí la no
menos desgastada silueta de un simpulum o catavinos, utilizado en las ofrendas rituales de las
libaciones paganas. En el centro, junto a este cazo o cucharón, se leía el número 16, formado
por una «iota» (equivalente al «10») y el llamado «epísemon», que correspondía al «6». En
otras palabras, la fecha «16», año del reinado de Tiberio César o 29 de la Era Cristiana.
Antes de cubrirle definitivamente con la mitad del lienzo, el buen amigo de Jesús se arrodilló
frente al cadáver y, bajando la cabeza, guardó unos minutos de silencio. El Zebedeo le imitó.
Fueron instantes especialmente intensos y emotivos. Comprendí con desolación que aquélla era
la última vez que vería el cuerpo sin vida del Maestro. No debo ocultar que, al posar mi mirada
en sus machacados restos, me asaltó una duda densa y agobiante como aquella cámara
funeraria: ¿resucitaría, tal y como había anunciado? Pero, ¿cómo? Aquella devastadora
catástrofe había reducido su organismo a una piltrafa...
Lo confieso con toda sinceridad. Mi espíritu científico se rebeló. Nadie, que se sepa, lo había
logrado en toda la Historia de la Humanidad. ¿Por qué iba a conseguirlo aquel Galileo, tan
humano como los demás? Si realmente gozaba de poderes tan extraordinarios, ¿por qué no
había evitado tanto suplicio y, sobre todo, una muerte tan cruel y humillante?
Nicodemo y la casi totalidad de sus amigos y discípulos tampoco estaban muy seguros de la
anunciada resurrección de su Maestro. José, incluso, dudaba. Un signo palpable de lo que digo
se hallaba justamente en aquel rápido y provisional adecentamiento del cadáver. Las
intenciones del anciano de Arimatea, de su compañero y de las mujeres que esperaban fuera de
la cripta, no tenían nada que ver con esa supuesta resurrección del rabí. Si de verdad hubieran
1 Esta moneda, similar a la «perutah» de Agripa I, era acuñada en Jerusalén. Se han encontrado ejemplares
emitidos bajo Coponio, Valerio Grato, Poncio Pilato y Antonio Félix. Su valor era mínimo: un denario de plata equivalía a
192 «perutah», aproximadamente. (N. del m.)
2 Al consultar los principales catálogos mundiales de monedas judías del tiempo de Cristo -especialmente el de
monedas antiguas del Museo Británico y el libro de Madden sobre monedas judías, publicado en 1864 y reimpreso en
1967-, los especialistas de Caballo de Troya comprobaron que la mayor parte de las monedas acuñadas por Poncio
Pilato (del 26 al 36 de nuestra Era) se distinguían precisamente por signos como el lituus, simpulum, etc., que, por su
carácter pagano, ofendían los sentimientos religiosos del pueblo hebreo. En el caso del lituus o cayado del augur o
adivino, es de suponer que esta osadía de Poncio -único gobernador romano que se atrevió a herir así la fibra religiosa
de Judea- encerrase también un alto grado de adulación hacia Tiberio, gran entusiasta, como ya hemos visto, de los
astrólogos. (N. del m.)
3 Una de las faltas de ortografía más llamativas era la «C» inicial de la palabra «CAICAPOC». Lo lógico es que el
responsable del troquelado hubiera acuñado dicho titulo con la »K» griega: «KAICAPOC» o «Káisaris» («de César»).
Pero, por otra parte, conocida la pésima reputación del procurador romano como acuñador de monedas, tampoco me
extrañó excesivamente. Otro de los errores, consecuencia de la «comodidad» de los acuñaderes, aparece en las dos
últimas «C» de «CAICAPOC». En realidad, la mencionada palabra griega debería de haber sido escrita con sendas «Σ»
(letra «sigma»). Probablemente, los artesanos prefirieron ahorrarse el engorroso signo, dejándolo reducido a su mitad:
«<» o «C». (N. del m.)


330
creído en un suceso tan prodigioso, ¿por qué posponer el definitivo embalsamamiento del
cuerpo de Jesús hasta después de la fiesta del sábado? Lo lógico hubiera sido no taponar
siquiera sus heridas ni cubrirle con aquellos productos aromáticos, destinados únicamente a
contrarrestar el cercano hedor de la putrefacción.
Encorvado, aturdido y extremadamente cansado por tantas emociones y por la falta de
sueño, no fui capaz de formular un solo pensamiento o una fugaz oración ante el Hijo del
Hombre. Con gran desolación por mi parte descubrí que no recordaba ninguna de las escasas
plegarias que aprendí en mi niñez. Sin embargo, yo también me uní, simbólicamente, a José de
Arimatea cuando, incorporándose, se inclinó sobre la fruncida frente del amigo, depositando en
ella un cálido y prolongado beso.
Después cubrió el cuerpo de Jesús con la sábana, tomando las antorchas. Me apresuré a
recoger su manto y en ese momento, al agacharme, descubrí en uno de los rincones de la
cámara -semiocultos en la penumbra-, un par de capazos de mimbre, repletos de escombros y
un pequeño pico. José se percató de mi observación, excusándose por el desorden del lugar.
Según comentó, el sepulcro se hallaba aún en obras...
Hacia las 17.45 horas, Juan, Longino, José y yo salíamos al callejón. El resto fue
relativamente cómodo. Mientras el de Arimatea sostenía las hachas, el centurión, sus cuatro
soldados y el hortelano procedieron a empujar la roca circular, haciéndola rodar por la profunda
ranura hasta que tapó totalmente la pequeña abertura de la fachada. E insisto en lo de
«relativamente cómodo» porque, de no haber sido por la presencia de los seis hombres, no sé
cómo se las hubieran ingeniado José y Nicodemo para mover aquella media tonelada...
El crujido siniestro y escalofriante de la peña, en su último roce con la pared principal del
panteón, puso punto final a muchas de las esperanzas de aquellos hombres y mujeres. ¿Cómo
podía suponer en semejantes momentos que dicho cierre del sepulcro no era otra cosa que un
corto paréntesis en esta increíble y desconcertante historia?
Antes de partir hacia Jerusalén, José agradeció la decisiva e inestimable ayuda de los
legionarios entregando a cada uno de ellos una generosa cantidad de dinero. Creo no
equivocarme pero, a partir de aquel viernes, la amistad entre Longino y el de Arimatea germinó
firme y sincera.
Al abandonar el huerto, las mujeres, que se habían mantenido alejadas del sepulcro, tal y
como especificaba la Ley judía, se unieron al cansino paso de José, manifestando sus dudas
sobre la pulcritud desplegada en aquel vertiginoso enterramiento del Maestro. Tanto Nicodemo
como el anciano coincidieron en las apreciaciones de las hebreas, autorizando a éstas para que,
nada más despuntar el domingo, procedieran a un embalsamamiento más correcto. Nicodemo,
incluso, les entregó. los restos de acíbar y mirra, comentando que, aunque ellos procurarían
estar presentes, no olvidasen recortar el pelo y la barba de Jesús, lavarlo esmeradamente y
colocar sobre su cuerpo la pluma o la llave, símbolo de su celibato, tal y como se hacía desde
tiempo inmemorial.
Frente a la puerta de los Peces, el oficial y sus hombres se despidieron, dirigiéndose
nuevamente hacia el Gólgota, con la expresa misión de trasladar los cuerpos de los «zelotas» a
la fosa de la Géhenne.
A las seis de aquella tarde, cuando nos hallábamos a pocos pasos de la casa de Elías Marcos,
tres clarinazos se levantaron desde la cúpula del templo, anunciando a la ciudad el final de la
jornada. A partir de esos momentos, en plena festividad ya de la Pascua, la actividad en
Jerusalén fue decreciendo. Las gentes, alegres y recuperadas del susto provocado por los
temblores de tierra, corrían presurosas hacia sus hogares, dispuestas a festejar y dar cumplida
cuenta de la cena pascual. No sé por qué pero aquella excitación y los constantes saludos de los
hebreos, deseándose paz cuando se cruzaban en las angostas callejas, me trajo a la memoria el
ambiente festivo y tan especial de los atardeceres que precedían a la Navidad y que yo había
vivido en mi país. Curiosamente, salvo Nicodemo, el joven Juan, José y el grupo de mujeres,
que avanzaban cabizbajos, el resto de los peregrinos y habitantes de la ciudad santa no se
hallaba afligido -ni muchísimo menos- por lo que acababa de acontecer en el peñasco de la
Calavera. Estoy convencido que una inmensa mayoría, incluso, no conocía aún la trágica
muerte del profeta de Galilea. Y silo sabían, evidentemente lo habían olvidado o les traía sin
cuidado... Este era el triste pero auténtico y real panorama de aquella Jerusalén en el 7 de abril


331
del año 30. Un día que, durante mucho tiempo, sería recordado, no por la crucifixión de Jesús
de Nazaret, sino por el «nefasto augurio» del oscurecimiento del sol y el posterior seísmo.
Nicodemo y Juan se despidieron a las puertas del domicilio de Marcos. El primero, dispuesto
a reunirse con los apóstoles que se habían refugiado en su casa y a celebrar con ellos la
obligatoria Pascua. El joven Zebedeo, a su vez, descorazonado y sumido en una tristeza infinita,
se alejó hacia su residencia, donde aguardaba María, la madre del Nazareno.
José aceptó acompañar a las mujeres hasta el interior de la mansión de los Marcos, donde se
hallaban las compañeras que Jude había conducido desde el patíbulo.
La familia, desolada por los acontecimientos, acogió al anciano y a las hebreas con gran
solicitud, rogándoles que les pusieran al corriente de todo lo sucedido a partir de la muerte del
Maestro. El eficacísimo servicio de mensajeros de David Zebedeo había mantenido informados
puntualmente a los núcleos principales de amigos y seguidores del rabí. Por medio de estos
«correos», Elías Marcos y el resto de los apóstoles, repartidos en Jerusalén, Betania y Betfagé,
supieron del fallecimiento del Galileo entre una y dos horas después de ocurrido el óbito.
Cuando el anciano hubo concluido su relato, la esposa de Elías volvió a llenar nuestros vasos
con aquel vino caliente y reconfortante. Y antes de que José tomara la decisión de abandonar a
los Marcos, le rogué me informara sobre lo ocurrido desde que le vi alejarse hacia el templo, en
pleno incidente con los jueces y judíos que intentaban variar el texto del «inri» del Nazareno.
José me miró con un profundo cansancio.
-¿Para qué recordar esa triste historia? -comentó sin entusiasmo.
Pero yo necesitaba averiguar lo sucedido en el interior del Santuario. ¿Qué había pasado en
la reunión del Sanedrín? ¿Qué había sido de Judas Iscariote? El hijo de Elías Marcos no se
hallaba en la casa o, al menos, yo no había acertado a verle y eso me preocupaba.
Le supliqué con una ansiedad tal que el bueno de José terminó por ceder.
-Desde los muros de la Torre Antonia -comenzó el anciano--me dirigí al Templo. Tal y como
comentamos, en mi corazón había una sospecha: los ciegos saduceos, leales al clan de Caifás y
de su suegro, podían conspirar también contra los íntimos del Maestro. Su temor a un
levantamiento por parte de los seguidores y amigos de Jesús no se había disipado con la
condena a muerte aprobada por Pilato. Todo lo contrarío. Precisamente a partir de esos
momentos -según ellos- la situación se hacia mucho más delicada. Y de la misma forma que
habían intentado capturar a Lázaro, adoptaron las medidas oportunas para prender y encarcelar
a los discípulos.
-¿Medidas?, ¿qué medidas? -le interrumpí.
-Nada más regresar a su cuartel general en el Santuario, los levitas, siguiendo instrucciones
del sumo sacerdote, formaron una escolta y salieron hacia la finca de Simón, «el leproso», en
Getsemaní. Gracias a la bondad infinita de Dios -¡bendito sea su nombre!-, poco antes de la
partida pude establecer contacto con uno de los emisarios de David Zebedeo. Al informarle de
lo que se proponía el Sanedrín corrió hasta el Olivete, dando la alerta. Pero, sobre la suerte de
los allí acampados no puedo añadir gran cosa. Sólo sé que a su regreso, el capitán de la
guardia del templo se mostró furioso: « Los seguidores del impostor -explicó a Caifás- han
huido como cobardes, pero hemos incendiado su campamento.. .»
»EI sumo sacerdote y la mayoría de los miembros del Sanedrín se tranquilizaron, estimando
que la desbandada de los hombres del Nazareno reducía considerablemente el riesgo de un
motín. Y Caifás, reunido con el Consejo en la sala de las «piedras talladas», prosiguió su
informe sobre todo lo ocurrido en la noche y madrugada, hasta el momento en que nuestro
Maestro fue introducido definitivamente en el Pretorio.
»EI cúmulo de mentiras, injurias y arbitrariedades esgrimidas por el yerno de Anás fue tal
que, asqueado, me retiré del tribunal.
»Pero, cuando me disponía a salir del Templo, apareció Judas. Nos miramos en silencio y el
traidor entró en la sala del Sanedrín. Regresé de nuevo al interior de la sede del Consejo,
dispuesto a hundir a aquel miserable. Pero no fue preciso. Al ver al Iscariote, Caifás y sus
hombres comenzaron a murmurar entre sí. Pero ninguno le dirigió la palabra. Al parecer, Judas
esperaba un recibimiento triunfal. Pensó, equivocadamente, que aquella ralea le colmaría de
honores, ensalzando su «gran servicio a la nación». Pobre desdichado!
»A una señal del sumo sacerdote, uno de los servidores se dirigió a Judas y, tocándole la
espalda, le invitó a que le siguiera. Visiblemente confundido y decepcionado, el traidor obedeció
y ambos salieron de la sala.


332
»Entonces, el siervo, entregándole un bolsa, le dijo:
»-Judas, he sido encargado de pagarte por traicionar a Jesús, el Galileo. He aquí tu
recompensa.
»EI Iscariote, pálido, abrió la bolsa y con una sangre fría que aún me aterra, contó las
monedas...
José hizo una pausa y, cuando daba por sentado que aclararía el importe de la citada
recompensa, esquivó el asunto. Me vi en la obligación de interrumpirle otra vez e interesarme
por la suma.
-Treinta monedas... -replicó el anciano con repugnancia.
-¿Denarios de plata? -presioné.
José, molesto por mi insistencia, aclaró:
-No, 30 «seqel».
(Esta moneda de plata, conocida popularmente como «siclo de Tiro», constituía, como ya dije,
el dinero habitual en el pago de los tributos del Templo. Era, en definitiva, una pieza usada
comúnmente por los sacerdotes en la mayor parte de sus transacciones comerciales. Su
equivalencia, en aquella época, era de unos cuatro denarios de plata por «seqel». Una suma,
por tanto, «moderada». Hay que tener en cuenta que, según el testimonio evangélico de Mateo
(27,9), los sacerdotes compraron un campo con el dinero que había rechazado Judas. Hoy, esos
120 denarios de plata podrían equipararse a unos 200 dólares.)1
El de Arimatea prosiguió:
-Cuando el traidor se cercioró del valor de la bolsa, lívido y mudo de estupor se lanzó hacia
la puerta del Consejo, dispuesto –supongo- a protestar. Pero el portero le cortó el paso,
prohibiéndole la entrada.
»Derrotado, Judas pasó de la cólera a su habitual frialdad. Dejó caer la bolsa en su bolsillo,
alejándose de la sala de las «piedras talladas». Desde entonces no he vuelto a verle...
Fue inútil que insistiera. José de Arimatea, en efecto, había perdido la pista del traidor.
Ignoraba su suerte y, por supuesto, no podía conocer el incidente del Templo y el gesto
desesperado del Iscariote, arrojando las monedas al tesoro del Santuario. Yo estaba al tanto de
esta última acción de Judas por la lectura previa de Mateo, pero ¿habían sucedido las cosas tal
y como lo describe el autor sagrado?
La fortuna quiso que pudiera desvelar esta incógnita poco después de la marcha del anciano
de la casa de Elías Marcos. Había dos asuntos que me obligaban a permanecer en aquel
domicilio y que, sin proponérmelo, fueron una magnífica excusa para averiguar otro dato.
Caballo de Troya me había asignado la ineludible misión de rescatar el micrófono que había
camuflado en el farol situado en la sala donde había tenido lugar la última cena de Jesús. Una
de las normas básicas del proyecto especificaba que los «astronautas» no podían dejar en el
área de exploración ningún resto, señal o indicio de su paso. Tampoco era lícito trasladar a
«nuestro tiempo real» nada que pudiera pertenecer a dicha época. La recuperación de esta
pieza, en consecuencia, era obligatoria.
Por otra parte, resultaba imprescindible que hablase con el joven Juan Marcos. Pero el
adolescente no terminaba de comparecer. Así que, invocando un sentimental deseo de ver por
última vez el cenáculo, convencí a la esposa de Elías para que me acompañara al piso superior.
Cuando entramos en la estancia, mi corazón casi se detuvo: ¡El farol había desaparecido!
La hebrea notó mi palidez, confundiendo mi angustia con una supuesta y honrosa emoción al
pisar de nuevo el recinto donde había cenado el Maestro. Tratando de no perder los nervios
paseé la mirada por la sala, buscando afanosamente el maldito farol. Pero, evidentemente,
alguien lo había sacado de la habitación.
Al borde del colapso, interrogué a la señora de la casa sobre el paradero de la hermosa
pieza. La mujer. desconcertada, me explicó sin conceder importancia al asunto que se había
hecho añicos durante el temblor. Uno de los sirvientes lo había llevado a un taller de Jerusalén
con el propósito de que fuera reparado.
Agradecí su gentileza por permitirme ver el cenáculo y, desarbolado, regresé a la planta
baja. Yo sabía que, a partir del toque de las trompetas, y tratándose de una fiesta tan solemne
como aquélla, las actividades artesanales y de cualquier otro tipo cesaban automáticamente. Y
ya no se reanudarían hasta finalizada la Pascua. ¿Cómo podía recuperar el micrófono si el
1 Doscientos dólares de 1973, claro. (N. de J.. J. Benítez.)


333
retorno del módulo había sido establecido a las 7 de la mañana del domingo? Como creo haber
insinuado, este contratiempo vino a sumarse a la serie de «razones» que aconsejaron a Caballo
de Troya la repetición del gran «salto» al año 30.
Absorto por este inesperado incidente, casi no me di cuenta del paso del tiempo. La familia
de Marcos, ocupada en los preparativos de la cena pascual, apenas si reparó en mí.
Hacia las ocho de la noche, cuando el sueño empezaba a vencerme, alguien me sacó de mis
confusos pensamientos. Al levantar la vista encontré ante mi dos rostros bien conocidos. Uno,
sonriente -el del activo David Zebedeo- y otro, por el contrario, demacrado y afligido: el del
joven hijo de mis hospitalarios anfitriones. Aquello me despejó momentáneamente.
David, con una alegría que no terminaba de entender, puso en mis manos el manto de lino
blanco que yo había adquirido en la tarde del pasado jueves en la tintorería de Malkiyías y del
que, honestamente, me había olvidado.
-Te supongo enterado de todo lo ocurrido -habló al fin el jefe de los emisarios.
Asentí en silencio.
Al advertir mi decaimiento, David me zarandeó cariñosamente, exclamando con un
convencimiento que me dejó atónito:
-¡Resucitará! Lo prometió...
Escruté los cansados ojos de aquel hebreo y quedé maravillado. David Zebedeo creía
realmente lo que estaba diciendo. Era asombroso. Tenía ante mí al único que creía ciega y
firmemente en la promesa del Maestro. Ni en el audaz Juan, el Evangelista, ni en José de
Arimatea ni en ningún otro discípulo o amigo de Jesús había observado una fe como la de aquel
hombre. Y, paradójicamente, apenas si es citado en los textos evangélicos...
Ahora sí estaba clara la razón de su alegría.
Antes de su partida hacia la casa de Nicodemo, donde había trasladado su «centro» de
«correos», David me informó sobre sus últimas peripecias en el campamento de Getsemaní.
Efectivamente, al recibir el aviso de José, desmontó velozmente las tiendas de campaña,
trasladando su «puesto de mando» a lo más alto del Olivete. Desde allí, una vez superada la
amenaza de los levitas, siguió enviando mensajeros a todos los puntos donde él sabía que se
hallaban los apóstoles, amigos y familiares del Nazareno.
Nada más conocer por uno de sus agentes la orden de crucifixión, otros tantos y veloces
mensajeros corrieron hacia Pella, Bethsaíde, Filadelfia, Sidón, Damasco y Alejandría, con la
noticia de la inminente muerte de Jesús, por orden del procurador romano.
Durante buena parte de aquella jornada, David no cesó de mandar «correos» a Jerusalén y a
Betania, informando puntualmente a los discípulos y a la familia de Jesús de cuanto estaba
ocurriendo. De no haber sido por la pericia y valentía de este judío, la mayor parte de los
apóstoles, escondidos y temerosos, hubieran tardado algún tiempo en conocer el triste final de
su Maestro.
Por último, con el ocaso, este Zebedeo suspendió los «correos», permitiendo a sus
mensajeros que se retiraran a descansar y a celebrar la obligada fiesta pascual. Sin embargo,
su convencimiento sobre la resurrección del rabí era tan sólido que, antes de que partieran, les
comunicó en secreto la obligación de concentrarse en la casa de Nicodemo, a primeras horas de
la mañana del domingo. Su intención era transmitir la buena nueva en cuanto se produjese.
Mi admiración por aquel hombre no tuvo límites...
Y antes de que el hijo de los Marcos se uniera a su familia en el banquete de Pascua, mi
curiosidad se vio satisfecha al desvelar, al fin, la suerte del Iscariote.
Me costó trabajo persuadir al joven Juan Marcos de que hablase. En aquellas últimas diez
horas, su alma de niño se había consumido entre el dolor, la rabia y la impotencia. Jamás
olvidaría la ensangrentada figura de su ídolo y amigo: Jesús de Nazaret. Como tampoco podría
borrar la imagen de unos sacerdotes fanatizados y la de un populacho que, poco antes, había
aclamado las valientes y lúcidas intervenciones de su Maestro en la explanada del atrio de los
Gentiles y que, ahora, hubiese lapidado al Galileo en la mismísima fachada del Pretorio romano.
Intenté calmarle, recordándole las palabras que acababa de pronunciar David Zebedeo sobre
la resurrección. Pero Juan me miró sin comprender. Aquella expresión -«y resucitaré al tercer
día»- rebasaba su capacidad infantil.
Tanto Juan Marcos como su familia sabían que yo había permanecido al pie de la cruz y,
como reconocimiento a lo que ellos consideraron un gesto de amor y valentía hacia el rabí, el


334
muchacho terminó por narrarme lo que había visto y oído desde que yo le encomendase el
seguimiento de Judas.
Este fue su entrecortado y ceñido relato:
-Cuando el traidor vio cómo los legionarios terminaban de atravesar los pies de Jesús, con la
cabeza cubierta por el manto se alejó del patíbulo. Tú lo viste...
Le animé a continuar.
-Entonces, Judas fue directamente al Templo. No pude verle la cara porque siempre fui
detrás de él pero, viendo sus grandes zancadas y los empujones con que se abrió paso en la
explanada del Santuario, yo diría que estaba furioso.
»Caminó hasta las puertas de la Sala del Consejo de Justicia pero, al intentar abrirlas, el
portero se le interpuso. Judas, con una maldición que no me atrevo a repetir, le golpeó en
pleno rostro, derribándole y dejándole como muerto.
(Aquella reacción encajaba, desde luego, en la violencia que, en ocasiones, estalla en los
grandes tímidos. Y el Iscariote lo era.)
-… Abrió la gran puerta de la sala de las «piedras talladas» y, descubriéndose, irrumpió en el
Tribunal. Yo no me atreví a moverme del quicio de la puerta. Si alguien me hubiera puesto la
mano encima, seguro que me azotan...
Correspondí con una sonrisa de gratitud y Juan Marcos prosiguió:
-Sólo pude ver a Caifás y a alguno de los saduceos, escribas y fariseos, sentados en sus
bancas de madera. Cuando el Iscariote avanzó hasta las gradas, los jueces enmudecieron. En
sus rostros habla sorpresa. Por lo visto no esperaban al traidor. Y Judas, jadeando y en un tono
que casi me dio lástima, les dijo:
»-He pecado en el sentido de haber traicionado una sangre inocente... Me ofrecisteis dinero
por este servicio -el precio de un esclavo- y, con ello, me habéis insultado...
»Los sanedritas, atónitos, parecían no dar crédito a lo que estaban viendo. Y Judas concluyó
así:
»-... Me arrepiento de mi acto. He aquí vuestro dinero.
»Entonces sacó una bolsa de su faja y la mostró al Consejo. Por último, exclamó con voz
imperiosa:
»-¡Quiero liberarme de esta culpa!
»Las carcajadas no tardaron en llenar la gran sala. Aquellos hipócritas, dando fuertes
palmadas sobre los asientos, se mofaron y le ridiculizaron cruelmente. Uno de los que ocupaba
un puesto cercano a Judas se levantó y acercándose a él le invitó con la mano a que se retirara.
Pero antes manifestó en alta voz:
»-TU Maestro ha sido condenado por los romanos. En cuanto a tu culpabilidad, ¿en qué nos
concierne? ¡Ocúpate tú de ello y vete!
»El Iscariote dio media vuelta y con la cabeza baja se alejó del Tribunal, mientras las
risotadas e insultos arreciaban de nuevo.
»Cuando pasó a mi lado, su cara me dio miedo. Llevaba la bolsa en su mano izquierda y los
ojos fijos en el suelo. Creo que ni siquiera me vio.
»A grandes pasos se perdió en dirección al atrio de las Mujeres, entrando en la sala de los
«cepillos». Con gran calma tomó un puñado de monedas, lanzándolas a boleo. Después volvió a
meter la mano en la bolsa, estrellando el resto de los siclos contra las baldosas. Cuando
comprobó que ya no quedaban monedas, arrojó la bolsa sobre el pavimento pisoteándola con
furia.
»Entonces, abriéndose paso violentamente entre los atónitos hombres que allí se
encontraban, salió en dirección al atrio de los Gentiles.
Estimo que esta aparentemente insólita acción de Judas Iscariote, desembarazándose de las
30 monedas de plata, merece un comentario. Las palabras del traidor ante el Tribunal -«he aquí
vuestro dinero» y «quiero liberarme de esta culpa»- no fueron una simple y humana reacción
de arrepentimiento. Judas sabía, como todos los judíos, que la Ley protegía a los «vendedores»
de algo o de alguien. La Misná, en su Orden Quinto: «Votos de Evaluación» (arajin), establece
en un total de nueve capítulos las disposiciones en torno a los llamados votos de evaluación; es
decir, aquellos por los que una persona se compromete a entregar al Templo el valor de una
determinada persona, tal y como viene determinado en el Levítico (27, 1-8) en relación con la
edad y sexo. Además abarca una minuciosa normativa sobre la compra y dedicación de tierras
heredadas y de casas como, asimismo, sobre su rescate y los votos de «exterminio». Pues


335
bien, en vista de la actuación del Iscariote, entiendo que éste consideró -o trató de considerar
ante los sanedritas- que la entrega de su Maestro encajaba de lleno en lo que podríamos
denominar una «venta» o «transacción comercio» por la que, incluso, había percibido una
compensación económica. En este sentido, al menos en lo que concierne a bienes puramente
materiales casas, campos, etc.-, si el vendedor, una vez efectuada la operación, no la
consideraba justa o, sencillamente, decidía echarse atrás, podía recurrir dentro de un plazo de
12 meses, a contar a partir del día de la venta. La mencionada Misná, en el capítulo IX (4) del
citado apartado sobre «Votos de Evaluación» reza textualmente en este sentido:
«Si llegó el último día de los doce meses y no ha sido redimida (la casa, por ejemplo), se
hace definitivamente suya (es decir, del comprador), indiferentemente que la hubiera comprado
o que la hubiera recibido en regalo, puesto que está escrito en el Levítico (25,30): "a
perpetuidad". Antiguamente (el comprador) se escondía cuando llegaba el último día de los
doce meses a fin de que se hiciera definitivamente suya (la casa). Pero Hilel, «el viejo», dispuso
que (el vendedor) pudiera echar el dinero en la cámara del Templo, pudiera romper la puerta y
entrar (en la casa) y que el otro pudiera venir cuando quisiera y recoger su dinero. »
Judas, en consecuencia, había obrado de acuerdo con la Ley. No estaba conforme con la
«venta» de Jesús de Nazaret e hizo uso de su derecho, en el mismo día del pago de dicha
«transacción». Y aunque el Iscariote debía saber también que en el capítulo primero (apartado
3) del referido asunto de los Votos se aclara que «el moribundo y el que es conducido a la
muerte (por veredicto de un tribunal judío que no admite gracia) no pueden ser objeto de voto
ni pueden ser evaluados», forzó sus derechos al máximo, creyendo ingenuamente que aquel
gesto anularía dicha «venta». Hay que reconocer, en descargo de la culpabilidad del Iscariote,
que, por lo menos, apuró todas las posibilidades jurídicas, en beneficio del Maestro. De poco
sirvió, por supuesto, pero creo que es de justicia esclarecer este hecho, tan parcamente
contado por el escritor sagrado. Muchas personas podrán preguntarse -yo también lo hice- por
qué Judas accedió a esta «venta», si sabía que su traición desembocaría en el ajusticiamiento
del Nazareno. Personalmente, a la vista del mencionado comportamiento del Iscariote en la sala
del Sanedrín y, posteriormente, en la del tesoro, creo que Judas jamás llegó a pensar que su
Maestro sería condenado a muerte. Él lo había entregado a los dignatarios de las castas
sacerdotales, convencido de que éstos se limitarían a «custodiarle» e interrogarle y, a lo sumo,
encarcelarle o desterrarle. No trato de hacer una defensa extrema del traidor, pero su fría
venganza contra el Galileo y su movimiento se hubiera visto sobradamente colmada con la
vergonzosa captura y el posible desmembramiento de los discípulos. Pero los acontecimientos,
como sabemos, tomaron otros derroteros.
De lo que ya no puedo estar seguro es de cuál fue la razón que pesó más en el agitado
corazón del Iscariote: la inminente muerte del rabí o el ridículo a que se vio sometido por los
sanedritas. Como ya he repetido, no era dinero lo que perseguía Judas. Su obsesión era el
reconocimiento público y los honores prometidos y soñados y que, desgraciadamente para él,
jamás llegaron. Por lógica, si sus maquinaciones hubieran tenido como base y objetivo final la
obtención de dinero, ¿por qué iba a prescindir de aquellas 30 monedas de plata? En todo caso,
se las hubiera llevado a la tumba con él. La lucha interna del traidor en aquellas horas debió ser
tan afilada que no tengo valor para juzgarle ni para juzgar su trágica decisión última...
Es curioso pero, si Jesús no hubiera sido condenado a muerte, quizá Judas hubiera tenido
éxito en su intento de anulación de la «venta». La Ley, al menos, preveía un plazo de un año
para que el «comprador» -en este caso los sanedritas- se retractaran y devolvieran la
mercancía».
Juan Marcos, medio dormido, remató su testimonio con una noticia que cambiaba -en partelo
que afirma Mateo en su evangelio:
-Judas descendió por el barrio bajo. Al principio creí que se dirigía a mi casa o a Betania.
Llevaba mucha prisa. No saludaba a nadie. Salió de la ciudad por la puerta de la Fuente y, ante
mi desconcierto, torció a la derecha, en dirección a la garganta del Hinnom. Empezó a trepar
entre los peñascos y al llegar a una de las rocas más altas y puntiagudas se deshizo del manto
y del cinto. Yo estaba tan asustado que me pegué al terreno, temblando de miedo. Entonces vi
a Judas, al borde del precipicio, amarrando uno de los extremos del ceñidor a la rama de una
pequeña higuera que crecía entre las grietas de la roca. Cuando comprendí lo que quería hacer
me incorporé, dispuesto a pedirle que no lo hiciera. Pero no tuve tiempo siquiera de abrir la
boca. El Iscariote hizo otro nudo alrededor de su cuello y, en silencio, se lanzó al vacío...


336
El muchacho, con una extrema palidez, se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar.
Tuve que esperar a que se calmara. Al rato, gimoteando, concluyó:
-… ¡Fue espantoso, Jasón...! Corrí hacia la higuera. En aquellos momentos sólo tuve un
pensamiento: cortar, morder, arañar el cinto... Todo menos dejar que se ahorcase.
»Cuando llegué al filo del abismo, el cuerpo del pobre Judas se balanceaba en el aire, pateando
y girando sobre sí mismo como un «zevivon»1...
»Tenía las manos aferradas al cuello como tratando de luchar contra la asfixia, y los ojos
muy abiertos, casi fuera de las órbitas.
»Las rodillas me temblaban y mi garganta se secó, como si hubiera tragado un puñado de
arena. Pero, cuando me disponía a trepar al arbolillo y quebrar la higuera, el nudo de la rama
se soltó y Judas cayó al precipicio, estrellándose contra las piedras.
»Fue todo tan rápido que no pude hacer absolutamente nada. Me quedé allí arriba, como un
poste, contemplando el cuerpo inmóvil de Judas. Después, sin fuerzas ni para llorar, regresé a
la ciudad y, cuando trataba de volver al Gólgota, ocurrió el temblor... Mi terror fue tan grande
que volví a la puerta de la Fuente, huyendo hacia el campamento. Allí fue donde me encontró
David...
Al preguntarle si el cuerpo del Iscariote seguía aún en el fondo del barranco, Juan Marcos se
encogió de hombros. Al parecer no había comentado el suceso con nadie. Yo era el primero en
saberlo. Agradecí su información, rogándole que se retirara a descansar.
-Mañana, a primera hora, si no tienes inconveniente -le dijo- quiero que me acompañes
hasta esa garganta...
Juan Marcos asintió como un autómata, desapareciendo en el patio donde estaba a punto de
comenzar la cena pascual.
La versión del muchacho variaba ligeramente la siempre trágica suerte del traidor. Era
preciso que confirmase si Judas había fallecido por ahorcamiento o por precipitación. Aunque
sus intenciones, en el fondo, estaban claras -suicidarse-, quizá la forma definitiva de su muerte
(suponiendo que hubiera muerto) no había sido la que siempre hemos conocido y aceptado.
Y abusando de la generosidad de aquella familia, escogí uno de los rincones de la planta
baja, envolviéndome en el manto. Al quedarme solo establecí una última conexión con el
módulo, anunciando a Eliseo mi intención de visitar el Hinnom y, suponiendo que aún estuviese
allí, examinar el cadáver de Judas.
Hacia las 21.30 horas, el sueño disipó mi fatiga y mis angustias. Me pareció extraño, muy
extraño, que Jesús de Nazaret no estuviera vivo y cercano. Sin querer me había acostumbrado
a su majestuosa presencia...
8 DE ABRIL, SÁBADO
Poco antes del amanecer, Eliseo me sacó de un profundo sueño, plagado de pesadillas en las
que, curiosamente, se mezclaban las más absurdas situaciones y vivencias, tanto del «tiempo»
real en que me movía como de mi verdadero siglo.
La meteorología había cambiado. El día prometía serenidad:
viento en calma, excelente visibilidad, baja humedad relativa y una temperatura de logrados
centígrados, en ascenso. Desde el módulo, los radares de largo alcance dibujaban con toda
nitidez los perfiles del árido Negev.
Juan Marcos no tardó en presentarse. Traía un gran cuenco de leche de cabra y algo de pan,
fabricado durante la mañana del viernes. Mi agotamiento había desaparecido y devoré
prácticamente el frugal desayuno.
1 En los relatos tradicionales de la festividad judía de las luminarias o «Januká» (que suele coincidir con las
Navidades). se cuenta que, durante la ocupación romana en el siglo I, estaba prohibido reunirse en grupos para
estudiar la Torá. Cuando un vigía alertaba al grupo de estudiosos sobre la proximidad de los legionarios, alguien sacaba
un «zevivon» o pequeño dado, con una base puntiaguda y un asa superior para hacerlo girar. De esta forma
disimulaban, apostando sobre qué cara del dado caería hacia arriba. Incluso en la actualidad es frecuente ver a los
niños israelitas jugando con uno de estos «zevivon» durante los días de la «Januká». (N. del m.)


337
Con las primeras luces y el trompeteo del Santuario, anunciando el nuevo día, mi joven
amigo y yo cruzamos las solitarias calles de Jerusalén. El habitual ruido de la molienda había
desaparecido. Nadie parecía tener prisa por levantarse. Por un lado me alegré. Si el cuerpo de
Judas continuaba entre las peñas, prefería que nadie nos viera junto a él. Así era mucho más
seguro.
Una vez fuera de la murallas, el muchacho me condujo hacia el Oeste, siguiendo casi en
paralelo el muro meridional de la ciudad. A escasos metros de la puerta de la Fuente, por la que
habíamos salido, el terreno cambió. Entramos en lo que los judíos llamaban la Géhenne o
«infierno». Supongo que por lo atormentado de la depresión y por las numerosas hogueras que
se levantaban aquí y allá en una permanente quema de basuras. En efecto, conforme
caminábamos observé cómo aquel tétrico paraje había sido convertido en un inmenso
estercolero en el que merodeaban un sinfín de perros vagabundos y ratas enormes como
liebres.
Juan Marcos se detuvo. Observó el paisaje y, a los pocos segundos, reanudó la marcha. A los
cinco minutos de camino, la Géhenne se convirtió en un laberinto de peñascos, barrancas
estériles y pequeños pero agudos precipicios. De acuerdo con las cotas de nuestras cartas,
aquel extremo sur de Jerusalén oscilaba entre los 612 y 630 metros, en las proximidades del
portalón de la Fuente y los 685, en las cercanías de la puerta de los Esenios. Entre ambos
puntos, el perfil del terreno sufría bruscas variaciones, con desniveles de 20, 30 y hasta 40
metros.
Al ir salvando aquel «infierno» supuse que si el Iscariote había caído desde cualquiera de
aquellos barrancos, lo más probable es que se hubiera destrozado contra las cortantes aristas
de las peñas.
Al fin, Juan Marcos se detuvo. Nos encontrábamos a unos 200 metros en línea recta de la
muralla y sobre uno de aquellos pelados promontorios. Me señaló una joven higuera, nacida
milagrosamente entre los vericuetos y fisuras de la roca y que, tal y como me habla explicado,
crecía con la mitad de su ramaje hacia el Oeste y sobre el vacío.
Lentamente me aproximé al filo del precipicio. El muchacho, inquieto y tembloroso, se aferró
a mi brazo. Al principio no distinguí nada anormal. La barranca presentaba una caída casi en
vertical de unos 35 o 40 metros. Pero la semiclaridad del alba no era suficiente para distinguir
el fondo con precisión.
Tras un par de minutos de tensa búsqueda, Juan Marcos dio un grito que a punto estuvo de
hacerme perder el equilibrio.
-¡Allí!... ¡Mira, allí está!
Seguí la dirección de su dedo y, en efecto, confundido entre las piedras, aprecié un bulto
lechoso, inmóvil y que, desde mi punto de observación, parecía un hombre envuelto en algo
similar a una túnica o una manta blanca.
Ordené a Juan Marcos que no se moviera y elegí uno de los terraplenes, iniciando el
descenso.
Después de no pocos rodeos, rasponazos y sobresaltos entre las resbaladizas paredes del
precipicio, me vi al fin en el fondo de la barranca, a poco más de cuatro metros del cuerpo. Lo
observé sin mover un solo músculo. Parecía desmayado o muerto. Evidentemente era un
hombre, enfundado en una tónica marfileña, similar a la que usaba Judas. Se hallaba boca
abajo, con la pierna izquierda violentamente flexionada bajo el abdomen.
Cuando, finalmente, me decidí a avanzar hacia él, algo negro, grande y peludo como un
conejo salió de debajo, huyendo hacia las zarzas próximas. Me detuve. Un escalofrío recorrió
mis entrañas. Las ratas habían empezado a devorarlo...
Me apresuré a darle la vuelta y el rostro imberbe, puntiagudo y pálido del Iscariote apareció
ante mí. Tenía los ojos abiertos, con el sello del espanto en sus pupilas. Uno de los globos
oculares había desaparecido prácticamente, ante las acometidas de los roedores.
Por más que repasé su cuerpo no advertí señal alguna de sangre. Sólo un finísimo hilo, ya
seco, brotaba de la comisura derecha de su boca.
Llevaba el cinto anudado al cuello. Al examinarlo me di cuenta que no estaba roto o
desgarrado. Sencillamente, como dijo Juan Marcos, se había desanudado. Presionaba la
garganta de Judas pero, ante mi sorpresa, la conjuntiva o membrana mucosa que tapiza el
dorso de los párpados y la zona anterior del ojo no presentaba las típicas manchas rojas de los


338
ahorcados. Retiré el pelo negro y fino pero tampoco observé este tipo de «ronchas» por detrás
de las orejas.
La lengua no se hallaba presa entre los dientes ni lucía la habitual tonalidad azul, signos
característicos entre los ahorcados.
Si verdaderamente se hubiera registrado el cierre completo de todo el riego y desagüe
cerebral, la cara de Judas aparecería embotada. Sin embargo, su aspecto -a pesar de las 15
horas transcurridas desde el hipotético óbito- era casi normal. Las pupilas, dilatadas en un
principio, habían empezado a empequeñecer, entrando en fase de «miosis» (posiblemente a
partir de las nueve de la noche del viernes).
Presentaba también las livideces propias de un estado post-mortem pero, insisto, las venas
yugulares y arterias carótidas no mostraban señales de estrangulamiento, habituales en los
ahorcados1.
Ante aquel cúmulo de pruebas negativas, mi impresión personal fue la siguiente: Judas
Iscariote no había fallecido por ahorcamiento, sino por precipitación.
Esta teoría se vio fortalecida al palpar las extremidades y el resto del cuerpo. Las piernas y
uno de los brazos sufrían fracturas cuádruples y las roturas internas eran generalizadas.
Pero lo que terminó de convencerme fue el sonido del cráneo, al agitarlo entre mis manos.
Aquel ruido -similar al de un «saco de nueces»- era típico de las personas que han sufrido una
de estas precipitaciones o caídas desde gran altura.
Aunque resultaba verosímil que el traidor, en su desesperación, no ajustara el nudo del cinto
convenientemente, cayendo al vacío antes de perecer por ahorcamiento, nunca pude
comprender cómo este sujeto -generalmente meticuloso- pudo cometer un error semejante.
Volví a depositar el cuerpo sobre las piedras y, tras cerrar sus ojos (o lo que quedaba de
ellos), permanecí unos minutos en pie y en silencio, contemplando a aquel desdichado. Me
pregunté si aquel Iscariote u «hombre de Carioth», hijo de Simón, un hombre ilustre y
adinerado de Judea, discípulo de Juan el Bautista y atormentado buscador de la Verdad,
merecía realmente un fin tan desolador...
Regresé junto a mi amigo, confirmándole la muerte de Judas. Juan Marcos había recuperado
el manto del renegado y, lentamente, en silencio, volvimos a Jerusalén.
Una vez en la ciudad, tras rogarle que me condujera hasta la casa de Juan Zebedeo, le pedí
que se pusiera en contacto con la familia de Judas, a fin de que levantaran sus restos antes de
que las ratas y las alimañas de la Géhenne terminaran por desfigurarle.
Con gran diligencia, como era su costumbre, el hijo de los Marcos cumplió mi nuevo encargo.
Juan Zebedeo no me esperaba. Pero me recibió con un entrañable abrazo. Disponía de una
casita de una planta, muy humilde y casi vacía, en la zona norte de la ciudad. En un barrio que,
por aquel entonces, empezaba a crecer y que era conocido por «Beza'tha».
Sorteé un caldero en el que ardían algunos pequeños troncos, y que se destinaba
generalmente para ahuyentar a los insectos y mosquitos, y crucé el umbral de la puerta. En el
interior de la única estancia, penosamente alumbrada por un lámpara de aceite, distinguí en
seguida a cuatro mujeres. Eran María, la madre de Jesús; su hermana Mirián; Salomé, madre
de Juan y la joven Ruth, hermana del Nazareno.
No había sillas ni taburetes y el Zebedeo me invitó a tomar asiento sobre una de las esteras
esparcidas sobre la tierra apisonada que formaba el pavimento. Me extrañó la singular
austeridad de aquella casa, con un liviano terrado a base de ramas cubiertas de tierra y arcilla y
sin una sola ventana o tronera. Después supe que aquélla no era la residencia habitual de los
Zebedeo. Esta se hallaba al norte, en Galilea.
Juan no me presentó a las mujeres. No era costumbre pero, además, tampoco 13
necesitaba. Todas las hebreas se mostraban especialmente solicitas con María. Una de ellas
acababa de ofrecerle un cuenco de madera con leche. Pero la madre del Galileo se resistía a
tomarlo. Cuando mis ojos fueron acostumbrándose a la penumbra, comprobé que la Señora
tenía la cabeza descubierta. Sus cabellos eran mucho más negros de lo que había supuesto. Se
peinaba con raya en el centro, recogiendo en la nuca una sedosa y azabache mata de pelo. Sus
ojeras, mucho más marcadas que en el momento de su encuentro con el crucificado, reflejaban
1 En Medicina Legal está perfectamente estudiado que, para producir el cierre total de las yugulares, se necesitan
unos cinco kilos de fuerza. En el caso de las carótidas, entre diez y quince kilos. (N. del m.)


339
una noche de vigilia y sufrimiento. Se hallaba sentada sobre una de aquellas gruesas esterillas
de palma y junco, con el cuerpo y la cabeza reclinados sobre el muro de adobe y los ojos
semicerrados. De vez en cuando, un profundo suspiro agitaba todo su ser y los hermosos ojos
rasgados se entreabrían. Por un momento, al captar la resignada amargura de aquella hebrea,
me sentí desfallecer. No tenía valor para interrogarla. Las fuerzas y el coraje parecían escapar
de mí, anonadado ante la angustia de una madre que acababa de perder a su hijo primogénito.
¿Cómo podía iniciar la conversación? ¿Con qué valor me enfrentaba a aquella mujer, rota por el
dolor, para pedirle que me hablara de su Hijo, de su infancia y de su no menos ignorada
juventud?
Fue Juan quien, sin proponérselo, alisó tan arduo trabajo, previsto por Caballo de Troya
como uno de los últimos objetivos de aquella misión.
Después de sacudir un viejo y renegrido pellejo de cabra, el discípulo llenó otro cuenco de
madera con una leche espesa y agria, rogándome que aceptase aquel humilde refrigerio.
-No te inquietes por el olor -me dijo-. Sacia mejor la sed...
No quise desairarle y apuré el pestilente cuenco, procurando cerrar los ojos y contener la
respiración.
Al terminar, el Zebedeo recogió el recipiente y señalando el manto de lino blanco que
colgaba de mi ceñidor, exclamó:
-Veo que no has olvidado tu regalo...
Bajé la vista y comprendí. Y aunque aquella especie de «chal» había sido comprado para
Marta, la hermana de Lázaro, la genial sugerencia del discípulo hizo variar mis planes. En
efecto: aquél podía ser el medio ideal para ganarme la estima y confianza de Maria... ¿Cómo no
se me había ocurrido antes?
Lo tomé en mis manos y, levantándome, me acerqué al rincón donde descansaba la Señora.
Me arrodillé frente a ella y extendiendo el rico presente le rogué que se dignara aceptarlo.
María y las mujeres que le rodeaban me miraron y se miraron entre si. Pero, al fin, la madre
del rabí, apartándose de la pared, tomó el manto, llenándome con una mirada intensa. Una
mirada que me recordó la de su Hijo.
Juan, atento y solícito, aproximó la lucerna de barro, con el fin de que María pudiera
contemplar mejor la finísima textura del lino. Entonces, a la luz de la lámpara de aceite, los
ojos de aquella mujer surgieron ante mí en toda su hermosura: ¡eran verdes!
Después de acariciar el tejido, María levantó de nuevo sus ojos hacia mí, y mostrándome una
dentadura blanca y perfecta, exclamó:
-¡Gracias, hijo!
Era la primera vez que escuchaba aquella voz gruesa y, sin embargo, cálida y segura.
A partir de aquellos instantes -las ocho de la mañana, aproximadamente- y después que
Juan Zebedeo le explicara quién era y por qué estaba allí, María accedió gustosa a hablarme de
Jesús, de sus primeros años en Nazaret, de sus viajes por el Mediterráneo y de la muerte en
accidente de trabajo de su esposo, el constructor y carpintero llamado José.
Intentando poner orden en mis ideas y en los miles de temas que se agitaban en mi mente,
empecé por preguntarle sobre el nacimiento del gigante...1
Hacia las 11.30 horas, nuestra conversación se vio interrumpida con la llegada de Jude y
José de Arimatea. Traían noticias de última hora.
Una vez finalizada la cena de Pascua, los sanedritas habían vuelto a reunirse, esta vez en la
casa de Caifás. Según el anciano, el único tema debatido fue la profecía hecha por Jesús de
resucitar al tercer día. Los sacerdotes, en especial los seduceos, no concedían demasiado
crédito a las palabras del ajusticiado. Pero los intrigantes miembros del Sanedrín estimaron que
lo más prudente sería vigilar la tumba. «Según afirmaron -prosiguió José-, cabía la posibilidad
de que los amigos y creyentes de Jesús robaran el cadáver, propagando después la mentira de
su resurrección.» Con el fin de abortar cualquier intento de robo, el sumo sacerdote designó
1 Nota de J. J. Benítez: El extenso relato del mayor sobre esta apasionante conversación con la madre de Jesús de
Nazaret, en la que aparecen infinidad de datos nuevos y fascinantes sobre la infancia, juventud y edad adulta del
Galileo, ha sido desgajado del mencionado diario e incluido -por razones de su extensión- en un próximo volumen.
Siento, de verdad, dejar al lector con la miel en los labios...


340
una comisión, encargada de visitar al procurador romano a primera hora de la mañana del
sábado. Pues bien, ese grupo de sanedritas acababa de entrevistarse con Poncio.
José, alertado por uno de sus confidentes, se había apresurado a acudir al Templo. Allí,
después de no pocas burlas e hirientes indirectas por parte de esta comisión -conocedora de su
vinculación con el Nazareno-, el propietario del huerto donde había sido sepultado el Maestro
conoció finalmente los pormenores de la conversación entre los sacerdotes y Pilato.
-Señor -manifestaron los jueces al gobernador-, te recordamos que Jesús de Nazaret, ese
falsario, dijo en vida: «Pasados tres días resucitaré.» Por consiguiente, nos presentamos ante ti
para rogarte que des las instrucciones necesarias para que el sepulcro sea debidamente
protegido contra sus discípulos hasta que hayan transcurrido esos tres días. Nos tememos que
sus fieles intenten robar el cuerpo durante la noche y, acto seguido, proclamen al pueblo que
ha resucitado de entre los muertos. Si lo consintiéramos, sería una falta mayor que si le
hubiéramos dejado con vida.
Y Poncio, después de escuchar este ruego, respondió:
-Os daré una escolta de diez soldados. Vayan y monten la guardia ante la tumba.
Prosiguió el de Arimatea:
-Esa escolta romana y otros diez levitas más, reclutados de entre una de las secciones
semanales del Templo, se encuentran ya frente a la tumba, tal y como he podido verificar antes
de venir a veros. Esas hipócritas bestias que rodean y adulan a Caifás no han tenido el menor
escrúpulo de violar el sagrado sábado y han invadido mi propiedad. Cuando intenté bajar hasta
la cripta, algunos de los guardianes del Santuario me salieron al paso, obligándome a salir del
huerto. ¡Es indigno!...
-Entonces -insinué-, nadie puede acercarse a la tumba.
-Nadie que no sea de la guarnición de Antonia o del cuerpo de levitas. Incluso, los muy
salvajes, han retirado la losa que cubría el pozo del hortelano, uniéndola a la roca que cierra la
cámara sepulcral. Después han estampado el sello de Pilato para que nadie pueda removerías.
Aquella noticia me dejó francamente preocupado. Los últimos minutos de mi misión en
Jerusalén debían transcurrir precisamente lo más cerca posible del sepulcro. Caballo de Troya
tenía especial interés, como es lógico, en averiguar si la pretendida resurrección del Maestro de
Galilea era o no una realidad objetiva o, por el contrario, una leyenda. ¿Cómo podía llevar a
cabo mi observación si el paso al sepulcro se hallaba prohibido por aquellos 20 centinelas?
Aún quedaban muchas horas y preferí no atormentarme con semejante dilema. Algo se me
ocurriría...
El cambio de conversación de José me ayudó a olvidar temporalmente el asunto.
Con gran desconcierto por mi parte, una de las máximas preocupaciones del anciano judío
era acertar con el epitafio que debía grabarse en la fachada rocosa del sepulcro donde reposaba
el cuerpo de su Maestro. José traía escritas, incluso, algunas frases, que dio a leer a Jude y a
Juan, respectivamente.
Con gesto grave, los tres hombres discutieron sobre el posible texto, llegando a la conclusión
de que la última era quizás la más adecuada. Le rogué a Juan que me pasara el trozo de
pergamino y, en arameo, leí lo siguiente:
Éste es Jesús, el Mesías.
No hay aquí oro ni plata,
sino sus huesos.
Maldito sea el hombre
que lo abra.
Yo sabía que el saqueo de tumbas estaba a la orden del día en Israel, pero no podía encajar
la falta de fe de aquellos íntimos de Jesús de Nazaret, que no dudaban en calificar al Galileo de
Mesías, renunciando por completo a la idea de su resurrección. Era tan triste como
anacrónico...
Una vez decidido el epitafio, José mostró la frase elegida a la madre de Jesús. Pero María se
negó a leerlo. Y clavando sus ojos en cada uno de los presentes, les reprochó su desconfianza
con un lapidario comentario:


341
-El Mesías escribirá su epitafio con una sola palabra: ¡Resucitó!
Un silencio violento nos cubrió a todos durante algunos minutos. El de Arimatea movió la
cabeza negativamente y Jude y Juan se limitaron a bajar el rostro, manifestando así sus dudas.
Pero la Señora no insistió. Se recostó de nuevo sobre la pared y entornó los ojos.
El de Arimatea rasgó la embarazosa situación, intentando convencemos y convencerse a sí
mismo de que no nos hiciéramos falsas ilusiones...
-La noticia de la promesa de su resurrección –comentó- ha terminado por saltar a la calle y
toda Jerusalén se hace lenguas sobre el particular. Si el Maestro no cumple lo que prometió,
¿en qué situación quedarán sus discípulos y él mismo?
Desgraciadamente, aquella postura, propia de un hombre racional y con un probado sentido
común, era compartida por la casi totalidad de sus apóstoles, enclaustrados desde la noche del
jueves en diversas casas de Jerusalén y Betania, muertos de miedo y sin la menor esperanza
respecto a su futuro. Si aquellos rudos galileos hubieran disfrutado de la fe de David Zebedeo,
por poner un ejemplo, las cosas habrían sido muy distintas...
Aun a riesgo de repetirme, creo de suma importancia recalcar esta ingrata pero muy humana
disposición de los apóstoles y seguidores del Hijo del Hombre, en relación con el tema de la
resurrección. Están equivocados quienes puedan pensar que los discípulos esperaban
ilusionados el amanecer del tercer día. Nadie en su sano juicio podía aceptar que un cadáver,
después de 36 horas de su fallecimiento, fuera capaz de levantarse y vivir. Pero el sorprendente
rabí jamás hablaba en vano...
Media hora antes del ocaso -hacia las seis-, Jude y su hermana Ruth se pusieron en camino,
acompañando a su madre hacia la residencia de Lázaro, en Betania. Juan, obedeciendo la
consigna dada por Andrés, acudió hasta la casa de Elías Marcos, donde había sido prevista una
reunión de urgencia de todos los discípulos y fieles de Jesús que se hallaban en la ciudad santa.
Me brindé a acompañar a la familia del Nazareno y, de esta forma, pude ampliar mis
conocimientos sobre la vida de Jesús.
A las 19.30 horas, las hermanas del resucitado nos recibieron en su hogar, colmándonos con
sus atenciones.
Pero la noche empezaba a menguar y, tras despedirme de mis nuevos amigos, agradecí a
Marta y a María su generosa hospitalidad, anunciándoles que debía emprender un largo viaje y
que, casi con seguridad, regresaría pronto. Aquella piadosa mentira, que alivió quizás el afligido
corazón de Marta, llegaría a ser realidad. Una realidad que culminó las aspiraciones de este
cada vez menos incrédulo y escéptico oficial de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas.
La hermana mayor de Lázaro, con los ojos arrasados en lágrimas, me confió en secreto que
su hermano había tenido que refugiarse en Filadelfia y que ellas, en cuanto pudieran vender sus
tierras y hacienda, seguirían sus pasos. Yo conocía la primera parte de su información, pero -
¡torpe de mí!-, en aquellos instantes, mientras le decía adiós, no supe adivinar lo que
verdaderamente encerraba su confesión...
Poco antes de las doce de la noche, preocupado por lo avanzado de la hora y por encontrar
alguna fórmula que me permitiera observar la boca del sepulcro con un máximo de nitidez y
seguridad, inicié la ascensión del Olivete.
¿De verdad se produciría la gran «chazaña»? ¿De verdad tendría la grandiosa oportunidad de
comprobar con mis propios ojos el anunciado prodigio de la resurrección?
9 DE ABRIL, DOMINGO
Hacia la una de la madrugada, sin aire en los pulmones y chorreando sudor por los cuatro
costados, divisé al fin la cerca de madera de la finca de José de Arimatea. Todo se hallaba en
silencio. Solitario. Caminé nerviosamente arriba y abajo del vallado, buscando alguna fórmula
que me condujera, sano y salvo, al interior del huerto. Pero mi cerebro, encharcado por las
prisas, se negaba a trabajar. Eliseo, a mi paso sobre la cima del Monte de las Aceitunas, me
había recordado la imperiosa necesidad de contar con mi presencia antes de las 5.00 horas. Los
preparativos para el retorno exigían un mínimo de comprobaciones y al definitivo ajuste del


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ordenador. Supongo que le prometí regresar mucho antes de esa hora. No lo recuerdo bien. Mi
ánimo se había ido excitando conforme corría ladera abajo, en dirección a la zona norte de la
ciudad.
Ahora, con la misión casi concluida, me sentía incapaz de coronar con éxito la que, sin duda,
podía ser la fase decisiva de todo el proyecto.
Inspiré profundamente y, sin meditarlo más, brinqué al otro lado de la propiedad. Podía
haber abierto la cancela pero lo pensé mejor. Aquellos oxidados e impertinentes goznes podían
delatarme.
Una vez entre los árboles frutales permanecí unos minutos en cuclillas, pendiente del más
mínimo ruido. Todo seguía en calma. Y animándome a mí mismo, fui arrastrándome sobre el
seco terreno arcilloso, ayudándome en cada tramo con los antebrazos y codos. Había saltado
por la izquierda de la puerta, con una intención inicial: tratar de alcanzar la parte posterior de
la casita del hortelano.
Una vez allí, si los guardias no me descubrían mucho antes, ya y pensaría algo...
Fui haciendo pequeñas pausas, ocultándome tras los endebles troncos de los frutales e
intentando perforar el bosquecillo con la vista. La luna, prácticamente llena, irradiaba una
claridad que, en aquellos decisivos minutos, podía traicionarme.
«Unos metros más -me dije- y casi lo habré logrado».
Resoplando y con la túnica enrojecida por la arcilla me oculté al fin detrás del muro de piedra
del pozo, situado a una decena de pasos de la casa del jardinero. Asomé lentamente la cabeza
por encima del brocal y comprobé con alivio que la puerta se hallaba, cerrada. No había luz
alguna en el interior y la chimenea aparecía inactiva.
«Quizá los soldados le hayan obligado a desalojar su vivienda», pensé. Y en ese instante,
una duda mortal me secó la garganta:
«¿Y si hubiera llegado demasiado tarde? ¿Y si la supuesta resurrección hubiera ocurrido
ya...?
El único indicio en este sentido aparece en el texto evangélico de Mateo (28,1-8). Si el autor
sagrado llevaba razón y el prodigio tenía lugar «al alborear del primer día» -es decir, del
domingo-, todo estaba perdido. El orto o aparición del limbo superior del sol sobre el horizonte
había sido fijado por Santa Claus con una precisión matemática: dada la latitud aproximada de
Jerusalén -32 grados Norte-, ese instante ocurriría a la 5 horas y 42 minutos. El ocaso, como ya
cité en su momento, se registraría, en consecuencia, a las 18 horas y 22 minutos.
Los planes del general Curtiss, al menos en este sentido, hubieran fallado. Mi reingreso en la
«cuna», como mencioné anteriormente, debía producirse, como muy tarde, hacia las cinco de
esa madrugada.
Pero un inesperado acontecimiento me sacó de estas elucubraciones, haciéndome temblar de
pies a cabeza. De pronto, los perros de José de Arimatea empezaron a ladrar furiosamente.
¡No había contado con aquel nuevo problema!
Me pegué a la pared del pozo, tratando de adivinar la posición de los canes. No tardaría en
averiguarlo. A los dos o tres minutos sentí a mis espaldas los gruñidos de los animales. Me
habían detectado, permaneciendo a dos o tres metros, con sus fauces abiertas y amenazantes.
Me revolví, dispuesto a golpearles y dejarles fuera de combate si era preciso. Se trataba en
realidad de dos pequeños ejemplares y supuse que no resultaría difícil amedrentarles o
golpearles con la «vara de Moisés». Lo que más me preocupaba es que la escolta romana o
levítica pudiera reaccionar y descubrirme.
Me preparé e, incorporándome, me dispuse a ahuyentarlos. Pero la sangre se congeló en mis
arterias: una mano ruda y pesada cayó sobre mi hombro derecho...
Al volverme, cuando consideraba que todo se hallaba perdido, encontré ante mí la silueta
inmensa del hortelano.
Antes de que pudiera explicarle se llevó el dedo índice a los labios, indicándome que
guardara silencio.
Acto seguido me hizo señas para que le acompañara. Desconcertado obedecí como un
autómata. Los perros, al ver al inquilino de la casa, guardaron silencio, siguiéndonos dócilmente
hasta el interior de la vivienda.


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Una vez allí, el hortelano supo de mis intenciones. Me había reconocido y, como seguidor de
las enseñanzas del Maestro, se mostró complacido ante mi supuesta fe, prometiendo ayudarme
a encontrar el sitio adecuado y satisfacer así mi aparentemente insólito y loco deseo.
Muy despacio, midiendo cada paso, aquel hombre rodeo la casa, entrando en un pequeño
viñedo al oeste de la cripta y que yo había visto fugazmente durante mi primera visita al
huerto. En la linde más próxima al suave promontorio donde había sido sepultado el cuerpo del
Nazareno se levantaba una especie de enorme cajón, de unos dos metros de altura. Aquel
gigante se ocultó tras uno de los muros de tablas del misterioso «cubo» y yo hice lo propio.
-Desde aquí podrás observar sin peligro...
Y acto seguido entreabrió una trampilla existente al pie de aquel lado del cajón, haciéndome
señas para que me agachara y entrara.
Sin saber lo que me aguardaba, me puse de rodillas, penetrando en el interior. En mi
precipitación olvidé la «vara de Moisés» en el suelo. Para cuando quise retroceder, el hortelano
había bajado la trampilla. Empujé pero... ¡estaba cerrada por fuera! Desesperado, escuché los
pasos del jardinero, alejándose en dirección a la casita.
¿Qué podía hacer? Si gritaba, reclamando la presencia del guarda, los soldados se darían
cuenta. «Además -pensé con un nerviosismo desbocado-, ¿cómo voy a salir?»
Una serie de aleteos me devolvió al presente. Levanté el rostro, tratando de identificar
aquellos sonidos y, al incorporarme, las tinieblas de aquel cajón se convirtieron en un
bombardeo de pequeños cuerpos blancos, chocando entre sí, contra mi cabeza y contra las
paredes del cubículo. Instintivamente me cubrí con ambos brazos. Pero el aterrador y aterrado
ir y venir de aquellos seres prosiguió por espacio de varios minutos. Me agaché de nuevo y,
poco a poco, todo fue apaciguándose. El suelo de tierra se hallaba alfombrado de plumas. Al
examinarlas comprendí: estaba en un palomar!
A pesar del susto no pude evitar una apagada carcajada. El bueno del hortelano me había
metido en un palomar...
Si he de contar toda la verdad, durante más de media hora, mi preparación de años como
astronauta, mis estudios, investigaciones y aprendizaje para tan importante proyecto, no me
sirvieron de nada. Sencillamente, el general Curtiss no había previsto esta ridícula escena y,
por supuesto, yo no tenía ni la menor idea de cómo apaciguar a una treintena de palomas y
palomos, lógicamente asustados antes la súbita irrupción de un intruso en su morada.
Si no acertaba a tranquilizarlas seria muy difícil asomarse a la rejilla metálica existente en la
zona superior del cajón.
Por dos veces lo intenté, pero el resultado fue igualmente caótico. A pesar de mis dulces
silbidos, de la tiernas palabras y de mis gestos apaciguadores, las inquietas aves se alborotaron
en ambas ocasiones.
Rendido me dejé caer en el fondo del palomar. Llegué a pensar en matarlas. Pero la sola
idea me repugnó. Durante varios minutos, con la cabeza hundida sobre las rodillas, intenté
recordar cuanto sabía o había visto en relación con aquellos animales. En el escaso caudal de
recuerdos me vino a la memoria la figura de mi abuelo, viejo cazador de patos en las lagunas
de Baton Rouge, en Louisiana. Rememoré algunos amaneceres en su compañía durante mis
añoradas vacaciones de juventud, en las orillas de Lake Pontchartrain. Recordé las garzas y -
¡cielo santo!-, de pronto, como un milagro, en mi cerebro surgió la cara de mi abuelo, con una
ramita entre los dientes, chasqueando las mandíbulas y moviendo la cabeza de arriba abajo,
imitando a las garzas en celo. Aquella escena, que siempre me había divertido, podía encerrar
la solución...
Busqué pero no hallé una sola rama. Sin desanimarme, tomé la pluma más larga que había
en el suelo del cajón y, colocándola entre mis dientes, empecé a oscilar la cabeza, a razón de
ocho a diez veces por minuto. Muy despacio, con una lentitud que se me antojó desesperante,
fui elevándome hacia los travesaños y celdillas, procurando emitir algo parecido a un arrullo.
A medio camino me detuve, observándolas sin dejar de mover la cabeza. Aquel viejo sistema
para atraer la atención de las garzas hembras en América parecía bueno. Algunas aletearon
inquietas pero la mayoría siguió impasible. (Ignoro si absortas o desconcertadas -o ambas
cosas a un mismo tiempo- ante aquel pobre estúpido que pretendía hacerse pasar por un
palomo más.)


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A los diez o quince minutos, Caballo de Troya entraba en deuda con mi desaparecido y
ocurrente abuelo: la palomas, sosegadas, terminaron por aceptarme u olvidarme. (Porque este
detalle nunca lo he tenido muy claro...)
Sin dejar de mover la cabeza, con el cañón de la pluma entre los dientes, me asomé al fin a
la red de metal.
Mi posición, tal y como había sentenciado el hortelano, era privilegiada. Me hallaba a unos
ocho o diez metros del final del estrecho sendero que conducía a las escalinatas del sepulcro. La
luna iluminaba sobradamente la parte superior de la peña, así como a los soldados que
montaban guardia en el filo mismo del callejón o antesala de la cripta. Habían encendido una
hoguera, formando dos grupos perfectamente diferenciados y distanciados entre sí unos tres o
cuatro metros. Poco a poco fui reconociendo a los centinelas. Los que se reunían alrededor de la
fogata eran legionarios romanos. Pero no vi a ningún oficial. El segundo pelotón, también de 10
hombres, estaba integrado por levitas. Era curioso: durante más de media hora, ninguno de los
guardianes del Templo se dirigió a sus supuestos compañeros de servicio. O mucho me
equivocaba o se ignoraban mutuamente. Aquella situación era perfectamente verosímil,
teniendo en cuenta el odio compartido de ambos pueblos...
A pesar de mi proximidad, la boca de la cámara funeraria no era visible desde aquel
improvisado observatorio. Al encontrarse por debajo del nivel del terreno, resultaba poco
menos que imposible divisarla. A lo sumo, e incorporándome hasta el techo del palomar,
alcanzaba a ver un trecho de la zona superior de la fachada sepulcral.
Aquello me inquietó. Pero opté por serenarme. Después de todo, si ocurría «algo», los
primeros en advertirlo serían los propios guardianes. Bastaba con no perderles de vista. El
hecho de que estuvieran allí, apaciblemente sentados o tumbados sobre el terreno, era señal de
que, de momento, nada extraño había ocurrido.
Y a las 02.30 horas, tal y como había programado Caballo de Troya, Eliseo efectuó la
primera de las llamadas «conexiones en cadena». Hasta las 03.30 horas de esa madrugada, mi
compañero en el módulo iría recordándome el horario cada media hora. A partir de ese
momento -y hasta las 05.00 horas-, las « llamadas», porque de eso se trataba, se efectuarían
cada 15 minutos. El proyecto había previsto -y así fue aceptado por todos los componentes de
la misión- que, en caso de «alta emergencia», el módulo despegaría, incluso, con uno solo de
los astronautas. (A estas alturas de la operación, «alta emergencia» sólo significaba una cosa:
que yo no hubiera podido acudir a la cita con la «cuna» antes del despegue automático.)
Por supuesto, no quise intranquilizar a mi hermano, explicándole que me hallaba encerrado
en un palomar...
Y a las 2.40 horas ocurrió lo inexplicable.
Cuando vigilaba los movimientos de la guardia, noté algo raro... No sabría cómo explicarlo.
Fue como una sacudida. No, quizá la palabra más exacta sería «vibración»... Pero una vibración
seca. Casi instantánea. Sin ruido.
Cesó en cuestión de décimas de segundo.
Mi primera impresión fue confusa. Pensé que quizá el palomar había oscilado como
consecuencia de alguna racha de viento. Pero en seguida caí en la cuenta de dos hechos
importantes. En primer lugar, no había viento. Y, segundo, las palomas también habían
acusado aquella especie de descarga eléctrica... por llamarlo de alguna manera. Esta vez, estoy
seguro, no fui yo el causante del revuelo de las palomas, que abrieron sus alas y empezaron a
emitir un sonido parecido al glúteo de los pavos.
Si se trataba de un nuevo seísmo, Eliseo lo registraría al instante y me daría aviso de
inmediato. Pero la voz de mi compañero siguió muda.
Me aferré con fuerza a la reja metálica y concentré mis cinco sentidos en los soldados. Dos o
tres de los legionarios se habían levantado, pero, a excepción de esto, todo parecía tranquilo.
No habían transcurrido ni dos minutos cuando una nueva sacudida o vibración o descarga -
juro que no sé cómo calificarla-, azotó el palomar y, a juzgar por el desconcierto de los
centinelas, el entorno del sepulcro. Las aves comenzaron a revolotear. Las vibraciones parecían
encadenadas. Se sucedían casi sin interrupción y con una fuerza que hizo temblar la frágil
estructura de tablas en la que me hallaba prisionero. Al mismo tiempo, y creo que esto fue lo
peor, un zumbido agudísimo -infinitamente más potente y afilado que el de un generador- me
taladró los oídos, perforando mis tímpanos.


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Creí enloquecer. Traté de proteger los oídos con las manos, pero fue inútil. Aquel pitido
seguía clavado en mi cerebro con una frecuencia muy próxima a los 16000 Herz.
Caí al suelo, medio inconsciente y, cuando pensaba que mi cabeza iba a estallar, todo cesó.
Las vibraciones y el zumbido desaparecieron drásticamente. Al levantar el rostro vi algunas
'palomas en el suelo, muertas o con los espasmos de la agonía.
Me incorporé como impulsado por un resorte. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?...
Al asomarme al exterior vi a los soldados medio tumbados en tierra, gritando y sujetándose
el cráneo con las manos. El zumbido, indudablemente, también les había afectado.
Llamé a Eliseo, pidiéndole información sobre la hora y un posible registro en los sismógrafos.
Eran los 2.44. Y, tal y como sospechaba, el instrumental de a bordo no detectaba oscilación
alguna del terreno. Sin poder contenerme relaté a Eliseo lo ocurrido, manifestándole mi
preocupación por lo que estaba sucediendo.
Durante los minutos siguientes, la calma fue completa. Los soldados fueron recuperándose,
entablando una encendida polémica sobre lo ocurrido. Unos los atribuían a un nuevo terremoto.
Otros, en cambio, hablaron de una tormenta eléctrica. «¿Tormenta?», me pregunté a mí
mismo. Observé el cielo, pero seguía transparente, sin el menor asomo de nubes.
«¡Imposible!», comenté para mi. «No conozco una tormenta que sea capaz de desarrollar un
zumbido como aquél. Además, ¿cómo explicar las sacudidas?»
Algunos levitas insinuaron que debían avisar a sus jefes, pero, finalmente, ante la falta de
argumentos, desistieron y volvieron a sentarse.
A las 03.00 horas Eliseo efectuó la segunda llamada. Me preguntó si todo seguía en orden y,
al responderle afirmativamente, me sugirió que no me descuidara. «A las cinco –comentótomaremos
el té...»
Agradecí la broma de mi hermano. Lo necesitaba. Aquella tensión me estaba destrozando.
Cuando empezaba a creer que todo aquello podía haber sido fruto de mi imaginación, un
nuevo suceso vino a empañar este paréntesis.
A los siete u ocho minutos desde la última conexión con el módulo, un silencio extraño y
anormal -muy similar al que ya había sentido en Getsemaní- cayó sobre la zona. Observé a las
palomas. Inexplicablemente se habían acurrucado en el fondo de las pequeñas celdas del
palomar, visiblemente asustadas.
Agucé los oídos. Nada. No se percibía ni el más leve ruido.
Los soldados romanos, intrigados por el silencio, se habían puesto en pie.
A las 03.10 horas, en mitad de aquel espeso silencio, un calambre me recorrió de pies a
cabeza. Como un rugido, como una mano de hierro que se arrastrase sobre una roca, así
empecé a oír el lento, muy lento, deslizamiento de una piedra sobre otra.
De no haber asistido al cierre de la enorme losa que taponaba la tumba del Nazareno,
supongo que no habría asociado aquel bramido con el ruido de la muela al rodar por el fondo de
la ranura. Mi presentimiento se vio confirmado cuando, súbitamente, uno de los levitas se
asomó al callejón del sepulcro, lanzando un alarido estremecedor. Sus compañeros y también
los legionarios acudieron a su lado. A los pocos segundos empezaron a retroceder, gimiendo y
tropezando los unos con los otros.
-¡Las piedras! -gritaban en plena confusión-. ¡Las piedras se están moviendo solas!... ¡Las
piedras!
Los guardianes del Templo, sobrecogidos por un pánico indescriptible, salieron huyendo en
todas direcciones, aullando y chocando contra las ramas más bajas de los árboles frutales. En
cuanto a la escolta romana, algunos retrocedieron hasta la fogata, desenfundando las espadas.
Dos de ellos, no sé si paralizados por el terror o más audaces que sus compañeros, aguantaron
al borde de los escalones que conducían al panteón. Durante segundos que me parecieron
siglos, el rugido de la piedra circular, rodando y arañando la fachada del sepulcro, lo llenó todo.
Los levitas habían desaparecido del huerto. En cuanto a los legionarios, aunque seguían a
escasos metros de la boca de la tumba, sus rostros se hallaban bañados por un sudor frío.
De pronto, el ruido de la losa cesó. Y casi simultáneamente, del callejón brotó una llamarada
de luz. No fue fuego. Y tampoco podría definirlo como una explosión. Entre otras razones
porque no escuché estampido alguno. Sólo puedo decir que se trató de luz. Una lengua o
burbuja o radiación luminosa, de un blanco azulado inenarrable.
Aquella «explosión» lumínica -no encuentro palabras para describirlo- salió del sepulcro. De
eso sí estoy seguro. Y se prolongó instantáneamente hasta los árboles más cercanos, situados a



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poco más de cuatro metros de los peldaños de acceso al panteón. Su trayectoria fue oblicua,
siguiendo una lógica vía de escape. En cierto modo me recordó una onda expansiva, pero
luminosa.
En décimas de segundo desapareció y todo quedó en el más absoluto silencio. Los soldados
yacían por tierra, como muertos.
Me revolví inquieto, intentando ver a alguien. Allí, por supuesto, había ocurrido algo anormal
e inexplicable a la luz de toda razón. Pero, por más que rastreé el lugar con la vista, el sepulcro
y su entorno seguían solitarios. La hoguera continuaba flameando y de la tumba -de eso doy feno
salió persona alguna. Pero, ¿quién podía aparecer por aquellos escalones, de no haber sido
el propio Jesús de Nazaret?
«¿Jesús de Nazaret?»
Sin saber cómo ni por qué, me senté en el suelo del palomar, pateando furiosamente la
trampilla. Tenía que salir. Tenía que entrar en el sepulcro y desvelar la tremenda duda que
acababa de asaltarme.
«¿Seguía allí el cadáver de Jesús de Nazaret?»
«¡Maldita puerta!... ¡Ábrete!»
Y en uno de aquellos violentos puntapiés, la trampilla saltó por los aires.
Me deslicé como un loco por la portezuela, seguido de un no menos enloquecido torbellino de
palomas. Recuperé mi vara y corrí, corrí sin aliento hasta el borde de los escalones. Los
legionarios, con los ojos muy abiertos, continuaban en tierra.
Y comencé a bajar los peldaños. Pero, hacia la mitad, de pronto, sentí miedo. Un pánico
irracional que me erizó los cabellos. Di media vuelta y salí de allí a la carrera, sofocado y con la
lengua endurecida como el cartón.
Pero, cuando me disponía a aventurarme por entre los árboles, sin rumbo fijo, algo me
detuvo. Es posible que fuera el bamboleo de mi corazón, acelerado por encima de las 180
pulsaciones por minuto. Tomé aliento, me recliné sobre el tronco de uno de los frutales y traté
de pensar. ¡Tenía que volver! ¡Era preciso!...
Pulsé la conexión auditiva y le rogué a Eliseo que no preguntara nada:
-Sólo háblame, háblame sin parar hasta que yo te avise.
Eliseo, bendito sea, no hizo preguntas pero, consciente de que algo grave me sucedía, trató
de animarme...
-Tengo un libro entre mis manos –comenzó- y quiero leerte algo: Mira al Oriente... Mira al
oriente de tu corazón... Está saliendo un nuevo sol...
Mientras aquellos versos sonaban en mi cerebro como una mano mágica (nunca supe quién
era el autor), desandé el camino, acercándome entre temblores al foso de la cripta.
-… Dicen que deja estelas de libertad... Dicen que es la esperanza... La esperanza dormida
hasta hoy en la otra orilla...
Uno, dos, tres, cuatro escalones... Sólo me faltaba uno. Inspiré varias veces y, a la luz de la
luna, me aproximé a la fachada de la tumba. Las dos piedras, efectivamente, habían sido
removidas hacia la izquierda, dejando al descubierto el oscuro hueco de la cueva. «Pero, si los
20 guardianes estaban allí arriba -me dije-, ¿quién ha hecho rodar estas moles?» El peso total
de las mismas tenía que ser superior a los 700 kilos...
Los sellos del procurador aparecían desgajados y tirados en el callejón. Empecé a sudar.
«¿Me asomaba?... ¿Y si no estuviera?...»
Mira al Oriente... Hacia el oriente de ti mismo...
«¡Tengo que hacerlo!» Y colocándome en cuclillas, asomé la cabeza. Pero la oscuridad en el
interior de la cripta era total; cerrada como boca de lobo.
«Es imposible -me dije-. Necesito una antorcha.»
Regresé a lo alto, tomando uno de los leños llameantes de la fogata. Los soldados, aunque
paralizados, vivían. Su pulso no ofrecía dudas.
Está amaneciendo en la costa de tu mirada... Ya brilla una nueva estrella...
Bajé las escalinatas y con el corazón al borde de la fibrilación introduje la tea por el hueco de
entrada. La luz rojiza del hacha inundó al instante la cámara sepulcral. Gateé un poco más y, al
levantar la mirada, una sacudida desintegró mi alma. La tea cayó al suelo y yo quedé allí, de
rodillas, con la boca abierta y los ojos fijos en aquel banco de piedra... ¡vacío!
-… Ya llega... Ya tienes mi señal entre tus manos...


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Y sin poder contenerme, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. El miedo había
desaparecido. ¡Jesús de Nazaret no estaba!... Pero en mis oídos seguían repicando los últimos
versos de
Eliseo:
Ya llega... Ya tienes mi señal...
Dejé que el llanto cayera sobre el suelo de aquel lugar, mientras una paz infinita aliviaba mi
torturado corazón.
Sin pestañear, sin moverme, examiné los lienzos. La sábana mortuoria estaba en el lugar
que había ocupado el Nazareno. Y entre ambas caras del lienzo, en el lugar donde había
reposado la cabeza del Maestro, se distinguía el bulto del sudario o pañolón con el que
Nicodemo habla sujetado su maxilar inferior. ¡Era como si el cadáver hubiera sido absorbido
con una jeringuilla! ¡Como si aquel cuerpo de 1,81 metros se hubiera evaporado! La posición de
la sábana -«deshinchada» sobre si misma- no admitía lugar a dudas. Si alguien hubiera robado
o trasladado el cadáver, los lienzos jamás hubieran quedado en aquella impresionante posición.
«Pero ¿cómo?, ¿cómo?...», me repetía sin descanso.
Primero fueron las trepidaciones. Después las piedras que ruedan, empujadas por una fuerza
invisible y, por último, aquel «fuego» luminoso...
«¿Cómo?...»
Y ahora, como el más grande prodigio de todos los tiempos, una tumba vacía.
Sería preciso esperar a mi segundo «gran viaje» a la Palestina del año 30 para empezar a
intuir lo que había sucedido en el interior de aquel sepulcro. Fue el análisis de aquellos lienzos
lo que nos dio una pista. Como anticipo puedo decir que la resurrección del Galileo -el hecho
físico y milagroso de su resurrección- se produjo pocos minutos ANTES de la «desintegración»
de sus restos mortales. Nada tuvo que ver una cosa con la otra. El cadáver se había esfumado,
sí, pero ANTES, insisto, Jesús había hecho el gran prodigio.
Finalmente advertí a mi compañero que me disponía a emprender el camino de retorno a la
nave.
Y a las 03.30 horas, después de besar el suelo rocoso de la cripta, abandoné el huerto de
José de Arimatea. Los soldados de la fortaleza Antonia continuaban allí, desmayados, como
mudos testigos de la más sensacional noticia: la resurrección del Hijo del Hombre.
Y a las 05.42 horas de aquel domingo «de gloria», 9 de abril del año 30 de nuestra Era, el
módulo despegó con el sol. Y al elevarnos hacia el futuro, una parte de mi corazón quedó para
siempre en aquel «tiempo» y en aquel Hombre a quien llaman Jesús de Nazaret.
Enero de 1984.
israel