miércoles, 5 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 221 A LA PAG 240

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tuviera ante sí a un fantasma, dejando caer el lebrillo, que se pulverizó con gran estruendo. Juan, desconcertado, se incorporó, encaminándose hacia el muchacho. Pero, antes de que llegara a su altura, Juan Marcos saltó por en-cima de los cascotes y tilapias, refugiándose en el corral. El Zebedeo dudó. Y, cambiando de dirección, salió a mi encuentro, rogándome que disculpara el frío e injusto recibimiento. El incidente quedó temporalmente olvidado y, tras un parco saludo general, los galileos reanudaron su conversación que, por supuesto, giraba alrededor de los extraordinarios sucesos vividos en Je-rusalén. Rechacé la amable invitación para compartir el «desayuno» colecti-vo, manifestando mi deseo de visitar al enfermo. Juan accedió agradecido, mostrándome el camino. Me incliné para desatar las sandalias y, al proce-der con las tiras de cuero de la pierna izquierda, el Zebedeo, retirando sua-vemente mis dedos de los nudos, me sugirió que empezase por la sandalia derecha. Le miré extrañado.
-Trae mala suerte -aclaró sin más explicaciones.
Acepté la sugerencia. Poco a poco iría familiarizándome con aquellas pe-queñas supersticiones y manías que, naturalmente, estaba dispuesto a res-petar.
En la alcoba del jefe de los Zebedeo me aguardaba una muy grata sor-presa: María, la madre de Jesús, se hallaba a la cabecera, en compañía de Salomé, la esposa del anciano, y de algunas de las mujeres de la casa. Los hijos del «patrón» habían cumplido fielmente mis prescripciones médicas y el paciente, aunque derrotado aún por los lacerantes dolores, presentaba un aspecto más relajado. Al verme en el umbral, Salomé y la Señora aban-donaron las compresas de agua fría que administraban sobre la frente del enfermo y, con vivas muestras de alegría, me besaron en las mejillas, de-seándome paz. Aquel gesto me reconfortó, devolviéndome la seguridad. La mujer del Zebedeo agradeció mis desvelos para con su marido, reprendién-dome después por el innecesario regalo de los víveres.
Me arrodillé en silencio junto al jergón y, sin prestar demasiada atención a las cariñosas palabras de Salomé, tomé las manos del Zebedeo verifican-do su pulso. El buen hombre sonrió. Supliqué a Juan que me ayudara a in-corporarle y, echando mano de la ampolleta de arcilla, vertí unas cuantas gotas del preparado en cada uno de sus oídos. A continuación, depositando el pequeño recipiente en las manos del discípulo, le informé sobre su conte-nido, modo y frecuencia con que debía administrarlo hasta nueva orden. Si todo discurría con normalidad, quizá el sábado o el primer día de la semana (el domingo) pudiera proceder a la disolución definitiva del cerumen. Tras un menguado parlamento con las mujeres, Juan y quien esto escribe regre-samos al patio. Juan Marcos ayudaba a los gemelos de Alfeo en el asado de unas hermosas tilapias. El resto, con un excelente buen humor, daba cuen-


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ta del tardío desayuno, mojando unas crujientes tortas de harina en un pla-to hondo de barro lleno de aceite. Había llegado el momento de poner en práctica la idea de Eliseo. El benjamín, más sereno, dejó que me acercara. En señal de amistad le mostré el amuleto que me regalara en Jerusalén y que todavía colgaba de mi cuello y, en tono conciliador, le pedí que me es-cuchara. Los íntimos, que a pesar de su charla no me quitaban ojo de enci-ma, bajaron el tono de voz, más pendientes de mis palabras que de las su-yas. Midiendo mis explicaciones, y de forma que todos pudieran oírlo, le re-cordé que, además de hombre de negocios y sanador, Dios me había con-cedido el privilegio de estudiar y practicar la muy noble profesión de «au-gur» y «mago». Al igual que los demás, el muchacho siguió mis aclaracio-nes con la duda reflejada en sus ojos.
Y para que veas que no miento, ahora mismo, si lo deseas -añadí sin per-der la sonrisa-, estoy dispuesto a mostrarte algunos de mis «poderes»...
Juan Marcos, indeciso, desvió su limpia y profunda mirada hacia los discí-pulos. Felipe, el más permeable a las bromas y a la diversión, se erigió en espontáneo portavoz del resto, aceptando sin disimular su curiosidad.
Dispuesto a aprovechar el quizá irrepetible momento y la excelente dispo-sición de los galileos, le pedí a Juan que situara sobre el brasero un balde con agua. Por su parte, el benjamín, con idéntica celeridad, salió hacia el corral, a la búsqueda de un sencillo palitroque. Entretanto, ante la inquieta mirada del resto, procedí en un más que teatral silencio al amarrado de ca-da una de las esferas de corcho, a otras tantas porciones (de unos 50 cm de longitud) del hilo de seda. Juan Marcos retornó al punto, entregándome un tosco palo de un metro. Lo partí en dos y, amarrando los .improvisados péndulos a cada una de las maderas, me dirigí a los gemelos. Les rogué que se adelantaran hasta el centro del círculo formado por los expectantes galileos y, tras entregarles los palitroques, les recomendé que procuraran sostener las esferas en el aire, en total inmovilidad y protegiéndolas del viento con sus propios cuerpos. Felipe, nervioso, rompió a reír. Ordené si-lencio y, tomando el asa de vidrio, la froté enérgicamente con el filo de mi túnica. Levanté los brazos hacia el cielo y, pronunciando unas absurdas e ininteligibles palabras -con el único fin de «caldear» el ambiente-, me incli-né hacia la esferita que sostenía Judas Alfeo. El efecto deseado no tardó en producirse. Al acercar la barra de vidrio a la bola de corcho, ésta, «obedien-te», se movió, aproximándose a la punta del asa. Un murmullo de admira-ción brotó de todas las gargantas. Y el gemelo, asustado, soltó el palo, es-capando hacia la parrilla en la que se asaban las tilapias. La reacción de Ju-das provocó la hilaridad general. Repetí el sencillo experimento con el pén-dulo de su hermano Santiago y la esfera, nuevamente, como empujada por una mano invisible, se desplazó hasta tocar el vidrio. Observé a Juan Mar-


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cos y a Juan Zebedeo. Ambos, con la boca abierta y los ojos fijos en las os-cilaciones del péndulo, parecían hipnotizados. (La experiencia, sobradamen-te conocida por los colegiales del siglo xx, se basaba en el natural proceso de electrización por frotamiento. Un elemental péndulo «electrostático» hacía el resto. Vidrio y corcho, electrizados con cargas opuestas, se atraen durante un espacio de tiempo. Después, cuando las cargas resultan del mismo signo, se repelen.) Solicité de Juan Marcos que recogiera el péndulo de Judas. Como era de esperar, a los pocos minutos, al aproximar de nuevo el vidrio electrizado al corcho, la esfera se movió en sentido contrario. El jo-vencito, maravillado, no salía de su asombro. Cuando estimé que mis «po-deres» como «mago» habían quedado claros, guardé las piezas y disimula-damente tomé las barritas de nieve carbónica, ocultándolas entre mis de-dos. Afortunadamente, la «piel de serpiente» me protegió. (Como es sabi-do, el dióxido de carbono en estado sólido sólo puede mantenerse a una temperatura de menos 78 'C. Sin la debida protección, mis dedos hubieran sufrido importantes quemaduras.) El agua del caldero había empezado a bullir. Paseé la vista sobre el grupo y, con idéntica teatralidad, extendí los brazos hacia la boca del humeante balde, invocando a los dioses del Olim-po. Al levantar el rostro hacia el azul celeste del cielo, la casi totalidad de los galileos, intrigada, me imitó. En ese instante, con total premeditación, dejé caer el hielo prensado en el agua. Las cápsulas de C02 (de 1 cm de diámetro y 50 mm de longitud) reaccionaron sin tardanza. Arrecié en mis invocaciones y conjuros y, como por arte de magia (nunca mejor dicho), una «niebla» blanca y densa -idéntica a la provocada por mi hermano en la cima del Olivete- comenzó a borbotear y a derramarse por las paredes del caldero. Algunos de los discípulos, ante el amenazador avance del «humo», retrocedieron entre lamentos, víctimas de un supersticioso pánico. Y el ben-jamín, abrazándose a mi cintura, suplicó para que cesara en tales demos-traciones. La «niebla» fue disipándose. Recuperada la calma, Juan Zebedeo, con los ojos bajos, se disculpó públicamente, admitiendo que, en contra de lo que siempre había predicado el Maestro, había caído en el error de juz-garme. Un murmullo de aprobación ratificó las palabras del discípulo y, quien esto escribe, imitando el gesto de amistad favorito de Jesús, colocó sus manos sobre los hombros del apesadumbrado Juan, agradeciendo su nobleza de corazón. Nunca más se volvería a hablar de mi posible origen o naturaleza «angélica». El experimento resultó redondo.
Finalizado el «desayuno», Simón, exultante y pletórico, polarizó de nuevo la atención general, arengando a sus compañeros para que, al igual que habían hecho en el viaje de Jerusalén al lago, salieran a los caminos a pre-dicar la buena nueva y la inminente «llegada del reino». Su hermano An-drés, Tomás, el Mellizo y Mateo Leví -más cautos desestimaron las sugeren-


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cias del fogoso Pedro, recordándole que, de momento, las órdenes del rabí eran otras: permanecer en la Galilea hasta que volviera a presentarse ante ellos. Las opiniones se hallaban divididas. Juan, Felipe y
Bartolomé apoyaban incondicionalmente los deseos de Simón. Santiago se unió al parecer de Andrés y los gemelos, como de costumbre, se mantu-vieron al margen, más atentos a las faenas domésticas que al problema de fondo. En cuanto al Zelote, mudo y cabizbajo, no hubo manera de arrancar-le una sola palabra. El aguerrido patriota, a pesar de las evidencias, había caído en una nueva y profunda depresión. Nadie logró consolarle o infundir-le un mínimo de aliento. Era inútil. La vergonzosa muerte de su líder y la desintegración del grupo y de sus viejos ideales de liberación política pesa-ban más que la propia resurrección y que las -para él- nebulosas promesas de Jesús acerca de un «lejano e incomprensible reino espiritual». A prime-ras horas de la tarde, ante el disgusto y el reproche de la mayoría, Simón el Zelote recogió sus cosas y, casi sin mediar palabra, con el rostro endurecido Por la desesperanza, partió hacia su hogar, en la vecina Nahum. Aquella deserción -así fue calificada por Pedro- vino a trastocar los planes del gru-po. Por espacio de una hora se enzarzó en otra de sus agrias y poco carita-tivas discusiones, tachando al Zelote de «indigno y poco fiable embajador del reino». Sólo Juan y Mateo protestaron. Pero Simón Pedro, que empeza-ba a despuntar como líder, acalló sus reproches, llegando a insinuar algo que me dejó perplejo: «era el propio Maestro, desde los cielos, quien aleja-ba al patriota de los auténticos elegidos, como el pescador honrado separa la pesca pura de la impura». (Mil veces me he preguntado por qué los evangelistas -Juan y Leví sé hallaban presentes- ocultaron estas duras re-acciones del «colegio apostólico», mostrando, a cambio, en la mayoría de las ocasiones, la falsa imagen de unos hombres tolerantes, generosos y fie-les guardianes de las enseñanzas del Hijo de Dios.)
Hacia las 15.30 horas, agotada la polémica, Pedro se puso en pie. Escu-driñó el cielo y, en uno de sus típicos y bruscos giros de carácter, adoptan-do un tono amistoso y conciliador, propuso salir a «echar un rato». El gru-po, deseoso de olvidar las recientes y amargas acusaciones, aceptó en blo-que. ¿«Echar un rato»? La expresión resultó incomprensible para mí. Como si se tratase de algo rutinario y sobradamente conocido de todos, los diez se movilizaron al unísono. Felipe, el intendente, y los gemelos llenaron de agua un par de cántaros, recogiendo y guardando los restos del desayuno en dos saquetes de harpillera. Los Zebedeo y Pedro, por su parte, mientras los demás se alejaban hacia el corral, penetraron en la estancia situada a la derecha del portalón de entrada. Y yo, sin saber qué partido tomar, perma-necí en el centro del patio, absolutamente confuso. Juan fue el primero en salir. Cargaba un par de cubos, repletos de tilapias y barbos, sumergidos en


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un aceitoso y putrefacto caldo. Me miró y, levantando levemente la cabeza, me señaló la puerta del corral, preguntando:
-¿Vienes?
Sin esperar respuesta, dando por hecho que aceptaba, cruzó ante mí, en dirección al mencionado corral. Su hermano y Simón aparecieron inmedia-tamente. Entre los dos sostenían una voluminosa espuerta, cuyo contenido quedaba oculto por un manojo de duelas amarradas y empapadas en resi-na. No pude resistir la tentación y, tímidamente, los interrogué sobre sus intenciones. Santiago sonrió con benevolencia. Pedro, molesto ante mi tor-peza, masculló algo irreproducible, añadiendo casi para sí:
-¡Qué va a ser!... ¡No todos somos ricos comerciantes, como tú!
Dolido por el desaire de Simón necesité unos segundos para reaccionar. Al poco, renegando de mi espontánea ingenuidad, corrí tras ellos. Al aso-marme a los escalones que conducían a la playa intuí el verdadero signifi-cado de «ir a echar un rato». Los discípulos, junto a las redes y a las em-barcaciones, habían empezado a desnudarse. Estaba claro: se disponían a pescar. Durante unos instantes, inmóvil sobre el último tramo de las empi-nadas escaleras, dudé.
Todas mis alertas mentales entraron en acción. Si los escritos de Juan, el evangelista, no estaban equivocados, la primera de las apariciones de Jesús en el lago debería producirse «después de una noche de estéril pesca». ¿Es-taba asistiendo a los prolegómenos de dicho acontecimiento? Un cosquilleo estremecedor -señal inequívoca de que «algo» muy especial se cernía sobre el lugar- me recorrió el vientre. A partir de entonces debería mantenerme con los ojos bien abiertos.
Al principio mis escasos conocimientos sobre navegación y pesca en ge-neral fueron un duro lastre. Me vi obligado a formular un sinfín de cuestio-nes, muchas de ellas tan elementales que hubieran despertado la risa de los mismísimos hijos de los pescadores y marineros del yam. Por fortuna, no todos los discípulos eran tan secos como Pedro. Y a ellos recurrí una y otra vez.
La mayoría de los íntimos, como iba diciendo, se despojó de las vestidu-ras y del calzado, que quedaron amontonados en la orilla, permaneciendo en saq o taparrabo o, como mucho, con la túnica recogida y enrollada a la cintura.
En perfecta coordinación, los sais o jefes de cuadrilla -Pedro por un lado y Santiago el Zebedeo por otro- fueron impartiendo las órdenes oportunas. (Innecesarias, a mi modo de ver, ya que cada cual parecía saber muy bien su cometido.) Así, una vez repartidas las provisiones y el agua en las dos embarcaciones que flotaban a corta distancia de la orilla, Juan y Andrés se hicieron cargo de los cubos con el putrefacto pescado y, tras volcarlos en la


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negra arena, tomaron sendas piedras, iniciando una sistemática trituración de los peces. La pestilente y sanguinolenta carnaza era mezclada con arena húmeda, formando unas «bolas» que terminaban en el fondo de los cubos. Al mismo tiempo -bajo la atenta mirada de Santiago- Felipe, Tomás, Mateo Leví y Natanael (Bartolomé) se distribuyeron a uno y otro lado de una larga red que yacía extendida sobre la costa. Y con suma celeridad y precisión comenzaron a plegarla. Por las explicaciones del Zebedeo y por lo que de-duje poco después, al verlos maniobrar, aquel aparejo -de unos 150 metros de longitud- actuaba como una red de arrastre.. Recibía el nombre de jerem y tenía la forma de un rectángulo, trenzado a base de fuertes hilos de lino embreado, más ancho en su zona central (entre 5 y 6 m) que en los extre-mos (alrededor de 2,5 m). Las bandas más largas se hallaban cosidas a sendas cuerdas. Una (que en el agua quedada en la superficie) aparecía provista de decenas de corchos y maderas. La otra presentaba un número parecido de piedras y plomos agujereados que, obviamente, servían de las-tre. Dos varas de madera en los extremos de la red favorecían la verticali-dad de la misma, una vez sumergida en el yam. De cada una de las puntas de las varas partían sendos cabos que confluían en un grueso nudo del que arrancaban otras tantas cuerdas, de unos 70 a 100 metros de longitud, respectivamente.
Pedro, entre tanto, embarcado en la lancha más grande, manipulaba los remos. De vez en cuando lo veía avanzar hacia proa y, con las manos a manera de visera, parecía buscar algo en el horizonte. El viento había cesa-do y la superficie del lago, azul y dormida, sólo era importunada por lejanos y esporádicos chapoteos de las aves que planeaban o caían en picado, atra-pando su almuerzo.
Doblado y reducido a la mínima expresión, el jerem fue transportado a la popa de la lancha y uno de los largos cabos, meticulosamente enrollado por Simón Pedro en el fondo del barco. La segunda cuerda quedó en la costa, al cuidado de Felipe. Andrés y Juan, con las «bolas» de arena y pescado ma-cerado, se adentraron decididos en las aguas depositando los cubos en la proa de la embarcación. Santiago se apresuró a seguirlos y Tomás, el quin-to tripulante, dirigiéndose a la piedra de amarre, soltó el cabo, esperando a que sus compañeros subieran a bordo. De improviso, señalando hacia mí, Juan intercambió unas frases con los sais. Pedro se encogió de hombros y el más joven de los Zebedeo, retornando a la orilla, me invitó a acompañarlos. Fue una oportunidad que, naturalmente, no desaproveché El sol corría aún a 45 grados del poniente y, en consecuencia, no era previsible que ocurriera nada «anormal». Tentado estuve de anudar las sandalias al ceñidor. Pero, consciente de que aquel gesto de desconfianza podría molestarlos más sus-picaces, opté por depositarlas, al igual que la Vara» y el zurrón, junto al


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montón de ropas y zapatillas. 1 o me agradaba perder de vista el delicado instrumental, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Y, emocionado, me introdu-je en el yam. A pesar de la protección de la « piel de serpiente», cubrién-dome hasta los tobillos, percibí el frescor las aguas. Era la primera vez que entraba en contacto ,-,directo con el mar de Tiberíades. Y no sería la últi-ma, gracias a la Divina Providencia...
La lancha se hallaba fondeada en un metro de agua. "Salté al interior y, nervioso, les agradecí su gentileza. Nadie
se dio por aludido. Pedro, encaramado sobre el jerem, ordenó que me sentara a proa. Obedecí con total sumisión. Era curioso: una vez embarca-dos, aquellos hombres -y muy especialmente Simón Pedro- cambiaban por completo de actitud. Se volvían adustos. Hablaban lo imprescindible y, so-bre todo, utilizaban un lenguaje mímico, comunicándose así de lancha a lancha. El Mellizo fue liando el cabo de amarre. Caminó despacio hacia la barca y, una vez junto a la popa, empujó la embarcación. Acto seguido, ágil como un gato, trepó por el amasijo formado por el jerem, yendo a ocupar su sitio junto a Juan. En el centro habían sido dispuestas dos tablas, a ma-nera de bancos. Andrés y Santiago, más corpulentos, ocuparon el más cer-cano a proa. Simón, arrodillado sobre la red, animó a los remeros para que bogaran. Cuatro remos negros y mugrientos fueron introducidos por los es-trobos. Una vez sujetos a los toletes, lenta, silenciosa y coordinadamente, las dos parejas hicieron avanzar la embarcación. Ésta -de unos 8 X 2 m-, construida con tirzah (un pino «piñonero» duro y resinoso, muy abundante en los contornos del lago), no descollaba ni por su calado ni por un exceso de celo en su mantenimiento. Parecía abandonada o en desuso desde hacía meses. El entablillado, muy desigual, presentaba zonas abiertas y astilla-das, con preocupantes pérdidas de las cuerdas de algodón que impermeabi-lizaban las junturas. La sentina, Permanentemente inundada, era una ca-tástrofe. Entre las cuadernas se amontonaban líos de cuerdas, varias lám-paras de aceite, vacías y desconchadas, un cucharón (utilizado quizá en las comidas), un «vertedor» para achicar el agua (con una curiosa forma de plancha o de zapato, todo él en madera, cerrado por su parte posterior, con un mango en la zona superior y la «boca» a la medida de las cuadernas), trapos viejos y empapados, un cántaro de arcilla y un saco de hule que col-gaba del tolete de estribor. A proa v popa descansaban dos piedras negras, planas, perforadas en sus extremos, que hacían las veces de anclas. Al principio no reparé en ello. Pero, conforme nos adentrábamos en el yam, me llamó la atención un diminuto mascarón, claveteado a la proa. Repre-sentaba la figura de una mujer-pez, con las manos sobre la cabeza y colo-reada en un granate chillón. Más tarde, los galileos me explicarían que se trataba de la diosa Atargatis, adorada en Ascalón y en la costa fenicia, cuya


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presencia en la embarcación garantizaba una segura protección contra los vientos del este -súbitos y traidores- y la posibilidad de una excelente pes-ca. (Una de estas estatuillas sería descubierta por el investigador McLister en las excavaciones arqueológicas del tell Zakaria, en Eretz Israel.)
Luego lo supe. Aquella primera fase de la operación de pesca era una de las más delicadas. Se necesitaban unos remeros experimentados, capaces de impulsar la lancha con un mínimo de ruido. Nadie hablaba. La embarca-ción fue alejándose, perpendicular a la costa, siempre unida a tierra por el largo cabo amarrado a uno de los extremos de la red. Desde la orilla, el re-sto del grupo seguía inmóvil y expectante las maniobras de la tripulación. A cosa de 40 o 50 metros del litoral, Pedro, permanentemente atento a la su-perficie del lago, levantó su mano izquierda. Los remeros dejaron de bogar y las miradas buscaron el punto que atraía la atención del guía. El silencio, apenas roto por el leve chorrear de las palas y los lejanos chillidos de las gaviotas, me impresion6. Yo también escudriñé la superficie del yam, pero francamente no vi nada especial o extraordinario. Diez segundos después, con un seco palmetazo en la borda de babor, Pedro ordenó un giro. Muy despacio, Andrés y Juan, sentados en dicha banda, hundieron las palas en el agua mientras sus compañeros de estribor hacían lo propio, bogando con firmeza. Rematada la ciaboga, la lancha se situó paralela a la costa y los cuatro prosiguieron el lento y silencioso avance. Así continuamos durante un trecho, con la única compañía del lastimero crujido de los estrobos y al-guna que otra desacompasada respiración. Al alcanzar el lugar deseado, el sais levantó su mano por segunda vez. Y los remeros repitieron el alzado de las palas. La embarcación quedó a la deriva, mecida suavemente. Simón se puso en pie, con los ojos clavados en la superficie que se extendía entre nosotros y la orilla. A juzgar por lo que nos habíamos distanciado, aquella zona del lago no debía ser muy profunda: quizá oscilara alrededor de los cinco o seis metros. Pasaron unos minutos tensos e interminables. Nadie se movió. Quien esto escribe, acurrucado en el fondo de la barca, no se atrevía ni a respirar. De vez en cuando, empujada por el dulce balanceo, el agua de la sentina mojaba mis pies.
Y, de pronto, como un trueno, al tiempo que señalaba hacia estribor, Si-món Pedro vomitó una maldición. A 15 o 20 metros del costado derecho de la lancha -hacia el interior del lago-, las aguas comenzaron a «hervir» y a espumear. El banco de peces que venía siguiendo el sais se había desplaza-do, burlando así a los galileos. Entre el borboteo de la superficie vi saltar algunos ejemplares, cuyos vientres destellaron como la plata a la luz de sol.
-¡Hijos de mil rameras!...


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Las imprecaciones por parte del guía se sucedieron como un torbellino. Jamás pude imaginar a un futuro «cabeza» de la Iglesia católica tan desar-mado y fuera de sí.
La primera operación -lo que los galileos del yam denominaban «situar la barca, había fracasado. Atemorizado ante el pésimo genio de Simón, llegué a lamentar el haber aceptado la invitación. Si cometía el más pequeño de los fallos, la carga de mal humor de aquel energúmeno me habría destroza-do. Sin embargo, a ninguno de los remeros Pareció molestarle la sarta de juramentos y palabras mal sonantes que escupía el hombre que, pocas horas antes, los había animado a salir a los caminos y predicar la paz y la fraternidad.
El espumeante banco de tilapias terminó por sumergirse y, como si nada hubiera ocurrido, la tripulación se concentró en un nuevo, silencioso y pa-ciente rastreo de la zona, navegando siempre a una distancia máxima de 50 a 70 metros del litoral. Transcurrida una media hora, algunos esporádicos y solitarios saltos de peces entre la lancha y la orilla alertó al sais. Simón Pe-dro levantó el brazo, haciendo una señal a los de tierra, y la barca, briosa-mente impulsada por los remeros, comenzó a navegar con fuerza, soste-niendo un rumbo paralelo a la costa. Con los músculos tensos, perfecta-mente sincronizados, los cuatro galileos animándose con pequeños gritos, se inclinaban hacia popa, tumbándose a continuación hacia proa, hasta que sus espaldas llegaban casi a alinearse con las respectivas bordas. El jefe de la cuadrilla, inclinado sobre popa, fue soltando el jerem. Con gran destreza, las enormes y callosas manos de Pedro fueron arriando la red, al tiempo que, entre gritos e insultos, apremiaba a los remeros para que aceleraran el ritmo. A popa fue quedando un reguero de corchos y maderas, agitado por el bronco cabeceo de la barca. Los hombres situados en tierra comenzaron a jalar del cabo y la red empezó a curvarse. Cuando el aparejo estuvo prác-ticamente en el agua, el sais, volviendo la cabeza hacia sus compañeros, ordenó una nueva ciaboga. Y la lancha cambió de rumbo, enfilando la orilla. Pedro, con los pies sólidamente asentados en el fondo de la embarcación, desplegó todas sus fuerzas -que no eran pocas-, sosteniendo y arrastrando el segundo cabo. A 4 o 5 metros de la orilla, como impulsados por un resor-te, los remeros saltaron al agua y, olvidando la lancha, se hicieron con la soga, tirando con ahínco hacia la arena. Deseoso de colaborar en algo los imité, jalando con ellos. Durante veinte o treinta minutos, las dos columnas de hombres se esforzaron sin interrupción, tirando de los cabos lenta pero firmemente. Y el jerem, forman - do una media luna, fue aproximándose a la costa. A unos veinte pasos del agua, cada jalador depositaba en tierra la porción de cuerda que le había correspondido, regresando sin prisas a1a orilla. Allí, provisto de un corto cabo -una especie de estrobo-, con una pie-


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dra anudada en un extremo, enroscaba el canto en la maroma principal, ti-rando con el auxilio del referido estrobo. El aparejo -que podría identificarse hoy con el chinchorro- actuaba como una red «barredera». Los plomos y piedras la mantenían pegada al fondo, barriendo el yam como un muro ver-tical. Una pesca, dicho sea de paso, bastante destructiva, que terminaba con todas las especies y huevas depositadas en el fango.
Cuando las varas de madera flotaban a unos pasos de la costa, dos de los jaladores se precipitaron sobre los extremos del jerem, mientras el resto multiplicaba su esfuerzo, procurando que ambas hileras se aproximaran hasta llegar a unos 10 metros la una de la otra. Y la red, poco a poco, fue entrando en la costa. Los gritos de apoyo entre los jaladores fueron en au-mento y así continuaron hasta que el zut o copo apareció a la vista. Bastó una simple ojeada desde tierra para que, con un escaso margen de error, los pescadores supieran del éxito o del fracaso de la faena. En este caso, la súbita interrupción del griterío y la furiosa patada propinada por Simón Pe-dro a la superficie del agua constituyeron unas señales que no dejaban lu-gar a dudas. El jerem, en efecto, llegaba vacío. El fondo de la red fue arras-trado hasta la arena y, entre maldiciones, los guías procedieron a su aper-tura y examen.
-¡Basura!
El calificativo de Simón fue el mejor resumen: el copo tan sólo encerraba fango, piedras, un amasijo de algas verdosas (del tipo de las Botricocum) y otras, bastante más nocivas (la Nostoc), cuya materia gelatinosa obstruía los «ojos» de la red, perjudicando y retrasando el trabajo de los esforzados galileos; algunas caracolas (la Melania tuberculata); una miríada de minús-culos cangrejos del grupo de los Cladocera y media docena de pequeñas y regulares tilapias, «tan estúpidas -según el Mellizo- como los pescadores que habían manejado la dugit» (la lancha).
La inoportuna expresión de Tomás desató la ira del sais que había condu-cido la embarcación y el fallido lance y, ante mi perplejidad, Pedro y el Me-llizo se enzarzaron en una violentísima disputa. Tomás acusó a Simón de «viejo, inepto y ciego». Y Pedro, que no se quedaba atrás, la emprendió con el estrabismo del pobre Tomás, culpándole -como gafe- de tan desafor-tunada pesca. Algunos de los hombres mediaron en la ácida discusión, in-tentando apaciguar los ánimos. En el tercer «salto» tendríamos ocasión de comprobar cómo aquellos choques eran el pan nuestro de cada día entre las cuadrillas, llegando incluso a las manos. Una imagen tan real como lamen-table, de la que tampoco se hacen eco los evangelistas...
Como por encanto, diluida la bronca, cada cual volvió a lo suyo. El jerem fue desbrozado de algas y, una vez liado, depositado nuevamente a popa. Maravillado, asistí a la más natural y absoluta de las reconciliaciones entre


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el sais y Tomás. Ambos, con el resto de los remeros, embarcaron como si nada hubiera ocurrido, reiniciando el rastreo y la «ubicación de la barca». En esta oportunidad, a pesar de las reiteradas llamadas de Juan para que me uniera a la tripulación, elegí permanecer en tierra.
El «barrido» se repitió dos veces más, con una sola diferencia: de vez en cuando, Simón Pedro metía las manos en los cubos, lanzando al agua las «bolas» de arena y pescado machacado. Deduje que se trataba de una fór-mula para atraer a los peces. Pero la fortuna, a pesar de la carnaza y del continuo ir y venir de la barca, no estaba de cara. Ante la desolación gene-ral, el jerem sólo les proporcionó «basura» .
Hacia las seis, con el sol vencido, los tenaces galileos enrollaron los cabos y, malhumorados, procedieron al lavado y extensión de¡ arte sobre la costa. Allí quedaría hasta una nueva oportunidad. Se vistieron y, tras encender un fuego, se regalaron un respiro. Las «cerillas» utilizadas por los gemelos me causaron especial sorpresa. En el yam, entre los pescadores, estas peque-ñas «cargas» de azufre
eran de uso común y, por supuesto, más rápidas y efectivas que el hierro y el pedernal. No se trataba, obviamente, de una cerilla, tal y como hoy la conocemos, sino de unas pequeñas astillas de 8 o 10 centímetros de longi-tud, totalmente «bañadas» en azufre. Las «cargas» eran colocadas junto al pedernal y la chispa hacía el resto. Felipe descabezó y vació las entrañas de algunas de las tilapias, asándolas con la ayuda de un simple palo. «Entrete-nida el hambre» y dolidos en su amor propio, los hombres reemprendieron la faena. Esta vez participaron los diez, distribuyéndose en dos cuadrillas. Una, en la lancha capitaneada por Pedro. La segunda, al mando de Santiago Zebedeo, en una embarcación algo menor: de unos 6 metros de eslora. Cambiaron los aparejos, cargando en el barco de Simón una red que los na-tivos llamaban ambatan (másód O mesudah) y un jerem o chinchorro de 100 metros en la del Zebedeo. El primero (gill-net en inglés), de origen ba-bilónico, constaba de tres mallas. El «panzudo», como se le conocía fami-liarmente, era utilizado en aguas profundas y sólo durante la noche, con el fin de que sus hilos de lino y algodón pasaran inadvertidos a los peces. La red central se hallaba cosida a las cuerdas o relingas que portaban los cor-chos y plomos, respectivamente. Las mallas exteriores -de 1,5 metros de altura cada una- presentaban unos «ojos» notablemente más grandes que los de la red central (unos 200 milímetros). La longitud total del aparejo no rebasaba los 32 o 35 metros. Al contrario de lo que ocurría con el jerem, el ambatan no tenía por qué tocar el fondo del lago. Se lanzaba también des-de la popa o por cualquiera de las bandas, formando en el agua una especie de U. En general, los pescadores elegían zonas próximas a la costa, asus-tando al pescado de mil formas: golpeando el agua con los remos, con las


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manos o con ramas, haciendo arder bencina en la superficie, con la ayuda de perros especialmente adiestrados o, desde la costa, arrastrando cade-nas. Los peces, asustados, huían del lugar donde fondeaban o navegaban las embarcaciones, precipitándose hacia la triple red. Atravesaban la prime-ra malla, chocando de inmediato con la segunda -mucho más tupida-, que era arrastrada hacia la tercera. Al retroceder, el banco quedaba preso en el gran «saco». La red experimentaba entonces un «estremecimiento», que hacía rechinar los dientes de los habitantes de la costa. Los corchos se hun-dían y las cuadrillas se apresuraban a levantar el ambatan, vaciando el bo-tín en el fondo de las lanchas. En una noche, el «panzudo» podía ser lanza-do y recogido de diez a veinte veces, con un promedio de capturas que os-cilaba entre los 50 y 100 kilos.
El yam no tardó en teñirse de rojo. En las poblaciones costeras fueron en-cendiéndose las primeras lucernas y nuestros amigos, rumbo a la desembo-cadura del Jordán, se difuminaron en las sombras del anochecer. De no haber sido por las antorchas amarradas a proa y popa de cada una de las barcas, ni Juan Marcos ni yo hubiéramos sido capaces de localizarlos en la oscura noche que se avecinaba. Una noche y un amanecer difíciles de olvi-dar.
Fueron unos minutos deliciosos. En paz. Durante largo rato, ni el benja-mín ni yo intercambiamos una sola palabra. Sencillamente, disfrutamos del momento. Los últimos remendadores terminaron de colgar las redes sobre altas estacas y, sin prisas, desaparecieron hacia las amarillentas luces que parpadeaban en los patios y ventanucos de la aldea. Rezagadas tropas de gaviotas aleteaban con urgencia hacia el oeste, a la búsqueda de los acanti-lados de Tiberíades. Y el crepúsculo, sin rodeos ni preámbulos, pasó del malva a un azul taciturno. Fue una señal. En plena luna nueva, el firma-mento se precipitó sobre el lago, cargado de estrellas y constelaciones. Ja-más logré acostumbrarme a la serena majestad de aquellos cielos. Unos cielos que, precisamente con su blanca quietud, parecían presagiar «al-go»...
El yam se cubrió de antorchas. Decenas de embarcaciones se concentra-ron frente a las ricas pesquerías de las costas de Kursi, Tabja y del litoral donde nos encontrábamos. Calculo que hacia las ocho u ocho y media de la noche, las inicialmente solitarias lanchas de Simón y Santiago quedaron confundidas entre las luces de otras barcas, procedentes en su mayoría del muelle de Saidan.
Inspiré profundamente, disfrutando del intenso perfume de algas que arrastraba la suave brisa de poniente. Y ante la vigilante mirada de Juan Marcos alcé los ojos hacia el mudo tintineo de las estrellas. Espontánea-mente, como un juego, fui nombrándolas. Y a cada una, movido por la paz


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del lugar y -¿por qué ocultarlo?- por una ingobernable melancolía, le dedi-qué un improvisado recuerdo: «Sirio: mi ángel guardián... Carina: hoy al sur, recordándome mi tiempo... Orión: quizá mi verdadera "patria" ... »
Curioso y ávido de conocimientos, el adolescente se unió a tan extraña plegaria, rogándome que le ayudara a identificar las estrellas. Pasé mi bra-zo sobre sus hombros y, como si de un hijo se tratara (el hijo que nunca tuve), fui marcándole las más brillantes: la constelación de Leo, al este, con Regulus en mitad de la eclíptica. Al norte, Draco, la Ursa Mayor y la estrella clave de los navegantes: la Polar, muy cercana al polo norte celeste. Por debajo de Sirio, al sur, el Can Mayor. Y rozando las colinas del extremo me-ridional del Kennereth, el racimo destellante de Vela.
-Y tú, Jasón -preguntó en su candidez-, ¿qué dices que son esos luceros?
Aproveché su excelente disposición y, dulce y sigilosamente, le conduje al «terreno» que me interesaba.
-El Maestro lo dijo...
Al mencionar al rabí, sus ojos se clavaron en las ondulantes llamas. Me pareció percibir una sombra de tristeza.
-En mi reino -proseguí con la vista fija en la inmensa mancha que blan-queaba el oriente del cielo- hay otras moradas.
El muchacho reconoció las palabras de Jesús y, perplejo ante aquella «nueva» interpretación, replicó con una segunda pregunta:
-Entonces, ¿ahí arriba también hay hombres, lagos y gaviotas?
Asentí sin poder reprimir un brote de ternura.
-¿Y el Maestro -continuó con vivas muestras de sorpresa- es el jefe de esos mundos?
-Algo así...
Guardó silencio, distraído por el súbito, negro y geométrico vuelo de unos madrugadores murciélagos.
-Ahora comprendo -murmuró con rabia- Esos hombres de las estrellas deben ser mejores que nosotros. Si no, ¿por qué se ha ido?
Entendí que se refería al rabí.
-¿De verdad piensas que ha partido hacia esas moradas?
Tomó una rama y, azotando las rojizas lenguas de la hoguera, se encogió de hombros, añadiendo:
-¿Dónde si no ... ? Estaba muerto y ahora vive. Pero no está aquí, con nosotros.
Presioné, empujándole hacia mi objetivo:
-¿Tú deseas verle?
Dejó de juguetear con el fuego y, vibrando de pies a cabeza, se adelantó a mis pensamientos:
-Tú eres un mago. ¿Puedes hacerlo?


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-No, hijo. Yo sólo consulto los astros y, como mucho, vaticino.
-Y qué dicen las estrellas -se precipitó Juan Marcos-. ¿Se presentará pronto?
Me hice de rogar, alegando que no convenía abusar de semejante «don». Finalmente accedí, poniendo en marcha mi pequeño e inocente plan. Yo sa-bía que en aquellas noches de abril -entre las 22 y las 03 horas- la Tierra atravesaba un núcleo de asteroides y que infinidad de «estrellas fugaces» (las Virgínidas) se precipitaba en las altas capas de la atmósfera, incen-diándose. Aquello podía servir a mis propósitos. Me levanté y, con solemni-dad, comencé a caminar alrededor del fuego. Atento y medroso me siguió con la vista. A la tercera o cuarta vuelta me detuve. Eché la cabeza atrás y así permanecí un rato, con la mirada fija en la Vía Láctea. Cuando estimé que la pantomima había tensado los nervios de mi amigo retorné a su lado y, dirigiendo mi dedo índice derecho hacia la estrella Hydra, pronostiqué:
-Esta noche, justamente ahí y durante la primera vigilia, verás caer mu-chas estrellas. No te alarmes...
Hice una estudiada pausa.
-Pero ¿veremos al Maestro?
-La respuesta a tu cuestión, hijo, tiene un precio.
Atónito, enmudeció. Palpó los pliegues de su túnica y, desolado, me hizo ver que no disponía de una sola lepta.
-No -me apresuré a intervenir-, no busco dinero...
Y antes de que pudiera malinterpretar mis palabras, añadí con suavidad:
-Sabes bien de mi simpatía por Jesús. Estuve cerca de él en las últimas horas de su vida...
Sin terminar de comprender, fue asintiendo con rápidos movimientos de cabeza.
-... Pues bien, deseo conocer a fondo sus enseñanzas. Todo cuanto hizo o dijo. Gracias a vuestra generosidad y paciencia, mi espíritu se está llenando de su mensaje. Hay un punto, sin embargo, que aún permanece oscuro en mi corazón. Sólo tú puedes saciar mis dudas.
-¿Yo? Ésos -me interrumpió señalando las antorchas que oscilaban al no-roeste del lago- lo saben todo sobre el Maestro.
Negué con firmeza.
-Esos jamás supieron qué sucedió en los montes de Jerusalén durante la jornada del cuarto día de la segunda semana de este mes de abril.
Refresqué su memoria. Aquel miércoles, 5, víspera del prendimiento de Jesús en la falda del Olivete, Juan Marcos acompañó al rabí desde primeras horas de la mañana al anochecer. Nadie logró sonsacarle dónde había esta-do ni qué sucedió durante la enigmática excursión. Era un día en «blanco» en las pesquisas de Caballo de Troya.


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-Ése es mi precio -sentencié con una frialdad que pronto se transformaría en remordimiento. Aquello, en el fondo y en la forma, era un «chantaje». Pero mi impetuoso deseo de averiguarlo todo sobre Cristo acalló mi con-ciencia- ¿Aceptas el trato?
La respuesta fue una dura mirada de reproche.
-Se lo prometí...
Traté de persuadirle, asegurando que mis labios quedarían sellados, lle-vándome el secreto a Tesalónica.
-Bueno -balbuceó-, después de todo, Él está muerto... No creo que ya importe demasiado...
Y tras hacerme jurar por mi vida que jamás lo revelaría a ser humano al-guno, me explicó que, en realidad, en aquella jornada de descanso en los montes que rodean la Ciudad Santa, no pasó nada espectacular o prodigio-so.
Paseamos sin rumbo fijo y yo aproveché la ocasión para confesarle mi tristeza y desilusión por no haber podido acompañarle en aquellos años de predicación. El Maestro -prosiguió Juan Marcos, entusiasmándose con los recuerdos- me recomendó que no me desalentase por los sucesos que es-taban a punto de producirse. Y me profetizó algo.
Sus ojos brillaron de felicidad.
-Dijo que llegaría a vivir lo suficiente como para ser un «poderoso mensa-jero del reino».
-¿De qué te habló?
-Sobre todo, de su niñez en Nazaret. Sus padres eran más pobres que los míos.
El muchacho desvió la conversación, centrándose en el punto que, lógi-camente, iluminaba e iluminaría para siempre su corazón.
-... Cuando le pregunté cómo llegar a ser un «poderoso mensajero del re-ino», el rabí manifestó lo siguiente: «Sé que serás fiel al evangelio del reino porque conozco tu fe y amor, enraizados en ti gracias a tus padres. Eres el fruto de un hogar en el que el amor está presente, aunque, por fortuna pa-ra ti, tus progenitores no han exaltado en exceso tu propia importancia. Su amor no ha distorsionado tu corazón. Disfrutas del amor paterno, que ase-gura una laudable confianza en uno mismo, fomentando los normales sen-timientos de seguridad. También has sido afortunado porque, además del afecto que se profesan mutuamente, tus Padres han sabido actuar con inte-ligencia y sabiduría. Ha sido esa sabiduría la que los ha llevado a ser in-flexibles con tus caprichos y debilidades, respetando a un tiempo tu perso-nalidad y tus propias experiencias. Tú, con tu amigo Amos, me buscasteis en el Jordán. Ambos deseabais venir conmigo. Al regresar a Jerusalén, tus padres consintieron. Los de Amos se negaron. Aman tanto a su hijo que le


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negaron la bendita experiencia que tú estás viviendo. Escapándose de casa, Amos pudo haberse unido a nosotros. Pero esa actuación hubiera herido el amor y sacrificado la lealtad. Los padres sabios, como los tuyos, procuran que sus hijos no se vean forzados a herir ese amor o ahogar la lealtad, permitiéndoles, cuando llegan a tu edad, que desarrollen su independencia y que, gradualmente, vayan saboreando su libertad. No existe nada más desprendido y justo que el verdadero amor. El amor, Juan Marcos, es la su-prema realidad, cuando es otorgado con sabiduría. Pero los padres morta-les, lamentablemente, lo convierten en un rasgo peligroso y egoísta. Cuan-do te cases y tengas tus propios hijos, asegúrate de que tu amor esté siempre aconsejado por la sabiduría y guiado por la inteligencia.
»Tu joven amigo Amos cree en este evangelio del reino tanto como tú, pero no puedo confiar plenamente en él. No estoy seguro de lo que hará en los años venideros. Su infancia no ha sido la adecuada. Él es igual a uno de mis discípulos, que tampoco tuvo una educación basada en el amor y la sa-biduría. Tú, en cambio, serás un hombre digno de confianza, porque tus primeros ocho años transcurrieron en un hogar normal y bien regulado. Po-sees un fuerte y bien tejido carácter porque creciste en una casa en la que prevalece el amor y reina la cordura. Tal educación conduce a un tipo de lealtad que me inclina a creer que terminarás lo que has empezado.»
¿A qué discípulo se refería Jesús? Sin poder evitarlo recordé al desafortu-nado Judas. ¿O se trataba de otro? En el fondo, mis indagaciones sobre el carácter y las familias de los llamados «íntimos» estaban por empezar. Juan Marcos no supo aclarármelo. El resto de aquel miércoles -según el benja-mín- fue de lo más apacible. El rabí de Galilea siguió hablándole de la vida familiar, explicándole algo que los psicólogos conocen bien: «La vida futura de un niño será fácil o difícil, feliz o infeliz, de acuerdo con lo que le haya tocado vivir en su hogar a lo largo de esos cruciales primeros años de su existencia. » Aunque no he tenido hijos, intuyo que el Maestro llevaba razón y que sus apreciaciones son tan válidas entonces como ahora. En «nuestro mundo», a pesar de sus comodidades y de la mayor información de los pa-dres en general, los hogares dejan mucho que desear. Salvo excepciones, el amor se agosta bajo el peso del egoísmo, de las prisas y de una civiliza-ción (9) que no puede, no sabe o no desea valorar la belleza y la trascen-dencia de los niños. Ciertamente, las familias disfrutan hoy de una libertad como jamás la hubo. Esa libertad, sin embargo, no obedece ni está genera-da por el amor. No la motiva la lealtad ni la dirige la inteligente disciplina de la sabiduría.
«Mientras los padres sigan enseñando a rezar el "padrenuestro" -le ase-guró Cristo a su joven acompañante-, sobre ellos caerá la tremenda res-ponsabilidad de ordenar sus hogares de forma que esa palabra (padre) en-


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cierre y signifique un auténtico valor en las mentes y en los corazones de sus hijos.»
De pronto, Juan Marcos enmudeció. Una verdosa estela rasgó el firma-mento. Detrás, una segunda «virgínida», más voluminosa, irrumpió por en-cima de la brillante Spica, descendiendo vertiginosa entre la negrura. La espectacular lluvia de meteoros se prolongaría durante casi cinco horas. Y el muchacho, perplejo primero y atemorizado después ante la precisión de «mi vaticinio», terminó por agarrarse a mi brazo, temblando ante la posibi-lidad de que «alguno de aquellos demonios se abatiera sobre nosotros». Traté de convencerle de que no existía peligro alguno y de que « tales de-monios» sólo eran piedras incendiadas.
-¿Piedras que arden?
Comprendí que, lejos de enmendar su error, mis explicaciones sólo con-tribuían a multiplicar su confusión. Sin darme cuenta estaba a punto de in-fringir una de las sagradas normas de la operación. Nuestro código prohibía el suministro o la más leve insinuación acerca de materias e informaciones que no correspondieran al marco cronológico en el que se desenvolvían los exploradores. Y la realidad de los meteoros y meteoritos fue sistemática-mente negada por los hombres de ciencia hasta bien entrado el siglo XVIII.
Allí murió el caudal informativo en tomo a la jornada del miércoles, 5 de abril. Juan Marcos, bien por miedo, bien por puro agotamiento, se negó a proseguir. Y, rendido, recostó su cabeza en mi regazo, cayendo en un pro-fundo sueño. Fue lo mejor. ¿Qué hubiera podido decirle respecto a la próxima aparición del Hijo del Hombre? Aun sospechando que Jesús cum-pliera su promesa, presentándose en el yam, era imposible predecir el día, la hora y el lugar. Para colmo, el anteriormente citado texto de Juan el Evangelista asegura que el Maestro «se manifestó cuando estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos» (21, 2). Esto hacía un total de siete hombres, y allí, en aquellos momentos, pescaban diez. Algo no enca-jaba. ¿Quiénes eran esos dos anónimos pescadores? ¿Había que esperar a que Pedro invitara a pescar a tan sólo seis de sus compañeros? Tal y como estaban las cosas, eso no parecía probable ni lógico. La intuición me decía que no: que la madrugada en cuestión tenía que ser aquélla... Y habituado a las imprecisiones y errores de los evangelistas, aposté por el próximo amanecer. Sin embargo -justo es que lo reconozca-, conforme avanzaba la noche, mis dudas se hicieron insostenibles. Las lanchas continuaban deam-bulando por el noreste del lago. «Si la pesca no fuera fructífera -me repetía una y otra vez-, lo natural es que Santiago y Simón Pedro hubieran ordena-do el regreso a la playa. ¿0 no?» El evangelista era muy claro en este senti-do: «... pero aquella noche no pescaron nada. » ¿Significaba la larga per-


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manencia en el yam que los discípulos estaban cosechando un buen botín? En caso afirmativo, mi intuición habría errado... Sólo había una forma de despejar la irritante incógnita: serenar los nervios y esperar el alba. Pero antes sería testigo -de otro desconcertante «fenómeno», inconcebible desde un punto de vista racional y científico.
21 DE ABRIL, VIERNES
Ocurrió un par de horas antes del amanecer. El cansancio empezaba a humillarme. Necesitado de un rato de sueño, arropé a Juan Marcos con mi ropón, recostándome junto a las agonizantes brasas. La leña se había ago-tado, pero me sentí incapaz de rastrear la costa, a la búsqueda de una nue-va carga. Lo incómodo del terreno, erizado de guijarros, me obligó a cam-biar varias veces de postura, en un más que problemático intento de conci-liar el sueño. Cuando, al fin, logré un cierto reposo, «aquello» -me siento incapaz de definirlo- empezó a moverse. Me encontraba tumbado de espal-das, encarado a la majestuosa cúpula celeste, cuando, como digo, «algo» se deslizó en lo alto, en mitad de la extensa constelación de Hydra. En un primer momento lo atribuí a mi propio agotamiento. Quizá estaba siendo víctima de una alucinación visual. Cerré los ojos, pero, al abrirlos, la «luz» seguía allí, desplazándose con lentitud hacia la eclíptica. ¿Una «virgínida» rezagada? Evidentemente, no. Su «comportamiento» no guardaba relación con las fulgurantes y oblicuas trayectorias de los meteoros o meteoritos. Su luminosidad, además, no coincidía con las estelas verdiamarillentas de las estrellas fugaces que habíamos contemplado poco antes. «Esto» era blanco. Un punto de luz definido -sin cola- y de un brillo bastante similar al de la anaranjada estrella Alphard (2'.2.), de la que, justamente, lo había visto partir. Fuera lo que fuese se movía a gran altura y con una cadenciosa osci-lación lateral. Rememoré el «incidente» que mi hermano y yo presenciamos en la noche del jueves santo en el campamento de Getsemaní. Sentí un es-calofrío. De pronto, la «luz» se detuvo en la constelación de Cáncer. Aquello me descompuso. Me incorporé y, tenso como el muelle de una ballesta, aguardé a que se desplazara nuevamente. Pero la «cosa» permaneció in-móvil, camuflada entre la miriada de estrellas. En realidad, de no haberla visto moverse poco antes, su presencia habría pasado absolutamente inad-vertida. ¡Dios de los cielos! ¿Qué estaba pasando? ¿Qué demonios era «aquello»? La sola idea de que, en pleno siglo 1, «alguien» pudiera tripular una máquina repugnaba a mi espíritu científico. Sin embargo, muy a pesar mío y de mis esquemas mentales, lo registrado en los radares del módulo en la referida madrugada del jueves, 6 de abril, el no menos misterioso ob-jeto circular que se interpuso entre el Sol y la Tierra en la mañana del vier-


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nes santo, provocando el «oscurecimiento evangélico», y ahora la «luz» que vagabundeaba sobre mi cabeza, parecían manejados inteligentemente. Di-ría más. Aun a riesgo de soliviantar a las mentes más ortodoxas, casi estoy convencido de que los tres fenómenos tenían mucho en común. Los dos primeros «coincidieron» con otros tantos sucesos, íntimamente vinculados a la persona de Jesús. ¿Y el tercero? ¿Debía considerarlo como un presagio? ¡Tonterías!
El sueño se disipó. Observé a Juan Marcos. Dormía profunda y apacible-mente. Con una creciente agitación me encaminé a la orilla. La playa conti-nuaba desierta y negra, sin otro signo de vida que el rojo rescoldo de la hoguera. En esos instantes no los conté. Después, al analizar la increíble «escena» que estaba a punto de vivir, supe que las brasas se hallaban a 8 metros del yam. Una distancia insignificante que pude cubrir en escasos se-gundos. Me aposté en cuclillas a un paso del agua y, con ambas manos, me refresqué el rostro y el cuello. Estimé que lo mejor para desenredar mi an-siedad y el embarullado paquete de ideas que había desatado la enigmática «luz» era precisamente eso: despabilarme con un buen lavado. ¿Qué tiem-po pude permanecer junto al lago? ¿Un minuto? Quizá menos. El caso es que, de repente, me pareció oír un ruido. Sí, fue como el crepitar de unas llamas. Al punto, una especie de corriente de aire frío sopló a mis espaldas. Los cabellos de la nuca se erizaron y, sin explicación aparente, experimenté una nítida sensación de miedo. Era como si alguien -persona o animal- me acechara. El corazón se desbocó al descubrir en la superficie del agua el re-flejo de un fuego. La costa presentaba en aquel lugar una ligera pendiente y, en consecuencia, la ondulante imagen que había aparecido a mi izquierda sólo podía proceder de la zona del litoral donde me encontraba. Pensé en la «vara de Moisés». En caso de ser atacado no habría dispuesto de -tiempo para recurrir a ella. Giré la cabeza muy despacio y la adrenalina me sacudió por segunda vez. Junto al benjamín, en el mismísimo punto donde -un mi-nuto antes- se extinguían las ascuas, ahora atizaba un alto y vigoroso fue-go. Petrificado, distinguí a alguien que manipulaba unas ramas, alimentan-do la hoguera. Se hallaba al otro lado de las llamas, en pie y de cara a quien esto escribe. La frecuencia cardiaca se estabilizó. Lo más probable es que se tratase de alguno de los vecinos de Saidan, atraído quizá por el ful-gor de la candela. Pero ¿cómo no lo había visto llegar? En aquel nervioso ti-ra y afloja conmigo mismo, busqué otro argumento tranquilizador: segura-mente, su aproximación había coincidido con mi alejamiento hacia la orilla. Así y con todo, ¿cómo explicar el súbito resurgir de las llamas? Era dudoso que, en tan corto período de tiempo -apenas un minuto-, hubieran ganado semejante altura y consistencia. Fueron segundos interminables. Espesos.


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Electrizados. Una idea brilló en mi cerebro. ¿0 fue un deseo? La rechacé, acusándome de pueril y fantasioso.
El resplandor lo iluminaba con generosidad. Sin embargo, no conseguí identificarle. El individuo -de una notable corpulencia- se inclinó hacia un montón de leña seca. Sólo él podía haberla acarreado hasta allí. Tomó un manojo y, poco a poco, fue arrojándola al fuego. Receloso, me decidí a avanzar. El hombre levantó la vista de las llamas y, por espacio de uno o dos segundos -no más-, me observó atentamente. Acto seguido, bajando de nuevo los ojos, quebró una de las ramas, esperando quizá que terminara de acercarme.
De nuevo, las palabras me limitan. Son mi peor enemigo. Desearía abrir mi alma y que cada cual pudiera ver y sentir como yo lo hice. A cuatro me-tros de la hoguera quedé clavado en la arena. Y todo mi ser se transformó en una atropellada ola de miedo, confusión, incredulidad e inenarrable ale-gría.
-¡Dios mío!
El pavor -no me avergüenza confesarlo- ganó la batalla en aquel confuso zigzagueo de sentimientos y emociones. Y dando media vuelta corrí espan-tado hacia ninguna parte. ¿De qué habían servido tantas horas de entrena-miento? ¡De nada! Yo era un enloquecido y pobre mortal, huyendo a ciegas y topando en la oscuridad con piedras, aparejos y embarcaciones varadas. Supongo que así hubiera continuado, de no haber sido por aquella provi-dencial red. ¿He dicho «providencial»?
En el violento choque derribé una de las estacas que la sostenían en el ai-re y, enredado en las mallas, rodé por la costa como la más necia de las capturas obtenidas en el Yam. Pataleé y braceé con desesperación, pujando por escapar de la trampa. inútil. Cuanto más me agitaba, más tupido se hacía el aparejo. La sangre se heló en mis venas: mi propio miedo me había inmovilizado. No tenía forma de liberarme. Y del pánico pasé a otro senti-miento más amargo: el del ridículo. Creo que jamás me sentí tan humillado. Frené mis acometidas, intentando pensar. «Si al menos dispusiera de un cuchillo ... » Llegué a morder los hilos embreados de lino, en un furioso in-tento por abrir una brecha.
Imposible. Luché entonces por incorporarme. Y en ello estaba cuando, entre las tinieblas, distinguí una antorcha. Se aproximaba. Caído y amorda-zado estuve a punto de gritar, solicitando ayuda. No fue necesario. El por-tador de la tea parecía conocer muy bien mi posición y la crítica y estúpida situación en que me hallaba. Al reconocerle, mi corazón galopó de nuevo. Esta vez, sin embargo, no fue el terror lo que me agitó. Fue la más profun-da -la más intensa- de las alegrías. No me había equivocado. ¡Era Él! Pero cómo podía ser? ¿Cuándo y de qué manera se presentó en la playa?



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