miércoles, 24 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA , DE LA PAG 200 A LA 230, VIERNES SANTO, JESUS ES CAPTURADO


Caballo de Troya
J. J. Benítez
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Conforme fue aproximándose aprecié algo extraño. El gigante se tambaleaba. Sus pasos
eran indecisos, como si estuviera a punto de desplomarse
Nada más llegar junto a la laja de piedra, cayó de bruces. Por un momento pensé que se
había desmayado. Parte de su cuerpo había quedado sobre la plancha rocosa, boca abajo e
inmóvil. Juan Marcos se incorporó, dispuesto a socorrerle. Pero, sujetándole por el brazo, le
hice ver que no era conveniente molestarle. Supongo que si el Galileo no llega a moverse, el
fogoso Marcos no habría seguido mis consejos y hubiera saltado en auxilio de su Maestro. Pero
Jesús estaba plenamente consciente y el joven se tranquilizó.
Como si una fuerza invisible hubiera descargado sobre él un fardo de cien kilos, así fue
incorporándose el Maestro. Muy lentamente, siempre con la cabeza hundida, el Galileo terminó
por sentarse sobre sus talones. Y así permaneció un buen rato, de rodillas, en un angustioso
silencio y sin levantar el rostro. Inconscientemente, Juan Marcos y yo cruzamos una mirada.
¿Qué estaba pasando? ¿A qué se debía aquel súbito hundimiento?
Jesús levantó el rostro hacia las estrellas y, gimiendo, llamó de nuevo a su Padre. Sus
pómulos y nariz aparecían afilados. La expresión de su rostro me impresionó. Había una mezcla
de angustia y pavor. Sus labios, entreabiertos, comenzaron a temblar y, casi inmediatamente,
todo su cuerpo empezó a estremecerse. Eran convulsiones cortas. Muy rápidas y casi
imperceptibles. Como si un viento helado estuviera azotando cada una de sus células.
El Nazareno cruzó sus brazos sobre el tórax, haciendo fuerza con sus manos sobre los
costados, como tratando de dominar aquellas convulsiones.
Y, de pronto, su frente, cuello y sienes se humedecieron con un sudor frío. Los
estremecimientos se hicieron entonces más intensos y continuados y Jesús se dobló
materialmente por su cintura, tocando la superficie de piedra con la frente.
-¡Abbá!... ¡Abbá!...
Aquélla fue la única palabra que acertó a pronunciar. Pero, más que una llamada, era un
grito contenido de angustia y terror.
Ahora estoy seguro que, en aquellos duros y cruciales momentos, el Galileo debió
experimentar una punzante e indescriptible sensación de soledad, de aflicción y quizá, ¿por qué
no?, de miedo ante lo que ¡e reservaba el destino.
Su cuerpo siguió tiritando y, de pronto, en un arranque, el Maestro se echó atrás, elevando
sus manos y rostro.
Al verle quedé petrificado...
Toda su cara, frente, cuello así como las palmas de las manos, habían enrojecido. La fina
película inicial de sudor se había convertido en sangre... Juan Marcos ocultó el rostro entre sus
manos.
Desde el cuero cabelludo, unas gruesas gotas sanguinolentas fueron resbalando sobre
aquella extravasación, deslizándose por los ángulos internos de los ojos y rodando después por
las mejillas, hasta perderse en el bigote y la barba. Algunos goterones permanecían segundos
en las comisuras de la boca, convirtiéndose después en hilos de sangre que caían
aparatosamente sobre los haces musculares del cuello.
En uno de aquellos temblores, Jesús inclinó un poco su cabeza y la luna arrancó varios
destellos de su pelo. La sangre había inundado también sus cabellos.
Medio hipnotizado por aquella súbita reacción del organismo de Jesús, casi olvidé utilizar la
«vara de Moisés».
Y, precipitadamente, la situé de forma que pudiera filmar la escena y, al mismo tiempo, iniciar
una exploración de la piel y de algunos de los órganos internos de Jesús, mediante el rastreo
ultrasónico. (Como ya comenté anteriormente, el «cayado» encerraba, entre otros dispositivos,
un equipo miniaturizado, capaz de emitir este tipo de ondas mecánicas o ultrasonidos. La
«cabeza emisora» dispuesta en la parte superior de la vara -a 1,70 metros de la base- había
sido acondicionada para captar las ondas reflejadas, ampliándolas proporcionalmente y
acumulando la información en la memoria de titanio del computador nuclear. Una vez en el
módulo, los ultrasonidos -previamente codificados- podían ser convertidos en imágenes,
analizando los órganos y las reacciones fisiológicas del Maestro, tratando así de encontrar
explicaciones1.
1 ) Dado que no podíamos tocar a Jesús, Caballo de Troya situó en el interior de la «vara de Moisés» un complejo
entramado de equipos miniaturizados, destinados a explorar el cuerpo del Maestro, tanto en el singular fenómeno del
sudor sanguinolento del huerto de Getsemaní como en la flagelación y en las largas horas de la crucifixión. Estos


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El orificio común de salida y proyección de estos delicados sistemas había sido igualmente
camuflado con una banda de pintura negra. Y en el filo de dicha banda, Caballo de Troya había
dispuesto otros dos clavos de cabeza de cobre. Al pulsar cada uno de ellos quedaba activado
automáticamente el mecanismo correspondiente: bien el de ultrasonidos o el de «teletermografía
». Con el fin de orientar con precisión cada uno de estos flujos, la misión me había
dotado de unas lentes de contacto a las que llamábamos «crótalos»1 Estas «lentillas»
especiales -del tipo duro- fueron fabricadas con un producto de una calidad muy superior al que
normalmente utilizan los laboratorios de óptica y que, dado su carácter secreto, no puedo
revelar2. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido el uso de unas gafas de «visión nocturna», con las
que poder seguir la trayectoria del láser infrarrojo, así como los cambios de colores en el cuerpo
del Nazareno3, capaces de permitir una aceptable circulación de la lágrima en el ojo y una
excelente oxigenación de la córnea, el general Curtiss me había advertido encarecidamente que
no abusase de las mismas, limitando su uso a períodos máximos de 30 o 40 minutos4.
Y rápidamente pulsé el clavo que accionaba la emisión de ultrasonidos5.
sistemas -que iré detallando paulatinamente- consistían fundamentalmente en un equipo de «tele-termografía» y en el
ya referido de ultrasonidos.
Este último fue seleccionado por los expertos de Caballo de Troya por su naturaleza inofensiva y por sus
características, que les hacían idóneo para la exploración, y posterior conversión en imágenes, de órganos internos tan
importantes como páncreas, vejiga, hígado y abdomen en general, así como en el control del torrente sanguíneo a
través de las grandes arterias y vasos intermedios, corazón, ojos y tejidos blandos en general. Caballo de Troya, en
base al llamado «efecto piezoeléctrico», descrito ya por los hermanos Curie y según el cual la compresión de la
superficie de un cristal de cuarzo crea en él una corriente (ultrasonidos), dispuso en la cabeza emisora una placa de
cristal piezoeléctrico, formada por titanato de bario. Un generador de alta frecuencia alimentaba dicha placa,
produciendo así las ondas ultrasónicas (en una frecuencia que oscilaba entre los 16000 y los 1010 Herz). Estos
ultrasonidos -con una velocidad de propagación en el cuerpo humano de 1000 a 1600 metros por segundo, con
excepción de los huesos- permiten, como digo, una excelente exploración y posterior visualización de los órganos
deseados, lográndose, incluso, la captación del sonido cardiaco y del flujo sanguíneo, a través de un sistema de
adaptación denominado «efecto Doppler». Con intensidades que oscilan entre los 2,5 y los 2,8 miliwatios por
centímetro cuadrado y con frecuencias aproximadas a los 2,25 megaciclos, el dispositivo de ultrasonidos transforma las
ondas iniciales en otras audibles, mediante una compleja red de amplificadores, controles de sensibilidad, moduladores
y filtros de bandas.
Con el fin de solventar el arduo problema del aire -enemigo vital de los ultrasonidos- y ya que las mediciones y
rastreos sólo podían efectuarse a una cierta distancia de Jesús, los especialistas del proyecto idearon un revolucionario
sistema, capaz de «encarcelar» y guiar los citados ultrasonidos a través de un finísimo «cilindro» de luz láser de baja
energía, cuyo flujo de electrones libres quedaba «congelado» en el mismísimo instante de su emisión. El procedimiento
para «congelar» el láser, dando lugar a lo que podríamos calificar como «luz sólida» -cuyas aplicaciones en el futuro
serán inimaginables- no me está permitido desvelar. Por supuesto, al conservar una longitud de onda superior a 8000
armstrong (0,8 micras), el «tubo» láser seguía disfrutando de la propiedad esencial del infrarrojo, con lo que sólo podía
ser visto mediante las lentes especiales de contacto que me había suministrado Caballo de Troya. De esta forma, las
ondas ultrasónicas podían deslizarse por el interior de la «tubería» formada por la «luz sólida o coherente», pudiendo
ser lanzadas a distancias que oscilaban entre los cinco y veinticinco metros. (N. del m.)
1 Precisamente por su relativa semejanza con las fosas «infrarrojas» de estas serpientes, que les permiten la caza
de sus presas a través de las emisiones de radiación infrarroja de los cuerpos de las víctimas.
2 Generalmente, las lentes de contacto, del tipo duro, se basan en un producto llamado polimetil-metacrilato
(PMMA) que constituye en realidad la base fundamental de la «lentilla».
3 Como es sabido, cualquier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (menos 273 grados
centígrados), emite energía IR o infrarroja. Esta emisión de rayos infrarrojos -invisibles para el ojo humano- está
provocada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, en consecuencia, se halla estrechamente
ligada a la temperatura de cada cuerpo. Pues bien, el ojo del hombre, como está demostrado, sólo ve una pequeña
parcela del espectro electromagnético de la luz: la que se extiende desde los 400 a los 700 nanómetros. Por encima de
esta última aparecen las gamas del infrarrojo. Pero, mediante el uso de «gafas» especiales, adecuadas a la emisión del
infrarrojo, el hombre puede «ver» también en esa frecuencia. (A su vez, esta región del infrarrojo está subdividida en
infrarrojo próximo, medio, lejano y extremo.) Los sensores IR o infrarrojos de las serpientes americanas -crótalosestán
formados precisamente por una membrana dotada de abundantes terminaciones nerviosas, que le permiten
detectar variaciones de temperatura del orden de una milésima de grado. (N. del m.)
4 Aunque resultaba remota, la posibilidad de tropezar con una fuente energética natural de gran intensidad (caso de
haber mirado al sol), podría haber provocado graves lesiones en mis ojos. Y aunque nada de esto sucediera, el contacto
directo de la córnea con las «crótalos» no hacia aconsejable un uso excesivo.
5 En el caso de los ultrasonidos, la cabeza de cobre -de color blanco- podía adoptar dos posiciones perfectamente
diferenciadas: la primera, para activar el lanzamiento de ondas con una frecuencia de 3,5 MHZ (suficiente para explorar
órganos internos) y la segunda, de 7,5 a 10 MHZ (para el rastreo de superficie y tejidos blandos). (N. del m.)


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El espectáculo que se ofreció a mis ojos (aunque en realidad debería decir «a mi cerebro»)
fue casi dantesco: el rostro, cuello y manos de Jesús se volvieron de un color azul verdoso,
consecuencia del descenso de su temperatura corporal en dichas zonas (probablemente por el
efecto refrigerante del sudor y de la sangre que manaban por sus poros).
La túnica emitía un blanco mucho más intenso, mientras el manto lucía una tonalidad más
oscura, casi negra. El follaje verde del olivar estalló en un rojo indescriptible...
Al pulsar la cabeza del clavo a su segunda posición -la más profunda-, de la parte superior
de la « vara de Moisés » surgió un finísimo rayo de luz rojiza: era el láser infrarrojo. Y sin
perder un segundo lo dirigí hacia el rostro, cuello, cabellos y manos del Nazareno. Por
supuesto, ni Juan Marcos ni nadie que hubiera podido presenciar aquella escena habría visto ni
oído nada. Como ya dije, el láser trabajaba en la frecuencia del infrarrojo y, por tanto,
resultaba invisible al ojo humano.
Después de un minucioso recorrido sobre las áreas ensangrentadas, cambié la frecuencia de
los ultrasonidos (haciendo retornar el clavo a su primera posición), centrando el haz de luz en
la parte superior del vientre del rabí. De esta forma, explorando el páncreas, quizá
obtuviésemos una explicación satisfactoria sobre el origen de aquel sudor en forma de sangre.
(Cuando, a nuestro regreso de este primer «gran viaje», Caballo de Troya pudo analizar el
cúmulo de imágenes obtenidas por estos procedimientos, los especialistas en bioquímica y
hematología llegaron a varias e interesantes conclusiones. Aquel sudor sanguinolento o
«hematohidrosis» había sido provocado por un agudo stress. El Nazareno -tal y como yo había
podido apreciar- se vio sometido a un profundo decaimiento, motivado, a su vez, por una
explosiva mezcla de angustia, soledad, tristeza y, quizá, temor ante las durísimas pruebas que
le aguardaban. Esta violenta tensión emocional, según los especialistas, había conducido a la
liberación de determinados «elementos» existentes en el páncreas1, que forzaron la ruptura de
los capilares, encharcando las glándulas sudoríparas. Una vez rotos los poros subcutáneos, la
sangre fluyó al exterior, mezclada con el sudor.
El fenómeno -tan aparatoso como raro- es, sin embargo, perfectamente posible desde el
punto de vista médico. El evangelista Lucas, en este caso, sí había acertado. (Pierre Benoit
cuenta en una de sus obras cómo en 1914, un soldado que estaba a punto de ser conducido
ante un pelotón alemán de fusilamiento, sudó sangre, como consecuencia del pavor insuperable
que le produjo aquella angustiosa situación.)
Y aunque esta expulsión sanguinolenta o extravasación -que no hemorragia- en el Hijo del
Hombre no representó una pérdida importante de sangre, los informes de Caballo de Troya sí
estimaron en cambio que dejó la piel de Jesús en un alarmante estado de fragilidad. Esta
circunstancia resultaría determinante, de cara a la «carnicería», más que suplicio, a que sería
sometido pocas horas después. Me refiero, naturalmente, al castigo de los azotes. Aquella
ruptura generalizada de la red de capilares o finísimos vasos por los que circula la sangre bajo
la piel convertiría la flagelación en un trágico baño de sangre...
Una de mis preocupaciones en aquellos primeros momentos del fuerte stress sufrido en el
huerto fue el seguimiento del ritmo cardíaco y arterial de Jesús. Al dirigir los ultrasonidos sobre
el corazón, el «efecto Doppler» arrojó un ritmo de 135 pulsaciones por minuto. En cuanto a la
tensión arterial, la cifra se había elevado a 210 de máxima. (El ritmo cardíaco normal del
Nazareno fue calculado en 60 latidos por minuto y su tensión arterial media en 130 máxima y
80 mínima. Aquello significaba, evidentemente, una profunda alteración orgánica. Los
especialistas de Caballo de Troya estimaron asimismo que la descarga previa de adrenalina en
el torrente sanguíneo de aquel Hombre -a la vista de la resistencia arterial periférica- pudo ser
del orden de 10 microgramos por kilo y minuto.)
Poco a poco, al cabo de diez o quince minutos, conforme el rabí fue serenando su espíritu, el
ritmo cardíaco y arterial fueron recobrando la normalidad. Sin embargo, aquella dura prueba -
en opinión de los expertos en nutrición- significó, además, el total agotamiento de las 750
calorías suministradas al organismo en la reciente cena. El stress debió suponer un consumo de
1 Aunque en un principio se pensó que quizá la «hematohidrosis» había sido provocada por un exceso de histamina,
liberada por el sistema nervioso como consecuencia de la gran tensión emocional, y lanzada al torrente sanguíneo,
quebrando así los capilares, las investigaciones sobre el páncreas inclinaron a los expertos hacia la hipótesis de la
llamada fibrinolisis, consistente en la activación patológica de un mecanismo normal. Un súbito aumento de plasmina
(lisoquinasas) pudo originar un derramamiento generalizado en sangre, diluyendo el «cemento endotelial», que daría
como resultado el paso de la sangre al exterior. (N. del m.)


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calorías sensiblemente superior a esa cantidad por lo que el Nazareno, en opinión de los
médicos de Caballo de Troya, tuvo que empezar a tirar de sus reservas naturales posiblemente
a partir de la una o las dos de la madrugada de este viernes. (Con aquel aporte energético, y
suponiendo que Jesús se hubiera retirado a descansar inmediatamente, el organismo hubiera
podido aguantar hasta las ocho de la mañana, aproximadamente. Pero, con la crisis iniciada en
el huerto de Getsemaní, los especialistas, como digo, estimaron que el organismo del Hijo del
Hombre tuvo que iniciar una «lipolisis» o disolución de la grasa del tejido adiposo, con el único
fin de suministrar ácido graso y sobrevivir. Las reservas de glucógeno o azúcar concentrada se
agotarían en cuestión de horas, y la naturaleza del Galileo no tendría otra alternativa que
«echar mano», repito, de sus grasas.)
La situación del Maestro, desde un punto de vista puramente médico, empezaba a ser
delicada.
A los quince o veinte minutos de iniciado aquel primer «chequeo» -a base de ultrasonidos-,
desconecté el láser, deshaciéndome de las «crótalos». Juan Marcos seguía con el rostro oculto
por las manos, negándose a mirar a su Maestro. Pasé mi brazo por sus hombros y acaricié su
cabeza. Poco a poco, fue descubriendo su cara. Estaba llorando.
En el calvero, el Galileo había ido bajando sus manos. Las convulsiones habían cesado y
también el flujo de sangre. Algunos de los chorreones, más caudalosos que el resto de los
reguerillos, habían coagulado ya. Muy pronto, si el Maestro no tenía la precaución de lavarse, la
sangre seca convertiría su hermoso rostro en una máscara... Jesús levantó de nuevo los ojos
hacia el firmamento y, con una voz algo más serena, repitió prácticamente su primera oración:
-Padre..., muy bien sé que es posible evitar esta copa. Todo es posible para ti... Pero he
venido para cumplir tu voluntad y, no obstante ser tan amarga, la beberé si es tu deseo...
Entre esta segunda oración (no sé si debería calificarla así) y la primera, observé un notable
cambio, tanto en el estado emocional del Maestro como en su postura frente a los ya
inminentes acontecimientos. Mientras en sus primeras palabras flotaba la duda, en esta
ocasión, el Galileo parecía haber superado parte de su inquietud, mostrándose definitivamente
decidido a asumir su suerte. Es posible que este cambio mental fuera responsable, en buena
medida, de su progresiva tranquilización. Pero todo esto, naturalmente, sólo son apreciaciones
muy subjetivas.
El caso es que, enfrascado en mis primeras verificaciones médicas y pendiente de las
palabras de Jesús, casi me había olvidado de Eliseo y de la aproximación de aquel enigmático
objeto. Pero mi compañero no tardó en recordármelo:
-¡Atención, Jasón...! Esa «cosa» abandona el estacionario y se mueve de nuevo... ¡Por todos
los...!
La transmisión de mi compañero se interrumpió breves segundos. Al fin, Eliseo -muy
alterado- continuó:
-...¡Ha caído como un cubo...! ¡Jasón, ese chisme ha descendido a nivel 30 en un segundo!1
¡No puede ser...! Si continúa bajando lo perderé... ¡No! De momento se mantiene... Pero se
dirige hacia nosotros...
Pegando materialmente mis labios al tronco del cañafístula le pregunté:
-Entendí 30...
-Afirmativo -respondió Eliseo-. Es 30... Y sigue aproximándose en radial 1002... El radar
estima su posición en 10 millas. Si no varía el rumbo pronto lo tendrás a la vista...
Pero, por más que miré no logré distinguirlo. Fue entonces, al levantar la vista hacia las
estrellas cuando caí en la cuenta de otro extraño fenómeno: el ramaje del corpulento árbol tras
el que me ocultaba había quedado súbitamente inmóvil. El viento había cesado. Tampoco
aprecié movimiento alguno en las copas de los olivos ni en la maleza que nos rodeaba. Los
cabellos de Jesús se hallaban igualmente en reposo.
Un tanto alarmado interrogué a Eliseo sobre la velocidad y dirección del viento...
-A 40000 pies, 120 grados 503 -respondió mi hermano-. Pero, espera... ¡A nivel 10 ha
desaparecido...! No lo entiendo...
1 Nivel 30: 3000 pies (unos mil metros).
2 Radial 100: el objeto se aproximaba con rumbo 100 grados (aproximadamente, dirección Este-Sureste).


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De pronto, por mi izquierda (aproximadamente con rumbo Este), distinguí un punto de luz
que se desplazaba por encima de la cumbre del Olivete. Venía derecho hacia nuestra posición y
con una trayectoria que, en principio, me pareció totalmente horizontal al suelo.
Atónito y medio tartamudeando presioné mi oído derecho:
-¡Eliseo...! ¡Lo estoy viendo...! ¡Hacia las nueve de mi posición!1... Trae rumbo Este... Pero,
por todos los diablos, ¿qué es eso?
La respuesta del módulo serviría para confirmar que no era víctima de una alucinación...
-Afirmativo -exclamó Eliseo, tan desconcertado como yo-. La pantalla de altura sigue
detectándolo a nivel 10... ¡Ahora acaba de sobrevolar la «cuna»!... Lo tengo «colimado»2...
¿Velocidad? ¡Es increíble!: no llega a las 60 millas por hora... Pero, ¿qué pasa?
La comunicación volvió a interrumpirse. Fueron segundos eternos...
Entretanto aquella «luz» había alcanzado nuestra vertical. ¡Y se detuvo!
¡Jasón! -apareció al fin mi compañero-. Jasón, ¿me recibes?
-Afirmativo -me apresuré a responderle-. Y lo tenemos sobre nuestras cabezas...
-Jasón, algo está ocurriendo en el radar. ¡Esa «cosa» está «blocándome»3... ¿ Se aprecia
descenso de nivel?
-Negativo -contesté sin perder de vista la «luz»-. Parece que sigue en estacionario.
Apenas si había terminado de transmitir estas palabras a Eliseo cuando, en décimas de
segundo, la «luz» efectuó una «caída» libre, inmovilizándose quizá a cincuenta o cien metros
sobre el calvero. Todo fue tan vertiginoso que no tuve tiempo de nada. Quedé paralizado. Y,
como yo, Juan Marcos y -supongo- todo cuanto se hallaba en derredor nuestro. Yo seguía
absolutamente consciente: veía y escuchaba, pero no acertaba a mover mis músculos. Mi
aparato locomotor no obedecía los impulsos de mi cerebro y de mi voluntad. Era inútil que
tratase de forzarlos. La proximidad de aquella «luz» circular, de un blanco superior al de la
soldadura autógena y potentísima, nos había inmovilizado. Durante los segundos que duró
aquello, sí pude oír la voz de mi compañero en el módulo que -sumamente preocupado- no
hacía otra cosa que llamarme... Pero, como digo, a pesar de mis esfuerzos, no podía articular
palabra alguna.
Casi al mismo tiempo que aquella masa luminosa -de más de cincuenta metros de diámetrohacía
estacionario sobre el lugar, una especie de «cilindro» luminoso partió del centro del
«disco», iluminando a Jesús, las lastras de piedra y el terreno, en un radio aproximado de cinco
o seis metros. El Maestro, con la cara levantada, no parecía alarmado. Y siguió de rodillas...
Mi confusión no tenía límites. ¿Cómo era posible que el Nazareno no se sintiera tan aturdido
y atemorizado como yo?
Aquel miedo que me había invadido era compartido plenamente por mi joven compañero, a
juzgar por la postura en que había quedado. El fulminante descenso de la «luz» le había hecho
llevar sus brazos sobre la cabeza, en un movimiento reflejo de protección. Y así seguía, con el
cuerpo encogido y el rostro apuntando hacia la silenciosa masa luminosa...
No acierto a entender cómo llegó hasta allí, pero, casi en el instante mismo que el «cilindro»
de luz blanca tocó el calvero, una figura humana -eso me pareció al menos- surgió sobre la laja
de piedra, aproximándose inmediatamente al rabí. Estaba de espaldas a mí y, por supuesto, a
pesar de la cegadora luz que inundaba la zona, su estructura física tenía que ser sólida y
consistente. Una prueba de ello es que, al llegar a la altura del Maestro, lo ocultó con su
cuerpo.
El pavor, posiblemente, agudizó aún más los escasos sentidos que seguía controlando. Y
toda mi atención quedó polarizada en la figura de aquel ser. Era muy alto. Mucho más que
Jesús. Posiblemente alcanzase los dos metros y pico. No vestía como nosotros. Al contrario, su
3 A esa altura, el viento llevaba dirección 120 grados (Sureste) y unos 50 nudos de velocidad (alrededor de 100
kilómetros por hora) (N. del m.)
1 En el argot aeronáutico, a la izquierda del observador, tomando siempre las 12 horas de un reloj como el punto
frontal de observación. A las «tres» sería, por ejemplo, a la derecha.
2 Colimado»: Eliseo habla localizado y centrado el objeto en su panel de instrumentos.
3 El radar del módulo estaba siendo «silenciado» o inutilizado por otra posible emisión de radar o por alguna
interferencia electrónica procedente del objeto. (N. del m.)


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indumentaria me recordó la de los pilotos de combate de la USAF, aunque con un buzo mucho
más ajustado y de un brillo intensamente metalizado. (Aunque esta sensación bien podría
haber estado mediatizada por la aguda claridad reinante.)
El «mono» parecía de una sola pieza, con un cinto relativamente ancho y de la misma
tonalidad -similar a la del aluminio- que el resto del traje. Los pantalones (eso me llamó mucho
la atención) se hallaban recogidos en el interior de unas botas de media caña y de un color
dorado. En cuanto a su cabeza, sólo pude ver la zona occipital y la nuca. Tenía un cabello
blanco, lacio y abundante, que caía hasta los hombros. Indudablemente se trataba de un
individuo musculoso y ancho de hombros.
Aunque el silencio reinante era total, no alcancé a oír palabra alguna. Ignoro si hubo
conversación. Lo único que pude percibir fue el movimiento del brazo derecho de aquel ser,
dirigido hacia Jesús que, presumiblemente, debía continuar de rodillas...
De no haber sido por Eliseo, tampoco hubiera ido capaz de contabilizar el tiempo
transcurrido. Según mi compañero, aquel «lapsus» -en el que la conexión auditiva con el
módulo quedó «en blanco»- duró entre cuatro y cinco minutos, aproximadamente.
Al cabo de este «tiempo», la figura de aquel ser y el «cilindro» luminoso se extinguieron
instantáneamente. Y he dicho bien: ¡instantáneamente! No hubo -o, al menos, yo no pude
apreciarlo- elevación de aquel ser hacia el disco luminoso. Y tampoco lo vi alejarse o
desaparecer por el olivar... Sencillamente, no tengo explicación. Acto seguido, la «luz»
experimentó unos suaves balanceos, elevándose en vertical con una aceleración que me dio
vértigo. En un abrir y cerrar de ojos (suponiendo que hubiera podido realizar dicho pestañeo),
el objeto se convirtió en un punto insignificante, perdiéndose en el infinito. Casi al momento,
tanto Juan Marcos como yo recuperamos nuestra movilidad. Y el viento volvió a soplar con
fuerza entre las ramas de los árboles, mientras las cabras encerradas en la gruta balaban
lastimeramente.
-… ¡Jasón...! ¿Me recibes...? ¡Jasón!, ¡por Dios!, ¡contesta...! La voz de Eliseo seguía
repicando en mi oído.
Inspiré con todas mis fuerzas, tratando de calmar mis nervios.
-A-fir-ma-ti-vo. . .- le respondí con lo poco que me quedaba de voz.
-¡Roger...! ¡Al fin...! Jasón, ¿estás bien...? ¿Qué ha pasado...?
Como pude tranquilicé a mi compañero, indicándole que procuraría explicárselo más
adelante. La verdad es que mi confusión había aumentado. Por un instante pensé que todo
había sido una pesadilla. Pero no. Al dirigir la vista hacia el Maestro mi perplejidad aumentó: ¡la
película sanguinolenta y los reguerillos que cubrían su faz, cuello y manos habían desaparecido!
Su semblante, todavía pálido y demacrado, no presentaba, sin embargo, señal alguna del
reciente fenómeno de «hematohidrosis». Era imposible que Jesús hubiera tenido tiempo de
acudir hasta algunos de los recipientes del campamento que contenían agua y proceder al
lavado de su cara, cuello y manos. Además, aceptando este supuesto, yo le habría visto
alejarse y, por supuesto, regresar junto a la roca. Por el contrario, estoy seguro -absolutamente
seguro- que el Maestro no había abandonado en ningún momento su postura: arrodillado sobre
el calvero.
Juan Marcos, incomprensiblemente, seguía agazapado detrás del muro de piedra, como si
nada hubiera ocurrido. Más adelante, cuando le interrogué sobre lo sucedido aquella noche en
el huerto, el muchacho respondió afirmativamente:
«Sí -me dijo sin darle excesiva importancia y como si hubiera sido testigo de otros sucesos
similares-, el Padre hizo descender un ángel... Claro que lo vi...»
El Galileo, mucho más sereno, levantó nuevamente su vista hacia los cielos y sonrió.
Después, con paso firme, se incorporó, dirigiéndose hacia el filo del olivar. No sé cómo pero la
súbita presencia de aquel «ángel», «astronauta», «fantasma», o lo que fuera, había influido
decisivamente en el ánimo del Hijo del Hombre. La expresión del evangelista- «y el ángel le
reconfortó»- no podía ser más apropiada.
El Nazareno debió encontrar a sus discípulos nuevamente dormidos. Y tras gesticular con
ellos, volvió sobre sus pasos, arrodillándose por tercera vez al borde de la piedra. Era
asombroso. Ninguno de los discípulos parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido.
Probablemente, se hallaban dormidos.
Una vez allí, ya con su habitual tono de voz, el Maestro habló así, siempre con la mirada fija
en lo alto:


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-Padre, ves a mis apóstoles dormidos... Extiende sobre ellos tu misericordia. En verdad, el
espíritu está presto, pero la carne es débil...
Jesús guardó silencio e inclinó su cabeza, cerrando los ojos. Después, a los pocos segundos,
dirigió su rostro nuevamente a los cielos, exclamando:
-Y ahora, Padre mío, si esta copa no se puede apartar... la beberé. Que se haga tu voluntad
y no la mía...
Debían ser casi la una de la madrugada de aquel viernes, 7 de abril, cuando el gigante -
después de permanecer unos minutos en total recogimiento-- se alzó por última vez, acudiendo
al punto donde sus tres íntimos, por enésima vez, habían caído bajo un profundo sueño.
Pero, en esta ocasión, el Galileo no retornó al calvero. Despertó a sus hombres y, poco
después, los cuatro se internaban en el olivar, perdiéndose de vista.
He meditado mucho sobre aquellas extrañas palabras de Jesús. ¿Qué pudo querer decir
cuando habló de «apartar la copa»? ¿Se refería a la posibilidad de evitar los suplicios y su
propia muerte? Durante algún tiempo así lo creí. Pero, después de ser testigo de su horrenda
Pasión y de su increíble comportamiento, otra interpretación -más sutil si cabe- ha venido a
sustituir a mi anterior hipótesis. Ahora he empezado a intuir la gran «tragedia» del Maestro en
aquellos críticos momentos de la llamada «oración del huerto». No fue el miedo lo que
posiblemente provocó su honda angustia y el posterior sudor sanguinolento. El sabía lo que le
reservaba el destino y, como demostró sobradamente, se enfrentó al dolor abierta y
valientemente. Pero, de la ruano de esas torturas, el Galileo sabía que llegarían también las
humillaciones. Tuvo que ser la «contemplación» de esas ya inminentes vejaciones por parte de
las criaturas que Él mismo había creado lo que, quizá, le sumió en un agudo estado de
postración. Sí realmente era el Hijo de Dios, la simple observación -y mucho más el
padecimiento- de la barbarie y primitivismo de «sus hombres» para con Él mismo tenía que
resultar insoportable. Salvando las distancias, imagino el brutal sufrimiento moral que podría
significar para un padre el ver cómo sus hijos le abofetean, insultan, hieren e injurian...
Juan Marcos y yo nos apresuramos a salvar el muro que nos separaba del calvero donde
había tenido lugar la triple oración del huerto y, con idéntica prudencia, penetramos en el
olivar, siguiendo los pasos de Jesús y sus hombres. Conforme nos acercábamos a la explanada
del campamento, un pensamiento -quizá tan absurdo como inoportuno- seguía martilleando en
mi cerebro. No podía borrar de mi mente las imágenes de aquel ser de más de dos metros y del
objeto porque «aquello» tenía que ser un vehículo tripulado- que había sido capaz de desafiar
tan elocuentemente las leyes de la gravedad. ¿Qué clase de artefacto era aquél? ¿Qué
tecnología podía soslayar semejantes aceleraciones y deceleraciones?1. Y, sobre todo, ¿qué
relación guardaba todo aquello con Jesús y con la Divinidad?
Hubiera dado diez años de mi vida por haber registrado la conversación entre el Maestro y
aquel misterioso ser y maldije mi mala estrella, que no me permitió contemplar los rostros de
ambos personajes e interpretar al menos lo ocurrido entre los dos. Desde entonces, una afilada
incertidumbre anida en mi corazón: ¿podía ser aquél un ángel? Si realmente era así, ¡qué lejos
están los teólogos de la verdad...!
Cuando, al fin, nos asomamos al campamento, todo seguía más o menos igual. Los
discípulos del Maestro, profundamente dormidos, permanecían ajenos a cuanto acababa de
suceder a pocos metros de las carpas. Y digo que todo seguía más o menos igual porque,
coincidiendo con nuestro retorno, dos de los agentes secretos de David Zebedeo entraban
también en el huerto. Jadeantes y excitados preguntaron por su «jefe». Fue Juan Marcos quien
les señaló el lugar donde montaba guardia.
El Maestro, entre tanto, había aconsejado a Pedro, Juan y Santiago que se retiraran a
dormir. Pero los apóstoles, suficientemente despejados quizá con los cortos pero profundos
sueños que habían disfrutado en las proximidades de la gruta, y cada vez más nerviosos ante la
súbita llegada de los mensajeros, se resistieron. El fogoso Pedro, sin poder resistir la tentación,
1 Como miembro de las Fuerzas Aéreas sé hasta dónde llega hoy la resistencia humana frente a la gravedad.
Algunos astronautas, y con trajes muy especiales, han soportado hasta 11 «g« (el valor normal de la «aceleración de la
gravedad» es decir, de una «g»- es de 9,80665 metros por segundo cada segundo). Y según mi estimación, aquel
objeto practicó una «caída» y un posterior «despegue« que debió someter a los posibles «pilotos» a 20 o 30 «g». (N.
del m.)


208
interrogó a uno de los agentes del Zebedeo. Y el hombre, acorralado por las preguntas de
Simón, terminó por declararle que una partida de sicarios del Sanedrín y una escolta romana se
dirigían hacia allí. Pedro retrocedió con el rostro descompuesto. Y, cuando intentó dirigirse a las
tiendas, con ánimo de despertar a sus compañeros, Jesús se interpuso en su camino,
ordenándole que guardara silencio. La recomendación del Galileo fue tan rotunda que los
discípulos, desconcertados, quedaron clavados en el suelo.
Los griegos, que acampaban al aire libre, fueron despertados también por la precipitada
irrupción de los agentes del Zebedeo y no tardaron en rodear a Jesús y a los tres apóstoles,
interrogándoles. Pero el Maestro, que había recobrado su habitual calma, les rogó que se
tranquilizaran y que volvieran junto al molino de aceite. Fue inútil. Ninguno de los presentes se
movió de donde estaba.
El Nazareno comprendió al instante la actitud de sus hombres y, sin mediar palabra, se alejó
del grupo, abandonando el campamento a grandes zancadas.
Durante algunos segundos, los griegos y los apóstoles dudaron. Y una vez más fue el joven
Juan Marcos quien tomó la iniciativa. En un santiamén escapó del huerto, perdiéndose colina
abajo.
Aquella inesperada reacción de Jesús, saliendo de la finca de Getsemaní, me desconcertó.
Según los evangelios canónicos, fuente informativa primordial, el llamado prendimiento debería
llevarse a cabo en el referido huerto. Sin embargo, el Nazareno acababa de abandonarlo... Sin
pensarlo dos veces seguí los pasos del muchacho, sin preocuparme de los tres apóstoles y de
los griegos, que permanecían inmóviles en mitad del campamento.
Tanto Jesús como Juan Marcos habían tomado el conocido camino que discurría por la falda
occidental del Olivete y que me había llevado en varias ocasiones hasta el puentecillo sobre la
depresión del entonces seco torrente del Cedrón.
En ese momento, y justamente al otro lado del puente, me llamó la atención el movimiento
de un nutrido grupo de antorchas. Al observar más detenidamente comprobé que se dirigía
hacia este lado del monte. Aquellos debían ser los hombres armados de los que había hablado
el mensajero del Zebedeo. Desconcertado, continué bajando por la vereda hasta que, en uno
de los recodos del camino, vi a Marcos -mejor debería decir que sólo distinguí su lienzo blancorefugiándose
a toda prisa en una pequeña barraca de madera que se levantaba al pie mismo
del sendero. Me detuve sin saber qué hacer. Pero mis sorpresas en aquella madrugada del
viernes no habían hecho más que empezar.
Junto a la mencionada casamata distinguí otra cuba -similar a la construida a la entrada del
campamento de Getsemaní- que debía formar parte de uno de los lagares de aceite que tanto
abundaban en el monte de las Aceitunas. El Maestro se había sentado sobre el murete de
piedra de la prensa, a unos dos pasos de la pista y de cara a la dirección que traía el cada vez
más cercano y oscilante enjambre de luces amarillentas.
En un primer momento pensé en ocultarme también en la barraca. Pero deseché la idea.
Ignoraba absolutamente el curso que podían tomar los acontecimientos y preferí mantenerme
en un lugar más abierto. A ambos lados del sendero se extendían sendas plantaciones de
olivos. Aquél podía ser un buen observatorio. Y rápidamente abandoné la pista, internándome
en el oscuro olivar situado a la izquierda del camino. Elegí uno de los árboles más gruesos,
trepando a lo alto y camuflándome entre su ramaje. Desde allí, Jesús quedaba a poco más de
cinco o seis metros. Pero, de pronto, me vi asaltado por una duda que casi me hizo descender
del olivo: ¿Y si el Galileo regresaba al campamento? En ese caso no tendría más remedio que
arriesgarme y seguir a la tropa...
Si no me equivocaba, la distancia recorrida por Jesús desde la puerta de entrada al huerto
de Simón, «el leproso», hasta aquella curva del serpenteante camino de herradura, había sido
de unos cien o ciento cincuenta pasos. Y al verle allí, tan extrañamente sereno, empecé a
comprender. No hacía falta ser muy despierto para suponer que su rápido alejamiento de la
zona donde permanecían sus hombres sólo podía estar motivado por el deseo de que su
encuentro con Judas y la policía del Sanedrín no afectase a los discípulos. El sabia que muchos
de los discípulos y de los griegos disponían dé armas y probablemente quiso evitar el más que
seguro riesgo de un choque armado. Si la memoria no me fallaba, en el campamento debía
haber en aquellos momentos alrededor de sesenta hombres. Habría sido suficiente que
cualquiera de ellos -Pedro o Simón, el Zelotes, por ejemplo- hubieran sacado sus espadas para
provocar un sangriento combate. Si la versión del agente secreto de Zebedeo era correcta, a


209
los levitas del Templo había que añadir la patrulla romana. Y esto, indudablemente, complicaba
las cosas. Los legionarios de la Fortaleza Antonia no se distinguían precisamente por sus dulces
modales... Yo había sido testigo de su ferocidad en el apaleamiento de un compañero. ¿Qué
podía esperarse entonces de aquellos aguerridos infantes, en el caso de que se llegara a un
enfrentamiento? Lo más probable es que muchos de los discípulos del Maestro habrían
resultado heridos o muertos y, en el mejor de los casos, hechos prisioneros. Y Jesús, a juzgar
por sus oraciones en el olivar, quería evitarlo a toda costa. ¿Qué hubiera sido de su misión y de
la futura propagación del evangelio del reino silos directamente encargados de esa predicación
hubieran caído esa noche en Getsemaní?
Las antorchas aparecían y desaparecían entre la espesura, acercándose cada vez más. Pedí
información a Eliseo sobre la hora exacta. Era la una y quince minutos de la madrugada.
La luna seguía brillando con todo su esplendor, proporcionándome una más que aceptable
visibilidad.
De pronto, y cuando el racimo de antorchas se hallaba aún a cierta distancia de la almazara
sobre la que aguardaba el Maestro, vi aparecer por la vereda a un individuo. Subía a la carrera,
siguiendo la dirección del campamento. Jesús, al verle, se puso en pie, saliendo al centro del
camino. El presuroso caminante -a quien en un primer momento no acerté a identificardescubrió
enseguida la alta figura del Galileo, con su blanca túnica bañada por la luna. La
inesperada presencia del Maestro, cortándole el paso, debió desconcertarle porque se detuvo al
momento. Pero, tras unos segundos de indecisión, prosiguió su avance, esta vez sin
demasiadas prisas. El misterioso personaje, envuelto en un manto oscuro, debía hallarse a unos
treinta o cuarenta metros del rabí cuando, por el fondo del sendero, irrumpió en escena el
pelotón que portaba las antorchas. Venia en desorden, aunque formando una larga hilera de
gente. A primera vista, el número de individuos rebasaba el medio centenar.
Conforme fueron acercándose pude distinguir, entre los hombres de cabeza, alrededor de
treinta soldados romanos. Vestían la misma indumentaria que yo había visto entre los
legionarios de la Torre Antonia e iban armados con espadas, algunas lanzas y escudos.
Inmediatamente detrás casi mezclados con los primeros-, un tropel de 40 o 50 levitas o policías
del templo, armados en su mayoría con bastones y mazas con clavos.
Mi desconcierto llegó al máximo cuando, por mi derecha, surgieron otras antorchas,
diseminadas entre los olivos. No eran muchas: quizá una decena. Pero zigzagueaban a gran
velocidad, descendiendo hacia el punto donde se hallaba Jesús. Por la dirección que traían
supuse que se trataba de los discípulos. Y un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo. Si ambos
bandos llegaban a enfrentarse quién sabe lo que podía ocurrir.
El grupo de mi izquierda -el que procedía de Jerusalén- siguió avanzando en silencio hasta
detenerse a un tiro de piedra del Galileo.
Por su parte, los que acababan de aparecer por la derecha terminaron por concentrarse en el
sendero. Una vez reagrupados, continuaron bajando, pero con gran lentitud.
Cuando el tropel que llegaba con ánimo de prender al Nazareno se detuvo, los seguidores de
Jesús hicieron otro tanto. Estos últimos quedaron bastante más cerca del Maestro. Quizá a
veinte o veinticinco pasos.
A la luz de las teas distinguí en primera línea a Pedro. Y con él, Juan, Santiago y una
veintena de griegos. Sin embargo, por más que forcé la vista, no vi a Simón, el Zelotes, ni
tampoco al resto de los apóstoles y discípulos. Aquello significaba que no habían sido
despertados.
Durante unos minutos que se me antojaron interminables, sólo el viento silbó entre los
olivos, agitando las llamaradas de las hachas de ambos grupos.
Jesús -en medio- seguía pendiente de aquel hombre que se había destacado de la turba
procedente de la ciudad santa.
Cuando faltaban apenas unos metros para que dicho personaje llegase a la altura del rabí, la
luna hizo resaltar la palidez de su rostro: ¡Era Judas!
Pero, ¿por qué se había adelantado a la tropa?
Aquella incógnita seria resuelta a la mañana siguiente, poco antes del fatal e inesperado
suceso que provocaría la muerte del Iscariote...
(Una vez más, Judas había maquinado sus planes con tanta astucia como ruindad.)


210
Y al fin, Jesús reaccionó. Con gran aplomo arrancó hacia Judas pero, al llegar a su altura, se
desvió hacia la linde izquierda del camino, esquivando al traidor. El Iscariote, perplejo, se
revolvió al momento. El Maestro había continuado en dirección a la soldadesca, deteniendo sus
pasos a pocos metros del grupo. Y desde allí, con gran voz, interpeló al que parecía el jefe:
-¿Qué buscas aquí?
El soldado romano, que a juzgar por su casco con un penacho de plumas rojas y su espada
(situada en el costado izquierdo), debía ser un oficial, se adelantó a su vez y, en griego,
respondió:
-¡A Jesús de Nazaret!
El Maestro avanzó entonces hacia el posible centurión y con gran solemnidad exclamó:
-Soy yo...
Al escuchar las serenas y majestuosas palabras de aquel gigante, los cinco o seis legionarios
que ocupaban la primera línea retrocedieron bruscamente. Este súbito movimiento hizo que
algunos de ellos tropezaran con los compañeros situados inmediatamente detrás, provocando
una serie de grotescas caídas. Entre los que dieron con sus huesos en tierra había también
varios que portaban antorchas. Y éstas, al desparramarse sobre los caídos, contribuyeron a
multiplicar la confusión. El oficial, indignado, retrocedió hasta el grupo de cabeza y comenzó a
golpear a los torpes y vacilantes soldados con el bastón que llevaba en su mano derecha.
(Aquella escena me trajo a la memoria el relato evangélico de Juan: el único que habla de
esta caída generalizada de parte de la tropa que había llegado para prender al Maestro. Pero,
lejos del carácter milagroso que algunos teólogos y exégetas han querido ver en dicho suceso,
la única verdad es que aquellos hombres rodaron por el suelo como consecuencia de un
movimiento mal calculado. Otro asunto es por qué retrocedieron. En mi opinión, es posible que
sintieran miedo. Casi todos habían visto a Jesús cuando predicaba en la explanada del templo y
también era muy probable que hubieran sabido de sus prodigios y de su poder. Si unimos esto
a la valentía con que el Galileo se presentó ante ellos, quizá ahí tengamos la respuesta...)
Mientras los infantes romanos se incorporaban y recomponían su maltrecha dignidad, Judas -
cuyos planes no estaban saliendo tal y como él había previsto, según pude averiguar horas más
tarde- se acercó al Nazareno, abrazándole. E inmediata y ostensiblemente -de forma que todos
pudiéramos verle- se alzó sobre las puntas de sus sandalias, estampando un beso en la frente
de Jesús, al tiempo que le decía:
-¡Salud, Maestro e Instructor!
Y el Galileo, sin perder la calma, le respondió:
-¡Amigo...!. no basta con hacer esto. ¿Es que, además, quieres traicionar al Hijo del Hombre
con un beso?
Antes de que Judas pudiera reaccionar, el Maestro se zafó del abrazo del traidor,
encarándose nuevamente con el oficial romano y con el resto de ¡a tropa.
-¿Qué buscan?
-¡A Jesús de Nazaret! -repitió el oficial.
-Ya te he dicho que soy yo... Por tanto -prosiguió Jesús-, si al que buscas es a mí, deja a los
demás que sigan su camino... Estoy dispuesto a seguirte...
El oficial encontró razonable la petición del Nazareno. Se situó a su lado y, cuando se
disponía a regresar a Jerusalén, uno de los guardianes del Sanedrín salió del pelotón
abalanzándose sobre Jesús. Llevaba en sus manos una cuerda. Y a pesar de que el jefe de la
patrulla romana no había dado tal orden, aquel sirio, que respondía al nombre de Malchus o
Malco, se apresuró a sujetar los brazos del rabí, tratando de atarlos por la espalda.
Al verlo, el oficial levantó su bastón, dispuesto sin duda a espantar a aquel intruso, Pero la
fulminante entrada en acción de Pedro y sus compañeros arruinaría los propósitos del
responsable del prendimiento.
Efectivamente, con una rapidez vertiginosa, Pedro y el resto -indignados por la acción de
Malco- se precipitaron sobre él. Simón, Santiago y algunos de los griegos habían desenfundado
sus espadas y, lanzando todo tipo de imprecaciones, se dispusieron al ataque.
Antes de que la escolta romana tuviera tiempo de proteger a Malco, Pedro -espada en altocayó
sobre el aterrorizado siervo del sumo sacerdote, lanzando un violento mandoble sobre su
cráneo. En el último segundo, Malco logró echarse a un lado, evitando así que la potente
izquierda de Simón le abriera la cabeza. El filo de la espada, sin embargo, rozó la parte derecha
de su cara, rebañándole la oreja e hiriéndole en el hombro.


211
Jesús levantó entonces su brazo hacia Pedro y con gran severidad recriminó su acción:
-¡Pedro, envaina tu espada...! Quienquiera que desenvaine la espada, morirá por la espada.
¿No comprendéis que es voluntad de mi Padre que beba esta copa? ¿No sabéis que ahora
mismo podría mandar a docenas de legiones de ángeles y sus compañeros me librarían de las
manos de los hombres?
Los discípulos -y especialmente Pedro- quedaron aturdidos. No entendían las palabras del
Maestro y, mucho menos, su docilidad ante aquellos enemigos.
Malco seguía retorciéndose y aullando de dolor cuando Jesús se inclinó sobre él. Con una
gran firmeza retiró la mano del sirio del ensangrentado oído, colocando la palma de su diestra
sobre la herida. En cuestión de segundos, los quejidos disminuyeron, haciéndose cada vez más
espaciados y débiles. Después, el rabí repitió la operación, depositando su mano sobre el
hombro.
Desde lo alto del árbol no pude verificar qué clase de curación efectuó el Galileo. Sin
embargo, lo que sí estaba claro es que había detenido la copiosa hemorragia y «congelado»
prácticamente el dolor de aquel desdichado. (En el transcurso de las dos siguientes e intensas
jornadas, antes de mi definitivo regreso al módulo, traté por todos los medios de localizar al
mencionado sirio e inspeccionar el tajo que le había propinado Pedro. Sin embargo, mis
esfuerzos resultaron baldíos.)
La belicosa actitud de Pedro y de sus compañeros sólo sirvió para empeorar las cosas. El
oficial romano ignoró las pacíficas palabras y el gesto humanitario de Jesús para con Malco y
ordenó a sus legionarios que sujetaran al Nazareno, amarrando sus muñecas a la espalda.
Mientras le maniataban, el Maestro, profundamente dolorido por aquella humillación, se
dirigió a los levitas y soldados quienes, con las espadas y bastones dispuestos para repeler
cualquier otro ataque, contemplaban la escena:
-¿Para qué sacan sus espadas y palos contra mí, como si fuera un ladrón? Todos los días he
estado con vosotros en el templo, educando y enseñando públicamente al pueblo, sin que
hicierais nada para detenerme...
Pero nadie respondió.
Una vez inmovilizado con gruesas cuerdas, el oficial se dirigió a sus hombres, ordenando que
prendiesen también a aquel «grupo de fanáticos», según sus propias palabras. Pero la patrulla
no reaccionó a tiempo y Pedro y sus compañeros huyeron del lugar, arrojando las antorchas
contra los romanos. Este nuevo lapsus de la escolta fue más que suficiente como para que la
veintena de seguidores del Maestro se desperdigara ladera arriba, entre los olivares. La casi
totalidad de los legionarios salió en su persecución. Sin embargo, los discípulos -mejores
conocedores del terreno y con un pánico lo suficientemente grande como para volar, más que
correr- no tardaron en desaparecer. La prueba es que, a los cinco o diez minutos, la tropa
regresó al camino, iniciando el retorno a Jerusalén. El Maestro, fuertemente escoltado, no tardó
en desaparecer con el grupo en uno de los recodos del sendero.
Eran las dos menos diez de la madrugada...
El vocerío de los legionarios fue disipándose. Y allí quedé yo, con el corazón encogido y
sumido en un silencio de muerte. Pero debía seguir mi misión. Así que, procurando no hacer
excesivo ruido, descendí de la copa del olivo. Mis ideas -lo reconozco- no se hallaban muy
claras. Durante varios segundos, y todavía al pie del árbol, dudé. ¿Qué camino debía tomar?
Tratar de volver al campamento e incorporarme a lo que quedase del grupo de griegos y
discípulos no me pareció lo mejor. Además, ¿quién sabe dónde podían haber ido a parar? Era
mucho más lógico seguirlas huellas del pelotón de soldados y policías del Templo. Pero, ¿cómo
llegar hasta ellos sin levantar sospechas y, lo que era peor, sin que me detuviesen?
Cuando me disponía a dejar el olivar y encaminarme hacia la ciudad santa, las siluetas de
dos legionarios rezagados aparecieron de improviso entre los olivos que se levantaban al otro
lado del sendero. Me pegué como pude a uno de los troncos y esperé a que pasasen. Si
descubrían mi presencia me hubiera visto en una delicada situación. Pero, en el momento en
que los soldados entraban en la vereda, Juan Marcos -que había permanecido oculto durante
todo el prendimiento- se asomó con gran sigilo a la puerta de la barraca. Aquello fue su
perdición. Los romanos vieron al instante su escandalosa sábana blanca, precipitándose hacia el
muchacho. Esta vez, la reacción de los infantes fue tan rápida que Marcos no tuvo tiempo de
escapar.


212
Y uno de los legionarios hizo presa en el lienzo mientras el segundo, también a la carrera,
cubría las espaldas de su compañero. Pero el ágil Marcos no se dio por vencido. Y sin pensarlo
dos veces se desembarazó de la sábana, huyendo desnudo hacia la masa de olivos por donde
habían irrumpido los inoportunos extranjeros. Aquella maniobra del joven pilló desprevenidos a
los romanos que, para cuando salieron tras él, habían perdido unos segundos preciosos.
El que había logrado sujetarle arrojó el lienzo al suelo y, maldiciendo, desenvainó su espada,
iniciando una atropellada carrera. El compañero hizo lo mismo, internándose de nuevo en el
bosque. Pero la mala suerte parecía cebarse aquella noche sobre la tropa romana y el segundo
legionario tropezó en una de las raíces del olivar, cayendo de bruces. Como consecuencia del
golpe, el casco del romano salió despedido, rodando por la pendiente. Pero el enfurecido infante
-cegado por el afán de capturar al emboscado- se olvidó de su yelmo.
Sabía que podía ser arriesgado pero, dejándome llevar por la intuición, abandoné mi
escondrijo, aproximándome al lugar donde había quedado el casco. Lo recogí y, tratando de
tranquilizarme, esperé. Era, en efecto, un yelmo de cuero, sin ningún tipo de adorno o
distintivo.
No tuve que esperar mucho. A los pocos minutos, los legionarios regresaron a la linde del
olivar. Sin embargo, enfrascados en la búsqueda del yelmo, no se percataron de mi presencia.
Entonces, levantando la voz y el casco, me dirigí a ellos en griego.
Al verme, los soldados no reaccionaron. Y, poco a poco, fueron aproximándose. Un sudor frío
empezó a empapar mi túnica. Si aquella estratagema no resultaba, mi seguridad podía verse
seriamente amenazada.
El que había extraviado el yelmo llegó hasta mí y, deteniéndose a un par de metros, me
inspeccionó de pies a cabeza. Se hallaba sudoroso y sin aliento. El segundo legionario no tardó
en situarse a su lado.
Intenté sonreír pero, francamente, no sé silo logré. El caso es que, procurando disimular el
agudo temblor de mis manos, le tendí el casco. El romano se apresuró a tomarlo,
arrebatándomelo con violencia. Y acto seguido se lo encasquetó.
-¿Quién eres? -habló al fin el segundo soldado.
-Me llamo Jasón -respondí con el corazón en un puño-. Soy griego y me dirijo a Jerusalén...
Y, de pronto, recordé la autorización que me había extendido el procurador romano, con el
fin de facilitar mi ingreso en la fortaleza Antonia. Sin dudarlo, eché mano de la bolsa de hule y
les mostré el salvoconducto explicándoles que esa misma mañana del viernes debería visitar a
Poncio Pilato.
Los legionarios desviaron la mirada hacia el rollo, aunque dudo que supieran leer. Sin
embargo, sí debieron identificar la firma de Poncio porque su actitud se hizo más asequible y
condescendiente.
-¿De dónde vienes?
-De Betania...
-Entonces -repuso el legionario que hablaba griego-, ¿no sabes lo que ha ocurrido aquí?
-¿Aquí? -pregunté adoptando un tono de total ignorancia-... No, ¿qué ha ocurrido?
-Es igual -concluyó el legionario-. Nosotros también vamos hacia Jerusalén. Si lo deseas
podemos escoltarte...
Me sentí encantado con semejante proposición pero, cuando todo parecía solucionado, el
soldado que había perdido el casco tomó la lanza del compañero y, sin más, la inclinó sobre mi
pecho. Quedé paralizado. Y al mirar de nuevo al infante, aquel rostro se me hizo familiar. El
soldado terminó por sonreír. «¡Claro! -recordé de pronto-. Aquel romano era el centinela de la
Torre Antonia... El que me había apuntado con su pilum mientras José, el de Arimatea, y yo
esperábamos a que regresara su compañero...»
Le devolví la sonrisa y el legionario -satisfecho al ver que le había reconocido- retiró la
jabalina, explicándole al segundo e intrigado soldado que, en efecto, me había visto a las
puertas de la Torre Antonia y que no mentía.
Aquel fortuito encuentro con mi «amigo», el legionario, iba a servirme de mucho...
Los soldados tenían prisa por alcanzar el pelotón que conducía al Nazareno y, al poco,
divisamos las antorchas. Pero, ante mi sorpresa, el grupo se hallaba detenido en mitad del
camino. Cuando la pareja de rezagados se reincorporó a la patrulla romana, yo insinué que
quizá fuese más prudente que permaneciera en la cola o que siguiera mi camino hacia

213
Jerusalén. Pero el centinela, que parecía muy honrado con mi amistad, me aconsejó que
siguiera junto a él. Y así lo hice.
De esta forma, al aproximarme al oficial que mandaba el pelotón, comprendí por qué se
habían detenido. El jefe de los levitas pugnaba por llevar al Nazareno a la residencia de Caifás.
Sin embargo, el optio romano, una especie de lugarteniente de los centuriones1, responsable de
la captura y custodia del prisionero, se oponía a esta decisión, estimando que sus órdenes eran
precisas: Jesús de Nazaret debía ser conducido a la presencia del ex sumo sacerdote Anás. (Al
parecer, las relaciones entre el procurador romano y las castas sacerdotales judías seguían
manteniéndose a través del poderoso e influyente suegro de Caifás.)
La policía levítica tuvo que ceder y Arsenius -el optio o suboficial romano- ordenó que la
patrulla reanudara su camino hacia el barrio bajo de Jerusalén.
Durante la discusión, Jesús permaneció en silencio, con los ojos bajos y prácticamente
ausente.
Judas, por su parte, se había situado entre los dos jefes -el romano y el levita- pero, por
más que intentaba el diálogo con ellos, éstos evitaban sus preguntas, permaneciendo en un
total y violento silencio. Cuando pregunté al legionario el por qué de aquella actitud del optio y
del capitán de los policías del Templo hacia el Iscariote, mi amigo respondió con una afirmación
contundente:
-Es un traidor...
Estábamos ya a pocos metros del puente que enlazaba la falda del Olivete con la explanada
situada al pie de la muralla oriental del Templo cuando ocurrió algo desconcertante e
imprevisto.
A la cabeza del cortejo marchaban ambos «capitanes». En medio de ambos, Judas, e
inmediatamente detrás, la patrulla romana, rodeando estrechamente a Jesús. Por último, el
tropel de levitas y siervos del Sanedrín, envueltos en sus mantos y rabiosos por la tajante
decisión del suboficial romano de entregar al Galileo al ex sumo sacerdote. Yo caminaba a la
izquierda del grupo, junto a los últimos legionarios.
Y, súbitamente, Juan, el Evangelista, apareció por la derecha, adelantándose hasta llegar a
la altura del Maestro. Quedé estupefacto ante la valiente decisión del joven discípulo. Por lo que
pude observar, Juan debía haber perdido el manto en la anárquica dispersión de los seguidores
del rabí. Vestía únicamente su túnica corta -hasta las rodillas- y, en la faja, una espada.
Al verlo, los policías del Templo se alarmaron y advirtieron a su jefe la presencia del galileo.
El pelotón se detuvo nuevamente y el capitán de los levitas ordenó a sus hombres que
prendieran y ataran también a Juan. Pero, cuando los sicarios de Caifás se disponían a
amarrarle, Arsenius intervino de nuevo. Aquel veterano suboficial, sagaz y de condición noble,
se interpuso entre el apóstol y los levitas, exclamando:
-¡Alto! Este hombre no es un traidor, ni tampoco un cobarde... Los hebreos no parecían muy
dispuestos a perder también aquella oportunidad y protestaron enérgicamente. Los ojos del
ayudante del centurión se clavaron en los del capitán de la guardia del Sanedrín. Bajo su rostro,
pésimamente afeitado, sus mandíbulas crujieron y levantando el bastón hasta situarlo a un
palmo de la frente del jefe de los levitas, repitió en tono amenazante:
-Te digo que este hombre no es un traidor ni un cobarde. Pude verle antes y no sacó su
espada para resistir. Ahora ha tenido la valentía de llegar hasta aquí para estar con su Maestro.
Y haciendo silbar su vara con una serie de cortos y bruscos golpes de su muñeca, añadió, al
tiempo que el responsable de los judíos retrocedía espantado:
-¡Que nadie ponga sus manos sobre él...! La ley romana concede a todos los prisioneros el
privilegio de un amigo que le acompañe ante el tribunal. Nadie impedirá, por tanto, que este
galileo permanezca al lado del reo.
El odio y el desprecio del optio romano por los judíos en general, y por aquellos en
particular, debían ser tan considerables que, en el fondo, la insólita decisión del suboficial pudo
estar motivada, en mi opinión, no sólo por la admiración hacia el audaz gesto de Juan, sino
1 La figura del optio representaba a un suboficial, directamente bajo el mando de un centurión. Generalmente
mandaba pequeños grupos de tropa, descargando al oficial de sus funciones administrativas, disposición de las
guardias, instrucción militar, etc. Se les dio el nombre de optiones, según Festo, porque, «desde el tiempo en que se
permitió a los centuriones elegir u optare al que deseaban, se les aplicó también el nombre de optio, por cl hecho de la
elección.» (N. del m.)


214
también por el mero hecho de humillar y contradecir a aquellos «cobardes, incapaces de
enfrentarse por sí mismos al Nazareno». (Al llegar al palacio de Anás, José de Arimatea me
explicaría con todo lujo de detalles las tortuosas maniobras del Iscariote y de los levitas que
llegaron, incluso, a solicitar de la guarnición romana que les acompañasen para prender al
Maestro.)
Y debo añadir que, a mi regreso de este primer «gran viaje», consulté a destacados expertos
en Derecho y Jurisprudencia romanos, tratando de averiguar si, efectivamente, había existido
esa ley, invocada por el optio. Pero, hasta el momento, mis indagaciones han resultado
infructuosas. Los antiguos romanos, como hoy los ingleses tradicionales, no eran muy amantes
de leyes, tal y como nosotros las interpretamos. Su «derecho», afortunadamente para ellos, no
se basaba precisamente en «leyes»1. Según los especialistas a quienes pregunté, esa
disposición del suboficial Arsenius no se hallaba reñida con las costumbres de la época y, sobre
todo, de las autoridades que ocupaban aquella provincia romana. La discrecionalidad existente
a la hora de impartir justicia o de tratar a un prisionero era tal que, al menos para los
estudiosos del Derecho Romano, la conducta del suboficial resultaba perfectamente posible. No
podemos olvidar que los dueños y señores de vidas y haciendas de aquel revolucionario país
seguían siendo los romanos.
Esta providencial orden del optio de la Torre Antonia vino a despejar otra de mis
interrogantes. ¿Cómo era posible que Juan Zebedeo fuera el único apóstol que declara en sus
escritos haber sido «testigo presencial» de muchos de los sucesos que acontecieron a lo largo
de aquel viernes? Por lógica, de no haber sido por esta inapreciable «ayuda» del suboficial
Arsenius, el seguidor de Jesús habría tenido muchos problemas para poder asistir a los
interrogatorios y a la crucifixión. Tal y como estaban las cosas, hubiera sido casi imposible que
las castas sacerdotales -que odiaban al Maestro y a sus discípulos- cedieran y aceptasen la libre
presencia de ninguno de los amigos del prisionero. Sólo una imposición superior, emanada en
este caso de la autoridad romana, pudo permitir a Juan la asistencia a los restringidos
prolegómenos de la muerte de Cristo.
Como medida precautoria, el suboficial romano ordenó a uno de sus hombres que desarmara
a Juan. Y el pelotón continuó su camino.
El público reconocimiento de la valentía de Juan por parte del suboficial romano representó
un duro golpe para la dignidad de Judas. Avergonzado, con la cabeza baja y el ceño contraído,
fue aminorando el paso hasta quedarse solo y rezagado. Y así llegó a la casa de Anás.
Juan, prudentemente, no habló en ningún momento con su Maestro, ni éste hizo tampoco
intención alguna de dirigirse al joven. Las circunstancias, además, no lo hacían aconsejable. Sin
embargo, cuando enfilamos las desiertas calles de Jerusalén, me las ingenié para situarme al
lado del Zebedeo y preguntarle por el resto de los hombres y, muy especialmente, por qué
había tomado aquella arriesgada decisión de unirse a Jesús. El apóstol, con los ojos enrojecidos
por el ininterrumpido llanto, pareció alegrarse un poco al comprobar que no se hallaba del todo
solo y me confesó que, una vez que lograron despistar a los legionarios, Pedro y él habían
decidido seguir a Jesús. Del resto sólo sabia que había huido en dirección al campamento.
Durante el sigiloso seguimiento, Juan recordó las instrucciones que le diera el Maestro, en el
sentido de que permaneciera a su lado, y se apresuró a alcanzarle. Mientras tanto, Pedro -si es
que no había cambiado de parecer- debía encontrarse a cierta distancia, siguiéndonos y
camuflado entre la maleza.
Hacia las dos y cuarto de la madrugada, la comitiva se detuvo ante la residencia de Anás,
muy cerca de la Puerta de Sión. en el extremo oeste de la ciudad y a corta distancia, según mis
cálculos, de la casa de Juan Marcos. Allí, frente a la cancela del espacioso jardín que se abría
frente al palacete, el suboficial romano cedió oficialmente al prisionero al jefe de los levitas.
Pero antes, dirigiéndose a uno de los legionarios y de forma que todos pudiéramos oírle,
ordenó:
1 Algunos especialistas apuntaron la posibilidad de que dicha «ley» se tratara en realidad de una «adaptación» muy
particular del régimen de la garantía de presentación ante el juez, mediante los llamados praedes vades, que servia
precisamente para evitar la prisión preventiva del reo, tal y como se hace en la actualidad con la abusivamente llamada
«fianza» (ésta no es una garantía personal, sino un depósito de dinero). (N. del m.)


215
-Acompaña al preso y vela para que estos miserables no le maten sin el consentimiento de
Poncio. Evita que lo asesinen y guarda de que a este galileo -dijo refiriéndose a Juan- le esté
permitido acompañarle en todo momento. Observa bien cuanto suceda...
Y dando media vuelta se alejó del lugar, en compañía del pelotón de legionarios. Al
despedirme del soldado deposité disimuladamente una moneda de plata entre sus dedos,
agradeciéndole su ayuda y rogándole que, antes de regresar a la fortaleza, le hablase al
compañero que había sido designado por Arsenius para proteger a Jesús y a Juan y le suplicase
que me permitiera hacerles compañía. El infante sonrió y, sin formular pregunta alguna, se
entendió con el legionario para que mis deseos fuesen cumplidos. Otro discreto y oportuno
denario de plata en el puño de este último terminó por disipar todas las suspicacias y recelos.
De momento, mi presencia en la sede de Anás estaba garantizada.
Una vez en el patio, parte de la guardia del Templo se despidió, alejándose de la suntuosa
residencia del ex sumo sacerdote. Y varios servidores de Anás acudieron precipitadamente
hasta el jefe de los levitas. Este les ordenó que avisaran a su amo:
«El prisionero ha llegado», les dijo, señalando al Nazareno, que seguía con las manos atadas
a la espalda e inmóvil en mitad de aquel enlosado cuadrangular. Juan continuaba al lado del
Maestro y el legionario, a su vez, procuraba no perder de vista a ninguno de los dos, así como a
un reducido grupo de policías y sirvientes del Templo que se afanaban en la preparación de una
fogata. Apilaron varios troncos en una de las esquinas del oscuro patio y después de rociarlos
con aceite, inclinaron una de las teas sobre la leña, prendiéndole fuego. La temperatura había
descendido algunos grados y casi todos los allí presentes fueron aproximándose a la
improvisada hoguera. A los pocos minutos, en el centro del patio sólo quedábamos Jesús, el
jefe de los levitas -que seguía sosteniendo la gruesa maroma con la que habían maniatado al
Hijo del Hombre-, el joven discípulo, el soldado romano y yo. Frente a nosotros se levantaba
una regia mansión de dos plantas, con una fachada enteramente de piedra labrada, y unas
delicadas escalinatas semicirculares de mármol. En la puerta, débilmente iluminada por sendos
faroles de aceite, se hallaba una mujer gruesa, de baja estatura, que sonreía sin cesar.
Pero aquella primera exploración del recinto se vio interrumpida por la repentina aparición de
Judas. El traidor acababa de llegar a la casa de Anás. Pero, al ver a Jesús y a Juan, permaneció
tras las altas rejas que se elevaban sobre el cercado de piedra. Y a los pocos minutos se alejó,
siguiendo la misma calle que había tomado e! grueso de la policía levítica. En su rostro, duro e
impasible, no aprecié señal alguna de arrepentimiento. Al contrario. Tuve la sensación de que,
durante aquellos instantes, el Iscariote disfrutó del «espectáculo». En el fondo, su venganza
contra el Maestro y contra el discípulo amado de Jesús empezaba a fructificar.
Juan también vio a Judas. No así el Nazareno, que permanecía de espaldas a la puerta de
entrada. El semblante del Galileo no había sufrido cambio alguno. Seguía ligeramente pálido y
grave. Sus ojos apenas si se habían levantado en un par de ocasiones.
Y a los pocos minutos de la marcha del traidor, volví a sobresaltarme. Ahora era Pedro el que
se hallaba detrás de los barrotes de la cerca. No entiendo cómo no se cruzó con Judas...
Nervioso, caminaba de un lado a otro de la verja, tratando de hacerse notar. Juan, al verlo,
me hizo una señal con los ojos. Asentí con la cabeza, indicándole que ya me había dado cuenta.
Sinceramente, sentí lástima por aquel impetuoso pero cálido y bonachón apóstol.
Al cerciorarse de que tanto Juan como yo habíamos reparado en su presencia, Simón agarró
los hierros con ambas manos y comenzó a gesticular con la boca. Juan y yo nos miramos sin
terminar de comprender las intenciones de Pedro. Al fin, señalando con el dedo índice hacia su
pecho, movió la cabeza, comunicándonos con aquella mímica labial que él también deseaba
entrar en la casa. Yo le miré, encogiéndome de hombros. ¿Qué podía hacer?
En ese instante, uno de los sirvientes de Anás salió de la mansión, haciendo un gesto al jefe
de los levitas para que entrase. Me volví hacia Pedro y leí en su rostro la más profunda de las
desolaciones. Pero, al cruzar el umbral, Juan se dirigió a la mujer que permanecía en la puerta,
rogándole que dejara pasar a su amigo. Y el apóstol señaló a Pedro con la mano.
Quedé desconcertado al oír cómo la gruesa matrona, sin pestañear siquiera y en - un tono
cordial, accedía a la petición del Zebedeo, llamándole, incluso, por su nombre de pila. (A lo
largo de esa angustiosa madrugada, Juan me aclararía que no había ningún secreto en el
amable comportamiento de la guardesa. Tanto él como su hermano Santiago eran viejos
conocidos de aquella mujer y de los sirvientes de la casa. Juan y su familia -especialmente su


216
madre, Salomé, pariente lejana de Anás- habían sido invitados en numerosas ocasiones al
palacete del ex sumo sacerdote.)
Mientras el jefe de los levitas conducía al Nazareno al interior de la mansión, la portera
descendió las escalinatas, procediendo a franquear la entrada al decaído y atemorizado Pedro.
Allí mismo fui presa de otra grave duda. Al ver entrar a Simón recordé que -si los Evangelios
no erraban- las famosas negaciones del fogoso discípulo no tardarían en producirse. Y aunque
los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas situaban tales negaciones en la sede del sumo
sacerdote Caifás, supuse que el testimonio de Juan -que menciona este suceso en el patio de
Anás- debía ser el correcto.
El discípulo, al comprobar mi indecisión, me instó a que le acompañase. Pero elegí quedarme
en el patio, junto a Pedro. Y así se lo dije. Después de todo, lo que pudiera ocurrir en el interior
de la casa del suegro de Caifás se hallaba perfectamente « cubierto» con la presencia de Juan.
Estos razonamientos me tranquilizaron a medias y, sin perder un segundo, acudí al
encuentro de Pedro.
El hombre, al verme, se abrazó a mi, sin poder contener las lágrimas. Estaba confuso. No
acertaba a entender lo que estaba pasando y por qué Jesús se habla dejado prender tan
fácilmente. «El, capaz de resucitar a los muertos -se lamentaba una y otra vez- no ha movido
un sólo dedo para impedir que le capturasen... Y lo que es peor -añadía con una rabia sorda- es
que ni siquiera nos ha dejado a nosotros la oportunidad de ayudarle... ¿Por qué? ¿Por qué?»
A duras penas traté de serenar sus ánimos. Pero su escasa inteligencia y su pasión por Jesús
no le permitían razonar con claridad. Su mente era un torbellino donde se mezclaban por igual
el odio hacia Judas y hacia los miembros del Sanedrín, el miedo por su propia seguridad y la del
grupo y una inmensa incertidumbre por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Es
triste y casi increíble pero, no me cansaré de insistir en ello, ni Pedro ni el resto de los
apóstoles habían entendido a aquellas alturas la verdadera misión del Hijo del Hombre...
Simón había empezado a temblar. No sé aún si de miedo y angustia o de frío. El caso es
que, inconscientemente, nos fuimos aproximando a la fogata. Media docena de levitas y
servidores de Anás se habían sentado «a la turca», calentándose muy cerca del fuego.
Yo hice otro tanto y Pedro siguió en pie, con los ojos perdidos en las llamas.
En eso, la mujer que le había abierto la cancela salió nuevamente de la casa, situándose
bajo el dintel de la puerta. Los policías comentaban las incidencias del prendimiento,
maldiciendo a los romanos. Uno de ellos, sin embargo, aludió al gesto del rabí, que había
curado milagrosamente a Malco. Pero la tímida defensa del levita fue sofocada de inmediato por
varios de los contertulios, que explicaron el suceso como «otra clara prueba del poder diabólico
de Jesús». Uno de los acérrimos defensores de esta hipótesis recordó a sus compinches cómo
los demonios eran en realidad ángeles caídos, invisibles o capaces de adoptar las más extrañas
formas, dejando casi siempre unas huellas similares a las de los gallos. Otro de los servidores
del Templo se opuso rotundamente a esta explicación, argumentando que los demonios eran en
realidad los hijos que había engendrado Adán cuando tenía 130 años...
La discusión se hallaba en pleno hervor cuando, inesperadamente, la guardesa -sin perder
aquella constante y maliciosa sonrisa- avanzó hacia el fuego, increpando a Pedro desde el
extremo opuesto del círculo:
-¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?
Los policías se volvieron hacia Simón con gesto amenazante y el apóstol, cuyos
pensamientos se hallaban muy lejos de este súbito ataque, abrió los ojos desmesuradamente,
sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Aquella pregunta, en el fondo, era tan absurda como mal intencionada. Si Pedro hubiera
reaccionado con un mínimo de frialdad y sentido común se habría dado cuenta que la matrona
había sido la persona que, precisamente, le había abierto la cancela, a petición de Juan. Era
obvio, por tanto, que la mujer estaba al tanto de la amistad existente entre ambos. Pero el
miedo, una vez más, se apoderó de su cerebro y, casi tartamudeando, respondió:
-No lo soy...
La portera siguió impasible junto al fuego. Pero su atención se desvió pronto hacia la
conversación de los sirvientes y levitas, que habían vuelto a enzarzarse en el asunto de los
demonios. Ninguno de los allí presentes pareció dar demasiada importancia a la presencia de
Pedro ni a su posible vinculación con el prisionero. Si el apóstol hubiera reparado en esta
actitud generalizada de los levitas, probablemente habría logrado remontar su pánico.


217
Cuando dirigí los ojos hacia él, su rostro había enrojecido. Simón evitó mi mirada,
mordiéndose los labios y arrugando nerviosamente los pliegues de su manto. En ese momento
caí en la cuenta de que no llevaba su acostumbrada espada. Sin duda la había perdido en la
huida o quizás se había desembarazado de ella antes de acercarse a la casa de Anás.
El policía cuya versión sobre los demonios había sido interrumpida por la llegada de la
portera retomó el hilo de su exposición, haciendo ver a los presentes que el Galileo bien podía
ser uno de esos «hijos» de Adán.
Pero la explicación del levita no satisfizo a la mayoría. Otro de los servidores del Sanedrín
añadió que, generalmente, «estos diablos solían habitar en los pantanos, ruinas y a la sombra
de determinados árboles... »
-Este -apuntó- no es el caso de ese galileo. Todos lo hemos visto predicar abiertamente en
mitad de la explanada de los Gentiles. ¿Qué clase de demonio actuaría así...?
-Y no olvidemos -terció otro de los presentes- que el rabí de Galilea ha curado a muchos
lisiados...1
Ensimismado en aquella tertulia no reparé en la presencia, a mis espaldas, de una figura. Al
sentir una mano sobre mi hombro izquierdo, me sobresalté. ¡Era José de Arimatea!
Me levanté de inmediato, separándome de la fogata y caminando con el anciano hacia el
centro del patio.
Tanto él como yo ardíamos en deseos de interrogarnos mutuamente. Le anuncié que el
Maestro había sido conducido a la presencia de Anás, poniéndole en antecedentes de cuanto
había sucedido en la finca de Simón, «el leproso», y en el camino del Olivete.
José escuchó en silencio, moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de preocupación.
Por supuesto, estaba al corriente de las andanzas del Iscariote. El rápido aviso de Juan Marcos
le había permitido trasladarse muy a tiempo al Templo, controlando los sucesivos pasos de
Judas. Allí se encontró con Ismael, el saduceo, que contribuyó eficazmente en sus pesquisas.
El de Arimatea hizo ademán de entrar en la mansión pero le retuve, rogándole que me
informase sobre la conducta del traidor. Y sin querer, empecé a bombardearle con todo tipo de
preguntas. ¿Quién era aquel misterioso amigo que le acompañó hasta el Templo? ¿Qué había
ocurrido en el interior del Santuario? ¿Por qué Judas había esperado hasta la medianoche para
llevar a cabo la captura del Nazareno? ¿Por qué se adelantó al pelotón...?
José me pidió calma.
-En primer lugar -puntualizó el anciano-, ese acompañante al que te refieres, y que Judas
recogió antes de su llegada al Templo, se llama también Anás. Es primo suyo. El mismo del que
nos habló Ismael y que hizo la presentación del traidor a los sacerdotes en la mañana del
miércoles.
«Cuando llegué al santuario, ambos se hallaban parlamentando con el portero-jefe de la
correspondiente sección semanal2. En esta ocasión, el turno había recaído en el levita Yojanán
ben Gudgeda, un individuo especialmente brutal. Para que te hagas una idea de su calaña te
diré que, no sólo golpea con su bastón a los guardianes que descubre dormidos, sino que, en
ocasiones, ha llegado a prender fuego a sus vestidos...
«Pues bien, este "capitán" de la guardia nocturna escuchó atentamente la información de
Judas. El traidor y su primo le explicaron que el Maestro se encontraba en aquellos momentos
1 El argumento de aquel levita era correcto. La profunda superstición de aquellas gentes consideraba que los
demonios atacaban principalmente a los lisiados, a los novios y a los muchachos «de honor», según información que
me proporcionó Santa Claus. No era lógico, pues, que un supuesto «demonio» (Jesús) curase a los lisiados... (N. de!
m.)
2 Como creo que ya he explicado anteriormente, los levitas (unos 10000) estaban repartidos, al igual que los
sacerdotes, en 24 secciones semanales. Estas se relevaban cada semana. Cada sección tenía un jefe. Además de los
servicios «inferiores» -música y algo similar a los actuales «sacristanes»-, los levitas se encargaban de la vigilancia del
Templo. Filón describe sus funciones detalladamente: «Unos, los porteros, estaban a las puertas. Otros en el interior de
la explanada del Templo, en el pronaos o «terraza», y el resto, patrullando alrededor. Había, naturalmente, dos
guardias: la de día y la nocturna.» La vigilancia, por tanto, estaba dividida en tres grupos: los porteros de las puertas
exteriores del Templo, los guardianes de la «terraza» que separaba la explanada de los Gentiles del recinto sagrado del
Santuario y las patrullas del citado atrio de los Gentiles. Durante el día vigilaban también el atrio de las Mujeres. Una
vez cerradas las puertas del Santuario, a la caída del sol, los policías nocturnos ocupaban sus puestos: 21 en total. La
zona sagrada -a la que no tenían acceso los levitas- era custodiada por los propios sacerdotes. Los jefes de estos levitas
eran llamados «strategoi», tal y como cita San Lucas (22,4). Varios de ellos, en efecto, estaban presentes en la captura
de Jesús. (N. del m.)


218
en una casa del barrio bajo -en la de Elías Marcos, como bien sabes- y que su prendimiento
podía ser cómodo. Según el Iscariote, sólo dos de los once hombres que habían quedado en el
cenáculo ceñían espadas:
Pedro y Simón Zelotes. Pero Judas advirtió a Gudgeda que no convenía descuidarse. En el
campamento de Getsemaní permanecían alrededor de sesenta discípulos y allí sí existía un
respetable arsenal de armas.
«Gracias al cielo, los planes del traidor no salieron tal y como él había previsto.
-¿Por qué? -interrogué al anciano con gran curiosidad.
-Judas había llegado al Templo antes de lo previsto y fueron necesarias muchas idas y
venidas del portero-jefe hasta la sede de Caifás y a las distintas dependencias del Templo para
llegar a reunir un número apropiado de policías. Era imposible echar mano de los que montaban
guardia en aquellos momentos en el exterior e interior del Santuario y eso, como te digo,
retrasó considerablemente la salida del pelotón. Las dificultades para encontrar hombres
francos de servicio fueron tales que, al final, desesperado, el sanguinario Yojanán se vio
obligado a solicitar del sumo sacerdote en funciones el apoyo de los servidores y confidentes de
Caifás. En total, si no recuerdo mal, salieron del Templo unos treinta y cinco o cuarenta
esbirros, armados con toda clase de mazas y palos...
-Pero, ¿y la escolta romana? -le interrumpí de nuevo, sin poder contenerme.
-Aguarda, Jasón. Como te he dicho, afortunadamente, las cosas no iban sucediendo como
habían sido planeadas. El Sanedrín quería prender al Maestro cuando la ciudad quedase vacía. Y
ésta era también la intención de Judas que, por lo que pude deducir, sentía miedo ante la
posible reacción y represalias de los hombres de Jesús.
»Total, que Ismael se encargó de seguir al pelotón, mientras yo permanecía en el templo, en
previsión de nuevos acontecimientos.
»Pero el traidor y su grupo rodearon la casa de Marcos cuando el Maestro y los once
acababan prácticamente de salir hacia el huerto. Esa fue la información que recibió Ismael de
Elías.
-Entonces, Judas no llegó a ver a Jesús y a los once...
-No. Pero faltó muy poco. Si la patrulla no se hubiera demorado tanto, seguro que la captura
del Maestro se produce allí mismo. Elías, al ver a Judas y a los hombres armados, se dio cuenta
en seguida de sus funestas intenciones y se negó a hablar con el Iscariote, arrojándole de su
casa a patadas.
-¿A patadas?
-Sí y me temo que esa ofensa puede costarle cara al pobre Elías...
Había algo que no terminaba de comprender. Y así se lo comenté a José:
-Si Judas conocía las costumbres del Maestro, ¿por qué no le siguió hasta Getsemaní?
El de Arimatea dibujó una triste sonrisa.
-Si conocieras a Judas lo entenderías. Humillado y temeroso ante la violenta reacción del
propietario de la casa, el Iscariote debió comprender que, si la actuación de aquel seguidor del
rabí había sido tan radical, la del grupo acampado en la finca de Simón no podía ser menor. Y,
según Ismael, el traidor -cada vez más nervioso- explicó a los que le seguían que el Nazareno y
sus íntimos podían haber tomado la dirección del Olivete. Cuando los levitas le apremiaron para
salir en su persecución, el Iscariote les detuvo, asegurando que no era prudente enfrentarse a
sesenta hombres armados con espadas. Aquel cambio de planes, además, significaba que la
policía del Templo tendría que luchar y, posiblemente, capturar también a los apóstoles o,
cuando menos, a los líderes del grupo de Getsemaní. Y las órdenes de Caifás no eran
precisamente éstas. Para el sumo sacerdote, el único hombre importante era el Galileo. ¿Qué
hacer entonces?
»El pelotón se encontró, pues, en una difícil encrucijada. Y antes de arriesgarse tomando,
además, una iniciativa que no había sido contemplada por Caifás, decidieron regresar al templo.
»Aquello tranquilizó un poco a Judas, pero aumentó el nerviosismo de los jefes de los levitas.
Tal y como suponía, la reunión secreta de Caifás con sus incondicionales del Sanedrín había
sido fijada para la media noche. Y a eso de las once, cuando Judas y el grupo retornaron al
templo, algunos de los fariseos, escribas y saduceos habían empezado a llegar hasta la sala de
las «piedras talladas». El nerviosismo de los policías, al presentarse ante Caifás sin el
prisionero, era más que comprensible. El tiempo se les echaba encima y, por un momento,
tanto Judas como los sacerdotes llegaron a contemplar la idea de aplazar al prendimiento. No


219
disponían de una fuerza lo suficientemente grande y poderosa como para arriesgarse a invadir
el huerto y capturar al Maestro.
»Tanto Ismael como yo -dejó entrever José con una gran amargura- llegamos a creer que,
de momento, toda estaba resuelto y que Jesús quedaría libre. Vana esperanza... Caifás no es
hombre que se dé por vencido fácilmente y su odio hacia Jesús es tal que no dudó en proponer
una solución que repugnó, incluso, a sus compinches: solicitar una escolta armada del
procurador romano. «De esta forma -argumentó el astuto sumo sacerdote-, el apresamiento de
ese impostor no será difícil y, de paso, la responsabilidad de la captura recaerá en las fuerzas
extranjeras de ocupación...
»Algunos de los miembros del Sanedrín trataron de que Caifás renunciara a este proyecto,
aludiendo a las constantes manifestaciones de Jesús sobre la no violencia. Pensaban, con razón,
que el Galileo no permitiría a sus hombres que desenvainaran sus armas. Pero Judas intervino
nuevamente. Y su cobardía salió a flote una vez más. Se manifestó de acuerdo con los
sacerdotes, pero no admitió que los discípulos llegaran a obedecer al Maestro. «La sugerencia
de Caifás -añadió- me parece excelente. Acudamos cuanto antes a la Torre Antonia...»
»Y los sacerdotes designaron una representación del Sanedrín, que acudió de inmediato al
cuartel general romano.
»Pero el centurión de guardia se negó a facilitarles una escolta. Era muy tarde y, por otra
parte, «esa orden debe partir de Poncio Pilato», les explicó el oficial. Los sacerdotes insistieron
y el centurión no tuvo más remedio que llamar a Civilis, el comandante en jefe de la guarnición
destacada en Antonia, a quien tú conoces.
»Nuestro común amigo -muy molesto por aquella visita- les preguntó las razones por las que
debía proporcionarles la escolta. Y Judas, antes de que los sacerdotes reaccionaran, se enfrentó
a Civilis, advirtiéndole que Jesús formaba parte de un grupo de «zelotes», clandestinamente
asentado en la finca de Getsemaní1.
»Aquella vil mentira del Iscariote hizo dudar al centurión. Los romanos, como sabes,
persiguen con saña a los revolucionarios.
1 Cuando consulté con el módulo sobre los «zelotes» o «zelotas», Santa Claus me facilitó la siguiente información:
"Este movimiento revolucionario y clandestino -similar en alguna medida a los actuales grupos terroristas de Europa y
América- empezó a desplegar su actividad guerrillera y de acoso al ejército romano en la época de Augusto y
acaudillados, en un principio, por un tal Judas ben Ezequías, de Galilea, que ya se había destacado en tiempos de
Herodes por el asalto a un arsenal del ejército real y por sus desmanes e incendios. Al tener noticia de estas bandas
que asolaban al país, Varo se apresura a llegar desde Antioquía con dos legiones. Arrasa las ciudades de Zippora
(Séforis) y Emmaús y los habitantes, partidarios del rebelde Judas ben Ezequías, son vendidos como esclavos. Varo
ordena la captura y ejecución de todos los «partisanos» del galileo, crucificando a más de 2 000 guerrilleros. Pero el
jefe, Judas «Galileo», logra escapar y, con la ayuda de otro extremista -un fariseo llamado Zadok- inicia tan lento pero
profundo movimiento de lucha clandestina contra el Imperio romano. Ya en tiempos de la infancia y juventud de Jesús
de Nazaret, este movimiento -que adopta el nombre de «zelotas» o «celadores»- empieza a ganar adeptos,
extendiéndose como una mancha de aceite por todo Israel. Galilea, una vez más, fue la cuna y corazón de estos
patriotas extremistas, que no cesan en sus hostigamientos contra la legión romana asentada en Cesárea y en el resto
de la nación judía. Camuflados bajo un ardiente espíritu religioso, estos «terroristas» del siglo I empuñan las armas,
bajo una doctrina que podría sintetizarse en los siguientes principios:
1. El Reinado de Dios sobre Israel es incompatible con cualquier dominación extranjera. Aceptar al César de
Roma como rey es violar la ley divina. Dios es el único rey del pueblo.
2. El culto al emperador, en cualquiera de sus formas, es abominable. El celo de muchos de estos «zelotas»
llegaba al extremo de no tocar siquiera las monedas romanas que llevasen la efigie del César. El pago de los impuestos
a Roma era una idolatría y una apostasía, ya que implicaba un sometimiento a Roma y al Emperador. (Precisamente el
nacionalismo «zelota» surge con Judas ben Ezequías a raíz de la orden de Augusto de que toda la nación hebrea se
empadrone. Esta operación de censo tenía, en realidad, una motivación económica, más que de estadística. Y ello
indignó a los judíos.)
3. Los judíos no debían esperar pasivamente la llegada del Reino de Dios. Era necesaria la colaboración con Dios,
mediante la revolución y la guerra santa. Creían en los milagros de Dios y consideraban que éstos debían estar siempre
al servicio de esa idea liberadora.
4. El objetivo principal de su lucha armada era conseguir la libertad e independencia política de Israel. Los
«zelotas» habían tomado la liberación de Egipto por Yavé como un símbolo y modelo a imitar.
5. Según la filosofía «zelota», la conversión a Dios exigía necesariamente la desobediencia a la autoridad romana
y estar dispuesto a sacrificar el dinero, la tranquilidad y hasta la vida en beneficio de estos principios «salvadores».
A la vista de todo esto, es fácil entender la confusión de algunos de los discípulos y apóstoles de Jesús -caso de
Simón, el Zelotes, y del propio Judas Iscariote-, que creyeron desde un principio que la doctrina del Galileo tenía mucho
que ver con todo este movimiento de liberación nacional.
Los «zelotas» fueron los causantes directos de las sangrientas revueltas contra Roma en los años 68 al 70 de
nuestra Era, así como de la registrada en el año 135. (N. del m.)


220
»No obstante, el oficial en jefe de la legión les ordenó que esperasen, mientras acudía a la
residencia del procurador.
»Total, que entre unas cosas y otras, el Sanedrín perdió una hora.
»Pilato se había retirado a dormir y, en un primer momento, no quiso saber nada del tema.
Pero los enviados de Caifás no cesaron en su empeño, obligando a Civilis a entrevistarse por
segunda vez con Poncio, anunciándole que en el referido campamento se había descubierto un
considerable arsenal de armas y que, si lograban capturar al «jefe» -a Jesús de Nazaret- el
procurador se apuntaría un importante triunfo, de cara al César.
»Al final, y quizá para quitarse de encima a los odiosos sacerdotes, Pilato dio la autorización
y el centurión de guardia encomendó el mando de un pelotón de 30 o 40 legionarios -no sabría
precisarte el número exacto- a su optio: un tal Arsenius. Y de esta forma, con grandes prisas,
aquella tropa salió de Jerusalén, guiada por Judas. El resto ya lo conoces...
Sí, lo conocía, pero varios detalles seguían sin explicación. Por ejemplo: ¿por qué el Iscariote
se despegó del pelotón? Lo lógico es que, si debía conducir a los soldados y a los levitas y
sirvientes del Templo hasta la finca de Getsemaní y revelar a la turba la identidad del rabí, no
se hubiese separado en ningún momento de sus secuaces. Además, si la intención del suboficial
romano era capturar a un supuesto «jefe zelota» y a su grupo, ¿por qué Arsenius se contentó
con prender a Jesús de Nazaret? ¿Por qué no asaltó el campamento?
(Como dije, en la mañana del sábado siguiente quedaría despejada la primera de las
incógnitas. En cuanto a la segunda, el propio procurador me daría una explicación en mi
próxima visita a la Torre Antonia.)
José, naturalmente, no puso aclararme estas dudas. Ni él ni Ismael se habían atrevido a
unirse al pelotón que salió del Templo minutos después de la doce y media de la noche por la
puerta Dorada. En cuanto a mi pregunta de por qué el Maestro había sido traído a la casa de
Anás, en lugar de ser trasladado de inmediato ante la presencia de Caifás, el de Arimatea -
evidentemente cansado- comentó:
-Feliz tú, Jasón, que no tienes que vivir las constantes intrigas de estos hombres impuros...
No lo sé con certeza, pero tengo entendido que Anás y su yerno están de acuerdo para retener
al Maestro en este lugar hasta que Caifás consiga reunir a un máximo de sacerdotes adictos. De
esta forma, el juicio será implacable. La ley señala, además, que el Consejo del Sanedrín no
puede reunirse antes de la primera ofrenda.
-¿Y a qué hora tiene lugar ese primer sacrificio?
-A las tres de la madrugada. Como ves, aún tenemos tiempo. Quizá se obre el milagro que
tanto deseamos...
Y José concluyó su detallada exposición, afirmando que aquel reptil llamado Caifás, con el fin
de no levantar sospechas -ni siquiera entre sus propios hombres y servidores-, había ordenado
a dos de sus confidentes que pagaran espléndidamente al optio romano para que, en contra
incluso de la opinión del jefe de los policías del templo, condujera a Jesús de Nazaret al
palacete de su suegro, Anás.
El de Arimatea se despidió, indicándome que tenía intención de entrar en la residencia del ex
sumo sacerdote y hacer cuanto estuviera en su mano -incluso sobornar al viejo Anás- para que
Jesús fuera puesto en libertad. Al verlo desaparecer en el interior de la casa no pude reprimir
un sentimiento de tristeza por aquel leal seguidor del Maestro. Estaba en su derecho de alentar
la esperanza. Lo que él no podía saber es que esa esperanza había muerto mucho antes: en el
huerto de Getsemaní...
Semioculto en la oscuridad del patio informé a Eliseo del curso de los acontecimientos,
rogándole que me avisase poco antes del alba. En aquellos instantes eran las tres de la
madrugada.
Volví al fuego. Pedro, encerrado en sus pensamientos, ni siquiera había advertido la llegada
de José de Arimatea. Se había sentado detrás de los levitas, cubriendo su calvicie con el manto.
Supongo que aquel gesto poco tenía que ver con el frío reinante y sí con su ardiente deseo de
que nadie volviera a descubrirle y delatarle.
Los policías y sicarios del Sanedrín seguían dándole vueltas a las tradiciones y leyendas
sobre los demonios. En la residencia de Anás, todo parecía tranquilo. No observé movimiento
alguno ni señal de violencia o agitación. Y supuse -erróneamente- que el interrogatorio del ex
sumo sacerdote se desarrollaba sin incidentes...


221
Debía llevar algo más de media hora sentado muy cerca de Pedro cuando se aproximó al
corrillo una segunda mujer. Era más joven y, por la indumentaria, deduje que se trataba de
otra sirvienta. Se colocó junto a la portera y ésta, al verla, se inclinó sobre su oído izquierdo,
musitándole algo, al tiempo que señalaba a Pedro con la mano.
La recién llegada forzó la vista. Pero, por la forma de entornar los ojos, supuse que era
miope. Entonces dio unos pasos, rodeando a los congregados al amor de la lumbre. Y al llegar
junto al apóstol retiró de un manotazo el ropón que ocultaba la cabeza de Simón, gritándole:
-¿No eres tú uno de los fieles de ese galileo...?
La inesperada exclamación de la hebrea asustó por un igual a los levitas y a Pedro. Y el
discípulo, pálido como la cal, se levantó a trompicones, encarándose con la muchacha.
-¡No conozco a ese hombre! -gritó con más fuerza que su inquisidora- ¡Y tampoco soy uno
de sus discípulos...!
Pedro había puesto tanta vehemencia en sus frases que las arterias del cuello se hincharon y
su rostro se tomó púrpura. Los ojos del aterrorizado amigo de Jesús se despegaron casi de sus
órbitas, mientras un finísimo hilo de saliva se descolgaba por la comisura izquierda de sus
labios.
La contundencia de Pedro fue tal que la sirvienta retrocedió asustada, escapando del lugar
en dirección a la puerta de la casa.
Esta vez, los sirvientes y policías permanecieron unos segundos con la vista clavada en el
desdichado pescador. Pedro, aturdido, dio media vuelta, separándose del fuego.
Creí que su intención era huir del recinto y poco me faltó para salir tras él. Pero no. Simón, a
pesar de su debilidad, seguía amando al Maestro. ¡Qué poco y qué pobremente se ha escrito
sobre la tortura interna de este primitivo galileo, consciente de sus errores, dominado por el
instinto de la supervivencia y forzado por su temperamento a aquel trágico callejón sin salida!
Tuve que hacer denodados esfuerzos para no correr a su lado y consolarle. Sin embargo, el
objetivo de mi misión logró imponerse y esperé.
Apoyado sobre las rejas del muro, Simón, encorvado y silencioso, golpeaba una y otra vez su
cabeza contra los hierros. Temí por su integridad física. Aquellos cabezazos, secos y
continuados, en lugar de lastimarle, parecieron devolverle una cierta serenidad. Y al rato,
después de secarse las lágrimas con una de las mangas del manto, se reincorporó al grupo.
(Sinceramente, aquella actitud del apóstol -volviendo al fuego- me hizo reflexionar, haciéndome
olvidar incluso su detestable y hasta cierto punto comprensible conducta. Las iglesias -
especialmente la Católica- han juzgado y clasificado este episodio de las negaciones como un
suceso lamentable por parte de Simón Pedro. Pero muy pocos teólogos y moralistas parecen
tener en consideración un «atenuante» que dice mucho en favor del « renegado». Pedro podría
haber abandonado el patio de Anás después de su primera traición. Y no lo hizo. Y tampoco se
retiró después de la segunda y de la tercera y de la cuarta... Porque, aunque los evangelistas
citan tres negaciones, hubo en realidad una más, aunque también es cierto que esa negación
«extra» no tuvo un carácter público. Quiero decir con todo esto que, si bien Pedro no se
comportó dignamente, no es menos cierto que su sola presencia en el lugar le redime en buena
medida de aquellos momentos de debilidad.)
El testarudo galileo no estaba dispuesto a imitar a los compañeros que habían huido monte a
través y, remontando el miedo, se acomodó como pudo entre los sirvientes, los cuales -dicho
sea de paso- en ningún momento se convirtieron en acusadores ni le molestaron. Al menos, los
hombres que, hasta ese momento, se apretujaban en torno a las llamas.
Pero la mala suerte quiso que, al rato, el grupo se viera incrementado por media docena de
sacerdotes, llegados, al parecer, de la residencia de Caifás y que traían la misión de coordinar y
controlar el traslado del Nazareno. Después de solicitar información de los levitas allí reunidos,
cuatro de estos sacerdotes se dirigieron al interior de la casa y los dos restantes permanecieron
junto a la fogata. Desde un primer momento se sintieron atraídos por la animada conversación
sobre las supersticiones del pueblo judío.
Alguien había mencionado a «Lilith» y la polémica se encendió de nuevo. Por lo visto, el tal
«Lilith» era el sobrenombre que recibía uno de los diablos más famosos. La mayoría de los
presentes aceptaba su existencia, clasificándolo como «demonio-mujer». Este curioso
«espíritu» centraba sus ataques, como mujer que era, en los hombres. Y más concretamente,
sobre aquellos varones que se atrevían a permanecer solos en una casa.


222
Y sólo el Divino, ¡bendito sea su nombre!, sabe cuándo puede presentarse -remachó otro de
los servidores del Sanedrín.
La creencia en cuestión no fue muy bien recibida por uno de los sacerdotes, un tal
Mardoqueo, más conocido en Jerusalén por «Petajia» (y al que ya me referí anteriormente),
como consecuencia de su gran facilidad para las lenguas. (Conocía, según el pueblo, más de
setenta idiomas y dialectos. De ahí su apodo: «Petajia», de la palabra pataj: «abría» las
palabras al interpretarlas.)
Este sacerdote, responsable también de uno de los «cepillos» del Templo y hombre de gran
cultura, se burló de tales patrañas. Las risotadas de «Petajía» indignaron a uno de los policías
quien, señalando primero a Pedro y después al interior de la mansión, exclamó:
-Puedes reírte cuanto quieras, pero mira a ese galileo... Tú mismo asististe a su entrada triunfal
en Jerusalén, a lomos de un jumento. No tuvo la precaución de colocar una cola de zorro o un
trapo rojo entre los ojos del borriquillo y fíjate lo que le ha deparado la fortuna...1
En ese instante, Simón cometió un nuevo error. Irritado por aquella arraigada superstición
hebrea, intervino en la discusión, intentando aclarar a los presentes que el rabí de Galilea no
necesitaba protegerse con tan absurdas supercherías y que su poderío era tan grande que, si
así lo deseaba, podía hacer bajar fuego de los cielos y arrasar al Sanedrín, sin tocar siquiera a
los inocentes...
Los levitas y servidores del Templo no prestaron mucha atención a la valiente pero
inoportuna defensa de Pedro. Sin embargo, «Petajía» -que había captado al instante el duro
acento galileico del apóstol- se encaró con él, desviando el rumbo de la conversación hacia un
derrotero que abrió de nuevo las carnes de Simón:
-Tú tienes que ser uno de los seguidores del detenido. Este Jesús es un galileo y tu forma de
hablar te traiciona... Hablas como un verdadero galileo.
Antes de que Simón pudiera reaccionar, uno de los sicarios del Sanedrín -aquel que
precisamente había hablado de la milagrosa curación de Malco- refrendó el descubrimiento de
«Petajía», desvelando a todos un hecho que, hasta ese momento, había pasado inadvertido:
Tú, además, -exclamó alarmado- estabas en el camino del Olivete... Yo vi cómo herías a mi
pariente...
Aquello cambió las cosas. Ya no se trataba únicamente de unas más o menos veladas
acusaciones por compartir la doctrina del Galileo. La última afirmación podía arrastrar al apóstol
a un fulminante arresto, como culpable de agresión a uno de los esbirros del sumo sacerdote.
Y entiendo que fue esta circunstancia la que realmente hizo estallar los nervios de Pedro. No
se trataba ya de negar a Jesús sino, sobre todo, de evitar tan peligrosa acusación.
Algunos de los levitas se pusieron en pie, blandiendo sus porras en actitud amenazante. Y
posiblemente hubieran prendido a Pedro, de no haber sido por el torrente de juramentos que
empezó a brotar de su boca. Aquella obscena y agria retahíla de imprecaciones -en la que el
descompuesto amigo del Nazareno llegó a incluir a su propia madre y a sus hijos2- frenó los
ímpetus de los policías. Y cuando, finalmente, el acorralado galileo juró por el oro del tesoro del
Templo, abriendo su manto en forma que todos pudieran comprobar que no ceñía espada,
aquellos serviles personajes terminaron por dejarle en paz. (Jurar y poner por testigo al Templo
era importante, pero, hacerlo por el oro de dicho santuario lo era mucho más...)
Cuando Pedro vio alejarse el fantasma de su arresto dio media vuelta y muy despacio -
procurando no levantar nuevas sospechas- se distanció de la hoguera. Arrastrando los pies, sin
fuerzas y con el ánimo duramente castigado, fue a sentarse las escalinatas de mármol de la
puerta. Durante unos minutos no me atreví a moverme del fuego. El desdichado discípulo había
enterrado el rostro entre sus pequeñas y callosas manos, acompañando su evidente
desesperación con una ininterrumpida y rítmica oscilación frontal de su cuerpo.
1 En la primera oportunidad que tuve solicité de Santa Claus información sobre las principales supersticiones de los
judíos de aquella época. Y entre otras figuraba, en efecto, la de no emprender viaje alguno -por corto que fuese- sin
antes haber colocado esa cola de zorro o un trapo rojo entre los ojos de la caballería. Si dos convidados a un banquete,
por ejemplo, se arrojaban sendas bolitas de pan, era seguro que caían enfermos. Otra de las supersticiones,
relacionada con la presencia de los demonios en las letrinas, llegaba a sugerir que se acudiera a dicho lugar en
compañía de un cordero. De esta forma, el judío podía hacer sus necesidades sin problemas. (N. del m.)
2 La ley judía permitía este tipo de maldiciones -contra el padre y la madre-, en tanto la maldición no fuera nominal.
En este sentido, Pedro tuvo especial cuidado de no citar los nombres de pila de sus progenitores. (N. del m.)


223
Eran las cuatro de la madrugada. La penúltima y tercera negación pública se había
consumado...
El silencio seguía dominando a Jerusalén. A lo lejos, muy de tarde en tarde, se escuchaban
algunos de los numerosos perros callejeros que yo había visto a mi paso por la ciudad santa.
Fueron aquellos casi siempre lastimeros aullidos los que trajeron a mi memoria otro hecho que,
precisamente, aún no se había registrado. Pedro había negado a su Maestro por tres veces y,
sin embargo, yo no había oído el famoso canto del gallo.
No es que esta anécdota me preocupara excesivamente. Y mucho menos cuando estaba
viviendo -y sufriendo- las angustias de Simón, totalmente deshecho y abatido junto al portón
de entrada a la residencia de Anás. Sin embargo, y mientras esperaba la llegada del alba,
procuré afinar mis oídos. Meditando sobre este particular comprendí que los gallos de Jerusalén
no podían haber iniciado sus característicos cantos por la sencilla razón de que aún faltaba más
de una hora para el amanecer (aquel viernes, 7 de abril, como ya he citado en otras ocasiones,
la salida del sol se produjo a las 5.42 horas). En algún momento llegué a creer que los
evangelistas habían vuelto a equivocarse. Las tres negaciones, como digo, ya se habían
producido y los cronómetros «monoiónico»1 del módulo marcaban las cuatro de la madrugada.
Pero no. Esta vez no hubo error, aunque las versiones de los escritores sagrados tampoco
coinciden al cien por cien...
Pero debo ajustarme a un estricto orden de los acontecimientos. Cuando estimé que Pedro
podía haberse tranquilizado, yo también me retiré del gnipo de los levitas. Me dejé caer junto al
discípulo y acerqué mi mano a su hombro izquierdo. Pedro se sobresaltó de nuevo. Interrumpió
aquel movimiento, casi catatónico, y, al comprobar que era yo, suspiró aliviado. Durante un
buen rato casi no hablamos. ¿Qué podía decirle?
Al poco, Pedro -que había ido recuperando la normalidad- me miró fijamente, expresando
una idea que aún me dejó más confuso:
-¿Has observado, Jasón, con qué habilidad he destruido las acusaciones de esos serviles
esclavos del Templo?
Una sonrisa mecánica acompañó las inesperadas palabras de Simón. Entonces comprendí
que su máxima preocupación en aquellos momentos no era, como yo había creído, el innoble
hecho de haber renegado de su amigo. Nada de eso. Pedro, en mi opinión, no tenía una
conciencia muy clara de que había traicionado a su Maestro. Lo que le había angustiado y
aterrorizado era la amenaza de un posible encarcelamiento.
Esta sospecha, que fue ganando terreno en mi corazón, se vio confirmada por los sucesivos
comentarios del apóstol, felicitándose a sí mismo por haber sido capaz de evitar su
identificación.
Esas mujeres, además -añadió Pedro, que prácticamente expresaba en voz alta sus
pensamientos- no tienen autoridad moral. No pueden interrogarme. No tienen derecho... No, no
lo tienen... No lo tienen...
El galileo repitió aquella monótona cantilena, como si necesitara justificar su actitud. Y en
ningún momento recordó o se refirió a Jesús. No creo equivocarme si digo que el pescador no
cayó verdadera y definitivamente en la cuenta de su sucio gesto hasta que no escuchó el canto
de los gallos de la ciudad. Sólo entonces recordó la profecía del Maestro y asumió todo el peso
de su infidelidad.
Cuando le interrogué sobre la suerte que habían corrido sus compañeros, Pedro no supo
darme razón. Lo ignoraba todo. Sólo recordaba que, cuando se hallaba a escasos metros de la
1 Caballo de Troya dotó al módulo de un sistema múltiple de relojes, cuyo fundamento no era ya el sistema
tradicional de radiación del Cesio 133 de los relojes «atómicos», sino la «manipulación» o «aprisionamiento» de un ion
-un solo ion- en un campo magnético, mediante el uso de un finísimo haz de luz láser. Es casi seguro que este nuevo
sistema de medición del tiempo -con una precisión 100000 veces superior a la de los relojes «atómicos»- se incorpore
definitivamente a la vida del hombre en los próximos años. Merced a este delicado instrumental, el orto o aparición
sobre el horizonte del limbo superior del Sol -para Jerusalén: latitud aproximada 32 grados N- fue estimado a las 5
horas y 42 minutos en aquel 7 de abril del año 30 (siempre tiempo local). En cuanto al ocaso o desaparición bajo el
horizonte del citado limbo superior del Sol. fue calculado a las 18 horas y 22 minutos (se tuvo en cuenta la refracción
que en dichos acontecimientos eleva al astro aproximadamente 34 segundos de arco). Para esta latitud, la variación de
las horas de orto y ocaso es aproximadamente de cuatro minutos por cada cinco grados de separación en latitud. (N.
del m.)


224
empalizada de piedra del huerto de Simón, algo le obligó a detener su huida. Y ciego de rabia
se ocultó entre los olivos, dispuestos a seguir a la chusma que había capturado al rabí.
Y allí continuamos hasta que, pocos minutos antes del alba, la portera y la sirvienta que
habían comprometido la seguridad del apóstol con sus preguntas, volvieron a la carga. Se
acercaron sin previo aviso hasta nosotros y, sin levantar apenas la voz, la guardesa le comentó
en tono sereno y desprovisto de aquella malicia inicial:
-Estoy segura de que eres uno de los discípulos de este Jesús. No sólo porque uno de sus
lides me pidió que te dejara pasar al patio, sino también porque mi hermano te ha visto en el
Templo con ese hombre... ¿A qué negarlo?
Y por cuarta vez, Pedro volvió a negar cualquier conexión con el Nazareno. Pero, en esta
oportunidad, su negativa fue mucho más fría y calculada. Sus anteriores razonamientos sobre
la falta de autoridad legal por parte de las mujeres para acusarle y la circunstancia de que este
nuevo ataque no hubiera sido hecho en público, fueron, a mi entender, decisivos.
Pero ni Pedro ni yo contábamos con que, justo en esos momentos, cuando la claridad del
nuevo día apuntaba ya por el Este, en el
interior de la mansión empezaran a escucharse algunas voces. Nos pusimos en pie, al tiempo
que uno de los domésticos de Anás salía precipitadamente, alertando a los policías.
Todo sucedió tan rápidamente que apenas si pudimos reaccionar. De pronto, en el umbral de
la puerta apareció el Maestro. Seguía atado. Junto a él, Juan, el legionario y otros dos sirvientes
de Anás.
Por espacio de un minuto, mientras los levitas del templo se organizaban para conducir al
preso, Jesús levantó lentamente la cabeza, girando su rostro hacia nosotros, que seguíamos a
su derecha y a poco más de dos metros. A la luz parpadeante y rojiza de las antorchas, la
mirada del Galileo se clavó única y exclusivamente en la de su amigo Pedro. Jesús no sonrió,
pero de sus ojos partió un profundo y escalofriante mensaje de amor y piedad. Con aquel
gesto, el gigante llegó como nunca hasta el aturdido corazón del renegado. Las palabras
sobraban. El Maestro parecía saber lo ocurrido durante aquellas casi tres horas en el patio del
ex sumo sacerdote. Y Pedro, al recoger aquel intenso mensaje, empezó a valorar en
profundidad la gravedad de su culpa.
En esos momentos, cuando el soldado romano situado a espaldas del Nazareno le empujó
violentamente, obligándole a descender las escalinatas, un gallo de las proximidades rasgó el
silencio del alba con un canto largo y estridente.
Y el amigo del Maestro palideció.
La portera, que permanecía a nuestro lado, se dirigió velozmente hacia la cancela,
procediendo a abrir la chirriante puerta de hierro. Y el grupo de levitas, rodeando siempre al
Maestro, salió del palacete de Anás.
Desde ese instante, y durante un buen rato, otros gallos llenaron con sus cantos las primeras
luces de aquel viernes, 7 de abril, que jamás podré olvidar...1
Hubiera dado cualquier cosa por seguir al lado de Pedro. Creo que, a partir del canto de
aquel gallo, el apóstol ya no fue el mismo. Es cierto que el inexplicable portento de la
resurrección del Maestro le afectó decisivamente. Sin embargo, aquellas negaciones pesarían
ya para siempre en su alma. Allí, estoy convencido, murió, si no toda, sí buena parte del Simón
asustadizo, torpe y engreído. Su espíritu, como digo, había recibido el más duro de los golpes...
Pero la misión me exigía permanecer lo más cerca posible del Nazareno. Y con una breve
carrera me uní a Juan y al soldado romano. Al cruzar la puerta de entrada al palacete del ex
sumo sacerdote me sorprendió ver a Juan Marcos, cubierto esta vez por un manto. ¿Cómo
había llegado hasta allí? No pude detenerme a preguntárselo, pero deduje que, después de
escapar de los legionarios, se habría hecho con aquella prenda, siguiendo a la escolta romana,
al igual que Juan Zebedeo y Pedro.
1 No era cierto, como han pretendido algunos exegetas que se apoyan en los escritos rabínicos Baba gamma (VII, 7
- VIII, 10 y 82b), que la cría de gallinas estuviese prohibida en Jerusalén. (Se pensaba que, al escarbar, podían sacar
cosas impuras.) Según la Misná, el canto del gallo servía precisamente como señal para el toque de las trompetas. Así
lo confirman los textos de la Sukka V,4, el Tamid 1,2 y el Yoma 1,8. Entre las informaciones facilitadas por el ordenador
del módulo se aseguraba que la referida Misná menciona un gallo de Jerusalén que, según Yuda ben Baba, «había sido
lapidado por haber matado a un hombre». Al parecer, dicho gallo había traspasado con su pico el cráneo de un niño.
También en Tos. B.Q. VIII, 10 (361,29) se dice que la cría de estas aves domésticas estaba permitida en la ciudad
santa, siempre y cuando se dispusiera de un huerto o estercolero donde pudieran escarbar. (N. del m.)


225
La comitiva enfiló las desnudas calles de Jerusalén en el momento en que las trompetas del
Templo procedían a despertar a la población. Pregunté a Juan si sabía a dónde nos dirigíamos.
-Los sacerdotes enviados por Caifás -me dijo- anunciaron al suegro de esa rata que el
tribunal del Sanedrín estaba dispuesto. Me temo que pronto lo sabremos...
En ese momento, Eliseo abrió de nuevo su conexión, advirtiéndome que eran las cinco horas
y cuarenta y dos minutos. Su nuevo «parte» meteorológico vino a confirmar lo que ya me había
adelantado el día anterior: constante subida de los barómetros e incremento de la velocidad del
viento, con riesgo de «siroco».
Aquel amanecer, efectivamente, no fue tan fresco como los anteriores.
El pelotón tiraba con prisas del Maestro. Así que me apresuré a interrogar a Juan, el de
Zebedeo, sobre lo ocurrido en el interior de la casa del poderoso e influyente Anás.
Tal y como sospechaba -siempre según el testimonio de Juan, que no se apartó un momento
de Jesús-, Anás se tomó el encuentro con el Galileo con una lentitud muy extraña. La presencia
del rabí ante el ex sumo sacerdote carecía prácticamente de sentido, de no haber sido por la
estratagema urdida entre Caifás y su suegro, a fin de retenerle en un lugar seguro hasta que
los saduceos, escribas y fariseos comprometidos en la trampa terminaran de comparecer ante
el sumo sacerdote.
José de Arimatea, que asistió a parte del interrogatorio y que había preferido quedarse con
Anás, completaría horas más tarde la narración de Juan, explicándome que el hábil suegro de
Caifás tenía, desde un primer momento, la secreta intención de liquidar allí mismo aquel
enojoso asunto. Por lo visto, conociendo el carácter violento e impulsivo de su yerno, no
deseaba que la causa contra el Maestro cayera en sus manos. Pero la inesperada postura de
Jesús de Nazaret abortó sus planes...
Anás -me informó el discípulo amado del rabí- conocía al Maestro desde hacía varios años.
Como todo el mundo en Israel, también él había oído hablar de las señales, prodigios y
enseñanzas de Jesús.
»Al recibirnos en sus estancias privadas, Anás quiso prescindir del representante del optio y
de mí mismo, pero el legionario se opuso, advirtiéndole que se trataba de una orden del
procurador. Como sabes, las relaciones de ese corrompido sacerdote con los romanos son
excelentes y, finalmente, tuvo que resignarse.
«Se sentó en una de las sillas y permaneció un buen rato sin pronunciar palabra, observando
al Maestro con gran curiosidad.
«Después, con su habitual presunción y autosuficiencia, se dirigió a Jesús en los siguientes
términos:
«-Ya sabes que tengo que hacer algo en cuanto a tus enseñanzas... Estás perturbando la paz
y el orden de nuestro país.
»El Maestro levantó la cabeza y le miró fijamente. Pero no abrió los labios.
«Aquello no le gustó a Anás. Sus nervios empezaron a fallar y sin poder ocultar la rabia le
exigió:
»-¡Dime los nombres de tus discípulos...!
«Pero el Maestro siguió callado. Y, sin pestañear, continuó con sus ojos fijos en los del viejo
reptil.
«Te juro, Jasón, que muy pocas veces había visto tanta majestuosidad en el rostro de
nuestro Maestro. Mientras Anás se encolerizaba por momentos, Jesús, en pie y a pesar de estar
amarrado, le demostraba a ese bastardo su verdadera grandeza...
A pesar de las circunstancias, Juan hablaba del Galileo con el mismo o mayor entusiasmo, si
cabe, que lo había hecho en ocasiones como la de su entrada triunfal en Jerusalén.
-Entonces, ante mi sorpresa, y supongo que la de Jesús -prosiguió el joven Zebedeo-, Anás
cambió de táctica. Llegó a sugerir al Maestro que estaba dispuesto a olvidarlo todo, con una
condición.
Aquello también era nuevo para mi y, mientras ascendíamos por las callejas de la ciudad
baja, ya con el claro propósito de llegar hasta la sede del Sanedrín -ubicado en la zona exterior
y suroccidental del Templo (muy cerca de lo que hoy se conserva y denomina como «muro de
las Lamentaciones») presté toda mi atención a las palabras del discípulo.
-¿Sabes de qué fue capaz...? Anás le propuso perdonarle la vida si salía inmediatamente de
Palestina... Pero el Maestro no se inmutó siquiera.


226
»Aquel nuevo silencio exasperó aún más al ex sumo sacerdote. Y golpeando los brazos de la
silla, le gritó a Jesús:
»-¿No estimas que soy muy bondadoso contigo...? ¿No te das cuenta de cuál es mi poder?
Yo puedo determinar el resultado final de tu próximo juicio...
«Jesús, por primera vez, habló y, dirigiéndose a Anás, le dijo:
»-Ya sabes que jamás podrás tener poder sobre mi sin permiso de mi Padre. Algunos
querrían matar al Hijo del Hombre porque son unos ignorantes y no saben hacer otra cosa. Pero
tú, amigo, sí tienes idea de lo que haces. Entonces, ¿cómo puedo rechazar la luz de Dios?
»La inesperada amabilidad del Maestro para con aquella serpiente derrotó a Anás y me
desconcertó.
»Y el viejo se puso a cavilar buscando, supongo -interpretó Juan-, alguna nueva
maquinación para perder a Jesús.
»Al rato le preguntó de nuevo:
»-¿Qué intentas enseñar al pueblo? ¿Quién pretendes ser?
»El Maestro no eludió ninguna de las cuestiones. Y se dirigió a Anás con gran firmeza:
»-Muy bien sabes que he hablado claramente al mundo. He enseñado en las sinagogas
muchas veces y también en el templo, donde judíos y gentiles me han escuchado. No he dicho
nada en secreto. ¿Cuál es entonces la razón por la que me interrogas sobre mis enseñanzas?
¿Por qué no convocas a mis oyentes y te informas por ellos? Todo Jerusalén me ha oído. Y tú
también, aunque no hayas entendido mis enseñanzas.
»Antes de que Anás pudiera responderle, uno de los siervos de la casa se volvió hacia el
Maestro y le abofeteó violentamente, diciéndole:
»-¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?
»¡Ah, Jasón!, ¡cómo me ardía la sangre...!
Cuando me interesé por la reacción de Jesús, Juan se encogió de hombros y señalando al
Maestro, que caminaba a escasos metros por delante nuestro, comentó:
-No vi sombra alguna de odio o resentimiento en sus ojos. Simplemente, se puso frente al
lameculos de los betusianos y con la misma transparencia y docilidad con que se había dirigido
a Anás le manifestó.
»-Amigo mío, si he hablado mal, testifica contra mi. Pero, si es verdad, ¿por qué me
maltratas?
Pregunté entonces al discípulo si aquella bofetada había ocasionado alguna hemorragia nasal
a Jesús. Juan lo negó. Evidentemente, cuando vi aparecer al Galileo en la puerta del caserón de
Anás, su rostro no presentaba señales de violencia. Al menos, yo no llegué a distinguirlas.
Hacía un buen rato que venía observando cómo Pedro nos seguía a corta distancia. Pero, al
aproximarnos al arco de Robinson, y en una de las ocasiones en que giré la cabeza para
comprobar si el solitario y desdichado Simón continuaba allí, le vi sentarse al pie de la muralla
meridional que separaba los dos grandes barrios de Jerusalén. Por su forma de dejarse caer
sobre los adoquines y de cogerse la cabeza entre las manos intuí que el apóstol se había dado
por vencido. Su derrota en aquellas horas era total. De no haber conocido el final de aquellos
sucesos, no hubiera puesto mi mano en el fuego respecto a su suerte...
Desgraciadamente, ya no volvería a verle.
Juan, que en esos momentos no estaba al corriente de las negaciones de su amigo, finalizó
así su relato:
-Anás hizo un gesto de desaprobación por el brutal golpe de su siervo al Maestro, pero su
orgullo es tal que no le hizo ninguna observación. Se limitó a levantarse de su asiento y salió de
la estancia. No le volvimos a ver hasta pasadas dos horas...
-¿Jesús te dijo algo en ese tiempo?
-No -respondió Juan-. El Maestro, los sirvientes, el soldado y yo continuamos allí, sin
movernos y en silencio. Al cabo de este tiempo, Anás regresó a la sala y aproximándose a Jesús
reanudó el interrogatorio:
»-¿Te consideras el Mesías, libertador de Israel?
»Jesús levantó nuevamente el rostro y con idéntica calma le dijo:
»-Anás, me conoces desde mi juventud y sabes que no pretendo ser nada más y nada
menos que el delegado de mi Padre. He sido enviado para todos los hombres: tanto gentiles
como judíos.
«Pero el ex sumo sacerdote no quedó satisfecho y repitió la pregunta:


227
»-He oído comentar que pretendes ser el Mesías. ¿Es cierto?
»El Maestro esperó un poco antes de contestar. Por un momento creí que no deseaba hablar.
Pero ya lo creo que lo hizo. ¡Y con qué seguridad, Jasón!
»-¡Tú lo has dicho! -le dijo al fin.
»Entonces fue cuando entraron esos sacerdotes. Venían de parte de Caifás. Y acercándose a
Anás le murmuraron algo al oído. No puedo decirte el qué, aunque supongo que tiene mucho
que ver con el Consejo del Sanedrín. Como te decía, no tardaremos en saberlo.
»EI resto ya lo sabes: Anás ordenó que condujeran a Jesús a la presencia de su yerno y
abandonamos la casa...
Poco antes de las seis de la mañana el pelotón que conducía a Jesús se detuvo frente a un
caserón muy rústico, situado a escasa distancia del gran rectángulo del Templo.
Concretamente, junto a la esquina suroccidental, en una reducida zona ajardinada,
perfectamente aislada de aquel sector de la ciudad baja por los arcos de Wilson y Robinson al
norte y sur y por la muralla meridional y el muro del Templo, al este y Oeste, respectivamente.
Unas madrugadoras golondrinas aleteaban juguetonas entre los aleros del segundo piso de
aquella casona de algo más de 50 metros de largo por unos 34 o 35 de ancho. Los trinos de
estos negros emigrantes y el sordo y rítmico rugido de la molienda del grano, levantándose
desde todas las casas de Jerusalén, fueron los últimos v agradables sonidos que escuchamos
antes de penetrar en aquel «antro».
Durante esta nueva conducción de Jesús, la posibilidad de que nos dirigiéramos a la
tradicional sede del Sanedrín, en el interior del Santuario, me hizo temblar. De haber sido así,
ni el legionario que custodiaba al Maestro ni yo hubiéramos podido tener acceso al mismo.
Afortunadamente -tal y como había sabido por los textos del historiador Flavio Josefo, pocos
meses antes de iniciarse el año 30, las castas sacerdotales habían «descongestionado» la
célebre sala de las «piedras talladas» (emplazada en uno de los ángulos suroccidentales del
atrio de los Sacerdotes), trasladando el lugar de reunión del Sanedrín a este edificio de gruesas
piedras grises y apenas desbastadas1. El juicio que Caifás había planeado -como iremos viendono
era muy ortodoxo y, aunque el Consejo Supremo israelita seguía reuniéndose en ocasiones
en el santuario, en esta ocasión -y con gran contento por mi parte-, el sumo sacerdote y sus
correligionarios habían preferido liquidar el asunto en la nueva sede, mucho más discreta que la
cámara de las «piedras talladas».
Los levitas atravesaron un angosto y oscuro pasillo, desembocando en el reducido patio
central del bouleyterion o «cuartel general» del Sanedrín. Desde allí, y sin pérdida de tiempo,
penetramos en una sala cuadrada, bastante espaciosa y de alto techo, situada -a juzgar por el
camino que habíamos recorrido- en el ala más occidental del edificio. La escasa claridad que
entraba por las troneras obligaba a mantener encendidas las lucernas de aceite.
Tal y como me temía, nada más pisar la estancia donde debía celebrarse el «juicio» contra el
Galileo, uno de los criados del sumo sacerdote se interpuso en mi camino, exigiendo que me
identificara. Fueron segundos de gran tensión. En mi condición de simple mercader griego, yo
no tenía por qué asistir a dicha asamblea. De cara a aquellos hebreos, mi presencia no era
justificable desde ningún punto de vista. Y cuando creía que todo estaba perdido, el legionario,
que se hallaba aún a mi lado, cortó el suspense, con una oportunísima respuesta:
-¡Alto...! Este hombre viene conmigo. Como yo, representa al procurador romano.
Aquella mentira -consecuencia del denario de plata que había entregado al legado del
suboficial Arsenius- fue determinante. Y sin más explicaciones nos dirigimos al centro de la
cámara.
Algo más de la mitad de aquella sala (de unos 10 metros de lado) se hallaba ocupada por un
banco corrido de madera en forma semicircular o de media luna. Este asiento común, sin
brazos y dotado de altos respaldos, minuciosa y primorosamente labrados, había sido dispuesto
sobre un entarimado de unos 40 centímetros, de tal forma que sus ocupantes pudieran dominar
la estancia.
1 Tanto Josefo en su obra Guerras de los Judíos (V.4,2 y VI.6,3) como la Misná (Mid. V.5; Sanb. XI.2 y Tamid II.5,
entre otros documentos) aseguran de forma muy precisa que el Sanedrín se «trasladó» 40 años antes de la destrucción
del templo, de la sala de las «piedras talladas» a una especie de «bazar», adosado prácticamente al santuario por su
cara oeste. Así lo deja entrever también Hechos (23,10). (N. del m.)


228
Frente a estos asientos -cerrando el semicírculo-, observé tres filas de bancos, igualmente de
madera, pero sobre el enlosado del piso y, por tanto, en un nivel mucho más bajo.
Cuando entramos, el asiento en forma de media luna estaba ya ocupado por un total de 23
sacerdotes. Otros seis o siete se habían acomodado en la primera de las tres hileras de bancos
ya mencionadas. Las otras dos filas permanecían vacías. (Posteriormente al contrastar estas
informaciones con las del ordenador central de la «cuna» pude sacar en conclusión que aquella
media docena de saduceos y fariseos que se sentaba fuera del semicírculo había obrado así,
simplemente porque aquel lugar era la sede del llamado «Sanedrín menor»1, formado única y
exclusivamente por 23 miembros. Caifás había logrado reunir a una treintena de «adeptos» y,
en consecuencia, no todos pudieron tomar asiento en el tribunal oficial.)
Sentados en el filo del entarimado, y frente a cada uno de los dos extremos del semicírculo,
se hallaban dos escribas «judiciales». Vestían sus tradicionales túnicas de lino blanco, portando
en sendas fajas unas cajitas de madera de las que empezaron a extraer sus útiles de escritorio:
plumas de caña, dos reducidos frascos que hacían las veces de tinteros y varios rollos de cuero.
A decir verdad, aquellos dos escribas fueron lo único legal y correcto en todo aquel simulacro
de juicio. (Uno, según la Misná, se encargaba de ir recogiendo las alegaciones en favor de la
absolución del detenido o detenidos, y el segundo escribía las propuestas de condenación.)
Jesús, siempre en compañía del legionario que controlaba la cuerda que amarraba sus
muñecas, fue obligado a situarse al píe mismo del entarimado, de cara a los jueces y dando la
espalda a las tres filas de bancos.
Juan y yo, en compañía de otros levitas y domésticos del Sanedrín, tomamos posiciones por
detrás de esas hileras de asientos y a la izquierda del Maestro. Al fondo de la sala, a través de
una puerta situada a nuestras espaldas y que permanecía entreabierta, descubrí un grupo de
hebreos. Pero, a juzgar por su indumentaria, no parecían sacerdotes ni miembros del Sanedrín.
(La incógnita no tardaría en despejarse.)
Desde un primer momento me llamó la atención un personaje que ocupaba el centro de
aquel tribunal. Debía rondar los cincuenta años. No era muy alto y en su cuerpo sobraba grasa
por todas partes. Su obesidad destacaba especialmente en su cara, redonda y congestionada, y
en una gran papada, sobre la que descansaba una barba canosa. La cabeza, sin el turbante que
lucían algunos de sus compañeros de banco, estaba rematada por un cabello negro y muy
corto, al estilo «juliano».
Su gran humanidad se veía notablemente multiplicada por unas vestiduras muy distintas a
las del resto de los jueces. Mostraba una túnica y unos calzones, todo ello de seda y en una
tonalidad leonada. Su pecho aparecía ceñido por cinco bandas o hazalejas, cada una de un
color: oro, carmesí, grana, cárdeno y leonado.
Aquel individuo era José ben Caifás, sumo sacerdote desde el año 18, por designación del
procurador romano Valerio Grato, antecesor de Pilato.
A derecha e izquierda del yerno de Anás, como digo, se sentaban otros 22 miembros del
Sanedrín, casi todos cubiertos por amplios mantos multicolores. Juan, en voz baja, me fue
señalando a los más venenosos e intrigantes: Semes, Dothaim, Leví, Gamaliel, Jairo, Neftalí y
un tal Alejandro, en su mayoría saduceos.
En los rostros de aquellos individuos -casi todos con edades que oscilaban alrededor de los
60 años- había perplejidad. El porte majestuoso y calmado del Nazareno debió causarles una
honda impresión. Desde el momento en que Jesús fue situado frente a ellos no cesaron en sus
cuchicheos.
Pero Caifás parecía tener prisa, y a una orden suya, algunos de los policías invitaron al grupo
de judíos que aguardaba en la sala contigua a que se aproximara al consejo.
Ante la sorpresa primero, y la indignación después, de Juan, aquellos «testigos» comenzaron
a declarar contra las enseñanzas y la persona del Galileo. Sus ataques, tan exaltados como
desordenados, se centraron fundamentalmente en las numerosas violaciones del sábado y de
1 Santa Claus aportó los siguientes datos sobre la composición oficial del Sanedrín en aquellos tiempos: una
institución superior o «Sanedrín mayor», formado por 72 miembros y un «Sanedrín menor», constituido por 23
miembros. Ambos tribunales eran competentes en casos criminales. Los dos miembros más destacados del «gran
Sanedrín» eran el nasí o presidente y el ab bet din o «padre del tribunal», títulos, al parecer, puramente honoríficos.
Las tres hileras de bancos del «Sanedrín menor» eran destinadas a los discípulos de los sabios. Dadas las
características de aquel «juicio» y lo irregular de la hora, era lógico que los «alumnos» de los jueces no estuvieran
presentes. (N. del m.)


229
las leyes mosaicas que -según ellos- habían cometido Jesús y su «grupo de desarrapados
galileos». Los perjuros, a todas luces comprados de forma precipitada por el Sanedrín, se
contradecían incesantemente, convirtiendo la sesión en una farsa. El desfile de falsos testigos
llegó a ser tan lamentable que algunos de los jueces, avergonzados, bajaban la cabeza o se
revolvían nerviosos y violentos en sus asientos.
El Maestro, que en esta ocasión sí había levantado su rostro, permanecía impasible,
sobresaliendo sobre sus acusadores, no sólo por su talla sino, sobre todo, por su porte
majestuoso. Aquel talante sereno, sin la más débil sombra de orgullo o engreimiento, exasperó
aún más a Caifás y a sus cómplices, que no entendían cómo un hombre podía guardar
semejante calma cuando todo apuntaba hacia una posible sentencia de muerte.
-Este profanador del sábado -afirmó uno de los testigos- es reincidente, ya que consta que
fue amonestado por los sacerdotes en varias ocasiones. Por tanto, es reo de exterminio...
(De acuerdo con la Misná -capítulo «Sanedrín-Makkot»- el que profanaba el sábado con
premeditación y de forma reincidente debía ser muerto por lapidación.)
Otro de los falsos testigos tomó la palabra y señalando al Galileo recordó a la sala la
multiplicación de los panes y peces.
-… De acuerdo con nuestra leyes -aseguró-, este hombre es un mago que engaña al pueblo
con sus actos. Aquiba dice en nombre de Yehosúa: «Si dos reúnen pepinos sirviéndose de la
magia, uno de los colectores no es culpable y el otra sí. El que realiza el acto es culpable y el
que sólo engaña la vista no es culpable.» Muchos pudimos ver entonces cómo este enviado del
Príncipe de los demonios llevaba a cabo el acto y sus discípulos le secundaban...
Un murmullo de aprobación se extendió entre los jueces. Pero el Maestro seguía mudo.
-Según el Levítico -argumentó otro de los hebreos-, el reo adquirió impureza por contacto
con cadáveres. Y, por si no fuera culpa suficiente, se atrevió a violar la sagrada creencia de la
resurrección de los muertos, sacando de la tumba a Lázaro...
Algunos de los saduceos, cuya filosofía rechazaba de plano la resurrección de los muertos,
movieron la cabeza negativamente, sonriendo sin disimulo. Caifás, que pertenecía a esta casta,
pasó por alto la impertinencia de los saduceos. No era aquél el momento de entrar en
polémicas con los fariseos, que habían fruncido el ceño con claro disgusto por las irónicas y
silenciosas manifestaciones del resto del tribunal. La momentánea tensión entre los jueces se
vio disipada cuando aquel testigo desvió su acusación hacia el nuevo «hecho mágico» de haber
levantado a Lázaro del sepulcro en un tiempo «inferior al toque del sofar». (Aquel dato me hizo
pensar que, puesto que cada uno de estos toques de cuerno de los levitas del templo nunca se
prolongaba más allá de los 15 segundos, la resurrección de Lázaro -desde que Jesús le llamó
hasta que aquél volvió a la vida- pudo suceder en un tiempo de 12 a 15 segundos.
La acusación, como casi todas, resultaba tan pueril y falta de base que el sumo sacerdote -
cada vez más descompuesto- apremió a los siguientes testigos para que continuaran. Pero las
siguientes alegaciones no fueron más brillantes...
Varios de los judíos, acompañando sus palabras con grandes aspavientos, recordaron al
tribunal otro de los «delitos» de Jesús:
«No haber comido el obligado cordero pascual...»
Aquella información sólo podía haber sido suministrada por Judas. El Iscariote, que había
llegado al edificio del Sanedrín mucho antes que nosotros, permanecía detrás del grupo de
testigos, aunque en ningún momento llegó a testificar. (Las normas de aquellas gentes
prohibían que un traidor se dirigiera públicamente al Consejo.) La ley mosaica, efectivamente,
establecía que todos los israelitas estaban obligados a comer cordero o cabrito en la fiesta de la
Pascua. Sólo años más tarde, después de la destrucción del Templo, la Misná, en su capítulo IV
(«pesahim»)1 suaviza las normas, diciendo textualmente que «en el lugar donde no sea
costumbre comer carne, no se coma».
Uno de los últimos acusadores llegó a rizar el rizo en aquella sarta de incongruencias y
despropósitos. Aludiendo a otra de las leyes judías, llego a acusar al Nazareno de «homicidio
frustrado». Su endeble e irrisorio argumento se basaba en otra norma que decretaba la
culpabilidad de aquel que golpease a su prójimo con una piedra, de manera tal que resultase
muerto.
1 Tras la destrucción del Templo, algunos no comían carne asada para evitar la apariencia de que fuera carne de
sacrificio pascual, prohibido tras la referida destrucción. (N. del m.)


230
El aleccionado testigo expuso entonces el incidente protagonizado por una adúltera, salvada
del apedreamiento popular cuando Jesús, dirigiéndose a la muchedumbre, invitó a que «aquel
que estuviera libre de pecado arrojase la primera piedra».
Para el retorcido hebreo, aquel gesto constituía delito, ya que incitaba al asesinato...
La grotesca escena se vio un tanto distendida cuando, súbitamente, los 23 jueces y el resto
de los miembros del Sanedrín se pusieron en pie. En la sala se hizo un espeso silencio y uno de
los saduceos el que se sentaba a la derecha de Caifás- se retiró de su puesto, cediendo el lugar
a un individuo menudo y encorvado que acababa de irrumpir en la sala.
-Es Anás -me susurró Juan.
Durante mi estancia en el palacete del ex sumo sacerdote no había tenido oportunidad de
conocerle. Ahora, al verle subir al estrado ayudado por dos de sus siervos, sentí cierta
decepción. El poderoso suegro de Caifás y padre de la influyente familia sacerdotal era en
realidad un viejo decrépito, muy próximo a los 70 años y aquejado de una avanzada dolencia
de Parkinson. Como sâgan o presidente de la cámara de los «ancianos» ocupó el asiento
ubicado a la derecha del sumo sacerdote en funciones aquel año. Inmediatamente, el resto de
los jueces volvió a acomodarse y Caifás, con un displicente gesto de sus regordetas manos,
indicó a los testigos que prosiguieran.
A pesar de su más que probable esclerosis cerebral, Anás o Anano -como lo llama Josefoconservaba
unos ojos de rapaz nocturna, grandes y vertiginosos. Nada más sentarse
recorrieron la sala, yendo a posarse en los del Maestro. Y el temblor de sus manos se acentuó.
Jesús sostuvo su mirada y Anás, indeciso, trató de esconder las apergaminadas manos bajo
el ropón de púrpura que le cubría. Después, desviando su atención hacia el inquisidor de turno,
pareció olvidarse del Galileo.
Este hombre -había empezado a proclamar el testigo- afirmó que destruiría el templo y que
en tres días edificaría otro, pero sin la ayuda de la mano del hombre.
Los archontes o jefes del templo habían encontrado, al fin, un argumento condenatorio lo
suficientemente sólido. Por supuesto, aquello no era lo que había dicho Jesús. Además, ni este
testigo ni el siguiente, que ratificó cuanto había dicho su compañero, hicieron alusión alguna al
decisivo gesto del rabí cuando, al tiempo que pronunciaba aquellas proféticas palabras,
señalaba hacia su cuerpo con el dedo.
Si no recuerdo mal, aquél fue el único testimonio en el que dos sujetos lograron ponerse de
acuerdo.
Antes de que concluyeran 105 testigos, el clamor de los archiereis o sacerdotes jefes fue
general, turbando el orden de la sala con exageradas muestras de desagrado e incredulidad.
Caifás levantó sus brazos pidiendo calma, mientras una cínica sonrisa se dibujaba en su
rostro. Y el silencio se restableció poco a poco. En esos momentos, Anás hizo una señal a su
yerno. Este se inclinó y el ex sumo sacerdote le comentó algo al oído. Al terminar, ambos
tenían los ojos fijos en Jesús. Este seguía imperturbable. Ninguna de las alegaciones había
logrado alterar su ánimo.
-¿No contestas a ninguna de las acusaciones? -le gritó de pronto Caifás, con aquella voz
chillona y desagradable.
Los jueces, testigos, levitas y el resto de 105 asistentes, incluido Judas, esperaron la
respuesta del Galileo. Fue inútil. El Maestro, con los ojos puestos en Caifás, no despegó sus
labios.
Aquel silencio del acusado, unido a su gran entereza, hizo enrojecer a Caifás. Sus párpados
empezaron a cerrarse y abrirse rítmicamente, presa de un «tic» nervioso. Es muy posible que el
odio de aquel hebreo hacia Jesús de Nazaret alcanzase en aquellos minutos unas cimas
extremas. Y estoy casi seguro también que, por encima de las enseñanzas y milagros del
Cristo, lo que verdaderamente alimentaba la venganza del sumo sacerdote era el dominio de
que hacía constante gala el Maestro. Si Jesús se hubiera humillado o adoptado una postura
conciliadora, quizá el simulacro de proceso no hubiera arrastrado tan dolorosas consecuencias
para la persona del rabí de Galilea.
Cuando todo parecía indicar que Caifás estaba a punto de estallar, Anás se incorporó. Extrajo
un rollo de pergamino del interior de su manga derecha y, mientras procedía a desplegarlo,
anunció al tribunal que «aquella amenaza del Galileo de destruir el Templo era razón más que
suficiente como para considerar las siguientes acusaciones...»

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