sábado, 20 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 211 A LA PAG 140, LA APRENSION Y FLAGELO DE JESUS (DE AQUI SALIO LA PELICULA LA PASION DE CRISTO)


Caballo de Troya
J. J. Benítez
211

Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad recriminó su acción:
-¡Pedro, envaina tu espada...! Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.
¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora
mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las
manos de los hombres?
Los discípulos -y especialmente Pedro- quedaron aturdidos. No entendían las palabras del
Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.
Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una
gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra
sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más
espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el
hombro.
Desde lo alto del árbol no pude verificar qué clase de curación efectuó el Galileo. Sin
embargo, lo que sí estaba claro es que había detenido la copiosa hemorragia y «congelado»
prácticamente el dolor de aquel desdichado. (En el transcurso de las dos siguientes e intensas
jornadas, antes de mi definitivo regreso al módulo, traté por todos los medios de localizar al
mencionado sirio e inspeccionar el tajo que le había propinado Pedro. Sin embargo, mis
esfuerzos resultaron baldíos.)
La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El
oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y
ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella humillación, se
dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler
cualquier otro ataque, contemplaban la escena:
-¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he
estado con vosotros en el templo, educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que
hicierais nada para detenerme...
Pero nadie respondió.
Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que
prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla
no reaccionó a tiempo y Pedro y sus compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas
contra los romanos. Este nuevo lapsus de la escolta fue más que suficiente como para que la
veintena de seguidores del Maestro se desperdigara ladera arriba, entre los olivares. La casi
totalidad de los legionarios salió en su persecución. Sin embargo, los discípulos -mejores
conocedores del terreno y con un pánico lo suficientemente grande como para volar, más que
correr- no tardaron en desaparecer. La prueba es que, a los cinco o diez minutos, la tropa
regresó al camino, iniciando el retorno a Jerusalén. El Maestro, fuertemente escoltado, no tardó
en desaparecer con el grupo en uno de los recodos del sendero.
Eran las dos menos diez de la madrugada...
El vocerío de los legionarios fue disipándose. Y allí quedé yo, con el corazón encogido y
sumido en un silencio de muerte. Pero debía seguir mi misión. Así que, procurando no hacer
excesivo ruido, descendí de la copa del olivo. Mis ideas -lo reconozco- no se hallaban muy
claras. Durante varios segundos, y todavía al pie del árbol, dudé. ¿Qué camino debía tomar?
Tratar de volver al campamento e incorporarme a lo que quedase del grupo de griegos y
discípulos no me pareció lo mejor. Además, ¿quién sabe dónde podían haber ido a parar? Era
mucho más lógico seguirlas huellas del pelotón de soldados y policías del Templo. Pero, ¿cómo
llegar hasta ellos sin levantar sospechas y, lo que era peor, sin que me detuviesen?
Cuando me disponía a dejar el olivar y encaminarme hacia la ciudad santa, las siluetas de
dos legionarios rezagados aparecieron de improviso entre los olivos que se levantaban al otro
lado del sendero. Me pegué como pude a uno de los troncos y esperé a que pasasen. Si
descubrían mi presencia me hubiera visto en una delicada situación. Pero, en el momento en
que los soldados entraban en la vereda, Juan Marcos -que había permanecido oculto durante
todo el prendimiento- se asomó con gran sigilo a la puerta de la barraca. Aquello fue su
perdición. Los romanos vieron al instante su escandalosa sábana blanca, precipitándose hacia el
muchacho. Esta vez, la reacción de los infantes fue tan rápida que Marcos no tuvo tiempo de
escapar.


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Y uno de los legionarios hizo presa en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera,
cubría las espaldas de su compañero. Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo
dos veces se desembarazó de la sábana, huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde
habían irrumpido los inoportunos extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a
los romanos que, para cuando salieron tras él, habían perdido unos segundos preciosos.
El que había logrado sujetarle arrojó el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada,
iniciando una atropellada carrera. El compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el
bosque. Pero la mala suerte parecía cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo
legionario tropezó en una de las raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del
golpe, el casco del romano salió despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante
-cegado por el afán de capturar al emboscado- se olvidó de su yelmo.
Sabía que podía ser arriesgado pero, dejándome llevar por la intuición, abandoné mi
escondrijo, aproximándome al lugar donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de
tranquilizarme, esperé. Era, en efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o
distintivo.
No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del
olivar. Sin embargo, enfrascados en la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia.
Entonces, levantando la voz y el casco, me dirigí a ellos en griego.
Al verme, los soldados no reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío
empezó a empapar mi túnica. Si aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse
seriamente amenazada.
El que había extraviado el yelmo llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me
inspeccionó de pies a cabeza. Se hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó
en situarse a su lado.
Intenté sonreír pero, francamente, no sé silo logré. El caso es que, procurando disimular el
agudo temblor de mis manos, le tendí el casco. El romano se apresuró a tomarlo,
arrebatándomelo con violencia. Y acto seguido se lo encasquetó.
-¿Quién eres? -habló al fin el segundo soldado.
-Me llamo Jasón -respondí con el corazón en un puño-. Soy griego y me dirijo a Jerusalén...
Y, de pronto, recordé la autorización que me había extendido el procurador romano, con el
fin de facilitar mi ingreso en la fortaleza Antonia. Sin dudarlo, eché mano de la bolsa de hule y
les mostré el salvoconducto explicándoles que esa misma mañana del viernes debería visitar a
Poncio Pilato.
Los legionarios desviaron la mirada hacia el rollo, aunque dudo que supieran leer. Sin
embargo, sí debieron identificar la firma de Poncio porque su actitud se hizo más asequible y
condescendiente.
-¿De dónde vienes?
-De Betania...
-Entonces -repuso el legionario que hablaba griego-, ¿no sabes lo que ha ocurrido aquí?
-¿Aquí? -pregunté adoptando un tono de total ignorancia-... No, ¿qué ha ocurrido?
-Es igual -concluyó el legionario-. Nosotros también vamos hacia Jerusalén. Si lo deseas
podemos escoltarte...
Me sentí encantado con semejante proposición pero, cuando todo parecía solucionado, el
soldado que había perdido el casco tomó la lanza del compañero y, sin más, la inclinó sobre mi
pecho. Quedé paralizado. Y al mirar de nuevo al infante, aquel rostro se me hizo familiar. El
soldado terminó por sonreír. «¡Claro! -recordé de pronto-. Aquel romano era el centinela de la
Torre Antonia... El que me había apuntado con su pilum mientras José, el de Arimatea, y yo
esperábamos a que regresara su compañero...»
Le devolví la sonrisa y el legionario -satisfecho al ver que le había reconocido- retiró la
jabalina, explicándole al segundo e intrigado soldado que, en efecto, me había visto a las
puertas de la Torre Antonia y que no mentía.
Aquel fortuito encuentro con mi «amigo», el legionario, iba a servirme de mucho...
Los soldados tenían prisa por alcanzar el pelotón que conducía al Nazareno y, al poco,
divisamos las antorchas. Pero, ante mi sorpresa, el grupo se hallaba detenido en mitad del
camino. Cuando la pareja de rezagados se reincorporó a la patrulla romana, yo insinué que
quizá fuese más prudente que permaneciera en la cola o que siguiera mi camino hacia


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Jerusalén. Pero el centinela, que parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que
siguiera junto a él. Y así lo hice.
De esta forma, al aproximarme al oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se
habían detenido. El jefe de los levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás.
Sin embargo, el optio romano, una especie de lugarteniente de los centuriones1, responsable de
la captura y custodia del prisionero, se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran
precisas: Jesús de Nazaret debía ser conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al
parecer, las relaciones entre el procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían
manteniéndose a través del poderoso e influyente suegro de Caifás.)
La policía levítica tuvo que ceder y Arsenius -el optio o suboficial romano- ordenó que la
patrulla reanudara su camino hacia el barrio bajo de Jerusalén.
Durante la discusión, Jesús permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente
ausente.
Judas, por su parte, se había situado entre los dos jefes -el romano y el levita- pero, por
más que intentaba el diálogo con ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un
total y violento silencio. Cuando pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del optio y
del capitán de los policías del Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación
contundente:
-Es un traidor...
Estábamos ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada
situada al pie de la muralla oriental del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e
imprevisto.
A la cabeza del cortejo marchaban ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e
inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el
tropel de levitas y siervos del Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante
decisión del suboficial romano de entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la
izquierda del grupo, junto a los últimos legionarios.
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a
la altura del Maestro. Quedé estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que
pude observar, Juan debía haber perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores
del rabí. Vestía únicamente su túnica corta -hasta las rodillas- y, en la faja, una espada.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo.
El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que
prendieran y ataran también a Juan. Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a
amarrarle, Arsenius intervino de nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble,
se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:
-¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde... Los hebreos no parecían muy
dispuestos a perder también aquella oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del
ayudante del centurión se clavaron en los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro,
pésimamente afeitado, sus mandíbulas crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un
palmo de la frente del jefe de los levitas, repitió en tono amenazante:
-Te digo que este hombre no es un traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su
espada para resistir. Ahora ha tenido la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.
Y haciendo silbar su vara con una serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió, al
tiempo que el responsable de los judíos retrocedía espantado:
-¡Que nadie ponga sus manos sobre él...! La ley romana concede a todos los prisioneros el
privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este
galileo permanezca al lado del reo.
El odio y el desprecio del optio romano por los judíos en general, y por aquellos en
particular, debían ser tan considerables que, en el fondo, la insólita decisión del suboficial pudo
estar motivada, en mi opinión, no sólo por la admiración hacia el audaz gesto de Juan, sino
1 La figura del optio representaba a un suboficial, directamente bajo el mando de un centurión. Generalmente
mandaba pequeños grupos de tropa, descargando al oficial de sus funciones administrativas, disposición de las
guardias, instrucción militar, etc. Se les dio el nombre de optiones, según Festo, porque, «desde el tiempo en que se
permitió a los centuriones elegir u optare al que deseaban, se les aplicó también el nombre de optio, por cl hecho de la
elección.» (N. del m.)


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también por el mero hecho de humillar y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de
enfrentarse por sí mismos al Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me
explicaría con todo lujo de detalles las tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que
llegaron, incluso, a solicitar de la guarnición romana que les acompañasen para prender al
Maestro.)
Y debo añadir que, a mi regreso de este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos
en Derecho y Jurisprudencia romanos, tratando de averiguar si, efectivamente, había existido
esa ley, invocada por el optio. Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado
infructuosas. Los antiguos romanos, como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes
de leyes, tal y como nosotros las interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no
se basaba precisamente en «leyes»1. Según los especialistas a quienes pregunté, esa
disposición del suboficial Arsenius no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre
todo, de las autoridades que ocupaban aquella provincia romana. La discrecionalidad existente
a la hora de impartir justicia o de tratar a un prisionero era tal que, al menos para los
estudiosos del Derecho Romano, la conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No
podemos olvidar que los dueños y señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país
seguían siendo los romanos.
Esta providencial orden del optio de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis
interrogantes. ¿Cómo era posible que Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus
escritos haber sido «testigo presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo
de aquel viernes? Por lógica, de no haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial
Arsenius, el seguidor de Jesús habría tenido muchos problemas para poder asistir a los
interrogatorios y a la crucifixión. Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que
las castas sacerdotales -que odiaban al Maestro y a sus discípulos- cedieran y aceptasen la libre
presencia de ninguno de los amigos del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en
este caso de la autoridad romana, pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos
prolegómenos de la muerte de Cristo.
Como medida precautoria, el suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara
a Juan. Y el pelotón continuó su camino.
El público reconocimiento de la valentía de Juan por parte del suboficial romano representó
un duro golpe para la dignidad de Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído,
fue aminorando el paso hasta quedarse solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.
Juan, prudentemente, no habló en ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco
intención alguna de dirigirse al joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin
embargo, cuando enfilamos las desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al
lado del Zebedeo y preguntarle por el resto de los hombres y, muy especialmente, por qué
había tomado aquella arriesgada decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos
por el ininterrumpido llanto, pareció alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo
solo y me confesó que, una vez que lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían
decidido seguir a Jesús. Del resto sólo sabia que había huido en dirección al campamento.
Durante el sigiloso seguimiento, Juan recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el
sentido de que permaneciera a su lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro -si es
que no había cambiado de parecer- debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y
camuflado entre la maleza.
Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás,
muy cerca de la Puerta de Sión. en el extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis
cálculos, de la casa de Juan Marcos. Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría
frente al palacete, el suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas.
Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle,
ordenó:
1 Algunos especialistas apuntaron la posibilidad de que dicha «ley» se tratara en realidad de una «adaptación» muy
particular del régimen de la garantía de presentación ante el juez, mediante los llamados praedes vades, que servia
precisamente para evitar la prisión preventiva del reo, tal y como se hace en la actualidad con la abusivamente llamada
«fianza» (ésta no es una garantía personal, sino un depósito de dinero). (N. del m.)


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-Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de
Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté
permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...
Y dando media vuelta se alejó del lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al
despedirme del soldado deposité disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos,
agradeciéndole su ayuda y rogándole que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al
compañero que había sido designado por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase
que me permitiera hacerles compañía. El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se
entendió con el legionario para que mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno
denario de plata en el puño de este último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos.
De momento, mi presencia en la sede de Anás estaba garantizada.
Una vez en el patio, parte de la guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa
residencia del ex sumo sacerdote. Y varios servidores de Anás acudieron precipitadamente
hasta el jefe de los levitas. Este les ordenó que avisaran a su amo:
«El prisionero ha llegado», les dijo, señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas
a la espalda e inmóvil en mitad de aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del
Maestro y el legionario, a su vez, procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a
un reducido grupo de policías y sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una
fogata. Apilaron varios troncos en una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos
con aceite, inclinaron una de las teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había
descendido algunos grados y casi todos los allí presentes fueron aproximándose a la
improvisada hoguera. A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el
jefe de los levitas -que seguía sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al
Hijo del Hombre-, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba
una regia mansión de dos plantas, con una fachada enteramente de piedra labrada, y unas
delicadas escalinatas semicirculares de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos
faroles de aceite, se hallaba una mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.
Pero aquella primera exploración del recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de
Judas. El traidor acababa de llegar a la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció
tras las altas rejas que se elevaban sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó,
siguiendo la misma calle que había tomado e! grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e
impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que,
durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza
contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.
Juan también vio a Judas. No así el Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de
entrada. El semblante del Galileo no había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y
grave. Sus ojos apenas si se habían levantado en un par de ocasiones.
Y a los pocos minutos de la marcha del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que
se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas...
Nervioso, caminaba de un lado a otro de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo,
me hizo una señal con los ojos. Asentí con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.
Sinceramente, sentí lástima por aquel impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.
Al cerciorarse de que tanto Juan como yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró
los hierros con ambas manos y comenzó a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin
terminar de comprender las intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su
pecho, movió la cabeza, comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba
entrar en la casa. Yo le miré, encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?
En ese instante, uno de los sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe
de los levitas para que entrase. Me volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las
desolaciones. Pero, al cruzar el umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta,
rogándole que dejara pasar a su amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.
Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en - un tono
cordial, accedía a la petición del Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo
largo de esa angustiosa madrugada, Juan me aclararía que no había ningún secreto en el
amable comportamiento de la guardesa. Tanto él como su hermano Santiago eran viejos
conocidos de aquella mujer y de los sirvientes de la casa. Juan y su familia -especialmente su


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madre, Salomé, pariente lejana de Anás- habían sido invitados en numerosas ocasiones al
palacete del ex sumo sacerdote.)
Mientras el jefe de los levitas conducía al Nazareno al interior de la mansión, la portera
descendió las escalinatas, procediendo a franquear la entrada al decaído y atemorizado Pedro.
Allí mismo fui presa de otra grave duda. Al ver entrar a Simón recordé que -si los Evangelios
no erraban- las famosas negaciones del fogoso discípulo no tardarían en producirse. Y aunque
los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas situaban tales negaciones en la sede del sumo
sacerdote Caifás, supuse que el testimonio de Juan -que menciona este suceso en el patio de
Anás- debía ser el correcto.
El discípulo, al comprobar mi indecisión, me instó a que le acompañase. Pero elegí quedarme
en el patio, junto a Pedro. Y así se lo dije. Después de todo, lo que pudiera ocurrir en el interior
de la casa del suegro de Caifás se hallaba perfectamente « cubierto» con la presencia de Juan.
Estos razonamientos me tranquilizaron a medias y, sin perder un segundo, acudí al
encuentro de Pedro.
El hombre, al verme, se abrazó a mi, sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No
acertaba a entender lo que estaba pasando y por qué Jesús se habla dejado prender tan
fácilmente. «El, capaz de resucitar a los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha movido
un sólo dedo para impedir que le capturasen... Y lo que es peor -añadía con una rabia sorda- es
que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»
A duras penas traté de serenar sus ánimos. Pero su escasa inteligencia y su pasión por Jesús
no le permitían razonar con claridad. Su mente era un torbellino donde se mezclaban por igual
el odio hacia Judas y hacia los miembros del Sanedrín, el miedo por su propia seguridad y la del
grupo y una inmensa incertidumbre por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Es
triste y casi increíble pero, no me cansaré de insistir en ello, ni Pedro ni el resto de los
apóstoles habían entendido a aquellas alturas la verdadera misión del Hijo del Hombre...
Simón había empezado a temblar. No sé aún si de miedo y angustia o de frío. El caso es
que, inconscientemente, nos fuimos aproximando a la fogata. Media docena de levitas y
servidores de Anás se habían sentado «a la turca», calentándose muy cerca del fuego.
Yo hice otro tanto y Pedro siguió en pie, con los ojos perdidos en las llamas.
En eso, la mujer que le había abierto la cancela salió nuevamente de la casa, situándose
bajo el dintel de la puerta. Los policías comentaban las incidencias del prendimiento,
maldiciendo a los romanos. Uno de ellos, sin embargo, aludió al gesto del rabí, que había
curado milagrosamente a Malco. Pero la tímida defensa del levita fue sofocada de inmediato por
varios de los contertulios, que explicaron el suceso como «otra clara prueba del poder diabólico
de Jesús». Uno de los acérrimos defensores de esta hipótesis recordó a sus compinches cómo
los demonios eran en realidad ángeles caídos, invisibles o capaces de adoptar las más extrañas
formas, dejando casi siempre unas huellas similares a las de los gallos. Otro de los servidores
del Templo se opuso rotundamente a esta explicación, argumentando que los demonios eran en
realidad los hijos que había engendrado Adán cuando tenía 130 años...
La discusión se hallaba en pleno hervor cuando, inesperadamente, la guardesa -sin perder
aquella constante y maliciosa sonrisa- avanzó hacia el fuego, increpando a Pedro desde el
extremo opuesto del círculo:
-¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?
Los policías se volvieron hacia Simón con gesto amenazante y el apóstol, cuyos
pensamientos se hallaban muy lejos de este súbito ataque, abrió los ojos desmesuradamente,
sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Aquella pregunta, en el fondo, era tan absurda como mal intencionada. Si Pedro hubiera
reaccionado con un mínimo de frialdad y sentido común se habría dado cuenta que la matrona
había sido la persona que, precisamente, le había abierto la cancela, a petición de Juan. Era
obvio, por tanto, que la mujer estaba al tanto de la amistad existente entre ambos. Pero el
miedo, una vez más, se apoderó de su cerebro y, casi tartamudeando, respondió:
-No lo soy...
La portera siguió impasible junto al fuego. Pero su atención se desvió pronto hacia la
conversación de los sirvientes y levitas, que habían vuelto a enzarzarse en el asunto de los
demonios. Ninguno de los allí presentes pareció dar demasiada importancia a la presencia de
Pedro ni a su posible vinculación con el prisionero. Si el apóstol hubiera reparado en esta
actitud generalizada de los levitas, probablemente habría logrado remontar su pánico.


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Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada,
mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento
caí en la cuenta de que no llevaba su acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la
huida o quizás se había desembarazado de ella antes de acercarse a la casa de Anás.
El policía cuya versión sobre los demonios había sido interrumpida por la llegada de la
portera retomó el hilo de su exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía
ser uno de esos «hijos» de Adán.
Pero la explicación del levita no satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín
añadió que, generalmente, «estos diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra
de determinados árboles... »
-Este -apuntó- no es el caso de ese galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en
mitad de la explanada de los Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así...?
-Y no olvidemos -terció otro de los presentes- que el rabí de Galilea ha curado a muchos
lisiados...1
Ensimismado en aquella tertulia no reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al
sentir una mano sobre mi hombro izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!
Me levanté de inmediato, separándome de la fogata y caminando con el anciano hacia el
centro del patio.
Tanto él como yo ardíamos en deseos de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el
Maestro había sido conducido a la presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto
había sucedido en la finca de Simón, «el leproso», y en el camino del Olivete.
José escuchó en silencio, moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de preocupación.
Por supuesto, estaba al corriente de las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos
le había permitido trasladarse muy a tiempo al Templo, controlando los sucesivos pasos de
Judas. Allí se encontró con Ismael, el saduceo, que contribuyó eficazmente en sus pesquisas.
El de Arimatea hizo ademán de entrar en la mansión pero le retuve, rogándole que me
informase sobre la conducta del traidor. Y sin querer, empecé a bombardearle con todo tipo de
preguntas. ¿Quién era aquel misterioso amigo que le acompañó hasta el Templo? ¿Qué había
ocurrido en el interior del Santuario? ¿Por qué Judas había esperado hasta la medianoche para
llevar a cabo la captura del Nazareno? ¿Por qué se adelantó al pelotón...?
José me pidió calma.
-En primer lugar -puntualizó el anciano-, ese acompañante al que te refieres, y que Judas
recogió antes de su llegada al Templo, se llama también Anás. Es primo suyo. El mismo del que
nos habló Ismael y que hizo la presentación del traidor a los sacerdotes en la mañana del
miércoles.
«Cuando llegué al santuario, ambos se hallaban parlamentando con el portero-jefe de la
correspondiente sección semanal2. En esta ocasión, el turno había recaído en el levita Yojanán
ben Gudgeda, un individuo especialmente brutal. Para que te hagas una idea de su calaña te
diré que, no sólo golpea con su bastón a los guardianes que descubre dormidos, sino que, en
ocasiones, ha llegado a prender fuego a sus vestidos...
«Pues bien, este "capitán" de la guardia nocturna escuchó atentamente la información de
Judas. El traidor y su primo le explicaron que el Maestro se encontraba en aquellos momentos
1 El argumento de aquel levita era correcto. La profunda superstición de aquellas gentes consideraba que los
demonios atacaban principalmente a los lisiados, a los novios y a los muchachos «de honor», según información que
me proporcionó Santa Claus. No era lógico, pues, que un supuesto «demonio» (Jesús) curase a los lisiados... (N. de!
m.)
2 Como creo que ya he explicado anteriormente, los levitas (unos 10000) estaban repartidos, al igual que los
sacerdotes, en 24 secciones semanales. Estas se relevaban cada semana. Cada sección tenía un jefe. Además de los
servicios «inferiores» -música y algo similar a los actuales «sacristanes»-, los levitas se encargaban de la vigilancia del
Templo. Filón describe sus funciones detalladamente: «Unos, los porteros, estaban a las puertas. Otros en el interior de
la explanada del Templo, en el pronaos o «terraza», y el resto, patrullando alrededor. Había, naturalmente, dos
guardias: la de día y la nocturna.» La vigilancia, por tanto, estaba dividida en tres grupos: los porteros de las puertas
exteriores del Templo, los guardianes de la «terraza» que separaba la explanada de los Gentiles del recinto sagrado del
Santuario y las patrullas del citado atrio de los Gentiles. Durante el día vigilaban también el atrio de las Mujeres. Una
vez cerradas las puertas del Santuario, a la caída del sol, los policías nocturnos ocupaban sus puestos: 21 en total. La
zona sagrada -a la que no tenían acceso los levitas- era custodiada por los propios sacerdotes. Los jefes de estos levitas
eran llamados «strategoi», tal y como cita San Lucas (22,4). Varios de ellos, en efecto, estaban presentes en la captura
de Jesús. (N. del m.)


218
en una casa del barrio bajo -en la de Elías Marcos, como bien sabes- y que su prendimiento
podía ser cómodo. Según el Iscariote, sólo dos de los once hombres que habían quedado en el
cenáculo ceñían espadas:
Pedro y Simón Zelotes. Pero Judas advirtió a Gudgeda que no convenía descuidarse. En el
campamento de Getsemaní permanecían alrededor de sesenta discípulos y allí sí existía un
respetable arsenal de armas.
«Gracias al cielo, los planes del traidor no salieron tal y como él había previsto.
-¿Por qué? -interrogué al anciano con gran curiosidad.
-Judas había llegado al Templo antes de lo previsto y fueron necesarias muchas idas y
venidas del portero-jefe hasta la sede de Caifás y a las distintas dependencias del Templo para
llegar a reunir un número apropiado de policías. Era imposible echar mano de los que montaban
guardia en aquellos momentos en el exterior e interior del Santuario y eso, como te digo,
retrasó considerablemente la salida del pelotón. Las dificultades para encontrar hombres
francos de servicio fueron tales que, al final, desesperado, el sanguinario Yojanán se vio
obligado a solicitar del sumo sacerdote en funciones el apoyo de los servidores y confidentes de
Caifás. En total, si no recuerdo mal, salieron del Templo unos treinta y cinco o cuarenta
esbirros, armados con toda clase de mazas y palos...
-Pero, ¿y la escolta romana? -le interrumpí de nuevo, sin poder contenerme.
-Aguarda, Jasón. Como te he dicho, afortunadamente, las cosas no iban sucediendo como
habían sido planeadas. El Sanedrín quería prender al Maestro cuando la ciudad quedase vacía. Y
ésta era también la intención de Judas que, por lo que pude deducir, sentía miedo ante la
posible reacción y represalias de los hombres de Jesús.
»Total, que Ismael se encargó de seguir al pelotón, mientras yo permanecía en el templo, en
previsión de nuevos acontecimientos.
»Pero el traidor y su grupo rodearon la casa de Marcos cuando el Maestro y los once
acababan prácticamente de salir hacia el huerto. Esa fue la información que recibió Ismael de
Elías.
-Entonces, Judas no llegó a ver a Jesús y a los once...
-No. Pero faltó muy poco. Si la patrulla no se hubiera demorado tanto, seguro que la captura
del Maestro se produce allí mismo. Elías, al ver a Judas y a los hombres armados, se dio cuenta
en seguida de sus funestas intenciones y se negó a hablar con el Iscariote, arrojándole de su
casa a patadas.
-¿A patadas?
-Sí y me temo que esa ofensa puede costarle cara al pobre Elías...
Había algo que no terminaba de comprender. Y así se lo comenté a José:
-Si Judas conocía las costumbres del Maestro, ¿por qué no le siguió hasta Getsemaní?
El de Arimatea dibujó una triste sonrisa.
-Si conocieras a Judas lo entenderías. Humillado y temeroso ante la violenta reacción del
propietario de la casa, el Iscariote debió comprender que, si la actuación de aquel seguidor del
rabí había sido tan radical, la del grupo acampado en la finca de Simón no podía ser menor. Y,
según Ismael, el traidor -cada vez más nervioso- explicó a los que le seguían que el Nazareno y
sus íntimos podían haber tomado la dirección del Olivete. Cuando los levitas le apremiaron para
salir en su persecución, el Iscariote les detuvo, asegurando que no era prudente enfrentarse a
sesenta hombres armados con espadas. Aquel cambio de planes, además, significaba que la
policía del Templo tendría que luchar y, posiblemente, capturar también a los apóstoles o,
cuando menos, a los líderes del grupo de Getsemaní. Y las órdenes de Caifás no eran
precisamente éstas. Para el sumo sacerdote, el único hombre importante era el Galileo. ¿Qué
hacer entonces?
»El pelotón se encontró, pues, en una difícil encrucijada. Y antes de arriesgarse tomando,
además, una iniciativa que no había sido contemplada por Caifás, decidieron regresar al templo.
»Aquello tranquilizó un poco a Judas, pero aumentó el nerviosismo de los jefes de los levitas.
Tal y como suponía, la reunión secreta de Caifás con sus incondicionales del Sanedrín había
sido fijada para la media noche. Y a eso de las once, cuando Judas y el grupo retornaron al
templo, algunos de los fariseos, escribas y saduceos habían empezado a llegar hasta la sala de
las «piedras talladas». El nerviosismo de los policías, al presentarse ante Caifás sin el
prisionero, era más que comprensible. El tiempo se les echaba encima y, por un momento,
tanto Judas como los sacerdotes llegaron a contemplar la idea de aplazar al prendimiento. No


219
disponían de una fuerza lo suficientemente grande y poderosa como para arriesgarse a invadir
el huerto y capturar al Maestro.
»Tanto Ismael como yo -dejó entrever José con una gran amargura- llegamos a creer que,
de momento, toda estaba resuelto y que Jesús quedaría libre. Vana esperanza... Caifás no es
hombre que se dé por vencido fácilmente y su odio hacia Jesús es tal que no dudó en proponer
una solución que repugnó, incluso, a sus compinches: solicitar una escolta armada del
procurador romano. «De esta forma -argumentó el astuto sumo sacerdote-, el apresamiento de
ese impostor no será difícil y, de paso, la responsabilidad de la captura recaerá en las fuerzas
extranjeras de ocupación...
»Algunos de los miembros del Sanedrín trataron de que Caifás renunciara a este proyecto,
aludiendo a las constantes manifestaciones de Jesús sobre la no violencia. Pensaban, con razón,
que el Galileo no permitiría a sus hombres que desenvainaran sus armas. Pero Judas intervino
nuevamente. Y su cobardía salió a flote una vez más. Se manifestó de acuerdo con los
sacerdotes, pero no admitió que los discípulos llegaran a obedecer al Maestro. «La sugerencia
de Caifás -añadió- me parece excelente. Acudamos cuanto antes a la Torre Antonia...»
»Y los sacerdotes designaron una representación del Sanedrín, que acudió de inmediato al
cuartel general romano.
»Pero el centurión de guardia se negó a facilitarles una escolta. Era muy tarde y, por otra
parte, «esa orden debe partir de Poncio Pilato», les explicó el oficial. Los sacerdotes insistieron
y el centurión no tuvo más remedio que llamar a Civilis, el comandante en jefe de la guarnición
destacada en Antonia, a quien tú conoces.
»Nuestro común amigo -muy molesto por aquella visita- les preguntó las razones por las que
debía proporcionarles la escolta. Y Judas, antes de que los sacerdotes reaccionaran, se enfrentó
a Civilis, advirtiéndole que Jesús formaba parte de un grupo de «zelotes», clandestinamente
asentado en la finca de Getsemaní1.
»Aquella vil mentira del Iscariote hizo dudar al centurión. Los romanos, como sabes,
persiguen con saña a los revolucionarios.
1 Cuando consulté con el módulo sobre los «zelotes» o «zelotas», Santa Claus me facilitó la siguiente información:
"Este movimiento revolucionario y clandestino -similar en alguna medida a los actuales grupos terroristas de Europa y
América- empezó a desplegar su actividad guerrillera y de acoso al ejército romano en la época de Augusto y
acaudillados, en un principio, por un tal Judas ben Ezequías, de Galilea, que ya se había destacado en tiempos de
Herodes por el asalto a un arsenal del ejército real y por sus desmanes e incendios. Al tener noticia de estas bandas
que asolaban al país, Varo se apresura a llegar desde Antioquía con dos legiones. Arrasa las ciudades de Zippora
(Séforis) y Emmaús y los habitantes, partidarios del rebelde Judas ben Ezequías, son vendidos como esclavos. Varo
ordena la captura y ejecución de todos los «partisanos» del galileo, crucificando a más de 2 000 guerrilleros. Pero el
jefe, Judas «Galileo», logra escapar y, con la ayuda de otro extremista -un fariseo llamado Zadok- inicia tan lento pero
profundo movimiento de lucha clandestina contra el Imperio romano. Ya en tiempos de la infancia y juventud de Jesús
de Nazaret, este movimiento -que adopta el nombre de «zelotas» o «celadores»- empieza a ganar adeptos,
extendiéndose como una mancha de aceite por todo Israel. Galilea, una vez más, fue la cuna y corazón de estos
patriotas extremistas, que no cesan en sus hostigamientos contra la legión romana asentada en Cesárea y en el resto
de la nación judía. Camuflados bajo un ardiente espíritu religioso, estos «terroristas» del siglo I empuñan las armas,
bajo una doctrina que podría sintetizarse en los siguientes principios:
1. El Reinado de Dios sobre Israel es incompatible con cualquier dominación extranjera. Aceptar al César de
Roma como rey es violar la ley divina. Dios es el único rey del pueblo.
2. El culto al emperador, en cualquiera de sus formas, es abominable. El celo de muchos de estos «zelotas»
llegaba al extremo de no tocar siquiera las monedas romanas que llevasen la efigie del César. El pago de los impuestos
a Roma era una idolatría y una apostasía, ya que implicaba un sometimiento a Roma y al Emperador. (Precisamente el
nacionalismo «zelota» surge con Judas ben Ezequías a raíz de la orden de Augusto de que toda la nación hebrea se
empadrone. Esta operación de censo tenía, en realidad, una motivación económica, más que de estadística. Y ello
indignó a los judíos.)
3. Los judíos no debían esperar pasivamente la llegada del Reino de Dios. Era necesaria la colaboración con Dios,
mediante la revolución y la guerra santa. Creían en los milagros de Dios y consideraban que éstos debían estar siempre
al servicio de esa idea liberadora.
4. El objetivo principal de su lucha armada era conseguir la libertad e independencia política de Israel. Los
«zelotas» habían tomado la liberación de Egipto por Yavé como un símbolo y modelo a imitar.
5. Según la filosofía «zelota», la conversión a Dios exigía necesariamente la desobediencia a la autoridad romana
y estar dispuesto a sacrificar el dinero, la tranquilidad y hasta la vida en beneficio de estos principios «salvadores».
A la vista de todo esto, es fácil entender la confusión de algunos de los discípulos y apóstoles de Jesús -caso de
Simón, el Zelotes, y del propio Judas Iscariote-, que creyeron desde un principio que la doctrina del Galileo tenía mucho
que ver con todo este movimiento de liberación nacional.
Los «zelotas» fueron los causantes directos de las sangrientas revueltas contra Roma en los años 68 al 70 de
nuestra Era, así como de la registrada en el año 135. (N. del m.)


220
»No obstante, el oficial en jefe de la legión les ordenó que esperasen, mientras acudía a la
residencia del procurador.
»Total, que entre unas cosas y otras, el Sanedrín perdió una hora.
»Pilato se había retirado a dormir y, en un primer momento, no quiso saber nada del tema.
Pero los enviados de Caifás no cesaron en su empeño, obligando a Civilis a entrevistarse por
segunda vez con Poncio, anunciándole que en el referido campamento se había descubierto un
considerable arsenal de armas y que, si lograban capturar al «jefe» -a Jesús de Nazaret- el
procurador se apuntaría un importante triunfo, de cara al César.
»Al final, y quizá para quitarse de encima a los odiosos sacerdotes, Pilato dio la autorización
y el centurión de guardia encomendó el mando de un pelotón de 30 o 40 legionarios -no sabría
precisarte el número exacto- a su optio: un tal Arsenius. Y de esta forma, con grandes prisas,
aquella tropa salió de Jerusalén, guiada por Judas. El resto ya lo conoces...
Sí, lo conocía, pero varios detalles seguían sin explicación. Por ejemplo: ¿por qué el Iscariote
se despegó del pelotón? Lo lógico es que, si debía conducir a los soldados y a los levitas y
sirvientes del Templo hasta la finca de Getsemaní y revelar a la turba la identidad del rabí, no
se hubiese separado en ningún momento de sus secuaces. Además, si la intención del suboficial
romano era capturar a un supuesto «jefe zelota» y a su grupo, ¿por qué Arsenius se contentó
con prender a Jesús de Nazaret? ¿Por qué no asaltó el campamento?
(Como dije, en la mañana del sábado siguiente quedaría despejada la primera de las
incógnitas. En cuanto a la segunda, el propio procurador me daría una explicación en mi
próxima visita a la Torre Antonia.)
José, naturalmente, no puso aclararme estas dudas. Ni él ni Ismael se habían atrevido a
unirse al pelotón que salió del Templo minutos después de la doce y media de la noche por la
puerta Dorada. En cuanto a mi pregunta de por qué el Maestro había sido traído a la casa de
Anás, en lugar de ser trasladado de inmediato ante la presencia de Caifás, el de Arimatea -
evidentemente cansado- comentó:
-Feliz tú, Jasón, que no tienes que vivir las constantes intrigas de estos hombres impuros...
No lo sé con certeza, pero tengo entendido que Anás y su yerno están de acuerdo para retener
al Maestro en este lugar hasta que Caifás consiga reunir a un máximo de sacerdotes adictos. De
esta forma, el juicio será implacable. La ley señala, además, que el Consejo del Sanedrín no
puede reunirse antes de la primera ofrenda.
-¿Y a qué hora tiene lugar ese primer sacrificio?
-A las tres de la madrugada. Como ves, aún tenemos tiempo. Quizá se obre el milagro que
tanto deseamos...
Y José concluyó su detallada exposición, afirmando que aquel reptil llamado Caifás, con el fin
de no levantar sospechas -ni siquiera entre sus propios hombres y servidores-, había ordenado
a dos de sus confidentes que pagaran espléndidamente al optio romano para que, en contra
incluso de la opinión del jefe de los policías del templo, condujera a Jesús de Nazaret al
palacete de su suegro, Anás.
El de Arimatea se despidió, indicándome que tenía intención de entrar en la residencia del ex
sumo sacerdote y hacer cuanto estuviera en su mano -incluso sobornar al viejo Anás- para que
Jesús fuera puesto en libertad. Al verlo desaparecer en el interior de la casa no pude reprimir
un sentimiento de tristeza por aquel leal seguidor del Maestro. Estaba en su derecho de alentar
la esperanza. Lo que él no podía saber es que esa esperanza había muerto mucho antes: en el
huerto de Getsemaní...
Semioculto en la oscuridad del patio informé a Eliseo del curso de los acontecimientos,
rogándole que me avisase poco antes del alba. En aquellos instantes eran las tres de la
madrugada.
Volví al fuego. Pedro, encerrado en sus pensamientos, ni siquiera había advertido la llegada
de José de Arimatea. Se había sentado detrás de los levitas, cubriendo su calvicie con el manto.
Supongo que aquel gesto poco tenía que ver con el frío reinante y sí con su ardiente deseo de
que nadie volviera a descubrirle y delatarle.
Los policías y sicarios del Sanedrín seguían dándole vueltas a las tradiciones y leyendas
sobre los demonios. En la residencia de Anás, todo parecía tranquilo. No observé movimiento
alguno ni señal de violencia o agitación. Y supuse -erróneamente- que el interrogatorio del ex
sumo sacerdote se desarrollaba sin incidentes...


221
Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al
corrillo una segunda mujer. Era más joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de
otra sirvienta. Se colocó junto a la portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo,
musitándole algo, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano.
La recién llegada forzó la vista. Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era
miope. Entonces dio unos pasos, rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar
junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:
-¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo...?
La inesperada exclamación de la hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el
discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.
-¡No conozco a ese hombre! -gritó con más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno
de sus discípulos...!
Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y
su rostro se tomó púrpura. Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus
órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus
labios.
La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar
en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el
desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.
Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a
pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito
sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el
instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!
Tuve que hacer denodados esfuerzos para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el
objetivo de mi misión logró imponerse y esperé.
Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su
cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y
continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato,
después de secarse las lágrimas con una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo.
(Sinceramente, aquella actitud del apóstol -volviendo al fuego- me hizo reflexionar, haciéndome
olvidar incluso su detestable y hasta cierto punto comprensible conducta. Las iglesias -
especialmente la Católica- han juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un
suceso lamentable por parte de Simón Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen
tener en consideración un «atenuante» que dice mucho en favor del « renegado». Pedro podría
haber abandonado el patio de Anás después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se
retiró después de la segunda y de la tercera y de la cuarta... Porque, aunque los evangelistas
citan tres negaciones, hubo en realidad una más, aunque también es cierto que esa negación
«extra» no tuvo un carácter público. Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se
comportó dignamente, no es menos cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena
medida de aquellos momentos de debilidad.)
El testarudo galileo no estaba dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a
través y, remontando el miedo, se acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales -dicho
sea de paso- en ningún momento se convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los
hombres que, hasta ese momento, se apretujaban en torno a las llamas.
Pero la mala suerte quiso que, al rato, el grupo se viera incrementado por media docena de
sacerdotes, llegados, al parecer, de la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y
controlar el traslado del Nazareno. Después de solicitar información de los levitas allí reunidos,
cuatro de estos sacerdotes se dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron
junto a la fogata. Desde un primer momento se sintieron atraídos por la animada conversación
sobre las supersticiones del pueblo judío.
Alguien había mencionado a «Lilith» y la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal
«Lilith» era el sobrenombre que recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los
presentes aceptaba su existencia, clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso
«espíritu» centraba sus ataques, como mujer que era, en los hombres. Y más concretamente,
sobre aquellos varones que se atrevían a permanecer solos en una casa.


222
Y sólo el Divino, ¡bendito sea su nombre!, sabe cuándo puede presentarse -remachó otro de
los servidores del Sanedrín.
La creencia en cuestión no fue muy bien recibida por uno de los sacerdotes, un tal
Mardoqueo, más conocido en Jerusalén por «Petajia» (y al que ya me referí anteriormente),
como consecuencia de su gran facilidad para las lenguas. (Conocía, según el pueblo, más de
setenta idiomas y dialectos. De ahí su apodo: «Petajia», de la palabra pataj: «abría» las
palabras al interpretarlas.)
Este sacerdote, responsable también de uno de los «cepillos» del Templo y hombre de gran
cultura, se burló de tales patrañas. Las risotadas de «Petajía» indignaron a uno de los policías
quien, señalando primero a Pedro y después al interior de la mansión, exclamó:
-Puedes reírte cuanto quieras, pero mira a ese galileo... Tú mismo asististe a su entrada triunfal
en Jerusalén, a lomos de un jumento. No tuvo la precaución de colocar una cola de zorro o un
trapo rojo entre los ojos del borriquillo y fíjate lo que le ha deparado la fortuna...1
En ese instante, Simón cometió un nuevo error. Irritado por aquella arraigada superstición
hebrea, intervino en la discusión, intentando aclarar a los presentes que el rabí de Galilea no
necesitaba protegerse con tan absurdas supercherías y que su poderío era tan grande que, si
así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a
los inocentes...
Los levitas y servidores del Templo no prestaron mucha atención a la valiente pero
inoportuna defensa de Pedro. Sin embargo, «Petajía» -que había captado al instante el duro
acento galileico del apóstol- se encaró con él, desviando el rumbo de la conversación hacia un
derrotero que abrió de nuevo las carnes de Simón:
-Tú tienes que ser uno de los seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de
hablar te traiciona... Hablas como un verdadero galileo.
Antes de que Simón pudiera reaccionar, uno de los sicarios del Sanedrín -aquel que
precisamente había hablado de la milagrosa curación de Malco- refrendó el descubrimiento de
«Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido:
Tú, además, -exclamó alarmado- estabas en el camino del Olivete... Yo vi cómo herías a mi
pariente...
Aquello cambió las cosas. Ya no se trataba únicamente de unas más o menos veladas
acusaciones por compartir la doctrina del Galileo. La última afirmación podía arrastrar al apóstol
a un fulminante arresto, como culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote.
Y entiendo que fue esta circunstancia la que realmente hizo estallar los nervios de Pedro. No
se trataba ya de negar a Jesús sino, sobre todo, de evitar tan peligrosa acusación.
Algunos de los levitas se pusieron en pie, blandiendo sus porras en actitud amenazante. Y
posiblemente hubieran prendido a Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que
empezó a brotar de su boca. Aquella obscena y agria retahíla de imprecaciones -en la que el
descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir a su propia madre y a sus hijos2- frenó los
ímpetus de los policías. Y cuando, finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del
Templo, abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada,
aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo
era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario lo era mucho más...)
Cuando Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto dio media vuelta y muy despacio -
procurando no levantar nuevas sospechas- se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin
fuerzas y con el ánimo duramente castigado, fue a sentarse las escalinatas de mármol de la
puerta. Durante unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había
enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente
desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.
1 En la primera oportunidad que tuve solicité de Santa Claus información sobre las principales supersticiones de los
judíos de aquella época. Y entre otras figuraba, en efecto, la de no emprender viaje alguno -por corto que fuese- sin
antes haber colocado esa cola de zorro o un trapo rojo entre los ojos de la caballería. Si dos convidados a un banquete,
por ejemplo, se arrojaban sendas bolitas de pan, era seguro que caían enfermos. Otra de las supersticiones,
relacionada con la presencia de los demonios en las letrinas, llegaba a sugerir que se acudiera a dicho lugar en
compañía de un cordero. De esta forma, el judío podía hacer sus necesidades sin problemas. (N. del m.)
2 La ley judía permitía este tipo de maldiciones -contra el padre y la madre-, en tanto la maldición no fuera nominal.
En este sentido, Pedro tuvo especial cuidado de no citar los nombres de pila de sus progenitores. (N. del m.)


223
Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había
consumado...
El silencio seguía dominando a Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban
algunos de los numerosos perros callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa.
Fueron aquellos casi siempre lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que,
precisamente, aún no se había registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y,
sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
No es que esta anécdota me preocupara excesivamente. Y mucho menos cuando estaba
viviendo -y sufriendo- las angustias de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón
de entrada a la residencia de Anás. Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba,
procuré afinar mis oídos. Meditando sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén
no podían haber iniciado sus característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más
de una hora para el amanecer (aquel viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones,
la salida del sol se produjo a las 5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los
evangelistas habían vuelto a equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían
producido y los cronómetros «monoiónico»1 del módulo marcaban las cuatro de la madrugada.
Pero no. Esta vez no hubo error, aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco
coinciden al cien por cien...
Pero debo ajustarme a un estricto orden de los acontecimientos. Cuando estimé que Pedro
podía haberse tranquilizado, yo también me retiré del gnipo de los levitas. Me dejé caer junto al
discípulo y acerqué mi mano a su hombro izquierdo. Pedro se sobresaltó de nuevo. Interrumpió
aquel movimiento, casi catatónico, y, al comprobar que era yo, suspiró aliviado. Durante un
buen rato casi no hablamos. ¿Qué podía decirle?
Al poco, Pedro -que había ido recuperando la normalidad- me miró fijamente, expresando
una idea que aún me dejó más confuso:
-¿Has observado, Jasón, con qué habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles
esclavos del Templo?
Una sonrisa mecánica acompañó las inesperadas palabras de Simón. Entonces comprendí
que su máxima preocupación en aquellos momentos no era, como yo había creído, el innoble
hecho de haber renegado de su amigo. Nada de eso. Pedro, en mi opinión, no tenía una
conciencia muy clara de que había traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y
aterrorizado era la amenaza de un posible encarcelamiento.
Esta sospecha, que fue ganando terreno en mi corazón, se vio confirmada por los sucesivos
comentarios del apóstol, felicitándose a sí mismo por haber sido capaz de evitar su
identificación.
Esas mujeres, además -añadió Pedro, que prácticamente expresaba en voz alta sus
pensamientos- no tienen autoridad moral. No pueden interrogarme. No tienen derecho... No, no
lo tienen... No lo tienen...
El galileo repitió aquella monótona cantilena, como si necesitara justificar su actitud. Y en
ningún momento recordó o se refirió a Jesús. No creo equivocarme si digo que el pescador no
cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto hasta que no escuchó el canto
de los gallos de la ciudad. Sólo entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso
de su infidelidad.
Cuando le interrogué sobre la suerte que habían corrido sus compañeros, Pedro no supo
darme razón. Lo ignoraba todo. Sólo recordaba que, cuando se hallaba a escasos metros de la
1 Caballo de Troya dotó al módulo de un sistema múltiple de relojes, cuyo fundamento no era ya el sistema
tradicional de radiación del Cesio 133 de los relojes «atómicos», sino la «manipulación» o «aprisionamiento» de un ion
-un solo ion- en un campo magnético, mediante el uso de un finísimo haz de luz láser. Es casi seguro que este nuevo
sistema de medición del tiempo -con una precisión 100000 veces superior a la de los relojes «atómicos»- se incorpore
definitivamente a la vida del hombre en los próximos años. Merced a este delicado instrumental, el orto o aparición
sobre el horizonte del limbo superior del Sol -para Jerusalén: latitud aproximada 32 grados N- fue estimado a las 5
horas y 42 minutos en aquel 7 de abril del año 30 (siempre tiempo local). En cuanto al ocaso o desaparición bajo el
horizonte del citado limbo superior del Sol. fue calculado a las 18 horas y 22 minutos (se tuvo en cuenta la refracción
que en dichos acontecimientos eleva al astro aproximadamente 34 segundos de arco). Para esta latitud, la variación de
las horas de orto y ocaso es aproximadamente de cuatro minutos por cada cinco grados de separación en latitud. (N.
del m.)


224
empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia
se ocultó entre los olivos, dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí.
Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que
habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se
acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó
en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial:
-Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus
lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el
Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo?
Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta
oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre
la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este
nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos.
Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del
nuevo día apuntaba ya por el Este, en el
interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo
que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías.
Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de
la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes
de Anás.
Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al
preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a
su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la
mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió,
pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel
gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras
sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del
ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en
profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó
violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el
silencio del alba con un canto largo y estridente.
Y el amigo del Maestro palideció.
La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia la cancela,
procediendo a abrir la chirriante puerta de hierro. Y el grupo de levitas, rodeando siempre al
Maestro, salió del palacete de Anás.
Desde ese instante, y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras
luces de aquel viernes, 7 de abril, que jamás podré olvidar...1
Hubiera dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que, a partir del canto de
aquel gallo, el apóstol ya no fue el mismo. Es cierto que el inexplicable portento de la
resurrección del Maestro le afectó decisivamente. Sin embargo, aquellas negaciones pesarían
ya para siempre en su alma. Allí, estoy convencido, murió, si no toda, sí buena parte del Simón
asustadizo, torpe y engreído. Su espíritu, como digo, había recibido el más duro de los golpes...
Pero la misión me exigía permanecer lo más cerca posible del Nazareno. Y con una breve
carrera me uní a Juan y al soldado romano. Al cruzar la puerta de entrada al palacete del ex
sumo sacerdote me sorprendió ver a Juan Marcos, cubierto esta vez por un manto. ¿Cómo
había llegado hasta allí? No pude detenerme a preguntárselo, pero deduje que, después de
escapar de los legionarios, se habría hecho con aquella prenda, siguiendo a la escolta romana,
al igual que Juan Zebedeo y Pedro.
1 No era cierto, como han pretendido algunos exegetas que se apoyan en los escritos rabínicos Baba gamma (VII, 7
- VIII, 10 y 82b), que la cría de gallinas estuviese prohibida en Jerusalén. (Se pensaba que, al escarbar, podían sacar
cosas impuras.) Según la Misná, el canto del gallo servía precisamente como señal para el toque de las trompetas. Así
lo confirman los textos de la Sukka V,4, el Tamid 1,2 y el Yoma 1,8. Entre las informaciones facilitadas por el ordenador
del módulo se aseguraba que la referida Misná menciona un gallo de Jerusalén que, según Yuda ben Baba, «había sido
lapidado por haber matado a un hombre». Al parecer, dicho gallo había traspasado con su pico el cráneo de un niño.
También en Tos. B.Q. VIII, 10 (361,29) se dice que la cría de estas aves domésticas estaba permitida en la ciudad
santa, siempre y cuando se dispusiera de un huerto o estercolero donde pudieran escarbar. (N. del m.)


225
La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del
Templo procedían a despertar a la población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.
-Los sacerdotes enviados por Caifás -me dijo- anunciaron al suegro de esa rata que el
tribunal del Sanedrín estaba dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos...
En ese momento, Eliseo abrió de nuevo su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas
y cuarenta y dos minutos. Su nuevo «parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había
adelantado el día anterior: constante subida de los barómetros e incremento de la velocidad del
viento, con riesgo de «siroco».
Aquel amanecer, efectivamente, no fue tan fresco como los anteriores.
El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de
Zebedeo, sobre lo ocurrido en el interior de la casa del poderoso e influyente Anás.
Tal y como sospechaba -siempre según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento
de Jesús-, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia
del rabí ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la
estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que
los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante
el sumo sacerdote.
José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con
Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de
Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel
enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no
deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de
Jesús de Nazaret abortó sus planes...
Anás -me informó el discípulo amado del rabí- conocía al Maestro desde hacía varios años.
Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y
enseñanzas de Jesús.
»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y
de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del
procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son
excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.
«Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando
al Maestro con gran curiosidad.
«Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes
términos:
«-Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz
y el orden de nuestro país.
»El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios.
«Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le
exigió:
»-¡Dime los nombres de tus discípulos...!
«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo
reptil.
«Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de
nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar
amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza...
A pesar de las circunstancias, Juan hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si
cabe, que lo había hecho en ocasiones como la de su entrada triunfal en Jerusalén.
-Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás
cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una
condición.
Aquello también era nuevo para mi y, mientras ascendíamos por las callejas de la ciudad
baja, ya con el claro propósito de llegar hasta la sede del Sanedrín -ubicado en la zona exterior
y suroccidental del Templo (muy cerca de lo que hoy se conserva y denomina como «muro de
las Lamentaciones») presté toda mi atención a las palabras del discípulo.
-¿Sabes de qué fue capaz...? Anás le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de
Palestina... Pero el Maestro no se inmutó siquiera.


226
»Aquel nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote. Y golpeando los brazos de la
silla, le gritó a Jesús:
»-¿No estimas que soy muy bondadoso contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder?
Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio...
«Jesús, por primera vez, habló y, dirigiéndose a Anás, le dijo:
»-Ya sabes que jamás podrás tener poder sobre mi sin permiso de mi Padre. Algunos
querrían matar al Hijo del Hombre porque son unos ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero
tú, amigo, sí tienes idea de lo que haces. Entonces, ¿cómo puedo rechazar la luz de Dios?
»La inesperada amabilidad del Maestro para con aquella serpiente derrotó a Anás y me
desconcertó.
»Y el viejo se puso a cavilar buscando, supongo -interpretó Juan-, alguna nueva
maquinación para perder a Jesús.
»Al rato le preguntó de nuevo:
»-¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?
»El Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:
»-Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas
muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho
nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas?
¿Por qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú
también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas.
»Antes de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el
Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole:
»-¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?
»¡Ah, Jasón!, ¡cómo me ardía la sangre...!
Cuando me interesé por la reacción de Jesús, Juan se encogió de hombros y señalando al
Maestro, que caminaba a escasos metros por delante nuestro, comentó:
-No vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos. Simplemente, se puso frente al
lameculos de los betusianos y con la misma transparencia y docilidad con que se había dirigido
a Anás le manifestó.
»-Amigo mío, si he hablado mal, testifica contra mi. Pero, si es verdad, ¿por qué me
maltratas?
Pregunté entonces al discípulo si aquella bofetada había ocasionado alguna hemorragia nasal
a Jesús. Juan lo negó. Evidentemente, cuando vi aparecer al Galileo en la puerta del caserón de
Anás, su rostro no presentaba señales de violencia. Al menos, yo no llegué a distinguirlas.
Hacía un buen rato que venía observando cómo Pedro nos seguía a corta distancia. Pero, al
aproximarnos al arco de Robinson, y en una de las ocasiones en que giré la cabeza para
comprobar si el solitario y desdichado Simón continuaba allí, le vi sentarse al pie de la muralla
meridional que separaba los dos grandes barrios de Jerusalén. Por su forma de dejarse caer
sobre los adoquines y de cogerse la cabeza entre las manos intuí que el apóstol se había dado
por vencido. Su derrota en aquellas horas era total. De no haber conocido el final de aquellos
sucesos, no hubiera puesto mi mano en el fuego respecto a su suerte...
Desgraciadamente, ya no volvería a verle.
Juan, que en esos momentos no estaba al corriente de las negaciones de su amigo, finalizó
así su relato:
-Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su siervo al Maestro, pero su
orgullo es tal que no le hizo ninguna observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de
la estancia. No le volvimos a ver hasta pasadas dos horas...
-¿Jesús te dijo algo en ese tiempo?
-No -respondió Juan-. El Maestro, los sirvientes, el soldado y yo continuamos allí, sin
movernos y en silencio. Al cabo de este tiempo, Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús
reanudó el interrogatorio:
»-¿Te consideras el Mesías, libertador de Israel?
»Jesús levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:
»-Anás, me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada
menos que el delegado de mi Padre. He sido enviado para todos los hombres: tanto gentiles
como judíos.
«Pero el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta:


227
»-He oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?
»El Maestro esperó un poco antes de contestar. Por un momento creí que no deseaba hablar.
Pero ya lo creo que lo hizo. ¡Y con qué seguridad, Jasón!
»-¡Tú lo has dicho! -le dijo al fin.
»Entonces fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Y acercándose a
Anás le murmuraron algo al oído. No puedo decirte el qué, aunque supongo que tiene mucho
que ver con el Consejo del Sanedrín. Como te decía, no tardaremos en saberlo.
»EI resto ya lo sabes: Anás ordenó que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y
abandonamos la casa...
Poco antes de las seis de la mañana el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un
caserón muy rústico, situado a escasa distancia del gran rectángulo del Templo.
Concretamente, junto a la esquina suroccidental, en una reducida zona ajardinada,
perfectamente aislada de aquel sector de la ciudad baja por los arcos de Wilson y Robinson al
norte y sur y por la muralla meridional y el muro del Templo, al este y Oeste, respectivamente.
Unas madrugadoras golondrinas aleteaban juguetonas entre los aleros del segundo piso de
aquella casona de algo más de 50 metros de largo por unos 34 o 35 de ancho. Los trinos de
estos negros emigrantes y el sordo y rítmico rugido de la molienda del grano, levantándose
desde todas las casas de Jerusalén, fueron los últimos v agradables sonidos que escuchamos
antes de penetrar en aquel «antro».
Durante esta nueva conducción de Jesús, la posibilidad de que nos dirigiéramos a la
tradicional sede del Sanedrín, en el interior del Santuario, me hizo temblar. De haber sido así,
ni el legionario que custodiaba al Maestro ni yo hubiéramos podido tener acceso al mismo.
Afortunadamente -tal y como había sabido por los textos del historiador Flavio Josefo, pocos
meses antes de iniciarse el año 30, las castas sacerdotales habían «descongestionado» la
célebre sala de las «piedras talladas» (emplazada en uno de los ángulos suroccidentales del
atrio de los Sacerdotes), trasladando el lugar de reunión del Sanedrín a este edificio de gruesas
piedras grises y apenas desbastadas1. El juicio que Caifás había planeado -como iremos viendono
era muy ortodoxo y, aunque el Consejo Supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones
en el santuario, en esta ocasión -y con gran contento por mi parte-, el sumo sacerdote y sus
correligionarios habían preferido liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta que la
cámara de las «piedras talladas».
Los levitas atravesaron un angosto y oscuro pasillo, desembocando en el reducido patio
central del bouleyterion o «cuartel general» del Sanedrín. Desde allí, y sin pérdida de tiempo,
penetramos en una sala cuadrada, bastante espaciosa y de alto techo, situada -a juzgar por el
camino que habíamos recorrido- en el ala más occidental del edificio. La escasa claridad que
entraba por las troneras obligaba a mantener encendidas las lucernas de aceite.
Tal y como me temía, nada más pisar la estancia donde debía celebrarse el «juicio» contra el
Galileo, uno de los criados del sumo sacerdote se interpuso en mi camino, exigiendo que me
identificara. Fueron segundos de gran tensión. En mi condición de simple mercader griego, yo
no tenía por qué asistir a dicha asamblea. De cara a aquellos hebreos, mi presencia no era
justificable desde ningún punto de vista. Y cuando creía que todo estaba perdido, el legionario,
que se hallaba aún a mi lado, cortó el suspense, con una oportunísima respuesta:
-¡Alto...! Este hombre viene conmigo. Como yo, representa al procurador romano.
Aquella mentira -consecuencia del denario de plata que había entregado al legado del
suboficial Arsenius- fue determinante. Y sin más explicaciones nos dirigimos al centro de la
cámara.
Algo más de la mitad de aquella sala (de unos 10 metros de lado) se hallaba ocupada por un
banco corrido de madera en forma semicircular o de media luna. Este asiento común, sin
brazos y dotado de altos respaldos, minuciosa y primorosamente labrados, había sido dispuesto
sobre un entarimado de unos 40 centímetros, de tal forma que sus ocupantes pudieran dominar
la estancia.
1 Tanto Josefo en su obra Guerras de los Judíos (V.4,2 y VI.6,3) como la Misná (Mid. V.5; Sanb. XI.2 y Tamid II.5,
entre otros documentos) aseguran de forma muy precisa que el Sanedrín se «trasladó» 40 años antes de la destrucción
del templo, de la sala de las «piedras talladas» a una especie de «bazar», adosado prácticamente al santuario por su
cara oeste. Así lo deja entrever también Hechos (23,10). (N. del m.)


228
Frente a estos asientos -cerrando el semicírculo-, observé tres filas de bancos, igualmente de
madera, pero sobre el enlosado del piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.
Cuando entramos, el asiento en forma de media luna estaba ya ocupado por un total de 23
sacerdotes. Otros seis o siete se habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos
ya mencionadas. Las otras dos filas permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas
informaciones con las del ordenador central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella
media docena de saduceos y fariseos que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así,
simplemente porque aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor»1, formado única y
exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y,
en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial.)
Sentados en el filo del entarimado, y frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo,
se hallaban dos escribas «judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando
en sendas fajas unas cajitas de madera de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio:
plumas de caña, dos reducidos frascos que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.
A decir verdad, aquellos dos escribas fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro
de juicio. (Uno, según la Misná, se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de la
absolución del detenido o detenidos, y el segundo escribía las propuestas de condenación.)
Jesús, siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus
muñecas, fue obligado a situarse al píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la
espalda a las tres filas de bancos.
Juan y yo, en compañía de otros levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por
detrás de esas hileras de asientos y a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de
una puerta situada a nuestras espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de
hebreos. Pero, a juzgar por su indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín.
(La incógnita no tardaría en despejarse.)
Desde un primer momento me llamó la atención un personaje que ocupaba el centro de
aquel tribunal. Debía rondar los cincuenta años. No era muy alto y en su cuerpo sobraba grasa
por todas partes. Su obesidad destacaba especialmente en su cara, redonda y congestionada, y
en una gran papada, sobre la que descansaba una barba canosa. La cabeza, sin el turbante que
lucían algunos de sus compañeros de banco, estaba rematada por un cabello negro y muy
corto, al estilo «juliano».
Su gran humanidad se veía notablemente multiplicada por unas vestiduras muy distintas a
las del resto de los jueces. Mostraba una túnica y unos calzones, todo ello de seda y en una
tonalidad leonada. Su pecho aparecía ceñido por cinco bandas o hazalejas, cada una de un
color: oro, carmesí, grana, cárdeno y leonado.
Aquel individuo era José ben Caifás, sumo sacerdote desde el año 18, por designación del
procurador romano Valerio Grato, antecesor de Pilato.
A derecha e izquierda del yerno de Anás, como digo, se sentaban otros 22 miembros del
Sanedrín, casi todos cubiertos por amplios mantos multicolores. Juan, en voz baja, me fue
señalando a los más venenosos e intrigantes: Semes, Dothaim, Leví, Gamaliel, Jairo, Neftalí y
un tal Alejandro, en su mayoría saduceos.
En los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban alrededor de los
60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una
honda impresión. Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus
cuchicheos.
Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo
de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo.
Ante la sorpresa primero, y la indignación después, de Juan, aquellos «testigos» comenzaron
a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como
desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de
1 Santa Claus aportó los siguientes datos sobre la composición oficial del Sanedrín en aquellos tiempos: una
institución superior o «Sanedrín mayor», formado por 72 miembros y un «Sanedrín menor», constituido por 23
miembros. Ambos tribunales eran competentes en casos criminales. Los dos miembros más destacados del «gran
Sanedrín» eran el nasí o presidente y el ab bet din o «padre del tribunal», títulos, al parecer, puramente honoríficos.
Las tres hileras de bancos del «Sanedrín menor» eran destinadas a los discípulos de los sabios. Dadas las
características de aquel «juicio» y lo irregular de la hora, era lógico que los «alumnos» de los jueces no estuvieran
presentes. (N. del m.)


229
las leyes mosaicas que -según ellos- habían cometido Jesús y su «grupo de desarrapados
galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se
contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos
llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se
revolvían nerviosos y violentos en sus asientos.
El Maestro, que en esta ocasión sí había levantado su rostro, permanecía impasible,
sobresaliendo sobre sus acusadores, no sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte
majestuoso. Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó
aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar
semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.
-Este profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que
fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...
(De acuerdo con la Misná -capítulo «Sanedrín-Makkot»- el que profanaba el sábado con
premeditación y de forma reincidente debía ser muerto por lapidación.)
Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la
multiplicación de los panes y peces.
-… De acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo
con sus actos. Aquiba dice en nombre de Yehosúa: «Si dos reúnen pepinos sirviéndose de la
magia, uno de los colectores no es culpable y el otra sí. El que realiza el acto es culpable y el
que sólo engaña la vista no es culpable.» Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del
Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban...
Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.
-Según el Levítico -argumentó otro de los hebreos-, el reo adquirió impureza por contacto
con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la
resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro...
Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos,
movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. Caifás, que pertenecía a esta casta,
pasó por alto la impertinencia de los saduceos. No era aquél el momento de entrar en
polémicas con los fariseos, que habían fruncido el ceño con claro disgusto por las irónicas y
silenciosas manifestaciones del resto del tribunal. La momentánea tensión entre los jueces se
vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber
levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar». (Aquel dato me hizo
pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se
prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó
hasta que aquél volvió a la vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos.
La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -
cada vez más descompuesto- apremió a los siguientes testigos para que continuaran. Pero las
siguientes alegaciones no fueron más brillantes...
Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al
tribunal otro de los «delitos» de Jesús:
«No haber comido el obligado cordero pascual...»
Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había
llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de
testigos, aunque en ningún momento llegó a testificar. (Las normas de aquellas gentes
prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo.) La ley mosaica, efectivamente,
establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la
Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo IV
(«pesahim»)1 suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea
costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores llegó a rizar el rizo en aquella sarta de incongruencias y
despropósitos. Aludiendo a otra de las leyes judías, llego a acusar al Nazareno de «homicidio
frustrado». Su endeble e irrisorio argumento se basaba en otra norma que decretaba la
culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase
muerto.
1 Tras la destrucción del Templo, algunos no comían carne asada para evitar la apariencia de que fuera carne de
sacrificio pascual, prohibido tras la referida destrucción. (N. del m.)


230
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada
del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel
que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...
La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto
de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de
los saduceos el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar
a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala.
-Es Anás -me susurró Juan.
Durante mi estancia en el palacete del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de
conocerle. Ahora, al verle subir al estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta
decepción. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en
realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia
de Parkinson. Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el asiento
ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de
los jueces volvió a acomodarse y Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos,
indicó a los testigos que prosiguieran.
A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás o Anano -como lo llama Josefoconservaba
unos ojos de rapaz nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse
recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.
Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo
el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno,
pareció olvidarse del Galileo.
Este hombre -había empezado a proclamar el testigo- afirmó que destruiría el templo y que
en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los archontes o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo
suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este
testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al
decisivo gesto del rabí cuando, al tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras,
señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de
acuerdo.
Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los archiereis o sacerdotes jefes fue
general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.
Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su
rostro. Y el silencio se restableció poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su
yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos
tenían los ojos fijos en Jesús. Este seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había
logrado alterar su ánimo.
-¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz
chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la
respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus
labios.
Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados
empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el
odio de aquel hebreo hacia Jesús de Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas
extremas. Y estoy casi seguro también que, por encima de las enseñanzas y milagros del
Cristo, lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de
que hacía constante gala el Maestro. Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura
conciliadora, quizá el simulacro de proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias
para la persona del rabí de Galilea.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo
un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo,
anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que
suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...»


231
Y con voz premiosa y vacilante, pegando casi el documento a los ojos, dio lectura a los
cargos que, obviamente, habían sido fijados antes, incluso, de la sesión del Sanedrín:
«... El acusado desvía peligrosamente a las gentes del pueblo y, además, les enseña.
»… El acusado es un revolucionario fanático que aconseja la violencia contra el Templo
sagrado y, además, puede destruirlo.
»... El acusado enseña y practica la magia y la astrología1. La prueba de que prometa
edificar un nuevo santuario en tres días y sin ayuda de las manos es concluyente.»
Juan, estupefacto, me hizo ver algo que estaba claro como la luz:
la redacción de semejantes acusaciones tenía que haber sido hecha de mutuo acuerdo con
los falsos testigos.
Pero las indignidades de aquel consejo no habían hecho más que empezar.
Anás volvió a enrollar el pergamino y aguardó, en pie, la respuesta del reo. Sin embargo,
Jesús no movió un solo músculo.
El anciano, visiblemente contrariado, se dejó caer sobre el banco y aquel denso y
amenazante silencio inundó de nuevo la cámara.
En un acceso de ira, Caifás saltó de su puesto y llegando frente al Maestro le conminó con el
dedo, gritándole:
-En nombre de Dios vivo -¡bendito sea!- te ordeno que me digas si eres el liberador, el Hijo
de Dios..., ¡bendito sea su nombre!
Esta vez, Jesús, bajando sus ojos hacia el menguado y colérico sumo sacerdote, sí dejó oír
su potente voz:
-Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de poder y
reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.
Las palabras del Nazareno, rotundas, retumbaron en la sala como un mazazo. Caifás retrocedió
dos pasos. Tenía la boca abierta y temblorosa y sus ojos aparecían inyectados desangre, al
igual que su cara y cuello. Sin dejar de mirar a Jesús echó mano de las cinco hazalejas que
rodeaban su pecho y, con un tirón, hizo saltar los pasadores que sujetaban dichas bandas por
la espalda2.
La sagrada ornamentación del sumo sacerdote cayó sobre el piso, con un casi imperceptible
chasquido de las agujas de marfil al estrellarse contra el enlosado.
Y Caifás, fuera de sí, exclamó con voz quebrada por la congestión, al tiempo que una
involuntaria «lluvia» de gotitas de saliva saltaba por los aires:
-¿Qué necesidad tenemos de testigos...? ¡Ya han oído la blasfemia de este hombre...! ¿Qué
creen y cómo hemos de proceder con este violador?
La treintena de saduceos, fariseos y escribas se puso de pie como uno solo hombre,
vociferando a coro:
-¡Merece la muerte...! ¡Crucifixión...! ¡Crucifixión!
La acelerada palpitación de las arterias del cuello de Caifás demostraban muy a las claras
que su organismo estaba experimentando una importante descarga de adrenalina. Y con la
misma furia con que había desgarrado parte de sus vestiduras volvió a encararse con el
Maestro, lanzando un violento revés a la mejilla izquierda de Jesús. Los sellos de la mano
izquierda del sumo sacerdote (llegué a identificar una piedra de jaspe, un sardio y una
cornerina) hirieron el pómulo y dos finísimos reguerillos de sangre se abrieron paso hacia la
barba.
Pero el Galileo no dejó escapar un solo lamento. Bajó los ojos y ya no volvería a levantarlos
hasta que la policía del Templo le condujo a la sala donde había visto congregados a los
testigos.
El yerno de Anás se retiró a su puesto, mientras el coro de jueces seguía vociferando:
«¡Muerte...! ¡Muerte...!»
Juan se aferró a mi brazo, mordiendo el manto en un ataque de impotencia y desesperación.
Pero nadie, ni siquiera el legionario, movió un solo dedo en defensa de Jesús.
1 La astrología estaba entonces severamente penada. Rops asegura que era una «ciencia funesta» que engendraba
todas las maldades. (N. de J. J. Benítez.)
2 En aquel tiempo, ni los hombres ni las mujeres usaban botones. En Israel no eran conocidos. En su lugar
utilizaban pasadores: una especie de aguja grande con un orificio en el centro al que se aseguraba un cordón. Se usaba
insertándolo en la tela y pasando el cordón por detrás de la punta y la cabeza. (N. del m.)


232
El suegro del sumo sacerdote, que fue el único que permaneció sentado y en silencio, solicitó
calma. Y cuando el último de los sanedritas había obedecido la orden de Anás, éste se dirigió al
alterado Consejo sugiriendo que se buscaran nuevas acusaciones. Especialmente, cargos que
pudieran comprometer al Nazareno frente a la autoridad romana. Con una inteligencia mucho
más sutil que la del resto de los allí congregados, el veterano ex sumo sacerdote les dio a
entender que aquellas alegaciones podían no satisfacer a Poncio Pilato.
Pero los sacerdotes, con Caifás a la cabeza, se opusieron rotundamente. Y durante un buen
rato, los jefes del templo, escribas y fariseos discutieron acaloradamente, pisándose la palabra
unos a otros. De aquella agria polémica deduje que los archiereis -tal y como ya había
demostrado Caifás- no deseaban demorar el proceso por dos razones básicas:
Primera, porque era el día de la «preparación» de la Pascua y, según la Ley, todos los
trabajos debían concluir antes del mediodía.
Segunda, porque el temor general apuntaba hacia la posibilidad de que el procurador dejara
Jerusalén, regresando a su base: Cesárea.
Este último extremo pesó mucho más que el primero. Si Poncio dejaba la ciudad santa, las
maniobras del Sanedrín habrían resultado estériles.
Anás no pudo controlar la situación y los jueces, imitando al sumo sacerdote, se levantaron,
abandonando la sala. Pero antes, uno tras otro, pasaron por delante del Maestro, escupiéndole
en el rostro. Si no recuerdo mal fueron treinta salivazos. Mejor dicho, esputos y salivazos, quizá
a partes iguales.
Cuando el Maestro pasó a nuestro lado, camino de la estancia donde iba a tener lugar una de
las más salvajes y denigrantes afrentas de aquella jornada, el joven discípulo volvió su cara,
impresionado por las repugnantes expectoraciones que ocultaban casi el rostro y barba del dócil
Jesús. Juan fue presa de una serie de fuertes arcadas, terminando por vomitar en uno de los
rincones de la sala.
De esta forma, en mitad de una gran confusión, se dio por concluida la primera parte de
aquel «juicio». Eran las seis y media de la madrugada...
Aquel alto en el proceso judío a Jesús de Nazaret iba a ser en realidad una nueva y grotesca
caricatura de lo que debería haber ocurrido en un juicio objetivo. Las normas hebreas -como iré
desmenuzando al final de esta doble comparecencia del rabí de Galilea ante el irregular Consejo
del Sanedrín- eran muy estrictas en todo lo relativo a causas «de sangre». En su «orden
cuarto» (Capítulo V), la Misná israelita establece con gran rigor y meticulosidad que, «si el reo
es encontrado inocente, es despedido. En caso contrario, los jueces aplazan la sentencia para el
día siguiente...»
Pues bien, esta importantísima prescripción jurídica no sólo no fue tenida en cuenta por
aquellos treinta secuaces del sumo sacerdote, sino que, además, resultó vilmente manipulada.
De mutuo acuerdo, Caifás y sus partidarios se retiraron de la sala del tribunal, reduciendo las
24 obligadas horas de reflexión y ayuno, previas a la emisión definitiva de la sentencia, a 30
escasos minutos. Una media hora que, en mi opinión, alcanzó una de las más altas cotas de
salvajismo a que pueda llegar un grupo que se autocalifica de «civilizado»...
Es posible que por ignorancia, o por un respeto muy humano, los evangelistas no nos digan
prácticamente nada de lo que padeció el Maestro en aquellos momentos y en aquel lugar.
Personalmente me inclino por la primera razón: la falta de información. Como detallaré de
inmediato, el joven Juan no pudo estar presente en aquella espeluznante media hora. Los
escritores sagrados hacen algunas alusiones -siempre muy superficiales y como no queriendo
entrar en detalles- sobre una bofetada, algunos salivazos y golpes propinados por los siervos
del Sanedrín...
Creo, honestamente, que los evangelistas -quizá en un afán de no mortificar a sus lectores
con los sufrimientos del Cristo- hicieron un flaco servicio a la Verdad no exponiendo con mayor
minuciosidad ese amargo trance del Nazareno. Precisamente al conocer con exactitud lo
sucedido aquella mañana en una de las cámaras del Sanedrín, uno puede llegar a intuir que
aquél fue, quizá, el momento más amargo y humillante de toda la Pasión. Mucho más, por
supuesto, que la flagelación o que la terrorífica escena del enclavamiento... Entiendo que, para
cualquier persona normal -y mucho más, lógicamente, si ese hombre «es» la propia Divinidad-,
los ultrajes y ataques a su dignidad pueden resultar más dolorosos que los golpes o torturas


233
propiamente dichos. Y esto fue lo que aconteció, mientras los jueces deliberaban en el jardín
central del edificio.
Sin dudarlo un instante me fui detrás del soldado que custodiaba a Jesús, mientras Juan,
muy afectado por aquella repulsiva deshonra de la persona de su Maestro, salía al exterior,
tratando de respirar aire puro y de recuperarse física y emocionalmente.
Pero, a los pocos minutos, lo vi entrar en la sala donde los levitas habían conducido a Jesús.
Nos encontrábamos en un cubículo de reducidas dimensiones, totalmente vacío, desnudo de
muebles y sin ventilación alguna. Dos de los domésticos del Sanedrín sostenían sendas
antorchas que, juntamente con tres pequeñas lucernas de aceite colgadas en los muros de
ladrillo, iluminaban el rectángulo con una luz rojiza y fantasmagórica.
El Nazareno fue situado en el centro del húmedo y maloliente aposento, mientras los policías
y criados del templo -una docena, más o menos- tomaban posiciones, bien recostándose sobre
las paredes o sentándose en el duro suelo.
Mi primera impresión, al comprobar el silencio y total indiferencia de aquellos individuos, fue
relativamente tranquilizadora. Estaba claro que los sicarios de Caifás habían recibido órdenes
de custodiar al reo y esperar la reanudación del proceso. Pero, cuando apenas habían
transcurrido un par de minutos, uno de los levitas que había acompañado al Consejo se asomó
a la puerta, llamando por señas a uno de los que portaban una tea. Después de un breve
cuchicheo, el recién llegado desapareció y el de la antorcha dio unos pasos hacia sus
compañeros de habitación, transmitiéndoles la orden que, sin duda, acababa de traer aquel
policía.
Los criados y levitas formaron un corrillo, dialogando en voz baja y dirigiendo continuas
ojeadas al preso. Algo tramaban...
En esos críticos momentos, Jesús volvió a levantar el rostro, buscando con la mirada. Al fin,
se detuvo en Juan, que seguía muy cerca de la puerta. Y sin pronunciar una sola palabra le hizo
un gesto con la cabeza, ordenándole que saliera de la habitación. Aquella señal fue tajante.
Pero el discípulo dudó, respondiéndole con una negativa. El Maestro, por segunda y última vez,
echó su cabeza hacía la derecha, indicándole la puerta. En los ojos del Nazareno había una
fuerza y una seguridad tales que, al final, Juan terminó por ceder, saliendo del lugar.
El legionario, testigo, como yo, de la silenciosa orden del reo, me interrogó con su mirada.
Pero sólo pude encogerme de hombros. En ese instante no podía entender por qué Jesús de
Nazaret había obligado a su inseparable amigo a que nos abandonase. Lamentablemente, no
tardaría en averiguarlo...
Una vez que Juan hubo salido, el Maestro se limitó a observarme durante escasos segundos.
En aquellos ojos, semientornados como consecuencia de los salivazos -ya resecos-, adiviné una
mezcla de infinita tristeza y resignación. A continuación, el gigante bajó nuevamente la cabeza,
hundiéndose en sus pensamientos.
Aquella tensa calma no tardó en estallar. El grupo de asesinos a sueldo fue rodeando al
Maestro. Los de las hachas se situaron uno a cada lado de Jesús y, sin previo aviso, el criado
que había recibido la misteriosa orden se deshizo de su manto, arrojándolo a un extremo de la
cámara. A continuación, situándose a cuatro dedos del pecho del rabí, levantó sus ojos y
comenzó a interrogarle:
-Di, «príncipe de Belcebú»... ¿cómo se llaman tus cómplices?
Pero Jesús no levantó siquiera el rostro.
En ese momento empecé a intuir en qué podía haber consistido aquella orden que acababan
de recibir los policías y servidores del Sanedrín. Si no recordaba mal, Anás le había formulado
esa misma pregunta. Era más que probable que el Consejo de los saduceos, escribas y fariseos,
que se había tomado un receso en el juicio, hubiera decretado que los guardianes del Maestro
trataran de aprovechar aquellos minutos para seguir interrogando y sonsacando al impostor.
-… Conocemos a Judas -añadió el lacayo con una sonrisa que me hizo temer lo peor-,
también a Simón, el Zelota y a ese Juan Zebedeo... Pero, ¿quiénes son los demás...? ¡Contesta!
El Galileo no parpadeó. Su cara, fija en las losas grises del pavimento, estaba ausente.
-… Así que te niegas a responder.
Y el criado le dio la espalda, avanzando un corto paso. Pero, instantáneamente, se volvió,
abofeteándole con la izquierda. El golpe fue tan duro como inesperado. Y el cuerpo entero de
Jesús se tambaleó.


234
Los restos de los esputos de la mejilla derecha del rabí quedaron adheridos a la palma de la
mano del esbirro quien, con una mueca de repugnancia, sacudió sus dedos una y otra vez,
tratando de liberarse de aquellas inmundicias. Finalmente aproximó su mano al manto del
Nazareno, restregándola sobre la tela.
Cuando el legionario intentó cortar aquel súbito y salvaje ataque, uno de los guardianes del
Templo le tomó por el hombro y, apartándole del rabí, le entregó una pequeña bolsa de cuero,
susurrándole que no interviniese y que repartiese aquellas monedas conmigo. El soborno volvió
mudo y sordo al soldado, quien, a partir de ese momento, no se movió ya de uno de los
ángulos de la sala. Su satisfacción creció cuando me negué a aceptar mi parte.
A pesar del resentimiento que había empezado a quemar mis entrañas, no pude hacer otra
cosa que observar y tratar de no alterar los acontecimientos, tal y como marcaba el código de
Caballo de Troya...
Y desde ese instante, una lluvia de puñetazos y bofetadas empezó a caer sobre el cuerpo del
Maestro.
De vez en cuando, entre golpe y golpe, algunos de los levitas volvían a interrogarle...
-¡Responde...! ¿Cuántos sois...? ¿Cómo se llaman tus seguidores...? ¿Quién ha tomado el
mando...?
Jesús, con los labios rotos por los impactos, no cedía. Algunos de los puñetazos habían ido a
estrellarse contra sus ojos, provocando una lenta pero alarmante hinchazón.
En medio de aquella iniquidad quedé maravillado una vez más ante la serenidad y fortaleza
física de aquel galileo. Muchos de aquellos golpes, lanzados con frialdad sobre puntos tan
delicados y vulnerables como ojos, labios, oídos, riñones y estómago, hubieran tumbado a un
hombre normal. Sin embargo, el Nazareno -aunque llegó a tambalearse en varias ocasiones- no
dejó escapar un solo lamento, conservando siempre el equilibrio.
El hermético silencio del reo fue avivando el furor de los levitas, que arreciaron en sus
agresiones.
Sudorosos, jadeantes y arrastrados por el paroxismo, aquellos energúmenos, no satisfechos
con el violento castigo que estaban infligiéndole, fueron en busca de una cántara de agua,
sometiendo a Jesús a uno de los suplicios más angustiosos que haya podido inventar el ser
humano.
Uno de los sicarios se situó a espaldas del Galileo, tirando violentamente de sus cabellos.
Automáticamente, el fornido cuerpo se dobló hacia atrás. Y un segundo policía procedió a abrir
los labios de Jesús mientras un tercero, que cargaba el cántaro, comenzaba a vaciar el agua en
la boca del Nazareno. El liquido fue penetrando a borbotones durante varios e interminables
segundos, hasta que, finalmente, el rabí se vio atacado por un seco e intenso golpe de tos que
puso punto final á la tortura. Sin saberlo, aquellas bestias humanas habían aliviado -¡y de qué
forma!- el castigado organismo del prisionero. (A raíz del «stress» registrado en el huerto de
Getsemaní, el Maestro de Galilea había empezado a experimentar un grave y determinante
proceso de deshidratación, que se vería sensiblemente incrementado después de los azotes.)
El doméstico que sostenía el recipiente de barro se echó a un lado y, mientras el levita
seguía tirando del pelo del reo, otro de los esbirros levantó su pierna izquierda, lanzando un
puntapié contra el bajo vientre del indefenso prisionero.
Fue una de las pocas veces que escuché un gemido en boca de Jesús. El dolor tuvo que ser
tan lacerante que, a pesar de hallarse doblado hacia atrás, el tronco y la cabeza del Galileo se
enderezaron en un movimiento reflejo, al tiempo que sus rodillas se doblaban. Y en décimas de
segundo, el Cristo cayó sobre el piso, golpeándose el rostro contra las losas.
-¡Estúpidos! -intervino el legionario, acudiendo en socorro del inmóvil cuerpo del preso-. ¿Es
que pretendéis acabar con él...?
El policía que había estado tirando de sus cabellos soltó el mechón de pelo que había
quedado entre sus dedos y arrebatándole el cántaro a su compinche arrojó el contenido sobre
la nuca del Nazareno.
Sinceramente, y puesto que Jesús había caído de bruces, no pude comprobar si -como me
temía- había perdido el conocimiento. Al seguir con las muñecas atadas a la espalda, tuvieron
que ser los criados y levitas quienes, ayudados por el centinela romano, le incorporasen.
Cuando, al fin, acerté a ver su rostro un escalofrío me recorrió el vientre: Jesús había palidecido
en extremo y una de sus cejas (la izquierda) se había abierto, posiblemente como consecuencia
del encontronazo con el suelo. Su nariz, aunque con algunos hematomas, no parecía


235
gravemente lastimada por la caída. Ello me hizo pensar que el Maestro aún se hallaba
consciente en el instante del choque con el pavimento, pudiendo, quizá, «amortiguar» el
violento impacto con un giro de la cabeza. La sangre, sin embargo, había empezado a manar en
abundancia, cubriendo en seguida la mitad izquierda de la cara.
Instintivamente, el Nazareno comenzó a inspirar profundamente. Poco a poco fue
recuperándose, aunque su rostro no guardaba semejanza alguna con aquel semblante
majestuoso y sereno que presentaba al entrar en la sede del Sanedrín.
La sangre había empezado a gotear desde su barba, manchando el manto y parte de la
túnica.
Los secuaces de Caifás, algo más apaciguados, se aislaron en uno de los ángulos de la
estancia, iniciando otro cambio de impresiones. Y al poco, el que se había desembarazado de su
ropón, lo recogió del suelo, lanzándolo sobre la cabeza del rabí. Una vez cubierto, otro de los
levitas se aproximó a Jesús, gritándole entre fuertes risotadas:
-¡Profetiza, liberador...! Dinos, ¿quién te ha pegado?
Y blandiendo un bastón de unos cuatro centímetros de diámetro con la mano izquierda
descargó un porrazo seco y aterrador sobre el rostro del silencioso Maestro. Este retrocedió
unos pasos como consecuencia del golpe, pero, antes de que pudiera desplomarse, otro de los
criados lo abrazó por la espalda, sosteniéndole.
Las carcajadas se contagiaron rápidamente y, uno tras otro, aquella chusma fue participando
en aquel juego despiadado1.
Las bofetadas y bastonazos se sucedieron durante los últimos diez minutos. Y a cada golpe,
el agresor entonaba la misma y cínica pregunta:
-¡Profetiza...! ¿Quién te ha pegado...? ¡Profetiza, bastardo!2.
Hacia las siete de la mañana, cuando el Nazareno, encorvado y apoyado contra uno de los
muros, parecía a punto de desfallecer, entraron en la estancia varios levitas, ordenando a sus
colegas que trasladasen al detenido ante el Consejo.
Cuando aquellos salvajes retiraron el manto de la cabeza del Maestro la sangre se me heló
en las venas. De no haber sabido previamente que aquél era Jesús, creo que no hubiera podido
reconocerle. El bastonazo -supongo que el primero-, y a pesar de que el tejido había
«acolchado» el golpe, había caído sobre el pómulo derecho y parte de la nariz, provocando la
hinchazón de ambas zonas. Este garrotazo o quizás los restantes puñetazos y bofetadas habían
ocasionado una aparatosa hemorragia nasal. Los regueros de sangre, ya reseca, salían de
ambas fosas, corriendo sobre los labios y empapando el bigote y la barba.
Los hematomas en ambos ojos eran tan acusados que el rabí apenas si podía abrirlos.
Aquel rostro roto, inflamado y con la mitad izquierda ensangrentada, dejó sin habla a
algunos de los criados y sicarios del Sanedrín. Evidentemente, el castigo había sido brutal. Y
ante mi sorpresa, varios de los levitas, nerviosos, empezaron a discutir sobre la conveniencia
de lavar y adecentar un poco la faz del Maestro. No por misericordia, por supuesto, sino por
temor a posibles represalias o recriminaciones de los jueces y, quizá, de los seguidores del
Nazareno. Y, al fin, uno de los sirvientes apuró el agua de la cántara, empapando un extremo
del ropón o manto con el que le habían cubierto.
En un arranque que nunca he logrado explicarme satisfactoriamente, me adelanté hacia el
policía, identificándome como médico y rogándole que me permitiera proceder al lavado del
rostro del Galileo y, de paso -les dije-, examinar las posibles fracturas.
Los policías accedieron un tanto aliviados, pero sugirieron que fuera diligente en el
«arreglo». El Consejo esperaba.
1 En los antiguos textos griegos se describe un juego, denominado «muïnda», que consistía en tapar los ojos de uno
de los jugadores (bien con un lienzo o con la propia mano). Este debía adivinar el objeto que se le presentaba o a la
persona que le tocaba. Si acertaba, ocupaba su puesto aquel que había perdido.
2 El «bastardo», aunque existían diferentes interpretaciones, era, en líneas generales, el hijo nacido del adulterio.
No eran admitidos en la asamblea de Israel y tampoco sus descendientes, «hasta la décima generación». No podían
contraer matrimonio con ningún miembro legítimo de la comunidad judía, discutiéndose vivamente, incluso, si las
familias de bastardos podrían participar en la liberación final de Israel. Este insulto era considerado como una de las
peores injurias. Aquel que lo empleaba podía ser condenado a 39 azotes. (N. del m.)


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Obviamente, dentro de los planes de Caballo de Troya no se contemplaba la posibilidad de
que yo «reparase», ni mucho menos, las heridas que pudiera sufrir Jesús de Nazaret. Tal y
como ya he citado, ello estaba rigurosamente prohibido. Sin embargo, y puesto que los levitas
se disponían a asear la machacada faz del prisionero, consideré que aquélla era una irrepetible
ocasión de comprobar de cerca y personalmente los daños exteriores y visibles más graves. Sin
embargo, y a pesar de esta justificación, también hubo «algo» interno que me empujo a tomar
semejante decisión...
Tomé, pues, el pico del tosco manto y con toda la delicadeza de que fui capaz, comencé a
limpiar los grumos de sangre que se habían adherido al pómulo y mejilla izquierdos. Las
hemorragias, tanto la producida por la rotura de la ceja izquierda como la nasal, habían sido
espectaculares, aunque tuve la impresión de que la pérdida de sangre no era importante. A
juzgar por los reguerillos, plastones y sangre acumulada en barba, manto y túnica, no creo que
fuera superior a los 200 o 300 centímetros cúbicos.
Pude deducir igualmente que la capacidad de coagulabilidad de la sangre de Cristo era
normal. Tanto la brecha de la ceja como los cortes de los labios y los dos riachuelos que nacían
en los orificios de la nariz habían coagulado muy rápidamente.
Cuando aquella mitad del rostro quedó prudentemente limpia me deshice del manto y, antes de
que los domésticos de Caifás pudieran reaccionar, introduje mis dedos en el desgarrón que
había ocasionado la daga del bandido que había tratado de asaltarme en la noche del pasado
jueves y, con dos fuertes tirones, conseguí un reducido trozo de mi túnica. Lo introduje en la
boca del cántaro, humedeciéndolo cuanto me fue posible. Y acto seguido regresé a la pared
sobre la que seguía apoyado Jesús, pasando el suave lienzo color hueso sobre la deformada
nariz, labios, cejas y párpados1.
Al tentar la hinchazón del pómulo derecho deduje que el bastonazo había interesado una
amplia área del hueso malar, alcanzando parte de ese ojo derecho. Si aquel hematoma seguía
prosperando, lo más probable es que el Nazareno terminase por experimentar serias
dificultades a la hora de mantener abierto dicho ojo.
En cuanto a la nariz, la lógica imposibilidad de no poder practicar una radiografía me dejó
con la duda de si aquel impacto había fracturado los huesecillos «propios» o nasales. Estos dos
huesos, como saben todos los médicos, son frágiles, pudiendo ser hundidos con un puñetazo.
En mi opinión, y después de aquella exploración, los trece huesos de la cara de Jesús
parecían intactos. Insisto, sin embargo, en mis serias dudas sobre la pareja de nasales. Dada la
violencia del golpe, cabía la posibilidad de que hubieran sido dañados. (Entiendo, además, que
la famosa profecía en la que se recoge que «ninguno de los huesos del Mesías sería fracturado»
bien pudo referirse a los huesos «largos».) Hubo un especial detalle que, con la debida reserva,
me inclinó a creer desde el primer momento que dichos huesecillos nasales podían hallarse
hundidos.
A lo largo de esta segunda limpieza, y cuando toqué la inflamada masa muscular de la nariz
(«piramidal» y «transverso», fundamentalmente), al palpar el área del cartílago nasal, el rabí
retrocedió levemente. A pesar de mi extrema suavidad, el simple roce del tejido con aquel
punto de su nariz multiplicó su dolor.
1 Gracias a aquel gesto, Caballo de Troya pudo hacerse con una Inestimable muestra de la sangre de Jesús de
Nazaret. Y aunque los análisis practicados sobre los coágulos que pasaron al trozo de mi túnica no pudieron efectuarse
con la velocidad aconsejada en estos casos, si pudimos averiguar, entre otras cosas, que el volumen de eritrocitos por
milímetro cúbico de sangre en aquellos momentos (siete de la mañana) era, aproximadamente, de 4 900 000 (algo
menos de lo normal, posiblemente como consecuencia de las pérdidas que había empezado a registrar). También
observamos algunos leucocitos (muy pocos). A través de análisis comparativos se estableció que, tanto el número de
estas células (7000 por milímetro cúbico), como los tipos examinados (neutrófilos, eosinófilos, basófilos, linfocitos y
monocitos) correspondían a lo normalmente exigido en un individuo sano. Y aunque el primer análisis fue hecho antes
de las 36 horas, no fue posible encontrar plaquetas. Todas habían desaparecido. Sin embargo, sí encontramos restos de
trombina y algunos productos propios de la degradación de la fibrina. En uno de los coágulos -que conservaba leves
restos de humedad- fue posible detectar algunas proteínas del plasma (fundamentalmente albúminas y globulinas), así
como ligeros indicios de glucosa, vitaminas, hormonas y diversos aminoácidos. No pudimos descubrir restos de
colesterol. En cuanto a la coagulación, y sólo a través de la observación personal de las heridas, pudimos establecer
que era normal. Esta deducción se vio reforzada por el análisis de una de las proteínas del plasma -el fibrinógeno-, que,
tras convertirse en fibrina, había quedado degradada. (N. del m.)


237
En ese momento, el gigante -que seguía silencioso- entreabrió como pudo sus ojos, fijando
su mirada en mí. Traté de sonreírle y creo que lo conseguí. Era cuanto podía darle. Jesús captó
mi pobre pero sincera muestra de amistad y sus labios se estremecieron. Y, de pronto, ante mi
desconsuelo, una lágrima resbaló por su ojo izquierdo, hundiéndome aún más en la
impotencia...
El sicario que había advertido a los verdugos volvió a asomarse a la puerta y, con un gesto
de impaciencia, se abrió paso hasta el reo. Y tomándole por uno de los brazos le empujó hacia
la salida.
El Maestro, con paso vacilante, entró de nuevo en la sala del Sanedrín. La falta de sueño, el
dolor y el cansancio después de aquella paliza habían empezado a hacer mella en su
organismo.
Fui el último en abandonar aquel trágico lugar. Intencionadamente esperé a que hubiera
salido el último de los levitas para, agachándome, recoger el mechón de pelo que uno de los
policías había arrancado involuntariamente del cráneo de Jesús. Lo oculté en mi bolsa junto al
jirón ensangrentado de mi túnica y me apresuré a reincorporarme al Consejo del Sanedrín.
Los jueces habían ocupado los mismos puestos y el Nazareno, escoltado por el legionario y
otros dos sirvientes, trataba de mantenerse en pie frente al semicírculo. Su aspecto, a pesar del
rápido lavado de su rostro, era tan lamentable que aquella treintena de judíos no pudo reprimir
la sorpresa. Durante algunos minutos intercambiaron algunas sarcásticas miradas, imaginando
el suplicio a que había sido sometido el impostor y regocijándose, supongo, por el súbito
cambio de aquel majestuoso y sereno rostro.
Juan, que se había unido a mí, no acertaba a pronunciar palabra alguna. Sus ojos,
espantados, miraban y remiraban el semblante de su Maestro, sin poder dar crédito a lo que,
desgraciadamente, sólo era el principio del fin...
Cuando los escribas judiciales tomaron asiento en sus puestos, Anás hizo uso de la palabra y
señalando un pergamino que sostenía su yerno entre las manos incidió nuevamente en la idea
que ya había expuesto en la primera parte de aquella reunión. Para el ex sumo sacerdote, la
acusación de blasfemia carecía de fuerza, al menos de cara al procurador romano. E insistió en
la necesidad de redactar una serie de alegaciones que comprometiera al rabí de Galilea con la
justicia que representaba Pilato.
Al escuchar al suegro de Caifás imaginé que aquel rollo al que había hecho alusión debía
contener la sentencia definitiva contra Jesús. Y, sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté a
Juan qué era lo que había sucedido en la deliberación de los jueces.
El cada vez más desmoralizado discípulo ni siquiera me escuchó. Tuve que zarandearle
ligeramente para que, al fin, atendiera mi pregunta. Y con los ojos húmedos me explicó que,
durante la improvisada reunión de los saduceos y fariseos en el patio central del edificio,
«aquellos indignos sacerdotes sólo habían llegado a un acuerdo: ejecutar a Jesús».
Juan, a pesar de haber permanecido muy cerca de los jueces, no llegó a conocer el texto de
la sentencia, redactado por el propio Caifás y después de no pocas discusiones.
Por un momento creí que el sumo sacerdote leería la acusación o acusaciones. Pero no fue
así. Después de varios rodeos y divagaciones por parte de los allí congregados, tres de los
fariseos se levantaron de sus asientos, renunciando a seguir en aquel «proceso». Aunque se
mostraron conformes con dar muerte al rabí, su tradicional sentido de la «pureza» les
aconsejaba según manifestaron públicamente- no formar parte de aquella flagrante ilegalidad,
«a menos que el Nazareno fuera conducido ante Poncio, una vez se le hiciera saber por qué
había sido condenado».
Caifás no se conmovió por este desaire de los llamados «santos» o «separados» y, después
de consultar con el resto del tribunal, dio por aplazada la vista.
Y a las siete y media de la mañana, los saduceos, escribas y los escasos fariseos que se
habían mantenido fieles a Caifás desfilaron por segunda vez ante la maltrecha figura de Jesús
de Nazaret.
El Maestro no tardó en seguir los pasos de sus jueces. Fuertemente escoltado, el Galileo
permaneció unos minutos en el jardín interior del edificio del Sanedrín. En una de las esquinas,
Caifás y sus hombres siguieron discutiendo acaloradamente. Volvieron a entrar en el hemiciclo
y, al cabo de un rato, reaparecieron en el patio central. El voluminoso sumo sacerdote llevaba
dos pergaminos en su mano izquierda. Aquello me extrañó.


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Acto seguido, Caifás se puso a la cabeza de los levitas y siervos, ordenando que extremaran
el cerco en torno al blasfemo mientras se dirigían al cuartel general romano. Anás y la mayor
parte de los jueces se despidieron de Caifás, regresando al interior de la estancia donde se
había celebrado aquella primera parte del proceso.
Judas Iscariote, que no había cruzado una sola palabra con nosotros, se unió también a la
comitiva.
El sumo sacerdote en funciones, la media docena de saduceos y el pelotón que rodeaba al
Maestro, se adentraron en las calles de la ciudad alta, en dirección a la Puerta de los Peces. Al
cruzar frente a los bazares, las gentes se levantaban, saludando reverencialmente al sumo
sacerdote. En mi opinión, ninguno de los asombrados testigos llegó a reconocer a Jesús. Los
hematomas de sus ojos, nariz y pómulo derecho habían deformado su rostro hasta hacerle casi
irreconocible.
Mientras marchábamos a toda prisa hacia la fortaleza reparé de nuevo en los dos rollos que
portaba Caifás. ¿Qué podían contener? ¿Se trataría de la sentencia que debía mostrar a Poncio
Pilato?
En mi mente giraba sin cesar aquel anuncio del tribunal, prometiendo una segunda parte en
el proceso. Si mis informaciones eran correctas, Jesús no volvería a pisar el Sanedrín. ¿Qué iba
a suceder entonces?
Aunque, bien mirado, y ante el récord de irregularidades que se había alcanzado en aquel
«simulacro» de juicio, ¿qué podía esperarse de una segunda y supuesta vista?
Haciendo un somero estudio del referido juicio, los sanedritas habían infringido, al menos,
doce de las normas básicas que marcaban las leyes hebreas para procesos relacionados con la
pena capital. Veamos algunas de las más irritantes:
1.ª Para empezar, y según la Misná (Orden Cuarto, Sanedrín), los procesos llamados de
pena capital debían abrirse alegando la inocencia del reo y no su culpabilidad.
2.ª Los procesos de sangre -o donde se presume que puede estar en juego la vida del acusadodebían
celebrarse de día y la sentencia, si era condenatoria, jamás podía pronunciarse durante
la misma jornada. «Por eso -dice la ley judía- no puede realizarse un proceso de sangre en la
vigilia del sábado de un día festivo»1.
El «pequeño Sanedrín», al reunirse, por tanto, el viernes, 7 de abril, víspera del sábado y de
la Pascua, cometió un doble delito.
3.ª En estos procesos capitales, el juicio debía ser abierto siempre por uno de los jueces que
se sentaba al lado del más anciano, «a fin de que los jueces de menor autoridad no fuesen
influenciados por los ancianos» (en el juicio contra el Maestro fueron los falsos testigos los que
iniciaron la causa).
4.ª Y hablando de los falsos testigos, sólo la actuación de este grupo habría invalidado ya
cualquier otra vista similar. La ley judía era y es sumamente rigurosa en este sentido. Antes de
iniciarse el proceso, los testigos debían ser amonestados severamente: Se les introducía en el
interior de un recinto -dice la Misná- y se les infundía temor, diciéndoles: que no hablaran por
mera suposición, por oídas, por la deposición de otro testigo, por la declaración de un hombre
digno de fe que hubieren oído o que no fueran a creer que en último término no sería
examinada y analizada su deposición. «Habéis de saber -se les decía a los testigos- que en los
procesos de sangre, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el
falso testimonio hasta el fin del mundo...»
Nada de esto sucedió en la sede del Sanedrín. Es más: los sobornados testigos cayeron en
continuas y abrumadoras contradicciones. La misma ley aclaraba que los falsos testigos debían
ser flagelados o, incluso, condenados a muerte. Es obvio, por tanto, que aquellos individuos se
prestaron a semejante riesgo porque, previamente, se les había garantizado su inmunidad y,
naturalmente, alguna sustanciosa cantidad de dinero.
5.ª «Si el reo era encontrado culpable -sigue diciendo la ley mosaica- la sentencia debía ser
aplazada para el día siguiente.» Como ya he mencionado, nada de esto se respetó. A lo sumo,
el tribunal levantó la sesión durante media hora, regresando a la sala de inmediato. «En el
entretanto -prosigue la ley-, los jueces se reúnen de dos en dos, comen muy frugalmente, no
1 Así lo dice la ley (Misch., tratado «Sanedrín», capítulo IV, n.º 1). (N. del m.)


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beben vino durante todo el día, pasan discutiendo y deliberando toda la noche y, por la
mañana, se levantan temprano y van al tribunal.»
6.ª Si después de todo esto siguen considerando al prisionero culpable de la pena capital, la
sentencia definitiva debía emitirse mediante votación. «Si doce lo declaraban inocente y doce lo
declaraban culpable, era declarado inocente. Si doce lo declaraban culpable y once inocente o,
incluso, once lo declaraban inocente y otros once culpable y uno decía "no sé", o incluso si
veintidós lo declaran inocente o culpable y uno dice “no se”, se han de añadir más jueces.»
¿Hasta cuántos habían de añadirse?
«Siempre de dos en dos hasta alcanzar los 71»
En el proceso presidido por Anás y Caifás no se produjo ninguna votación.
7.ª La ley hebrea prohibía que una misma persona fuera juez y acusador. En nuestro caso,
Caifás acaparó ambos puestos.
8.ª Tampoco fue anunciada la sentencia, tal y como prescribía la ley: «... Se escribe (la
sentencia) y se envían mensajeros a todos los lugares, diciendo fulanito de tal, hijo de fulanito
de tal, ha sido condenado a muerte por el tribunal.»
Esta fue una de las razones por la que los tres fariseos que formaban parte del Consejo
decidieron retirarse. Y en el colmo de la irregularidad jurídica, ni siquiera el propio procesado
conoció el texto definitivo de dicha sentencia a muerte. (Tal y como veremos más adelante,
Jesús de Nazaret murió sin saber «oficialmente» su culpa...)
9.ª Incluso la respuesta dada por el Maestro a Caifás, cuando éste le conjuró a que declarase
si era el Mesías, no fue motivo de blasfemia, tal y como señalaba la ley. Según la Misná, «el
blasfemo no es culpable en tanto no mencione explícitamente el Nombre». En la contestación
de Jesús, como se recordará, no se citaba el «Nombre»; es decir, Yavé, Dios o el Divino. Jesús
dijo: «Lo soy... Y pronto iré junto al Padre. En breve, el Hijo del Hombre será revestido de
poder y reinará de nuevo sobre los ejércitos celestiales.» ¿Dónde aparece en estas frases el
«Nombre» explícito de Dios?
10.ª Y en el caso de que así hubiera sido, la ley especificaba que, «una vez concluido el
juicio, no lo sentenciarán a muerte usando la circunlocución, sino que echarán a todo el público
fuera de la sala del juicio y preguntarán al testigo de más dignidad: "Di, ¿qué oíste de modo
explícito?" Aquél lo dice. Entonces los jueces se ponían en pie, rasgando sus vestiduras que no
podían volver a unir.
El segundo testigo decía: "También yo oí lo que él" y el tercero afirmaba: "También yo (oí)
como él"».
¿Es que en el juicio contra el Nazareno sucedió algo de esto? Ni siquiera Caifás llegó a
rasgarse verdaderamente las vestiduras...
11.ª Si el Tribunal consideró que Jesús era un falso profeta -como así ocurrió-, la ley
tampoco autorizaba su juicio, a no ser por el «gran Sanedrín», formado siempre por 71
miembros. Y aquél, como ya dije, sólo constaba, oficialmente, de 23.
12.ª Por último, aunque, como digo, el rosario de fallos e irregularidades en esta causa
podría ser muy extenso, los jueces no respetaron tampoco las normas legales, que señalaban
los lunes y jueves, como fechas oficiales para las distintas comisiones y asambleas de los
tribunales de justicia (así lo marca la Misná en su Orden Tercero, capítulo 1).
Mientras duró mi entrenamiento para esta misión, tuve la oportunidad de investigar en
numerosas fuentes, observando cómo, hasta hoy, entre los exegetas y demás autores y
estudiosos de esta parte de la Biblia no existe acuerdo sobre quiénes fueron los responsables
del juicio y posterior condena a muerte del Nazareno. Para muchos (fundamentalmente autores
judíos), el Sanedrín de aquella época gozaba de la prerrogativa de la pena capital. «Y si Jesús
de Nazaret -dicen- fue ejecutado al estilo romano es porque el conflicto no iba con ellos»1.
1 Así piensan y escriben, entre otros, autores como 8. Zeitlin (The crucifixion of Jesus reexamined»), H. Mantel
(Studies in the Story of the Sanhedrin), P. Winter (On the trial of Jesus), J. Carmichael (The death of Jesus), D. Flusser,
J. Isaac, H. Cohn, W. R. Wilson, Catchpole y un largo etcétera. (N. del m.)


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Para otros, el Consejo Supremo de la comunidad israelita cl Sanedrin- podía juzgar, pero nunca
aplicar y ejecutar la pena máxima. En este supuesto, las castas sacerdotales no tuvieron más
remedio que acudir ante Poncio Pilato, para que confirmase la sentencia1.
Nunca he podido comprender el porqué de estas diferencias de criterios, al menos entre los
exegetas y escritores católicos. La mayoría se manifiesta conforme con el misterioso y
difícilmente comprobable suceso de la resurrección de Jesús (siempre desde un punto de vista
histórico-científico) y, sin embargo, corren ríos de tinta a favor y en contra de la jurisdicción
penal del Sanedrín. Si profundizasen de verdad en el asunto -amén de las numerosas
referencias históricas sobre la potestad de Roma y de sus procuradores- observarían que,
teniendo en cuenta el odio de Caifás y sus correligionarios hacia Jesús, lo fácil hubiera sido
dictar esa pena capital y ejecutarla sin más. El hecho incuestionable de su visita a la fortaleza
Antonia y e] sometimiento general judío al juicio de Poncio están gritando un hecho objetivo:
era Roma quien, en definitiva, tenía la última palabra. En los casos de las muertes de Esteban
(año 36 de nuestra Era) y de Santiago, uno de los hermanos de Jesús de Nazaret (año 62
después de Cristo), muchos de los defensores de la « culpabilidad romana» en la ejecución del
Maestro de Galilea han pretendido ver dos muestras decisivas de esa capacidad legal del
Sanedrín para dictar y ejecutar sentencias máximas. Entiendo, no obstante, que ambas
lapidaciones o apedreamientos -llevados a cabo, efectivamente, por el Sanedrín- ocurrieron en
sendos períodos en los que la provincia romana de Judea se encontraba temporalmente sin
procurador. En el año 36, Vitelio envió a Pilato a Roma para rendir cuentas ante el emperador
Tiberio y en el 62, según narra Flavio Josefo (Antigüedades, XX,197 y ss.), el procurador
romano Festo acababa de morir y su sustituto, Albino> no había llegado aún a Judea.
Existe, además, otro contrasentido. Si el Sanedrín hubiera gozado verdaderamente de esa
capacidad legal para aplicar y consumar la pena de muerte, ¿por qué Jesús no fue ajusticiado al
«estilo judío»?
La ley judía, una vez más, era sumamente cuidadosa en este aspecto. En el Orden Cuarto
(capítulo VII), la Misná dice textualmente: «El tribunal podía infligir cuatro tipos de penas de
muerte: la lapidación, el abrasamiento, la decapitación y el estrangulamiento.»
Generalmente, la lapidación o apedreamiento era la pena más dura. Era aplicada -y sigo
citando la ley hebrea- a los siguientes: «al que tiene relación sexual con su madre o con la
mujer de su padre o con la nuera o con un varón o con una bestia; la mujer que trae a sí una
bestia (para copular con ella); el blasfemo; el idólatra; el que ofrece sus hijos a Molok (un
ídolo); el nigromántico; el adivino; el profanador del sábado; el maldecidor del padre o de la
madre; el que copula con una joven prometida; el inductor, que induce a un particular a la
idolatría; el seductor, que lleva a toda una ciudad a la idolatría; el hechicero y el hijo obstinado
y rebelde».
En cuanto al «abrasamiento» -que tuve la oportunidad de contemplar en mi segundo «gran
viaje»-, la ley establecía que eran reos de semejante ejecución «el que tenía relación sexual
con una mujer y con su hija y la hija del sacerdote que había fornicado (después de haber
contraído matrimonio)».
Morían decapitados «el homicida y los habitantes de una ciudad apóstata».
Por último, la pena de estrangulamiento recaía en los siguientes:
«En el que hiere a su padre o a su madre; en el que rapta a una persona en Israel; en el
anciano que se rebela contra la sentencia del tribunal; en el falso profeta; en el que profetiza
en nombre de un ídolo; en el que tiene relación sexual con la mujer de otro; en el que levante
falso testimonio contra la hija de un sacerdote o se acueste con ella.»
Admitiendo, en consecuencia, que el Sanedrín hubiese tenido la potestad para ejecutar a
Jesús, y silos cargos más importantes eran los de «blasfemo», «falso profeta», «mago» y «
profanador del sábado», lo lógico hubiera sido que los hebreos lo hubiesen lapidado o
estrangulado. ¿Por qué pidieron entonces su muerte por crucifixión?
En mi opinión sólo puede obedecer a una doble razón: primera, porque el tribunal sabía que
era el procurador romano quien debía decidir. Y segunda, porque en aquel simulacro de juicio,
la mayor parte de los jueces fueron saduceos. En otras palabras, la rama «dura» de las castas
1 Entre los defensores de esta segunda hipótesis se hallan, por ejemplo, Blinzler (El proceso de Jesús), Jeremías, E.
Lohse (Sunedrion), Strack-Billerbeck, Mommsen (Römische Strafrecht), Sherwin-White (Roman Society and Roman Law
in the New Testament), A. Strobel (Die Stunde der Wharheit), E. Schurer, etcétera. (N. del m.)

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