viernes, 21 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 361 A LA FINAL

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cia, diciéndole: «¡Hijo mío, ¿por qué nos has tratado de esta manera? Hace más de tres días que tu padre, y yo misma, te estamos buscando desespe-radamente! » Reconozco que ni siquiera le dejé hablar. «¿Cuál ha sido la razón para que nos hayas abandonado?»
-Y José ¿qué hizo?
-Nada. En sus ojos se leía el mismo disgusto, pero se mantuvo en silen-cio. Todo el mundo se volvió hacia Jesús, esperando una explicación. Fue-ron unos minutos muy desagradables. Y al fin, con una entereza y frialdad que todavía me aterra, replicó:
»-¿Por qué me habéis buscado tanto tiempo? ¿No esperabais encontrar-me en la casa de mi Padre? ¿Es que no sabéis que ha llegado la hora de de-dicarme a los asuntos de mi Padre?
»La situación se hizo realmente tensa. José y yo quedamos estupefactos. Y la gente, en silencio, se levantó y se fue. Entonces, en un tono concilia-dor, nos tomó por el brazo y, llevándonos hacia el exterior, comentó con dulzura:
»-¡Venid, padres míos! Cada uno ha obrado según su mejor voluntad. Nuestro Padre celestial ha ordenado estas cosas... Volvamos a casa.
»Esa misma tarde salimos para Nazaret. Yo estaba aturdida y destrozada. No entendía nada. Y al pasar junto al monte de las Aceitunas y escucharle aquellas enigmáticas palabras, mi confusión fue total...
-¿Qué palabras?
-De pronto levantó su bastón y, dirigiéndolo hacia la Ciudad Santa, ex-clamó con emoción:
»-¡Oh, Jerusalén.... Jerusalén! ¡Qué esclavos sois, sometidos al yugo ro-mano y víctimas de vuestras propias tradiciones! ¡Pero volveré para purifi-car este templo y liberar al pueblo de esta esclavitud!
»Perplejos, no nos atrevimos ni a respirar. Estábamos desorientados. ¿Por qué hablaba así? Jasón, ¡era un crío! En aquellos momentos -se la-mentó- no comprendimos sus proféticas palabras. Mejor dicho, fui yo quien las interpretó al revés... ¡Qué angustia cuando amas a un hijo y no logras descifrar sus inquietudes!
El viaje a la Galilea debió de ser terrible. Nadie hablaba. Jesús, durante los tres días de marcha por el valle del Jordán, apenas si despegó los labios. En cuanto a sus padres, por muchas vueltas que le dieran, seguían sin asi-milar las duras frases de su primogénito en el templo. Esta humana actitud difiere de lo escrito por Lucas al final del segundo capítulo: «Bajó con ellos -se dice en los versículos 51 y 52- y vivía sujeto a ellos. Su madre conserva-ba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sa-biduría, en estatura y en gracia ante Dios s, ante los hombres.»


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Puedo estar de acuerdo con el confiado Lucas en casi todo, excepto en al-go primordial. Cuando uno lee este párrafo tiene la sensación de que María entendía a la perfección cuanto hacía y decía su Hijo. Naturalmente que «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón», pero la pregunta es: ¿las comprendía? La omisión por parte del evangelista de cuanto llevo relatado conduce a la falsa idea de que la Señora compartía los anhelos e incertidumbres de Jesús. Nada más lejos de la realidad. Si Lucas hubiera interrogado a María -cosa improbable-, su narración hubiera sido otra. ¿0 quizá no? El propio escritor, posiblemente sin querer, se traiciona en el versículo 50: «Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. » Ahí, sutilmente, se apunta la gran tragedia de unos padres que, en esos momentos y a lo largo de casi toda la vida del Maestro, no supieron leer en el corazón de su Hijo. Sus pensamientos e ilusiones, como ya manifesté, iban por otros derroteros.... más humanos. En el fondo resulta demoledor que el evangelista reconozca -aunque sólo sea de pasada- que sus padres terrenales no comprendieran «que Jesús debía ocuparse de los asuntos de su Padre celestial». En buena lógica, por sentido común, cualquier creyente debería sospechar que esa incomprensión no fue pasajera... ¿Por qué los Evangelios no mencionan la reticente postura de María? La o las razones son fáciles de imaginar. De cara a las nacientes comunidades cristianas no debió parecerles muy edificante el contar «toda la verdad». Es decir, la rea-lidad de una madre incapaz de entender los altos designios de su Hijo y en clara y abierta oposición a sus proyectos netamente espirituales. La Señora, como veremos más adelante, era una convencida patriota.
Al llegar a Nazaret, Jesús habló al fin con sus padres. Y después de una larga conversación les dio a entender que jamás volverían a sufrir por su causa. Su exposición finalizaría con estas palabras: «Aun cuando tenga que obedecer a mi Padre de los cielos, también obedeceré a mi padre en la Tie-rra. Esperaré mi hora.»
Lo que no sabía el «hijo de la Promesa» es que aquella sumisión a José tenía los días contados.
Este giro en la actitud de Jesús respecto a sus padres terrenales (en rea-lidad, siempre les estuvo sumiso) y las encendidas frases del adolescente en las afueras de Jerusalén reavivaron las esperanzas mesiánicas de María. Y olvidado el disgusto, se embarcó con todas sus fuerzas e inteligencia en la definitiva conducción de su primogénito hacia «sus» ideales nacionalistas. Recurrió incluso a su hermano -el granjero y «tío preferido de Jesús»-, con el fin de inculcarle la imperiosa necesidad de luchar contra Roma. «Él era el "hijo de la Promesa", el salvador de Israel, el Mesías, el judío llamado a ocupar el trono de David y encabezar a cuantos deseasen liberarse de la ig-nominiosa colonización romana. » Lo siento por los ingenuos y confiados


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cristianos que han mantenido una imagen místico-religiosa de María. Aque-lla brava mujer nada tuvo que ver con lo que ha pintado la tradición.
Sus desvelos para convertir a su Hijo en el gran líder de la revolución ju-día no tardarían en flaquear. Aunque el joven no volvió a desairarles, su distanciamiento era cada vez más acusado. Las consultas a José y María es-caseaban. Se mantenía en silencio, aprovechando la mínima ocasión para retirarse a la colina del noroeste y caer en profundas meditaciones.
-¡Ah, Jasón! ¡Se nos escapaba de las manos! Desde la visita a Jerusalén, nunca fue el de antes. Obedecía, sí, pero su única obsesión era «hablar con su Padre celestial». Conversábamos en contadas ocasiones. Y cuando lo hacíamos, siempre terminábamos discutiendo. En aquel tiempo empezó a sentir un especial rechazo hacia los sacerdotes corrompidos. Los había visto y escuchado en el templo y no entendía que pudieran ser nombrados por razones políticas. «Era un insulto», decía.
He aquí otra cuestión interesante. El recelo -que no odio- del Maestro hacia aquellas intransigentes, desleales e hipócritas castas de saduceos, es-cribas y fariseos nació justamente a sus doce años.
Como es natural, la visita a la Ciudad Santa también trajo consigo algu-nos aspectos positivos. La «hazaña» del muchacho entre los doctores de la Ley corrió de boca en boca por Nazaret, llenando de orgullo y satisfacción a sus profesores y convecinos. Y muchos empezaron a compartir las ilusiones de su madre: «de Nazaret surgiría un brillante maestro y, quizá, un jefe de Israel». Todos en la aldea aguardaban impacientes a que Jesús cumpliera los quince años y tuviera acceso al solemne acto de la lectura de las Escri-turas en la sinagoga. Presentían que algo grande podía suceder en el seña-lado sabbat. No se equivocaron... Pero antes, el Destino cambiaría el rumbo de la vida del Hijo del Hombre.
El año 8 de nuestra era, el primogénito alcanzó los catorce años de edad. Físicamente era un joven corpulento y de gran belleza, que destacaba por su penetrante mirada y sus acogedores modales. Siguió trabajando en su pequeño taller de carpintería, ampliando su especialidad -la fabricación de yugos- a otros menesteres como el cuero y la tela.
-Si continúa por ese camino -repetía José-, pronto será un hábil carpinte-ro...
Pero, sin duda, uno de los hechos más notables de aquellos primeros me-ses pasaría por alto para sus padres Y amigos. Quizá me he quedado corto al calificarlo de «notable»... Santiago, el hombre que más sabía de la infan-cia y juventud de su hermano mayor, supo guardarlo en lo más íntimo de su ser.


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-Aunque a sus doce y trece años -me confesó- ya empezaba a intuirlo, fue por aquellas fechas, a punto de cumplir los catorce, cuando «la luz de los cielos» le iluminó y supo quién era en verdad. Yo no le entendía. Ahora sí le comprendo. Su espíritu se estaba abriendo a otra realidad. Fue algo gradual. Muy lento. Él me hablaba de estas cosas. Me decía que «su Padre celestial le había enviado» y que Él no era en realidad quien yo creía que era... Llegué a pensar que desvariaba o que algún demonio maligno le tenía poseído. Pero su conducta, su bondad y sentido de la justicia no eran pro-pios de un loco.
Sus excursiones en solitario a la colina del noroeste se multiplicaron en los meses de julio y agosto. Muchos de sus vecinos le vieron pasear con la cabeza baja y las manos a la espalda, siempre absorto y ajeno a cuanto le rodeaba. Tan singular conducta afectó de nuevo a sus relaciones con José y María, que no lograban explicarse aquellos prolongados y enigmáticos pa-seos en soledad. Ciertamente -no podemos negarlo-, Jesús era un mucha-cho amable y brillante, pero difícil de entender. Era lógico. Y más aún en ta-les momentos y circunstancias.
-Ella quizá no te lo diga nunca -aseguró Santiago en una de nuestras lar-gas entrevistas en la hacienda de Lázaro-, pero así fue. Por aquel entonces, mi madre empezó a dudar del prometido destino de mi hermano y Maestro.
-¿Por qué?
-Mi padre y ella lo comentaron entre sí en multitud de ocasiones: Jesús no hacía prodigios. Y todo el mundo en Israel sabe que un verdadero profe-ta está llamado a realizar grandes señales...
Esto era cierto. Las personas piadosas de la Palestina de Cristo estaban convencidas de que no podía haber profetas o Mesías.... sin milagros. Y el «hijo de la Promesa», al menos hasta los catorce años, no se había distin-guido precisamente por dicha virtud. (Con ocasión de la tercera «aventura» descubriríamos que el Maestro sentía un notable rechazo hacia esta clase de manifestaciones, aparentemente «extranaturales».)
A pesar de la tensa situación familiar, José se las ingenió para ahorrar el dinero necesario, de cara al ingreso de su primogénito en la escuela rabíni-ca de Jerusalén. Todo fue dispuesto -y bien dispuesto- para ese gran mo-mento. Las cosas, al margen de estas incomprensiones, marchaban bien en el hogar de Nazaret. Los ingresos del contratista eran sustanciosos y en la casa no faltaban los alimentos, los vestidos ni las blancas piedras pulidas que servían de pizarras y en las que escribían y practicaban los hijos del matrimonio. Jesús fue autorización a reanudar sus clases de música. El por-venir, en definitiva, parecía prometedor.
El 21 de agosto, María regalaría a su Hijo una espléndida túnica de lino confeccionada por ella misma.


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-Jesús me abrazó emocionado, soltándome dos sonoros besos. Fue un día muy feliz...
Un mes y cuatro días más tarde, aquella felicidad se convertiría en trage-dia.
-No puedo ni debo ocultarlo, Jasón. Teníamos nuestras diferencias. Discu-tíamos... Pero, en conjunto, la vida nos sonreía. Todo iba bien...
La Señora bajó los ojos. Pero, tras unos segundos de vacilación, reanudó sus explicaciones con idéntico coraje.
-Aquella mañana del martes, 25 de septiembre, todo se vino abajo. Un mensajero apareció en el taller de mi hijo y le anunció que José había sufri-do un grave accidente. Al parecer, según dijo, había caído desde lo alto de una obra, en la residencia del gobernador, en Séforis...
La reciente crucifixión de su Hijo y el recuerdo de aquellos tristes momen-tos en Nazaret quebraron la voz de María. Y en mi garganta -no pude evi-tarlo- se formó un ingrato nudo.
-Jesús y el mensajero vinieron a casa y, como buenamente pudieron, me explicaron que José se hallaba herido... Ninguno de nosotros podía imaginar la gravedad de la situación. Quisimos creer que nada malo le sucedería. Es-tábamos en un error. Jesús se empeñó en ir a Séforis, aconsejándome que me quedara en casa. Me negué, por supuesto. Todavía no sé cómo ni de dónde, pero eché mano de toda mi energía y se lo prohibí. Era yo quien de-bía correr a su lado. ¡José era mi marido, mi amor! Jesús obedeció y per-maneció al cuidado de los niños. Yo, en compañía de Santiago y del mensa-jero, salí al momento hacia la ciudad. Cuando llegamos a Séforis, José había muerto.
Allí concluiría mi larga conversación con la Señora, en la casa de los Ze-bedeo, en Jerusalén. Días más tarde, en Betania, completaría el dramático y decisivo suceso: el contratista, fallecido a los treinta y seis años -prácticamente a la misma edad en que moriría Jesús-, sería conducido al día siguiente hasta Nazaret, siendo inhumado junto a sus antepasados.
De un golpe, la vida del «hijo de la Promesa» y de toda su familia quedó en suspenso. A partir de aquel 25 de septiembre del año 8, nada sería igual. Jesús acababa de convertirse en el nuevo cabeza de familia. Ello sig-nificaría el definitivo adiós a sus estudios en Jerusalén, a los sueños de grandeza de María y, lo que era más importante, a la inminente puesta en marcha de sus acariciados planes para «revelar a los hombres la maravillo-sa realidad de su Padre celestial». A sus catorce años recién cumplidos, el Hijo del Hombre se disponía a experimentar otra dura etapa de su encarna-ción en la Tierra. De la noche a la mañana saltaría de la infancia y adoles-cencia a una prematura juventud (casi a la madurez), plagada de dificulta-


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des, dudas, decepciones, miedos, pobreza (un capítulo decisivo) y «sue-ños». Todo un ciclo trascendental del que ningún evangelista quiso ocupar-se.
Como creo haber escrito, este dilatado y apasionante período de la mal llamada «vida oculta» del Maestro -más de dieciséis años- merece un tra-tamiento aparte. En consecuencia, aplazaré su narración hasta nuestra his-tórica entrada en la aldea de Nazaret, durante el segundo «salto».
Y el diario del mayor -Como queda dicho- prosigue así:
«... Bartolomé y el Zebedeo cargaron sendos sacos y yo, como uno más, me responsabilicé del pellejo que contenía el agua. Y rápidamente, tras un mutuo y lacónico "que la paz sea con vosotros", Judas de Alfeo empujó la lancha hacia el Yam, saltando al interior. Minutos después, los gemelos se perdían en la plomiza superficie de las aguas, rumbo a Saidan.
»Y Natanael, tomando la iniciativa, se puso en cabeza de la expedición, adentrándose en la llanura que nos separaba de Hamám. Inspiré con fuerza y, dirigiendo una última mirada al lejano promontorio en el que esperaba mi hermano, me situé inmediatamente detrás de Juan, cerrando la escueta comitiva.
»Una nueva y excitante aventura acababa de empezar.. ¿Qué sorpresas me deparaba el Destino en Nazaret? ¿Tendría ocasión de verificar los más destacados sucesos de la infancia y juventud del Hijo del Hombre? ¿Vivirían aún sus viejos maestros, amigos y convecinos? ... »
FIN
Agosto de 1987.
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