viernes, 21 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 361 A LA FINAL

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cia, diciéndole: «¡Hijo mío, ¿por qué nos has tratado de esta manera? Hace más de tres días que tu padre, y yo misma, te estamos buscando desespe-radamente! » Reconozco que ni siquiera le dejé hablar. «¿Cuál ha sido la razón para que nos hayas abandonado?»
-Y José ¿qué hizo?
-Nada. En sus ojos se leía el mismo disgusto, pero se mantuvo en silen-cio. Todo el mundo se volvió hacia Jesús, esperando una explicación. Fue-ron unos minutos muy desagradables. Y al fin, con una entereza y frialdad que todavía me aterra, replicó:
»-¿Por qué me habéis buscado tanto tiempo? ¿No esperabais encontrar-me en la casa de mi Padre? ¿Es que no sabéis que ha llegado la hora de de-dicarme a los asuntos de mi Padre?
»La situación se hizo realmente tensa. José y yo quedamos estupefactos. Y la gente, en silencio, se levantó y se fue. Entonces, en un tono concilia-dor, nos tomó por el brazo y, llevándonos hacia el exterior, comentó con dulzura:
»-¡Venid, padres míos! Cada uno ha obrado según su mejor voluntad. Nuestro Padre celestial ha ordenado estas cosas... Volvamos a casa.
»Esa misma tarde salimos para Nazaret. Yo estaba aturdida y destrozada. No entendía nada. Y al pasar junto al monte de las Aceitunas y escucharle aquellas enigmáticas palabras, mi confusión fue total...
-¿Qué palabras?
-De pronto levantó su bastón y, dirigiéndolo hacia la Ciudad Santa, ex-clamó con emoción:
»-¡Oh, Jerusalén.... Jerusalén! ¡Qué esclavos sois, sometidos al yugo ro-mano y víctimas de vuestras propias tradiciones! ¡Pero volveré para purifi-car este templo y liberar al pueblo de esta esclavitud!
»Perplejos, no nos atrevimos ni a respirar. Estábamos desorientados. ¿Por qué hablaba así? Jasón, ¡era un crío! En aquellos momentos -se la-mentó- no comprendimos sus proféticas palabras. Mejor dicho, fui yo quien las interpretó al revés... ¡Qué angustia cuando amas a un hijo y no logras descifrar sus inquietudes!
El viaje a la Galilea debió de ser terrible. Nadie hablaba. Jesús, durante los tres días de marcha por el valle del Jordán, apenas si despegó los labios. En cuanto a sus padres, por muchas vueltas que le dieran, seguían sin asi-milar las duras frases de su primogénito en el templo. Esta humana actitud difiere de lo escrito por Lucas al final del segundo capítulo: «Bajó con ellos -se dice en los versículos 51 y 52- y vivía sujeto a ellos. Su madre conserva-ba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sa-biduría, en estatura y en gracia ante Dios s, ante los hombres.»


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Puedo estar de acuerdo con el confiado Lucas en casi todo, excepto en al-go primordial. Cuando uno lee este párrafo tiene la sensación de que María entendía a la perfección cuanto hacía y decía su Hijo. Naturalmente que «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón», pero la pregunta es: ¿las comprendía? La omisión por parte del evangelista de cuanto llevo relatado conduce a la falsa idea de que la Señora compartía los anhelos e incertidumbres de Jesús. Nada más lejos de la realidad. Si Lucas hubiera interrogado a María -cosa improbable-, su narración hubiera sido otra. ¿0 quizá no? El propio escritor, posiblemente sin querer, se traiciona en el versículo 50: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. » Ahí, sutilmente, se apunta la gran tragedia de unos padres que, en esos momentos y a lo largo de casi toda la vida del Maestro, no supieron leer en el corazón de su Hijo. Sus pensamientos e ilusiones, como ya manifesté, iban por otros derroteros.... más humanos. En el fondo resulta demoledor que el evangelista reconozca -aunque sólo sea de pasada- que sus padres terrenales no comprendieran «que Jesús debía ocuparse de los asuntos de su Padre celestial». En buena lógica, por sentido común, cualquier creyente debería sospechar que esa incomprensión no fue pasajera... ¿Por qué los Evangelios no mencionan la reticente postura de María? La o las razones son fáciles de imaginar. De cara a las nacientes comunidades cristianas no debió parecerles muy edificante el contar «toda la verdad». Es decir, la rea-lidad de una madre incapaz de entender los altos designios de su Hijo y en clara y abierta oposición a sus proyectos netamente espirituales. La Señora, como veremos más adelante, era una convencida patriota.
Al llegar a Nazaret, Jesús habló al fin con sus padres. Y después de una larga conversación les dio a entender que jamás volverían a sufrir por su causa. Su exposición finalizaría con estas palabras: «Aun cuando tenga que obedecer a mi Padre de los cielos, también obedeceré a mi padre en la Tie-rra. Esperaré mi hora.»
Lo que no sabía el «hijo de la Promesa» es que aquella sumisión a José tenía los días contados.
Este giro en la actitud de Jesús respecto a sus padres terrenales (en rea-lidad, siempre les estuvo sumiso) y las encendidas frases del adolescente en las afueras de Jerusalén reavivaron las esperanzas mesiánicas de María. Y olvidado el disgusto, se embarcó con todas sus fuerzas e inteligencia en la definitiva conducción de su primogénito hacia «sus» ideales nacionalistas. Recurrió incluso a su hermano -el granjero y «tío preferido de Jesús»-, con el fin de inculcarle la imperiosa necesidad de luchar contra Roma. «Él era el "hijo de la Promesa", el salvador de Israel, el Mesías, el judío llamado a ocupar el trono de David y encabezar a cuantos deseasen liberarse de la ig-nominiosa colonización romana. » Lo siento por los ingenuos y confiados


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cristianos que han mantenido una imagen místico-religiosa de María. Aque-lla brava mujer nada tuvo que ver con lo que ha pintado la tradición.
Sus desvelos para convertir a su Hijo en el gran líder de la revolución ju-día no tardarían en flaquear. Aunque el joven no volvió a desairarles, su distanciamiento era cada vez más acusado. Las consultas a José y María es-caseaban. Se mantenía en silencio, aprovechando la mínima ocasión para retirarse a la colina del noroeste y caer en profundas meditaciones.
-¡Ah, Jasón! ¡Se nos escapaba de las manos! Desde la visita a Jerusalén, nunca fue el de antes. Obedecía, sí, pero su única obsesión era «hablar con su Padre celestial». Conversábamos en contadas ocasiones. Y cuando lo hacíamos, siempre terminábamos discutiendo. En aquel tiempo empezó a sentir un especial rechazo hacia los sacerdotes corrompidos. Los había visto y escuchado en el templo y no entendía que pudieran ser nombrados por razones políticas. «Era un insulto», decía.
He aquí otra cuestión interesante. El recelo -que no odio- del Maestro hacia aquellas intransigentes, desleales e hipócritas castas de saduceos, es-cribas y fariseos nació justamente a sus doce años.
Como es natural, la visita a la Ciudad Santa también trajo consigo algu-nos aspectos positivos. La «hazaña» del muchacho entre los doctores de la Ley corrió de boca en boca por Nazaret, llenando de orgullo y satisfacción a sus profesores y convecinos. Y muchos empezaron a compartir las ilusiones de su madre: «de Nazaret surgiría un brillante maestro y, quizá, un jefe de Israel». Todos en la aldea aguardaban impacientes a que Jesús cumpliera los quince años y tuviera acceso al solemne acto de la lectura de las Escri-turas en la sinagoga. Presentían que algo grande podía suceder en el seña-lado sabbat. No se equivocaron... Pero antes, el Destino cambiaría el rumbo de la vida del Hijo del Hombre.
El año 8 de nuestra era, el primogénito alcanzó los catorce años de edad. Físicamente era un joven corpulento y de gran belleza, que destacaba por su penetrante mirada y sus acogedores modales. Siguió trabajando en su pequeño taller de carpintería, ampliando su especialidad -la fabricación de yugos- a otros menesteres como el cuero y la tela.
-Si continúa por ese camino -repetía José-, pronto será un hábil carpinte-ro...
Pero, sin duda, uno de los hechos más notables de aquellos primeros me-ses pasaría por alto para sus padres Y amigos. Quizá me he quedado corto al calificarlo de «notable»... Santiago, el hombre que más sabía de la infan-cia y juventud de su hermano mayor, supo guardarlo en lo más íntimo de su ser.


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-Aunque a sus doce y trece años -me confesó- ya empezaba a intuirlo, fue por aquellas fechas, a punto de cumplir los catorce, cuando «la luz de los cielos» le iluminó y supo quién era en verdad. Yo no le entendía. Ahora sí le comprendo. Su espíritu se estaba abriendo a otra realidad. Fue algo gradual. Muy lento. Él me hablaba de estas cosas. Me decía que «su Padre celestial le había enviado» y que Él no era en realidad quien yo creía que era... Llegué a pensar que desvariaba o que algún demonio maligno le tenía poseído. Pero su conducta, su bondad y sentido de la justicia no eran pro-pios de un loco.
Sus excursiones en solitario a la colina del noroeste se multiplicaron en los meses de julio y agosto. Muchos de sus vecinos le vieron pasear con la cabeza baja y las manos a la espalda, siempre absorto y ajeno a cuanto le rodeaba. Tan singular conducta afectó de nuevo a sus relaciones con José y María, que no lograban explicarse aquellos prolongados y enigmáticos pa-seos en soledad. Ciertamente -no podemos negarlo-, Jesús era un mucha-cho amable y brillante, pero difícil de entender. Era lógico. Y más aún en ta-les momentos y circunstancias.
-Ella quizá no te lo diga nunca -aseguró Santiago en una de nuestras lar-gas entrevistas en la hacienda de Lázaro-, pero así fue. Por aquel entonces, mi madre empezó a dudar del prometido destino de mi hermano y Maestro.
-¿Por qué?
-Mi padre y ella lo comentaron entre sí en multitud de ocasiones: Jesús no hacía prodigios. Y todo el mundo en Israel sabe que un verdadero profe-ta está llamado a realizar grandes señales...
Esto era cierto. Las personas piadosas de la Palestina de Cristo estaban convencidas de que no podía haber profetas o Mesías.... sin milagros. Y el «hijo de la Promesa», al menos hasta los catorce años, no se había distin-guido precisamente por dicha virtud. (Con ocasión de la tercera «aventura» descubriríamos que el Maestro sentía un notable rechazo hacia esta clase de manifestaciones, aparentemente «extranaturales».)
A pesar de la tensa situación familiar, José se las ingenió para ahorrar el dinero necesario, de cara al ingreso de su primogénito en la escuela rabíni-ca de Jerusalén. Todo fue dispuesto -y bien dispuesto- para ese gran mo-mento. Las cosas, al margen de estas incomprensiones, marchaban bien en el hogar de Nazaret. Los ingresos del contratista eran sustanciosos y en la casa no faltaban los alimentos, los vestidos ni las blancas piedras pulidas que servían de pizarras y en las que escribían y practicaban los hijos del matrimonio. Jesús fue autorización a reanudar sus clases de música. El por-venir, en definitiva, parecía prometedor.
El 21 de agosto, María regalaría a su Hijo una espléndida túnica de lino confeccionada por ella misma.


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-Jesús me abrazó emocionado, soltándome dos sonoros besos. Fue un día muy feliz...
Un mes y cuatro días más tarde, aquella felicidad se convertiría en trage-dia.
-No puedo ni debo ocultarlo, Jasón. Teníamos nuestras diferencias. Discu-tíamos... Pero, en conjunto, la vida nos sonreía. Todo iba bien...
La Señora bajó los ojos. Pero, tras unos segundos de vacilación, reanudó sus explicaciones con idéntico coraje.
-Aquella mañana del martes, 25 de septiembre, todo se vino abajo. Un mensajero apareció en el taller de mi hijo y le anunció que José había sufri-do un grave accidente. Al parecer, según dijo, había caído desde lo alto de una obra, en la residencia del gobernador, en Séforis...
La reciente crucifixión de su Hijo y el recuerdo de aquellos tristes momen-tos en Nazaret quebraron la voz de María. Y en mi garganta -no pude evi-tarlo- se formó un ingrato nudo.
-Jesús y el mensajero vinieron a casa y, como buenamente pudieron, me explicaron que José se hallaba herido... Ninguno de nosotros podía imaginar la gravedad de la situación. Quisimos creer que nada malo le sucedería. Es-tábamos en un error. Jesús se empeñó en ir a Séforis, aconsejándome que me quedara en casa. Me negué, por supuesto. Todavía no sé cómo ni de dónde, pero eché mano de toda mi energía y se lo prohibí. Era yo quien de-bía correr a su lado. ¡José era mi marido, mi amor! Jesús obedeció y per-maneció al cuidado de los niños. Yo, en compañía de Santiago y del mensa-jero, salí al momento hacia la ciudad. Cuando llegamos a Séforis, José había muerto.
Allí concluiría mi larga conversación con la Señora, en la casa de los Ze-bedeo, en Jerusalén. Días más tarde, en Betania, completaría el dramático y decisivo suceso: el contratista, fallecido a los treinta y seis años -prácticamente a la misma edad en que moriría Jesús-, sería conducido al día siguiente hasta Nazaret, siendo inhumado junto a sus antepasados.
De un golpe, la vida del «hijo de la Promesa» y de toda su familia quedó en suspenso. A partir de aquel 25 de septiembre del año 8, nada sería igual. Jesús acababa de convertirse en el nuevo cabeza de familia. Ello sig-nificaría el definitivo adiós a sus estudios en Jerusalén, a los sueños de grandeza de María y, lo que era más importante, a la inminente puesta en marcha de sus acariciados planes para «revelar a los hombres la maravillo-sa realidad de su Padre celestial». A sus catorce años recién cumplidos, el Hijo del Hombre se disponía a experimentar otra dura etapa de su encarna-ción en la Tierra. De la noche a la mañana saltaría de la infancia y adoles-cencia a una prematura juventud (casi a la madurez), plagada de dificulta-


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des, dudas, decepciones, miedos, pobreza (un capítulo decisivo) y «sue-ños». Todo un ciclo trascendental del que ningún evangelista quiso ocupar-se.
Como creo haber escrito, este dilatado y apasionante período de la mal llamada «vida oculta» del Maestro -más de dieciséis años- merece un tra-tamiento aparte. En consecuencia, aplazaré su narración hasta nuestra his-tórica entrada en la aldea de Nazaret, durante el segundo «salto».
Y el diario del mayor -Como queda dicho- prosigue así:
«... Bartolomé y el Zebedeo cargaron sendos sacos y yo, como uno más, me responsabilicé del pellejo que contenía el agua. Y rápidamente, tras un mutuo y lacónico "que la paz sea con vosotros", Judas de Alfeo empujó la lancha hacia el Yam, saltando al interior. Minutos después, los gemelos se perdían en la plomiza superficie de las aguas, rumbo a Saidan.
»Y Natanael, tomando la iniciativa, se puso en cabeza de la expedición, adentrándose en la llanura que nos separaba de Hamám. Inspiré con fuerza y, dirigiendo una última mirada al lejano promontorio en el que esperaba mi hermano, me situé inmediatamente detrás de Juan, cerrando la escueta comitiva.
»Una nueva y excitante aventura acababa de empezar.. ¿Qué sorpresas me deparaba el Destino en Nazaret? ¿Tendría ocasión de verificar los más destacados sucesos de la infancia y juventud del Hijo del Hombre? ¿Vivirían aún sus viejos maestros, amigos y convecinos? ... »
FIN
Agosto de 1987.
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jueves, 20 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 341 A LA PAG 360

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La Señora se llenó de amor al recordar aquella sentencia -Quedamos ma-ravillados. Nahor el primero. Y no se volvió a hablar del tema. El nabí re-gresó a Jerusalén y Jesús continuó con nosotros.
Por supuesto, no todo fueron pruebas y sinsabores en aquel octavo año. En la noche del viernes, 14 de abril, llegaría al mundo Simón, el tercero de sus hermanos. Y en esas mismas fechas, el primogénito se iniciaría también en otra de sus secretas pasiones: la música.
Lo encontré lógico. Un ser humano de aquellas características -sensible e intuitivo- tenía que amar la música.
-Todo fue idea suya -adelantó María- Nosotros no hubiéramos podido cos-tear las clases, pero él se las ingenió para sacar el dinero necesario. ¿Có-mo? Vendiendo los quesos y la mantequilla que él mismo preparaba. José nunca dijo nada, pero yo sé que se sentía orgulloso de la afición de su hijo por el arpa. Y así fue cómo empezó a recibir las primeras clases. Años más tarde, aunque no lo creas, Jasón, tendría su propia arpa.
Un instrumento -no exactamente una arpa- que yo, gracias a la Providen-cia, llegada a tener en mis pecadoras manos...
Y hablando de la Providencia. Aunque ya me he referido a ello en otros momentos de este pobre y atropellado diario, en ocasiones no puedo sus-traerme a la idea -siempre hipotética, claro está- de cómo hubiera sido la formación de Jesús en Alejandría o Jerusalén. Tuvo oportunidad de vivir y estudiar en ambas ciudades. No es difícil imaginarlo. De haber residido en Egipto, su educación habría estado en manos judías. Toda su mente, quizá, se habría visto imbuida por la rígida teología rabínica. En la Ciudad Santa, esa formación podría haber sido mucho más rígida incluso. Pero la Provi-dencia quiso que fuera Nazaret. Y el acierto fue pleno. El Maestro se movió así en un muy deseable equilibrio, a idéntica distancia de la ortodoxia orien-tal y la permanente inquietud de los gentiles y de la cultura helena. ¡Cuanto más conozco de este personaje, más claros aparecen ante mí los designios de ese gran Dios al que Jesús llamaba Padre!
El año 3 fue decisivo en su desarrollo físico. En su noveno aniversario en la Tierra, Jesús conoció las vulgares enfermedades infantiles -sarampión, varicela, etc-, no tan vulgares en aquel tiempo. Por fortuna, estas dolencias infecciosas le sobrevinieron a una edad en la que sus defensas naturales, su aceptable alimentación y su fuerte y sana constitución física constituyeron una sólida y providencial barrera, evitando así posibles y peligrosas compli-caciones. De haber afrontado tales males a una edad más temprana, quizá los problemas y secuelas hubieran sido diferentes. A raíz de estos procesos, el cuerpo de¡ muchacho experimentó un notable crecimiento, que le haría sobresalir por encima de Fa numerosa población infantil de la aldea. Un de-


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sarrollo que, como espero tener ocasión de narrar, le traería ventajas e in-convenientes...
Sus clases en la escuela prosiguieron con normalidad, disfrutando cada mes de la merecida semana de vacaciones. Todo marchaba sin excesivos contratiempos hasta que, un buen día de invierno...
-Me asusté. José no estaba en casa. El maestro traía a Jesús por el brazo y, con evidente indignación, le acusó de sacrílego y no sé cuántas cosas más. ¿Qué había ocurrido? Eso fue lo que le pregunté. Me pidió que le acompañara a la escuela. Jesús, entretanto, permaneció en casa, mudo y sin intentar siquiera defenderse. En el suelo de la escuela había un retrato. ¡Era la cara del profesor! ¡Perfecta, Jasón! Al comprender la nueva travesu-ra de mi hijo me llené de angustia. Aquello estaba prohibido por la sagrada Ley de Dios, bendito sea su nombre. Yo sabía que le gustaba pintar. En la casa guardaba una colección de paisajes y figuras de arcilla. Pero aquello...
El incidente, aunque ahora pueda parecer una niñería sin importancia, da-ría lugar a toda una reunión de los ancianos del lugar y, como es compren-sible, a un profundo disgusto en el seno familiar. José fue amonestado, exi-giéndosele que reprendiera y castigara a su díscolo primogénito, «devol-viéndole al buen camino». El comité de ancianos de Nazaret se entrevistó seguidamente con el contratista, explicándole con toda nitidez y firmeza que «semejante blasfemia podía costarle la definitiva expulsión de su hijo de la escuela».
-Mi marido, abrumado, guardó silencio. No era la primera acusación de esta índole contra Jesús, pero sí la más severa.
-¿Y qué hizo Jesús?
-¿No lo adivinas?...
-Francamente, no.
María movió la cabeza, sin poder comprender aún la audacia del niño.
-Para sorpresa de todos, se presentó voluntariamente ante los ancianos, defendiendo su afición artística. Quedaron estupefactos. Menos mal que, salvo unos pocos, la mayoría se lo tomó con sentido del humor. Habló, ar-gumentó y, por último, dijo que acataría la decisión del tribunal. De acuerdo con José, los ancianos estimaron que, mientras viviese con nosotros, no volvería a pintar ni a moldear con arcilla. Jesús escuchó la sentencia en si-lencio. No le vi mover un músculo. Pero cumplió. Mientras permaneció en Nazaret jamás le vi tomar un trozo de barro o pintar.
Aquélla sería una de las más duras pruebas de su agitada infancia. En el fondo tuvo suerte. De haber sido juzgado por un consejo de Jerusalén, el castigo podría haber sido más duro e infamante. Los azotes, por supuesto, no se los habría quitado nadie, a pesar de su minoría de edad.


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Pero no todo fueron descalabros y frustraciones. En aquel noveno año de su vida, Jesús, siempre en compañía de su padre terrenal, escaló por pri-mera vez el mítico monte Tabor, a unos seis kilómetros al este de Nazaret. (Una redondeada colina de 1000 pies de altura en cuya cima, según la tra-dición cristiana, tuvo lugar la famosa «transfiguración». Más adelante com-probaríamos que dicho suceso ocurrió en realidad en otro lugar, a muchas millas al norte).
-La aventura -contada la Señora- le emocionó. Regresó radiante. Decía que, desde la cumbre, «podía contemplarse el mundo entero, menos la In-dia, África y Roma».
El 15 de septiembre nacería Marta, la segunda de las hermanas de Jesús. El alumbramiento obligaría a José a ampliar la primitiva vivienda. Y en una de las nuevas habitaciones, accediendo a los deseos de su primogénito, el contratista instaló un banco de carpintero. Durante varios años, aquel pe-queño taller haría las delicias de Jesús. Allí trabajaba a ratos perdidos, per-feccionándose en el oficio y especializándose en la construcción de yugos.
Aquel invierno y los siguientes fueron especialmente crudos. Nevó con in-tensidad y Jesús tuvo la oportunidad de conocer algo que le dio que pensar: el hielo.
-Sus preguntas, Jasón, siguieron mortificando a propios y extraños. Que-ría saber por qué el agua se hacía sólida y por qué, a su vez, el hielo se convertía en agua... Nos volvió locos durante todo el invierno.
En los meses de sivan y tammuz (junio-julio, aproximadamente), Jesús ayudó a su tío, el granjero, en la siega de los cereales. Era la primera vez que tomaba una hoz en sus manos. Como era de esperar, su madre se in-dignó.
-¡Era una criatura, Jasón! Sólo tenía nueve años... ¿Hubieras dejado tú que uno de tus hijos manejara una de esas peligrosas herramientas?
María, al enterarse, empujada por su celo, puso el grito en el ciclo, amo-nestando a su hermano.
-Sé que fue inútil -añadió convencida- Siguió segando a escondidas...
Como decía, antes de cumplir los diez años, el muchacho experimentó un notable desarrollo físico. Esta circunstancia, unida a su agilidad mental y a su no menos considerable madurez intelectual, le valió ser nombrado «jefe» de un grupo de siete compañeros de su misma edad. Por supuesto, ninguno de aquellos amigos notó nada «sobrenatural» en Jesús. Era uno más. In-quieto, curioso y en permanente actividad, pero, a fin de cuentas, un mu-chacho como los demás. Un solo detalle extrañaba y, a menudo, crispaba los nervios del resto de la «banda»: el «jefe», a pesar de su corpulencia, sentía un rechazo natural por la violencia. En multitud de ocasiones, aun llevando la razón, eludió las peleas. Esto, al principio, hacía sufrir a sus ca-


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maradas de juegos. Pero, poco a poco, fueron acostumbrándose y aceptan-do la especial docilidad y mansedumbre del primogénito del contratista. To-do hay que decirlo: la verdad es que Jesús encontró un excelente valedor en su íntimo amigo Jacobo, el hijo del albañil asociado con José. Aquél, un año mayor que Jesús, procuraba mantener a distancia a cuantos trataban de abusar de su amigo. Y lenta y progresivamente, merced a su equidad y simpatía, el hijo mayor de María terminaría por ser aceptado como un líder. (Esto sucedería años más tarde, desembocando -cuando el Maestro contaba diecisiete años- en una grave crisis. Pero demos tiempo al tiempo.)
En el año de su décimo aniversario (4 de nuestra era) sucedería «algo,» que, por aquel entonces, pasó casi inadvertido para sus padres terrenales. Eran, insisto, fugaces y esporádicos «fogonazos» de lo que «dormía» en su interior.
-Fue un sábado. El 5 de julio. Lo recordaré mientras viva. -La Señora, sin poder remediarlo, se sentía culpable por tantos años de «ceguera», como ella misma lo definió- Mi marido y Jesús habían salido al campo, dispuestos a disfrutar de su paseo semanal. Según me contó José, nuestro hijo, de buenas a primeras, le confesó algo: «Sentía que su Padre de los cielos le reclamaba y que él no era en realidad quien todos creíamos que era.» Fue-ron palabras incomprensibles. José, muy preocupado, no supo darle razón. Pero no lo comentó con nadie. Al día siguiente, Jesús habló conmigo. Fue una larga conversación. Le noté inquieto. Confuso... Como si «algo» en su interior se revelara. Lamentablemente, ni él ni yo sacamos demasiado en claro. ¿Qué podía ser aquello de «su Padre de los cielos»? José y yo, como te decía, guardamos un absoluto silencio sobre tales revelaciones. De haber llegado a oídos de los vecinos y sacerdotes podría haber sido tachado de lo-co o de blasfemo. Era muy peligroso que hablara así de Dios, bendito sea su nombre. Todo el mundo en Nazaret sabía que era hijo nuestro...
A raíz de aquellas manifestaciones, el carácter de Jesús cambió notable-mente.
-Sí, se volvió taciturno y solitario. Y empezó a frecuentar (más de lo debi-do, en mi opinión) la compañía de los adultos. Se sentía confortado con ellos. Y éstos le escuchaban con agrado. Ni a José ni a mí nos gustaba aquel alejamiento de los muchachos de su edad. Y le reprendimos muchas veces, suplicándole que se dejara de tantos y tan profundos discursos con los ma-yores y que volviera a lo natural: a los juegos. Nuestro éxito fue escaso.
En agosto, al cumplir los diez años, ingresó en la escuela superior. Lejos de mejorar, su situación empeoró...
-Era incorregible. Sus preguntas fueron en aumento y la inquietud entre los maestros terminó por propagarse al resto de la aldea. Fuimos nueva-


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mente convocados por los responsables de la sinagoga y llamados al orden. ¡Qué vergüenza, Jasón!
En esta ocasión, José adoptó una actitud más severa: debía moderar sus intervenciones en la escuela. «Es más -le ordenó-, te limitarás a preguntar lo estrictamente necesario.»
Durante algún tiempo obedeció. Estos «escándalos» fueron aprovechados por sus enemigos. Jesús también los tenía. Era normal en una villa donde todos se conocían. Los que más se ensañaron con Él y con su familia fueron los padres de los alumnos más torpes y retrasados. Sin el menor pudor le acusaron de «soberbio, descarado y presuntuoso». Pero el muchacho no se sintió ofendido por las habladurías y calumnias. Prosiguió sus estudios y trabajos, dedicando una especial atención a la pesca. Sus periódicas visitas al yam le liberaron en parte de la opresión y del injusto hostigamiento de que era objeto en Nazaret. Su pasión por el lago llegó al punto de manifes-tar a su padre que, «en el futuro, deseaba ser pescador».
-José escuchó sus palabras con interés y cariño. Pero no las tomó en con-sideración. Hasta entonces había querido ser alfarero, agricultor, maestro, músico, carpintero, conductor de caravanas y no sé cuántas cosas más... Mi marido, siempre práctico, aprovechó la oportunidad para insinuarle que lo más seguro y rentable era la agricultura o la carpintería. ¿Te digo un secre-to?
La animé con una sonrisa.
-Si se hubiera decidido por la contrata de obras, José habría sido feliz. Pe-ro Dios (bendito sea su nombre) se lo llevó antes de que Jesús cumpliera los quince años.
Su lamento estaba justificado. La prematura muerte del contratista en un accidente de trabajo, en Séforis, modificaría el curso de la vida del primo-génito y de toda la familia. Como sabemos, el Destino tenía otros planes para el «hijo de la Promesa».
Aquél sería uno de sus últimos períodos de calma y relativa felicidad. Je-sús estaba a punto de afrontar un cúmulo de duras pruebas.
El año 5 no empezó mal del todo. Su moderación en la escuela surtió efecto y los ánimos volvieron a la normalidad.
A mediados de mayo, siguiendo la costumbre establecida tiempo atrás, Jesús acompañó a su padre terrenal en otro de sus habituales viajes de ne-gocios. Esta vez se dirigieron a la ciudad griega de Scythópolis, en la Decá-polis, muy cerca de la margen derecha del río Jordán. Durante la marcha -de unos 35 kilómetros-, José le habló del rey Saúl, de su derrota contra los filisteos en el monte Guilboá y de su posterior suicidio, arrojándose contra su propia espada.


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-Aquel viaje -relató la Señora con cierta reticencia fue bastante desagra-dable... para mi marido.
La presioné diplomáticamente. María no parecía muy dispuesta a entrar en detalles.
-¿Para qué recordar cosas tristes?
-Es preciso conocerlo todo -insistí con vehemencia. Algún día, el mundo nos lo agradecerá...
Sonrió con escepticismo. Pero accedió a contar «lo sustancial».
-Mi hijo debió de quedar muy impresionado por la belleza y grandiosidad de la ciudad. Anteriormente había estado en Séforis, pero Scythópolis es otra cosa. Según José, sus elogios de los monumentos y edificios fueron en aumento y, como era natural, mi marido se sintió ofendido. Trató de con-trarrestar entonces aquel improcedente fervor hacia una ciudad pagana, hablándole de la magnificencia de Jerusalén. Pero Jesús no le prestó aten-ción. Y sus preguntas arreciaron, entristeciendo el ya dolorido ánimo de su padre. Para colmo de males, en aquellas fechas se celebraban en la Decá-polis los tradicionales juegos y competiciones deportivas anuales. José (que no sabía decir que no) cedió a las insistentes peticiones de nuestro hijo y le llevó al anfiteatro. Las demostraciones de los atletas le entusiasmaron. Y José, estupefacto, le escuchó decir que «sería una gran idea organizar unos juegos similares en Nazaret». Intentó convencerle de que todo aquello no era sino una «detestable manifestación de vanidad». Jesús se negó a acep-tar la opinión de José. Y ya en la posada estalló la crisis. Tú, Jasóh, no le conociste. Mi marido era un hombre bueno, incapaz de hacer el mal. Jamás golpeó a ninguno de sus hijos. Pero aquella noche (me contó entristecido) perdió los nervios y, en mitad de una acalorada discusión con nuestro pri-mogénito, llegó a zarandearle por los hombros...
-¿Por qué?
-Jesús, olvidando los sagrados preceptos de la Ley, le sugirió la posibili-dad de construir en Nazaret uno de aquellos anfiteatros. Fue la gota que colmó el vaso. Según mis noticias lamentó la Señora-, fue la única vez que José se enfrentó violentamente con él. «¡Hijo mío -le dijo-, que nunca más, en toda mi vida, te oiga una cosa semejante!»
-¿Y qué hizo Jesús?
-Al ver a su padre tan indignado se asustó. Y replicó: «Así lo haré.» Pue-do asegurarte que, mientras José vivió, el asunto de los juegos no se men-cionó en Nazaret.
Me lo pregunté muchas veces a lo largo de aquellas conversaciones con la Señora y demás parientes del Maestro. Dadas las especialísimas circunstan-cias que concurrían en el primogénito y su no menos singular carácter, ¿lle-


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garon sus padres terrenales a temerle? ¿Sentían quizá por Él alguna debili-dad o preferencia?
Cuando se lo insinué, María fue tajante:
-¿Miedo a Jesús? ¡Qué cosas se te ocurren, Jasón! Mi hijo, a pesar de sus problemas, era servicial, dulce y amoroso hasta extremos que no puedes imaginar. De no ser así, ¿crees que hubiera hecho lo que hizo cuando caí enferma? En cuanto a las preferencias -dudó unos segundos-, pues sí, lo reconozco. Algo había. Era natural. Pero te diré otra cosa. Cada vez que cualquiera de nosotros intentaba tener algún pequeño detalle con él, el re-chazo era inmediato. No consintió nunca ese tipo de deferencias hacia su persona.
¿La Señora enferma? Mis informaciones al respecto eran nulas. ¿Qué había ocurrido?
La dolencia de la madre marcaría el comienzo de una nueva y dura etapa en la infancia de Jesús. En realidad, ahí terminarían sus años felices, sus juegos y los viajes.
Según sus explicaciones, el problema surgió a raíz del nacimiento de Ju-das, el miércoles, 24 de junio de aquel año 5. El séptimo hijo -uno de los más conflictivos, por cierto- traería consigo una peligrosa infección: unas «fiebres malignas» que, a juzgar por la sintomatología, identifiqué a priori con la llamada «septicemia de las paridas» o fiebre puerperal. Una dolencia, sobre todo en aquel tiempo, especialmente peligrosa. Dado que el parto no fue distócico, lo más probable es que la anemia o la fatiga en la madre constituyeran factores determinantes en la etiología. No puedo asegurarlo, naturalmente, pero cabe la posibilidad de que se tratara de una infección estafilocócica y tardía, mucho más benigna que las generalizadas y estrep-tocócicas. El caso es que la Señora se vio obligada a guardar cama por es-pacio de varias semanas, sufriendo -según contó- de estreñimiento, alta fiebre, dolores de cabeza, «llamaradas de calor» y una «sed angustiosa», amén, lógicamente, del típico cuadro de alteraciones mamarias. Esta peno-sa y delicada situación de María obligó a su marido a permanecer en Naza-ret. Y Jesús vio cómo todos sus planes caían por tierra. Tuvo que atender los recados de su padre, a sus hermanos más pequeños, a las necesidades de la casa y, por descontado, a su madre. La escuela quedó en suspenso y sólo la buena voluntad de uno de sus maestros -que acudía al hogar una tarde por semana- le ayudó a no perder el curso. Este buen judío, paciente, amable y comprensivo, ayudó mucho al primogénito de José en aquellos aciagos días. Por fortuna, la Señora no experimentó las temidas complica-ciones puerperales -cardíacas, digestivas, respiratorias, etc- y el tratamien-to de los «sartadores» de la villa, aunque elemental, resultó eficaz en lo que a la asepsia se refiere.


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-Jamás me había sentido tan mal -especificó- El castañeteo de los dien-tes, los temblores y aquellos dolores de cabeza casi acaban conmigo. Pero todos (Jesús el primero) se portaron maravillosamente. Mi hijo aprendió, incluso, a cocinar. Él me preparaba la leche, los caldos calientes, los huevos y la carne cruda... ¡Pobrecillo, cuánto sufrió por mi culpa! Desde entonces se terminaron los juegos, los paseos...
Efectivamente, un par de años antes de lo previsto, el muchacho se vio empujado a reemplazar al cabeza de familia en muchas de sus funciones al frente del hogar. Aquel verano, al cumplir sus once años, era ya todo un hombrecito, cargado de responsabilidades -demasiadas para su corta edad- y con una cada vez más insistente angustia en su interior: «¿Quién era en realidad? ¿Qué significaba el Padre de los cielos para Él? ¿Cuál era en ver-dad su misión? ¿Qué le reservaba el Destino?»
Y Jesús fue encerrándose en sí mismo. Desde la enfermedad de su madre -aunque jamás perdería aquella contagiosa y envidiable alegría de vivir- ya no fue el de antes. Sus juegos y conversaciones con los viajeros y conduc-tores de caravanas se fueron espaciando y, muy lentamente, surgió en Él una gran interrogante: «Si debía ocuparse de los asuntos de su Padre, ¿qué hacer con sus ineludibles obligaciones familiares?»
Años más tarde, este crudo dilema llegaría a convertirse en un angustioso drama personal. Un drama no contemplado por los evangelistas y que, en mi modesta opinión, resulta de vital importancia para conocerle mejor. La infancia y la juventud de este Hombre, como las de cualquier ser humano, fueron de suma trascendencia. Su obra, su mensaje y el conjunto de sus acciones durante la llamada «vida pública» pueden entenderse con mayor claridad cuando uno ha tenido acceso a esos cruciales primeros años. De ahí que, en este sentido, mi reproche a los evangelistas sea total. Con su silencio han privado a creyentes y no creyentes de unas informaciones y de una perspectiva esenciales en un estudio medianamente serio. Pero prosi-gamos con el no menos decisivo duodécimo año de su vida.
Este período, previo a la adolescencia, se vio fuertemente influido por la reciente enfermedad de su madre y por esas crecientes dudas en torno a su misión en la vida. La Señora lo resumiría con gran acierto:
-Volvió a la escuela, sí, y también a su pequeño taller de carpintería. Pero su corazón se hizo solitario. Si antes nos disgustaban sus continuas y agu-das preguntas, a partir de entonces empezamos a preocuparnos por lo con-trario: por sus largos silencios.
A los ojos de la vecindad, aquel cambio en el modo de ser de Jesús fue interpretado como «una vuelta a la sensatez y a la discreción». El mucha-cho no hizo nada por sacarles de su error. ¿Quién hubiera podido compren-derle? Ni siquiera sus padres tenían esa posibilidad. José y María, perma-


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nentemente atentos, eran conscientes de que «algo» extraño e intangible crecía en lo más íntimo de su ser. Su padre terrenal fue quien más se aproximó a la verdad. Pero, como ya dije, su repentina muerte le privaría de profundizar en tan singular misterio. En cuanto a la Señora, su idea de un Jesús mesiánico, revolucionario y libertador le iría distanciando de su primogénito, llenándola de amargura. Su hermano Santiago me lo contaría a espaldas de su madre:
-En aquellos años, las graves discrepancias entre mis padres llegaron a oídos de Jesús. Él les escuchaba durante la noche. Creían que dormía, pero no era así. Mi madre no entendía el sentido de la misión de mi hermano y Maestro. Y se desesperaba al ver que Jesús no aceptaba sus directrices res-pecto a su futuro. Ella pretendía que el «hijo de la Promesa» se alzara como un líder y que arrastrara a las masas, expulsando a los odiados invasores de Roma. Mi padre, en cambio, se inclinaba por una acción espiritual.
Quizá como una necesaria vía de escape, el joven Jesús intensificó sus lecciones de música, dedicándose con ardor al cuidado y educación de sus hermanos. Este interesante capítulo -que espero poder desarrollar a su de-bido tiempo le ocasionaría grandes alegrías y, cómo no, serios disgustos. En especial con José y Judas. Este último, durante bastantes años, fue el re-belde de la familia.
En agosto, al cumplir los doce años, tuvo lugar un pequeño incidente -apenas una anécdota- que refleja la sutil inteligencia de José y la innegable influencia que Jesús empezaba a ejercer sobre su familia y entorno. Una in-fluencia que ya no cesaría.
Entre los judíos existía la costumbre -cada vez que se entraba o salía de la casa- de tocar la mezuza (un pequeño estuche rectangular de madera, incrustado en una de las jambas de la puerta, que contenía un minúsculo pergamino con los mandamientos divinos), llevándose los dedos a los la-bios. Pues bien, en uno de aquellos días, Jesús interpeló a sus padres sobre dicha tradición, haciéndoles ver que, desde su punto de vista, «el hecho de tocar la mezuza era un rito tan idolátrico como pintar o representar figuras humanas». Su lógica fue tan aplastante que, al día siguiente, ante el asom-bro del vecindario, José retiró el pergamino, aceptando los argumentos de su hijo. Con el tiempo, Jesús cambiaría muchas de las costumbres religiosas de su hogar. Sobre todo, las oraciones. El incomparable padrenuestro fue una de sus geniales innovaciones. Pero esto pertenece a otro momento de su fascinante vida...
Como consecuencia de estos esfuerzos para adaptarse -quizá la palabra apropiada fuera «someterse»- al criterio y voluntad de la mayoría en lo concerniente a las pautas sociorreligiosas, el adolescente caería al final de¡ año en un profundo abatimiento.


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Santiago, su hermano y confidente, explicó así las razones de este pasa-jero decaimiento moral:
-Honra a tu padre y a tu madre. Ellos te han dado la vida y la educación. Así dice uno de los principales mandamientos. Jesús tuvo que enfrentarse a ese arduo dilema. ¿Seguía los consejos de su conciencia, rechazando mu-chas de las ataduras religiosas tradicionales, o permanecía fiel a los deseos de nuestros padres?
El futuro rabí de Galilea no tardaría en sobreponerse a tan angustiosa in-certidumbre. Una vez más, su decisión fue justa: conjugaría ambos crite-rios. Respetaría la voluntad de sus mayores y, en su momento, «se entre-garía a la misión que empezaba a clarear en su corazón».
Lo que no sabía Jesús es que esos planes estaban a punto de naufragar brusca y estrepitosamente.
En el año 7, el de su trece aniversario, se consumó el salto de la infancia a la adolescencia. María, los hermanos de Jesús y la familia de Lázaro, en Betania, fueron mis puntuales informadores. Gracias a su bondad pude re-construir las líneas maestras de tan decisivo año.
Su voz empezó a cambiar, apuntando hacia aquel grave y sonoro timbre que le caracterizaría. También su cuerpo experimentó importantes variacio-nes. Apareció el vello, anunciando la virilidad.
En la noche del domingo, 9 de enero, nacería Amos.
Judas tenía solamente catorce meses y Ruth, la hija póstuma de José, lle-garía al mundo dos años más tarde.
En el mes de adar (febrero), Jesús había superado su abatimiento. A dife-rencia de los restantes jóvenes de Nazaret, en su mente bullían grandes ideas. Una de ellas, sobre todo, seguía germinando oscura y silenciosamen-te: «Iluminar a la Humanidad. Hablar a los hombres de su Padre celestial ».
Según la Señora, el feliz término de los exámenes en la escuela de la si-nagoga contribuyó -y no poco- a sacarle de aquel retraimiento. Los trece años era una fecha solemne para las familias judías. Los hijos eran procla-mados mayores de edad ante la Ley. Oficialmente se le consideraba «hijo mayor rescatado del Señor». En lo sucesivo, como cualquier adulto, el nue-vo miembro de la comunidad de Yavé debería recitar el Shema Israel tres veces al día, proclamando así su fe en el único. También se vería obligado a ayunar, en especial durante la fiesta de la Expiación, y a peregrinar a Jeru-salén durante la solemne Pascua, disfrutando del derecho de unirse a los hombres en el templo. Ser «hijo de la Ley» constituía un orgullo y un moti-vo de intensa alegría, compartido por todos los parientes y amigos. Para es-tar presente en tan señalada festividad -el día del Bar M¡zva-, José regresó de Séforis el viernes anterior. El contratista había iniciado la que sería su úl-


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tima obra: un edificio público, planeado y subvencionado por Herodes Anti-pas.
Y el 20 de marzo Jesús vivió uno de sus momentos más felices. Al escu-char su reposada y pulcra lectura, todos se sintieron orgullosos de aquel jo-ven, «que prometía días de gloria para Nazaret». Su viejo maestro, los an-cianos y su propia familia se hicieron lenguas sobre el futuro que le aguar-daba, trazando planes para su ingreso en las más prestigiosas academias rabínicas de la Ciudad Santa. El ardor de María y de sus convecinos fue tal que Jesús llegó a creérselo: acudiría a Jerusalén en un plazo máximo de dos años, a contar desde su decimotercer aniversario. Pero Jesús nunca llegaría a ser «rabí de Jerusalén»...
A primeros de abril, tras recibir su diploma, José le proporcionó una an-siada noticia: viajaría con ellos y asistiría a su primera Pascua. Aquel año caía en sábado, 9 de abril. Y el lunes, 4, un grupo de ciento treinta vecinos emprendió la marcha hacia Jerusalén. José hubiera deseado acortar camino atravesando Samaria, pero la mayoría de los peregrinos se opuso. Las rela-ciones con los samaritanos eran tensas. Y el viaje se desarrolló por Jizreel, hacia el valle del Jordán. El temido Arquelao había sido desterrado a las Ga-lias un año antes y, en principio, nada hacía temer por la vida del «hijo de la Promesa». Su estancia en la Ciudad Santa -pensaron sus padres- no te-nía por qué ser motivo de alarma. Una vez más se equivocaron.
El cuarto y último día de marcha, la carretera de Jericó a Jerusalén era un hervidero de peregrinos. A mitad de camino, Jesús, que acompañaba a su madre en el grupo de las mujeres, divisó por primera vez una colina que, con los años, le resultaría tristemente familiar: el Olivete.
-Cuando le advertimos que la Ciudad Santa se hallaba al otro lado -comentó María-, su rostro se iluminó y empezó a dar saltos de alegría. Mi entusiasmo se vino abajo cuando le escuché decir que «allí estaba la casa de su Padre».
En aquel viaje, José y María conocerían a otra singular familia: la de Si-món de Betania. El grupo acampó en las inmediaciones de la citada aldea y la Providencia quiso que el tal Simón, un próspero agricultor, atendiera en su casa al contratista de Nazaret. Así nacería una sincera amistad entre ambas familias y, muy especialmente, entre Jesús y el primogénito de Si-món: Lázaro, un muchacho de su misma edad.
Al reemprender la marcha, los peregrinos tomaron la senda más corta -la que cruzaba el monte de las Aceitunas-, deteniéndose maravillados en su cima. Era el atardecer del jueves, 7 de abril del año 7. Jesús contemplaba Jerusalén por primera vez.
-No dijo nada -explicó su madre- Pero yo sé que la magnífica vista de los palacios y del templo le emocionó. Entramos rápidamente en la ciudad y


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nos dirigimos a la casa de uno de mis parientes. Era el único en Jerusalén que, a través de mi primo Zacarías, había conocido la historia de Juan y de Jesús. Recuerdo que cruzamos frente al templo y que tuve que regañarle sin cesar. Estaba loco de alegría. Jamás había visto tanta gente junta y, a cada momento, soltaba las riendas del burro, mezclándose entre la multi-tud.
Al día siguiente, el de la preparación, José tomó a su hijo de la mano y se presentó en una de las academias rabínicas, interesándose por los planes de estudio. Estaba decidido: al cumplir los quince años ingresaría en una de aquellas prestigiosas escuelas superiores. Pero la víspera de aquella Pascua, viernes, 8 de abril, sucedería algo que hizo dudar al primogénito. Sólo San-tiago lo supo. Y él me lo narraría, tal y como lo escuchó de labios de su hermano mayor:
-«A la vista del templo y de la muchedumbre (me contaría Jesús años después) sentí como si un rayo de luz iluminara mi mente. Y mi corazón experimentó una gran piedad por aquellas confusas e ignorantes gentes. Mi misión empezaba a estar clara. » Creo, Jasón, que aquél fue un día decisivo en la vida de mi hermano y Maestro. Esa misma noche, según me contó, un ángel se presentó ante él y le dijo: «Ha llegado la hora. Ya es el momento de que empieces a ocuparte de los asuntos de tu Padre.»
Como digo, este suceso pasó inadvertido para José y María. Si fue cierto -y no veo razón para dudar de la palabra del Maestro-, aquélla era la prime-ra vez que Jesús tenía un encuentro con un ser sobrenatural. Desde enton-ces, su proceso interno -no sé si la expresión es acertada- se aceleraría. Era el principio de su gran carrera... Jesús iría tomando conciencia de su autén-tico origen, de su doble naturaleza (humana y divina) y de su cometido co-mo Hijo del Hombre. Cualquier observador medianamente objetivo recono-cerá conmigo que no podía ser de otra forma. Un Jesús-niño, consciente de su divinidad, habría resultado antinatural, lesionando su evolución intelec-tual. Era lógico que semejante descubrimiento fuera gradual.
A pesar de sus ilusiones, Jerusalén terminaría decepcionándole. Para ser exacto: el templo y sus cambalaches.
Los días que siguieron a la solemne fiesta de la Pascua los pasó callejean-do y disfrutando del agitado ir y venir de los vecinos y de los miles de pere-grinos llegados desde todo el mundo conocido. Fueron -según Santiago- unas jornadas de absoluta libertad, que tardarían mucho en repetirse. Su respeto por la Ciudad Santa era profundo y sincero. En especial, por la «ca-sa de su Padre». Pero, al adentrarse en el «atrio de los gentiles», la decep-ción cavó sobre Él.
Aquel sábado, Jesús, en compañía de sus padres, atravesó el templo, yendo a reunirse con el resto de los muchachos que iba a ser oficialmente


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consagrado como « hijos de la Ley». El vocerío, los traficantes de monedas y la falta de compostura le desasosegaron. Pero su gran decepción empezó al ver cómo su madre se separaba de ellos, encaminándose al «atrio de las mujeres», el único recinto del templo autorizado a las hebreas.
-A mi hermano no le cabía en la cabeza que, en un día tan emotivo como aquél, nuestra madre no le acompañara en su ceremonia de consagración. Y se indignó.
Las desilusiones no cesarían va en toda la jornada. Jesús tomó parte en los ritos de su consagración como «hijo mayor rescatado de Yavé», pero la frialdad, rutina y superficialidad de los sacerdotes le dejó perplejo. Aquello no guardaba relación alguna con el calor y el sentimiento de los oficios que se practicaban en Nazaret. En cuanto a los modos y maneras de los pere-grinos, traficantes Y prostitutas que llenaban el «atrio de los gentiles», fue-ron superiores a sus fuerzas. Como apuntó Santiago, «no había diferencia entre aquellas cortesanas, cambistas y comerciantes de ganado, especias, etc., y los que había visto en Séforis o Scythópolis». Visitaron igualmente el «patio de los pastores» y allí, a la vista de los sacrificios de los rebaños de corderos, estuvo a punto de vomitar. Los balidos de los agonizantes anima-les, los cuchillos y las manos chorreando sangre y la gélida mirada de los sacerdotes-niatarifes rebasaron los límites de la resistencia de aquel ado-lescente, defensor a ultranza de los animales y de la naturaleza. El espectá-culo le asqueó de tal forma que, tirando de su padre, huyó del recinto.
-José -añadió el segundo de los hijos- comprendió la desolación de Jesús e intentó suavizar el impacto, conduciéndole hasta la Puerta de la Belleza. Sus explicaciones ante la majestuosa obra de bronce de Corinto no surtie-ron efecto. Así que, tras recoger a mi madre, salieron del templo, dedicando buena parte de la tarde a pasear por Jerusalén. Mi padre deseaba que Jesús se calmaría y entrara en razón. Pero eso era difícil. Mi hermano y Maestro era de ideas fijas. No aceptaba el derramamiento de sangre como medio para apagar la cólera del Todopoderoso. Es más: en plena discusión con mis padres se negó a creer en un Dios (bendito sea su nombre) justiciero y se-diento de venganza. José, con toda su dulzura, le hizo ver que aquellas cos-tumbres eran muy antiguas y que se ajustaban a la más pura ortodoxia. Pero Jesús le replicó: «Padre, esto no puede ser verdad. El Padre de los cie-los no puede mirar así a sus hijos extraviados. Él no puede amarme menos de lo que tú me quieres. Por muy imprudentes que sean mis actos, estoy seguro de que jamás te dejarás llevar por la cólera. Entonces, si tú, mi pa-dre terrestre, eres capaz de perdonarme, ¿cómo será el de los cielos, infini-tamente más bondadoso y misericordioso que tú?»
José y María guardaron silencio ante la suprema lógica de su primogénito. Y confusos por tan extraña forma de interpretar al Padre Universal retorna-


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ron al domicilio de sus parientes. Simón, el de Betania, les había invitado a festejar con su familia la tradicional cena pascual. Y en compañía de otros familiares de Nazaret se reunieron en la hacienda del padre de Lázaro, en torno al cordero, el pan sin levadura y las también obligadas hierbas amar-gas.
-Siendo como era un nuevo «hijo de la Alianza» -comentó la Señora-, le pedimos que relatara el origen de la Pascua. Y Jesús lo hizo a las mil mara-villas. Pero, como siempre subrayó contrariada-, tuvo que dar la nota. En mitad de las explicaciones hizo alusión a lo que había visto y sentido en el templo, criticando los sacrificios y la irreverente presencia en el «atrio de los gentiles» de los comerciantes y «burritas». Yo me sonrojé. Lo siento, amigo Jasón: eran otros tiempos y no podía comprender su comportamien-to...
En más de una ocasión me pregunté por qué el Maestro se negaba a co-mer el tradicional cordero pascual. (En la última cena, por ejemplo, no lo probó.) La raíz de tal actitud se hallaba en esta su primera visita al templo de la Ciudad Santa. En su mente empezó a germinar la idea de una Pascua sin sangre y sin aquellos ritos, tan desagradables y contrarios a la verdade-ra esencia de¡ Padre celestial.
-Esa noche dormimos mal. Jesús también se levantó en infinidad de oca-siones. Parecía preocupado. Se sentaba en el jardín, con la cabeza entre las manos, y así permanecía horas y horas. Su padre y yo nos mirábamos im-potentes. No sabíamos qué le ocurría. Y lo peor es que no nos atrevíamos a preguntarle.
Santiago, que años más tarde viajaría a Jerusalén en compañía de su hermano mayor, sí conocía las razones de aquella inquietud. En la mente de Jesús bullía un sinfín de preguntas sobre la absurda teología de su pueblo. Preguntas que, poco a poco, irían encontrando respuestas.
El malestar de la familia de Nazaret ante el incómodo e inescrutable silen-cio de su primogénito fue tal que, una vez concluida la Pascua, José se planteó la posibilidad de adelantar el regreso a la Galilea. Pero sus amigos y parientes le convencieron para que esperase.
Al día siguiente, Jesús y su nuevo amigo, Lázaro, se dedicaron a «explo-rar» Jerusalén y sus alrededores. Aquellas correrías y «aventuras» le hicie-ron olvidar, en parte, sus angustias e incertidumbres. Y antes de concluir la jornada descubrirían «algo» que, pocos días después, daría lugar a otro «acontecimiento histórico»: ¡el único, en toda su infancia Y juventud, que aparece en los Evangelios! El posible lector de este diario habrá adivinado que estoy refiriéndome al incidente de Jesús con los doctores de la Ley. ¡Parece increíble que los evangelistas considerasen este suceso como el único digno de mención en toda la vida «oculta» del Maestro!


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Ese «algo» fue, ni más ni menos, la presencia en las proximidades del santuario de grupos de judíos que conferenciaban e intercambiaban pregun-tas y respuestas con los rabinos y doctores de la Ley, Desde aquel domin-go, 10 de abril, Jesús no dejaría de acudir un solo día a las agitadas y es-pontáneas reuniones en el templo. Esta circunstancia me parece de especial importancia para entender mejor lo que sucederla días más tarde y que en el texto de Lucas (2, 41-52) aparece incompleto. A pesar de sus ardientes deseos de intervenir en las discusiones, el muchacho se contuvo, consciente de su juventud y de las restricciones que imponía la Ley a los nuevos con-sagrados. (Una vez transcurrida la semana de Pascua, los nuevos «hijos de Yavé» podían acceder a estas reuniones en el exterior del templo.)
El miércoles, 13 de abril, José y María le autorizaron a pernoctar en la ca-sa de Lázaro, en Betania. Fue una noche inolvidable, en la que Jesús abrió su corazón, manifestando sus inquietudes. Desde aquellas confesiones, Lá-zaro fue ya un incondicional del joven primogénito de Nazaret.
Pero el momento de la partida de los peregrinos se acercaba y, antes de emprender el viaje de regreso a la Galilea, Jesús, en compañía de sus pa-dres terrenales y del viejo maestro de la sinagoga de Nazaret, acudió de nuevo a la escuela rabínica elegida para sus estudios superiores. Y allí, de-finitivamente, quedó fijado su ingreso en la misma para el mes de agosto del año 9. Es decir, al cumplir los quince años.
«El resto de la semana -según mis informadores, transcurrió con normali-dad. Jesús demostró un especial interés por las conferencias-coloquios del templo, así como por los muchos compañeros de consagración, llegados de los más remotos países. Dada su incorregible curiosidad, a nadie le extrañó que pasara las horas pegado a las rejas que separaban a estos grupos del resto de los gentiles y de la comunidad o en interminables interrogatorios con los jóvenes judíos procedentes de Egipto, Mesopotamia o de las vecinas provincias romanas del Extremo Oriente. Le interesaba y se preocupaba por todo: sus costumbres, sus métodos educativos, sus creencias ... »
Estos contactos con la juventud de naciones tan distintas y distantes -estoy seguro- estimularon en Él sus dormidos deseos de viajar y conocer «sobre el terreno» otras formas de vida, otros pueblos, otros hombres. Un afán del que tampoco nos hablan los libros sagrados y que, sin embargo, como descubriríamos en nuestro segundo «salto», pudo y supo materializar «cuando sus obligaciones familiares se lo permitieron». ¡Qué equivocados están cuantos piensan y opinan que el Maestro jamás traspasó los límites y las fronteras de su país!
Y al fin, los peregrinos de Nazaret se dispusieron a partir hacia la Galilea. Fue un lunes, 18 de abril de aquel año 7, cuando el grupo se congregó en las proximidades del templo, partiendo hacia Betania. Ni María ni José, en la


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lógica agitación de los preparativos del viaje, se percataron de la ausencia de su primogénito.
Sinceramente, no pude entender semejante descuido y así se lo confesé a la Señora.
-Sí, tienes toda la razón -comentó sin el menor deseo de excusarse- De-beríamos haber sido más cuidadosos. Pero ya sabes lo que ocurre en esos viajes multitudinarios... ¡Quién podía imaginar! Jesús era ya un miembro de pleno derecho de la comunidad y, en consecuencia, estaba obligado a viajar con los hombres. Así que, al no verle conmigo, pensé que iría en el grupo, de cabeza, con José. Mi marido, por su parte, creyó lo contrario: que se había unido a las mujeres y que, como en el viaje de ¡da a Jerusalén, es-taría a mi lado, conduciendo las riendas de nuestro burro. En fin, ¡un desas-tre!
-¿Y qué hizo Jesús? ¿Dónde estaba en el momento de la partida?
-Luego lo supimos. Aquella mañana, según su costumbre, acudió al tem-plo, permaneciendo absorto en las discusiones entre los doctores de la Ley Tanto su padre como yo sabíamos de esta afición. Pero, la verdad, no repa-ramos en ello hasta mucho después. ¡Mala suerte, Jasón!
Durante mi estancia en Betania, merced a las confidencias de Santiago, su hermano, y de la familia de Lázaro, tuve la oportunidad de «reconstruir» lo acaecido en aquellos cuatro días: desde ese lunes, 18, al jueves, 21, en que sus padres dieron con Él.
Hasta Jericó, final de la primera etapa, todo fue bien. Pero, al reunirse, José y María quedaron estupefactos. ¿Dónde estaba Jesús? Nadie le había visto. Sus esfuerzos fueron infructuosos. Preguntaron incluso a los últimos peregrinos que llegaban de Jeri1salén. Ni rastro. Y, como es normal, nervio-sos y desolados, empezaron a acusarse mutuamente.
-José se enfadó conmigo y yo con él. ¡Con decirte que estuvimos dos días sin dirigirnos la palabra!...
Quizá convenga hacer un pequeño paréntesis antes de proseguir con los hechos. La parquedad del relato de Lucas primero y la tradición cristiana después han contribuido a forjar una imagen distorsionada de aquellos días. Los cristianos suelen juzgar esta «ausencia» de Jesús como una «pérdida». De hecho, la Iglesia católica abrevia y titula este pasaje con una rotunda y errónea expresión: «el Niño perdido y hallado en el templo». Lucas, por descontado, no habla de extravío alguno. Ha sido la Historia la que ha ma-linterpretado los hechos. Como se verá, el «hijo de la Promesa» no estuvo perdido durante esos tres largos días. Sabía dónde estaba. Es más: a partir del mediodía (la hora sexta) de aquel lunes, Él tuvo conocimiento de la par-tida del grupo hacia Nazaret. Otra cuestión es por qué no salió tras la cara-


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vana. Dicho esto, prosigamos con los acontecimientos, tal y como me fue-ron narrados.
Hacia las 12 horas, las discusiones en el templo fueron interrumpidas, re-anudándose poco después. Jesús, entusiasmado con los debates -más repo-sados y minoritarios desde el éxodo de los peregrinos-, no dio importancia a lo que, a todas luces, constituía una inexcusable negligencia por su parte. Permaneció en el «atrio de los gentiles» hasta la caída de la tarde, sin atre-verse, de momento, a intervenir en las conferencias. Al anochecer se pre-sentó en Betania, cuando la familia de Simón se disponía a cenar. Nadie le preguntó. Todos dieron por hecho que José y María continuaban en la ciu-dad y que el primogénito -como ocurriera el miércoles último- contaba con el permiso paterno para visitarles. Hoy, consecuencia de esa desinformación histórica, la imagen de un Jesús dócil, sumiso y «todo espiritualidad» choca necesariamente con la de aquel otro muchacho, capaz de desentenderse de su familia y de la angustia que ello provocó. Pero las cosas son como son; no como nos hubiera gustado que fueran...
Tras una noche en vela, en la que le vieron pasear por el jardín sumido en profundas meditaciones, Jesús partió de nuevo hacia Jerusalén, dete-niéndose en la cima del Olivete. Esta vez fue Santiago quien me descubriría otro pequeño gran secreto de su hermano, ignorado -como tantos otros- por su propia madre.
-A la vista de la Ciudad Santa, mi hermano y Maestro lloró amargamente. Fue su primer llanto por Jerusalén. El segundo, como sabes, ocurriría mu-chos años después y por razones parecidas: la ceguera y pobreza espiritua-les de un pueblo, esclavizado por sus propias tradiciones y por las legiones romanas.
A la misma hora en que el entusiasta jovencito se presentaba en el tem-plo -dispuesto a intervenir en las discusiones-, sus padres emprendían el regreso a Jerusalén.
-Nuestra ansiedad era tan dolorosa -matizó la Señora- que fuimos dere-chos a la casa de mis parientes, _.. la ciudad, sin detenernos siquiera en Betania. De haberlo hecho nos habríamos ahorrado muchos sinsabores.
José y María por un lado y sus familiares por otro le buscaron insistente-mente, «peinando» Jerusalén. Entretanto, el primogénito -entregado en cuerpo y alma a los debates- no tardaría en destaparse, formulando toda suerte de preguntas. Lo impertinente y osado de muchas de ellas se vio suavizado al principio por la candidez e ingenuidad de su tono. Pero los eruditos e intransigentes doctores de la Ley no tardarían en impacientarse. El primer conato de indignación general se registraría cuando Jesús, con su habitual valentía y claridad, preguntó «si era lícito condenar a muerte a un gentil que -ebrio o inconscientemente- hubiera profanado las áreas sagra-


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das del templo». Uno de los sacerdotes se impacientó y_ mirándole fija-mente, le preguntó su edad. «Me faltan cuatro meses –replicó el muchacho- para cumplir los trece años.» Y el doctor, fuera de sí, exclamó: «Entonces, ¿por qué estás aquí si no tienes la edad para ser un hijo de la Ley?»
Jesús le aclaró que acababa de ser consagrado y que era un estudiante de Nazaret. Al oír la palabra «Nazaret», la concurrencia estalló en una risa burlona. Y uno de los portavoces de los rabinos comentó sarcástico: «¡Te-níamos que haberlo imaginado! ¡Es de Nazaret!»
Los comentarios y murmuraciones se dispararon, pero, de pronto, el doc-tor que presidía la asamblea ordenó silencio, señalando que aquellas censu-ras eran injustas. «Si los dirigentes de la sinagoga de Nazaret le han admi-tido a los doce años, en lugar de a los trece, sus razones tendrán ... » No todos aceptaron este criterio. Y algunos de los doctores más ortodoxos se retiraron escandalizados. La mayoría, sin embargo, decidió que el inquieto adolescente tomara parte en los debates, en calidad de alumno. Sus prime-ros choques, por tanto, con la casta sacerdotal judía tuvieron lugar el mar-tes, 19 de abril del año 7 de nuestra era: mucho antes de lo que todos creí-amos.
Concluida esta segunda jornada, Jesús se retiró a Betania.
Su tercer día en el templo resultaría sencillamente triunfante. La noticia de un joven galileo -casi un niño-, dejando en ridículo a los presuntuosos escribas y doctores de la Ley, se difundió entre los habitantes de Jerusalén, que acudieron curiosos y divertidos a presenciar el «espectáculo». Uno de aquellos asombrados testigos fue Simón, el padre de Lázaro.
-José y yo buscamos también en el templo -manifestó la Señora- y llega-mos a estar muy cerca de aquellos grupos de conferenciantes. Pero ¿quién podía suponer que el centro de tal atracción era nuestro hijo?
Sólo aquellas personas que alguna vez hayan sufrido la dolorosa desapa-rición de un ser querido -en especial de un hijo- podrán aproximarse al su-frimiento experimentado por el matrimonio de Nazaret durante las setenta largas horas que duró ese suplicio. ¡Setenta horas de insomnio, de lágri-mas, de angustia y -¿por qué ocultarlo?- de desesperación! José y sus fami-liares no dejaron un solo lugar de la Ciudad Santa por escudriñar. Pregunta-ron incluso en la fortaleza Antonia, en el mercado de esclavos y en las po-sadas que albergaban habitualmente a los conductores de caravanas. Todo resultó inútil.
Entretanto, el templo seguía al rojo vivo. Las incesantes y agudas pre-guntas de Jesús levantaban murmullos de admiración, obligando a los eru-ditos a recapacitar. Varias de las interrogantes formuladas en aquel miérco-les, 20 de abril, causaron una especial sorpresa e inquietud entre el audito-rio. Fueron éstas: «¿Qué hay en verdad en el Santo de los Santos? ¿Por qué


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las madres de Israel deben separarse de los hombres en el interior del tem-plo? Si Dios es un padre que ama a sus hijos, ¿por qué estos sacrificios de animales para ganar el favor divino? ¿Las enseñanzas de Moisés han sido malinterpretadas? Si el templo está consagrado a la adoración del Padre de los cielos, ¿es normal consentir la presencia de mercaderes y cortesanas en su atrio? El Mesías esperado, ¿será un príncipe transitorio que ocupe el tro-no de David o se tratará de una luz de vida en un reino espiritual?»
Fueron necesarias más de cuatro horas para que los doctores de la Ley salieran al paso de tales cuestiones. Los testigos de aquellos debates dialéc-ticos quedaron prendados no sólo ante la sagacidad del muchacho, sino, muy especialmente, por la lealtad de su tono y planteamientos. Era eviden-te que Jesús no jugaba a competir. Sólo le interesaba una cosa: proclamar «su» Verdad. Una Verdad que ganaba terreno en su corazón y que ya nun-ca le abandonaría. Una Verdad tan inmensa como simple: proclamar la rea-lidad de un Padre Universal que nada tenía que ver con aquellas sangrien-tas y coléricas interpretaciones judías.
Al anochecer, Simón le acompañó hasta Betania. Casi no hablaron. El pa-dre de Lázaro y de Marta estaba deslumbrado. Después de la cena, a pesar de los encendidos elogios de la familia, el «hijo de la Promesa» se retiró de nuevo al jardín, permaneciendo en soledad hasta altas horas de la madru-gada. «En aquellos críticos momentos -según Santiago-, Jesús estrenaba su gran tragedia personal.» Todo un «drama» interno que se prolongaría du-rante años y del que ningún evangelista se ha hecho eco. Un angustioso di-lema, vital a la hora de conocerle y de conocer su obra posterior. El Hijo del Hombre deseaba llevar la luz a su pueblo -revelarle la grandiosidad del Pa-dre de todos-, pero, al mismo tiempo, dada su extrema juventud y las na-turales ataduras familiares, no sabía cómo ni cuándo intentarlo. Y aquella noche, como tantas otras, intentó forjar un plan. Lógicamente, no lo conse-guiría hasta casi veinte años después. Dos décadas en las que, a pesar del injustificable silencio de los escritores sagrados, Jesús de Nazaret apenas tuvo un minuto de respiro. Pero todo ello -Dios lo quiera- será narrado en su momento...
Y llegó el amanecer del jueves, 21 de abril. Esa mañana, mientras des-ayunaba en la casa de Simón, un comentario de la madre de Lázaro devol-vió a Jesús a la cruda y prosaica realidad. «¿Cuándo partían hacia la Gali-lea?» El muchacho debió de percibir entonces la magnitud de la tragedia. Sus padres terrenales, suponiendo que hubieran seguido viaje, debían de hallarse ya en Nazaret. Pero sus ansias por aprender y la firme resolución de «ocuparse de los asuntos de su Padre» fueron más fuertes. Y por cuarta vez se presentó en el templo, enzarzándose en una delicada discusión sobre


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la Ley y los profetas. Los doctores y rabinos no salían de su asombro. Aquel jovencito no sólo conocía a fondo las Escrituras hebraicas, sino también su traducción al griego. La admiración del auditorio llegó a tal extremo que, nada más iniciarse el debate de la tarde, el presidente de la asamblea le re-clamó a su lado, honrándole así ante los presentes.
Mi siguiente pregunta fue elemental:
-¿Cómo lograsteis localizarle?
María, visiblemente apenada por aquellos recuerdos, lo explicó sin ro-deos:
-La noche anterior, una vez en la casa de mis parientes, José y yo escu-chamos una extraña historia: un adolescente de Galilea venía reuniéndose en el templo con los doctores de la Ley, causando un gran revuelo con sus hábiles comentarios. Pero no caímos en la cuenta...
-No puedo entenderlo -le interrumpí- Vosotros conocíais a Jesús mejor que nadie... ¿Cómo es posible que no sospechaseis?
La Señora negó con la cabeza y, resignada, añadió:
-No, Jasón. Te equivocas. Ni su padre ni yo le conocimos de verdad. Muy pocos supieron leer en su corazón. ¿Qué quieres que te diga? No nos cabía en la cabeza que nuestro hijo pudiera hacer una cosa así. Hasta tal punto es cierto lo que te digo que, esa misma noche, tomamos la decisión de salir de Jerusalén e iniciar la búsqueda en otra dirección. Iríamos a casa de mi prima Isabel. Y al día siguiente, pensando que Zacarías podía estar de ser-vicio en el templo, nos presentamos en el «atrio de los gentiles». Dimos muchas vueltas, intentando localizar al marido de mi prima. Y pasamos cer-ca del nutrido grupo de curiosos que asistía a los debates. Hasta que (gra-cias a los cielos), en uno de aquellos angustiosos ir y venir, José creyó es-cuchar una voz familiar Nos abrimos paso entre el gentío y, ¡Dios Todopo-deroso (bendito sea su nombre), allí estaba mi hijo!, sentado en las escali-natas, discutiendo y preguntando como si tal cosa...
Los ojos de la Señora chispearon.
-¡Nunca llegué a entenderlo! Estábamos medio muertos de miedo y de aflicción, pensando incluso lo peor, y él.... ¡tan feliz!... ¡Te juro, Jasón, que en aquel momento me dieron ganas de abofetearle! Y me fui hacia él como una fiera. Pero José, consciente de la mucha gente que nos observaba, me retuvo por el brazo, lanzándome una significativa mirada. Yo supe lo que quería decirme, pero mi enojo (ahora lo lamento de veras) estaba más que justificado.
-¿Cómo reaccionó Jesús?
-Como siempre -estalló María- Al principio se quedó mudo. Después se puso en pie y, con toda calma, esperó a que nos acercáramos. Y en mitad de un silencio de muerte, sin poder contenerme, le recriminé su inconscien-



martes, 18 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 321 A AL PAG 340

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Aunque habrá nuevas oportunidades para insistir sobre ello, conviene no perder de vista que, tanto entonces, como a lo largo de la vida de Jesús, María concibió la misión de su primogénito como la de un «libertador políti-co», llamado a ocupar el trono del rey David. El añorado Mesías -lo he dicho muchas veces- era un símbolo, una esperanza, que derrocaría al invasor y alzaría a la nación judía por encima del resto de las naciones. José, por su parte, con un sentido práctico más agudizado, no veía con buenos ojos el acceso al poder de Arquelao, uno de los hijos del sanguinario Herodes el Grande, fallecido ese mismo año «menos cuatro». El carácter igualmente violento del nuevo tetrarca de la Judea no le inspiraba confianza. El pruden-te e intuitivo contratista de Nazaret -que no estaba muy seguro de la misión mesiánica de su hijo- sospechaba que los malos tiempos no tardarían en caer sobre la Judea. El tiempo le daría la razón.
Fueron necesarias tres semanas para vencer la tozuda resistencia de Ma-ría, empeñada en fijar la residencia en Belén. Apenas habían transcurrido cinco meses, desde la toma de posesión de Arquelao y el fuego, la muerte y la destrucción se habían enseñoreado ya de la Judea, amenazando al resto del país. No hacía falta ser muy despierto ni acudir al «recurso» de los «sueños sobrenaturales », como afirma Mateo, para deducir que el nuevo gobernante sólo traería consigo la desgracia y el luto. No hay que buscar, por tanto, extrañas razones para justificar la marcha de José. La «ficha po-licial» de Arquelao hablaba por sí sola. De todas formas -también hay que admitirlo-, uno piensa que la Providencia estaba «muy al tanto» de la situa-ción. La permanencia de la familia en Alejandría, hasta agosto, resultaría oportunísima. De haber retornado meses antes, las revueltas en la Galilea y en la Judea habrían sido una constante amenaza para su seguridad.
A primeros de octubre de ese año 4 antes de nuestra era, José, María y e¡ pequeño Jesús emprenderían por fin el viaje de vuelta a Nazaret. La Señora y el niño, a lomos de un burro, comprado por el contratista. José, a pie, en compañía de cinco parientes que no consintieron que viajaran en solitario. En esta ocasión, el itinerario fue por el interior: de Belén a Lydda y, desde allí, a Scythópolis y Nazaret, por la llanura de Esdrelón. En el camino, que se prolongaría cuatro jornadas, José indicó a su esposa «que no creía acon-sejable difundir entre sus familiares y amigos la noticia de que eran los pa-dres del "niño de la promesa" ». María se mostró conforme.
-Al remontar la última colina -comentó agradecida por aquella posibilidad de recordar «tan felices tiempos»y avistar la aldea experimentamos una profunda emoción. ¡Al fin en casa!...
La mujer hizo una pausa, torciendo el gesto, contrariada.
-Pero no. Los problemas no habían terminado. Nuestra casa se hallaba ocupada, desde hacía tres años, por uno de los hermanos de José. La culpa


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fue nuestra. La salida de Egipto fue tan sigilosa que todo el mundo en Na-zaret nos creía aún en Alejandría. Mi cuñado, lógicamente contrariado, se resistió. Fue una situación violenta y desagradable. A la mañana siguiente se, mudó y, finalmente, pudimos disfrutar de la paz de nuestro pequeño hogar..
Jesús tenía entonces tres años y dos meses de edad. Según su madre, era un «muchachote sano, fuerte... y precioso». Había resistido bien los continuos cambios de residencia y los viajes, llenando la humilde casa de Nazaret con su desbordante alegría.
-La única sombra de tristeza en su corazón -señaló la Señora- se debió a la natural añoranza de sus amigos de Alejandría. Pero muy pronto encon-traría nuevos camaradas de juegos. En especial, uno llamado Santiago. Aquel excelente muchacho llegaría a ser íntimo de mi hijo...
Según mis informaciones, aquel cuarto año de la vida de Jesús discurriría sin contratiempos de importancia. Crecía fuerte y sano, «con un apetito fe-roz» y, en palabras de la Señora, «haciendo mil y una preguntas sobre lo que le rodeaba».
De seguro, el acontecimiento más señalado para el joven matrimonio (María debía de contar entonces unos diecisiete años), y no digamos para Jesús, fue el nacimiento, en la madrugada del 2 de abril de aquel año 3 an-tes de nuestra era, del segundo hijo. También fue varón y, obviamente, lle-nó de alegría a José. (Aunque los judíos no llegaban en este sentido a los crueles extremos de los egipcios, griegos y romanos -que despreciaban, abandonaban y mataban a las niñas recién nacidas-, lo cierto es que el alumbramiento de una hembra era motivo de «desolación y tristeza». «Fal-so tesoro las hijas -rezaba el Taltriud. Además, estamos obligados a vigilar-las siempre.») Le fue impuesto el nombre de Santiago y, a los ocho días, como marcaba la Ley, puesto en manos del mohel del pueblo: el experto en la delicada operación de circuncidar.
A mi pregunta de cómo reaccionó el pequeño Jesús ante la llegada de su primer hermano, la Señora esbozó una dulce sonrisa, comentando:
-¡Feliz! Se pasaba las horas muertas contemplándole. Reía a carcajadas cuando le veía llevarse el dedo a la boca...
Las cosas, poco a poco, empezaban a marchar. A mediados de ese vera-no, José consiguió uno de sus sueños: montar un taller en un punto estra-tégico del pueblo, cerca de la fuente pública y de la posada. Se asoció con dos de sus hermanos y los negocios prosperaron. Consiguieron reunir una cuadrilla de obreros que enviaban a trabajar a las aldeas y ciudades cerca-nas, fundamentalmente en la construcción de edificios. Paulatinamente, su especialidad de ebanista y carpintero de muebles y aperos de labranza fue quedando en un segundo plano. Y aunque pasaba muchas horas en su ta-


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ller, afanado en la construcción de carretas, yugos y otros enseres de ma-dera, su principal ilusión y objetivo era la contrata de obras. Por aquel tiempo alternaba también la madera con el trabajo sobre cuero, lona y fa-bricación de cuerdas.
-Nuestro hijo pasaba muchas horas en el taller de su padre, observando a José y escuchando con la boca abierta las bromas, conversaciones y relatos de los conductores de caravanas y de los viajeros que precisaban de los servicios de mi marido.
De esta forma nacería en Jesús un vivo interés por las costumbres de otros pueblos lejanos. Como iremos viendo, ese roce con gentiles de los cuatro puntos cardinales resultaría altamente provechoso para el inquieto y siempre despierto joven de Nazaret. En julio de ese año, sin embargo, las visitas de Jesús al taller familiar se verían bruscamente interrumpidas. Unos viajeros, portadores de algún tipo de infección parasitaria, recalaron en la humilde villa, provocando una epidemia intestinal de graves consecuencias. Y María, con gran sentido de la prudencia, asustada ante las dimensiones que empezaba a adquirir el mal, optó por preparar el equipaje y huir de la zona, llevando consigo a sus dos hijos. José, a pesar de las súplicas de la Señora, no se movió de Nazaret.
-A toda prisa -prosiguió María, rememorando con inquietud el tenso mo-mento-, desesperada ante la posibilidad de que el travieso Jesús, que juga-ba y andaba por todas partes, hubiera contraído ya la enfermedad, parti-mos esa misma noche hacia la granja de uno de mis hermanos, a 44 esta-dios al sur de Nazaret, en la carretera de Megido, muy cerca de Sarid. Allí nos refugiamos durante dos meses. Gracias a Dios (bendito sea su nom-bre), ninguno de mis pequeños se contagió. Aquélla fue una extraordinaria experiencia para Jesús. Disfrutó de lo lindo con los animales; sobre todo con las ocas... -La Señora compartió mi sonrisa. No era muy difícil imaginar al revoltoso y pletórico niño, correteando a las aves de corral o dando de comer al ganado- Había una oca, vieja y torpe, que hizo especial «amistad» con mi hijo. La despedida, hermano Jasón, fue un drama... Jesús quería lle-vársela a Nazaret. Al final tuve que reñirle. El camino de regreso a casa fue un mar de lágrimas.
Por los detalles facilitados sobre la epidemia en cuestión es muy probable que se tratara de una disentería bacilar peligrosa y de un alto riesgo de contagio-, provocada por el bacilo de Shiga. Este tipo de disentería aguda era prácticamente mortal en aquel tiempo. Durante nuestras exploraciones constituyó un permanente y funesto «fantasma» que debíamos vigilar sin descanso. María hizo muy bien al salir de Nazaret. Estas epidemias se pro-pagan por contagio, siendo el hombre -y sus deyecciones- los depósitos bacterianos. La transmisión directa puede efectuarse a través de las manos,


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ensuciadas, por ejemplo, con las deyecciones disentéricas. Y aunque resulte desagradable mencionarlo, no podemos ignorar que, en tiempos de Jesús, la mayoría de las personas no observaba una estricta limpieza de sus cuer-pos después de consumadas sus necesidades fisiológicas. El pueblo liso y llano practicaba esta necesaria acción higiénica a base de hojas, piedras o trozos de cerámica y, lamentable mente, en infinidad de casos, con la mano izquierda. Si el afectado por la disentería bacilar no tenía la precaución de lavarse después de una de las típicas diarreas, el peligro de llevar el conta-gio a todo cuanto tocase resultaba obvio. Se daban, además, otras muchas formas indirectas de transmisión. Bien a través de los objetos en contacto con las deyecciones de los disentéricos, por los vestidos, ropas de cama, vasos y platos, alimentos contaminados e, incluso, a través de la tierra, moscas, insectos y agua. La Divina Providencia, una vez más, había salva-guardado al «hijo dela Promesa»...
La Señora dio a luz al tercero de sus hijos -en este caso una niña- en la noche del 11 de julio de ese año «menos 2». Recibió el nombre de Miriam (Maria), como su madre.
-Fue el mejor regalo de cumpleaños para Jesús -abrevió Maria- Como sa-bes, cumpliría cinco años el 21 de agosto...
La noche siguiente, el curioso Jesús preguntaría por primera vez sobre el misterio de la vida y del nacimiento de los seres vivos. Como ya indiqué, durante aquellos años de su infancia, el pequeño no dejaría de formular preguntas. Todo le interesaba. Todo le sorprendía. Su curiosidad era insa-ciable y sus padres llegaron a tener verdaderos problemas a la hora de res-ponderle. En ocasiones se veían en la necesidad de esperar uno o dos días hasta que, a su manera y no siempre con acierto, procuraban satisfacer las dudas del bekor o primogénito. En el tema que nos ocupa -el de la procrea-ción, gestación y alumbramiento-, es muy posible que Jesús no se sintiera del todo satisfecho con las claras, pero insuficientes, explicaciones recibi-das. La culpa, desde luego, no era de ellos. En aquella época, los funda-mentos de la maternidad no se hallaban del todo claros. La medicina egip-cia, griega o babilónica conocía bien los órganos genitales externos, así co-mo el útero. Pero el papel de los ovarios no se menciona en ningún docu-mento. Los egipcios, por ejemplo, creían que los órganos pelvianos podían moverse con libertad y que, cuando enfermaban, debían ser fijados me-diante fumigaciones. En contraste con la importancia dada a los testículos -cuya significación fisiológica era bien conocida-, el papel de la mujer en la reproducción era confuso. La idea más generalizada entonces apuntaba hacia un útero, permanentemente abierto y dispuesto para la concepción. La influencia egipcia les hacía creer que «los huesos y tendones provenían del padre y la carne de la madre». En cuanto al esperma, se aceptaba que


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quedaba almacenado en los huesos. Tras el parto de Miriam, la Señora de-bió de sufrir algún trastorno pasajero y de escasa importancia porque -comentaba divertida«para aumentar el flujo de la leche me friccionaron la espalda con una raspa de pescado mojada en aceite...».
Y con su quinto aniversario llegaría también un obligado cambio en la vida del pequeño y feliz Jesús de Nazaret.
La madre del Maestro no era una excepción. Como cualquier ser humano guardaba en su memoria pequeños y grandes recuerdos de la infancia de sus hijos. Uno de estos aparentemente triviales «detalles» lo constituía la cuna de madera «que nunca tuvo Jesús». José, al parecer, se hallaba tan ocupado en el taller y en los negocios que -corno sucede con frecuencia en todos los hogares- no pudo encontrar un hueco para remediar tan básica necesidad. Ya se sabe: «En casa del herrero ... » Pero la Señora, que casi siempre se salía con la suya, le hizo prometer que la cuna aparecería en la casa antes del alumbramiento del tercero de los hijos. Y así fue. Miriam tu-vo su cuna.
Y llegó el día. El 21 de agosto de aquel año 2 (antes de nuestra era), al cumplir los cinco años, Jesús -de acuerdo con la costumbre- pasó a depen-der de su padre terrenal en todo lo concerniente a su educación moral y re-ligiosa. Hasta ese momento, los varones permanecían bajo la tutela de la madre. Las niñas, en cambio, seguían dependiendo de ella hasta llegados los doce años y medio. Con la primera menstruación, lo normal es que fue-ran desposadas, pasando así a la tutela del marido. Como quedó reflejado, la sociedad judía de entonces centraba todo su interés en los varones. Las mujeres no contaban. Ese día, María confió su primogénito a José. A partir de esa fecha, el padre tenía la obligación de enseñarle un oficio -generalmente el suyo- y de procurarle una educación. Sobre todo, una sóli-da formación religiosa. «Instruye al niño en su camino -rezaba el texto sa-grado-, que aun de viejo no se apartará de él» (Prov. XXII, 6). Aunque la escuela pública resultaba insustituible en la educación de los muchachos, la Ley especificaba cómo los padres debían instruir a sus hijos en los manda-mientos de Yavé, en los gloriosos hechos protagonizados por su pueblo, en el sentido de las fiestas y de toda la liturgia y, en fin, en un profundo respe-to hacia Dios. A pesar dé este forzoso «cambio», la Señora, como era natu-ral, no perdió de vista a su primogénito, colaborando con José en todo lo concerniente a la formación humana y familiar del pequeño. El fuerte tem-peramento de María -más audaz que el de su marido- no le hubiera permi-tido permanecer al margen. Jesús, entonces, de la mano de su madre, aprendió a conocer y cuidar los viñedos y las flores y enredaderas que lle-naban el pequeño jardín y los muros de la casa de Nazaret.


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-Fue una época sosegada y maravillosa -prosiguió María, sacando a la luz, sin prisas, sus vivencias- Recuerdo que acondicioné el terrado de la casa como lugar de juegos para mis hijos, José hizo unas cajas de madera y las llené de arena. Allí, Jesús primero y Santiago después, empezaron a gara-batear sus primeras letras. Les encantaba hacer mapas y jugar a guerras...
Aquel punto me interesó especialmente. Hoy día, algunos exegetas dudan de que el Maestro supiera escribir. Una de las razones para tan loco argu-mento es la incuestionable realidad de que «no dejó escritos». En eso tie-nen razón. No los dejó..., directamente; es decir, de su puño y letra. Pero, como veremos más adelante, sí los «dictó». Yo lo sabía. Jesús conocía el griego. Lo hablaba a la perfección. Pero, parapetándome en una sencilla ex-cusa, traté de averiguar cuándo y cómo aprendió aquella segunda lengua.
-Fue cosa de su padre -aclaró la Señora- Él lo hablaba muy bien. Yo, en cambio, ya ves -se ruborizó-, cuatro cosas...
María exageraba. Su griego, con un duro acento y algo precario, eso sí, era perfectamente inteligible.
-José era un hombre inquieto, consciente de la importancia de los idio-mas. Cuando el niño empezó a soltarse en nuestra lengua natal, el arameo, se empeñó en que aprendiera griego. Si tenía que continuar el oficio de su padre, viajando de aquí para allá, era vital que se defendiera en la lengua de los comerciantes. El texto que le regalaron en Alejandría resultó de gran importancia en su aprendizaje. Mi Jesús era despierto e inteligente como él solo y a los pocos meses empezó a leer la traducción de la Ley que nos en-tregaron en Egipto.
En todo Nazaret -según la Señora- sólo había entonces dos ejemplares en griego de las Escrituras. Uno, como digo, en la casa de José. Esta circuns-tancia contribuiría también a fomentar una serie de visitas al hogar de la familia que, indirectamente, enriquecerían al primogénito. Por allí pasaría un sinfín de sabios y pacientes investigadores, cuyas pláticas y consejos causaron honda impresión en Jesús. Más adelante, cuando el muchacho pu-do dominar el griego, él mismo, por propia iniciativa, se lanzó a la ardua la-bor del aprendizaje del hebreo. Jesús, por tanto, era bilingüe, aunque leía y escribía también la sagrada lengua de las Escrituras. El hecho de que no de-jara nada escrito no es razón para calificarle de semianalfabeto, como pre-tenden algunos. Tampoco dejó descendencia. ¿Quién, en su sano juicio, puede tacharle por ello de estéril o impotente? Las causas por las que, en efecto, se negó a dejar tras de sí hijos o documentos escritos fueron otras. Unas «razones» que tuvieron mucho que ver con ciertas decisiones, adop-tadas por Él poco antes de su vida de predicación. Esto lo descubriríamos más adelante, a raíz del tercer «salto».


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Su quinto año de vida, en fin, transcurrió sin mayores sobresaltos, excep-ción hecha del temporal cambio de domicilio y de un ligero trastorno diges-tivo que, exagerando, María calificó de «enfermedad». Su primera enfer-medad. En realidad, por los datos aportados por la madre, debió de tratarse de una vulgar indigestión (un empacho), provocada por una desmesurada ingestión de higos. Algo muy normal en los niños.
-Antes de que cumpliera los seis años -recordó súbitamente la Señora- sucedió algo que le desilusionó profundamente...
Aguardé impaciente.
-Jesús estaba convencido de que nosotros, sus padres, lo sabíamos todo. ¡Imagínate su sorpresa cuando, nada más empezar aquel verano, un pe-queño temblor de tierra sacudió Nazaret! Nos miró atónito. Preguntó, pero José no supo darle una explicación.
(En aquel tiempo, este tipo de fenómenos naturales era asociado a la ac-ción de Dios o a los espíritus maléficos).
-«Hijo mío», replicó mi marido, «en realidad, no lo sé». Jesús permaneció mudo, con una sombra de incredulidad en su rostro. Ya ves..., ¡le fallamos! Nunca nos lo dijo, pero yo supe que, desde aquel día, empezó en él una progresiva carrera de decepciones. Intentamos convencerle de que nuestra sabiduría era muy limitada. Fue inútil. Supongo que aquél fue un amargo día para su bulliciosa imaginación. Desde muy atrás, mi marido y yo misma, teníamos serios problemas para saciar su curiosidad. La intervención de los buenos y malos espíritus en muchos de los sucesos físicos (enfermedades, tormentas, calamidades, etcétera) no le convencía. No lo veía claro. Se pa-saba el tiempo discutiendo. Su lógica era temible e impropia de su edad. A veces nos daba miedo. Las cosas llegaron a tal extremo -sonrió con bene-volencia- que José se escondía, huyendo así de sus embarazosas pregun-tas...
No sé si es el momento adecuado. Quizá debiera hablar de ello más ade-lante. Baste un ligero apunte. Muchos creyentes están convencidos de que Jesús fue consciente de su naturaleza divina desde su más tierna infancia. A ello ha contribuido -no poco- la serie de fantásticas leyendas, todas de ca-rácter apócrifo, que han ido circulando a lo largo de la Historia sobre el Je-sús infante. La realidad fue otra. El joven de Nazaret necesitaría bastantes años para «descubrir» quién era en verdad. En todo ese tiempo sus ideas y comportamiento fueron los de un ser humano normal. Un hombre, eso sí, inquieto, curioso y en permanente lucha consigo mismo. Pero ese «drama», insisto, merece un capítulo aparte.
La Señora se refirió después a otro acontecimiento, ocurrido a primeros de aquel año 1 antes de nuestra era: la visita a Nazaret de sus primos Isa-bel y Zacarías.


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-¡Qué alegría, Jasón! Juan, su hijo, estaba precioso...
Aquél, efectivamente, sería un encuentro histórico. Era la primera vez que Jesús y su primo lejano se veían.
-Se hicieron muy amigos. Mi hijo le mostró las cajas de madera de la azo-tea y allí permanecían horas y horas, jugando con la arena.
Aunque la visita fue breve -apenas una semana-, las familias tuvieron tiempo suficiente para proseguir con «sus planes» respecto al futuro del «hijo de la Promesa» y su «lugarteniente», como consideraban al que, años después, sería conocido como Juan, «el anunciador». Esos «planes» -no me cansaré de repetirlo- asustarían hoy a los fieles cristianos. No se trataba de preparar una misión espiritual. Nada de eso. Todo giraba en torno al «deci-sivo Mesías político, que expulsaría al odiado extranjero (a los romanos) del sagrado suelo de Yavé».
Ahora, con el cadáver del Maestro en la tumba de José de Arimatea, su madre bajó la vista, consciente de su grave error. Isabel y María, en aque-llos lejanos años, no concebían siquiera a sus respectivos hijos como «anunciadores o mensajeros» de un reino espiritual. Y la Señora, por su-puesto, ni se planteó la posibilidad de que Jesús fuera realmente el Hijo de Dios. Esta firme creencia en un Mesías revolucionario y libertador -como ve-remos- les conducida, sobre todo a María, a desagradables choques con sus hijos. ¡Qué deformada aparece hoy la imagen de aquella patriótica galilea! Los creyentes, en su mayoría, se empeñan en sostener un falso y artificial recuerdo de una mujer que, aun siendo la madre terrenal de un Dios, no por ello era menos humana.
La amistad con Juan estimuló en Jesús el interés por la historia, fiestas y tradiciones de Israel. Su primo le habló de Jerusalén, de su grandeza, de sus edificios y del templo. Y aquellas imágenes quedaron grabadas a fuego en la mente del primogénito.
-Desde entonces -resumió la Señora-, cada poco nos repetía la misma pregunta: «¿Cuándo viajaremos a Jerusalén?» José, con su infinita pacien-cia, fue explicándole el porqué de cada una de nuestras fiestas y celebra-ciones: la Pascua, Pentecostés, Año Nuevo, la Dedicación... Pero lo que le tenía trastornado era el sagrado rito del sábado.
-¿Por qué?
-No entendía el rigorismo de la Ley. Y yo -confesó bajando el tono de la voz- tampoco...
La postura de María -muy liberal en asuntos religiosos- era comprensible.
Galilea se distinguía por su hospitalidad y por una forma de ser, mucho más
abierta que la del resto del país. Nazaret, en este aspecto, era uno de los
núcleos más tolerantes, El viejo dicho -«¿es que de Nazaret puede salir algo
bueno?»- encajaba a la perfección en la actitud de sus habitantes, perfec-


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tamente integrados entre los prosélitos extranjeros. (Una «lepra nacional»,
según los fariseos de la Judea.)
-Peor fue -añadió con un gesto de desolación- cuando, en aquellos meses, Jesús empezó a manifestar un casi blasfemo deseo de hablar directamente con Dios. ¡Quería dirigirse al Divino (bendito sea su nombre) de la misma forma que lo hacía con José! ¿Te imaginas, Jasón?
Claro que lo imaginaba. Como bien apuntaba su madre, aquella «loca pretensión» hubiera sido calificada de blasfema por la comunidad judía más ortodoxa. La palabra YHVH -Yod-HéVati-Hé o Yavé- era sagrada. Nunca era pronunciada por los israelitas. Sólo el sumo sacerdote estaba autorizado a invocar dicho vocablo, una vez al año y en mitad de los gritos del pueblo. ¿Cómo entender entonces que un niño pretendiera hablar -de tú a tú- con el Divino? Inconscientemente, el Jesús infante empezaba a «remover» en lo más íntimo de su ser lo que, en su día, sería la razón de su vida y mensaje: el Padre. Pero Él, lógicamente, era todavía muy pequeño para comprender el verdadero alcance de aquel maravilloso y sublime deseo... Estas extrañas ansias llenaron de angustia y perplejidad al sencillo matrimonio. La «singu-laridad» de Jesús estaba abriendo un profundo abismo entre Él y los suyos. (Hoy lo llamaríamos «conflicto generacional».)
-Muertos de miedo ante la posibilidad de que sus absurdas pretensiones llegaran a oídos de los sacerdotes y del vecindario -concluyó-, luchamos en vano por convencerle de que debía orar como se nos había enseñado. Pero, incorregible y tozudo como yo, insistía en «tener una charla con su Padre de los cielos». Fue una batalla perdida. Ahora lo entiendo, Jasón.
En junio de aquel año 1 antes de Cristo, José tomó una valiente decisión. Cedió el taller de carpintería a sus hermanos y, a pesar de las dudas de su esposa, se lanzó de lleno a la contrata de obras.
¡Ah, querido hermano! -se lamentó la Señora-, ¿por qué las mujeres se-remos tan desconfiadas? Era su sueño y yo, torpe y necia, le hice la vida imposible, renegando a cada momento por lo que estimé una locura. Ya ves, volví a equivocarme... Antes de que finalizara el año habíamos triplica-do los ingresos...
Fue una de las pocas veces que le escuché unas palabras de amor. Unas sencillas frases que denotaban su enamoramiento hacia el voluntarioso y noble José. Suspiró y, casi para sí, exclamó:
-¡Mi amor!... ¡Cuánto te necesito!
Desde entonces, hasta poco después del fallecimiento del contratista, la familia de Nazaret no temió ya la miseria.
-Aquellos dineros, sin ser nada del otro mundo, nos permitieron algunos desahogos.
-¿Cuáles? -pregunté sin reprimir la curiosidad.


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-No sé... Estudios de los niños, algunos viajes.... ¡una maravillosa vaca, un palomar!...
En los años sucesivos, su nuevo trabajo obligó a José a viajar constante-mente. Puso en marcha numerosas obras en poblaciones como Caná, Mig-dal, Naim, Nahum, Endor, Séforis y, por supuesto, en la misma Nazaret. Una de estas construcciones -en la referida Séforis, capital de 1,1 Galilea-, como ya anuncié, le llevaría a una muerte prematura...
Jesús sacó un gran partido de la profesión de su padre terrenal. Su her-mano Santiago ayudaba ya a su madre en las labores de la casa y esto permitió que el primogénito acompañara al contratista en muchos de estos desplazamientos por la región. No hacía falta que me lo recordase. Jesús era un observador nato. Y aquellos cortos viajes le enriquecieron. Como a cualquier niño de su edad, estas primeras experiencias le llenaron de asom-bro, guardándolas en su corazón hasta el final de sus días.
-No te imaginas las historias que nos contaba a la vuelta. Me volvía loca. Pero me sentía feliz al ver su cara de satisfacción. ¡Era una delicia!
Poco antes del año 1 de la era cristiana (el año «cero», como es sabido, no cuenta), María y José tuvieron que «llamarle al orden».
-No -me corrigió la Señora-, no fue un problema de indisciplina o desobe-diencia. Jesús era atento y cumplidor. Pero su pasión por la naturaleza, por los viajes y por aprender le hacían olvidar con frecuencia sus obligaciones domésticas. Le pedí repetidas veces que ayudara en las faenas de la casa. Pero siempre desaparecía... Hasta que un día, después de tratar el asunto con José, su padre se sentó junto a él, explicándole muy serio que, de mo-mento, debía someterse a la disciplina del hogar, en beneficio de la felicidad colectiva. Jesús le escuchó en silencio. Sabía escuchar. Reflexionó y, de buen grado, pidió perdón. No hubo que reprenderle nunca más. Era el pri-mero en ir a la fuente, en dar de comer a sus hermanos más pequeños, en cuidar de que no se apagara la lumbre y todas esas cosas... Eso sí, cuando tenía un minuto libre corría a jugar, a inspeccionar las flores o las plantas o a tumbarse boca arriba en la colina próxima.
-¿Y qué hacía en esa colina?
Maria levantó los ojos hacia el techo.
-Sentía pasión por las estrellas. Sus preguntas sobre el particular fueron un suplicio para el pobre José. Quería saberlo todo: ¿por qué el Sol no bri-llaba durante la noche? ¿Por qué la Luna era redonda? ¿Por qué, de vez en cuando, se movían las estrellas? ¿Por qué otras permanecían quietas? ¿Por qué la oscuridad duraba justamente lo que duraba? ¿A qué distancia estaba el Sol?... En fin, ya puedes comprender los apuros de mi marido y por qué terminaba por escapar cada vez que el niño arremetía con su interminable cuestionario.


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Hace dos mil años, la concepción del universo y de sus leyes resultaba extremadamente rudimentaria y confusa para la mayoría de los seres humanos. Y los judíos no eran una excepción. Alrededor del año 580 antes de nuestra era, la escuela de los librepensadores griegos inició un tímido estudio del cosmos. Los filósofos milesios, por ejemplo, creían que todo el universo era racional y que podía ser entendido y explicado a través de una cuidadosa observación científica. No iban descaminados. Pero no todos pen-saban así. De esta forma se empezó la elaboración de una teoría sobre el universo físico visible. Los griegos estimaron que los cuerpos celestes gira-ban en tomo a la estrella Polar, considerando que el Sol pasaba por debajo de la Tierra durante la noche y no alrededor de su borde, como pensaban otros astrónomos. Por supuesto, la ciencia de entonces suponía que nuestro mundo era el centro del universo. Siglos después, Aristarco de Samos ex-pondría una nueva y revolucionaria teoría: la Tierra giraba alrededor del Sol, describiendo una circunferencia. Plutarco defendió la acertada hipótesis de Aristarco, pero los «poderes fácticos» terminaron por arrinconar la «loca idea», manteniéndose la postura geocéntrica. Sólo Galileo, siglos más tar-de, se atrevería a dudar de nuevo. Éste, a grandes rasgos, era el panorama «científico» en el que tuvo que moverse Jesús.
Su séptimo año de vida en la Tierra resultaría igualmente intenso.
En el mes de shebat (enero-febrero) de aquel año 1 de la hoy denomina-da era cristiana, Jesús recibiría una de las mayores y más agradables sor-presas de su corta vida. Una mañana, al levantarse, sus hermosos ojos co-lor miel se abrieron más de lo normal.
-No olvidaré jamás su expresión. Estaba perplejo...
El pueblo entero había amanecido cubierto por una espesa capa de nieve. Aunque las temperaturas medias de Nazaret en los meses más crudos ra-ramente descienden por debajo de los 8 o lo grados centígrados, aquel in-vierno fue excepcional, meteorológicamente hablando. La segunda nevada alcanzó un ammüh de altura (un codo, aproximadamente; es decir, alrede-dor de 45 cm). Fue la más intensa de los últimos decenios. Ni los más vie-jos recordaban un fenómeno semejante. Para el niño y sus amigos –pasado el primer susto-, la novedad se convirtió enseguida en un excelente motivo de juego y diversión.
La anécdota me permitiría interrogar a la Señora sobre otro interesante capítulo de la infancia de Jesús. ¿A qué jugaba? ¿Cuáles eran sus juguetes favoritos?
María me miró con ternura.
-Tú, Jasón, no tienes hijos, ¿verdad?
Asentí en silencio.


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-La verdad, ahora que lo mencionas, no lo recuerdo muy bien... Sé que jugaba con las cajas de arena, pero...
(Días más tarde, durante una inolvidable estancia en la hacienda de Láza-ro, -en Betania -creo recordar que entre el 11 y el 14 de ese mes de abril-, los hermanos de Jesús vendrían a enjugar este lapsus de la Señora.)
-Su juego favorito -me explicaría Santiago- consistía en esconderse en lo más recóndito del taller de carpintería y, sólo o en compañía de Jacobo y de mí mismo, construir ciudades y aldeas imaginarias a base de astillas, viru-tas y tacos de madera. También guerreábamos por las calles y campos o simulábamos bodas y funerales. Cuando se trataba de jugar a «entierros», siempre había peleas. Todo el mundo quería ser el muerto...
Así supe -ocasión habría de comprobarlo más de una vez- que los niños de Nazaret, como los de todo el mundo y todas las épocas, gustaban de di-vertirse «al esconder», a la «gallinita ciega», a la peonza, al aro, a la pelota (golpeándola con las manos), a los columpios, a los dados, al «juego del molino» (una especie de «tres en raya»), a los «pares y nones», a las adi-vinanzas (sirviéndose de los dedos; en Italia se conoce hoy como morra), al cottabe (que consistía en fundir unos platos que flotaban en una jofaina lle-na de agua; para ello lanzaban vino sobre las escudillas, y el que primero lo echaba a pique era el ganador), al duodécimo scripta (un tablero parecido al juego del chaquete), «a coger» y, por supuesto, a otros juegos menos edificantes, como el my¡nda (hoy practicado en Creta). Los traviesos mu-chachos capturaban un escarabajo y, tras amarrarle una pequeña cuerda o cualquier otro material ligero, le prendían fuego, dándole caza.
Jesús no comprendía la prohibición de jugar en sábado. Pero, respetuoso y obediente, jamás protestó o incumplió lo establecido por la Ley judía.
Otra de sus aficiones preferidas era cuidar del palomar de su madre, re-cién adquirido con los sustanciosos ingresos del contratista. El producto de la venta de aquellos pichones era destinado a un fondo especial que admi-nistraba el propio Jesús y que, en la mayoría de los casos, se consumía en obras de caridad o en ayudas a los más necesitados del pueblo.
En el mes de ab (julio), el cada vez más robusto muchachito sufriría el primero y más espectacular de los muchos accidentes que le sobrevinieron en su agitada infancia. Al parecer su madre tampoco lo recordaba con pre-cisión se hallaba jugando en el terrado cuando, de improviso, la aldea se vio azotada por una fortísima tempestad de arena, procedente del este. (Este tipo de tormentas es relativamente frecuente en los meses de marzo y abril, pero francamente anormal en julio.) El caso es que, al intentar bajar las escaleras de madera adosadas a uno de los muros de la vivienda, el viento y la arena le cegaron, rodando por los peldaños.


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-Sólo fue el susto y alguna que otra magulladura -comentó María, estre-mecida-. Se lo había dicho a José: «Algún día tendremos una desgracia ... » A la mañana siguiente, tras escuchar en silencio mis improperios, colocó una barandilla y el peligro fue conjurado.
Quizá sea una simpleza, pero no ocultaré mis pensamientos. Al oír el re-lato de este suceso -muy normal por otra parte-, me pregunté algo que, sólo mucho después, me atrevería a formular al Maestro. Si es cierto que existen los llamados «ángeles guardianes» y que cada cual tiene el suyo, ¿por qué no evitaron tan peligrosa caída? ¿Qué habría ocurrido si Jesús hubiera fallecido a causa de los golpes? Repito: sé que puede parecer una frivolidad por mi parte. Eso no era posible. Pero la caída se produjo... El Maestro, cómo no, tenía la explicación.
El percance, sin embargo, resucitó en María los viejos temores. Y su an-siedad se multiplicó.
El cuarto día de la semana (miércoles para los judíos), 16 de marzo de aquel año 1, el hogar conoció de nuevo la alegría de un nuevo hijo. La Se-ñora dio a luz a su cuarto vástago: José.
-En junio del año anterior -desveló María, ruborizándose-, cuando llega-ron los primeros síntomas del nuevo embarazo, José y toda mi familia se sintieron felices. Dios, bendito sea su nombre, nos bendecía otra vez. Pero yo no estaba segura. Así que, por primera vez, mi marido me obligó a so-meterme a las pruebas de embarazo...
Una de estas, digamos, «pruebas de laboratorio» -que la Señora aceptó sumisa- consistía en observar los efectos de la orina sobre determinados vegetales. Si las hojas se marchitaban o los cereales no crecían, el embara-zo era descartado. Naturalmente, salió «positivo».
Al cumplir los siete años de edad, Jesús -como el resto de los niños judí-os- estaba obligado a iniciar su educación en las escuelas «públicas» o en las sinagogas. En agosto, por tanto, pisó por primera vez una escuela. Para entonces dominaba ya el griego con cierta soltura. Esta asistencia a lo que hoy podríamos denominar «estudios elementales» se prolongaría hasta los diez años. Allí conocería los rudimentos del libro de la Ley, tal y como fue escrito en el idioma hebraico. En los tres años siguientes pasaría a una «es-cuela superior», aprendiendo, por el tradicional método de la repetición en alta voz, las enseñanzas más profundas de la sagrada Ley.
Por descontado -aunque algunos historiadores lo dudan-, en la Palestina de Cristo había escuelas. Y la enseñanza era obligatoria y gratuita. Se tra-taba, eso sí, de una invención relativamente reciente: un centenar de años, aproximadamente. Simeón ben Schetach, un rabí presidente del Sanedrín y hermano de la reina Alejandra Salomé, fue el fundador de la primera beth hasefer o «casa del libro», según consta en Kethouboth (VIII, 1). El ejem-


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plo cundió rápido y, poco a poco, se institucionalizó una verdadera instruc-ción pública. La enseñanza era sagrada. «Si posees el saber -rezaba una máxima-, lo tienes todo; si no tienes el saber, no posees nada.» Y algunos doctores de la Ley proclamaban: « ¡Más vale que se destruya un santuario antes que una escuela!» (Bab. Sabbat, CXIX, 6). Después de la muerte del Maestro -hacia el año 64 de nuestra era-, un preclaro sumo sacerdote, Jo-sué ben Gamala, promulgaría un decreto que podría considerarse como la primera «ley escolar». En él se recogían hasta los más pequeños detalles: la obligación de los padres de enviar sus hijos a la escuela, las sanciones contra los alumnos distraídos o rebeldes y la organización de un «segundo grado» para los más aventajados. Jesús, como digo, conoció esta sagrada obligación y, naturalmente, se benefició de ella. El maestro solía ser un hazán; es decir, una especie de «gerente-sacristán» de la sinagoga. Su «sueldo» se hallaba supeditado a lo que los padres de los alumnos tuvieran a bien entregarle. Más adelante, cuando las escuelas empezaron a reunir a más de veinticinco alumnos, fueron nombrados maestros especiales. A pe-sar de las evidentes penurias económicas por las que solían atravesar estos profesores, la comunidad judía les tenía en una alta estima. Eran llamados popularmente «mensajeros del Eterno».
En Nazaret, como en casi todas las escuelas del país, los muchachos se sentaban en el suelo -generalmente al aire libre-, formando un semicírculo. El maestro se situaba o paseaba frente a ellos. No resulta difícil imaginar al joven Jesús, repitiendo a coro, de memoria, palabra por palabra, los textos del Levítico (el primer libro por el que empezaban las enseñanzas), de los Profetas, de los Salmos, etc. La sinagoga de su pueblo contaba, además, con un valioso ejemplar de las Escrituras en hebreo. Los procedimientos mnemotécnicos eran esenciales en aquel aprendizaje de las extensas y complicadas Escrituras. Repeticiones, paralelismos y aliteraciones eran fór-mulas obligadas para memorizar. Hoy, inmersos en la cultura del libro y de las imágenes, resulta difícil asimilar un procedimiento de transmisión oral tan aparentemente monótono y cansino. Sin embargo, es justo reconocer su eficacia. Modernas investigaciones han demostrado la importancia fisio-lógica y sicológica de esta ritmo-pedagogía, que tan provechosa resultaría, en el futuro, para el rabí de Galilea. No puede extrañarnos, por tanto, su inagotable dominio de las Escrituras. Desde muy niño las desmenuzó y memorizó como sólo aquel pueblo sabía hacerlo. Entiendo que su «poder divino» -que se manifestada con plenitud a partir de los 30 años, aproxima-damente- nada tuvo que ver en su exhaustivo conocimiento de los textos y citas bíblicos. Esta enorme erudición se consolidó mucho antes y por meca-nismos puramente humanos. Como decía, los rabíes le daban una gran im-portancia a las fórmulas memorísticas. Rabí Dostai, hijo de Janai, decía en


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nombre del rabí Meir: «El que olvida algunas palabras de lo que ha aprendi-do, causa su perdición» (Pirké Aboth, 111, 8). En las escuelas se repetía sin cesar, con el fin de estimular a los alumnos: «Eres como una cisterna bien afirmada, que no pierde ni una gota de agua» (Pirké Aboth, IV, 8). Esta ob-sesión por la fijación memorística llegaba al extremo de considerar al que recitaba como un hombre piadoso, e impío al que descuidaba tales ejerci-cios. Las niñas, lamentablemente, no tenían acceso a las escuelas ni a la enseñanza. Hasta los doce anos y medio no podían poseer nada; debían respetar al padre y a los hermanos; lo que encontrasen en la calle o en el campo era del padre; podían ser vendidas como esclavas; no tenían capaci-dad jurídica; no podían heredar, aunque fueran primogénitas; no podían decidir por sí mismas y, en caso de mutilación o violación, la posible indem-nización pasaba automáticamente al progenitor. Quizá fuese el uso exclusi-vo de las Escrituras en la pedagogía lo que inclinó a los judíos a negar este elemental derecho de instrucción a las niñas. El problema era sencillo. Si la mujer no ocupaba lugar alguno oficial en la religión, ¿a qué enseñarle la Ley? En el escrito nabírtico Sota (IX, a), el asunto queda sentenciado con la siguiente y rotunda frase: «Más valdría ver a la Torá devorada por el fuego que oír sus palabras en labios de mujeres.» Naturalmente, no todos eran tan radicales en la Palestina de Jesús. La familia de María y José, por ejem-plo, supo educar e instruir a sus hijas, al margen de la escuela. Unas escue-las en las que, con más frecuencia de lo que podamos sospechar, la disci-plina era sinónimo de castigo. Los «sabios doctores» refrendaban abierta-mente el uso de la vara para con los estudiantes indisciplinados 0, simple-mente, torpes y distraídos. «Odia a su hijo -dice el libro de los Proverbios- el que da paz a la vara. » Y otro versículo reza así: «No ahorres a tu hijo la corrección, que porque le castigues con la vara no morirá. » Un libro, la verdad, muy poco edificante desde el punto de vista pedagógico que, sin embargo, era tomado al pie de la letra por la mayoría de aquellos hazán o maestros de sinagoga, siempre con un palo en la mano. «La necedad se es-conde en el corazón de¡ niño sentencia dicho texto (Prov. XXII, 6)-l la vara de la corrección la hace salir de él. » Por fortuna para Jesús, las varas de sus maestros jamás le golpearon. Tuvo «problemas», sí, pero de otra índo-le...
Además del estudio, el primogénito de María tenía también otra debilidad: escuchar a los mercaderes y conductores de caravanas que se detenían habitualmente en Nazaret. Su conocimiento del griego le permitió dialogar con toda clase de gentiles, procedentes de los más remotos países, enri-queciendo así su formación humanística. Estos años de continuo diálogo con gentes de todos los credos y razas estimularían sus cada vez más ardientes deseos de emprender largos viajes. Pero tales «sueños» no cristalizarían


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hasta muchos años más tarde. Hubiera dado mi vida por presenciar algunas de aquellas animadas tertulias con los viajeros y guías que pernoctaban en la posada o que hacían un alto junto a la fuente pública de Nazaret y oír los comentarios y preguntas del joven Jesús...
Creo no equivocarme si afirmo que tales encuentros con los gentiles re-sultaron «providenciales», marcando en parte su destino. Fue a través de este contacto directo con la realidad del mundo cómo el Maestro empezó a conocer y a amar a todos sus semejantes. Sus padres terrenales y la escue-la influyeron poderosamente en su formación. Nadie lo duda. Pero esa ma-ravillosa oportunidad de relacionarse con hombres de toda condición acele-ró su proceso de maduración, transformándole, poco a poco, en un Hombre abierto y tolerante.
-¿Que si era un buen estudiante?
María, llevada de su lógico celo de madre, replicó a mi pregunta con un entusiasmo no exento de parcialidad. Era lógico.
-Fue brillante, Jasón. Además, tenía una gran ventaja sobre sus compa-ñeros: sabía griego... ¿No me crees?
La Señora debió de notar mi escepticismo.
-Sólo te diré una cosa. Al terminar el curso, el maestro le dijo a José: «Me temo que soy yo quien más ha aprendido con las atinadas preguntas de vuestro hijo ... »
En aquel primer año escolar sucedió algo premonitorio. Era costumbre que cada alumno, al ingresar en la escuela, escogiera un texto sagrado so-bre el que trabajaba y profundizaba una especie de «texto universitario»-, preparando una tesis que debía ser presentada al final del ciclo primario: a los trece años. Pues bien, Jesús eligió un párrafo del profeta Isaías (111, 61, 1-2) que habla por sí solo, en relación a lo que sería su propia misión. El texto dice así: «El espíritu del Señor Dios está sobre mí, por cuanto me ha ungido Dios. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a: vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad ... »
Isaías, posiblemente sin saberlo, había profetizado el anuncio del gran Evangelio de Jesús.
El primogénito aprendió mucho en aquel año escolar, sacando igualmente un gran provecho de los sermones y pláticas de los sábados, en la sinago-ga. En Nazaret, como en otros pueblos de la Galilea, existía una saludable costumbre: los sacerdotes y ancianos del lugar pedían siempre a los visitan-tes de relevancia que leyeran o se dirigieran a la comunidad en los habitua-les oficios sabáticos. De esta forma, el inquieto muchacho tuvo ocasión de escuchar a notables pensadores del mundo judío, así como a otros -menos ortodoxos- que, sin duda, le hicieron meditar tanto o más que los primeros


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sobre las realidades religiosas del momento. Nazaret era uno de los veinti-cuatro centros sacerdotales reconocidos oficialmente en Israel. Sin embar-go, su liberalidad a la hora de interpretar las leyes y preceptos religiosos -como sucedía en el resto de la Galilea- hacía posibles estas intervenciones públicas tan «poco ortodoxas», impensables en la Judea. Es preciso recalcar esta importantísima circunstancia -la gran tolerancia religiosa de Nazaret- para entender mejor el futuro comportamiento del Maestro. Esto explica, por ejemplo, la costumbre de José de pasear cada tarde del sábado por los alrededores de la aldea, en compañía de Jesús. Entre la constelación de prohibiciones establecida para el sabbat había una que marcaba, incluso, el máximo de pasos que podían darse. Por supuesto, «hecha la ley, hecha la trampa». Y esa dificultad para viajar o desplazarse en sábado era paliada con el truco del erub y de los dos mil codos, a partir del lugar donde uno residía. (Si en la vigilia del sábado se tenía la precaución de dejar dos co-midas preparadas para dicha festividad, el punto elegido era considerado como una nueva morada. En consecuencia, los dos mil codos -un kilómetro, aproximadamente- se contaban desde este último falso «domicilio»).
José, como la mayoría de sus convecinos, a pesar de sus profundas y sin-ceras convicciones religiosas, no estaba dispuesto a dejarse aplastar por semejante «locura burocrática». Y mucho menos en su único día de descan-so. De ahí que, haciendo caso omiso del penoso lastre de la Ley, cada sab-bat tomaba a su primogénito, paseando feliz hasta lo más alto de la colina situada al noroeste de Nazaret.
-Era su excursión favorita. Desde allí se divisa un maravilloso panorama: las nieves del Hermón, el monte Carmelo, el Jordán y, en los días claros -puntualizó María-, hasta las velas de los barcos en el «Gran Mar» (el Medi-terráneo). Jesús disfrutaba con aquellos paseos. Después, cuando mi mari-do faltó, él conservó la misma costumbre. Quería mucho a aquella colina...
A lo largo de ese séptimo año, su madre le enseñaría a ordeñar, a prepa-rar el queso y, sobre todo, a tejer. La Señora era una excelente tejedora. Y jamás consintió que José y sus hijos vistieran otras ropas que no fueran las que ella misma confeccionaba. Por aquella época, Jesús y su vecino e ínti-mo amigo, Jacobo, harlan un interesante descubrimiento: el taller del alfa-rero Nathan, cerca del manantial. Este buen anciano, habilísimo con el ba-rro, quería a los niños y muy especialmente al despierto y espontáneo Je-sús.
-Mil veces llegó a casa -comentó María suspirando con la idea de ser alfa-rero. Nathan era bondadoso y les regalaba puñados de arcilla. ¡Me ponía la casa perdida! Le encantaba moldear.. A instancias del alfarero rivalizaban entre ellos, a ver quién lograba la mejor figura. ¡Esta afición nos costaría más de un disgusto!


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Su lamento estaba justificado. La Ley judía prohibía cualquier tipo de re-presentación de imágenes humanas. Así había sido establecido por el propio Yavé. Pero el primogénito no terminaba de entender el porqué de esta limi-tación a unos sentimientos tan nobles como los de la expresión artística. Meses más tarde, esta inclinación le conduciría a una grave crisis.
Por mis conversaciones con la madre y demás familiares de Jesús -en es-pecial con sus hermanos- supe que su octavo año (2 de nuestra era) resul-taría especialmente intenso. En el capítulo escolar, por lo que pude deducir en mis posteriores indagaciones en Nazaret, las cosas fueron bien. Jesús, por mucho que se empeñase la Señora, no era un alumno extraordinario. Las conversaciones con el viejo profesor de la sinagoga serían esclarecedo-ras. El niño era un estudiante aplicado, despierto y con un sobresaliente afán de conocer. Pero nada más. Esa entrega, precisamente, le supuso, por parte de los responsables de la escuela, una valiosa «licencia»: librar una semana de cada cuatro. Esta dispensa fue acogida con entusiasmo por el primogénito, que pudo compaginar así sus estudios con otras aficiones: la pesca y el campo. Alternativamente, cada una de aquellas semanas la pa-saba a orillas del yam, en las cercanías de Migdal, con uno de sus tíos y en la granja del hermano de María, a 44 estadios al sur de Nazaret. Poco a po-co, merced a estas vacaciones, fue interesándose por las técnicas de pesca y por las más variadas labores agrícolas. (En nuestro tercer «salto» ten-dríamos la maravillosa oportunidad de contemplar sus excelentes dotes co-mo pescador, ejercitadas desde la infancia.) Su primera experiencia con una red tendría lugar en mayo (el mes de Iyyar) de ese año 2.
Su carácter alegre y servicial contribuyó a que las familias de sus tíos terminaran por quererle entrañablemente -cualquiera que le hubiera cono-cido mínimamente quedaba prendado al momento-, disputándose incluso sus permisos mensuales. La que más sufrió con aquellas periódicas ausen-cias fue su madre. Era imposible borrar de su corazón la idea de un acci-dente o de una enfermedad.
Estaba acostumbrada a tenerlo junto a mí -explicó resignada-, y estas ausencias me mortificaban. Vivía pendiente de cualquier posible noticia pro-cedente de la granja o de Migdal. Pero, como en otras muchas cosas -murmuró-, tuve que ir haciéndome a la idea de perderle...
Aquel año apareció en Nazaret un profesor de matemáticas, oriundo de Damasco. Cuando, en mi visita a la aldea, intenté localizarle, el misterioso personaje había desaparecido. Al parecer, aquel judío era mucho más que un maestro en números... Jesús entabló contacto con él y, además de reci-bir una esmerada y avanzada instrucción en todo lo concerniente a mate-


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máticas de la época, sus ojos se abrieron igualmente a otro fascinante y esotérico «mundo»: el de la Kábala. Éste fue otro de sus «secretos»...
Y también por primera vez en su corta vida, el primogénito se inició en una labor que, al fin y a la postre, desempeñaba hasta la muerte: la de en-señar.
-Como un hombrecito -apuntó la Señora con orgullo-, mi Jesús empezó a mostrar a su hermano Santiago los rudimentos del abecedario. Se sentaba con él a la puerta de la casa y, una y otra vez, le repetía las letras, escri-biéndolas en trozos de cerámica.
-¿Era paciente?
-Mucho. A pesar de la lógica torpeza de Santiago, jamás le vi renegar.
Los que sí perdían la paciencia eran sus maestros. Conforme avanzaba el curso, sus preguntas -demoledoras a veces- se hacían inquietantes, imper-tinentes y sacrílegas. Las explicaciones del profesor no le satisfacían. «¿Por qué Dios hizo la Creación en seis días? Eso es imposible -argumentaba con razón- Mi padre José necesita un mes para construir una casa ... »
La geografía y la astronomía, sobre todo, eran el caballo de batalla. Nadie sabía razonarle satisfactoriamente el porqué de las estaciones secas o llu-viosas, las variaciones de clima existentes entre Nazaret y el valle del Jor-dán, por ejemplo, o los eclipses. Por lo que pude averiguar, el muchacho empezó a convertirse en una pesadilla para maestros, sacerdotes y, natu-ralmente, para su propia familia, que tenía que encajar -día tras día- las crí-ticas y reprimendas de los instructores, heridos en su orgullo profesional. Sin saberlo, Jesús estaba gestando una atmósfera de rechazo y antipatía entre determinados círculos de la villa. Una situación irreversible que, con el paso de los años, le forzaría al definitivo abandono de Nazaret.
En el mes de Adar (febrero) surgiría la primera gran oportunidad para Je-sús. Una ocasión de «cambiar de aires » y de recibir una más pulcra educa-ción religiosa. Todo sucedió a raíz de una confidencia del deslenguado primo lejano de Maria: Zacarías, el esposo de Isabel. El padre de Juan, a pesar del mutuo acuerdo entre las familias de guardar en secreto lo relacionado con el «hijo de la Promesa», confesó el asunto a Nahor, un profesor de una de las academias rabínicas de Jerusalén. Éste visitó el hogar de Isabel, exami-nando a Juan. Después, por consejo de Zacarías, viajó a Nazaret, con idén-tica finalidad: observar a Jesús.
-Nosotros fuimos los primeros sorprendidos -matizó la Señora- José, in-cluso, se indignó ante la ligereza de Zacarías. Pero el mal ya estaba hecho. Y Nahor se entrevistó con Jesús. Le hizo muchas preguntas y, a juzgar por sus comentarios y las expresiones de su rostro, no le gustó demasiado la actitud de nuestro hijo...
-¿Por qué?


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-Supongo que le pareció un descarado. Las contestaciones de mi hijo en temas religiosos no fueron de su agrado. Pero, según nos confesó en priva-do, lo comprendía, dado que vivíamos en la Galilea...
-¿Y qué quería exactamente?
Se encogió de hombros.
-¡Ya puedes imaginártelo!...
No, no lo imaginaba.
-¡Llevárselo a Jerusalén! Eso dijo, al menos. Desde luego, algo vio en él cuando, sin más, nos propuso que estudiase en la Ciudad Santa. ¡Y gratis!
-No lo entiendo -tercié, simulando perplejidad- Era una buena oportuni-dad. ¿Por qué no prosperó?
-José y yo lo discutimos muchas horas. Pero mi marido no lo veía claro. Yo sí. Jerusalén hubiera sido la culminación de su carrera...
Conviene matizar que esta expresión -«la culminación de su carrera»- tenía un sentido... muy especial. María, ya lo dije, creía en su hijo como Mesías político. Aquella oportunidad, sin duda, le habría beneficiado.... des-de ese concretísimo punto de vista. Sin embargo, aunque estaba persuadi-do de que Jesús sería, en efecto, el «hijo de la Promesa», su padre terrenal nunca tuvo claro el papel mesiánico de su primogénito, tal Y como lo enfo-caba la Señora. Y murió con esa duda. Intuía que le aguardaba una gran misión, pero obviamente no podía conocer su naturaleza. Y, tal y como ma-nifestó su esposa, rechazó la oferta de Nahor. Las discrepancias entre José y María inclinaron al rabí por una fórmula intermedia. Les pidió autorización y, sin más rodeos, planteó a Jesús si aceptaba estudiar en Jerusalén.
-Mi hijo le escuchó atentamente. Pero no dijo nada. Después de la expo-sición de Nahor vino a nosotros y nos consultó. Con Jacobo, su íntimo ami-go, hizo otro tanto.
-¿Y cuál fue su decisión?
-Dos días después se entrevistó de nuevo con el rabí, explicándole que existían grandes diferencias de criterio entre sus padres y consejeros y que, en resumen, no se sentía capacitado para pronunciarse. «Ante esta situa-ción», añadió llenándonos de confusión, «he decidido hablar y consultar con mi Padre que está en los cielos».
(Eran los primeros «síntomas», los primeros «aldabonazos»., de aquel Je-sús Dios que todos conocemos y en el que muchos creemos. Su «concien-cia» superior -valga la expresión- empezaba a «despertar».)
Horas más tarde se reunía de nuevo con el rabí, diciéndole: «Siento que debo quedarme en casa, con mi padre y mi madre. Ellos me quieren y, en consecuencia, harán por mí mucho más que otros que pueden ver mi cuer-po y conocer mi pensamiento, pero que no me quieren.»