miércoles, 12 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 341 A LA PG 360

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La Señora se llenó de amor al recordar aquella sentencia -Quedamos ma-ravillados. Nahor el primero. Y no se volvió a hablar del tema. El nabí re-gresó a Jerusalén y Jesús continuó con nosotros.
Por supuesto, no todo fueron pruebas y sinsabores en aquel octavo año. En la noche del viernes, 14 de abril, llegaría al mundo Simón, el tercero de sus hermanos. Y en esas mismas fechas, el primogénito se iniciaría también en otra de sus secretas pasiones: la música.
Lo encontré lógico. Un ser humano de aquellas características -sensible e intuitivo- tenía que amar la música.
-Todo fue idea suya -adelantó María- Nosotros no hubiéramos podido cos-tear las clases, pero él se las ingenió para sacar el dinero necesario. ¿Có-mo? Vendiendo los quesos y la mantequilla que él mismo preparaba. José nunca dijo nada, pero yo sé que se sentía orgulloso de la afición de su hijo por el arpa. Y así fue cómo empezó a recibir las primeras clases. Años más tarde, aunque no lo creas, Jasón, tendría su propia arpa.
Un instrumento -no exactamente una arpa- que yo, gracias a la Providen-cia, llegada a tener en mis pecadoras manos...
Y hablando de la Providencia. Aunque ya me he referido a ello en otros momentos de este pobre y atropellado diario, en ocasiones no puedo sus-traerme a la idea -siempre hipotética, claro está- de cómo hubiera sido la formación de Jesús en Alejandría o Jerusalén. Tuvo oportunidad de vivir y estudiar en ambas ciudades. No es difícil imaginarlo. De haber residido en Egipto, su educación habría estado en manos judías. Toda su mente, quizá, se habría visto imbuida por la rígida teología rabínica. En la Ciudad Santa, esa formación podría haber sido mucho más rígida incluso. Pero la Provi-dencia quiso que fuera Nazaret. Y el acierto fue pleno. El Maestro se movió así en un muy deseable equilibrio, a idéntica distancia de la ortodoxia orien-tal y la permanente inquietud de los gentiles y de la cultura helena. ¡Cuanto más conozco de este personaje, más claros aparecen ante mí los designios de ese gran Dios al que Jesús llamaba Padre!
El año 3 fue decisivo en su desarrollo físico. En su noveno aniversario en la Tierra, Jesús conoció las vulgares enfermedades infantiles -sarampión, varicela, etc-, no tan vulgares en aquel tiempo. Por fortuna, estas dolencias infecciosas le sobrevinieron a una edad en la que sus defensas naturales, su aceptable alimentación y su fuerte y sana constitución física constituyeron una sólida y providencial barrera, evitando así posibles y peligrosas compli-caciones. De haber afrontado tales males a una edad más temprana, quizá los problemas y secuelas hubieran sido diferentes. A raíz de estos procesos, el cuerpo de¡ muchacho experimentó un notable crecimiento, que le haría sobresalir por encima de Fa numerosa población infantil de la aldea. Un de-


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sarrollo que, como espero tener ocasión de narrar, le traería ventajas e in-convenientes...
Sus clases en la escuela prosiguieron con normalidad, disfrutando cada mes de la merecida semana de vacaciones. Todo marchaba sin excesivos contratiempos hasta que, un buen día de invierno...
-Me asusté. José no estaba en casa. El maestro traía a Jesús por el brazo y, con evidente indignación, le acusó de sacrílego y no sé cuántas cosas más. ¿Qué había ocurrido? Eso fue lo que le pregunté. Me pidió que le acompañara a la escuela. Jesús, entretanto, permaneció en casa, mudo y sin intentar siquiera defenderse. En el suelo de la escuela había un retrato. ¡Era la cara del profesor! ¡Perfecta, Jasón! Al comprender la nueva travesu-ra de mi hijo me llené de angustia. Aquello estaba prohibido por la sagrada Ley de Dios, bendito sea su nombre. Yo sabía que le gustaba pintar. En la casa guardaba una colección de paisajes y figuras de arcilla. Pero aquello...
El incidente, aunque ahora pueda parecer una niñería sin importancia, da-ría lugar a toda una reunión de los ancianos del lugar y, como es compren-sible, a un profundo disgusto en el seno familiar. José fue amonestado, exi-giéndosele que reprendiera y castigara a su díscolo primogénito, «devol-viéndole al buen camino». El comité de ancianos de Nazaret se entrevistó seguidamente con el contratista, explicándole con toda nitidez y firmeza que «semejante blasfemia podía costarle la definitiva expulsión de su hijo de la escuela».
-Mi marido, abrumado, guardó silencio. No era la primera acusación de esta índole contra Jesús, pero sí la más severa.
-¿Y qué hizo Jesús?
-¿No lo adivinas?...
-Francamente, no.
María movió la cabeza, sin poder comprender aún la audacia del niño.
-Para sorpresa de todos, se presentó voluntariamente ante los ancianos, defendiendo su afición artística. Quedaron estupefactos. Menos mal que, salvo unos pocos, la mayoría se lo tomó con sentido del humor. Habló, ar-gumentó y, por último, dijo que acataría la decisión del tribunal. De acuerdo con José, los ancianos estimaron que, mientras viviese con nosotros, no volvería a pintar ni a moldear con arcilla. Jesús escuchó la sentencia en si-lencio. No le vi mover un músculo. Pero cumplió. Mientras permaneció en Nazaret jamás le vi tomar un trozo de barro o pintar.
Aquélla sería una de las más duras pruebas de su agitada infancia. En el fondo tuvo suerte. De haber sido juzgado por un consejo de Jerusalén, el castigo podría haber sido más duro e infamante. Los azotes, por supuesto, no se los habría quitado nadie, a pesar de su minoría de edad.


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Pero no todo fueron descalabros y frustraciones. En aquel noveno año de su vida, Jesús, siempre en compañía de su padre terrenal, escaló por pri-mera vez el mítico monte Tabor, a unos seis kilómetros al este de Nazaret. (Una redondeada colina de 1000 pies de altura en cuya cima, según la tra-dición cristiana, tuvo lugar la famosa «transfiguración». Más adelante com-probaríamos que dicho suceso ocurrió en realidad en otro lugar, a muchas millas al norte).
-La aventura -contada la Señora- le emocionó. Regresó radiante. Decía que, desde la cumbre, «podía contemplarse el mundo entero, menos la In-dia, África y Roma».
El 15 de septiembre nacería Marta, la segunda de las hermanas de Jesús. El alumbramiento obligaría a José a ampliar la primitiva vivienda. Y en una de las nuevas habitaciones, accediendo a los deseos de su primogénito, el contratista instaló un banco de carpintero. Durante varios años, aquel pe-queño taller haría las delicias de Jesús. Allí trabajaba a ratos perdidos, per-feccionándose en el oficio y especializándose en la construcción de yugos.
Aquel invierno y los siguientes fueron especialmente crudos. Nevó con in-tensidad y Jesús tuvo la oportunidad de conocer algo que le dio que pensar: el hielo.
-Sus preguntas, Jasón, siguieron mortificando a propios y extraños. Que-ría saber por qué el agua se hacía sólida y por qué, a su vez, el hielo se convertía en agua... Nos volvió locos durante todo el invierno.
En los meses de sivan y tammuz (junio-julio, aproximadamente), Jesús ayudó a su tío, el granjero, en la siega de los cereales. Era la primera vez que tomaba una hoz en sus manos. Como era de esperar, su madre se in-dignó.
-¡Era una criatura, Jasón! Sólo tenía nueve años... ¿Hubieras dejado tú que uno de tus hijos manejara una de esas peligrosas herramientas?
María, al enterarse, empujada por su celo, puso el grito en el ciclo, amo-nestando a su hermano.
-Sé que fue inútil -añadió convencida- Siguió segando a escondidas...
Como decía, antes de cumplir los diez años, el muchacho experimentó un notable desarrollo físico. Esta circunstancia, unida a su agilidad mental y a su no menos considerable madurez intelectual, le valió ser nombrado «jefe» de un grupo de siete compañeros de su misma edad. Por supuesto, ninguno de aquellos amigos notó nada «sobrenatural» en Jesús. Era uno más. In-quieto, curioso y en permanente actividad, pero, a fin de cuentas, un mu-chacho como los demás. Un solo detalle extrañaba y, a menudo, crispaba los nervios del resto de la «banda»: el «jefe», a pesar de su corpulencia, sentía un rechazo natural por la violencia. En multitud de ocasiones, aun llevando la razón, eludió las peleas. Esto, al principio, hacía sufrir a sus ca-


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maradas de juegos. Pero, poco a poco, fueron acostumbrándose y aceptan-do la especial docilidad y mansedumbre del primogénito del contratista. To-do hay que decirlo: la verdad es que Jesús encontró un excelente valedor en su íntimo amigo Jacobo, el hijo del albañil asociado con José. Aquél, un año mayor que Jesús, procuraba mantener a distancia a cuantos trataban de abusar de su amigo. Y lenta y progresivamente, merced a su equidad y simpatía, el hijo mayor de María terminaría por ser aceptado como un líder. (Esto sucedería años más tarde, desembocando -cuando el Maestro contaba diecisiete años- en una grave crisis. Pero demos tiempo al tiempo.)
En el año de su décimo aniversario (4 de nuestra era) sucedería «algo,» que, por aquel entonces, pasó casi inadvertido para sus padres terrenales. Eran, insisto, fugaces y esporádicos «fogonazos» de lo que «dormía» en su interior.
-Fue un sábado. El 5 de julio. Lo recordaré mientras viva. -La Señora, sin poder remediarlo, se sentía culpable por tantos años de «ceguera», como ella misma lo definió- Mi marido y Jesús habían salido al campo, dispuestos a disfrutar de su paseo semanal. Según me contó José, nuestro hijo, de buenas a primeras, le confesó algo: «Sentía que su Padre de los cielos le reclamaba y que él no era en realidad quien todos creíamos que era.» Fue-ron palabras incomprensibles. José, muy preocupado, no supo darle razón. Pero no lo comentó con nadie. Al día siguiente, Jesús habló conmigo. Fue una larga conversación. Le noté inquieto. Confuso... Como si «algo» en su interior se revelara. Lamentablemente, ni él ni yo sacamos demasiado en claro. ¿Qué podía ser aquello de «su Padre de los cielos»? José y yo, como te decía, guardamos un absoluto silencio sobre tales revelaciones. De haber llegado a oídos de los vecinos y sacerdotes podría haber sido tachado de lo-co o de blasfemo. Era muy peligroso que hablara así de Dios, bendito sea su nombre. Todo el mundo en Nazaret sabía que era hijo nuestro...
A raíz de aquellas manifestaciones, el carácter de Jesús cambió notable-mente.
-Sí, se volvió taciturno y solitario. Y empezó a frecuentar (más de lo debi-do, en mi opinión) la compañía de los adultos. Se sentía confortado con ellos. Y éstos le escuchaban con agrado. Ni a José ni a mí nos gustaba aquel alejamiento de los muchachos de su edad. Y le reprendimos muchas veces, suplicándole que se dejara de tantos y tan profundos discursos con los ma-yores y que volviera a lo natural: a los juegos. Nuestro éxito fue escaso.
En agosto, al cumplir los diez años, ingresó en la escuela superior. Lejos de mejorar, su situación empeoró...
-Era incorregible. Sus preguntas fueron en aumento y la inquietud entre los maestros terminó por propagarse al resto de la aldea. Fuimos nueva-


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mente convocados por los responsables de la sinagoga y llamados al orden. ¡Qué vergüenza, Jasón!
En esta ocasión, José adoptó una actitud más severa: debía moderar sus intervenciones en la escuela. «Es más -le ordenó-, te limitarás a preguntar lo estrictamente necesario.»
Durante algún tiempo obedeció. Estos «escándalos» fueron aprovechados por sus enemigos. Jesús también los tenía. Era normal en una villa donde todos se conocían. Los que más se ensañaron con Él y con su familia fueron los padres de los alumnos más torpes y retrasados. Sin el menor pudor le acusaron de «soberbio, descarado y presuntuoso». Pero el muchacho no se sintió ofendido por las habladurías y calumnias. Prosiguió sus estudios y trabajos, dedicando una especial atención a la pesca. Sus periódicas visitas al yam le liberaron en parte de la opresión y del injusto hostigamiento de que era objeto en Nazaret. Su pasión por el lago llegó al punto de manifes-tar a su padre que, «en el futuro, deseaba ser pescador».
-José escuchó sus palabras con interés y cariño. Pero no las tomó en con-sideración. Hasta entonces había querido ser alfarero, agricultor, maestro, músico, carpintero, conductor de caravanas y no sé cuántas cosas más... Mi marido, siempre práctico, aprovechó la oportunidad para insinuarle que lo más seguro y rentable era la agricultura o la carpintería. ¿Te digo un secre-to?
La animé con una sonrisa.
-Si se hubiera decidido por la contrata de obras, José habría sido feliz. Pe-ro Dios (bendito sea su nombre) se lo llevó antes de que Jesús cumpliera los quince años.
Su lamento estaba justificado. La prematura muerte del contratista en un accidente de trabajo, en Séforis, modificaría el curso de la vida del primo-génito y de toda la familia. Como sabemos, el Destino tenía otros planes para el «hijo de la Promesa».
Aquél sería uno de sus últimos períodos de calma y relativa felicidad. Je-sús estaba a punto de afrontar un cúmulo de duras pruebas.
El año 5 no empezó mal del todo. Su moderación en la escuela surtió efecto y los ánimos volvieron a la normalidad.
A mediados de mayo, siguiendo la costumbre establecida tiempo atrás, Jesús acompañó a su padre terrenal en otro de sus habituales viajes de ne-gocios. Esta vez se dirigieron a la ciudad griega de Scythópolis, en la Decá-polis, muy cerca de la margen derecha del río Jordán. Durante la marcha -de unos 35 kilómetros-, José le habló del rey Saúl, de su derrota contra los filisteos en el monte Guilboá y de su posterior suicidio, arrojándose contra su propia espada.


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-Aquel viaje -relató la Señora con cierta reticencia fue bastante desagra-dable... para mi marido.
La presioné diplomáticamente. María no parecía muy dispuesta a entrar en detalles.
-¿Para qué recordar cosas tristes?
-Es preciso conocerlo todo -insistí con vehemencia. Algún día, el mundo nos lo agradecerá...
Sonrió con escepticismo. Pero accedió a contar «lo sustancial».
-Mi hijo debió de quedar muy impresionado por la belleza y grandiosidad de la ciudad. Anteriormente había estado en Séforis, pero Scythópolis es otra cosa. Según José, sus elogios de los monumentos y edificios fueron en aumento y, como era natural, mi marido se sintió ofendido. Trató de con-trarrestar entonces aquel improcedente fervor hacia una ciudad pagana, hablándole de la magnificencia de Jerusalén. Pero Jesús no le prestó aten-ción. Y sus preguntas arreciaron, entristeciendo el ya dolorido ánimo de su padre. Para colmo de males, en aquellas fechas se celebraban en la Decá-polis los tradicionales juegos y competiciones deportivas anuales. José (que no sabía decir que no) cedió a las insistentes peticiones de nuestro hijo y le llevó al anfiteatro. Las demostraciones de los atletas le entusiasmaron. Y José, estupefacto, le escuchó decir que «sería una gran idea organizar unos juegos similares en Nazaret». Intentó convencerle de que todo aquello no era sino una «detestable manifestación de vanidad». Jesús se negó a acep-tar la opinión de José. Y ya en la posada estalló la crisis. Tú, Jasóh, no le conociste. Mi marido era un hombre bueno, incapaz de hacer el mal. Jamás golpeó a ninguno de sus hijos. Pero aquella noche (me contó entristecido) perdió los nervios y, en mitad de una acalorada discusión con nuestro pri-mogénito, llegó a zarandearle por los hombros...
-¿Por qué?
-Jesús, olvidando los sagrados preceptos de la Ley, le sugirió la posibili-dad de construir en Nazaret uno de aquellos anfiteatros. Fue la gota que colmó el vaso. Según mis noticias lamentó la Señora-, fue la única vez que José se enfrentó violentamente con él. «¡Hijo mío -le dijo-, que nunca más, en toda mi vida, te oiga una cosa semejante!»
-¿Y qué hizo Jesús?
-Al ver a su padre tan indignado se asustó. Y replicó: «Así lo haré.» Pue-do asegurarte que, mientras José vivió, el asunto de los juegos no se men-cionó en Nazaret.
Me lo pregunté muchas veces a lo largo de aquellas conversaciones con la Señora y demás parientes del Maestro. Dadas las especialísimas circunstan-cias que concurrían en el primogénito y su no menos singular carácter, ¿lle-


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garon sus padres terrenales a temerle? ¿Sentían quizá por Él alguna debili-dad o preferencia?
Cuando se lo insinué, María fue tajante:
-¿Miedo a Jesús? ¡Qué cosas se te ocurren, Jasón! Mi hijo, a pesar de sus problemas, era servicial, dulce y amoroso hasta extremos que no puedes imaginar. De no ser así, ¿crees que hubiera hecho lo que hizo cuando caí enferma? En cuanto a las preferencias -dudó unos segundos-, pues sí, lo reconozco. Algo había. Era natural. Pero te diré otra cosa. Cada vez que cualquiera de nosotros intentaba tener algún pequeño detalle con él, el re-chazo era inmediato. No consintió nunca ese tipo de deferencias hacia su persona.
¿La Señora enferma? Mis informaciones al respecto eran nulas. ¿Qué había ocurrido?
La dolencia de la madre marcaría el comienzo de una nueva y dura etapa en la infancia de Jesús. En realidad, ahí terminarían sus años felices, sus juegos y los viajes.
Según sus explicaciones, el problema surgió a raíz del nacimiento de Ju-das, el miércoles, 24 de junio de aquel año 5. El séptimo hijo -uno de los más conflictivos, por cierto- traería consigo una peligrosa infección: unas «fiebres malignas» que, a juzgar por la sintomatología, identifiqué a priori con la llamada «septicemia de las paridas» o fiebre puerperal. Una dolencia, sobre todo en aquel tiempo, especialmente peligrosa. Dado que el parto no fue distócico, lo más probable es que la anemia o la fatiga en la madre constituyeran factores determinantes en la etiología. No puedo asegurarlo, naturalmente, pero cabe la posibilidad de que se tratara de una infección estafilocócica y tardía, mucho más benigna que las generalizadas y estrep-tocócicas. El caso es que la Señora se vio obligada a guardar cama por es-pacio de varias semanas, sufriendo -según contó- de estreñimiento, alta fiebre, dolores de cabeza, «llamaradas de calor» y una «sed angustiosa», amén, lógicamente, del típico cuadro de alteraciones mamarias. Esta peno-sa y delicada situación de María obligó a su marido a permanecer en Naza-ret. Y Jesús vio cómo todos sus planes caían por tierra. Tuvo que atender los recados de su padre, a sus hermanos más pequeños, a las necesidades de la casa y, por descontado, a su madre. La escuela quedó en suspenso y sólo la buena voluntad de uno de sus maestros -que acudía al hogar una tarde por semana- le ayudó a no perder el curso. Este buen judío, paciente, amable y comprensivo, ayudó mucho al primogénito de José en aquellos aciagos días. Por fortuna, la Señora no experimentó las temidas complica-ciones puerperales -cardíacas, digestivas, respiratorias, etc- y el tratamien-to de los «sartadores» de la villa, aunque elemental, resultó eficaz en lo que a la asepsia se refiere.


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-Jamás me había sentido tan mal -especificó- El castañeteo de los dien-tes, los temblores y aquellos dolores de cabeza casi acaban conmigo. Pero todos (Jesús el primero) se portaron maravillosamente. Mi hijo aprendió, incluso, a cocinar. Él me preparaba la leche, los caldos calientes, los huevos y la carne cruda... ¡Pobrecillo, cuánto sufrió por mi culpa! Desde entonces se terminaron los juegos, los paseos...
Efectivamente, un par de años antes de lo previsto, el muchacho se vio empujado a reemplazar al cabeza de familia en muchas de sus funciones al frente del hogar. Aquel verano, al cumplir sus once años, era ya todo un hombrecito, cargado de responsabilidades -demasiadas para su corta edad- y con una cada vez más insistente angustia en su interior: «¿Quién era en realidad? ¿Qué significaba el Padre de los cielos para Él? ¿Cuál era en ver-dad su misión? ¿Qué le reservaba el Destino?»
Y Jesús fue encerrándose en sí mismo. Desde la enfermedad de su madre -aunque jamás perdería aquella contagiosa y envidiable alegría de vivir- ya no fue el de antes. Sus juegos y conversaciones con los viajeros y conduc-tores de caravanas se fueron espaciando y, muy lentamente, surgió en Él una gran interrogante: «Si debía ocuparse de los asuntos de su Padre, ¿qué hacer con sus ineludibles obligaciones familiares?»
Años más tarde, este crudo dilema llegaría a convertirse en un angustioso drama personal. Un drama no contemplado por los evangelistas y que, en mi modesta opinión, resulta de vital importancia para conocerle mejor. La infancia y la juventud de este Hombre, como las de cualquier ser humano, fueron de suma trascendencia. Su obra, su mensaje y el conjunto de sus acciones durante la llamada «vida pública» pueden entenderse con mayor claridad cuando uno ha tenido acceso a esos cruciales primeros años. De ahí que, en este sentido, mi reproche a los evangelistas sea total. Con su silencio han privado a creyentes y no creyentes de unas informaciones y de una perspectiva esenciales en un estudio medianamente serio. Pero prosi-gamos con el no menos decisivo duodécimo año de su vida.
Este período, previo a la adolescencia, se vio fuertemente influido por la reciente enfermedad de su madre y por esas crecientes dudas en torno a su misión en la vida. La Señora lo resumiría con gran acierto:
-Volvió a la escuela, sí, y también a su pequeño taller de carpintería. Pero su corazón se hizo solitario. Si antes nos disgustaban sus continuas y agu-das preguntas, a partir de entonces empezamos a preocuparnos por lo con-trario: por sus largos silencios.
A los ojos de la vecindad, aquel cambio en el modo de ser de Jesús fue interpretado como «una vuelta a la sensatez y a la discreción». El mucha-cho no hizo nada por sacarles de su error. ¿Quién hubiera podido compren-derle? Ni siquiera sus padres tenían esa posibilidad. José y María, perma-


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nentemente atentos, eran conscientes de que «algo» extraño e intangible crecía en lo más íntimo de su ser. Su padre terrenal fue quien más se aproximó a la verdad. Pero, como ya dije, su repentina muerte le privaría de profundizar en tan singular misterio. En cuanto a la Señora, su idea de un Jesús mesiánico, revolucionario y libertador le iría distanciando de su primogénito, llenándola de amargura. Su hermano Santiago me lo contaría a espaldas de su madre:
-En aquellos años, las graves discrepancias entre mis padres llegaron a oídos de Jesús. Él les escuchaba durante la noche. Creían que dormía, pero no era así. Mi madre no entendía el sentido de la misión de mi hermano y Maestro. Y se desesperaba al ver que Jesús no aceptaba sus directrices res-pecto a su futuro. Ella pretendía que el «hijo de la Promesa» se alzara como un líder y que arrastrara a las masas, expulsando a los odiados invasores de Roma. Mi padre, en cambio, se inclinaba por una acción espiritual.
Quizá como una necesaria vía de escape, el joven Jesús intensificó sus lecciones de música, dedicándose con ardor al cuidado y educación de sus hermanos. Este interesante capítulo -que espero poder desarrollar a su de-bido tiempo le ocasionaría grandes alegrías y, cómo no, serios disgustos. En especial con José y Judas. Este último, durante bastantes años, fue el re-belde de la familia.
En agosto, al cumplir los doce años, tuvo lugar un pequeño incidente -apenas una anécdota- que refleja la sutil inteligencia de José y la innegable influencia que Jesús empezaba a ejercer sobre su familia y entorno. Una in-fluencia que ya no cesaría.
Entre los judíos existía la costumbre -cada vez que se entraba o salía de la casa- de tocar la mezuza (un pequeño estuche rectangular de madera, incrustado en una de las jambas de la puerta, que contenía un minúsculo pergamino con los mandamientos divinos), llevándose los dedos a los la-bios. Pues bien, en uno de aquellos días, Jesús interpeló a sus padres sobre dicha tradición, haciéndoles ver que, desde su punto de vista, «el hecho de tocar la mezuza era un rito tan idolátrico como pintar o representar figuras humanas». Su lógica fue tan aplastante que, al día siguiente, ante el asom-bro del vecindario, José retiró el pergamino, aceptando los argumentos de su hijo. Con el tiempo, Jesús cambiaría muchas de las costumbres religiosas de su hogar. Sobre todo, las oraciones. El incomparable padrenuestro fue una de sus geniales innovaciones. Pero esto pertenece a otro momento de su fascinante vida...
Como consecuencia de estos esfuerzos para adaptarse -quizá la palabra apropiada fuera «someterse»- al criterio y voluntad de la mayoría en lo concerniente a las pautas sociorreligiosas, el adolescente caería al final de¡ año en un profundo abatimiento.


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Santiago, su hermano y confidente, explicó así las razones de este pasa-jero decaimiento moral:
-Honra a tu padre y a tu madre. Ellos te han dado la vida y la educación. Así dice uno de los principales mandamientos. Jesús tuvo que enfrentarse a ese arduo dilema. ¿Seguía los consejos de su conciencia, rechazando mu-chas de las ataduras religiosas tradicionales, o permanecía fiel a los deseos de nuestros padres?
El futuro rabí de Galilea no tardaría en sobreponerse a tan angustiosa in-certidumbre. Una vez más, su decisión fue justa: conjugaría ambos crite-rios. Respetaría la voluntad de sus mayores y, en su momento, «se entre-garía a la misión que empezaba a clarear en su corazón».
Lo que no sabía Jesús es que esos planes estaban a punto de naufragar brusca y estrepitosamente.
En el año 7, el de su trece aniversario, se consumó el salto de la infancia a la adolescencia. María, los hermanos de Jesús y la familia de Lázaro, en Betania, fueron mis puntuales informadores. Gracias a su bondad pude re-construir las líneas maestras de tan decisivo año.
Su voz empezó a cambiar, apuntando hacia aquel grave y sonoro timbre que le caracterizaría. También su cuerpo experimentó importantes variacio-nes. Apareció el vello, anunciando la virilidad.
En la noche del domingo, 9 de enero, nacería Amos.
Judas tenía solamente catorce meses y Ruth, la hija póstuma de José, lle-garía al mundo dos años más tarde.
En el mes de adar (febrero), Jesús había superado su abatimiento. A dife-rencia de los restantes jóvenes de Nazaret, en su mente bullían grandes ideas. Una de ellas, sobre todo, seguía germinando oscura y silenciosamen-te: «Iluminar a la Humanidad. Hablar a los hombres de su Padre celestial ».
Según la Señora, el feliz término de los exámenes en la escuela de la si-nagoga contribuyó -y no poco- a sacarle de aquel retraimiento. Los trece años era una fecha solemne para las familias judías. Los hijos eran procla-mados mayores de edad ante la Ley. Oficialmente se le consideraba «hijo mayor rescatado del Señor». En lo sucesivo, como cualquier adulto, el nue-vo miembro de la comunidad de Yavé debería recitar el Shema Israel tres veces al día, proclamando así su fe en el único. También se vería obligado a ayunar, en especial durante la fiesta de la Expiación, y a peregrinar a Jeru-salén durante la solemne Pascua, disfrutando del derecho de unirse a los hombres en el templo. Ser «hijo de la Ley» constituía un orgullo y un moti-vo de intensa alegría, compartido por todos los parientes y amigos. Para es-tar presente en tan señalada festividad -el día del Bar M¡zva-, José regresó de Séforis el viernes anterior. El contratista había iniciado la que sería su úl-


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tima obra: un edificio público, planeado y subvencionado por Herodes Anti-pas.
Y el 20 de marzo Jesús vivió uno de sus momentos más felices. Al escu-char su reposada y pulcra lectura, todos se sintieron orgullosos de aquel jo-ven, «que prometía días de gloria para Nazaret». Su viejo maestro, los an-cianos y su propia familia se hicieron lenguas sobre el futuro que le aguar-daba, trazando planes para su ingreso en las más prestigiosas academias rabínicas de la Ciudad Santa. El ardor de María y de sus convecinos fue tal que Jesús llegó a creérselo: acudiría a Jerusalén en un plazo máximo de dos años, a contar desde su decimotercer aniversario. Pero Jesús nunca llegaría a ser «rabí de Jerusalén»...
A primeros de abril, tras recibir su diploma, José le proporcionó una an-siada noticia: viajaría con ellos y asistiría a su primera Pascua. Aquel año caía en sábado, 9 de abril. Y el lunes, 4, un grupo de ciento treinta vecinos emprendió la marcha hacia Jerusalén. José hubiera deseado acortar camino atravesando Samaria, pero la mayoría de los peregrinos se opuso. Las rela-ciones con los samaritanos eran tensas. Y el viaje se desarrolló por Jizreel, hacia el valle del Jordán. El temido Arquelao había sido desterrado a las Ga-lias un año antes y, en principio, nada hacía temer por la vida del «hijo de la Promesa». Su estancia en la Ciudad Santa -pensaron sus padres- no te-nía por qué ser motivo de alarma. Una vez más se equivocaron.
El cuarto y último día de marcha, la carretera de Jericó a Jerusalén era un hervidero de peregrinos. A mitad de camino, Jesús, que acompañaba a su madre en el grupo de las mujeres, divisó por primera vez una colina que, con los años, le resultaría tristemente familiar: el Olivete.
-Cuando le advertimos que la Ciudad Santa se hallaba al otro lado -comentó María-, su rostro se iluminó y empezó a dar saltos de alegría. Mi entusiasmo se vino abajo cuando le escuché decir que «allí estaba la casa de su Padre».
En aquel viaje, José y María conocerían a otra singular familia: la de Si-món de Betania. El grupo acampó en las inmediaciones de la citada aldea y la Providencia quiso que el tal Simón, un próspero agricultor, atendiera en su casa al contratista de Nazaret. Así nacería una sincera amistad entre ambas familias y, muy especialmente, entre Jesús y el primogénito de Si-món: Lázaro, un muchacho de su misma edad.
Al reemprender la marcha, los peregrinos tomaron la senda más corta -la que cruzaba el monte de las Aceitunas-, deteniéndose maravillados en su cima. Era el atardecer del jueves, 7 de abril del año 7. Jesús contemplaba Jerusalén por primera vez.
-No dijo nada -explicó su madre- Pero yo sé que la magnífica vista de los palacios y del templo le emocionó. Entramos rápidamente en la ciudad y


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nos dirigimos a la casa de uno de mis parientes. Era el único en Jerusalén que, a través de mi primo Zacarías, había conocido la historia de Juan y de Jesús. Recuerdo que cruzamos frente al templo y que tuve que regañarle sin cesar. Estaba loco de alegría. Jamás había visto tanta gente junta y, a cada momento, soltaba las riendas del burro, mezclándose entre la multi-tud.
Al día siguiente, el de la preparación, José tomó a su hijo de la mano y se presentó en una de las academias rabínicas, interesándose por los planes de estudio. Estaba decidido: al cumplir los quince años ingresaría en una de aquellas prestigiosas escuelas superiores. Pero la víspera de aquella Pascua, viernes, 8 de abril, sucedería algo que hizo dudar al primogénito. Sólo San-tiago lo supo. Y él me lo narraría, tal y como lo escuchó de labios de su hermano mayor:
-«A la vista del templo y de la muchedumbre (me contaría Jesús años después) sentí como si un rayo de luz iluminara mi mente. Y mi corazón experimentó una gran piedad por aquellas confusas e ignorantes gentes. Mi misión empezaba a estar clara. » Creo, Jasón, que aquél fue un día decisivo en la vida de mi hermano y Maestro. Esa misma noche, según me contó, un ángel se presentó ante él y le dijo: «Ha llegado la hora. Ya es el momento de que empieces a ocuparte de los asuntos de tu Padre.»
Como digo, este suceso pasó inadvertido para José y María. Si fue cierto -y no veo razón para dudar de la palabra del Maestro-, aquélla era la prime-ra vez que Jesús tenía un encuentro con un ser sobrenatural. Desde enton-ces, su proceso interno -no sé si la expresión es acertada- se aceleraría. Era el principio de su gran carrera... Jesús iría tomando conciencia de su autén-tico origen, de su doble naturaleza (humana y divina) y de su cometido co-mo Hijo del Hombre. Cualquier observador medianamente objetivo recono-cerá conmigo que no podía ser de otra forma. Un Jesús-niño, consciente de su divinidad, habría resultado antinatural, lesionando su evolución intelec-tual. Era lógico que semejante descubrimiento fuera gradual.
A pesar de sus ilusiones, Jerusalén terminaría decepcionándole. Para ser exacto: el templo y sus cambalaches.
Los días que siguieron a la solemne fiesta de la Pascua los pasó callejean-do y disfrutando del agitado ir y venir de los vecinos y de los miles de pere-grinos llegados desde todo el mundo conocido. Fueron -según Santiago- unas jornadas de absoluta libertad, que tardarían mucho en repetirse. Su respeto por la Ciudad Santa era profundo y sincero. En especial, por la «ca-sa de su Padre». Pero, al adentrarse en el «atrio de los gentiles», la decep-ción cavó sobre Él.
Aquel sábado, Jesús, en compañía de sus padres, atravesó el templo, yendo a reunirse con el resto de los muchachos que iba a ser oficialmente


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consagrado como « hijos de la Ley». El vocerío, los traficantes de monedas y la falta de compostura le desasosegaron. Pero su gran decepción empezó al ver cómo su madre se separaba de ellos, encaminándose al «atrio de las mujeres», el único recinto del templo autorizado a las hebreas.
-A mi hermano no le cabía en la cabeza que, en un día tan emotivo como aquél, nuestra madre no le acompañara en su ceremonia de consagración. Y se indignó.
Las desilusiones no cesarían va en toda la jornada. Jesús tomó parte en los ritos de su consagración como «hijo mayor rescatado de Yavé», pero la frialdad, rutina y superficialidad de los sacerdotes le dejó perplejo. Aquello no guardaba relación alguna con el calor y el sentimiento de los oficios que se practicaban en Nazaret. En cuanto a los modos y maneras de los pere-grinos, traficantes Y prostitutas que llenaban el «atrio de los gentiles», fue-ron superiores a sus fuerzas. Como apuntó Santiago, «no había diferencia entre aquellas cortesanas, cambistas y comerciantes de ganado, especias, etc., y los que había visto en Séforis o Scythópolis». Visitaron igualmente el «patio de los pastores» y allí, a la vista de los sacrificios de los rebaños de corderos, estuvo a punto de vomitar. Los balidos de los agonizantes anima-les, los cuchillos y las manos chorreando sangre y la gélida mirada de los sacerdotes-niatarifes rebasaron los límites de la resistencia de aquel ado-lescente, defensor a ultranza de los animales y de la naturaleza. El espectá-culo le asqueó de tal forma que, tirando de su padre, huyó del recinto.
-José -añadió el segundo de los hijos- comprendió la desolación de Jesús e intentó suavizar el impacto, conduciéndole hasta la Puerta de la Belleza. Sus explicaciones ante la majestuosa obra de bronce de Corinto no surtie-ron efecto. Así que, tras recoger a mi madre, salieron del templo, dedicando buena parte de la tarde a pasear por Jerusalén. Mi padre deseaba que Jesús se calmaría y entrara en razón. Pero eso era difícil. Mi hermano y Maestro era de ideas fijas. No aceptaba el derramamiento de sangre como medio para apagar la cólera del Todopoderoso. Es más: en plena discusión con mis padres se negó a creer en un Dios (bendito sea su nombre) justiciero y se-diento de venganza. José, con toda su dulzura, le hizo ver que aquellas cos-tumbres eran muy antiguas y que se ajustaban a la más pura ortodoxia. Pero Jesús le replicó: «Padre, esto no puede ser verdad. El Padre de los cie-los no puede mirar así a sus hijos extraviados. Él no puede amarme menos de lo que tú me quieres. Por muy imprudentes que sean mis actos, estoy seguro de que jamás te dejarás llevar por la cólera. Entonces, si tú, mi pa-dre terrestre, eres capaz de perdonarme, ¿cómo será el de los cielos, infini-tamente más bondadoso y misericordioso que tú?»
José y María guardaron silencio ante la suprema lógica de su primogénito. Y confusos por tan extraña forma de interpretar al Padre Universal retorna-


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ron al domicilio de sus parientes. Simón, el de Betania, les había invitado a festejar con su familia la tradicional cena pascual. Y en compañía de otros familiares de Nazaret se reunieron en la hacienda del padre de Lázaro, en torno al cordero, el pan sin levadura y las también obligadas hierbas amar-gas.
-Siendo como era un nuevo «hijo de la Alianza» -comentó la Señora-, le pedimos que relatara el origen de la Pascua. Y Jesús lo hizo a las mil mara-villas. Pero, como siempre subrayó contrariada-, tuvo que dar la nota. En mitad de las explicaciones hizo alusión a lo que había visto y sentido en el templo, criticando los sacrificios y la irreverente presencia en el «atrio de los gentiles» de los comerciantes y «burritas». Yo me sonrojé. Lo siento, amigo Jasón: eran otros tiempos y no podía comprender su comportamien-to...
En más de una ocasión me pregunté por qué el Maestro se negaba a co-mer el tradicional cordero pascual. (En la última cena, por ejemplo, no lo probó.) La raíz de tal actitud se hallaba en esta su primera visita al templo de la Ciudad Santa. En su mente empezó a germinar la idea de una Pascua sin sangre y sin aquellos ritos, tan desagradables y contrarios a la verdade-ra esencia de¡ Padre celestial.
-Esa noche dormimos mal. Jesús también se levantó en infinidad de oca-siones. Parecía preocupado. Se sentaba en el jardín, con la cabeza entre las manos, y así permanecía horas y horas. Su padre y yo nos mirábamos im-potentes. No sabíamos qué le ocurría. Y lo peor es que no nos atrevíamos a preguntarle.
Santiago, que años más tarde viajaría a Jerusalén en compañía de su hermano mayor, sí conocía las razones de aquella inquietud. En la mente de Jesús bullía un sinfín de preguntas sobre la absurda teología de su pueblo. Preguntas que, poco a poco, irían encontrando respuestas.
El malestar de la familia de Nazaret ante el incómodo e inescrutable silen-cio de su primogénito fue tal que, una vez concluida la Pascua, José se planteó la posibilidad de adelantar el regreso a la Galilea. Pero sus amigos y parientes le convencieron para que esperase.
Al día siguiente, Jesús y su nuevo amigo, Lázaro, se dedicaron a «explo-rar» Jerusalén y sus alrededores. Aquellas correrías y «aventuras» le hicie-ron olvidar, en parte, sus angustias e incertidumbres. Y antes de concluir la jornada descubrirían «algo» que, pocos días después, daría lugar a otro «acontecimiento histórico»: ¡el único, en toda su infancia Y juventud, que aparece en los Evangelios! El posible lector de este diario habrá adivinado que estoy refiriéndome al incidente de Jesús con los doctores de la Ley. ¡Parece increíble que los evangelistas considerasen este suceso como el único digno de mención en toda la vida «oculta» del Maestro!


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Ese «algo» fue, ni más ni menos, la presencia en las proximidades del santuario de grupos de judíos que conferenciaban e intercambiaban pregun-tas y respuestas con los rabinos y doctores de la Ley, Desde aquel domin-go, 10 de abril, Jesús no dejaría de acudir un solo día a las agitadas y es-pontáneas reuniones en el templo. Esta circunstancia me parece de especial importancia para entender mejor lo que sucederla días más tarde y que en el texto de Lucas (2, 41-52) aparece incompleto. A pesar de sus ardientes deseos de intervenir en las discusiones, el muchacho se contuvo, consciente de su juventud y de las restricciones que imponía la Ley a los nuevos con-sagrados. (Una vez transcurrida la semana de Pascua, los nuevos «hijos de Yavé» podían acceder a estas reuniones en el exterior del templo.)
El miércoles, 13 de abril, José y María le autorizaron a pernoctar en la ca-sa de Lázaro, en Betania. Fue una noche inolvidable, en la que Jesús abrió su corazón, manifestando sus inquietudes. Desde aquellas confesiones, Lá-zaro fue ya un incondicional del joven primogénito de Nazaret.
Pero el momento de la partida de los peregrinos se acercaba y, antes de emprender el viaje de regreso a la Galilea, Jesús, en compañía de sus pa-dres terrenales y del viejo maestro de la sinagoga de Nazaret, acudió de nuevo a la escuela rabínica elegida para sus estudios superiores. Y allí, de-finitivamente, quedó fijado su ingreso en la misma para el mes de agosto del año 9. Es decir, al cumplir los quince años.
«El resto de la semana -según mis informadores, transcurrió con normali-dad. Jesús demostró un especial interés por las conferencias-coloquios del templo, así como por los muchos compañeros de consagración, llegados de los más remotos países. Dada su incorregible curiosidad, a nadie le extrañó que pasara las horas pegado a las rejas que separaban a estos grupos del resto de los gentiles y de la comunidad o en interminables interrogatorios con los jóvenes judíos procedentes de Egipto, Mesopotamia o de las vecinas provincias romanas del Extremo Oriente. Le interesaba y se preocupaba por todo: sus costumbres, sus métodos educativos, sus creencias ... »
Estos contactos con la juventud de naciones tan distintas y distantes -estoy seguro- estimularon en Él sus dormidos deseos de viajar y conocer «sobre el terreno» otras formas de vida, otros pueblos, otros hombres. Un afán del que tampoco nos hablan los libros sagrados y que, sin embargo, como descubriríamos en nuestro segundo «salto», pudo y supo materializar «cuando sus obligaciones familiares se lo permitieron». ¡Qué equivocados están cuantos piensan y opinan que el Maestro jamás traspasó los límites y las fronteras de su país!
Y al fin, los peregrinos de Nazaret se dispusieron a partir hacia la Galilea. Fue un lunes, 18 de abril de aquel año 7, cuando el grupo se congregó en las proximidades del templo, partiendo hacia Betania. Ni María ni José, en la


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lógica agitación de los preparativos del viaje, se percataron de la ausencia de su primogénito.
Sinceramente, no pude entender semejante descuido y así se lo confesé a la Señora.
-Sí, tienes toda la razón -comentó sin el menor deseo de excusarse- De-beríamos haber sido más cuidadosos. Pero ya sabes lo que ocurre en esos viajes multitudinarios... ¡Quién podía imaginar! Jesús era ya un miembro de pleno derecho de la comunidad y, en consecuencia, estaba obligado a viajar con los hombres. Así que, al no verle conmigo, pensé que iría en el grupo, de cabeza, con José. Mi marido, por su parte, creyó lo contrario: que se había unido a las mujeres y que, como en el viaje de ¡da a Jerusalén, es-taría a mi lado, conduciendo las riendas de nuestro burro. En fin, ¡un desas-tre!
-¿Y qué hizo Jesús? ¿Dónde estaba en el momento de la partida?
-Luego lo supimos. Aquella mañana, según su costumbre, acudió al tem-plo, permaneciendo absorto en las discusiones entre los doctores de la Ley Tanto su padre como yo sabíamos de esta afición. Pero, la verdad, no repa-ramos en ello hasta mucho después. ¡Mala suerte, Jasón!
Durante mi estancia en Betania, merced a las confidencias de Santiago, su hermano, y de la familia de Lázaro, tuve la oportunidad de «reconstruir» lo acaecido en aquellos cuatro días: desde ese lunes, 18, al jueves, 21, en que sus padres dieron con Él.
Hasta Jericó, final de la primera etapa, todo fue bien. Pero, al reunirse, José y María quedaron estupefactos. ¿Dónde estaba Jesús? Nadie le había visto. Sus esfuerzos fueron infructuosos. Preguntaron incluso a los últimos peregrinos que llegaban de Jeri1salén. Ni rastro. Y, como es normal, nervio-sos y desolados, empezaron a acusarse mutuamente.
-José se enfadó conmigo y yo con él. ¡Con decirte que estuvimos dos días sin dirigirnos la palabra!...
Quizá convenga hacer un pequeño paréntesis antes de proseguir con los hechos. La parquedad del relato de Lucas primero y la tradición cristiana después han contribuido a forjar una imagen distorsionada de aquellos días. Los cristianos suelen juzgar esta «ausencia» de Jesús como una «pérdida». De hecho, la Iglesia católica abrevia y titula este pasaje con una rotunda y errónea expresión: «el Niño perdido y hallado en el templo». Lucas, por descontado, no habla de extravío alguno. Ha sido la Historia la que ha ma-linterpretado los hechos. Como se verá, el «hijo de la Promesa» no estuvo perdido durante esos tres largos días. Sabía dónde estaba. Es más: a partir del mediodía (la hora sexta) de aquel lunes, Él tuvo conocimiento de la par-tida del grupo hacia Nazaret. Otra cuestión es por qué no salió tras la cara-


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vana. Dicho esto, prosigamos con los acontecimientos, tal y como me fue-ron narrados.
Hacia las 12 horas, las discusiones en el templo fueron interrumpidas, re-anudándose poco después. Jesús, entusiasmado con los debates -más repo-sados y minoritarios desde el éxodo de los peregrinos-, no dio importancia a lo que, a todas luces, constituía una inexcusable negligencia por su parte. Permaneció en el «atrio de los gentiles» hasta la caída de la tarde, sin atre-verse, de momento, a intervenir en las conferencias. Al anochecer se pre-sentó en Betania, cuando la familia de Simón se disponía a cenar. Nadie le preguntó. Todos dieron por hecho que José y María continuaban en la ciu-dad y que el primogénito -como ocurriera el miércoles último- contaba con el permiso paterno para visitarles. Hoy, consecuencia de esa desinformación histórica, la imagen de un Jesús dócil, sumiso y «todo espiritualidad» choca necesariamente con la de aquel otro muchacho, capaz de desentenderse de su familia y de la angustia que ello provocó. Pero las cosas son como son; no como nos hubiera gustado que fueran...
Tras una noche en vela, en la que le vieron pasear por el jardín sumido en profundas meditaciones, Jesús partió de nuevo hacia Jerusalén, dete-niéndose en la cima del Olivete. Esta vez fue Santiago quien me descubriría otro pequeño gran secreto de su hermano, ignorado -como tantos otros- por su propia madre.
-A la vista de la Ciudad Santa, mi hermano y Maestro lloró amargamente. Fue su primer llanto por Jerusalén. El segundo, como sabes, ocurriría mu-chos años después y por razones parecidas: la ceguera y pobreza espiritua-les de un pueblo, esclavizado por sus propias tradiciones y por las legiones romanas.
A la misma hora en que el entusiasta jovencito se presentaba en el tem-plo -dispuesto a intervenir en las discusiones-, sus padres emprendían el regreso a Jerusalén.
-Nuestra ansiedad era tan dolorosa -matizó la Señora- que fuimos dere-chos a la casa de mis parientes, _.. la ciudad, sin detenernos siquiera en Betania. De haberlo hecho nos habríamos ahorrado muchos sinsabores.
José y María por un lado y sus familiares por otro le buscaron insistente-mente, «peinando» Jerusalén. Entretanto, el primogénito -entregado en cuerpo y alma a los debates- no tardaría en destaparse, formulando toda suerte de preguntas. Lo impertinente y osado de muchas de ellas se vio suavizado al principio por la candidez e ingenuidad de su tono. Pero los eruditos e intransigentes doctores de la Ley no tardarían en impacientarse. El primer conato de indignación general se registraría cuando Jesús, con su habitual valentía y claridad, preguntó «si era lícito condenar a muerte a un gentil que -ebrio o inconscientemente- hubiera profanado las áreas sagra-


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das del templo». Uno de los sacerdotes se impacientó y_ mirándole fija-mente, le preguntó su edad. «Me faltan cuatro meses –replicó el muchacho- para cumplir los trece años.» Y el doctor, fuera de sí, exclamó: «Entonces, ¿por qué estás aquí si no tienes la edad para ser un hijo de la Ley?»
Jesús le aclaró que acababa de ser consagrado y que era un estudiante de Nazaret. Al oír la palabra «Nazaret», la concurrencia estalló en una risa burlona. Y uno de los portavoces de los rabinos comentó sarcástico: «¡Te-níamos que haberlo imaginado! ¡Es de Nazaret!»
Los comentarios y murmuraciones se dispararon, pero, de pronto, el doc-tor que presidía la asamblea ordenó silencio, señalando que aquellas censu-ras eran injustas. «Si los dirigentes de la sinagoga de Nazaret le han admi-tido a los doce años, en lugar de a los trece, sus razones tendrán ... » No todos aceptaron este criterio. Y algunos de los doctores más ortodoxos se retiraron escandalizados. La mayoría, sin embargo, decidió que el inquieto adolescente tomara parte en los debates, en calidad de alumno. Sus prime-ros choques, por tanto, con la casta sacerdotal judía tuvieron lugar el mar-tes, 19 de abril del año 7 de nuestra era: mucho antes de lo que todos creí-amos.
Concluida esta segunda jornada, Jesús se retiró a Betania.
Su tercer día en el templo resultaría sencillamente triunfante. La noticia de un joven galileo -casi un niño-, dejando en ridículo a los presuntuosos escribas y doctores de la Ley, se difundió entre los habitantes de Jerusalén, que acudieron curiosos y divertidos a presenciar el «espectáculo». Uno de aquellos asombrados testigos fue Simón, el padre de Lázaro.
-José y yo buscamos también en el templo -manifestó la Señora- y llega-mos a estar muy cerca de aquellos grupos de conferenciantes. Pero ¿quién podía suponer que el centro de tal atracción era nuestro hijo?
Sólo aquellas personas que alguna vez hayan sufrido la dolorosa desapa-rición de un ser querido -en especial de un hijo- podrán aproximarse al su-frimiento experimentado por el matrimonio de Nazaret durante las setenta largas horas que duró ese suplicio. ¡Setenta horas de insomnio, de lágri-mas, de angustia y -¿por qué ocultarlo?- de desesperación! José y sus fami-liares no dejaron un solo lugar de la Ciudad Santa por escudriñar. Pregunta-ron incluso en la fortaleza Antonia, en el mercado de esclavos y en las po-sadas que albergaban habitualmente a los conductores de caravanas. Todo resultó inútil.
Entretanto, el templo seguía al rojo vivo. Las incesantes y agudas pre-guntas de Jesús levantaban murmullos de admiración, obligando a los eru-ditos a recapacitar. Varias de las interrogantes formuladas en aquel miérco-les, 20 de abril, causaron una especial sorpresa e inquietud entre el audito-rio. Fueron éstas: «¿Qué hay en verdad en el Santo de los Santos? ¿Por qué


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las madres de Israel deben separarse de los hombres en el interior del tem-plo? Si Dios es un padre que ama a sus hijos, ¿por qué estos sacrificios de animales para ganar el favor divino? ¿Las enseñanzas de Moisés han sido malinterpretadas? Si el templo está consagrado a la adoración del Padre de los cielos, ¿es normal consentir la presencia de mercaderes y cortesanas en su atrio? El Mesías esperado, ¿será un príncipe transitorio que ocupe el tro-no de David o se tratará de una luz de vida en un reino espiritual?»
Fueron necesarias más de cuatro horas para que los doctores de la Ley salieran al paso de tales cuestiones. Los testigos de aquellos debates dialéc-ticos quedaron prendados no sólo ante la sagacidad del muchacho, sino, muy especialmente, por la lealtad de su tono y planteamientos. Era eviden-te que Jesús no jugaba a competir. Sólo le interesaba una cosa: proclamar «su» Verdad. Una Verdad que ganaba terreno en su corazón y que ya nun-ca le abandonaría. Una Verdad tan inmensa como simple: proclamar la rea-lidad de un Padre Universal que nada tenía que ver con aquellas sangrien-tas y coléricas interpretaciones judías.
Al anochecer, Simón le acompañó hasta Betania. Casi no hablaron. El pa-dre de Lázaro y de Marta estaba deslumbrado. Después de la cena, a pesar de los encendidos elogios de la familia, el «hijo de la Promesa» se retiró de nuevo al jardín, permaneciendo en soledad hasta altas horas de la madru-gada. «En aquellos críticos momentos -según Santiago-, Jesús estrenaba su gran tragedia personal.» Todo un «drama» interno que se prolongaría du-rante años y del que ningún evangelista se ha hecho eco. Un angustioso di-lema, vital a la hora de conocerle y de conocer su obra posterior. El Hijo del Hombre deseaba llevar la luz a su pueblo -revelarle la grandiosidad del Pa-dre de todos-, pero, al mismo tiempo, dada su extrema juventud y las na-turales ataduras familiares, no sabía cómo ni cuándo intentarlo. Y aquella noche, como tantas otras, intentó forjar un plan. Lógicamente, no lo conse-guiría hasta casi veinte años después. Dos décadas en las que, a pesar del injustificable silencio de los escritores sagrados, Jesús de Nazaret apenas tuvo un minuto de respiro. Pero todo ello -Dios lo quiera- será narrado en su momento...
Y llegó el amanecer del jueves, 21 de abril. Esa mañana, mientras des-ayunaba en la casa de Simón, un comentario de la madre de Lázaro devol-vió a Jesús a la cruda y prosaica realidad. «¿Cuándo partían hacia la Gali-lea?» El muchacho debió de percibir entonces la magnitud de la tragedia. Sus padres terrenales, suponiendo que hubieran seguido viaje, debían de hallarse ya en Nazaret. Pero sus ansias por aprender y la firme resolución de «ocuparse de los asuntos de su Padre» fueron más fuertes. Y por cuarta vez se presentó en el templo, enzarzándose en una delicada discusión sobre


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la Ley y los profetas. Los doctores y rabinos no salían de su asombro. Aquel jovencito no sólo conocía a fondo las Escrituras hebraicas, sino también su traducción al griego. La admiración del auditorio llegó a tal extremo que, nada más iniciarse el debate de la tarde, el presidente de la asamblea le re-clamó a su lado, honrándole así ante los presentes.
Mi siguiente pregunta fue elemental:
-¿Cómo lograsteis localizarle?
María, visiblemente apenada por aquellos recuerdos, lo explicó sin ro-deos:
-La noche anterior, una vez en la casa de mis parientes, José y yo escu-chamos una extraña historia: un adolescente de Galilea venía reuniéndose en el templo con los doctores de la Ley, causando un gran revuelo con sus hábiles comentarios. Pero no caímos en la cuenta...
-No puedo entenderlo -le interrumpí- Vosotros conocíais a Jesús mejor que nadie... ¿Cómo es posible que no sospechaseis?
La Señora negó con la cabeza y, resignada, añadió:
-No, Jasón. Te equivocas. Ni su padre ni yo le conocimos de verdad. Muy pocos supieron leer en su corazón. ¿Qué quieres que te diga? No nos cabía en la cabeza que nuestro hijo pudiera hacer una cosa así. Hasta tal punto es cierto lo que te digo que, esa misma noche, tomamos la decisión de salir de Jerusalén e iniciar la búsqueda en otra dirección. Iríamos a casa de mi prima Isabel. Y al día siguiente, pensando que Zacarías podía estar de ser-vicio en el templo, nos presentamos en el «atrio de los gentiles». Dimos muchas vueltas, intentando localizar al marido de mi prima. Y pasamos cer-ca del nutrido grupo de curiosos que asistía a los debates. Hasta que (gra-cias a los cielos), en uno de aquellos angustiosos ir y venir, José creyó es-cuchar una voz familiar Nos abrimos paso entre el gentío y, ¡Dios Todopo-deroso (bendito sea su nombre), allí estaba mi hijo!, sentado en las escali-natas, discutiendo y preguntando como si tal cosa...
Los ojos de la Señora chispearon.
-¡Nunca llegué a entenderlo! Estábamos medio muertos de miedo y de aflicción, pensando incluso lo peor, y él.... ¡tan feliz!... ¡Te juro, Jasón, que en aquel momento me dieron ganas de abofetearle! Y me fui hacia él como una fiera. Pero José, consciente de la mucha gente que nos observaba, me retuvo por el brazo, lanzándome una significativa mirada. Yo supe lo que quería decirme, pero mi enojo (ahora lo lamento de veras) estaba más que justificado.
-¿Cómo reaccionó Jesús?
-Como siempre -estalló María- Al principio se quedó mudo. Después se puso en pie y, con toda calma, esperó a que nos acercáramos. Y en mitad de un silencio de muerte, sin poder contenerme, le recriminé su inconscien-



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