jueves, 6 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 241 A LA PG 260

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El Maestro me observó unos instantes. Después, en silencio, se inclinó sobre aquel burlado despojo humano y, con sumo tacto, fue quemando las mallas. Libre de las ataduras, me apresuré a incorporarme. Fue una situa-ción embarazosa. Violenta. Incapaz de articular palabra, me
limité a contemplarle. A pesar de haberle visto en el cenáculo, no podía dar crédito a lo que tenía ante mí. ¡Dios santo! No cabía duda: ¡era Él! Lucía su habitual manto color vino, fajándole el fornido tórax, con aquella túnica blanca, de amplias mangas. ¡Qué difícil y apasionante reto para la ciencia y qué absurda posición la mía! ¡Yo, un científico,
acababa de ser liberado de una red por un «hombre» resucitado! Porque, evidentemente, se trataba de un ser vivo. Sostenía una antorcha, había abrasado parte de un aparejo de pesca y, en fin, allí estaba: ocupando un volumen en el espacio. ¿Cómo asimilar tamaña locura? Yo lo había visto morir. Había comprobado el rigor mortis. Había tocado su cadáver.. ¿Cómo era posible?
Adivinando tan tormentosos pensamientos, el Hombre aproximó la tea a su pecho. Y la luz bañó su alta y serena faz, arrancando destellos de entre los lacios y acaramelados cabellos que reposaban sobre los anchos y pode-rosos hombros. Su nariz prominente, la fina y partida barba y, sobre todo, aquellos rasgados, intensos e infinitos ojos color miel, eran los de Jesús de Nazaret. La proximidad del fuego hirió sus pupilas. En un movimiento refle-jo, las largas pestañas descendieron una y otra vez. Aquel parpadeo, abso-lutamente natural, no podía ser fruto de mi imaginación. Y el Hombre, con aquella dulce y acogedora sonrisa que tanto me impresionaba, habló al fin. Su voz grave, inconfundible, me estremeció.
-No te preocupes del cómo. En todo caso, mi querido y asustado Jasón, pregúntate por qué...
Y girando sobre sus talones, reemprendió el regreso hacia la hoguera. Aturdido, salí tras él, uniéndome a sus largas zancadas. En mi mente em-pezaban a agolparse mil y una preguntas. Pero, torpe, tímido y avergonza-do por mi reciente huida, no fui capaz de agradecer su ayuda. Continué a su lado, caminando como un autómata e intentando poner en orden mi blo-queado cerebro.
Al rodear una de las lanchas varadas, a pesar de la iluminación de la an-torcha, volví a tropezar. Juro por lo más sagrado que no fue premeditado. E instintivamente me sujeté a su brazo derecho. Jesús se detuvo. Flexionó el antebrazo y tensó los músculos en una simple y pura reacción de ayuda, evitando así que me desplomara sobre los guijarros. Al aferrarme a él pude percibir bajo la túnica la pétrea masa del bíceps braquial y del supinador largo, rígidos por el momentáneo esfuerzo. «Aquello», obviamente, no era un fantasma...


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Juan Marcos continuaba dormido. Y el Resucitado, tras acariciar los re-vueltos cabellos del benjamín, fue a sentarse junto al fuego, de cara al la-go. Yo, sin poder sacudirme aquella pastosa sensación de irrealidad, per-manecí unos instantes de pie, contemplando como un bobo el haz de tron-cos y ramas de conífera que yacía a un metro de la palpitante hoguera. Fi-nalmente, con un nudo en la garganta, obedecí a mi corazón y le imité, sentándome a su lado. Tenía la vista perdida en las lejanas luces del yam. Parecía esperar. Durante un tiempo -¿qué podían significar los minutos en aquella situación?- no me atreví a interrumpir sus pensamientos. Flexionó sus piernas. Las abrazó con sus largos brazos y, descansando el mentón sobre las rodillas, suspiró profundamente. A renglón seguido, fijando su mi-rada en mí, exclamó:
-¡Gracias por vuestros sacrificios!
Atónito, le miré de hito en hito. Sonrió con una leve sombra de amargura y, comprendiendo mi perplejidad, añadió:
-Sabes bien a qué me refiero. Vuestra decisión de conocer la verdadera historia del Hijo del Hombre no es fruto del azar. Éstos -y su mano izquier-da señaló hacia las embarcaciones del yam-, mis pequeñuelos de hoy, ter-minarán por alterar involuntariamente mi mensaje...
Estúpido de mí, en lugar de permitirle que ahondara en tales reflexiones, me decidí a intervenir, interrumpiéndole:
-Maestro, yo soy un científico. ¿Cómo puedo comprender y transmitir tu resurrección? Tú estabas muerto.-
Jesús cedió benévolo a mis requerimientos. Levantó el rostro hacia las es-trellas y, a media voz, comentó rotundo:
-Hay realidades que difícilmente podrán ser probadas por la ciencia o por las deducciones de la razón pura. Nadie puede concebir esas verdades mientras permanezca en el reino de la experiencia humana. Cuando hayáis acabado aquí abajo, cuando completéis vuestro recorrido de prueba en la carne, cuando el polvo que forma el tabernáculo mortal sea devuelto a la tierra de donde procede, entonces, sólo entonces, el Espíritu que os habita retornará al Dios que os lo ha regalado y tu pregunta quedará plenamente satisfecha.
-Entonces -insistí sin ocultar mi incredulidad-, ¿es cierto que la muerte es sólo un paso.)
-Tan natural y obligado como la calma que sucede a la tempestad. -Pero los hombres de ciencia no creen...
Esta vez fue Él quien se adelantó a mi exposición.
-La correa de hierro de la verdad, que vosotros calificáis de invariable, os mantiene ciegos en un círculo vicioso. Técnicamente se puede tener razón en los hechos y, sin embargo, estar eternamente equivocados en la Verdad.


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Y, dibujando una inmensa sonrisa, añadió:
-... Yo soy la Verdad. Me has tocado y ahora me ves y escuchas mis pala-bras. ¿Por qué sigues dudando? El hecho de que no lo comprendas no signi-fica que esa realidad superior sea una quimera o el fruto de unas mentes visionarias. Cuando llegue tu hora, mis ángeles resucitadores te desperta-rán en un mundo que ni siquiera puedes intuir
-Tus ángeles resucitadores?
El Maestro apuntó hacia las estrellas. Creí comprenderle.
-Tú, querido amigo -comentó sin dejar de observar el brillante firmamen-to-, a tu manera, ya respondiste a esa cuestión: en mi reino hay muchas moradas... Y una de ellas es paso obligado para los mortales que proceden de los mundos evolucionarios del tiempo y del espacio.
-Y tú, ¿también has sido resucitado?
-No, hijo mío -su voz se llenó de ternura-. Acabo de decirte que yo soy la Vida. Mis ángeles, no a petición mía, sólo han dispuesto de mi envoltura carnal. Pero el poder de resucitar en el Espíritu es un don que sólo debo al Padre. Algún día, cuando pases al otro lado, lo comprenderás.
-Disculpa mi torpeza.
El Maestro me envolvió en su cálida mirada, animándome a proseguir:
-Si no he entendido mal, ninguno de los seres humanos tiene el poder de autorresucitarse...
-Así es. Sin embargo podéis disfrutar de la esperanza de que nadie, na-die, puede perder ese derecho. Todos, como yo lo he hecho, despertaréis a una vida que sólo es el principio de una larga carrera hacia el Paraíso. Una continuada ascensión hacia el Padre Universal. Un «viaje»... sin retorno.
Las palabras de Jesús -rotundas- no dejaban el menor resquicio a la du-da.
-¿Qué quieres decir con eso de que tus ángeles sólo han dispuesto de tu envoltura carnal?
-Te lo he dicho, pero, en tu perplejidad, no escuchas mis palabras...
Lo reconozco. Su «presencia» me tenía trastornado. Mi limitada inteligen-cia no hacía otra cosa que dar vueltas en torno a la realidad física de aquel cuerpo, surgido de la «nada». Supongo que, en el fondo, era inevitable y hasta lógico. No era tan sencillo sentarse junto a un « resucitado » y dialo-gar como si tal cosa...
-¡Yo soy la Vida! En verdad te digo que ninguna de mis criaturas puede devolverme lo que es mío y que sólo comparto con mi Padre. Mis discípulos, y la mayoría de los hombres de los tiempos venideros, han asociado y aso-ciarán la maravillosa realidad de la vuelta a la vida eterna y espiritual con la mera desaparición de Mi Cuerpo terrestre Se equivocan. La desintegración


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de esa envoltura carnal ha sido un fenómeno posterior a mi verdadera resu-rrección. Un fenómeno necesario, fruto del poder de mis ángeles.
Con el paso del tiempo -rememorando estas frases del Maestro- creo haber llegado a intuir su significado. La desaparición del cadáver era del to-do necesaria y conveniente. Por un lado, de no haber sido así, los judíos no se habrían planteado siquiera la posibilidad de un Cristo resucitado. Y, como dice Pablo, «nuestra fe sería vana». Por otro, los restos mortales del Hijo del Hombre habrían terminado por convertirse en un motivo de lógica vene-ración por parte de sus seguidores, con los riesgos de una casi idolatría, o enfermiza adoración, totalmente contrarios al mensaje del rabí.
-¿Desintegración? Todo el mundo piensa que la desaparición del cuerpo fue un milagro...
Durante unos instantes siguió con la mirada fija en la mágica danza de las llamas. Pensé incluso que no me había oído.
-A ti sí puedo decírtelo -susurró al fin-. Los milagros, tal y como los con-ciben muchos seres humanos, no existen. El poder de mi Padre es tan in-menso que no necesita alterar el orden de lo creado. El verdadero milagro es vuestra ciega creencia en los milagros.
-Sigo sin entender. Ese cadáver se esfumó ...
Jesús sonrió, llenándome de confianza.
-¿Es que tus ángeles conocen una técnica ... ?
-Tú lo has dicho, Pero, al igual que ocurre con vuestro código moral, el de esas criaturas a mis órdenes tampoco debe ser violado. Sé que lo compren-des. No es el lugar ni el momento para hacerlo.
-Disculpa mi curiosidad. ¿Tiene esa «técnica» algo que ver con la manipu-lación del tiempo que nosotros mismos estamos utilizando?
La sonrisa se acentuó. Fue la mejor de las respuestas. Y con un cálido to-no de reproche añadió:
-¿Cuándo comprenderéis que el tiempo es sólo la imagen en movimiento de la eternidad? ¿Cuánto más necesitaréis para considerar que el espacio es sólo la sombra fugitiva de las realidades del Paraíso? Os enorgullecéis de vuestros hallazgos y pensáis que la Verdad absoluta está a vuestro alcance. No comprendéis que sois como niños recién llegados a un orden inmensa-mente viejo e inconcebiblemente sabio.
-Y tú, Maestro, ¿qué lugar ocupas en ese «orden»?
-Soy un Hijo Creador.
Negué con la cabeza, dándole a entender que no podía seguirle.
-No pretendas atrapar lo que todavía es invisible a tus ojos de mortal. Te bastará la fe en la existencia del Padre. Muchas de mis criaturas, a pesar de haber traspasado la barrera de la muerte, tampoco están preparadas para enfrentarse, cara a cara, a la luz cegadora del Padre Universal.


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Un torrente de preguntas empezaba a encharcar mi corazón. ¿El Padre? ¿La muerte? ¿Aquellas otras criaturas?...
-iTodo parece tan sencillo!... Hablas de la muerte sin miedo... Sin embar-go, nosotros...
-Vosotros os empeñáis en apagar la «luz» que late en cada uno de los co-razones y que fue depositada ahí, precisamente para vencer el miedo. Si los hombres escucharan su propia voz, nadie temería ese paso. ¿Por qué crees que he vuelto?
No me dejó responder.
Es preciso que unos pocos me vean ahora para que otros muchos crean y aprendan a mirar hacia sí mismos. La muerte, hijo mío, es sólo una puerta. No temáis cruzarla.
-Algunos seres humanos -esbocé con dificultad- temen más la incógnita del «después» de la muerte que al hecho físico de la misma...
-Ésos -se apresuró a intervenir-, en el escandaloso tronar de sus dudas, silencian la íntima y sabia «voz» de sus conciencias. Dejad que sea ella quien os guíe. Todo, en la creación de mi Padre, está meticulosa y miseri-cordiosamente dispuesto para vuestro bien. Nadie muere. Nada muere. To-do es un continuo progreso hacia el Paraíso. Y ni siquiera ése es el fin...
-Pero las religiones y algunas Iglesias predican la salvación y la condena-ción...
Fue la única vez que su rostro se endureció.
-No midas a nuestro Padre Universal con la vara de los hombres. Ni con-fundas la religión de la autoridad con la del espíritu. Algún día, todos los mortales comprenderán que sólo la carrera de la experiencia y de la bús-queda personal es digna de la «chispa» divina que os alimenta a cada uno de vosotros. Hasta que las razas no evolucionen, el mundo asistirá a esas ceremonias religiosas, infantiles y supersticiosas, tan características de los pueblos primitivos. Hasta que la Humanidad no alcance un nivel superior, reconociendo así las realidades de la experiencia espiritual, muchos hom-bres y mujeres preferirán las religiones autoritarias, que sólo exigen el asentimiento intelectual. Estas religiones de la mente, apoyadas en la auto-ridad de las tradiciones religiosas, ofrecen un cómodo cobijo a las almas confusas o asaltadas por las dudas- y la incertidumbre. El precio a pagar por esa falsa y siempre provisional seguridad es el fiel y pasivo asentimien-to intelectual a «sus» verdades. Durante muchas generaciones, la Tierra acogerá a mortales tímidos, temerosos y vacilantes que preferirán este tipo de «pacto». Y yo te digo que, al unir sus destinos al de las religiones de la autoridad, pondrán en peligro la sagrada soberanía de sus personalidades, renunciando al derecho a participar en la más apasionante y vivificante de


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todas las experiencias humanas: la búsqueda personal de la Verdad y todo lo que ello significa...
-¿Y qué representa esa «búsqueda personal»?
Aquel increíble Hombre abrió sus brazos y, mostrándome las luces del la-go, la infinita belleza del firmamento y el crepitar del fuego, sentenció vi-brante:
-¿Y tú, embarcado en esta apasionante aventura, me lo preguntas? ¿Qué me dices de la alegría y de las emociones que conllevan vuestros descubri-mientos? ¿No ha merecido la pena?
Guardé silencio. Una vez más estaba en lo cierto.
-Los descubrimientos intelectuales, amigo mío, constituyen siempre una «aventura» y un riesgo. Pero sólo los audaces, los que obedecen a su pro-pio «yo», están capacitados para enfrentarse a ello. Sólo ésos, los auténti-cos «buscadores» de la Verdad, saben explorar con resolución y sin miedo las realidades de la experiencia religiosa personal. ¡Tú mismo y tu hermano estáis experimentando la suprema satisfacción del triunfo de la fe sobre las dudas intelectuales!
Ahora, con el beneficio del tiempo y de la perspectiva, aquella extrañeza mía me parece ridícula. Aferrado aún al duro lastre de lo material, la directa alusión a Eliseo -y a la familiar fórmula con que vengo definiéndolo: mi hermano- me dejó perplejo. El «poder» de aquel Ser, sencillamente, era absoluto.
-Y estas victorias, único objetivo de la existencia humana, sólo conducen a un fin: la búsqueda personal de Dios. En verdad, en verdad te digo que todo hombre que se empeñe en esa suprema aventura encontrará a mi Pa-dre, incluso en el desaliento de las dudas. La religión del espíritu significa lucha, conflicto, esfuerzo, amor, fidelidad y progreso. La dogmática, por el contrario, sólo exige de sus fieles una parte ínfima de ese esfuerzo. No olvi-des, Jasón, que la tradición es un sendero fácil y un refugio seguro para las almas tibias y temerosas, incapaces de afrontar las duras luchas del espíritu y de la incertidumbre. Los hombres de fe viajan siempre por los difíciles océanos, a la búsqueda de nuevos horizontes. Los surrusos se limitan a costear o fondean sus inquietudes al abrigo de puertos limitados, impropios de «navíos» que han sido hechos para audaces y lejanas singladuras.
-Esas palabras -repliqué sin poder contenerme-, en «mi tiempo», te lleva-rían de nuevo a la muerte...,
-No olvides que mi paso por el mundo será motivo de división y enfren-tamiento...
De nuevo le interrumpí:
-Dime: ¿qué debe hacer un hombre que desea encontrar la Verdad?
-Tú tampoco has comprendido mi mensaje?


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Una ola de vergüenza me hizo bajar los ojos. Pero aquel Hombre, al pun-to, pasando su brazo izquierdo sobre mis hombros, me obligó a sostener su mirada. El contacto de aquella mano, aferrada con firmeza a mi hombro, fue como una sacudida eléctrica.
-Confiar en nuestro Padre. Sólo eso. Cada amanecer, cada momento de tu vida, ponte en sus manos. Lucha por la fraternidad entre los humanos. Lucha por la tolerancia y por la justicia. Lucha por los débiles. Él se encar-gará del resto.
-¡El Padre! -exclamé contagiado de su entusiasmo-. ¡Debe de ser un gran tipo!
Mi prosaica definición hizo reír al Hombre. Sus reacciones, como iría veri-ficando, eran tan «humanas» y naturales como las de cualquier mortal. ¡Era para volverse loco! Y tomando un puñado de arena extendió su mano, mos-trándome el negro granulado.
-¡Es tan inmenso -replicó lenta y pausadamente que mide los mares en el hueco de su mano y los universos en la distancia de un palmo! Es Él quien está sentado en la órbita de la Tierra. El quien extiende los cielos como un manto y los ordena para que sean habitados. Pero no te confundas: Dios es un mero símbolo verbal, que designa todas las personalidades de la dei-dad...
Jesús tomó mi mano derecha y, trasvasando la arena a mi palma, insistió en algo que ya había comentado:
-Nunca olvides que una parte de ese Dios, de nuestro Padre, entró en ti hace muchos años.
-¿Cuándo?
-Digamos, para simplificar, que en el momento en que tomaste tu prime-ra decisión moral.
-Entonces, ¿yo soy Dios?
-Tú lo has dicho. Y a partir de hoy, búscate en lo más íntimo de tu alma.
La curiosidad me consumía. Y dejándome llevar del más infantil de los impulsos, le solté a bocajarro:
-¿Cómo te llamas?
El Resucitado no eludió la cuestión. Él sabía que no estaba refiriéndome 9 su nombre en la Tierra. Me observó con picardía y, dirigiendo su dedo índice izquierdo hacia las estrellas, exclamó:
-En mi reino, mis criaturas me conocen por Micael.
-¿Y por qué no adoptaste ese mismo nombre en la Tierra?
El Maestro parecía disfrutar con aquellas pueriles preguntas. Sonrió de nuevo y la blanca y perfecta dentadura se iluminó con el resplandor de las llamas.


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-Al principio, por expreso deseo mío, ni yo mismo fui consciente de quién era aquel joven de Nazaret. Así lo exigía mi experiencia entre los humanos evolucionarios del tiempo y del espacio. Sólo unos pocos, muy allegados a Micael, supieron de este secreto y lo guardaron celosamente.
No salía de mi asombro. ¡Dios santo! ignoraba sobre aquel Hombre!...
Mi nombre en la Tierra tenía que ser otro. ¿Satisfecho?
-Entonces tú, durante tu infancia y juventud, nunca supiste...
Negó con la cabeza.
-¿Y cuándo ... ?
-Eso, querido Jasón -replicó divertido-, es algo que deberéis descubrir por vosotros mismos.... en su momento.
Ahora lo sé. Entonces no lo intuí siquiera. Jesús de Nazaret se refería a nuestra tercera y fascinante «aventura» en la que, en efecto, tendríamos la formidable oportunidad de conocer los «detalles» de tan decisivo «cambio» en la personalidad del Hijo del Hombre.
-¿Por qué hablas de «mi experiencia entre los humanos»?
-¿Y qué otra cosa puedo decir?
Insistí perplejo.
-¿Experiencia? ¿Sólo eso?
-Según tú -preguntó a su vez-, ¿cómo debería calificarla?
-De derroche -me vacié sin darle tiempo a replicar un derroche, si me lo permites, innecesario y, a juzgar por los resultados próximos y «futuros», catastrófico.
-El Soberano Creador de este universo -intervino, olvidando por un mo-mento su acogedora sonrisa-.también hace la voluntad del Padre. Una vez satisfecha mi sed de conocimiento de los humanos, pude abandonar el mundo y recibir del Padre Universal el definitivo reconocimiento de mi sobe-ranía. Pero, como te digo, no era ésa la voluntad del Padre.
Estas palabras me resultaron confusas. Enigmáticas. ¿Desde cuándo un Creador necesita convivir con sus criaturas? ¿Qué podía aprender en un mundo como éste? ¿A qué tipo de «experiencia» se refería? ¿Qué era aque-llo del «definitivo reconocimiento de su soberanía»?
-¿Quieres decir -le interrogué sin saber por dónde empezar- que el Padre ha podido desear para ti una muerte tan cruel y sanguinaria?
Se puso en pie. Tras los cerros de Kursi e Hipos empezaba a clarear. Las antorchas seguían oscilando en el lago.
¡Era tanto lo que Arrojó un haz de leña a la hoguera y, con un leve gesto de su cabeza, me invitó a caminar con él. Tomó la dirección de la desembo-cadura del Jordán y, despacio, nos alejamos del pequeño Juan Marcos. Du-rante algunos metros no dijo nada. Llegué a pensar que había olvidado mi pregunta. De pronto, con especial énfasis, habló así:


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-Antes de mi encarnación en la Tierra, los hombres podían creer en un Dios colérico, sediento de justicia. Su ignorancia era perdonable. Ahora les he revelado a un Padre misericordioso que sólo conoce la palabra amor. ¿Crees entonces que un Padre puede desear esa muerte a su hijo? Su vo-luntad era que permaneciera en vuestro mundo hasta el final y que apurase la copa que todos los mortales, por su naturaleza, han bebido y beberán. Si he compartido la muerte ha sido para demostraros que la fe en Dios nunca es estéril. Sé que, a pesar de mis palabras, muchos deformarán el sentido de mi muerte en la cruz. Yo no he venido al mundo para saldar una supues-ta vieja cuenta de los hombres para con Dios...
Me detuve. Y Jesús, adivinando mi sorpresa, añadió:
-Sé lo que estás pensando. Te equivocas y se equivocan quienes así lo creen. El Padre celestial no puede concebir jamás la grave injusticia de con-denar a una alma por los errores de sus antepasados.
-Entonces, esas ideas de los cristianos sobre la redención por la cruz...
El Maestro posó sus manos sobre mis hombros, transmitiéndome su com-prensión.
-La tendencia al vicio puede ser hereditaria. El pecado, en cambio, no se transmite de padres a hijos. El pecado es un acto consciente y deliberado de rebeldía contra la voluntad de nuestro Padre Universal y contra las leyes de¡ Hijo. Toda idea de rescate o expiación, por tanto, es incompatible- con el concepto de Dios. El amor infinito de nuestro Padre ocupa el primer pues-to dentro de la naturaleza divina. En verdad te digo, Jasón, que el sentido de salvación por el sacrificio está arraigado en el egoísmo. Yo he predicado que la vida de servicio es el concepto más elevado de la fraternidad entre los creyentes. Y te diré más: la salvación es creer en la paternidad de Dios. La mayor preocupación de los fieles del reino no debería ser su deseo egoís-ta de salvación personal. Sólo la necesidad de amar a sus semejantes por encima de sí mismos. Los auténticos creyentes no se preocupan del posible y futuro castigo a sus errores. Se interesan tan sólo por el restablecimiento del contacto con Dios. Ciertamente, un padre puede castigar a sus hijos, pero lo hace por amor y con un fin y un sentido puramente disciplinarios.
-Luego, hay un castigo futuro...
-No como tú lo imaginas. Nuestro Padre es amor. Y el amor es contagioso y eternamente creador. ¿Crees que no existen otros medios mejores que el castigo para corregir los errores de las limitadas criaturas mortales? Antes de que yo viniera a este mundo (incluso aunque no lo hubiera hecho), todos los mortales del reino disponían ya de la salvación. Nuestro Padre, te lo re-pito, no es un monarca ofendido, severo e implacable, cuyo principal placer consiste en detectar y perseguir a las criaturas que obran en la oscuridad o en el pecado. La sola idea de un rescate o expiación colocaría a la salvación


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en un plano de irrealidad. Este concepto es puramente filosófico. La salva-ción humana es innegable y basada en dos únicos principios: Dios es nues-tro Padre y, consecuentemente, todos los hombres son hermanos.
Me costaba aceptar tan hermosa utopía. Y sin disimular mi escepticismo le pregunté:
-¿Cuándo ocurrirá eso? ¿Cuándo desaparecerán la maldad y la injusticia?
-Sólo hay un camino: el amor. El amor disuelve el Pecado y las debilida-des. ¡Ama a tus semejantes, Jasón! ¡Ámalos en la penuria y en la riqueza! ¡Ámalos aun cuando creas que están equivocados! ¡Ámalos, sencillamente!
Supongo que perdí la noción del tiempo. Escucharle era mucho más que aprender: era vivir, sentir y palpar una nueva realidad. Una realidad que yo ignoraba.
Y con las primeras claridades retornamos junto a la fogata. Juan Marcos había desaparecido.
No presté mayor atención a la repentina ausencia del benjamín. Tampoco Jesús hizo el menor comentario. El alba, naranja y veloz, oscureció las es-trellas, despertando al Kennereth. Sus aguas, primero grises, fueron ver-deando y, casi al unísono, las embarcaciones apagaron Sus luces. En la cos-ta oeste, entre Hamat y Migdal, una compacta bruma ocultaba los acantila-dos, de los que empezaban a escapar unos blancos y alborotadores « averí-os » de gaviotas. El yam recobraba su cotidiano ritmo, animado por las le-janas voces de los pescadores.
« Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla... »
La frase de Juan, el Evangelista, me puso en extrema alerta. La «apari-ción oficial» a sus íntimos no tardaría en producirse. Pero el Resucitado, ab-solutamente tranquilo, no parecía prestar interés a las oscuras lanchas que se deslizaban a cosa de una milla, frente a la desembocadura del alto Jor-dán. Desde allí, al menos para mí, era imposible distinguir las embarcacio-nes de Pedro y Santiago.
El Maestro avivó el fuego y, por espacio de un par de minutos, permane-ció en cuclillas, abstraído en el revoloteo de las flamas. La naciente luz de aquel viernes y la reverberación del fuego iluminaron una piel bronceada, exactamente igual a la que había lucido en vida. Pero ¿cómo hablar de «vi-da» o de «muerte»? Para alguien que ignorase los horribles sucesos acaeci-dos dos semanas atrás, y que contemplara al rabí en aquellos precisos ins-tantes, hubiera sido difícil de aceptar que se trataba de un hombre muerto y sepultado. Mi cerebro, por enésima vez, se reveló. Sin embargo, a los po-cos segundos tuve que rendirme a la evidencia. ¡Aquel cuerpo también da-ba sombra! Es más: en uno de los caracoleos de la fogata, una bocanada de humo le pilló por sorpresa (?). Instintivamente braceó, intentando disiparlo.


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Pero el humo, implacable, se coló en su garganta provocándole tos. Jesús se irguió y, como la cosa más lógica y natural (?) del mundo, me apresuré a auxiliarle, palmeando repetidamente sobre las anchas espaldas. El Maestro se retiró de la hoguera y, tras guiñarme un ojo, caminó hacia la orilla. Aho-ra, sinceramente, ya no sé qué pensar. Sí era capaz de leer mis dudas y pensamientos, ¿puedo atribuir este pequeño y significativo incidente a la mera casualidad o a su expreso deseo de disipar mis conjeturas?
Le vi descalzarse. Abandonó las sandalias sobre la arena y, como un niño, levantando los bajos de la túnica con la mano derecha, fue adentrándose en las aguas, chapoteando y jugando con la izquierda. Le seguí con la vista, entre atónito y emocionado. ¡Aquel «niño-grande», capaz de disfrutar con el simple roce del lago, era el Jesús de Nazaret que yo había conocido! Sú-bitamente, quizá al pisar en falso, comenzó a oscilar. Y su enorme humani-dad, tras desequilibrarse, fue a caer de costado, salpicando y removiendo las aguas. Corrí en su ayuda. Pero, al llegar a la orilla, el Maestro, sentado sobre el fondo y con el agua por el vientre, se volvió hacia mí y, entre sono-ras carcajadas, con su habitual buen humor, me gritó feliz:
-¡Me estoy volviendo viejo!
Creí enloquecer. Su comportamiento -incluyendo la aparatosa caída- era tan natural que nadie, en su sano juicio, podría creer cuanto estaba presen-ciando. (A veces, cuando me despierto en mitad de la noche, muchas de aquellas escenas se agitan en mi memoria y tengo dificultades para discer-nir si, en realidad, se trata de un sueño ... )
Disfrutando del momento, el Maestro permaneció unos minutos en el agua. Se refrescó el rostro y, echando la cabeza atrás, cerró los ojos, sabo-reando aquellos primeros y tibios rayos de sol. De repente reparé en sus sandalias. Me agaché y, tomando una de ellas, la examiné. Parecían las mismas de siempre, con una desgastada suela de hierba prensada y las ti-ras de cuero que servían para sujetarlas entre los dedos. Levanté la vista. Jesús continuaba con las manos apoyadas en el lecho del yam, recibiendo la cálida bendición de un nuevo día, que prometía ser tan caluroso como el precedente. Como un ladrón, aprovechando su momentáneo ensimisma-miento, acerqué la sandalia a mi nariz, olfateándola. No había duda: la prenda guardaba el característico olor que desprende un pie, mezcla de su-dor y de tierra. Un tanto avergonzado por mi insaciable desconfianza, la solté, regresando junto al fuego. Jesús, de pie, con la túnica de lino cho-rreando, dedicó unos segundos a otear el horizonte. Algunas de las lanchas, en efecto, habían puesto proa a Saidan. El gran momento se acercaba. Y prudentemente me retiré hacia las escaleras que conducían al hogar de los Zebedeo. Desde allí, en mitad de los Peldaños, se dominaba la totalidad de la playa. Jesús regresó a la costa, Se calzó y, de pie junto a la hoguera, me


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dio la espalda, escudriñando el avance de las barcas. Aquella parte del lito-ral continuaba desierta, El Maestro, de vez en salo cuando, se separaba del fuego, dando pequeños paseos a lo largo del agua. Poco antes de las 06 horas, varias de las lanchas -las más adelantadas- cruzaron frente a la pla-ya, bogando con fuerza hacia el embarcadero de la aldea. No reconocí a ninguno de los íntimos. Detrás, a unos cientos de metros, se divisaban otras dos barcas. Forcé la vista, intentando descubrir la silueta de Pedro. Imposible. De pronto recordé que no había alertado al módulo. Activé el mi-crotransmisor y, de acuerdo con lo planeado, inicié la transmisión de seña-les -vía láser-, comunicando a Eliseo mi posición y lo inminente de la opera-ción. Ajusté las «crótalos» y, pocos minutos después, respondiendo al códi-go de impulsos electromagnéticos, la «curra» catapultó uno de los «ojos de Curtiss», que voló rauda y convenientemente apantallado por la radiación IR, hasta inmovilizarse a poco más de 40 metros sobre el yam y a corta dis-tancia de la fogata.
Resulta increíble. Pero, tal y como ocurrió, así debo registrarlo en este apresurado diario. Al hacer «estacionario» sobre las aguas, siguiendo las órdenes de mi hermano, la pequeña e invisible esfera comenzó la transmi-sión de imágenes y sonidos. Pues bien, en ese preciso instante, el Resucita-do levantó la vista en dirección al «ojo de Curtiss». Tanto Eliseo como yo estamos convencidos de que su presencia fue captada por el Maestro. Du-rante algunos segundos le observé con preocupación. Fue entonces, al se-guir sus movimientos con las lentes especiales, cuando noté «algo» que me dejó nuevamente confuso y que ya habíamos detectado en su última apari-ción, en el cenáculo. Un ser vivo -siempre que su temperatura corporal se halle por encima del cero absoluto- emite una radiación infrarroja, cuyas tonalidades varían según el grado de calor acumulado o desprendido de sus diferentes áreas. El «cuerpo» de Jesús, en cambio, apenas irradiaba calor. Debo decirlo. Era como si careciese de flujo sanguíneo. Es absurdo, lo sé. Además, yo había tocado su brazo y no percibí nada anormal. ¿Un cuerpo sin aparato circulatorio? Mi cerebro se negó a admitirlo. Pero la visión a tra-vés de las «crótalos» no mentía...
A las 06 horas y 30 minutos de aquel viernes, 21 de abril, las dos embar-caciones enfilaron la costa de Saidan.
¡Eran ellos! Jesús, atento a las maniobras de los remeros, se separó de la fogata. (El posterior visionado de las imágenes captadas por el «ojo de Cur-tiss» permitiría reconstruir las palabras y gestos que cruzaron entre sí, difí-ciles de percibir desde el lugar donde me encontraba.)
A poco más de cien metros de la orilla, la primera de las barcas -capitaneada por Simón Pedro- aflojó la boga. Algunos de los remeros repa-raron entonces en el hombre que parecía esperarlos cerca del fuego. Se


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produjo una breve discusión. Simón y Andrés porfiaron con sus compañe-ros, asegurando que quizá se trataba de alguno de los habituales compra-dores de pescado de Nahum o de Tarichea, que acudía a recibirlos. El sais masculló una de sus irreproducibles maldiciones. La pesca, evidentemente, había sido un perfecto fracaso. Tomás, quizá a causa de su defecto en la vista, apuntó la posibilidad de que fuera el joven Juan Marcos. La sugeren-cia fue rechazada entre burlas y chanzas. En efecto, «aquel hombre era mucho más alto».
Curiosamente, nadie llegó a identificar al Maestro. Cuando la barca se hallaba a poco más de 50 metros, Jesús levantó su brazo izquierdo y, diri-giéndose a los pescadores, les gritó.
-¡Muchachos!, ¿habéis pescado algo?
Simón Pedro, con gesto adusto, le respondió con un seco y lacónico «No». Por un momento temí que la respuesta se viera acompañada por algunas de sus. habituales Malsonantes expresiones.
Juan Zebedeo se incorporó y, tomando una de las piedras planas, se dis-puso a fondear la embarcación. Pero, diez o quince segundos después de aquel escueto intercambio verbal, el Resucitado se dirigió de nuevo a la tri-pulación. Y señalando a estribor ordenó con potente voz:
-¡Lanzad la red a la derecha de la barca..., y encontraréis peces!
El Zebedeo miró al sais. Y éste girando la cabeza hacia el punto marcado por el desconocido, inspeccionó la superficie de las aguas. El resto de los remeros hizo otro tanto. En la zona indicada se apreciaba un intenso borbo-teo. En efecto, por estribor, la superficie del yam se agitaba ante la súbita aparición de un nutrido banco de peces. Pedro, olvidando al hombre de la playa, comenzó a vociferar y a gesticular, advirtiendo a los ocupantes de la segunda lancha la proximidad del pescado. Juan Zebedeo soltó el ancla e, incorporándose a la brega de los remeros, bogó con fuerza hacia el apetito-so botín. Jesús, entre tanto, continuó atento a las evoluciones de sus ami-gos.
A escasa distancia de la espumosa «mancha», con admirable precisión, las embarcaciones se abarloaron. Los remeros sentados a babor y estribor de cada una de las barcas retiraron sus palas, manteniendo emparejadas las respectivas amuras. Simón tomó el mando de ambas cuadrillas y, al unísono, matemáticamente, los cuatro remeros libres fueron impulsando las lanchas hacia el banco de peces. El jerem fue dispuesto «a caballo» entre ambas embarcaciones. A un grito del sais, cuando se hallaban a tres o cua-tro metros de la «mancha», los que sujetaban las amuras soltaron sus res-pectivas presas, propinando sendos y fuertes empellones a la lancha con-traria. Y, al punto, se abrieron, iniciando una maniobra de cerco. Nada más distanciarse una de otra, los hombres exentos de la boga arriaron la red,


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envolviendo a las saltarinas tilapias. Aquel sistema de pesca -denominado entre los galileos como shat-aq qosivera en realidad una técnica bastante más compleja que la que estaba presenciando (una suerte de método «combinado») en la que, además del jerem, se acostumbraba a utilizar el ambatan. Para ello, lógicamente, se precisaba de un mínimo de tres o cua-tro embarcaciones.
Veloces y precisas, las barcas arrojaron el jerem, trazando un círculo. Al abarloarse, ocho de los diez hombres, entre gritos de entusiasmo, se apre-suraron a recoger el «arte», arrastrando la bolsa hacia las popas de las lan-chas. Muchas de las inteligentes tilapias, presintiendo el peligro, saltaron por encima de los corchos, escapando. (De haber contado con una tercera y cuarta barcas, el ambatan, extendido alrededor de los corchos del jerem, habría evitado la fuga del pescado.) Aun así, a juzgar por los aspavientos Y exclamaciones de júbilo de las tripulaciones, la captura resultó de lo más in-teresante. Es mi deber anotarlo aquí y ahora: no creo, en absoluto, que aquella pesca pueda ser calificada de «milagrosa». Cualquier mediano ob-servador apostado en el litoral podría haber detectado el banco que espu-maba en la superficie del yam. Objetivamente hablando, Jesús se limitó a señalar una «mancha» de pescado que, desde las lanchas, quizá hubiera pasado inadvertida. Después -ya se sabe-, con el paso del tiempo, aquel hecho, totalmente fortuito, fue deformado y equiparado a la categoría de «pesca milagrosa». Basta repasar lo escrito por Juan -testigo presencial- para deducir que el alijo en cuestión jamás fue estimado como extraordina-rio, en el sentido sobrenatural de la palabra. El suceso -a nivel de exegetas y estudiosos bíblicos- se vería notablemente «emborronado», a causa de otra pesca, más o menos similar, narrada por Lucas (5, 1-8) y situada por el evangelista mucho antes de la muerte de Jesús de Nazaret. Pero de esta segunda «pesca» me ocuparé a su debido tiempo.
El arrastre del copo resultó laborioso en extremo. Los sais se desgañita-ron, saltando de proa a popa a cada momento, cubriendo huecos y jalando de los cabos y del aparejo hasta quedar bañados en sudor. Ni que decir tie-ne que Simón Pedro llevó la voz cantante durante toda la «pelea», mentan-do lo humano y lo divino cada vez que, por un mal movimiento, el jerem se detenía o resultaba arrastrado con más fuerza desde cualquiera de las po-pas, propiciando nuevas fugas de tilapias. A la media hora, exhaustos, los galileos echaron mano, al fin, al saco del jerem. Santiago y su cuadrilla, desde la lancha más pequeña, trataron de ayudar a sus compañeros a in-troducir el copo en la barca de Simón. Después de repetidos e ímprobos es-fuerzos -en los que algunos de los pescadores estuvieron a punto de caer al lago-, Simón renunció a la maniobra de carga de la red.


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Los remeros volvieron a sus puestos y, firmemente sostenido desde las respectivas popas, el jerem fue remolcado hacia la costa.
El Maestro, visiblemente complacido, dio media vuelta, retornando al lado de la fogata. Y cruzando los brazos sobre el pecho, esperó. Santiago marcó el ritmo a los remeros y, despacio, se dispusieron a salvar los 50 o 60 me-tros que los separaban de la orilla. En esta ocasión, Juan Zebedeo no llegó a bogar. La razón fue muy simple. Al tiempo que sus compañeros se preci-pitaban hacia los bancos y tomaban las palas, el discípulo -mucho más in-tuitivo que el resto- se acercó a Simón, que sostenía uno de los extremos del jerem, espetándole al oído un rotundo y lacónico: «¡Es el Maestro!»
El sais volvió el rostro hacia la playa, buscando al desconocido. Pero el sol naciente le deslumbró, restando eficacia a su observación. Es posible que esta circunstancia tuviera mucho que ver con el extraño comportamiento de los galileos que, como decía anteriormente, no llegaron a identificar al Maestro desde el agua. Simón hizo una mueca de incredulidad, replicando que «le parecía muy raro que el rabí pudiera presentarse al aire libre » . En eso, Pedro llevaba cierta razón. Hasta esos momentos -al menos que yo supiera-, Jesús siempre se había aparecido en lugares cerrados. El caso es que, tras unos momentos de vacilación, el impulsivo capitán cambió de pa-recer. Obligó a Juan a sostener el jerem y, ante el estupor del resto, se deshizo de la túnica que le cubría, zambulléndose de cabeza en el yani. Los tripulantes interpelaron al más joven de los Zebedeo. Pero Juan se limitó a encogerse de hombros. Entiendo que es mi deber -antes de proseguir con la narración de los hechos que me tocó vivir- el hacer una pequeña puntuali-zación. Si uno consulta el mencionado Evangelio de Juan, observará que el último capítulo (21, 7) aporta un «detalle», opuesto totalmente a lo que acabo de referir. Dicho versículo asegura que «cuando Simón Pedro oyó "es el Señor", se puso el vestido -pues estaba desnudo- y se lanzó al mar». Tal afirmación -que dudo mucho pueda atribuirse a Juan- es errónea. Para em-pezar, en pleno mes de abril, las noches en el lago son todavía lo suficien-temente frescas como para que el dayyag o pescador se lance desnudo a las faenas de pesca. Durante el día es distinto. Por otra parte, aun aceptan-do la improbable circunstancia de que el sais se hallara en saq o taparrabos -es decir, desnudo-, ningún buen nadador (y Pedro lo era) hubiera cometido la torpeza de «vestirse» y, a renglón seguido, arrojarse al agua. Todo lo contrario. ¿Cómo entender entonces la absurda aseveración del evangelis-ta? Desde mi corto conocimiento, sólo cabe una explicación: es muy proba-ble que, en parte o en su totalidad, el citado capítulo 21 (el «Epílogo») sea un añadido al texto que sí fue obra de Juan. El hecho es bien conocido de los exegetas cristianos. Ya en 1947, el eminente Boismard apuntaba que di-cho capítulo 21 era una confusa mezcla de estilos, en el que se percibía la


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mano del discípulo y la de otros escritores. Algo así como si, basándose en nebulosos recuerdos, una pluma extraña hubiera intentado «redondear» el texto «joántrico». Boismard asegura que el estilo del «remendador» guarda una sospechosa semejanza con el de Lucas. Años atrás, en 1936, otro es-pecialista -Vaganay- afirmaba también que, por ejemplo, el versículo 25 del «Epílogo» «no era del mismo molde del que le precede, pudiendo deberse a un añadido». Poco después, estas conjeturas -que levantaron una gran pol-vareda entre los eruditos- se verían plenamente ratificadas por los hallaz-gos de la fotografía con rayos infrarrojos y ultravioleta. Al comprar el Códi-ce Sinaítico, los ingleses fotografiaron la última página del Evangelio de Juan, comprobando con sorpresa cómo, en su estado primitivo, el mencio-nado capítulo 21 terminaba con el versículo 24 y no con el 25. Una coronis remataba el texto original, con las palabras «Evangelio según san Juan». Como digo, el escriba de turno raspó estos datos, añadiendo quién sabe por consejo de quién- el referido versículo número 25: «Hay además otras mu-chas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.» Dado que la caligrafía de este último versículo es la misma que la de los párrafos ante-riores, los escrituristas se inclinan a creer que el añadido se debió a la ini-ciativa del mismo calígrafo. Pero ¿por qué? ¿Lo descubrió en otro manuscri-to? ¿Alguien se lo susurró? Posiblemente, nunca lo sabremos. Todo esto, en suma, ha llevado a los estudiosos de las diferentes Iglesias -en especial a la católica- a una muy interesante conclusión: el capítulo 21 del Evangelio de Juan pudo ser un añadido. Todo un precedente que arrastra a otra no me-nos inquietante cuestión: ¿cuántos otros añadidos, interpolaciones y falsas aseveraciones, atribuidas a Jesús de Nazaret, han sido «camuflados» en los llamados «evangelios canónicos»? Para mí, demasiados. Algunos, obvia-mente, de extrema gravedad. Sólo esto, insisto, podría explicar los «erro-res» de Juan en torno al intrascendente asunto de la ropa de Simón Pedro y al no tan insustancial suceso del «primado»...
Y el bueno del sais -cuya devoción por Jesús estaba fuera de toda sospe-cha- nadó hacia la costa, provocando la sonrisa del Maestro. Hay que reco-nocerlo. A pesar de sus temibles modales, el tosco galileo amaba a su Se-ñor por encima de sus amigos y parientes. Pero incomprensiblemente, al ganar la orilla, Simón se detuvo. Y, jadeando, permaneció inmóvil como un poste, mirando alternativamente al Resucitado y a la hoguera. Al principio no fui capaz de explicarme su extraño comportamiento. Lo atribuí al pasmo -quizá al miedo-, al hallarse cara a cara y a tan corta distancia de Jesús. Pero no. Al parecer -según me confesaría poco después-, la razón de tan súbita «paralización» fue otra. Al ver el fuego, el temperamental galileo no pudo evitar el recuerdo de sus negaciones en el patio del palacete de Anás.


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Y por espacio de algunos minutos se sintió nuevamente hundido y acobar-dado. Por fortuna para él, aquel mal pensamiento se esfumaría con el arribo de las lanchas. A las 07.30, horas, a un paso de la orilla, las tripulaciones arrojaron las piedras y saltaron al agua. Es curioso: ni uno solo se preocupó por la red. Los nueve, intrigados por el anormal comportamiento de Pedro, fueron aproximándose a la playa, deteniéndose a la altura del sais. Disfruté con el «espectáculo». Por espacio de varios minutos, nadie hizo ni dijo na-da. La mayoría reconoció al punto al Resucitado. Y, tal y como sucediera conmigo mismo, los rostros pasaron de la sorpresa al miedo. Sólo el de Juan se iluminó. Algunos incluso retrocedieron. El silencio era plomizo. Sig-nificativo. El Maestro, con una mirada capaz de perforar el acero, fue escru-tando a cada uno de sus hombres. Pero tampoco habló o hizo ademán al-guno. En esos críticos momentos, Juan Marcos apareció en lo alto de las es-caleras. Descendió hasta donde me encontraba. Me saludó y, con su acos-tumbrada candidez, preguntó qué «sucedía allí abajo». Mudo, esperé su re-acción. Rápido de reflejos, no tardó en intuir que «algo» raro ocurría a nuestros pies. Se acomodó a mi lado y, ayudándose del dedo índice izquier-do, fue contando a los pescadores.
-¿Once?
Me miró desconcertado. Tuve que esforzarme para no sonreír. Reinició la cuenta -esta vez en voz alta- y, al obtener idéntico resultado, su faz se transfiguró. Se puso en pie y, dando un brinco, exclamó fuera de sí:
-¡Es el Maestro!
En un abrir y cerrar de ojos, a riesgo de sufrir una peligrosa caída, el ben-jamín «voló» materialmente sobre los últimos peldaños, corriendo como una liebre hacia la fogata. En su maravilloso aturdimiento tropezó con los cantos y cayó de bruces. No sé si llegó a tocar la arena. Medio se incorporó y, casi a gatas, fue a estrellarse contra las piernas del Resucitado. Se abra-zó a ellas y, entre lágrimas, hipos y una risa nerviosa, repitió una y otra vez:
-¡Mi Señor y mi Maestro!
En el fondo era tragicómico. De nuevo, el «chico de los recados» les había ganado la partida. Los diez, atónitos, parecían estatuas de sal.
Y al fin, Jesús, tomando a Juan Marcos por los brazos, le obligó a alzarse. El benjamín, radiante, aplastó su rostro contra el pecho del Resucitado. Creo que fue la primera vez que experimenté una sana envidia. Lo confieso: en más de una oportunidad me hubiera gustado imitar al hijo de los Marcos. Además: ¡qué excelente ocasión para estudiar la frecuencia cardiaca de aquel «cuerpo»!
El Maestro agitó cariñosamente los revueltos cabellos del muchacho y, en un tono distendido, comentó:


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-Juan, estoy contento de volver a verte en Galilea, donde podremos tener una buena conversación. Quédate con nosotros a desayunar.
Y dirigiéndose a los petrificados discípulos les ordenó:
-Traed vuestro pescado y preparad algunos para desayunar. Tenemos fuego y mucho pan.
¿Pan? Aquello era nuevo. En efecto, para mi desconcierto, junto a los res-tos del haz de leña, aparecían -meticulosamente apiladas- seis gruesas y redondas hogazas de pan blanco. ¿De dónde habían salido? Yo no recorda-ba haberlas visto durante nuestra conversación. Juan, en su Evangelio, no hace alusión a la enigmática presencia del pan porque, muy posiblemente, no reparó en ello o, quizá, al desembarcar, supuso que alguien de su casa lo había trasladado hasta allí. Lo cierto es que ninguno de los habitantes del caserón de los Zebedeo -ni siquiera la Señora llegó a ver al Maestro, excep-ción hecha, naturalmente, de Juan Marcos y de los íntimos. Aún hoy sigo preguntándome cómo demonios aparecieron tales panes en la playa. La única respuesta -tanto para la leña como para las hogazas- resulta tan in-creíble que prefiero olvidarla...
Los discípulos, animados por las palabras del Resucitado, lograron sacu-dirse el aturdimiento y, dirigiéndose la palabra en voz baja, volvieron sobre sus pasos, arrastrando la red hacia tierra firme. ¡Cuán distinta era la actitud de aquellos hombres en presencia de Jesús! Mientras permaneció con ellos no escuché una sola maldición, ni una palabra más alta que la otra.
Pedro también reaccionó. Pero, en lugar de reunirse con sus compañeros, se encaminó al encuentro del rabí. Cayó de rodillas a sus pies y, abriendo sus brazos, exclamó con aquel recio vozarrón que le caracterizaba, quebra-do ahora por la emoción:
-¡Mi Señor.. y mi Maestro!
Jesús no dijo nada. Mejor dicho, al sonreírle y obligarle a incorporarse respondió con creces a la suplicante exclamación de su impulsivo y voluble amigo. Después, palmeando suave y entrañablemente las mojadas espaldas del sais, le invitó a que concluyera la faena. Simón acudió presto a la orilla, colaborando en el arrastre del jerem. Abierto el copo, decenas de tilapias y barbos se estremecieron, saltando y coleando, provocando la hilaridad, el buen humor y algún que otro juramento, más que contenido ante la pre-sencia del Maestro. Santiago y Simón Pedro, como «jefes» de cuadrilla, procedieron a la clasificación -por especies y tamaños- de lo capturado. Amén de un sinfín de peces de reducidas dimensiones, el jerem ofreció a los galileos 135 tilapias y 18 barbos de un respetable peso. Todos ellos fueron meticulosamente alineados sobre la arena, haciendo así más fácil su conta-bilidad. No sé si la casualidad existe. Hace tiempo que lo dudo. El caso es que, al sumar los peces, tanto por especies como globalmente, el dígito fi-


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nal siempre era el mismo: 9. (153 = 1 + 5 + 3 = 9. 135 = 1 + 3 + 5 = 9. 18 = 1 + 8 = 9.) Aquella cifra (9 o 999) trajo a mi memoria las inquietan-tes vinculaciones del 9 con la vida de Jesús de Nazaret...
Los siluros -considerados «impuros» por la ley- fueron arrojados al yam. Algunas de las tilapias eran realmente espléndidas: alcanzaban los 40 cen-tímetros de longitud y entre 1,5 y 2 kilos de peso aproximadamente. Su preponderancia respecto a los barbos no tenía nada de singular. La mejor época para su pesca era justamente aquélla: del invierno a la primavera. Al enfriarse las aguas del lago, las tilapias se concentran en grandes bancos, buscando refugio y alimento en la costa nororiental. A partir de abril y ma-yo -con el progresivo calentamiento del yam-, estos bancos se desintegran y las tilapias, por parejas, se dirigen a las desembocaduras de los ríos de la referida costa oriental; en especial a la pequeña ensenada del Zají. Los pes-cadores, entonces, cambiaban su técnica, empleando otra clase de red: la qe1a (un aparejo individual de 6 a 8 metros de diámetro, conocido hoy co-mo esparavel). Si la aparición de Jesús se hubiera registrado unas semanas más tarde, aquella voluminosa pesca no habría sido posible.
Juan Marcos, aferrado al brazo derecho del Maestro, disfrutó de lo lindo con la captura. Arrastró a Jesús a lo largo de las hileras de peces, regoci-jándose con los más espectaculares, Al llegar a la altura de una de las tila-pias -una hembra, a juzgar por su color gris pardo-, el Resucitado se arrodi-lló junto al agonizante pez. Su boca se abría y cerraba intermitentemente. Y tomándola entre las manos se la mostró al benjamín. La tilapia se defendió, coleando. El rabí, en silencio, situó la palma de su mano izquierda bajo la cavidad oral y, ante los asombrados ojos del muchacho, el pez escupió un puñado de minúsculas crías. (En este tipo de peces, tras la eclosión de los huevos, los pequeños permanecen en la boca de la madre hasta que son capaces de nadar y valerse por sí mismos. En caso de peligro son expulsa-dos por la hembra, retornando a la cavidad oral materna una vez superada la alarma.) Y el Señor, enternecido, se aproximó al lago, depositando a la madre y a sus crías en el agua. Juan Marcos aplaudió el gesto de su ídolo.
Concluido el recuento y la clasificación, la mitad de las tilapias y de los barbos (la mayoría «de cabeza larga», o Barbus longiceps, y «de grandes escarnas», o Barbus canis) fue a parar al fondo de la lancha de Pedro. El resto quedó almacenado en la embarcación del Zebedeo. Un par de horas más tarde, el pescado sería vendido en el muelle de Nahum. Tal. y como establecían las ancestrales leyes de pesca en el Kennereth, el 40 por ciento del producto de la venta quedaría en poder de los dueños de las lanchas y de los aparejos: los Zebedeo y Andrés y Simón Pedro, respectivamente. El 60 por ciento restante era repartido entre los tripulantes. Además de lo ya mencionado, Santiago y Pedro -en su calidad de sais o «guías»- recibían


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otras dos partes cada uno. Los gemelos, como remendadores, una parte y media y, por último, los remeros y jaladores, una única parte.
Por expreso deseo del Resucitado, Juan Marcos eligió siete hermosas tila-pias. Y, mientras los galileos procedían al lavado de las redes, el rabí se en-tregó a la preparación del fuego. Escogió una piedra basáltica de regular tamaño, con la superficie relativamente plana, y cargando con ella, fue a depositarla en el centro de la fogata. Las lenguas de fuego se retorcieron y Jesús, acusando el roce de las llamas, retiró los brazos. No puedo asegurar-lo, pero juraría que llegó a quemarse. Felipe y los gemelos, al percatarse de las manipulaciones de su Maestro, acudieron prestos, con la sana intención de ocupar su lugar. Jesús no lo permitió. Y la aplastada hoguera empezó a lamer los costados de la piedra, caldeándola. A continuación, solicitando de Santiago uno de los largos cuchillos empotrados entre las cuadernas de la lancha más pequeña, el rabí se situó con los peces al borde del yam. Se arremangó y, hábilmente, fue descabezándolos y extrayendo las entrañas. Una vez lavados retornó junto al fuego, esperando a que la improvisada «parrilla» alcanzase la temperatura idónea. Minutos más tarde, las apetito-sas tilapias se asaban sobre la negra roca, destilando una jugosa grasa y un excelente tufillo que, por supuesto, no pasó inadvertido a los hambrientos galileos. Los aparejos fueron extendidos sobre la playa y, frotándose las manos de satisfacción, rodearon al diligente «cocinero». Sirviéndose del es-trecho cuchillo, el Maestro vigiló el asado de los peces, ora cambiándolos de posición, ora aplastándolos, con el fin de extraer un máximo de grasa. Di-simuladamente, varios de los pescadores se adentraron en el lago, orinando al amparo de las lanchas.
Cuando el desayuno estuvo a punto, Jesús, con los ojos llorosos por el humo, indicó a sus amigos que se sentaran. Los gemelos, siguiendo su cos-tumbre, se dispusieron a servir el pan y las tilapias.
-No -intervino el rabí-, vosotros también debéis sentaros. Juan Marcos lo hará.
Y el benjamín, gozoso, fue haciéndose con los pescados, distribuyéndolos entre los expectantes discípulos. Jesús partió el pan, entregándoselo a Juan Marcos. Y éste, a su vez, con el rostro risueño, lo pasó a los pescadores. Cuando todos se hallaban servidos, el Resucitado ordenó al muchacho que se acomodara en la arena y, tomando una ración de pan y pescado, la puso en sus manos. Acto seguido fue a sentarse junto a los gemelos, cerrando el círculo.
Durante cosa de dos o tres minutos, nadie habló. El hambre, creo yo, era más fuerte que la curiosidad. Como siempre, lentos de reflejos, la mayoría no cayó en la cuenta de un pequeño y aparentemente insustancial «deta-lle». Jesús, sentado a la turca, era el único que no comía. Sobre una de las

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