jueves, 18 de abril de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 151 A LA 180, SE TRAMA LA DETENCION DE JESUS DE NAZARETH Y LA TRAICION DE JUDAS


Caballo de Troya
J. J. Benítez

151
Nada más pisar la pulida escalinata de mármol blanco, que arrancaba del filo mismo del
patio, intuí que nos adentrábamos en la parte noble del edificio. Aquellas escaleras -de escasa
pendiente- nos situaron en una especie de vestíbulo rectangular, todo él revestido de finísimos
mármoles que -a juzgar por los sutiles veteados grises y azulados- debían haber sido
importados por Herodes el Grande desde Chipre y Carrara.
Frente a la escalinata que conducía a aquella primera planta de la torre Antonia se abría una
puerta doble de casi cinco metros de anchura, primorosamente labrada con palmeras, flores y
querubines de entalladura. Allí se veía, una vez más, la mano de los artesanos y constructores
fenicios que, posiblemente, se encargaron de la construcción de la fortaleza.
A ambos lados de la puerta montaban guardia sendos infantes, cruzando sus pilum en forma
de aspa. El centurión se dirigió a uno de ellos, advirtiéndole -supongo- que estábamos en la
lista de las audiencias de Poncio Pilato. Segundos después daba media vuelta, y tras levantar su
brazo en señal de saludo, desapareció escalinatas abajo.
Evidentemente teníamos que esperar.
José se dirigió entonces a uno de los laterales del hall, sentándose en una de las sillas en
forma de X, sin respaldo y con asiento de cuero, situada sobre una esponjosa alfombra
babilónica. A su espalda, por dos espigadas y desnudas ventanas, entraba la claridad y la fría
brisa del norte.
Procuré imitar a mi acompañante, mientras intentaba fijar en mi memoria los detalles más
sobresalientes de aquella estancia. A ambos lados de la puerta se alineaban cuatro grandes
esculturas (dos en cada uno de los paños). Las más próximas a los centinelas eran sendos
bustos, en mármol igualmente blanco. Las otras sí pude reconocerlas: se trataba de una réplica
de las amazonas que se guardan actualmente en el Museo Capitolino de Roma.
Los bustos, en cambio, me resultaron irreconocibles. Y sin poder contener mi curiosidad,
pregunté a José por el significado de aquellas cabezas, sostenidas sobre magníficos pedestales
cilíndricos.
El de Arimatea hizo un gesto de disgusto. Y casi a regañadientes me explicó que eran los
bustos del César. Uno, situado a la izquierda de la puerta, representaba a Tiberio adolescente.
El otro, al Emperador en la actualidad.
-… Esas estatuas -continuó José- fueron motivo, hace ya algunos años, de grandes lamentos
y dolor para mi pueblo.
Nada más llegar a Judea, Poncio Pilato -según el testimonio del anciano- situó dichas
imágenes en Jerusalén, aprovechando la oscuridad de la noche. El pueblo judío no aceptaba la
presencia de imágenes -ni siquiera las del Emperador romano- y aquello provocó una revuelta.
Miles de hebreos acudieron a Cesarea, la capital de los invasores, suplicándole al procurador
que retirara las estatuas y que respetase así la tradición y las creencias de la nación judía. Pero
Pilato no prestó atención, negándose a quitar las imágenes de Tiberio. Durante cinco días y
cinco noches, los judíos permanecieron en torno a la casa del procurador. En vista de la
situación, Poncio convocó a la multitud y, cuando todos creían que el gobernador romano se
disponía a ceder, las tropas rodearon a los hebreos. El procurador les advirtió entonces que, si
no recibían las imágenes, aquellos tres escuadrones les despedazarían. Y a una orden de Pilato,
los legionarios desenvainaron sus espadas. La muchedumbre, desconcertada, se echó rostro en
tierra, gimiendo y gritando que preferían morir a ver profanada su ciudad santa. Pilato,
conmovido y maravillado por esa actitud, terminó por consentir, ordenando que los bustos del
César fueran retirados de Jerusalén y trasladados al interior del cuartel general romano: la
torre Antonia.
Sin poder evitarlo, me levanté del asiento y, pausadamente, me acerqué al primer busto.
Pero aquel rostro aniñado, con un flequillo perfectamente recortado sobre la frente, no me dijo
nada. Y me dirigí entonces a la segunda efigie. Al pasar frente a los legionarios, ambos me
siguieron con la mirada.
Aquel segundo busto representaba a un Tiberio adulto, de unos cincuenta años (el
Emperador fue designado César en el año 14 de nuestra Era, cuando contaba 55 años de
edad), pero sumamente favorecido. En mi adiestramiento previo a esta misión, y de cara, sobre
todo, a la entrevista que estaba a punto de celebrar con Poncio Pilato, yo había recibido una


152
exhaustiva información sobre la figura y la personalidad de Tiberio1. Allí -siguiendo lógicamente
las pautas de los artistas de la época, que ocultaban los defectos de las personas a quienes
inmortalizaban en piedra o bronce- no aparecían las múltiples úlceras que cubrían su rostro, ni
su calvicie, ni tampoco la ligera desviación hacia la derecha de su nariz o el defecto de su oreja
izquierda, más despegada que la del otro lado. (Estos dos últimos defectos aparecen con
claridad en el llamado busto de Mahón, realizado cuando Tiberio no era aún Emperador.)
Sí se observaba, en cambio, una boca caída, consecuencia de la pérdida de los dientes.
Excepción hecha de estas «concesiones», el artista sí había plasmado con exactitud la
cabeza de aquel polémico e introvertido César: un rostro triangular, de frente ancha y barbilla
puntiaguda y breve. En su conjunto, aquel busto emanaba el aire filántropo, resentido y huidizo
que caracterizó a Tiberio y que iba a jugar un papel decisivo en la voluntad de su procurador en
la Judea a la hora de salvar o condenar a Jesús de Nazaret. (Pero dejemos que sean los propios
acontecimientos los que hablen por sí mismos.)
De pronto se abrió la gran puerta. José, como yo, acudió presuroso hasta el umbral. Como si
hubiera actuado sobre ellos un resorte mecánico, los soldados retiraron sus lanzas, dejando
paso a un individuo que vestía la toga romana de los plebeyos. Apenas si tuve tiempo de
fijarme en él. Al otro lado, un centurión sostenía la hoja de la puerta. En su mano izquierda
sostenía una tablilla encerada, idéntica a la que había visto en el puesto de guardia. Pronunció
nuestros nombres y, con una sonrisa, nos invitó a entrar.
Aquel salón, más amplio que el vestíbulo, me dejó perplejo. Era ovalado y con las paredes
totalmente forradas de cedro. El piso, de madera de ciprés, crujió bajo nuestros pies mientras
nos aproximábamos -siempre en compañía del oficial- al extremo de la sala donde aguardaba
un hombre de baja estatura: Poncio Pilato.
Al vernos, el procurador se levantó de su asiento, saludándonos con el brazo en alto, tal y
como siglos más tarde lo harían los alemanes de Hitler. Al llegar junto a la mesa, José hizo una
ligera inclinación de cabeza, procediendo después a presentarme. Instintivamente repetí
aquella ligera reverencia, sintiendo cómo el gobernador de la Judea me perforaba con sus ojos
azules y «saltones»2. Poncio volvió a sentarse y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. El
centurión, en cambio, permaneció en pie y a un lado de aquella sencilla pero costosa mesa de
tablero de cedro y pies de marfil. No llevaba casco, pero si portaba sus armas reglamentarias:
espada en su costado izquierdo (al revés que la tropa), un puñal y, por supuesto, la cota de
mallas. Su atuendo era muy similar al de los legionarios, a excepción de su capa y del casco.
Mientras el anciano de Arimatea le hablaba en griego, ofreciéndole el ánfora de vino, Pilato -
que no me quitaba ojo de encima- tuvo que notar que la curiosidad era mutua. Sinceramente,
la imagen que yo había podido concebir de aquel hombre distaba mucho de la realidad. Su
escasa talla -quizá 1,50 metros- me desconcertó. Era grueso, con un vientre prominente, que el
procurador intentaba disimular bajo los pliegues de una toga de seda de un difuminado color
violáceo y que caía desde su hombro izquierdo, envolviendo y fajando el abdomen y parte del
tórax. Bajo este manto, Poncio lucía una túnica blanca hasta los tobillos, igualmente de seda y
con delicados brocados de oro a todo lo largo de un cuello corto y grueso.
Desde el primer momento me sorprendió su cabello. No podría asegurarlo pero casi estoy
seguro que había recurrido a un postizo para ocultar su calvicie. La disposición del pelo -
cayendo exagerada y estudiadamente sobre la frente- y el claro contraste con los largos
cabellos que colgaban sobre la nuca en forma de «crines», delataban la existencia de una
peluca rubia. Poco a poco, conforme fui conociendo al procurador, observé un afán casi
enfermizo por imitar en todo a su Emperador. Y el postizo parecía ser otra prueba. La calvicie -
1 Mi documentación sobre Tiberio se basó fundamentalmente en cuatro fuentes básicas: los «Anales» de Tácito, el
libro de «Los Doce Césares» de Suetonio y las «Historias de Roma» de Dión Casio y Veleio Patérculo. A esta bibliografía
sobre la vida pública y privada de Tiberio hubo que añadir un sinfín de documentos, datos y libros de F. Josefo, Filón,
Juvenal, Ovidio, de los Plinios, Séneca, Henting, Bernouilli, Barbagallo, Baring-Gould, Ferrero, Marsh, Ciaceri,
Mommsen, Marañón, Homo. Pippidt, Axel Munthe, Ramsay, Tarber, Tuxen y un largo etc. (N. del m.)
2 Para cualquier médico, aquellos ojos «saltones», así como el conjunto de las restantes características de Pilato -
obesidad, escasa estatura, hinchazón de la cara, etc.- le hubieran hecho sospechar una alteración de la glándula
tiroides (posiblemente un hipertiroidismo). (N. del m.)


153
según todos los historiadores- era una de las características de los «claudios». Tiberio había
perdido el cabello desde su lejana juventud, utilizando al parecer pelucas rubias,
confeccionadas -según Ovidio- con las matas de pelo de las esclavas y prisioneras de los
pueblos bárbaros. Otros emperadores, como Julio César y Calígula, presentaban esta
enfermedad. Séneca describe magistralmente el grave complejo de Calígula como consecuencia
de su calvicie: «Mirarle a la cabeza -dice el español- era un crimen...»
Por supuesto, y curándome en salud, procuré mirar lo menos posible hacia el postizo de
Pilato...
Una caries galopante había diezmado su dentadura, salpicándola de puntos negros que hacían
aún más desagradable aquel rostro blanco, hinchado y redondo como un escudo. Poncio,
consciente de este problema, había tratado de remediar su malparada dentadura, haciéndose
colocar dos dientes de oro en la mandíbula superior y otro en la inferior. Aquellas prótesis,
además, denunciaban su privilegiada situación económica. Pilato lo sabía y observé que -
aunque no hubiera motivo para ello- le encantaba sonreír y enseñar «sus poderes»1.
A pesar de su apuradísimo rasurado y del perfume que utilizaba, su aspecto, en general,
resultaba poco agradable. También -creo yo- la descripción física de Poncio Pilato encajaba con
la clasificación tipológica que había hecho Ernest Kretschmer. Al menos, desde un punto de
vista externo, coincidía con el llamado tipo «pícnico». Pero lo que realmente me interesaba era
su forma de ser. Era vital poder bucear en su espíritu, a fin de entender mejor sus motivaciones
y sacar algún tipo de conclusión sobre su comportamiento en aquella mañana del viernes, 7 de
abril.
El procurador agradeció el obsequio de José y, cayendo sobre mí, me preguntó entre risitas:
-¿Y cómo sigue el «viejecito»?
Yo sabía que el carácter áspero y la extrema seriedad de Tiberio -ya desde su juventud- le
habían valido este apelativo. Y traté de responder sin perder la calma:
-En mi viaje hacia esta provincia oriental he tenido el honor de verle en su retiro de la isla de
Capri. Su salud sigue deteriorándose tan rápidamente como su humor...
-¡Ah! -exclamó el procurador, simulando no conocer la noticia-. Pero, ¿es que ha vuelto a
Capri?
Aquello terminó de alertarme. Pilato, con aquellas y las siguientes preguntas, trataba de
averiguar si yo formaba parte del grupo de astrólogos que rodeaba a Tiberio y que Juvenal
(años más tarde) calificaría irónicamente como «rebaño caldeo». La suerte estaba echada. Así
que procuré seguirle la corriente...
1 En contra de lo que han llegado a opinar algunos investigadores, el procurador Poncio Pilato no fue jamás un
esclavo liberto. Procedía de una familia nobilísima y muy antigua, entroncada desde cuatro siglos antes de Cristo con el
«orden ecuestre» romano. Un antepasado suyo, Poncio Cominio, tomó parte en la guerra de Camilo contra los galos.
Con gran arrojo, este antepasado de Pilato consiguió penetrar en Roma escondido en una barquichuela de cortezas de
árbol. El origen de Cominio, como nos señala su propio nombre, era samnita. Doscientos años más tarde surgen en la
Historia de Roma otros dos «Poncios» famosos: Cayo Poncio Telesino y su padre, Cayo Poncio Herenio, amigo de
Platón. La familia de Poncio Pilato, según todos los historiadores, se dividía en cuatro grandes «ramas»: los telesinos,
los cominianos, los fregelanos y los anfidianos. Todos ellos tomaban el nombre del lugar de procedencia de su familia.
La «rama» más distinguida y noble fue, sin duda, la de los telesinos, de la que procedía Cayo Herenio, lugarteniente de
Mario en la guerra de España, en tiempos de Sila. Pero más famoso fue aún Poncio Telesino, que puso a Sila en
grandísimo aprieto y cuya muerte fue, para Mario, la señal de su derrota. Desde entonces, los Poncio Telesinos
desaparecen de la historia de Roma, aunque dos importantes poetas -Marcial y Juvenal- hablan de ellos. Uno para mal
y el segundo, que los tenía en gran aprecio, para bien. Es difícil precisar a cuáles de las dos «ramas» importantes pudo
pertenecer Poncio Pilato aunque todo hace suponer -dado su rango y cargo- que a la de los «telesinos». «Pilato» no era
otra cosa que un sobrenombre o apodo, como ocurría con otros personajes ilustres: Cicerón, Torcuato, Corvino, etc.
Significaba «hombre de lanza», y presumiblemente tenía relación con algún importante hecho de armas ocurrido en la
familia de los Poncio. En la guerra civil de César y Pompeyo, por ejemplo, los Poncio fueron partidarios del primero,
contándose de ellos algunos rasgos heroicos que les valieron una gran amistad con César. Otros miembros de la
familia, sin embargo, permanecieron fieles a la República, como fue el caso de Lucio Poncio Aquila, amigo de Cicerón.
En tiempos de Tiberio aparecen los « fasces « consulares en manos de un tal Cayo Poncio Nigrino y en los bancos del
Senado tenemos a otro Poncio Fregelano, caído más tarde en desgracia al unirse al temido general Sejano. Pero
ninguna de estas circunstancias hizo perder prestigio a la familia de los Poncio. Y bajo el imperio de Nerón encontramos
a otro Poncio Telesino ejerciendo el Consulado con Suetonio Paulino.
Poncio «Pilato» pertenecía, en resumen, al «orden ecuestre» romano; es decir, a la nobleza de segundo grado. (N.
del m.)


154
Como medida precautoria, Caballo de Troya habla establecido que, mientras durase mi
reunión con Pilato, la conexión auditiva con el módulo fuera prácticamente permanente. La
información auxiliar de Santa Claus, nuestro ordenador, podía resultar de gran utilidad. De ahí
que, durante toda la entrevista, yo permaneciese con la mano derecha pegada a mi oreja,
simulando dificultad para oír a mi interlocutor. En realidad, como ya expliqué, esta argucia
permitía que las voces de los allí reunidos pudieran llegar con nitidez hasta Eliseo...
-Comprendo que las noticias te lleguen con demora -fingí-, y que aún no estés informado del
retiro voluntario del Emperador en Capri. Allí permanece en la actualidad en compañía de su
amigo y maestro de astrólogos, el gran Trasilo.
Poncio no se daba por vencido. Aquella delicada situación parecía divertirle.
-Entonces -repuso el procurador sin abandonar aquella falsa sonrisa- habrá llevado consigo a
su médico personal, Musa...
La nueva trampa de Pilato tampoco dio fruto. Yo sabía que Antonio Musa había sido el galeno
de su antecesor, Augusto. Pero, ¿cómo podía rectificar al supremo jefe de las fuerzas romanas
en la Judea sin herir su retorcido ánimo?
-No, procurador. Sé que Tiberio admiró los cuidados de Musa para con su padrastro, pero el
Emperador ha preferido llevarse al no menos prudente y eminente Charicles. Según mis
noticias, Tiberio le llama de vez en cuando a cualquiera de las doce villas de Capri donde
habita.
Pilato empezó a juguetear con el pequeño falo de marfil que colgaba de su cuello. Aquel adorno
-tan corriente en la Roma imperial- vino a demostrarme algo que ya sospechaba: aquel romano
era profundamente supersticioso. La presencia de falos eh todo tipo de adornos, collares,
anillos, muebles, pinturas, etc. estaba motivada por el afán de los ciudadanos romanos de
atraer a la fortuna y evitar la desgracia1.
-Sí -murmuró con un cierto desprecio en sus palabra-, Tiberio siempre ha sido un hombre
enfermizo... Y todos padecemos a veces su irritabilidad. Supongo, Jasón, que su debilidad será
cada vez mayor...
En aquellos comentarios había parte de verdad. Pero, entre esas verdades a medias,
también se ocultaban nuevos ataques a mi profesionalidad como supuesto astrólogo y, en
definitiva, a mi conocimiento del César.
-Puedo asegurarte -repuse- que Tiberio conserva toda su fuerza. Es capaz, como tú muy
bien sabes, de perforar una manzana verde con el dedo. Su senectud (Tiberio contaba en el año
30 unos 73 años) no ha disminuido su fuerza, aunque sí su vista... Y en algo sí estoy de
acuerdo con tu sabia opinión. El Emperador es un hombre atormentado por su destino. No supo
elevarse por encima de las adversas circunstancias del divorcio que le impuso Augusto. Jamás
olvidará a su gran amor: Vipsania. Esto, el carácter posesivo y la ambición de su madre, Livia,
y esas repulsivas úlceras que afean su rostro han terminado por transformarle en un hombre
tímido, resentido y huidizo.
(En ese instante intervino Eliseo, comunicándome que, según Plinio el Viejo, en su Historia
Natural específica que Tiberio era uno de los hombres con mejor vista del mundo. Era capaz de
ver en las tinieblas -como las lechuzas-, aunque durante el día sufría de miopía. Esta fue -
según Dión (Historia de Roma)- una de las razones que alegó para no aceptar el imperio.)
-… Tímido, resentido, huidizo y cruel -remató Pilato con gesto grave, al tiempo que cruzaba
una mirada con su centurión.
En mi opinión, el procurador se daba por satisfecho con mi «representación». Desde ese
momento, sus preguntas y comentarios no fueron ya tan venenosos. Sin embargo, aquellas
afirmaciones habían empezado a arrojar luz sobre el comportamiento de Poncio respecto al
1 La profusión de falos en aquellos tiempos llegó a tales extremos que podían encontrarse en las puertas de las
casas o de los dormitorios. Cuando eran situados en los jardines y en los campos debían proteger contra las sombras
nocivas. Si los situaban en las encrucijadas, el falo señalaba al caminante el rumbo adecuado. También pendían de los
carros victoriosos de los emperadores («fascinus») y de los cuellos de las mujeres embarazadas que deseaban un parto
fácil. Los romanos llegaron a creer que su poder aumentaba si daban al falo una forma de animal dotado de garras o
alas. También han sido encontrados badajos con forma fálica. La superstición romana creía que, de esta forma, el
sonido de las campanas ahuyentaba los embrujos y todo tipo de seres fantasmales. Sólo cuando el Imperio decayó,
degradándose sus costumbres, el falo se convertiría en un símbolo de placer. Mientras en los primeros tiempos de
Roma, las jóvenes desposadas ofrecían su virginidad al Hermes príapo. como muestra de sus devotas intenciones, más
tarde, el falo del dios sirvió de consolador a muchas mujeres viciosas. (N. del m.)


155
Emperador y, especialmente, a su criterio personal en relación con Tiberio y sus acciones. Por
un lado, como tuve oportunidad de verificar, Poncio Pilato gustaba de imitar a su César. Por
otro, le odiaba y temía con la misma intensidad. Aquellos últimos años de Tiberio, desde poco
antes de su retiro a Capri, fueron de auténtico terror. Suetonio lo describe, asegurando que «el
furor de las denuncias que se desencadenó bajo Tiberio, más que todas las guerras civiles,
agotó al país en plena paz».
Se espiaban todos y todo podía ser motivo de secreta delación al César. El carácter
desconfiado de Tiberio alimentó -y no poco- esta oleada de denuncias. Y cuando algún hombre
valeroso -como fue Calpurnio Pisón- levantaba su voz, protestando por esta situación, el César
se encargaba de aniquilarlo. Tiberio veía traidores y traiciones hasta en sus más íntimos amigos
y colaboradores. El terror tiberiano llegó a tales extremos que, según cuenta Suetonio, «se
espiaba hasta una palabra escapada en un momento de embriaguez y hasta la broma más
inocente podía constituir un pretexto para denunciar».
Esta gravísima situación -de enorme trascendencia, en mi opinión, a la hora de juzgar el
comportamiento de Pilato con Jesús de Nazaret- queda perfectamente dibujada con el suceso
protagonizado por Paulo, un pretor que asistía a una comida. Séneca lo cuenta en su obra La
Beneficencia: El tal Paulo llevaba una sortija con un camafeo en el que estaba grabado el
retrato de Tiberio César. Pues bien, el bueno de Paulo, apremiado por una necesidad fisiológica,
cometió la imprudencia de coger un orinal con dicha mano. El hecho fue observado por un tal
Maro, uno de los más conocidos delatores del momento. Pero un esclavo de Paulo advirtió que
el delator espiaba a su amo y, rápidamente, aprovechándose de la embriaguez de éste, le quitó
el anillo del dedo en el momento mismo en que Maro tomaba a los comensales como testigos
de la injuria que iba a hacerse al emperador, acercando su efigie al orinal. En ese instante, el
esclavo abrió su mano y enseñó el anillo. Aquello salvó al descuidado Paulo de una muerte
segura y de la pérdida total de sus bienes que -según la «ley» de Tiberio- iban a parar siempre
a manos del delator. Esto y los viejos odios eran las causas más comunes en todas las
delaciones.
Poncio Pilato, naturalmente, conocía estos hechos y temía -como cualquier otro ciudadano de
Roma- ser el blanco de los muchos delatores profesionales o aficionados que pululaban
entonces. En el escaso tiempo que permanecí cerca de él intuí que Pilato no era exactamente
un cobarde. El hecho de representar al César en una provincia tan difícil y levantisca como
Israel le presuponía ya, al menos teóricamente, como un hombre de cierto temple1. Y, aunque
fue un error político, bien que lo demostró negándose a retirar las imágenes del César situadas
en Jerusalén, u apropiándose del tesoro del templo para la construcción de un acueducto. Creo,
en honor a la verdad, que aquel procurador podía sentir -y así ocurriría el viernes- miedo de la
situación que padecía en aquellos años el imperio, no de la verdad, cuando ésta surge limpia y
directamente entre dos hombres. Pilato se presentaba ante mí como un hombre inestable
emocionalmente, pero no como un cobarde, tal y como se ha pretendido siempre. (Este, como
veremos, más adelante, debería ser otro concepto a revisar, en especial por la Iglesia Católica.)
-Tímido, resentido, huidizo y cruel -repitió el procurador, sumido en pensamientos
inescrutables.
El silencio cayó como un fardo sobre la estancia. José, que parecía no dar crédito a cuanto
llevaba escuchado, se removió nervioso en su silla de cuero.
Aquel mismo y violento silencio debió sacar a Pilato de las profundidades de su mente y,
adoptando un tono más conciliador, preguntó de nuevo:
-Pero, cuéntame, Jasón: ¿a qué se dedica ahora el emperador...? ¿Qué hace...?
Como ya te he comentado, entiendo que Tiberio ha escapado de Roma..., huyendo de sí
mismo.
Intencionadamente hice una pausa. Los ojos de Poncio chispearon. Y asintió con la cabeza...
-… Su mortal enemigo -proseguí- es su resentimiento o su falta de generosidad. Y los astros
-deslicé con toda intención-, anuncian hechos que conmoverán al Imperio. Ahora se dedica a
pasear en solitario, como siempre, por los abruptos acantilados de Capri. No habla con nadie, a
1 Filón escribe sobre Pilato: «De carácter inflexible y duro, sin ninguna consideración.» Según el escritor de
Alejandría, la procuraduría de Poncio se caracterizaba por su «corruptibilidad, robos, violencias, ofensas, brutalidades,
condenas continuas sin proceso previo y una crueldad sin limites». (N. del m.)


156
excepción de sus astrólogos y puedo asegurarte que su desconfianza e inestabilidad senil son
tales que, incluso, está asesinando a mis compañeros.
-¿Está matando a sus astrólogos? -me interrumpió el gobernador con un rictus de
incredulidad. Aquella noticia, al parecer, no había llegado aún a la remota Palestina. Y procuré
aprovecharlo.
-Así es, procurador. Su demencia está comprometiendo a cuantos le conocen. Cada tarde,
Tiberio recibe a un astrólogo. Lo hace en la más alta de las doce villas que mandó construir en
la isla y que, como sabes, están dedicadas a otros doce dioses. Pues bien, si el emperador cree
que el astrólogo de turno no le ha dicho la verdad en sus presagios, ordena al robusto esclavo
que le acompaña que, a su regreso del palacio, arroje al caldeo por los acantilados...
Pilato sonrió maliciosamente y, señalándome con su dedo índice, preguntó sin rodeos:
-¿Y tú...? ¿Cómo es que sigues con vida?
-Procuré seguir los consejos de mi maestro, Trasilo, y los que me dictó mi propio corazón. Es
decir, la dije la verdad al Emperador...
(Eliseo me transmitió entonces el texto de una leyenda que circuló en aquella época y que -
de ser cierta- pone de manifiesto la ya citada dureza de carácter de Tiberio. «Cuando Trasilo
fue llamado por el César para que le anunciara su porvenir, aquél, palideciendo, le advirtió
valerosamente que le amenazaba un gran peligro. Tiberio, confortado con su lealtad, le besó,
tomándole como el primero de sus astrólogos.»)
Pilato no pudo contener su curiosidad y estalló:
-¿Y cuáles son esos hechos que -según tú- conmoverán a todo el Imperio?
-Hemos leído en los astros y éstos auguran un gravísimo suceso, que afectará, sobre todo, al
Emperador...
Yo gozaba en aquellos momentos de la enorme ventaja de conocer la Historia. Estábamos en
el año 30 y procuré centrar mis «predicciones» en el futuro inmediato.
-¡Sigue!, ¡sigue...! -me apremió Poncio, empujándome simbólicamente con sus manos cortas
y regordetas, entre cuyos dedos sonrosados destacaba el sello de ónice de su procuraduría.
-Sejano...
Al oír aquel nombre, pronunciado por mí con una bien estudiada teatralidad, del procurador
palideció. En aquel tiempo -y especialmente desde que el César se había retirado a Capri (año
26 d. J. C.)-, Aelio Sejano, comandante en jefe de las fuerzas pretorianas de Roma y hombre
de confianza de Tiberio, era el auténtico «emperador». La mal disimulada ambición de este
general y su influencia sobre Tiberio le habían convertido en un segundo horror para los
ciudadanos del Imperio. Su poder era tal que su imagen llegó a figurar, junto a la del César, en
los puestos de honor de la ciudad, en las insignias de las legiones y hasta en las monedas1. Sus
verdaderas intenciones -llegar a sustituir a Tiberio en el Imperio- le condujeron a todo tipo de
desmanes, intrigas y asesinatos. Intentó, incluso, casarse con una de las nietas de Tiberio
(posiblemente con Julia Livila, hija de Germánico), pero el César le dio largas, truncando así las
esperanzas de Sejano de borrar el origen oscuro y humilde de su cuna. Hombre frío y
calculador, el lugarteniente de Tiberio fue eliminando a los posibles sucesores del Emperador,
iniciando una brutal ofensiva contra Agripina (nieta de Augusto) y sus hijos (Nerón I, Druso III,
Caio -más conocido por Calígula-, Agripina II, Drusila y Julia Livila). Estos ataques de Sejano
empezaron por dos prestigiosos representantes del partido de Agripina: Silio y Sabino. El
suicidio del primero, gran militar, en el año 24 después de Cristo para no ser ejecutado, y el
proceso y posterior asesinato del segundo (año 28 d. J.C.), sumieron a Roma y a sus provincias
en la angustia. Tácito confirma estos hechos: «Jamás -dice- la consternación y el miedo
reinaron como entonces en Roma.»
Poncio Pilato y el centurión que nos acompañaba sabían muy bien quién era Sejano y cuál su
poder. La Historia, como ya cité, y muy especialmente la Iglesia Católica, deberían haber
explicado al mundo -o, cuando menos, a los que se dicen creyentes- el funesto influjo que
ejercía sobre todo el Imperio (precisamente en aquellos cruciales años) el primer ministro de
Tiberio.
1 Caballo de Troya comprobó este extremo, encontrando, en electo, la imagen de Sejano en monedas aparecidas en
la ciudad española de Bilbilis (actual Calatayud, en la provincia de Zaragoza). Según Suetonio, algunas legiones
estacionadas en Siria, no aceptaron esta glorificación de Sejano. Cuando cayó el «hombre fuerte», Tiberio las
recompensó, a pesar de haber sido él mismo quien había ordenado esta glorificación de su lugarteniente. (N. del m.)


157
Sólo así -conociendo el férreo y despótico gobierno de Sejano y la no menos cruel actitud del
César- puede empezar a intuirse por qué Pilato iba a «lavarse las manos» en el proceso contra
el Maestro de Galilea. Todos los gobernadores romanos de provincias -y no digamos Ponciosabían
que sus cargos y vidas pendían de un simple hilo. El menor escándalo, murmuración o
denuncia les llevaba irremisiblemente a la destitución, destierro o ejecución. Como veremos en
su momento, el procurador romano en Israel -ante la amenaza de los judíos de acusarle ante el
César de permitir que uno de aquellos hebreos se proclamase «rey»- prefirió doblegarse,
evitando así un enfrentamiento con el implacable Sejano o con Tiberio, a cual más
intransigente...
Estimo, por tanto, que dadas las circunstancias sociales, políticas y de gobierno de aquel año
30 en el Imperio, el acto de Pilato no fue de cobardía, sino de «diplomática prevención». Entre
ambos términos, creo, hay una clara diferencia que -aunque no justifica la determinación del
representante del César (o de Sejano en este caso)- sí ayuda a comprenderle mejor.
-¿Qué tiene que ver ése -preguntó Pilato en tono despectivo- con tus augurios?
Caballo de Troya había sopesado minuciosamente aquella entrevista mía con el procurador
romano. Y aunque estaba previsto que intentara ganarme su confianza y amistad -de cara,
sobre todo, a obtener una mayor facilidad de movimientos por el interior de la Torre Antonia en
la mañana del viernes-, los hombres del general Curtiss habían estimado que no era
recomendable advertir a Poncio Pilato de la trágica caída de Sejano en el año 31. Si el
procurador llegaba a creer a pie juntillas esta «profecía» (que se cumpliría, en efecto, el 18 de
octubre de dicho año), su miedo a Sejano podía desaparecer en parte, pudiendo cambiar así su
decisión de ejecutar a Jesús. Esto, lógicamente, iba en contra de la más elemental ética del
proyecto. Éramos simples observadores y cualquier maniobra que pudiese provocar una
alteración de la Historia nos estaba rigurosamente prohibida.
Así que me limité a exponerle una parte de la verdad.
-Los astros se han mostrado propicios -le dije, adoptando un aire solemne- a Sejano. Su poder
se verá incrementado por el nombramiento de cónsul...1.
Pilato, tal y como suponía, concedió crédito a mis augurios. Al escuchar el «vaticinio»
abandonó la mesa, situándose de cara al extenso ventanal que cerraba aquel arco del salón. Así
permaneció durante algunos minutos, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente
inclinada hacia adelante.
-Así que cónsul... -murmuró de pronto. Y sin volverse, me rogó que prosiguiera.
-Pero eso no es lo más grave -añadí, fijando mi mirada en la del centurión-. Los astros
señalan una grave conjura contra el Emperador...
No pude seguir. Pilato se volvió, fulminándome con la vista.
-¿Lo sabe Tiberio?
-Mi maestro, Trasilo, se encargó de anunciárselo poco antes de mi partida de Capri.
-Bueno -recapacitó el procurador-, las cohortes de Siria están inquietas por culpa de
Sejano... Pero no hace falta ser astrólogo para esperar que un día u otro...
-Es que los astros -le interrumpí utilizando toda mi capacidad de persuasión- han señalado
un nombre...
Pilato no dijo nada. Recogió su larga túnica y se sentó muy lentamente, sin dejar de
observarme.
Yo miré al centurión, simulando una cierta desconfianza por la presencia de aquel oficial pero
Poncio -captando mi actitud- se apresuró a tranquilizarme:
-No temas. Civilis es mi primipilus2. Toda la legión está bajo su mando. Habla con entera
libertad... Aquí -argumentó Poncio señalando el salón donde nos encontrábamos- no hay
agujeros artificiosamente preparados, como ocurrió con el ingenuo Sabino...3
1 Tiberio, en efecto, anunció el nombramiento de Sejano como cónsul en aquel mismo año 30. Pero, al parecer, las
noticias necesitaban más de tres meses para llegar desde Roma hasta Palestina. La designación había sido prevista
para el año siguiente (31), aunque el hombre «duro» del César moriría antes de ostentar dicho puesto. En aquellos
momentos, Pilato ignoraba todo esto. De ahí su sorpresa. (N. de! m.)
2 Aquel centurión, según la definición utilizada por Pilato, era el «primero» de los 60 de que constaba una legión. En
esta perfecta jerarquización del ejército romano, los llamados primorum ordinum centuriones o, abreviadamente, primi
ordines, eran los centuriones de más alta categoría de una legión. El primipi!us, o elegido en primer lugar de entre las
sesenta centurias, participaba, incluso, en los consejos de guerra. (N. de! m.)


158
Sejano...
-¿Ese bastardo? -prorrumpió el procurador, soltando una sonora carcajada1.
Y en uno de aquellos bruscos cambios de carácter, Pilato golpeó la mesa con su puño,
haciendo saltar algunos de los pergaminos y papiros, perfectamente enrollados y apilados sobre
una bandeja de madera. Algunos de aquellos documentos o cartas de piel de cabra, ternero o
cordero -que los romanos llamaban «membrana»- rodaron por el tablero, cayendo a los pies del
oficial. Éste se apresuro a recogerlos, mientras el procurador, nervioso y evidentemente
confundido, se aferraba a su marfileño amuleto fálico.
-¿Estás seguro? -balbuceó Poncio.
Pero antes de que tuviera oportunidad de responderle, miró al centurión, interrogándole a su
vez:
-¿Qué sabes tú?
El oficial negó con la cabeza, sin despegar siquiera los labios.
-Una conjura contra Tiberio...
Pilato hablaba en realidad consigo mismo. Se llevó los dedos a la cara, acariciándose el
mentón en actitud reflexiva y, al fin, levantando los ojos hacia el techo, me preguntó como si
acabara de pillarme en un error:
-A ver silo he comprendido... La astrología dice que los dioses están de parte de Sejano...
Pero tú acabas de anunciar también que prepara una conjura contra el César... Si eso fuera así,
y puesto que dices que Tiberio está informado, ¿cómo es posible que el jefe de los pretorianos
siga gozando de la confianza del Emperador? ¡Responde!
Pilato había vuelto a mirarme de frente. Y con una fiereza que hizo temblar a José de
Arimatea.
Pero yo sostuve su mirada. Tal y como habíamos previsto, el procurador romano había
mordido el anzuelo.
Con toda la calma de que fui capaz entré directamente en busca de lo que realmente me
había llevado hasta allí.
-Existe un plan...
Poncio se apaciguó. Ahora estoy seguro que mi imperturbable serenidad le desarmó.
-¡Habla...!
-Pero antes -repuse-, quisiera solicitar de ti un pequeño favor...
-¡Concedido!, pero habla. ¡Habla...!
-Sabes que, además de mis estudios como astrólogo, me dedico al comercio de maderas.
Pues bien, un rico ciudadano romano de Tesalónica ha sabido del maravilloso sistema de
calefacción subterránea que Augusto mandó construir bajo el suelo de su triclinium (comedor
imperial). Toda Roma está enterada de tu exquisito gusto y de que has mandado colocar bajo
tu triclinium otro sistema parecido. He recibido el encargo expreso y encarecido de este amigo
mío de Grecia de consultarte -si lo estimas prudente- algunos detalles técnicos sobre su
3 El procurador estaba al tanto de las argucias empleadas por los colaboradores del temido Sejano para acusar a
Tito Sabino, hombre leal a Agripina y ejecutado, como ya dije, en el año 28. Cuatro pretores que aspiraban al
consulado planearon, con el fin de congraciarse ante Sejano, cómo capturar in fraganti a Sabino. Se trataba de Latino
Laciano, Forcio Cato, Petelio Rufo y Opsio. El primero de ellos se fingió amigo y confidente del infeliz Sabino y excitó
con sus críticas a Sejano y a Tiberio la profunda aversión que sentía el amigo de Germánico (marido de Agripina) hacia
el César y hacia su ministro. Y el día convenido. Laciano llevó a la víctima a su casa, provocando su locuacidad contra el
César y su favorito. Sabino ignoraba que los otros tres cómplices le estaban escuchando desde el desván, a través de
unos agujeros practicados en el suelo. Poco después, las violentas manifestaciones de Sabino estaban en poder de
Tiberio y Sejano, que ordenaron su ejecución. (N. del m.)
1 Reconozco que aquella exclamación, y la actitud en general del procurador respecto a Sejano, nos confundió.
Tanto Eliseo como yo sabíamos que Poncio Pilato había sido designado posiblemente por el general y favorito de
Tiberio, con la intención premeditada de provocar al pueblo judío. Sejano había sido uno de los hombres que más se
había distinguido por su odio contra los hebreos que habitaban en Roma. Poco tiempo antes de la muerte de Cristo, el
emperador ordenó la expulsión de 4000 judíos, que fueron conducidos a la isla de Cerdeña, con la misión de eliminar
las bandas de bandidos que tenían allí sus cuarteles generales. Este destierro masivo estuvo propiciado en buena
medida por consejo de Sejano y a raíz de una malversación de fondos por parte de cuatro hebreos que habían sido
encargados por Fulvia, esposa del senador Saturnino y recién convertida al judaísmo, del traslado de valiosos regalos al
templo de Jerusalén. Pero estos judíos se quedaron con los regalos y el comandante de la guardia pretoriana, Sejano,
aprovechó este suceso informando a Tiberio. Este se enfureció y, como digo, ordenó que todos los judíos y prosélitos
fueran expulsados de Roma. Esta fue, precisamente, la primera persecución de los judíos en Occidente. (N. del m.)


159
instalación. Soy portador de una carta, en la que te ruega me permitas hacer algunas consultas
al respecto...
Y acto seguido rescaté de mi bolsa de hule el pequeño rollo de pergamino, meticulosamente
lacrado y confeccionado por los hombres de Caballo de Troya1. Se lo extendí a Pilato que, a
decir verdad, no salía de su asombro.
Después de leer el mensaje de mi inexistente amigo lo dejó caer sobre la mesa, visiblemente
satisfecho por tanta adulación.
-No sabía que en Roma conocieran...
Asentí con una sonrisa.
-Bien, concedido. Mañana mismo podrás hacer todas las preguntas que creas conveniente...
-Mañana, estimado procurador -le interrumpí- no podré acudir a la fortaleza Antonia. Pero sí
el viernes.
-No se hable más: el viernes.
-No deseo abusar de tu consideración -forcé-, pero, tú sabes lo difícil que resulta el acceso a
tu residencia. ¿Podrías proporcionarme una orden o un salvoconducto, que facilitara mi trabajo?
Poncio empezaba a perder la paciencia. Y con un gesto de desgana indicó al centurión que le
acercase uno de los rollos que se alineaban en un amplia estantería, empotrada a espaldas del
oficial y que, a simple vista, debía reunir un centenar largo de rollos. El procurador enderezó el
papiro y, tomando una pluma de ganso, garrapateó una serie de frases con una letra casi
cuadrada y en latín.
-Aquí tienes -comentó un tanto molesto, mientras me hacía entrega de la orden-. El viernes,
cuando presentes esta autorización, deberás preguntar por Civilis... Y ahora, por todos los
dioses!, habla de una vez.
«¡Bravo!» La exclamación de mi compañero Eliseo desde el módulo me hizo recobrar el
ánimo.
-Cuanto voy a relatarte -repuse bajando un poco el tono de la voz- es sumamente secreto.
Sólo el Emperador y algunos de sus íntimos en Capri, entre los que se encuentra mi maestro,
Trasilo, lo saben. Espero que tu proverbial prudencia sepa guardar y administrar cuanto voy a
revelarte.
»Tiberio, como te dije, no es ajeno a esa conjura. Él sabe, como tú, de las intrigas de Sejano
y de su responsabilidad en las muertes y destierro de Agripina y de sus hijos. Pero ha dado
órdenes secretas para que Antonia2 y su nieto Calígula viajen hasta Capri y se pongan bajo su
protección...
Poncio Pilato permaneció boquiabierto, como si estuviera viendo a un fantasma. Al fin, casi
tartamudeando, acertó a expresar:
-¡Calígula...! Claro, el bisnieto de Tiberio... ¡El «Botita»!...3
1 Caballo de Troya había fabricado aquel pergamino, siguiendo las antiguas técnicas de los especialistas de
Pérgamo, en el noroeste de Asia Menor. Se utilizó una porción de piel de cordero. Después de eliminar el pelo fue
raspada y macerada en agua de cal para eliminar la grasa. Después del secado y sin ulterior curtido se frotó con polvo
de yeso, puliéndola a base de piedra pómez. La escritura, en latín, fue realizada siguiendo la técnica llamada capitalis
rustica, a base de letras esbeltas y elegantes. (N. del m.)
2 Para poder comprender mejor estas luchas intestinas, que azotaron, sobre todo, aquellos últimos años del imperio
de Tiberio, quiero recordar a los principales componentes de la llamada familia de los Claudios:
Primera generación: Tiberio Claudio Nerón, casado con Livia, de la que tuvo a Tiberio (emperador) y a Druso I,
sospechoso de ser hijo de Livia y el emperador Augusto.
Segunda generación: hijos de Tiberio Claudio Nerón y Livia (hijastros de Augusto): Tiberio (emperador), que se casó
con Vipsania y de la que tuvo a Druso II. Después se casaría con Julia I que le dio un hijo muerto. Druso I: se casó con
Antonia II, de la que tuvo a Germánico, Claudio (que fue emperador) y a Livila.
Tercera generación (hijos de Tiberio y Vipsania): Druso II: se casó con Livila, de la que tuvo a Julia III, Germánico
Gemelo y Tiberio Gemelo.
Tercera generación (II) (hijos de Druso I y Antonia II y, por tanto, sobrinos de Tiberio y sobrinos-nietos de
Augusto): Germánico, Claudio (emperador) y Livila.
Cuarta generación (hijos de Druso II y Livila y, por tanto, nietos de Tiberio y sobrinos-bisnietos de Augusto): Julia
III, Germánico Gemelo y Tiberio Gemelo.
Cuarta generación (II) (hijos de Germánico y Agripina I y, por tanto, sobrinos-nietos de Tiberio y bisnietos de
Augusto): Nerón I, Druso III, Caio (más conocido por Calígula), Agripina II, Drusila y Julia Livila.
(Antonia II, en consecuencia, era madre de Germánico y abuela de Calígula.) (N. del m.)
3 Así llamaban familiarmente a Calígula los soldados con los que se crió en la Germania, por el calzado que usaba,
de tipo militar. (N. del ni.)


160
Entonces, silos planes del César se cumplen -comentó dirigiéndose a su jefe de centuriones-,
ya podemos imaginar quién será su sucesor...
Después, como si todo aquello resultase sumamente confuso para su mente, volvió a
interrogarme:
-Pero, ¿qué dicen los astros sobre la vida de Tiberio? ¿Durará mucho?
Mi respuesta -tal y como yo pretendía- desarboló el incipiente entusiasmo del procurador,
que parecía soñar con la desaparición del rígido y cruel Tiberio.
-Lo suficiente como para que aún corra mucha sangre...
(Yo sabía, obviamente, que la muerte del César no se produciría hasta el año 37.)
La súbita irrupción de uno de los sirvientes del procurador en el salón oval -anunciándole que
el almuerzo se hallaba a punto- vino a interrumpir aquella conversación. Yo, sinceramente,
respiré aliviado.
Pero Pilato, entusiasmado y agradecido por mis revelaciones, nos rogó que le
acompañásemos. José y yo nos miramos y el de Arimatea -que no había abierto la boca en toda
la entrevista- accedió con gusto.
(Yo no podía sospechar que, esa misma tarde, tendría la ocasión de presenciar un hecho que
resultaría sumamente ilustrativo para comprender mejor el oscuro suceso de la huida de los
guardianes de la tumba donde iba a ser sepultado Jesús de Nazaret.)
Algo más relajados, los cuatro nos dirigimos hacia el extremo opuesto donde habíamos
mantenido la entrevista. El procurador, adelantándose ligeramente, nos fue conduciendo hacia
un recogido triclinium, separado del «despacho» oficial por unas cortinas de muselina
semitransparente.
La rapidez con que habíamos sido introducidos en aquel salón oval y la circunstancia de
haber permanecido todo el tiempo en el sector norte, de espaldas al resto, me habían impedido
observarlo con detenimiento. Mi misión en la mañana del próximo viernes me obligaba a
conocer lo más exactamente posible la distribución del mismo. Así que aproveché aquellos
instantes para -simulando un interés especial por un busto alojado en un amplio nicho
practicado en el centro de la pared que albergaba también la biblioteca de Pilato- «fotografiar»
mentalmente cuantos detalles pude.
Poncio se detuvo al ver que me quedaba rezagado. Me incliné ligeramente sobre aquel
pequeño busto de bronce, reconociendo con sorpresa que se trataba de una efigie idéntica
(quizá fuera la misma) a la que yo había contemplado durante mi entrenamiento en el Gabinete
de Medallas de la Biblioteca de París. En este busto del emperador Tiberio se apreciaba en su
boca el característico rictus de amargura del César.
-¡Hermoso! exclamé.
Y el romano, con una irónica sonrisa, preguntó:
-¿Quién? ¿El César o el busto?
-La escultura, por supuesto. En mi opinión -añadí señalando el gesto de la boca- es uno de
los pocos que le hacen cierta justicia...
-Me gusta tu sinceridad, Jasón -repuso el procurador, acercándose hasta mí y golpeando mi
espalda con una palmadita.
-¿Sabes? Me gustaría adivinar qué dirá la Historia de este tirano...
-Eso -le respondí-, precisamente eso: «Aquí yace un déspota cruel y un tirano
sanguinario...»
Poncio Pilato no podía sospechar siquiera que yo le estaba anunciando el epitafio que sus
biógrafos escribirían sobre su tumba en el año 37. Aunque también es cierto -y en esto
comparto la opinión del gran historiador Wiedermeister- que si Tiberio hubiera nacido en el año
6 antes de Cristo, la Historia le hubiera dedicado una frase muy distinta: «Aquí yace un gran
estratega.»
-Yo, en cambio, haría cincelar su frase favorita: «¡Después de mi, que el fuego haga
desaparecer la tierra!»
Pilato llevaba razón. Tal y como recogen Séneca y Dión, ésa era la frase más repetida por
Tiberio.
A derecha e izquierda del busto del César, clavadas en sendos pies de madera, habían sido
situadas la enseña de la legión y el signo zodiacal de Tiberio, respectivamente. La primera: un


161
águila metálica (probablemente en bronce dorado), con las alas extendidas y un haz de rayos
entre las garras. El segundo, un escorpión, igualmente metálico y con un intenso brillo dorado.
Estas sagradas insignias romanas aparecían montadas sobre sendas astas de más de dos
metros de longitud y provistas de conteras metálicas, con el fin de que pudieran ser clavadas
en tierra o, como en este caso, en una base cuadrangular de madera rojiza.
Siguiendo esa misma pared, el salón presentaba una puerta mucho más sobria y reducida
que la del acceso por el vestíbulo. Por allí había hecho su aparición el sirviente y por allí -
supuse- podría llegarse hasta las habitaciones privadas del procurador.
El resto del salón se hallaba prácticamente vacío. En total, contabilizando el reducido
comedor que cerraba aquella estancia elipsoidal, el lugar debía medir alrededor de los 18
metros de diámetro superior, por otros 9 de diámetro inferior o máxima anchura. El techo, de
unos 13 metros, y totalmente abovedado, me pareció una muestra más del alarde y
concienzudo trabajo llevado a cabo por Herodes en aquella fortaleza.
Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando, al separar las cortinas que dividían el triclinium del
«despacho», una cascada de luz nos inundó a todos. En lugar de un ventanal gemelo al
existente en el otro extremo del salón, los arquitectos habían abierto en el techo un tragaluz
rectangular de más de tres metros de lado, cerrado con una única lámina de vidrio. El sol, en su
cenit, entraba a raudales, proporcionando a la acogedora estancia una luminosidad y un tibio
calor que agradecí profundamente. En el centro se hallaba dispuesta una mesa circular -de
apenas 40 centímetros de alzada-cubierta con un mantel de lino blanco, y presidida por un
centro de fragantes flores de azahar, casi todas de cidro y limonero. Alrededor de la mesa, y
esparcidos por el suelo, se amontonaban un buen número de cojines o almohadones, repletos
de plumas, que servían habitualmente de asiento o reclinatorio.
El ábside que constituía la pared del triclinium -igualmente forrada con madera de cedropresentaba
media docena de lucernas o lámparas de aceite (ahora apagadas). Y en la zona que
no era otra cosa que la prolongación de la pared donde yo había contemplado el busto del
César descubrí una estrecha puerta, magistralmente disimulada entre las vetas de los paneles
de cedro. Por allí, precisamente, fueron apareciendo cuatro o cinco esclavos, todos ellos
ataviados con cortas túnicas de color marfileño. Al parecer, procedían de Siria, excepción hecha
de un galo de larga melena rubia. En el transcurso de la comida, Pilato me confesaría que aquel
bello mancebo era una «joya». Después de no pocos regateos había conseguido comprarlo en
el mercado de esclavos de Jerusalén por la nada despreciable suma de mil sestercios (unos 250
denarios de plata).
Cada uno de aquellos sirvientes era portador de un barreño o lavapiés de cobre, con un
pequeño apoyo de madera en el interior, que servía para situar la planta del pie, haciendo así
más cómodo el lavado.
Después del obligado ritual, Poncio me sugirió que no calzara mis sandalias. El y el centurión
habían hecho otro tanto. Al principio no comprendí, pero Pilato, sonriendo y señalando el
entarimado del piso, aclaró el por qué de aquella sugerencia:
-Así tendrás la oportunidad de experimentar por ti mismo las excelencias de mi sistema
subterráneo de calefacción, que tanto te preocupa...
Al posar mis pies sobre la madera de ciprés empecé a sentir, en efecto, un calor muy sutil y
reconfortante. Sinceramente, quedé maravillado. El circuito de agua caliente que discurría bajo
el piso transmitía al suelo la suficiente energía calorífica como para templar la estancia, sin
necesidad de chimeneas o incómodas estufas.
Naturalmente, y conociendo un poco la especial psicología de mi anfitrión, no dudé en hacer
grandes elogios de aquel «revolucionario» e ingenioso artilugio, prometiéndole hablar de ello a
cuantos dignatarios y cortesanos tuviera la oportunidad de conocer.
Y mientras los esclavos iban situando sobre la mesa las diferentes viandas, yo aproveché
aquellos primeros instantes del almuerzo para -tal y como tenían por costumbre los ciudadanos
romanos- obsequiar a Pilato y a Civilis con sendas pequeñas esmeraldas, obtenidas por Caballo
de Troya de las minas de Muzo1. El proyecto, como ya expuse en su momento, había planeado
1 Debo dejar constancia que los hombres de Caballo de Troya trataron por todos los medios de conseguir las
esmeraldas en los yacimientos de los Urales, en territorio soviético. Estas minas fueron citadas ya por el historiador
Plinio el Viejo (que vivió del año 23 al 79 de nuestra Era) en su obra Tratado sobre las piedras preciosas. Ello hubiera
proporcionado a la acción un carácter más puro y objetivo. Pero los obstáculos levantados por los rusos fueron tales
que el general Curtiss decidió cambiar el origen de las esmeraldas, recurriendo entonces a las no menos famosas minas


162
simplificar mi acceso hasta el procurador romano, mediante este regalo. En principio, la misión
me había hecho entrega de dos únicas piedras de «fulgor verde» -como las definió Plinio- que
deberían ser obsequiadas a Pilato. Pero, sospechando que mi libertad de movimientos en la
jornada del viernes por la Torre Antonia se vería muy condicionada por la voluntad del jefe de
los centuriones, decidí sobre la marcha ganarme igualmente su aprecio. Y nada mejor que
hacerle entrega de una de aquellas bellísimas esmeraldas, las piedras más cotizadas por el
mundo romano después de los diamantes y las perlas1.
Fue la primera -y la única- vez que vi dibujarse una fugaz sonrisa en el rostro casi pétreo de
Civilis. Pilato, en cambio, se mostró generoso en aspavientos, jurándome por sus antepasados
que no olvidaría mi rostro ni mi nombre. (En realidad me contentaba con que aquel espíritu
voluble me recordara, al menos, hasta el viernes...)
Y aunque el procurador trataba de imitar al César en muchas de sus formas y actuaciones -
especialmente en aquellas que tenían una resonancia pública-, a la hora de comer, en cambio,
distaba mucho de la extrema sobriedad de Tiberio.
El «refrigerio» que habían empezado a servir los esclavos constaba, entre otras «minucias»,
de erizos de mar y ostras traídas expresamente desde los criaderos artificiales del lago Lucrina;
de pollas cebadas y engrasadas sobre empanadas de ostras y otros mariscos como los llamados
por Poncio «bellotas de mar» (negras y blancas). Y todo esto, como «entrada».
El cuarto, quinto y sexto platos fueron aún más sofisticados: solomillo de corzo, pájaros
rebozados en harina y algo que no había visto jamás: ubre y empanadas de ubre de cerda. Y,
como final, morena procedente del Estrecho de Gades (Cádiz) y dátiles sumergidos en un negro
y dulce caldo de las viñas sicilianas.
Aquel banquete estuvo permanentemente regado con el vino que habla traído José, así como
por otros no menos estimables de Lesbos y Chios.
Dada la época del año y el largo viaje que habían soportado las ostras y el resto de los
mariscos, procuré no probarlos, excusándome ante Poncio con una supuesta y aguda dolencia
estomacal. Como contrapartida, me vi en la penosa obligación de degustar aquellas ubres de
cerda...
Entre risas y bromas, Pilato me preguntó si había tenido ocasión de paladear manjares como
aquellos en la mesa de Tiberio, en Capri. Naturalmente -y con gran regocijo por su parte- le
comenté que la frugalidad del César estaba matando de hambre a sus amigos y astrólogos.
(En una oportuna y rápida intervención del módulo, mi hermano completó mi información,
recordándome algunos de los platos favoritos de Tiberio y que Santa Claus había extraído de la
Historia Natural de Plinio el Viejo (XIX, 23 y 28): «Casi exclusivamente vegetales y en especial,
unos espárragos y pepinos que su jardinero cultivaba en cajones con ruedas para trasladarlos al
sol o a la sombra, según el tiempo. También comía unos rábanos que hacía transportar desde la
Germania. Estos vegetales fueron motivo de frecuentes disputas con su hijo Druso II porque
éste se negaba a probarlos. El Emperador era igualmente un fanático de la fruta. Las peras
eran sus favoritas. Tiberio se vanagloriaba de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del
mundo. Su sobriedad llegaba al extremo de beber -ya en su vejez- un vino agrio de Sorrento,
parecido al chacolí vasco.»)
Cuando fui exponiéndole estos pormenores de la dieta diaria del César, Poncio Pilato --que
no estaba muy bien informado sobre este particular- exclamó tras soltar un largo y cavernoso
eructo:
-¡Por Júpiter...! Tiberio bebe vinagre. Ahora comprendo por qué no necesita de médicos. Yo
había oído hablar de su sentido del humor, pero no imaginaba que, además, le gustara sufrir...
colombianas de Muzo, a unos 150 kilómetros al norte de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. El color de estas esmeraldas
es más sedoso, graso y aterciopelado que las rusas, con una birrefrigencia (0,0006) y una densidad (2,71) menores
que las de los Urales. Caballo de Troya adquirió por tanto dos piezas en forma de prisma hexagonal, de 27 gramos de
peso cada una y de un bellísimo color verde. El proyecto estimó que, aunque las piedras procedían de un continente no
des cubierto aún en el año 30, las personas a las que iban dirigidas no disponían de los medios técnicos precisos para
averiguarlo. (N. del m.)
1 Sospechando el alto grado de superstición del pueblo romano, Caballo de Troya quiso regalar precisamente
esmeraldas, ya que esta gema gozaba en la antigüedad de un carisma especial. Se le atribuían propiedades curativas
contra las fiebres perniciosas y las picaduras de animales venenosos, tan comunes en los bosques y desiertos de
Palestina en aquellas fechas. (N. del m.)


163
Y soltando una de aquellas grasientas empanadas de ubre de cerda, comenzó a reír a
carcajadas, al tiempo que hacía una señal al esclavo galo para que le acercara un aguamanil. El
mancebo esperó a que su amo hubiera lavado sus manos y, como si se tratase de una
costumbre habitual, se inclinó sobre el procurador, ofreciéndole su larga y sedosa cabellera.
Pilato, sin mirarle siquiera, fue secándose con el pelo del esclavo.
José y yo cruzamos una mirada de repugnancia.
Pero Poncio había centrado el tema de la conversación en el conocido sentido del humor de
su Emperador y me rogó que le contara algunos de los últimos chistes y anécdotas
protagonizados por Tiberio.
Aquello me pilló tan de improviso que a punto estuvo de costarme un serio percance con el
procurador. Y aún sabiendo que lo que iba a relatarle se debe más a la leyenda e invención
popular que al rigor histórico, eché mano de una anécdota que circuló por Capri en aquellos
años de destierro voluntario del César.
-Se cuenta -comencé, esperando que Eliseo me ofreciera nueva documentación- que no hace
mucho, el Emperador fue asustado por un pescador de la isla, cuando éste se le aproximó para
regalarle un pez. Tiberio, con la crueldad que le caracteriza, mandó que le refregaran la cara
con el pescado. Y, entre ayes de dolor, el pescador -que debía tener un humor tan especial
como el del César- se felicitó por no haberle ofrecido una langosta...
»Al oír esto, el Emperador -siguiendo el humorístico comentario de su súbdito- hizo que
trajeran una langosta con un caparazón erizado de púas, refregándoselo por la cara.
Pilato asintió con la cabeza, exclamando:
-Ese es Tiberio...
Para ese momento, Santa Claus había memorizado ya otros sucesos; algunos, fiel reflejo del
profundo desprecio que sentía Tiberio César por sus semejantes.
Y aún a riesgo de que Poncio los conociera, procedí a relatárselos:
-Se cuenta también, admirado procurador, que, en cierta ocasión, el Emperador recibió a
unos embajadores de Troya, que habían acudido a expresarle su pésame por la muerte del hijo
del César. Como estos troyanos llegaron con bastante retraso, Tiberio les respondió: «Yo, a mi
vez, os doy el pésame a vosotros por la muerte de vuestro gloriosísimo ciudadano Héctor... »
Pilato apuró su enésima copa de vino, reclinándose aún más en los mullidos almohadones de
plumas y haciéndome una señal para que prosiguiera.
-En Roma circula también otra anécdota. Tiberio dio una vez un banquete y los invitados, al
entrar en el triclinium observaron que sobre la mesa sólo había medio jabalí. El César,
entonces, les hizo ver «que medio tenía el mismo sabor que un jabalí entero»...
Tal y como empezaba a suponer, los vapores del vino y la comilona no tardaron en hacer
efecto. Y Poncio, que intentaba sostener su cabeza sobre la palma de la mano derecha,
comenzó a dar súbitas cabezadas.
En un tono algo más bajo conté el que sería el último suceso:
-Hubo veces en que ese humorismo disfrazaba una terrible crueldad. Este fue el caso de un
acontecimiento ocurrido al poco de ser nombrado Emperador. Como sabéis -proseguí sin perder
de vista los cabeceos del gobernador-, cuando Augusto murió dejó en su testamento un
importante legado económico, que Tiberio fue repartiendo poco a poco. Pues bien, cierto día
acertó a pasar un entierro por delante del Capitolio. Y uno de los presentes se acercó al
cadáver, simulando que le hablaba al oído. Tiberio se extrañó y le preguntó por qué había
hecho aquello. El bromista le dijo que le había pedido al muerto que le transmitiera a Augusto
que él no había cobrado todavía. Tiberio enrojeció de ira y dio orden de que lo matasen, «para
que fuera él mismo quien llevase el recado al fallecido emperador Augusto»1.
Al concluir mi exposición, Poncio Pilato yacía ya -boca arriba-, sumido en un profundo sueño.
Y sigilosamente, por consejo del centurión, abandonamos el comedor, mientras uno de los
sirvientes -siguiendo, al parecer, otra rutinaria obligación- iniciaba una más que penosa tarea:
hurgar con una pluma en las fauces de su señor, a fin de provocarle el vómito... y pudiera
disfrutar de las delicias de la siguiente comida.
1 Algunas de estas anécdotas fueron introducidas en el ordenador del módulo siguiendo los textos de Suetonio (Los
doce Césares), Tácito (Tibére ou les six premiers livres des Annales. París, 1768), y Casio Dión (Historia de Roma, LVI,
14) (N. del m.)


164
Ya en el vestíbulo, y cuando nos disponíamos a despedirnos de Civilis, otro centurión nos
salió al paso. En latín y casi al oído le comunicó algo. El jefe de los centuriones no respondió a
las palabras de su compañero. Dudó un instante y, por fin, volviéndose hacia nosotros, trató de
excusarse, informándonos que el tribuno de la legión -destacado también con él y sus hombres
desde Cesárea- le aguardaba para proceder a la ejecución de una sentencia.
Aquello era igualmente nuevo para mí y experimenté una gran curiosidad. Pero, aunque no
llegué a despegar los labios, Civilis -que parecía leer los pensamientos de cuantos le rodeabandebió
captar mis deseos y, dirigiéndose a José, le hizo saber con un aire de ironía y desprecio
hacia su condición de judío:
-Si así lo deseáis, ahora podéis presenciar una prueba más de la justicia del pueblo
romano...
Ni el anciano ni yo teníamos idea del asunto. Pero la voz del centurión había sonado casi
como una orden y nos apresuramos a seguirle. En compañía del otro oficial, Civilis descendió
por las escaleras, de mármol, dirigiéndose hacia la derecha del patio porticado. Este se hallaba
desierto, con la excepción de aquel legionario que seguía cargando un pesado saco sobre su
cuello y hombros y la del centinela que permanecía a su lado. ¿Dónde estaba el resto de la
tropa?
Pronto iba a salir de dudas.
Al cruzar una de las puertas del ala norte del patio nos encontramos de pronto en una
explanada, también al aire libre, de algo más de 300 pies de longitud por otros 150 de anchura.
Aquel lugar, totalmente cubierto por arena blanca y muy fina, se hallaba dentro del recinto de
la fortaleza, ocupando buena parte de su cara norte. El recinto aparecía perfectamente cercado
por el muro exterior de la Torre Antonia y por el complejo de edificios de la sede romana en sus
restantes alas. En el extremo más oriental se alineaban una decena de tiendas de campaña,
ocupando la totalidad de aquel lado del rectángulo al que nos había conducido el oficial y que -
según me fue explicando- no era otra cosa que un campo de entrenamiento. Las tiendas,
confeccionadas con pieles de cabra y teñidas en un amarillo terroso, presentaban un techo con
dos vertientes1. Por debajo de estas cubiertas traslucía una serie de listones que constituían el
armazón de cada una de estas barracas, capaz para diez hombres. Según Civilis, la afluencia de
aquellos miles de hebreos a la fiesta anual de la Pascua les obligaba a reforzar la guarnición de
Antonia. Aquellas tiendas de campaña cubrían perfectamente las necesidades de los legionarios
que se trasladaban con él desde Cesárea.
Frente a los «papilio» (nombre que le daban a estas tiendas por la semejanza de sus
cortinas, recogidas en la puerta de entrada, con las alas de las mariposas), el ejército romano
había plantado media docena de postes de algo más de metro y medio de altura. Todos ellos
cargados de muescas, consecuencia de los mandobles que llovían sobre los citados troncos en
los entrenamientos. Algunas de las espadas y lanzas, con un peso que doblaba el de los pilum y
gladius normales, se hallaban clavadas en la arena. Los escudos y cascos reposaban apoyados
sobre aquéllas.
Varios cientos de legionarios -todos ellos libres de servicio a juzgar por su indumentaria- se
habían ido congregando en la explanada, formando corrillos y cambiando impresiones en voz
baja.
Al ver a Civilis, los soldados se apresuraron a abrirle paso, adoptando un respetuoso silencio.
El jefe de los centuriones se detuvo frente a los postes de entrenamientos, saludando al
tribuno y a los centuriones allí reunidos. El primero, mucho más joven que Civilis y que el resto
de los oficiales, constituía un mando intermedio, responsable, más que del mando táctico de la
legión (que era potestad del jefe de los centuriones), de la jefatura del régimen interior de la
misma. En aquella época, sin embargo, su importancia había decrecido notablemente. Una de
sus funciones, precisamente, era la de iniciar la ejecución de una pena capital. Su vestimenta
era prácticamente la misma que la de los centuriones, si bien su toga o capa era violácea y,
generalmente, no portaba armas.
Los oficiales sostuvieron un brevísimo consejo y, acto seguido, uno de ellos dio la orden para
que el reo fuera conducido a la arena. De pronto los legionarios comenzaron a arremolinarse
alrededor de otros dos soldados que acababan de entrar en el campo de adiestramiento. Cada
1 En el argot popular, el hecho de vivir o permanecer en un campamento de estas características -con tiendas de
piel de cabra- era conocido entre los soldados romanos como sub pellibus esse: «estar bajo las pieles». (N. del m.)


165
uno cargaba sobre sus brazos un buen número de palos de un metro de longitud. Entre
empujones, protestas y todo tipo de imprecaciones, medio centenar de romanos se hizo al fin
con los bastones. Y el silencio cayó de nuevo sobre aquella masa de energúmenos.
Al poco, y por la misma puerta por donde habíamos penetrado en la explanada, vimos
aparecer a un hombre joven, cubierto con la típica túnica roja de los legionarios, escoltado por
dos centinelas.
Al llegar frente a los centuriones, Civilis le saludó con el brazo en alto. El condenado
respondió al saludo y, sin más preámbulos, el jefe de las centurias ordenó a la custodia que le
despojaran de su vestimenta. Desde mi posición, a espaldas de los oficiales observé cómo
Civilis entregaba su bastón al tribuno.
Mientras uno de los centinelas sostenía la lanza de su compañero, éste, haciendo presa en el
escote de la túnica, dio un fuerte tirón, desgarrándola hasta la cintura. Inmediatamente, el
soldado tomó la prenda por la parte baja del desgarrón, abriéndola en su totalidad con otro
certero golpe. Arrojó la túnica a la arena, procediendo después a despojar al desdichado de su
taparrabo. Una vez desnudo, la guardia y los centuriones retrocedieron unos pasos, dejando al
reo en mitad del círculo que habían ido formando los 40 o 50 legionarios que habían conseguido
una de aquellas varas. Ante mi sorpresa, aquel infeliz no se movió siquiera. Su rostro había
palidecido y sus ojos, desencajados por un creciente terror, parecían ausentes.
El tribuno se acercó entonces al sirio, tocándole suavemente con el sarmiento que le había
cedido Civilis. Y al instante, como impulsados por un odio salvaje e irracional, los legionarios
saltaron sobre la víctima, golpeándole entre alaridos e insultos. El joven se llevó
instintivamente los brazos a la cabeza, pero la lluvia de golpes era tal que no tardó en doblar
las rodillas, con la frente, rostro y orejas materialmente machacados y cubiertos de sangre. Una
vez caído, aquellas bestias humanas, sudorosas y jadeantes, arreciaron en sus bastonazos
hasta que el legionario terminó por hacerse un ovillo, hundiendo el rostro en la arena. En ese
instante, Civilis hizo una señal a uno de los centuriones. Y aquel coloso -de casi dos metros de
altura y la envergadura de un oso- se abrió paso a empellones entre la enloquecida chusma. Al
verle, los legionarios cesaron en sus acometidas. Y el silencio, apenas roto por las agitadas
respiraciones de los apaleadores, reinó nuevamente en el lugar. Aquel centurión -llamado
Lucilio y a quien las legiones de Pannonia habían bautizado con el apodo de «cedo alteram»1,
porque apenas rompía una verga en las espaldas de un soldado pedía otra y otra, diciendo
siempre «cedo alteram»-, cuya imagen resultaría ya difícil de borrar de mi mente, jugaría un
destacado papel en la flagelación del Maestro de Galilea...
Lucilio se situó a un metro del reo. Le arrebató el palo a uno de los soldados y levantándolo
por encima de su cabeza, descargó un golpe seco y preciso en la nuca del condenado. Al recibir
aquel impacto, la cabeza del legionario se dobló y el cuerpo, sin vida ya, se desplomó sobre uno
de sus costados.
El «apaleamiento» -fórmula habitual de ejecución en las legiones romanas- había concluido.
Mientras los soldados devolvían los bastones y se retiraban lentamente del campo de
entrenamiento, uno de los médicos se arrodilló ante la víctima, procediendo a tomar su pulso.
Pero el golpe de gracia del gigantesco «cedo alteram» había sido decisivo, acortando sin duda
los sufrimientos de aquel desertor.
Civilis, que no parecía alterado en lo más mínimo por aquel sangriento espectáculo,
respondió a mi pregunta sobre la causa de aquella ejecución, explicándome que aquel
legionario había cometido uno de los peores delitos en que puede incurrir un soldado: el
abandono de su puesto de guardia2. Después de un consejo sumarísimo, los tribunos y oficiales
habían decretado su muerte.
Aquel trágico suceso -como ya referí anteriormente- me hizo meditar sobre lo que yo había
leído, en relación con el supuesto abandono de la guardia por parte de los legionarios que
vigilaban la tumba de Jesús. Y un presentimiento empezó a flotar en mi cerebro...
1 La expresión cedo alteram viene a significar «paso a la otra».
2 El apaleamiento o castigatio era una ejecución solemne, que se aplicaba, incluso, a los oficiales. Incurrían en ella
todos aquellos que abandonaban su puesto de guardia, los que se daban al pillaje en las casas y pueblos por donde
pasaba la legión, los que se rebelaban contra sus jefes, los homicidas, ladrones, los que perdían sus armas, los que
reincidían por tercera vez en la misma falta, los que atentaban contra el pudor o los que eran responsables de
negligencia en las imaginarias de la noche. (N. del m.)


166
Si los centinelas romanos sabían qué clase de suerte les aguardaba, en el supuesto que
desertaran de la misión que se les encomendaba, ¿cómo encajar entonces aquellos comentarios
de numerosos exégetas católicos que afirman «que los centinelas que guardaban el sepulcro
huyeron aterrorizados»? (Una vez más, los hechos registrados en aquel amanecer del domingo
no iban a coincidir con estas «justificaciones teológicas», tan apresuradas como faltas de rigor.)
Al pasar nuevamente por el patio porticado y ver a aquel legionario, con el pesado fardo a
cuestas, no pude resistir la tentación e interrogué al centurión, que nos acompañaba ya hacia el
túnel de salida de la Torre Antonia. Civilis me aclaró que se trataba de la «ignominia» o castigo
menor. A causa de alguna falta -que el oficial no me detalló-, aquel soldado había sido
castigado a permanecer durante todo un día con una carga de tierra sobre sus espaldas. (Elíseo
me confirmaría que aquel tipo de penalizaciones había sido «inventado» por el anterior
emperador Augusto.)
La soldadesca había vuelto a sus faenas habituales. Algunos, sentados en bancos de madera
de pino, se afanaban bajo los pórticos en la limpieza de sus cinturones y espadas o repasaban
sus sandalias. Recuerdo que al ver el calzado de uno de aquellos soldados me llamó la atención
la suela. Tomé una de las sandalias y, ante la atónita mirada de su propietario, conté los clavos
que habían sido incrustados en la cara externa de la misma. ¡Catorce! Formaban una «S»,
arrancando desde el tacón y llenando prácticamente la totalidad de dicha suela. (Como también
apunté, aquel mortífero calzado iba a ocasionar dolorosas lesiones en el cuerpo de Jesús de
Nazaret.)
Debían ser las tres de la tarde cuando, tras recuperar mi «vara de Moisés» y saludar a
Civilis, José y yo cruzamos el puente levadizo, dando por concluida aquella agitada e instructiva
visita a la sede de Poncio Pilato.
Al vernos entrar en la mansión de José, el saduceo a quien yo había rogado que siguiera los
pasos de Judas, el Iscariote, y que nos esperaba desde poco después de la hora sexta (las doce
del mediodía), nos besó en la mejilla en señal de bienvenida.
Ismael ben Phiabi I, descendiente del que fuera sumo sacerdote Simón v también saduceo1 -
y al que nunca podré agradecer lo suficiente su lealtad e información- se acomodó en el patio
donde había tenido lugar el almuerzo con Jesús y los griegos y, tras poner a José en
antecedentes de la misión que le había encomendado, pasó a relatarnos lo sucedido en el
templo. (El de Arimatea -tal y como me había referido Ismael en la explanada de los Gentilesera
otro de los amigos y discípulos de Jesús que, por supuesto, conocía las «irregularidades» de
Judas como administrador del grupo, así como su cada vez más abierta oposición a las ideas
sobre la naturaleza del reino que predicaba el Maestro.)
En el fondo, Ismael reconoció que aquel encuentro conmigo había sido cosa de la
Providencia. Mientras se dirigía al interior del templo, en busca de información, el saduceo fue
madurando un plan que, al exponérselo a José, éste aprobó al instante. La dimisión de aquellos
19 miembros del Sanedrín -entre los que se encontraba- había sido, quizá, una medida muy
precipitada. Los seguidores del Maestro conocían el decreto de «caza y captura» de Jesús y no
tardaron en lamentar aquel masivo abandono del supremo órgano de Justicia. Sin un hombre
de confianza que pudiera seguir desde dentro los pasos del Sanedrín, la seguridad del rabí de
Galilea y de todo el grupo se veía gravemente comprometida. Era menester que alguien
simulara el reingreso en el consejo de los 71, actuando como confidente. Y aquélla -meditó
Ismael- podía ser la ocasión de oro para estrechar la vigilancia de José, alias «Caifás», y de sus
partidarios.
-Así que, armándome de valor -prosiguió Ismael-, me dirigí a los aposentos del sumo
sacerdote, solicitando una entrevista con él. Pero antes, y conociendo como conozco la extrema
vanidad y codicia de Caifás, me procuré una copa de oro y plata2.
1 Simón, hijo de Boetos, fue sumo sacerdote en Jerusalén entre los años 22 al 5 antes de Cristo. Un hermano de
Ismael -también del poderoso y acaudalado grupo de los saduceos- seria sumo sacerdote hacia el año 61 después de
Cristo. (N. del m.)
2 Yo sabía por la documentación de Flavio Josefo (Antigüedades, XIII) que los saduceos utilizaban y comían en
utensilios de oro y plata, ya que negaban la resurrección de los muertos, procurando gozar al máximo de la vida
terrena. En esta postura se notaba una clara influencia helenística. Por su parte, Caifás era o compartía las ideas de los
saduceos. (N. del m.)


167
»No fue muy difícil -sobre todo después de poner en sus manos aquel rico presenteconvencer
a Caifás de mis «honestas intenciones» de volver al seno del Sanedrín. «Después de
profundas reflexiones -le dije- he terminado por comprender que la razón te asiste: resulta
blasfemo que este galileo vaya pregonando la resurrección de los muertos...» El sumo
sacerdote se alegró de esta decisión mía, encomendándome que abogara cerca del resto de los
disidentes para que siguieran mi ejemplo.
»Gracias a esta argucia, queridos amigos, pude tener acceso esta misma mañana a una
reunión informal de Caifás con el Sanedrín y en la que, sin yo imaginarlo, Judas iba a ser uno
de los protagonistas...
Ismael hizo una pausa y tomando mis manos entre las suyas añadió:
-Y todo te lo debemos a ti, hermano Jasón. Que Dios, bendito sea su nombre, te bendiga.
En lo más profundo de mi ser empezó a brotar, sin embargo, una incómoda incertidumbre:
¿Qué era lo que había ocurrido aquella mañana en el templo? ¿Por qué Ismael agradecía tan
efusivamente mi idea de seguir a Judas?
-Una hora después de la tercia (hacia las diez de la mañana), como os decía, la casi totalidad
del Sanedrín se reunió en la sala de las piedras talladas. Durante un buen rato, los allí
congregados discutieron la naturaleza de los cargos contra Jesús y, especialmente, la forma del
prendimiento y la fórmula a seguir para conducirle hasta la autoridad romana y garantizar la
ejecución de la sentencia de muerte, Este último punto es el que todavía preocupa a Caifás y a
los escribas y fariseos. Saben que el procurador no es hombre fácil y no han terminado por
ponerse de acuerdo sobre los argumentos jurídicos que deben plantearle.
Según averiguó Ismael, la noche anterior -la del martes y mientras Jesús y sus discípulos
regresaban al campamento de Getsemaní-, el Sanedrín había vuelto a reunirse, analizando
aquel último discurso del Galileo en la explanada del templo. Todos -por unos u otros motivosratificaron
las anteriores decisiones del Consejo, apremiando a Caifás para que procediera de
inmediato y sin más demoras al arresto de Jesús de Nazaret. Sospechando que el rabí de
Galilea no haría acto de presencia en el templo al día siguiente, miércoles, el sumo sacerdote y
los consejeros cursaron una nueva y más precisa orden a los levitas para que la captura tuviera
lugar antes del viernes. Sin embargo, una pregunta quedó flotando en el aire: ¿cómo prender al
impostor sin alterar a las masas y, sobre todo, sin provocar a la guarnición romana,
responsable del orden en Jerusalén? El grupo de los saduceos se mostró mucho más radical que
el de los escribas y fariseos: votaron por el asesinato del rabí. Sin embargo, los fariseos
rechazaron la propuesta por considerarla muy arriesgada.
-Dices que en la asamblea de esta mañana -interrumpí al saduceo- se han vuelto a exponer
los cargos contra el Maestro...
-Así es.
-¿Podrías concretármelos?
-Para los fariseos, los motivos son distintos a los de los saduceos. Aquellos se basan en lo
siguiente:
»Primero: temen a Jesús porque son muy conservadores y no desean que la gente les retire
su viejo prestigio como' maestros en religión".
»Segundo: sostienen que Jesús es un infractor de la Ley. Aseguran que ha violado el sábado
y otras muchas ceremonias sagradas.
»Tercero: consideran una blasfemia que se autoproclame como Hijo del Divino.
»Y cuarto y último: se sienten ofendidos por esa última denuncia del rabí en el templo.
»En cuanto a los saduceos, sus deseos de ver muerto a nuestro Maestro se basan en esto:
»Primero: temen que la creciente simpatía del pueblo por Jesús ponga en grave peligro la
existencia de la nación. Los romanos, dicen, no aceptarán jamás un movimiento revolucionario
como el que parece predicar Jesús.
»Segundo: esa extraña doctrina del rabí de Galilea, pregonando la hermandad entre todos
los hombres, les parece un insulto. Son ellos los únicos responsables del orden social y tiemblan
ante semejante corriente filosófica.
»Y tercero: la "limpieza" del templo por parte del Maestro, provocando el derribo de las
mesas de los cambistas y su retirada del atrio, ha colmado su paciencia. Según mis noticias,
sus pérdidas económicas han sido muy cuantiosas... Como supongo que sabes, tanto Caifás
como su suegro, Anás, tienen parte en el negocio de los intermediarios y cambistas de


168
monedas... Aunque el Maestro fuera el auténtico libertador de Israel, el sumo sacerdote tiene
su corazón ahogado por el odio y el resentimiento y no cejará hasta eliminarlo.
Ismael miró a José con una profunda tristeza y añadió:
-Su suerte está echada.
Traté de no desviar más la conversación y supliqué al saduceo que nos informara sobre lo
registrado aquella misma mañana.
-Pues veréis: Según mis averiguaciones, durante el martes, Judas celebró una reunión con
algunos de sus amigos y parientes. Entre los primeros se hallaban saduceos, íntimos de la
familia de su padre. Y fueron éstos los que le animaron a dar el paso que, fatídicamente, acaba
de dar. El Iscariote les había dicho que, después de mucho meditar, había llegado a la
conclusión de que su permanencia en el grupo de Jesús había sido un error.
-¿Por qué? -volví a interrumpirle, ardiendo en deseos de conocer las verdaderas razones que
habían empujado a Judas.
-Según dijo, el Maestro era sólo un idealista; un soñador bienintencionado, pero no el
esperado libertador de Israel. Y añadió que su obsesión era encontrar el modo de retirarse de
aquel movimiento de una forma satisfactoria. Esta confesión de Judas fue hábilmente
aprovechada por los saduceos, que envolvieron su corazón, asegurándole que su renuncia sería
muy bien acogida por los dignatarios sacerdotales. Y llegaron a prometerle, incluso, grandes
honores y un reconocimiento público, suficiente como para elevar su prestigio entre los hebreos
y borrar esa «desafortunada asociación con los poco ilustrados galileos»...
(Aquella trampa fue la perdición de Judas. Conociendo su agudo sentido del ridículo y su
irrefrenable ambición, las promesas de honores, dignidades y reconocimiento públicos
desencadenaron irreversiblemente su ya antigua decisión de desertar del grupo de Jesús.
Curiosamente -y creo que este punto es de suma importancia-, Judas no pensó en el oro a la
hora de vender a su Maestro. Eso fue una mera consecuencia. Puestos a pensar con
objetividad, ¿qué podían importarle las 30 monedas de plata cuando él, justamente, era el
tesorero del grupo y venía manejando y disponiendo desde hacía tres años del dinero de todos?
Debo recordar a este respecto que, antes de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, en la
mañana del domingo, el Iscariote -en un rasgo de indudable honradez- puso la bolsa común en
manos de Simón, «el leproso». Si Judas hubiera acariciado la idea del dinero como única razón
de su traición, lo más lógico es que, con su huida, se hubiese apoderado de todo -o parte- del
fondo económico del movimiento del que era administrador. Como iremos viendo, las
motivaciones del apóstol eran muy distintas y mucho más profundas.)
Judas confesó a sus parientes y amigos que estaba convencido que la misión de su Maestro
no podía prosperar. Enfrentarse así a los poderosos miembros del Sanedrin sólo podía
ocurrírsele a un loco y él, según sus propias palabras, no quería perecer con el resto a manos
de la justicia judía o romana.
»En el fondo -comentó Ismael, que conocía muy bien la tortuosa personalidad del traidor-, lo
que Judas no parece soportar es que se le identifique algún día con un movimiento fracasado...
A estas manifestaciones del saduceo me atreví a añadir un hecho -ya comentado por mí
anteriormente- que, también, en opinión de mis amigos, había sido fulminante a la hora de
entender el comportamiento de Judas. Me referí al incidente del frasco de perfume que derramó
María sobre Jesús y a la dura crítica de que fue objeto el Iscariote por parte del Maestro, y
tanto José como Ismael -repito- se mostraron de acuerdo en que, ya en esos momentos, la
mente del susceptible discípulo empezó a maquinar la forma de vengarse.
Sí -repuso José-, Judas es un hombre resentido. En mi opinión, jamás perdonó al Maestro
que no le distinguiera del resto, tal y como ha hecho con Juan, Pedro y Santiago. Es probable -
lamentó el anciano- que los torcidos ánimos de Judas vayan tanto en contra de Jesús como de
esos tres compañeros.
-El caso es que, después de la reunión del Sanedrín -continuó el saduceo-, Caifás ordenó la
entrada en la sala de Judas y de uno de sus familiares. Según entendí, se trataba de un primo
suyo. Este, a petición del Consejo, fue el primero en hablar. Presentó a Judas, aburriéndonos a
todos con una larga perorata, en la que quiso justificar la decisión de su primo de abandonar el
grupo del Galileo. Afirmó que Judas había descubierto su error y que deseaba hacer pública
renuncia de su asociación con Jesús. A cambio, solicitaba el perdón, la confianza y la amistad
de los altos dignatarios allí congregados. Y como prueba de su sinceridad, el portavoz de Judas
explicó que su pariente estaba dispuesto a facilitar el arresto silencioso y secreto del Nazareno,


169
evitando así el peligro del levantamiento de la multitud y un nuevo y posible retraso en su
captura, como consecuencia de la inminente fiesta de la Pascua.
»Aquellas últimas afirmaciones del primo de Judas animaron extraordinariamente a los
miembros del Sanedrín, que veían así una nueva luz para proceder al apresamiento del
impostor.
»Caifás, entonces, invitó a Judas para que se ratificase en lo que acabábamos de oír. Y el
traidor, dando unos pasos hacia la presidencia, respondió con tanta firmeza como frialdad:
"Haré todo cuanto ha prometido mi primo. Quiero que Jesús quede bajo vuestra custodia. A
cambio, os pido un reconocimiento público..."
(Aquella palabra -«custodia»-, repetida varias veces por Ismael, iba a resultar de suma
trascendencia para Judas. Su reiteración a la hora de exigir la «custodia» del Maestro no era
gratuita. Como veremos en su momento, amén de la profunda desilusión del traidor respecto a
los sacerdotes, Judas no pensó jamás que su Maestro fuera ejecutado, sino simplemente
encarcelado o custodiado.)
Creo que el traidor -prosiguió Ismael visiblemente decepcionado- no captó la mirada de
desprecio de Caifás. Si Judas hubiera caído en la cuenta de la trampa que le estaban tendiendo,
probablemente no hubiera aceptado aquella situación...
»Pero el ladino Caifás no dejó traslucir sus verdaderas intenciones y evitando los
planteamientos de Judas, le respondió: "Tú deberás acordar con el jefe de los levitas la forma
de traernos a ese galileo esta misma noche o, a lo sumo, mañana jueves, después de la puesta
de sol. Cuando nos haya sido entregado, recibirás tu recompensa.
»Al escuchar las palabras del sumo sacerdote, los ojos de Judas brillaron con una luz
especial. Se sentía satisfecho y así lo manifestó públicamente. Después salió de la sala,
celebrando una larga entrevista con el jefe de la policía del Templo. Yo no pude retirarme del
consejo del Sanedrín, pero, al rato, supe que los levitas, siguiendo las instrucciones del traidor,
habían fijado la detención del Maestro para la noche de mañana, jueves, una vez que los
peregrinos y vecinos de Jerusalén se hayan retirado a sus hogares. Por el propio Judas, los
levitas habían sabido que el Nazareno se hallaba ausente del campamento de Getsemaní y que,
en consecuencia, al no poder conocer con exactitud el momento del regreso del Maestro, su
captura había sido aplazada hasta la noche siguiente. Con el fin de concretar aún más los
detalles sobre el lugar y momento adecuados del apresamiento, el jefe de la policía judía había
pedido a Judas que se personase en el Templo durante la mañana del día siguiente.
Ultimada la secreta captura de Jesús, los sacerdotes allí reunidos respiraron aliviados,
felicitándose mutuamente por la inesperada y providencial presencia de aquel renegado. Y allí
mismo, después de una corta discusión, Caifás fijó ya el precio de la «compra» de Jesús:
treinta «seqel» de plata1. Algunos de los saduceos, creyendo que el Sanedrín iba a cumplir su
promesa de glorificar a Judas, estimaron que aquel dinero era excesivo. Pero el sumo sacerdote
les hizo ver y comprender que no eran esas sus intenciones...
Un desolador silencio puso punto final a aquella reunión en casa de José, el de Arimatea.
Como muy bien había señalado Ismael, la suerte del Maestro estaba echada..., a no ser,
claro, que aquellos dos hombres actuaran de inmediato.
Antes de partir hacia el campamento de Getsemani, José e Ismael se enzarzaron en una
discusión que me hizo temblar. Por primera vez en el transcurso de mi misión, mi intervención -
a pesar de todas las precauciones- estaba a punto de provocar algo irremediable. Tanto el de
Arimatea como el saduceo estimaban que había que denunciar a Judas y alertar a la totalidad
del grupo. Su afán era totalmente comprensible. Sin embargo, y en un último esfuerzo por no
alterar los acontecimientos, traté de hacerles comprender que aquélla no era la actitud más
inteligente.
-Estoy conforme -les dije- con vuestro recto deseo de advertir al Maestro, pero ¿qué ganáis
con hacer pública la traición del Iscariote?
Ni el anciano ni Ismael parecían comprenderme. Y me vi obligado a recurrir a un argumento
que terminó por ser aceptado por ambos.
1 Quiero llamar la atención sobre esa palabra -«compra»- porque, tal y como veremos más adelante, su significado
pudo haber abierto una vía de solución al problema de la captura de Jesús y a la desesperación de Judas. (N. del m.)

170
-Sabéis de la vieja enemistad y de los celos de Judas hacia hombres como Juan, Pedro y
Santiago. Si éstos llegasen a sospechar siquiera lo que acaba de planear su compañero, ¿que
creéis que ocurriría...?
Mis amigos asintieron con su silencio.
-Hablad en secreto con el Maestro -proseguí-, si así lo estimáis, pero no carguéis el ya
enrarecido ambiente del grupo. Dejad que sea Jesús -remaché- quien hable con Judas, si lo
considera prudente. El rabí ama también al Iscariote y sabrá lo que debe hacerse...
Tras una encendida discusión, Ismael y José aceptaron mi propuesta y los tres,
aprovechando las últimas luces del día, nos encaminamos hacia la falda del monte de los
Olivos. El anciano y el saduceo, con la única y exclusiva finalidad de hablar con Jesús de
Nazaret, y yo, con el alma encogida ante la posibilidad de que mi exceso de celo por seguir los
pasos de Judas pudiera provocar una catástrofe.
Cuando entramos en el campamento, las mujeres habían preparado una reconfortante
hoguera. Jesús no había regresado aún y los discípulos, inquietos y malhumorados, iban y
venían, reprochándose mutuamente su falta de decisión por no haber escoltado al Maestro.
Pedro, más alterado que el resto, llegó a proponer que un grupo de hombres armados saliera
en su búsqueda. Pero Andrés -con su habitual serenidad- les recordó las palabras del rabí,
haciéndoles ver que si él había dicho que «ningún hombre le pondría sus manos encima antes
de que hubiera llegado su hora», así debería ser.
Mientras aguardábamos el retorno de Jesús y Juan Marcos, David Zebedeo se unió al grupo
que formábamos José, el de Arimatea, Ismael ben Phiabi y yo, y con gran sigilo nos comunicó
que sus «agentes» en Jerusalén le habían informado ya del complot que se estaba fraguando
para acabar con la vida del Maestro. Nos miramos sin saber qué hacer. Pero José conocía de
antiguo la especial discreción que distinguía a aquel astuto discípulo y nos tranquilizó. Con gran
alivio por mi parte, la reunión de Judas con el Sanedrín había ido filtrándose poco a poco y los
hombres que trabajaban para el Zebedeo no tardaron en informarle. Desde hacía años, el grupo
de Jesús disponía de una curiosa red de «correos» o emisarios -organizados y dirigidos por
David Zebedeo- cuyo trabajo era la transmisión de noticias. De esta forma, los numerosos
amigos, familiares y simpatizantes del movimiento estaban al tanto de los mensajes y
consignas que emanaban de Jesús o de sus hombres. David había ido viendo cómo las
relaciones de su Maestro con los miembros del Sanedrín se deterioraban paso a paso y, por
propia iniciativa, aquel miércoles había decidido montar en el campamento de Getsemaní un
«cuerpo» especial de mensajeros. Al igual que Lázaro y sus hermanas, aquel judío de mente
clara y gran valentía, parecía haber entendido mucho mejor que los apóstoles cuál iba a ser el
fin de Jesús. Sin embargo, jamás le vi exponer estos temores ante el resto de los íntimos del
Nazareno. Y siguiendo esta misma y sigilosa conducta, David nos comunicó sus pesimistas
impresiones, haciéndonos saber igualmente que en previsión de males mayores- uno de sus
«correos», enviado por él varios días antes a la población de Beth-Saida (al norte del lago de
Genazaret), había llevado recado a su madre y a María, la madre de Jesús, para que viajasen
de inmediato a Jerusalén. Ese mensajero había regresado hacia las cuatro de la tarde de aquel
miércoles, comunicándole a Zebedeo que las mujeres y parte de la familia del Galileo estaban
ya en camino y que quizá entrasen en el campamento esta misma noche o, a lo más tardar, por
la mañana del jueves. José agradeció en nombre de todos la confianza que había demostrado
David al ponernos al corriente de estos pormenores y, en compensación y suplicándole que
mantuviera la boca cerrada, confirmó las noticias del Zebedeo sobre la traición de Judas.
Pero nuestra conversación se vio súbitamente interrumpida por una creciente agitación entre
los discípulos que deambulaban por el huerto. Andrés se precipitó sobre nosotros, soltándonos
a bocajarro:
-Ha corrido la noticia de que Lázaro ha huido de Betania.
David sonrió irónicamente. Y cuando Andrés se hubo alejado, comentó con pesadumbre:
-No os alarméis. Ha sido uno de mis mensajeros quien ha llevado a Lázaro la noticia de que
el Sanedrín se disponía a prenderle hoy mismo. Tiene órdenes de dirigirse a Filadelfia y
refugiarse en la casa de Abner.
No consideré oportuno preguntar quién era el tal Abner, aunque imaginé que se trataba de
uno de los seguidores de Jesús en la Perea, al otro lado del Jordán.


171
José quedó muy impresionado. Estimaba mucho al resucitado y al conocer lo sucedido
empezó a valorar -en toda su dimensión- la gravísima resolución de Caifás y de sus sacerdotes
de arrestar al Maestro. Pero, sobreponiéndose, aguardó pacientemente a que llegara Jesús.
Muy cerrada ya la noche, el gigante y Marcos irrumpieron en el campamento, tan solos como
habían marchado. Jesús soltó el lienzo que había anudado en torno a sus cabellos y,
mostrándose de un humor excelente, saludó a sus amigos, sentándose junto al fuego, tal y
como tenía por costumbre.
Pero la acogida no fue muy calurosa. Aquellos hombres estaban demasiado asustados y
confusos como para seguir las bromas de su Maestro. En el fondo se habían acostumbrado a su
presencia y aquella jornada, sin él, les había resultado extremadamente larga y vacía. Jesús
notó en seguida el ambiente tenso y las caras largas. Sin embargo, nadie se atrevió a
preguntarle. Ni uno solo tuvo valor para contarle el rumor sobre la precipitada huida de
Lázaro...
A pesar de ello, el Galileo trató por todos los medios de borrar aquella atmósfera cargada y,
durante un buen rato, se interesó por las familias de los discípulos. Al llegar a David Zebedeo,
Jesús fue mucho más concreto, interrogándole sobre su madre y hermana menor. Pero David,
bajando los ojos hacia el suelo, no respondió. Estaba claro que el jefe de los «correos» -que no
cesaban de entrar y salir del campamento- había preferido no lastimar a Jesús, anunciándole
que había dado órdenes para que María y el resto de su familia se personaran en Jerusalén. En
aquel instante al observar la suma delicadeza del discípulo, sentí una gran simpatía hacia él.
Aquel sentimiento terminaría por transformarse en admiración, a la vista de su comportamiento
en las duras horas que siguieron al prendimiento de Jesús. Aquel hombre, precisamente, y su
cuerpo de mensajeros, iban a constituir durante las negras jornadas que se avecinaban el
«corazón» y el «cerebro» del maltrecho grupo...
En vista de que aquellas últimas horas no estaban resultando tan íntimas y familiares como
deseaba el Maestro, éste, tomando la palabra, les dijo:
-No debéis permitir que las grandes muchedumbres os engañen. Las que nos oyeron en el
Templo y que parecían creer nuestras enseñanzas, ésas, precisamente, escuchan la verdad
superficialmente. Muy pocos permiten que la palabra de la verdad les golpee fuerte en su
corazón, echando raíces de vida. Los que sólo conocen el evangelio con la mente y no lo
experimentan en su corazón no pueden ser de confianza cuando llegan los malos momentos y
los verdaderos problemas.
"Cuando los dirigentes de los judíos lleguen a un acuerdo para destruir al Hijo del Hombre, y
cuando tomen una única consigna, entonces veréis a esas multitudes como escapan
consternadas o se apartan a un lado en silencio.
»Entonces, cuando la adversidad y la persecución desciendan sobre vosotros, llegaréis a ver
cómo otros (que pensábais que aman la verdad) os abandonan y renuncian al evangelio. Habéis
descansado hoy como preparación para estos tiempos que se avecinan. Vigilad, por tanto, y
rogad para que, por la mañana, podáis estar fortalecidos para lo que se avecina.
Al oír aquellas últimas palabras, Judas -que había regresado al campamento poco antes que
nosotros- levantó la vista, mirando fijamente a Jesús. Pero, a excepción de David Zebedeo y de
nosotros tres, ninguno de los discípulos asoció aquella advertencia con la inminente deserción
del Iscariote.
Y hacia la medianoche, el Galileo invitó a sus amigos para que se retiraran a descansar.
-Id a dormir, hermanos míos -les dijo con una especial dulzura- y conservad la paz hasta que
nos levantemos mañana... Un día más para hacer la voluntad del Padre y experimentar la
alegría de saber que somos sus hijos.
6 DE ABRIL, JUEVES
Avanzada ya la medianoche, uno a uno, los discípulos fueron levantándose y abandonando el
fuego. Mientras buscaban refugio en las tiendas o se arropaban con sus mantos al socaire del
muro de piedra, Andrés procedió a designar el primer turno de guardia: dos hombres armados


172
con espadas. Uno se situó al sur, en la entrada del huerto y el otro, al norte, en las
proximidades de la gruta. El relevo se efectuaría cada hora.
Pero Jesús no se movió. Sentado a metro y medio de la hoguera -y de espaldas al olivar-,
permaneció unos minutos con la mirada fija en las ondulantes y encarnadas lenguas de fuego,
que chisporroteaban a ratos a causa de algunos de los troncos, algo más húmedos que el resto.
Pronto me quedé solo, frente a él y con la fogata como único testigo, casi mudo, de la que
iba a ser mi tercera y última conversación con el Maestro. Sus brazos descansaban sobre las
piernas, cruzadas una sobre otra. El Nazareno había abierto sus manos, recogiendo el calor
sobre las palmas. Tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante y sus cabellos y rostro
se iluminaban y apagaban, a capricho del jugueteo de las llamas. Su expresión, acogedora y
apacible durante toda la noche, se había vuelto grave.
De pronto, el corazón me dio un vuelco. Brillante, tímida y sin prisas, una lágrima había
hecho aparición en su mejilla derecha. Era la segunda vez que veía llorar a aquel extraño
hombre...
No respiré siquiera, conmovido e intrigado por aquel sereno y súbito llanto del Galileo. Pero
Jesús parecía totalmente ausente. Y a los pocos minutos, echando la cabeza hacia atrás, inspiró
profundamente, incorporándose. En mi mente bullían y se cruzaban un sinfín de hipótesis sobre
el estado de ánimo del Galileo, pero no me atreví a moverme.
Le vi alejarse hacia el interior del olivar y detenerse a cosa de treinta o cuarenta pasos de
donde me encontraba. Y así permaneció en pie y con la cabeza baja- por espacio de una hora.
La luna, casi llena, solitaria entre miles de estrellas, se encargó de bañarlo con una luz
plateada, oscilante a veces por una brisa que entraba de puntillas entre las hojas verdiblancas
de los olivos.
Sin saber exactamente por qué, esperé. La temperatura había descendido notablemente,
haciendo tiritar a los astros con escalofríos blancos, azules y rojos. Durante un tiempo que no
sabría precisar me quedé con el rostro perdido en aquel negro y soberbio firmamento. Venus,
en conjunción con el sol en aquellas fechas, no era visible. Por su parte, Júpiter, con un brillo
cada vez más débil (magnitud 1,6 aproximadamente), se levantaba a duras penas sobre el
oeste, a escasa distancia del hermoso racimo estelar de Las Pléyades. Y en lo más alto,
disputándose la primacía, las refulgentes estrellas Regulus, Capella, Aldebarán, Betelgeuse y
Arcturus, arropadas por las constelaciones de Leo, Auriga, Taurus, Orión y Bootes,
respectivamente.
Jesús me sorprendió cuando alimentaba la hoguera con una nueva carga de leña.
-Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes de la dureza de las próximas horas. Deberías
descansar como todos los demás...
Sentado junto al fuego le miré con curiosidad, al tiempo que le invitaba a responder a una
pregunta que llevaba dentro desde que le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú necesita de la oración...? Porque, si no estoy
equivocado, eso es lo que has hecho durante este tiempo...
El Galileo dudó. Y antes de responder, volvió a sentarse, pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre, mientras padece su condición de mortal, busca y necesita
respuestas. Y en verdad te digo que esa sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el
poder, ni la fama, ni siquiera la sabiduría, conducen al hombre al verdadero contacto con el
reino del Espíritu. Es por la oración cómo el humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu
empieza a estar afligido y yo también necesito del consuelo de mi Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está en el reino de tu Padre?
-No... Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una fuerza que no admitía discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar mi curiosidad e iluminar mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca realmente de tu espíritu. Ninguna súplica recibe respuesta,
a no ser que proceda del espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca
cuando intenta canalizar su oración y sus peticiones hacia el beneficio material propio o ajeno.
Esa comunicación con el reino divino de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta
cuando obedece a una ansia de conocimiento o consuelo espirituales. Lo demás -las
necesidades materiales que tanto os preocupan- no son consecuencia de la oración, sino del
amor de mi Padre.
-¿Por eso has insistido tanto en aquello de «buscar el reino de Dios y su justicia...»?


173
-Si, Jasón. El resto siempre se os da por añadidura...
-¿Y cómo debemos pedir?
-Como si ya se os hubiera concedido. Recuerda que la fe es el verdadero soporte de esa
súplica espiritual.
-Dices que la oración -así formulada- siempre obtiene respuesta. Pero yo sé que eso no
siempre es así...
El Galileo sonrió con benevolencia.
-Cuando las oraciones provienen en verdad del espíritu humano, a veces son tan profundas
que no pueden recibir contestación hasta que el alma no entra en el reino de mi Padre.
-No comprendo...
-Las respuestas, no lo olvides, siempre consisten en realidades espirituales. Si el hombre no
ha alcanzado el grado espiritual necesario y aconsejable para asimilar ese conocimiento
emanado del reino, deberá esperar -en este mundo o en otros- hasta que esa evolución le
permita reconocer y comprender las respuestas que, aparentemente, no recibió en el momento
de la petición.
-¿Esto explicaría ese angustioso silencio que parece constituir en ocasiones la única
respuesta a la oración?
-Sí. Pero no te confundas. El silencio no significa olvido. Como te he dicho, todas las súplicas
que nacen del espíritu obtienen respuesta. Todas... Déjame que te lo explique con un ejemplo:
el hijo está siempre en el derecho de preguntar a sus padres, pero éstos pueden demorar las
respuestas, a la espera de que el infante adquiera la suficiente madurez como para
comprenderlas.
»La gran diferencia entre los padres humanos y nuestro Padre verdadero está en que
aquellos olvidan a veces que están obligados a contestar, aunque sea al cabo de los años.
-Según esto, cuando muramos, todos seremos sabios...
-Insisto que la única sabiduría válida en el reino de mi Padre es la que brota del amor.
Después de gustar la muerte, nadie será sabio si no lo ha sido antes en vida...
-¿Debo pensar entonces que la demora en la respuesta a mis súplicas es señal de mi
progresivo avance en el mundo del espíritu?
Jesús me miró con complacencia.
-Hay infinidad de respuestas indirectas, de acuerdo con capacidad mental y espiritual del
que pide. Pero, cuando una súplica queda temporalmente en blanco, es frecuente presagio de
una contestación que llenará, en su día, a un espíritu enriquecido por la evolución.
-¿Por qué resulta todo tan complejo?
-No, querido amigo. El amor no es complicado. Es vuestra natural ignorancia la que os
precipita a la oscuridad y la que os inclina a una permanente justificación de vuestros errores.
Guardé silencio. Aquel hombre llevaba razón. Sólo los hombres tratan desesperadamente de
justificarse y justificar sus fracasos...
Levanté la vista hacia las estrellas y señalándole aquella maravilla, le dije:
-¿Qué sientes ante esta belleza?
El Galileo elevó también sus ojos hacia el Firmamento y respondió con melancolía:
-Tristeza...
-¿Por qué?
-Si el hombre no es capaz de recibir en su alma la grandeza de esta obra, ¿cómo podrá
captar la belleza de Aquél que la ha creado?
-¿Es Dios tan inmenso como dices?
-Más que pensar en la inmensidad de mi Padre, debes creer en la inmensidad de su promesa
divina. Rebasa el espíritu del hombre y llega a producir vértigo en las legiones celestiales...
-Ya me lo explicaste, pero, ¿de verdad el acceso al reino de tu Padre está al alcance de todos
los mortales?
-El reino de nuestro Padre -me corrigió Jesús- está en el corazón de todos y cada uno de los
seres humanos. Sólo los que despiertan a la luz del evangelio lo descubren y penetran en él.
-Entonces, ¿todas las religiones, credos o creencias pueden llevarnos a la verdad?
-La verdad es una y nuestro Padre la reparte gratuitamente. Es posible que el gusto y la
belleza puedan ser tan caros como la vulgaridad y la fealdad, pero no sucede lo mismo con la
verdad: ésta sí es un don gratuito que duerme en casi todos los humanos, sean o no gentiles,
sean o no poderosos, sean o no instruidos, sean o no malvados...


174
-¿A quién aborreces más?
-En el corazón de mi Padre no hay lugar para el odio... Deberías saberlo. Guárdate sólo de
los hipócritas, pero no viertas jamás en ellos el veneno de la venganza.
-¿Quién es hipócrita?
-Aquel que predica la vía del reino celestial y, en cambio, se instala en el mundo. En verdad
te digo que los hipócritas engañan a los simples de corazón y no satisfacen más que a los
mediocres.
-¿A quién estimas más: a un hombre espiritual o a un revolucionario?
El Maestro sonrió, un tanto sorprendido por mi pregunta. Y posando su mano izquierda sobre
mi hombro, repuso con firmeza:
-Prefiero al hombre que actúa con amor...
-Pero, ¿quién puede llegar a amar más?
-Pregunta mejor, ¿quién puede llegar a comprender más?
-¿Quién?
-Aquel que es capaz de amarlo todo. Pero, ¡ojo! Jasón, aquel que ama de verdad no coloca la
palabra «amor» sobre su puerta, tratando de justificarse ante el mundo. Y el que da, tampoco
escribe la palabra «caridad» para que todos le reconozcan. Cuando alguna vez veas esas
palabras, desvergonzadamente ostentadas en el mundo, no dudes que tienen la única finalidad
de enriquecer y ensalzar a cuantos las esgrimen y airean.
»EI reino de mi Padre es semejante a una mujer que llevaba un cántaro lleno de harina.
Mientras marchaba por un camino apartado se le rompió el asa y la harina se derramó detrás
de ella por el camino. La mujer no se dio cuenta y no supo su desgracia. Cuando llegué a su
casa depositó el cántaro en tierra y lo encontró vacío.
-¡Aquel que es capaz de amarlo todo!... -repetí con un ligero movimiento de cabeza-. ¡Qué
difícil es eso...!
-Nada hay difícil para el que ha aprendido a ceder.
-Pero, ¿qué me dices de las injusticias? ¿También debemos aprender a amar a los que nos
humillan o tiranizan?
-Cuando llegue el caso, pide explicaciones a tu hermano, pero nunca le odies. Sólo cuando
miréis a vuestros hermanos con caridad podréis sentiros contentos.
-Ahora empiezo a comprender -comenté casi para mí mismo- por qué mi mundo se siente
infeliz...
-El mayor error de tu mundo -repuso Jesús- es su falta de generosidad. El que conoce y
practica el amor no suele tener necesidad de perdonar: siempre está dispuesto a comprenderlo
todo.
-Puede que estés en lo cierto, pero siempre pensé que el gran error de nuestro mundo era
su «empacho» tecnológico...
El Nazareno me miró con una inagotable afabilidad.
-Debéis tener paciencia y confiar. La humanidad, a veces, se emborracha y embota con sus
propios hallazgos y triunfos, olvidando que su auténtico estado natural reside en la serenidad
de su espíritu. El día que despierte de tan pesado letargo volverá sus ojos al sendero del amor:
el único que conduce a la verdadera sabiduría.
El cansancio empezaba a apoderarse de ambos y, de mutuo acuerdo, decidimos descansar
las escasas horas que restaban ya para el alba. Mientras me envolvía en el manto,
acomodándome lo mejor que pude bajo uno de los olivos, una estrella fugaz -una «lírida»-
cruzó frente a las estrellas Kappa Lyrae y Nu Herculis, rasgando el velo del firmamento y el de
mi profunda melancolía.
Sin proponérmelo, había empezado a amar a aquel hombre...
A las 05.42 horas de aquel jueves, 6 de abril del año 30, el sol empezó a abrirse paso sin
especiales dificultades. Eliseo procedió a despertarme, facilitándome el habitual parte
meteorológico. El día prometía ser magnífico. Temperatura media estimada de unos 17 grados
centígrados, baja humedad relativa y cielo despejado.


175
Sin embargo -añadió mi compañero-, el «rawin»1 del módulo está captando una alteración
en los altos niveles de la atmósfera. Localización: vertical de la frontera de Irak con la Arabia
Saudí. Los sistemas electrónicos confirman que se trata de una corriente «en chorro» del Este
(tipo ecuatorial), con una velocidad máxima aproximada de 70 nudos y entre niveles de 100 y
150 milibares (entre los 14 y 17 kilómetros de altura)...
»¡Atención, Jasón! Santa Claus está verificando los datos meteorológicos y todo parece
señalar que, en el transcurso de las próximas 24 o 48 horas, esta alteración puede provocar
intensos vientos del Este, con arrastre de bancos de arena procedentes de los desiertos
arábigos de Nafud y Dahna.
»La posibilidad de esta tormenta de arena o siroco sobre Palestina está empezando a
confirmarse igualmente por la loca subida de los barómetros de Tonnelot y del "aneroide". Es
posible que, si todo sigue igual, mañana tengas que quitarte el manto...
Aquella información resultaba especialmente interesante. En la mañana del día siguiente,
viernes, debería tener lugar un extraño fenómeno -así lo había leído al menos en las Sagradas
Escrituras (Lucas 23,44-46, Marcos 15, 33-34, y Mateo 27, 45-46)-, desde la hora sexta a la
nona (desde las 12 del mediodía a las tres de la tarde, aproximadamente), «cubriendo las
tinieblas la totalidad de la tierra», según palabras textuales de los evangelistas. Y aunque no
quise sacar conclusiones a priori, la advertencia de Eliseo sobre aquellos vientos alisios del ESE,
con la posibilidad de un fuerte arrastre de arena del cercano desierto arábigo, me dio ya
una ligera idea sobre la verdadera naturaleza del suceso narrado en el Nuevo Testamento...
Poco a poco, algunas mujeres fueron saliendo de la tienda y preparando el fuego.
Hacia las seis, y cuando daba un pequeño paseo por los alrededores del campamento,
tratando de desentumecer mis músculos, vi salir por el cercado de piedra a Judas. Iba solo y, a
juzgar por sus andares, con una cierta prisa. Tomó la misma vereda del día anterior,
perdiéndose colina abajo, en dirección al Templo o quizá hacia las puertas de la zona sur de la
ciudad. Por un instante pensé en seguirle. Pero terminé por desistir. Los planes de Caballo de
Troya eran otros. Lo más probable es que el Iscariote fuera a entrevistarse con el jefe de la
policía del Sanedrín, tal y como le había sido encomendado el pasado miércoles. Por otra parte,
Ismael, el saduceo que había logrado infiltrarse en el consejo de los sacerdotes, había
prometido informarnos puntualmente de todos y cada uno de los pasos del traidor, así como de
los movimientos de los levitas encargados del prendimiento del Maestro. Esto me tranquilizó y
regresé de inmediato al interior del huerto. Jesús y sus hombres seguían durmiendo.
En la medida que me lo permitieron, ayudé a las mujeres a avivar la fogata y a transportar
los cuencos de leche, suministrada en el momento por dos cabras que Felipe, al parecer, había
conseguido el miércoles y que habían amarrado en el interior de la cueva.
Mientras preparábamos el desayuno, y casi a la misma hora que el día anterior, irrumpió en
el campamento el joven Juan Marcos. Llegó con una cesta algo mayor que la de la víspera y,
también sin pronunciar palabra alguna, se la entregó a las mujeres, sentándose después junto
al fuego. Y allí permaneció, con la barbilla pegada a las rodillas, como hipnotizado por el frágil
baile de las llamas.
Algunos de los discípulos empezaron a dar señales de vida, desperezándose sin el menor
pudor. Dos de ellos, al descubrir al niño, se aproximaron e intentaron que Marcos les contase
qué habían hecho durante aquel largo paseo del miércoles. Pero el muchachito, con los ojos
bajos y fruncido el entrecejo, no despegaba los labios. A lo sumo, y cuando las presiones de los
hombres de Jesús se elevaban de tono, Juan negaba con la cabeza, con una visible y creciente
irritación. Algunas de las mujeres protestaron por este interrogatorio y pidieron a los discípulos
que dejaran en paz al chico. Otros miembros del grupo se habían unido a los curiosos
inquisidores, rogando y suplicándole que les dijese, al menos, dónde habían estado y si podían
haber sido espiados por la policía del Sanedrín. Al final -supongo que aburrido ya por tanta
pregunta-, Marcos abrió la boca y dio por zanjado el asunto con una explicación que conocían
muy bien los seguidores del Maestro:
-El rabí me pidió que no dijese nada a nadie...
1 Caballo de Troya había dotado nuestro módulo, entre otros aparatos de tipo meteorológico, con un «raw¡n» (tipo
láser de baja energía) -con retomo «interno»-, y de tan alta sensibilidad que puede medir la fuerza y dirección del
viento con escasos metros por segundo de error. (N. del m.)


176
Y allí, como digo, terminó el interrogatorio. En diversas ocasiones, Jesús había hecho
partícipes a sus hombres de diferentes confidencias, rogándoles que no dijesen nada. Y todos,
en líneas generales, habían sabido respetarle.
Los discípulos no quedaron muy conformes, en especial Simón, el Zelotes, que había
cubierto el último turno de vigilancia en la puerta del huerto y que temía más que ninguno por
la seguridad del Maestro y del resto del grupo. En cuanto a mí, aquel obstinado hermetismo de
Juan Marcos sólo sirvió para despertar aún más mi curiosidad. Tenía que averiguar algo de lo
sucedido aquel miércoles y que, en los textos de los evangelistas, aparece igualmente en
«blanco» respecto a las actividades del Nazareno. Pero, ¿cómo podía hacer hablar al fiel
acompañante de Jesús? Esa misma tarde del jueves se presentaría la gran oportunidad...
Jesús no tardó en aparecer. Su rostro presentaba unas ligeras ojeras, resultado
probablemente de las escasas horas de sueño. Al verle me sentí responsable. Si yo no le
hubiera envuelto con mi conversación, seguramente habría descansado algo más. Y al pensar
en lo que le aguardaba, me eché a temblar. Aquélla, en realidad, había sido su última noche en
paz.
Pero mis preocupaciones se desvanecieron al instante. El Galileo estaba de un humor
envidiable. Saludó a todos y, siguiendo su costumbre, se dirigió hacia el ancho lebrillo de barro,
con el fin de asearse. Pero, a mitad de camino, Juan Marcos -que acababa de verle- salió
corriendo, abrazándose a su cintura. El Maestro, sorprendido por aquel cálido recibimiento,
tomó el rostro del niño entre sus grandes manos e inclinándose levemente hacia él le preguntó
en un tono de complicidad:
-¿Te has acordado de las pasas de Corinto?
El pequeño sonrió y asintió con la cabeza. Y Jesús, frotándose las manos en señal de
satisfacción, comenzó a desnudarse.
«¿Pasas de Corinto?», pensé. «¿A qué puede referirse?» Y de pronto recordé una de las
explicaciones de Lázaro. Al Maestro le encantaban las uvas sin grano, como las que brotaban en
la parra que había plantado el padre del resucitado en el patio central de su casa.
Y me dispuse a llevar a cabo otra de las misiones encomendadas por la Operación Caballo de
Troya. «Aquél -me dije a mí mismo tratando de tranquilizarme- parecía un buen momento...»
El gigante terminó sus abluciones y, cuando recibía de manos de una de las mujeres el lienzo
con el que debía secarse, me aproximé hasta él, rogándole que me permitiera ayudarle. El
Nazareno se resistió pero, ante mi insistencia, puso parte del paño en mis manos, mientras él -
divertido con lo que parecía un juego y una delicadeza- se frotaba con el otro extremo del
lienzo.
Aquella maniobra tenía en verdad una doble finalidad: de un lado, proceder a una
exploración manual y directa del cuerpo de Jesús -hecho éste que no hubiera resultado lógico ni
fácil de no haber aprovechado una de aquellas ocasiones- y, en segundo lugar, intentar una
medición de sus principales partes anatómicas. Este segundo objetivo, sobre todo, era de vital
importancia para un mejor análisis de su organismo durante las horas de la crucifixión.
A través de aquella suave tela, mis manos fueron palpando su cuello, hombros y espalda.
Aquel Galileo -tal y como se desprendía de una simple observación visual- era un ejemplar
fornido. Los músculos de la parte posterior y superior del tronco En especial los trapeciosestaban
muy desarrollados. Esta sensación de fortaleza -fruto, sin duda, de un duro y
continuado trabajo manual durante muchos años- se extendía igualmente a los músculos
deltoides, en la zona de los hombros. Aquellos y los también sólidos paquetes musculares que
se distribuían a cada lado de la columna (los grandes dorsales e infraespinosos) me inclinaron a
pensar que Jesús gozaba de una perfecta sincronización en la elevación y descenso de su caja
torácica.
Los brazos, de acuerdo con la configuración y estimable volumen de los músculos de los
hombros y parte superior y posterior del tronco, eran igualmente macizos. En mi opinión, sus
bíceps braquiales eran especialmente gruesos y potentes. También los grandes pectorales (lo
que conocemos familiarmente como el pecho) se hallaban fuertemente consolidados, como si el
Galileo hubiera practicado la natación. Su capacidad respiratoria tenía que ser excelente.


177
Tanto la cintura como la parte inferior de la espalda aparecían sin un gramo de grasa1. Y lo
mismo aprecié en la cara frontal del abdomen: la pared muscular del gran recto era lisa, sin
indicio alguno de tejido adiposo.
En cuanto a sus muslos y piernas, tanto los sartorios como los músculos aductores, bíceps
crural, semitendinosos y gemelos surgieron al tacto firmes y duros como piedras. Aquellas
extremidades inferiores, en mi opinión, hubieran sido la envidia de un corredor de la maratón...
Esta armónica y musculosa constitución -unida a la gran estatura del Maestro- le convertían,
sin ningún género de dudas, en un ejemplar especialmente atractivo. Era como si la Naturaleza
se hubiera esmerado muy especialmente a la hora de configurar a aquel hombre. A su evidente
perfección natural había que añadir también aquellos tres últimos años de incansable actividad,
recorriendo todos los caminos de Israel, que le habían proporcionado una envidiable forma
física.
Una vez concluida mi exploración -y ante el desconcierto de cuantos me observaban- extraje
el pequeño cordel del fondo de mi bolsa de hule y, antes de que Jesús se enfundara en su
túnica, le supliqué que aguardase unos instantes. El Maestro, sin perder su sonrisa, me dejó
hacer con una docilidad que sólo sirvió para aturdirme más. De mutuo acuerdo con mi
compañero en el módulo, se había previsto que -una vez terminada cada medición-, yo
presionaría mi oído derecho, transmitiéndole la cifra correspondiente.
De esta forma, Eliseo podría registrar las medidas, sometiéndolas posteriormente a un
estudio más complejo.
Como ya señalé, aquella cuerda -totalmente blanca- había sido dividida en centímetros. Pero,
en lugar de numerarlos, cada separación era en realidad una marca de color negro (una
circunferencia, para ser más exactos, que rodeaba totalmente el perímetro del cordel). Para
poder efectuar los cálculos con exactitud, y con el fin de soslayar cualquier tipo de sospecha,
Caballo de Troya había ingeniado un sistema de «numeración», basado en colores y letras.
(Cada 10 centímetros, la separación correspondiente, en lugar de ser de color negro, había sido
pintada de acuerdo con los seis colores básicos del espectro. A partir del centímetro número 70
y hasta el 100, los colores volvían a repetirse.) El orden establecido para dichos colores básicos
era el siguiente, de menor a mayor: violeta, azul, verde, amarillo, naranja y rojo. Y a partir del
centímetro número 70, como digo, de nuevo el violeta, azul, verde y amarillo. Los centímetros
existentes entre estas diez numeraciones fueron «convertidos» en letras, siguiendo el alfabeto
griego. Así, por ejemplo, cuando la medición arrojaba 30 centímetros, yo debía anunciar a
Eliseo: «verde». Si se trataba de 80 centímetros, «azul-doble». Si, por el contrario, eran 41
centímetros, la clave era «amarillo y alfa» (primera letra del alfabeto griego)2.
Sin pérdida de tiempo, empecé por las extremidades superiores. Desde el hombro a la punta
del dedo medio, la medición arrojó 82 centímetros. La clave para transmitir aquella cifra fue,
por tanto, «azul-doble» y «beta». A estas medidas siguieron las de las extremidades inferiores,
perímetros, altura de cabeza, cuello, etc.3
1 En esta exploración me llamó poderosamente la atención la gran superficie que debía ocupar la lámina
aponeurótica romboidal (en toda la región lumbar) y que marcaba igualmente la tremenda fortaleza de aquel hombre.
(N. del m.)
2 Los nueve primeros números -correspondientes a cada uno de los centímetros- fueron asociados a las nueve
primeras letras del alfabeto griego: alfa para el 1, beta para el 2, gamma para el 3, delta para el 4, epsilón para el 5,
dseta para el 6, eta para el 7, zeta para el 8 e iota para el 9. (N. del m.)
3 Las lógicas dificultades para proceder a una medición antropológica rigurosa -que hubiera exigido la utilización de
un instrumental más idóneo- fueron subsanadas en parte en el módulo, mediante un estudio computarizado de las
cifras que fueron transmitidas por mi, de acuerdo con patrones estándar. Estas mediciones anatómicas -una vez
procesadas- arrojaron los siguientes resultados:
Extremidades superiores (total): 82 centímetros (brazo: 37 cm y antebrazo: 45 cm. De estos últimos, 20
correspondían a la mano).
Longitud de las extremidades inferiores (total): 94 cm (medidas desde el talón a la articulación de la cadera).
Muslo: 55 cm, y pierna, 39 cm.
Anchura de los hombros (medida entre los puntos acromiales): 45 cm.
Tronco (desde el manubrio ozona superior del esternón al punto trocantéreo o saliente del fémur a nivel de
articulación): 62 cm.
Diámetro torácico (por la espalda): 41 cm.
Perímetro de la caja torácica (medida a la altura del gran pectoral):
99 cm.
Longitud máxima de la cabeza (desde el punto opisto-craneano a la gabela): 19,9 cm.


178
Como salta a la vista, el Maestro era un hombre de complexión atlética, con un poderoso
desarrollo del esqueleto y de su musculatura. Sus extremidades eran largas y el tórax
realmente imponente, con unos hombros anchos y sólidos como rocas. La grasa o panículo
adiposo era muy escaso; prácticamente inexistente.
La cabeza se presentaba firme y alargada, con un rostro igualmente alargado en su parte
media y un mentón y relieve óseos acentuados. El cráneo, como ya dije, alto y estrecho.
Estas características le hacían destacar sobre la media normal de la raza judía de aquella
época. Según los estudios de Von Luschan y Renan, entre los judíos de la Rusia del Sur, la
altura media oscilaba alrededor de 1,60 metros, llegando a 1,70 entre los hebreos de Londres y
los judíos españoles de Salónica. El tipo mesocéfalo de Cristo tampoco era frecuente. Entre los
hebreos de la Rusia del Sur, por ejemplo, el porcentaje de individuos braquicéfalos (de cráneos
cortos) era de un 81%, alcanzando los mesocéfalos un 18% y los dolicocéfalos un 1%. Entre los
judíos de Salónica -expulsados de España-, los dolicocéfalos suponían un 14,6% y los
braquicéfalos un 25%.
Además de por su considerable estatura -1,81 metros-, Jesús de Nazaret llamaba la atención
por su perímetro torácico, más grande que la media de sus compatriotas.
Esta tipología «atlética» encajaba además considerablemente con el temperamento
«enequético», descrito por Mauz: escasa reacción ante los estímulos, movimientos seguros y
vigorosos, aunque escasamente pródigos. De mayor fuerza que precisión.
Fue sin duda esa fortaleza física la que pudo contribuir a soportar en parte el brutal castigo
que le aguardaba. A pesar de todo -como veremos muy pronto-, los médicos y especialistas de
Caballo de Troya jamás pudieron entender cómo aquel Hombre logró resistir hasta el final la
cadena de horribles torturas a que fue sometido.
Debo confesarlo. Aquella parte de la misión fue posiblemente la más ingrata. Durante mucho
tiempo, y a pesar de la mansedumbre demostrada por Jesús, tuve la sensación de que,
sometiéndole a las citadas mediciones antropométricas, había abusado de aquel hombre. Y aún
hoy mismo sigo creyéndolo...
Anchura máxima de la cabeza (entre parietales): 15 cm.
Anchura bicigomática (desde la apófisis cigomática: de pómulo a pómulo): 14 cm.
Altura total de la cara (desde el gonion hasta el punto alveolar o prostion): 18,9 cm.
Perímetro de la cabeza: 58 cm.
Perímetro máximo de los brazos: 35 cm. Perímetro máximo de antebrazos: 31 cm.
Perímetro máximo de muslos: 57 cm. Perímetro máximo de piernas:
46 cm.
Rodillas (perímetro máximo): 42 cm.
Estatura total: 1,81 metros.
La línea media o axial (desde la nuca al canal interglúteo ten: punto superior del pliegue interglúteo) aparecía recta,
sin desviación.
Longitud máxima del pie: 31 cm (planos de primer grado).
Según los índices de Decourt y Pende, el morfotipo somático de Jesucristo resultó fundamentalmente macrosómico,
participando del tipo «atlético» y, en cierta medida, del «pícnico». Los índices -resultantes de la multiplicación de sus
medidas reales por los factores hallados por los mencionados científicos para el caso de los hombres- fueron los
siguientes:
Talla: 181 centímetros x factor 0,470 = 85,07; altura trocánter: 94 cm x 0,457 = 42,96; bitrocantéreo: 37 cm X
1,250 = 46,25; bi-humeral: 45 cm X 1,052 = 47,34; occipito mentón: 22 cm x 0,870 = 19,14; perímetro torácico: 99
cm x 0,470 = 46,53 y bi-maxilar: 14 cm x 1,820 = 25,48.
En cuanto al índice de Pignet, Caballo de Troya comprobó que el Maestro correspondía a la descripción de «MUY
FUERTE» (índice de Pignet = altura en centímetros - perímetro torácico en espiración máxima más su peso, en kilos =
181 - 97 más 80 = 4). Naturalmente, las últimas dos cifras -perímetro torácico en máxima espiración y peso- son
aproximativas. (El referido índice de Pignet establece la siguiente clasificación medía: IP 10 = persona muy fuerte; IP
15 a 20 = persona fuerte; IP 20 a 25 = persona mediana; IP 25 a 30 = persona débil e IP 30 = persona muy débil.)
En relación con el índice craneal o cefálico, los expertos de Caballo de Troya -siempre de acuerdo con las medidas
obtenidas-, dedujeron que Jesús de Nazaret era mesocéfalo, con una ligerísima dolicocefalia. Este índice -75 %- se
obtuvo de acuerdo con la fórmula convencional:
I.C.: DT (medido entre ambos eurión) x 100 = 15 x 100 = 75
DAP (medido entre opistión y gabela) 19,9
En la valoración lateral, el índice craneal arrojó 100,5 %. Es decir, hipsocéfalo. En otras palabras, con una altura
craneal claramente superior al diámetro longitudinal.
Por último, al examinar el cráneo frontalmente, el índice del Galileo resultó de 75 %. Es decir, con una ligera
tendencia a la estenocefalia (cráneo estrecho). (N. del m.)


179
Por fortuna para mi, ninguno de los presentes acertó a preguntar por qué me había
empeñado en aquella insólita -casi ridícula- operación. La verdad es que, desde un principio,
gozaba entre los seguidores del rabí de fama de hombre extraño y esto -no lo sé muy bienpudo
justificar quizá mi comportamiento singular en aquella espléndida mañana del jueves, 6
de abril.
El Maestro terminó de vestirse y siguiendo con aquel buen humor se incorporó al grupo de
amigos que le esperaban para desayunar.
Felipe volvió a repartir el pan -aún caliente- que nos había proporcionado el muchacho y las
mujeres distribuyeron sendos tazones de leche. En el cesto había también abundante grano
tostado, higos secos y una jarra de barro, repleta de las famosas pasas de Corinto. Todo ello,
obsequio de la familia de Juan Marcos al Maestro y a su grupo.
El propio Juan se encargó de abrir la jarra y, radiante de satisfacción, derramó un buen
puñado de aquel fruto negro y brillante en las palmas de Jesús. Después, siguiendo las
instrucciones del Galileo, fue repartiendo el resto de las pasas a cuantos nos hallábamos en el
huerto.
Aquella colación matutina transcurrió en un ambiente distendido. Los apóstoles parecían algo
más calmados que en la noche anterior, aunque algunos como Pedro, Tomas y el Zelotes- no
tardaron en descubrir que faltaba Judas. Sin embargo, por los comentarios que pude captar, los
discípulos lo atribuyeron a las obligaciones habituales del Iscariote como administrador general
del grupo y, más concretamente, a los detalles de la preparación de la inminente fiesta de la
Pascua. Ninguno de los ahí reunidos, por cierto, sabía dónde y cómo pensaba celebrarla el
Maestro. En mi opinión, y a la vista de los graves acontecimientos que venían produciéndose,
en relación con la determinación del Sanedrín de apresar a Jesús, aquel asunto de la Pascua
tampoco les preocupaba excesivamente.
Hacia las diez de la mañana hizo acto de presencia en el campamento José de Arimatea. Le
acompañaba uno de sus sirvientes. Al verle, el Nazareno le invitó a sentarse junto al grupo.
Pero José rehusó amablemente, indicándole que necesitaba conversar a solas con él.
El Maestro se levantó y ambos se alejaron unos pasos, hasta situarse junto al muro de la
cuba de piedra destinada a almazara.
El de Arimatea, con el semblante serio, gesticulaba, exponiéndole al Galileo lo que yo ya
sabía sobre los planes de Judas. Por fortuna, ninguno de los discípulos alcanzó a escuchar el
tema de la conversación del anciano y su Maestro. Este le escuchó sin inmutarse. Y una vez que
José hubo hablado, le tomó por el brazo, iniciando un corto paseo a lo largo del parapeto de
piedra.
Durante cosa de quince o veinte minutos, Jesús dialogó con el dimitido miembro del
Sanedrín. Esa misma noche -ya madrugada- del jueves, José me revelaría las palabras que le
había dirigido el Maestro durante aquel breve encuentro en el campamento.
La súbita llegada de José de Arimatea y el misterioso cambio de impresiones con el rabí no
pasaron inadvertidos para los discípulos. Todos se hicieron lenguas sobre la razón de aquella
visita. Y la mayoría acertó..., a medias. Cuchicheando entre si, los apóstoles se inclinaban a
pensar que algo grave estaba sucediendo y que ese «algo» tenía mucho que ver con la captura
del Maestro y con la posible desintegración del movimiento que llevaban entre manos. Y sus
ánimos volvieron a tensarse.
Finalizada la conversación, José se dirigió a una de las tiendas, intercambiando unas
palabras con David Zebedeo. Por último, y tras despedirse de todos, se alejó en dirección a
Jerusalén.
Jesús, que había retornado hasta el grupo que esperaba en torno a la hoguera, parecía algo
más serio. Y antes de que nadie acertara a preguntarle, pidió a sus hombres y mujeres que le
acompañasen.
Hacia las diez y medía, el grupo completo -integrado por unas cincuenta personas- comenzó
a ascender por la ladera del Olivete. Yo, algo rezagado, advertí a Eliseo de la dirección que
seguía el grupo, en previsión de cualquier aproximación a la zona de seguridad del módulo.
Al llegar a la cima del monte, el Nazareno rogó a sus amigos que tomaran asiento y que
escucharan sus palabras. Por suerte, la nave se hallaba mucho más al norte.
Había tanta inquietud como expectación en las miradas de aquellos galileos. En el fondo, los
allí reunidos sólo deseaban asegurarse de algo: que el Maestro había tomado la decisión -como
ya hiciera en otras ocasiones- de retirarse de la jurisdicción de la ciudad santa, evitando así a


180
las amenazantes castas sacerdotales. Pero no fue esto lo que escucharon, aunque el rabí hizo
algunas alusiones al poder terrenal...
-Los reinos de este mundo -dijo entre otras cosas-, siendo como son materiales, pueden
estimar a menudo que es necesario emplear la fuerza física para la ejecución y desarrollo de las
leyes y del mantenimiento del orden. En el reino de los cielos los creyentes no recurren al
empleo de la fuerza física. El reino del cielo, siendo como es una hermandad espiritual entre los
hijos de Dios, puede promulgarse únicamente por el poder del espíritu. Esta distinción de
procedimiento no anula, sin embargo, el derecho de los grupos sociales de creyentes a
mantener el orden en sus filas y administrar disciplina entre los miembros ingobernables e
indignos. No es incompatible ser hijo del reino espiritual y ciudadano del gobierno secular y
civil. Es deber del creyente dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios...
»No puede haber desacuerdo entre estos dos requisitos. A no ser -aclaró Jesús- que resulte
que un César intenta usurpar las prerrogativas de Dios y pida homenaje espiritual y se le rinda
culto supremo. En tal caso sólo debéis adorar a Dios, mientras intentáis iluminar a esos
dirigentes mal guiados. No debéis rendir culto espiritual a los gobernantes de la tierra. Ni
tampoco debéis emplear la fuerza física de los gobiernos terrenales.
»Ser hijos del reino, desde el punto de vista de una civilización avanzada -prosiguió Jesús,
dirigiéndome una significativa mirada- debe convertiros en ciudadanos ideales en los reinos
terrenales. La hermandad y el servicio -no lo olvidéis- son las piedras angulares del evangelio.
La llamada del amor del reino espiritual debe probar que es efectiva a la hora de destruir el
instinto del odio entre los ciudadanos no creyentes y guerreros del mundo terreno. Pero estos
hijos de las tinieblas, con mentalidad material, nunca sabrán de vuestra luz espiritual, a no ser
que os acerquéis a ellos. Por ello debéis ser honorables y respetados entre los ciudadanos y
entre los dirigentes de este mundo. Ese servicio social generoso sólo es la consecuencia natural
de un espíritu que vive en la luz.
»Como hombres mortales sois en verdad ciudadanos de los reinos terrenales y debéis ser
buenos ciudadanos y mucho más cuando habéis vuelto a nacer en el espíritu. Tenéis, por tanto,
una triple obligación: servir a Dios, servir al hombre y servir a la hermandad de creyentes en
Dios.
»No adoréis a los jefes temporales ni empleéis la fuerza para el fomento del reino espiritual.
Pero manifestaros en un honrado ministerio de servicio amoroso, tanto a los creyentes como a
los no creyentes. Es en el evangelio del reino donde reside el poderoso Espíritu de la Verdad. Yo
verteré sobre vosotros ese Espíritu de Verdad y sus frutos serán poderosas palancas sociales
que elevarán a las razas de las tinieblas. En verdad os digo que este Espíritu llegará a ser
vuestro fulcro, con un poder multiplicador.
»Desplegad sabiduría y mostrad sagacidad en vuestros tratos con los dirigentes civiles no
creyentes. Por medio de la discreción, mostraros expertos a la hora de allanar desacuerdos
poco importantes y arreglar fútiles faltas de entendimiento. Buscad, por todos los
procedimientos leales, el vivir apaciblemente con todos los hombres. Sed siempre sabios como
las serpientes y tan inofensivos como las palomas...
»Seréis mejores ciudadanos si sabéis iluminar vuestro espíritu con la verdad del evangelio. Y
los dirigentes en los asuntos civiles mejorarán corno resultado de esta creencia en el reino
celestial.
»Mientras los jefes de los gobiernos terrenales busquen ejercitar la autoridad, como
dictadores religiosos, vosotros -los que creéis en este evangelio- sólo podéis esperar
problemas, persecuciones e, incluso, la muerte...
Jesús hizo una pausa, dejando que aquellas últimas palabras flotasen como un negro
presagio.
Pero yo os digo -prosiguió el Maestro en un tono firme y esperanzador- que esa misma luz
que llevéis al mundo, y hasta la forma en que padezcáis por ella, iluminará finalmente por sí
misma a toda la humanidad y dará, como resultado, la separación gradual de la política y la
religión.
El Galileo volvió a fijar sus ojos en mi. Y continuó:
La persistente predicación de este evangelio del reino llevará algún día a las naciones a una
nueva e increíble liberación, a una libertad intelectual y a la libertad religiosa.
»Yo os anuncio ahora que, bajo las próximas persecuciones de los que odian este evangelio
de la alegría y de la libertad, vosotros floreceréis y el reino de mi Padre prosperará. Pero no os

No hay comentarios:

Publicar un comentario