sábado, 1 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 161 A LA PAG 180

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ción de, al menos, tres o cuatro hombres. De momento no podía arriesgar-me a dejar al descubierto el acceso a las intrigantes galerías. Tanto si está-bamos ante una tumba, como si se trataba de cualquiera otra construcción, lo razonable era no llamar la atención de los posibles usuarios o propieta-rios. La población se hallaba relativamente cercana y toda precaución era poca.
Mientras regresaba a la nave medité sobre el particular. Si en verdad nos encontrábamos al lado de un cementerio o de una cripta familiar o colecti-va, nuestra ubicación en la colina podía considerarse óptima. Salvo en los sepelios propiamente dichos, los judíos no eran muy propensos a frecuentar tales lugares; ni siquiera sus alrededores. En este caso, las estrictas normas religiosas sobre impureza por contaminación de cadáveres constituían un excelente y providencial aliado. Pero ¿y si no se trataba de una tumba? La única forma de salir de dudas era desplazar la roca circular, penetrando en el interior. Para semejante aventura, sin embargo, precisaba de la ayuda de mi hermano.
A las 07 horas, rematada aquella primera gira de inspección, retorné al «punto de contacto», dando cuenta a mi compañero de cuanto había obser-vado. Al referirle el descubrimiento del posible cementerio se mostró tan inquieto como yo. Y, de mutuo acuerdo, decidimos explorar el circo basálti-co en cuanto nos fuera posible.
Una hora después, ultimados los preparativos para el siguiente e inapla-zable objetivo, la «cuna» se elevó hasta el nivel de estacionario (800 pies), iniciando así la operación de barrido televisual del lago y de las tierras próximas al litoral, hasta una distancia de cinco kilómetros. Estas imágenes, junto al perfil topográfico levantado por los altímetros «gravitatorios», eran vitales para el sistema de conducción del «ojo de Curtiss». Partiendo del lu-gar de asentamiento del módulo, los especialistas de Caballo de Troya habí-an «parcelado» dicho entorno del mar de Tiberíades en un total de 13 sec-ciones, de cuatro kilómetros de longitud por otros cinco de profundidad, respectivamente. Cada una de ellas fue identificada con la palabra clave «Galilea» y el número correspondiente. Aunque las fuentes evangélicas no eran muy precisas, todos los indicios apuntaban a las áreas «Galilea-1» y «Galilea-2», en la zona norte del lago, como los posibles escenarios de las apariciones de Jesús de Nazaret en la mencionada región.
Y el módulo, siguiendo el programa director, se dirigió hacia el nordeste. En los campos y veredas se apreciaba ya una cierta actividad. Campesinos, bueyes, carretas y pequeños rebaños de cabras entraban o salían del nú-cleo urbano que, a priori, asociamos con Cafarnaum. Esta aldea -quizá de-bería calificarla de ciudad- corría paralela a la línea de la costa, con una ex-tensión aproximada de 1 800 pies (600 metros), por otros 900 de anchura


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(alrededor de 300 metros). Formaba una media luna, materialmente enca-jonada entre el mar y una serie de suaves cerros, que descendía en cascada desde el norte. Un pequeño río -que identificamos en nuestras cartas como el Korazim- desembocaba en el extremo oriental de la población. La ancha senda que bordeaba el lago y que yo había localizado desde lo alto de la co-lina no era la misma que continuaba hacia el este. A las afueras de la locali-dad torcía hacia el norte y, casi paralela al Korazim, se perdía entre lomas y bosques, pasando muy cerca de la blanca y empinada aldea que habíamos identificado con ese mismo nombre: Korazim o Corazain. Días más tarde averiguarla que se trataba de una importante arteria romana la vía Maris-que, pasando por Magdala, rodeaba las costas occidental y norte del mar de Tiberíades, dirigiéndose al Mediterráneo, hacia Tiro.
A pesar de lo vertiginoso de nuestro vuelo, uno de los aspectos que nos llamó la atención del siempre supuesto Cafarnaum fue su puerto. Como tendríamos oportunidad de comprobar a lo largo de aquel «circuito», el Kennereth carecía entonces de ensenadas que hicieran el papel de puertos naturales. Esta seria deficiencia había sido salvada mediante la construcción de terraplenes -generalmente formados por bloques de basalto- que hacían las veces de rompeolas. En el caso de Cafarnaum, este dique (cuyo corte vertical se asemejaba a un trapecio) alcanzaba una longitud respetable: 2 100 pies (700 metros). Se hallaba adosado a la línea de la costa y de él na-cía una decena de atraques -perfectamente perpendiculares a dicho terra-plén-, rectangulares y en forma de punta de flecha, con dimensiones
que oscilaban entre 10 y 15 metros. A sus costados se alineaba un cente-nar de pequeñas y medianas embarcaciones.
Quedamos maravillados...
Creo que debo insistir en ello. Desde el aire, la frondosidad de aquella parte de la Galilea se presentó en toda su magnitud. Lo que hoy, en pleno siglo xx, puede contemplar el nativo o el visitante que se asoma al lago, es una triste y empobrecida reliquia. Los bosques de cipreses, encinas velan¡, «de agallas», algarrobos, alfóncigos, acebuches, palmeras y plátanos orien-tales, entre otras especies, se disputaban las orillas de los ríos, las barran-cas, las lenguas de tierra y las laderas de los promontorios. Y entre seme-jante espesura, todo un laberinto de parcelas y campos de cultivo, sólo comparables, en cierto modo, al espléndido oasis de Jericó. Aquél iba a ser nuestro «teatro de operaciones». Y, sinceramente, me sentí reconfortado.
La segunda «parcela» -«Galilea-2»- comprendía la desembocadura del Jordán y una amplia vega de casi 12 kilómetros cuadrados, surcada por cuatro ríos principales y una compleja trama de afluentes y torrenteras. Las recientes lluvias habían multiplicado su caudal que penetraba marrón y vio-lento en el ángulo nororiental del lago. Estos ríos (conocidos hoy como Na-


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jal Mesusim, Najal Yehudiyeh, Najal Daliot y Najal Shemafnún) descendían desde los riscos basálticos situados al este (en la actualidad denominados alturas de Golán), a una altitud de 800 a 1000 metros, recorriendo distan-cias que oscilaban entre los 20 y 30 kilómetros. Esta inclinación proporcio-naba a sus aguas una estimable fuerza, arrastrando toneladas de piedras y tierra que terminaban por detenerse en la vega, transformando el lugar en un bellísimo mosaico de lagunas de todos los tamaños, muchas de ellas comunicadas entre sí. Los materiales menos densos -guijarros, arcilla y granos de basalto- eran conducidos hasta el lago, configurando en la des-embocadura un amplio delta que según las fotografías infrarrojas se prolon-gaba bajo las aguas. En el examen posterior de las filmaciones comproba-mos que aquel fértil y paradisíaco rincón del mar de Tiberíades se hallaba cruzado por quince arroyos que se fundían a corta distancia de la costa, formando dos estanques cuya anchura superaba incluso la del Jordán. (La más grande de estas lagunas recibía en su seno el caudal de siete arroyos: cinco procedentes del Najal Mesusim y dos del Ychudiyeh. Al comparar es-tos datos con los suministrados a los especialistas de Caballo de Troya por el Kermereth Limnological Laboratory y por el investigador israelí Mendel Nun, una de las máximas autoridades en el estudio del mar de Tiberíades, llegamos a la conclusión de que aquella área norte no había cambiado, en lo sustancial, durante los dos últimos milenios. No sucedería lo mismo con otras zonas del Kermereth.) En cuanto al segundo estanque, fue identifica-do como el actual Nahar Al-Magarsa, conocido por el nombre de Masudiya. Bajo la espesa vegetación que semiocultaba estas lagunas -algunas de has-ta tres metros de profundidad-, las tomas IR detectaron una variada colonia de aves acuáticas, así como zonas pantanosas en las que proliferaban repti-les, tortugas y nutrias. Todo un paraíso en el que, por elemental prudencia, no deberíamos entrar. A kilómetro y medio de la margen izquierda del Jor-dán, al oeste de las desembocaduras de dos ríos menores (quizá el Zaffl y el Masudiya) y en mitad de la exuberante vega, descubrimos otro núcleo humano, de apenas 300 metros de longitud, con pequeñas casas cúbicas, tan negras como las del supuesto Cafarnaum. Sinceramente no supimos qué pensar. ¿Se trataba de Bet Saida? La «casa de los pescadores» -traducción de Bet Saida- era otro de mis objetivos. Allí, de acuerdo con las citas de los evangelistas, se habían registrado algunos de los prodigios del rabí. Lamentablemente, ni los arqueólogos ni los estudiosos cristianos se han puesto de acuerdo sobre la verdadera ubicación de la villa o poblado en el que habían nacido Andrés, Simón Pedro y Felipe. Nuestra confusión fue completa al verificar que, sobre una colina situada a unos tres kilómetros al norte -muy cerca del cauce del Jordán- se erguía otro asentamiento, nota-blemente superior al existente en la costa, en el que brillaban al sol una se-


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rie de blancas y airosas construcciones, entre las que destacaba una espe-cie de palacio fortificado. Quizá esta última ciudad, edificada sobre un pro-montorio de 30 metros de altitud y de paredes escarpadas, era la mítica Bet Saida Julias, mencionada por Yosef ben Matatiahu (más conocido por Flavio Josefo) en su Guerra de los judíos (3, 10, 7). En dicho libro, el general e historiador judío romanizado asegura que, antes de desembocar en el lago, el Jordán pasa junto a la ciudad de Julias. Pero, en ese caso, ¿cómo inter-pretar el nombre de Bet Saida o «casa del pescador»? Si se trataba de un pueblo habitado por pescadores lo más lógico es que se hallara a orillas del mar de Galilea y no a tres kilómetros tierra adentro y en lo alto de una lo-ma. La solución, elemental, llegaría horas después, al recorrer el puerto de Cafarnaum.
Este segundo núcleo costero disponía también de un pequeño puerto, formado por un espigón que arrancaba perpendicular a la línea del litoral, adentrándose 200 metros en el lago y girando después, en ángulo recto, en dirección noroeste.
A unos cinco kilómetros del Jordán -en un paraje denominado hoy Jirbert A-Diqa- nacía otra interesante construcción: una acequia de dos metros de anchura cuyos muros habían sido excavados en la roca viva, conduciendo el agua a través de la vega, en una extensión de 16 kilómetros. A lo largo de esta importante obra se alineaba un sinfín de granjas y molinos.
En las cinco secciones siguientes -hasta el extremo sur del lago contabili-zamos ocho núcleos humanos de cierta relevancia -la mayoría junto a las aguas- y una infinidad de pequeñas concentraciones de chozas y alquerías, diseminadas por los cerros. Obviamente carecíamos de una información fi-dedigna y la definitiva identificación de los mismos no llegaría hasta la ter-cera exploración. A unos 8 kilómetros de la desembocadura del Jordán, casi en el «ecuador» del lago, un río de mediana entidad se precipitaba entre bosques y barrancas, dividiendo aquel sector oriental de la costa en dos grandes mitades. El trazado del do era muy similar al que aparecía en nues-tros mapas, proporcionados por el Servicio Cartográfico del Ejército Israelí. Probablemente se trataba del Samak. Esto nos ayudó a identificar, aunque sólo fuera provisionalmente, algunas de las poblaciones. Así, de norte a sur, creímos localizar las milenarias «ciudades» de Kefar Aqb¡ya, Kursi (también conocida como Gerasa), Ein Gafra, Susita o Hipos (una de las más pobla-das), En Gev y KefarZernaj, entre otras.
En total, a lo largo del litoral este, contando el de la supuesta Bet Saida, sumamos siete puertos.
Al sur de la sección «Galilea-2», relativamente cerca de la zona pantano-sa de¡ ángulo nordeste, se asentaba el primero y más septentrional de es-tos ocho núcleos: una recogida concentración de casitas de terrados ocres y


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que, según «Santa Claus», podía ser el origen de un pueblecito árabe, des-aparecido en 1967, que recibía el nombre de Duqat o Duqa. Aquel villorrio, como la mayoría, parecía vivir de la pesca y de la agricultura. Disponía de un embarradero de 100 metros de longitud, rematado por un arco que se dirigía hacia el norte. El nadar estableció la anchura del terraplén, en su ba-se, en cinco metros. La ensenada, con una profundidad de cuatro metros, daba refugio a media docena de embarcaciones de mayor eslora que las que pululaban por el lago. Era muy posible que se tratase de barcos más pesados, destinados quizá al transporte de mercancías.
Desde el supuesto Kefar Aqb¡ya, el mar ganaba terreno, formando una discreta bahía de 2 kilómetros de longitud. Pues bien, en el centro del sua-ve entrante, sobre una pequeña colina natural de 20 metros de altura, Eli-seo y yo descubrimos una curiosa construcción: algo parecido a una torre-fortaleza circular, con un segundo muro -también circular- en su interior. El diámetro de la muralla exterior era de 68 metros. El de la interior alcanzaba los 50. La considerable obra, con muros de 3,5 metros de espesor y entre 2 y 3 metros de altura, nos intrigó sobremanera. Pero el banco de datos del módulo no disponía de una información clara al respecto. Parece ser que había sido construida en tiempos del Primer Templo y con fines puramente defensivos, como un eslabón más en la cadena de fortificaciones judías que vigilaba los caminos del este. (Además del estrecho, y polvoriento sendero que descendía desde el norte, circunvalando el litoral, aquella región del Kennereth se veía favorecida por una espléndida calzada romana que, pro-cedente de Scytliópolis, en el sur, sorteaba montes y vaguadas, pasando junto a varias de las ciudades (¿Hipos y Gerasa?) y al pie mismo de la to-rre-fortaleza circular, perdiéndose en dirección nordeste.)
En la sección «Galilea-4», a cosa de 12 kilómetros del Jordán, junto a la desembocadura del probable río Samak, arrancaba un auténtica ciudad: la más extensa y hermosa de aquella franja del Kermereth. A ambas márge-nes del río se abría un fértil valle de tres kilómetros de longitud por otros cuatro de anchura, intensamente cultivado. La ciudad, asentada al sur del cauce, ocupaba casi la mitad del valle, con una nutrida representación de edificios grecorromanos, entre los que descollaban una colosal columnata circular; dos anfiteatros y un hipódromo. La puntual referencia del Samak nos hizo sospechar que estábamos ante la evangélica Kursi o Gerasa. (En alguno de los abruptos montículos que cerraban el valle podía haber tenido lugar el famoso incidente de la piara de cerdos que, según los Evangelios, se arrojó al mar como consecuencia de la «curación» del endemoniado por el rabí de Nazaret. Éste era otro de los incontables y atractivos motivos que justificaban nuestro futuro «salto» a la «vida pública» del Maestro. ¿En ver-


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dad había sucedido tal y como nos lo cuentan los escritores sagrados? Pero demos tiempo al tiempo.)
«Santa Claus» nos puso en alerta. Kursi, según sus informaciones, alber-gaba entonces una notable. guarnición romana, dependiente de las legiones estacionadas en Sina. El dato, en previsión de futuros encuentros con los legionarios, fue tenido muy en cuenta.
El puerto de Gerasa, en consonancia con la ciudad, era también uno de los más grandes y mejor dotados de la costa oriental. Un terraplén, que hacía las veces de rompeolas, partía el litoral, curvándose en forma de arco y con una longitud de 150 metros. En su zona norte se interrumpía, for-mando una estrecha bocana. En tierra, un muelle de 100 metros y 25 de anchura, completaba el recinto portuario.
El gran terraplén había sido confeccionado a base de gruesas moles de basalto de hasta un metro de espesor, sólidamente reforzado en sus flan-cos. Al norte del embarcadero detectamos también una «piscina» rectangu-lar de 3 por 5 metros, pulcramente blanqueada en su interior y repleta de peces vivos. Estábamos ante una insólita y eficaz «piscifactoría»... La «pis-cina» no se nutría del agua del lago, sino a través de una acequia que par-tía del río Samak. (Las sorpresas en el tema de las construcciones hidráuli-cas fueron constantes.)
Los sondeos del radar pusieron de manifiesto la presencia, frente a la desembocadura del río, de un extenso banco de piedras que, a todas luces, hacía de aquel lugar una de las áreas más ricas en pesca. Estas deduccio-nes se verían plenamente confirmadas en la última expedición. De hecho, el término samak, en las lenguas ugarítica, árabe y aramea, significa «pez» y «peces».
A corta distancia de Kursi, siempre hacia el sur, al pie de un montículo de 44 metros de altitud, las tomas infrarrojas y los sensores exteriores detec-taron un manantial de aguas sulfurosas, brotando a 30 grados Celsius. Este tipo de fuentes termales -en especial en la orilla occidental- resultó algo común y sabiamente aprovechado por los naturales del Kennereth. A medio kilómetro de este promontorio, otra fuente similar irrumpía en las aguas del lago, provocando una permanente y blanca «nube» de azufre en suspen-sión.
Ya en la sección 5, junto a minúsculas aldeas portuarias que no supimos identificar, sobrevolamos el segundo puerto importante de la costa este. La verdad es que las dimensiones y configuración de los muelles no se corres-pondía con la treintena escasa de pequeñas construcciones que conforma-ban el villorrio situado al pie de los rompeolas. Esta aldea, a su vez, se hallaba comunicada con una población mucho más densa, encaramada a 350 metros sobre el nivel del lago, en una meseta aislada y separada del


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mar por un par de kilómetros. La calzada romana ascendía hasta lo alto de la ciudad, ramificándose después en otra vía secundaria, más estrecha, que concluía en el citado puerto. Éste, como venía diciendo, presentaba unas características únicas. El rompeolas principal tenía una longitud de 120 me-tros, con una anchura, en su base, de 5 a 7 metros.
Partía perpendicular a la costa y, a los 15 metros, cambiaba de dirección, discurriendo paralelo al litoral, con rumbo sur. Este segundo tramo alcanza-ba una longitud de 85 metros. Súbitamente, el terraplén variaba de orien-tación, enfilando hacia el oeste. Esta curiosa Z invertida, maltratada sin du-da por los vientos del sur, había sido «cerrada» por un segundo rompeolas de 40 metros, que arrancaba en perpendicular desde la costa. Lo que más nos intrigó fue aquel muelle de 20 metros de longitud que se aventuraba hacia el oeste, en aguas relativamente profundas (entre 4 y 5 metros). Qui-zá sirviera para el atraque y operaciones de carga y descarga, sin necesidad de penetrar en el puerto. (Durante el tercer «salto» despejamos esta incóg-nita, así como el porqué de aquella área portuaria, tan desproporcionada. Puedo adelantar que el villorrio de pescadores y la ciudad de la meseta (Hipos o Susital eran en realidad una misma población. Había sido fundada a mediados del siglo ni a. de J.C. como un floreciente emporio helenístico. Tras caer en manos de Pompeyo y adherirse al pacto que vinculaba a las ciudades de la Decápolis, fue reconstruida, creciendo y transformándose en la segunda entidad urbana de la costa oriental del mar de Tiberíades.)
Al entrar en la «parcela» 7, la nave fue girando, enfilando el radial 260. Aquel recorrido sobre el extremo meridional del lago fue especialmente con-fuso. En los mapas de Caballo de Troya se apuntaba la existencia de al me-nos, tres o cuatro ciudades de cierto realce: Bet-Yeraj, Senabris, Tarichea y Kinnereth o Kennereth. A la hora de la verdad, las cosas no fueron tan sim-ples como habían previsto y dibujado los expertos. El sur del lago era un «todo» urbano.
Seguramente estas poblaciones estaban allí, pero tan entrelazadas que, desde nuestros 800 pies de altitud, resultaba imposible precisar dónde em-pezaba una y en qué lugar terminaba otra. Cientos de casas, edificios públi-cos, torres, graneros, villas rústicas y chozas se desparramaban en una planicie de casi cuatro kilómetros. De semejante «metrópoli», si se me permite la expresión, partían varias rutas caravaneras. Una hacia Scythópo-lis, en el sur. Otra subía por el este del lago y una tercera remontaba el lito-ral occidental. A este nudo de comunicaciones había que añadir una intrin-cada tela de araña de veredas y caminos secundarios que sorteaban y deli-mitaban un sinfín de parcelas de regadío, bosquecillos de frutales y la masa verdeazulada de la «jungla» que abovedaba la segunda desembocadura del Jordán. El progreso de aquellos núcleos humanos debía de ser espléndido, a


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juzgar, por ejemplo, por uno de los graneros situado a un kilómetro de la orilla sur del Kennereth: de construcción circular, disponía de diez torres de 8 a 9 metros de diámetro cada una.
Al contrario de lo observado en el resto del lago, este rincón carecía de puertos artificiales. Las escasas embarcaciones se alineaban en la desem-bocadura del río y en una laguna de 200 metros de longitud por 50 de an-cho, emplazada al sur de la referida segunda desembocadura. El brazo de tierra que separaba dicha laguna del lago de 2 a 6 metros de espesor pare-cía enteramente natural. Probablemente se había formado por el arrastre de sedimentos y el continuo embate de las olas. Los lugareños se limitaron a estrechar la boca de la ensenada, en la zona sur, con un breve terraplén de cuatro metros.
En aquellos momentos no nos percatamos de otro interesante fenómeno. Al estudiar y contrastar las imágenes y los datos recogidos en el «circuito aéreo», comprobamos que, en aquel tiempo, la segunda desembocadura del Jordán no discurría por los derroteros que hoy conocemos. El antiguo cauce se hallaba a kilómetro y medio más al norte. (En el siglo xx; entre la moshava de Kinnereth y el tell de Bet-Yeraj. «Santa Claus» esclarecería en parte el asunto. Al parecer, aunque arqueólogos, geólogos y demás exper-tos no están muy de acuerdo, las causas de esta variación en el curso del río habría que buscarlas en un intenso seísmo, registrado poco después de la época bizantina; es decir, hace unos mil años.
Otra de las obras a destacar en aquel tramo suroccidental del mar de Ti-beríades, que ponía de manifiesto el grado de prosperidad y desarrollo «técnico» de la Galilea de Jesús, era una «tubería» de 20 kilómetros de longitud que, partiendo del río Yavneel, al sur, se dirigía al norte, cruzando las poblaciones meridionales del lago y la ciudad fortificada de Hamat, para morir en la espléndida y luminosa Tiberíades. Esta singular obra de ingenie-ría, construida al cielo abierto, descansaba sobre decenas de pequeños puentes, avanzando penosamente al pie de las colinas y ramificándose en multitud de acequias y canalillos que abastecían de agua a los asentamien-tos humanos, a los molinos harineros y a la agricultura. (Más adelante tu-vimos conocimiento de que esta vital conducción de aguas se debió al es-fuerzo mancomunado de Tiberíades, Bet-Yeraj y Senabris.) A cinco kilóme-tros y medio al norte de la primitiva segunda desembocadura del Jordán, la «¿una» sobrevoló Hamat, una de las tres ciudades fortificadas del territorio de la tribu de Neftalí. También aquí fueron detectadas fuentes termales. En realidad, de no haber sido por la muralla que la envolvía, Hamat habría pa-sado ante nuestros ojos como una prolongación de Tiberíades ubicada a continuación.


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¿Cómo describir la «perla» del lago? Tiberíades, sin lugar a dudas, era en-tonces la capital del Kennereth. Desde la puerta norte de la muralla de Hamat se estiraba blanca e impecable a lo largo de una estrecha franja de litoral de apenas 500 metros, con una extensión de una milla. Un monte de 190 metros de altitud cubría su flanco oeste. En la falda, Herodes Antipas había levantado un espeso muro de 45 pies de altura que, zigzagueando, servía de protección a la novísima ciudad. En la cumbre del promontorio se erguía la más poderosa de las fortalezas de aquella región de la Galilea: un castillo de sillares negros y esbeltas paredes de caliza que centelleaban al sol y que, como pudimos comprobar en su momento, constituía el palacio de invierno del detestable hijo de Herodes el Grande.
Esta cadena de colinas, que protegía Tiberíades de los racheados vientos del oeste, se hallaba horadada por numerosas cuevas. En una de ellas, abierta hacia poniente y a no mucha distancia de la cara occidental del cas-tillo, los sensores detectaron una fuerte corriente de aire caliente, así como altos índices de vapor de agua. Sospechamos que la gruta en cuestión de-bía estar conectada con alguno de los numerosos manantiales de aguas termales que desembocaban también a orillas de la ciudad.
Tiberíades era un modelo de construcción típicamente heleno. Una vía principal se abría paso de norte a sur, con dos puertas monumentales en sus extremos. El resto, trazado a escuadra, giraba en torno a dicha arteria, con calles, plazas y jardines meticulosamente diseñados, cuajados de edifi-cios que rivalizaban en mármoles, columnatas y fuentes públicas. (Cuando el Destino quiso que mi hermano y yo entráramos en Tiberíades, la magnifi-cencia del lugar nos sobrecogió. Sólo el número de sinagogas era entonces de trece y su mercado, teatros y el edificio del Consejo Ciudadano supera-ban todo lo imaginable.)
El puerto nos decepcionó. Aún siendo espacioso, no se hallaba equiparado al rango de la ciudad. Aparecía, además, a medio terminar. Tres rompeolas de 100, 200 y 80 metros, respectivamente, formaban con el muelle costero un «rectángulo», abierto por el norte y, eso sí, hábilmente protegido de los temibles vientos del este (el sharq¡ya) y del sureño y tempestuoso q¡bela.
A unas dos millas y media al norte de Tiberíades, siguiendo la costa occi-dental, localizamos las ruinas de una pequeña población -posiblemente la antiquísima Raqat-, esparcidas en terrazas en la falda este del hoy denomi-nado tell de Aqlatiya. A sus pies moría un modesto río, cruzado por las ce-nicientas y erosionadas planchas de piedra de una de las ramificaciones de la vía Maris. En el pequeño delta brotaban otras cuatro fuentes termales. Las tomas IR contabilizaron hasta siete corrientes submarinas con tempera-turas de 30' C que se perdían mar adentro, a 12 metros de profundidad. En la base del tell fueron captadas imágenes de dos albercas circulares de 8 y


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12 metros de diámetro, respectivamente, con muros enormes, de algo más de 5 metros de altura. El agua almacenada en las mismas debía servir para el riego de las tierras colindantes, así como para el de buena parte del valle que se prolongaba, a expensas del río, hasta el desfiladero del Hittim, en el oeste. (Esta angosta garganta, también conocida como los «cuernos de Hit-tim o Hattim», se halla en el camino de Nazaret al lago y, como detallaré en su momento, resultó de gran utilidad para nuestros propósitos de ocultación del módulo.)
El último tramo de este periplo -parte de la parcela 12 y la «Galilea-13»- fue sencillamente espectacular. A nuestros pies se abrió el mítico «jardín de Guinosar»: un valle de casi 7 kilómetros cuadrados donde no fue posible descubrir un solo palmo de tierra sin cultivar. Era un auténtico vergel, col-mado de nogales, palmeras, olivos, higueras y cientos de medianos y pe-queños huertos, abundantemente regados por tres ríos que descendían de la cordillera noroccidental (los llamados «montes de Galilea»), situada a co-sa de 6 kilómetros de la costa del Kennereth. Esta vega, cantada por Jose-fo, era el orgullo de todo el mar de Tiberíades. Estrecho en sus extremos, el valle iba ensanchándose, hasta alcanzar una anchura máxima de kilómetro y medio. El «jardín» aparecía prácticamente dividido en dos por una colina pedregosa cuya falda oriental resbalaba con dulzura hasta la costa. Sobre dicha ladera contemplamos por primera vez una ciudad de 3 000 pies de longitud. Una ciudad menos ampulosa que su vecina Tiberíades, de calles empedradas y casas de una planta que descendían hasta un puerto, muy similar al de Cafarnaum, en el que hombres, lanchas y reatas de caballerías se mezclaban en frenética actividad. Aquella población, en la que pasaría-mos horas entrañables, era Migdal o Magdala: la ciudad de la Magdalena. A su alrededor, entre la espesura, espejeaban acequias, canales y albercas de todas las dimensiones. Dos, en especial, nos desconcertaron por sus dimen-siones y ubicación. La primera, en la ladera sur de la colina, tenía 27 me-tros de diámetro. La segunda, en mitad de la población, había sido cons-truida sobre una torre circular de 6 metros de altura. La abundancia de agua en Migdal y en el resto de la vega quedó explicada, no sólo por el caudal de los ríos, sino, sobre todo, por los ricos manantiales subterráneos que afloraban por doquier. Uno de estos veneros (hoy conocido por el nom-bre de Ein-Nun) proporcionaba del orden de dos millones de metros cúbicos de agua al año. La mayor parte de este caudal desaparecía en el lago en forma de arroyo. Y fue allí, en la desembocadura del torrente, donde los sistemas de a bordo descubrieron algo que nos alarmó: las aguas contenían un gas noble -el radón- y un índice de radiactividad superior al tolerado por el organismo humano. Las investigaciones posteriores, in situ, confirmarían que una parte de la población de Migdal y de cuantos bebían habitualmente


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de dicha fuente se hallaban aquejados -en mayor o menor medida- de una dolencia bien conocida en el siglo XX.
A 500 metros al norte del puerto de Migdal se destacaba el último de los asentamientos humanos en aquella zona de la costa. Presentaba un peque-ño embarcadero y sus dimensiones eran notablemente inferiores a las de la industriosa villa de la Magdalena. Según el computador central, dada su ubicación -muy próxima al picacho denominado Kinnereth-, podía tratarse de una casi olvidada aldea bíblica, de nombre Guinosar, mencionada por Marcos, el Evangelista, en su capítulo 6, versículo 53: «... y pasaron (Jesús y sus discípulos) y llegaron a la tierra de Guinosar y se acercaron a la costa. Y todavía estaban saliendo del barco cuando los lugareños lo reconocieron.»
Dos kilómetros más arriba, cerrando el valle, divisamos al fin las escarpa-das y rojizas paredes del referido Kinnereth, con sus 87 metros de altitud. Al otro lado, a media milla, se hallaba el «punto de contacto»: la «base madre-2».
Muy próximo al Kinnereth sobrevolamos el no menos «evangélico» rincón de Tabja (en griego, Heptapegón: lugar de las «siete fuentes»), que la tra-dición cristiana asocia a la pesca «milagrosa». (Una tradición, dicho sea de paso, igualmente equivocada. La famosa «pesca», como pude constatar, ni fue «milagrosa», ni sucedió en aquella minúscula bahía, tan apreciada por los pescadores galileos.) En realidad, más que una aldea, el paraje, con su media docena de chozas, parecía un reducto «industrial», con tres fuentes importantes e incontables manantiales que surtían de agua a un complejo «aparato» hidráulico, integrado por molinos y una espesa red de canales. Uno de los veneros, localizado en el fondo de una piscina octogonal de 20 metros de diámetro y 8 de profundidad, nos dejó atónitos. Su caudal osci-laba entonces entre los 1 500 y 3 000 metros cúbicos a la hora. En aquellos momentos no comprendimos la utilidad de tales aguas, de naturaleza sulfu-rosa y aflorando a 27 grados Celsius. La cala, de una gran riqueza piscícola, había sido habilitada mediante dos muelles de 50 y 35 metros. El primero en forma de arco. El segundo, perpendicular a la costa. Y a las 08 horas, 7 minutos y 8 segundos, después de un vuelo casi perfecto, la «cuna» se po-saba por segunda vez sobre la laja de piedra de la ladera sur del hasta esos momentos supuesto monte de «las Bienaventuranzas». Como es de supo-ner, aunque el control durante el periplo de circunvalación del lago fue con-tinuo, nuestra primera preocupación -casi obsesión- al tomar tierra estuvo centrada en las reservas de combustible. El gasto, tal y como fijara «Santa Claus», no sobrepasó las dos toneladas: 1 988,6 kilos. Esto reducía el vo-lumen total a un 47,5 por ciento. A partir de ese instante, si en verdad de-seábamos volver a Masada, la ignición del J 85 debería quedar sellada o,


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como mucho, limitada a una o dos operaciones de escasísima duración. El traslado de la nave a un lugar seguro constituiría una de estas maniobras.
De acuerdo con lo programado, aquel martes, hasta bien entrada la no-che, lo destinamos a la puesta a punto de las imágenes, perfiles topográfi-cos y mapas que deberían servir de «guía» y «sustentación» al «ojo de Cur-tiss». El laborioso trabajo -vital para la obtención de un máximo de datos en las apariciones que se avecinaban- nos deparó algunas sorpresas, muy sugestivas desde el punto de vista científico. Por ejemplo: aunque su forma de pera invertida y sus dimensiones no han variado aparentemente, los análisis revelaron que, hace dos mil años, el lago era ligeramente más es-trecho. La línea de la costa pasaba por lugares hoy sumergidos. (La casi to-talidad de los puertos descritos se halla en la actualidad oculta bajo las aguas. Afortunadamente, merced a las modernas técnicas de arqueología y exploración submarinas, estos restos están siendo ubicados. Dios quiera que, en un futuro, cuanto aquí se narra pueda ser ratificado por esta mo-derna disciplina científica.) Esto significa que, en tiempo de Jesús, el nivel del mar de Tiberíades era sensiblemente más bajo: unos dos metros res-pecto a lo que hoy podemos contemplar.
También fue posible constatar otro interesante fenómeno: el Kennereth se «mueve» hacia el sur. Ello se debe a un doble proceso. Por un lado, el continuo batir de las olas está minando y haciendo retroceder la costa me-ridional, a razón de 10 centímetros por año. En el extremo opuesto, a su vez, se da un fenómeno contrario: las aportaciones de sedimentos del Jor-dán ensanchan el delta, haciendo avanzar la línea nororiental de la costa.
El perfil submarino del lago nos interesaba especialmente. Un exacto co-nocimiento de su configuración podía proporcionarnos elementos de juicio para, en un futuro, valorar en su justa medida algunos de los «prodigios» protagonizados por el rabí y a los que aluden los textos evangélicos. Perso-nalmente, la famosa tempestad que -según las Escrituras- fue calmada por Jesús y la pesca «milagrosa» habían despertado mi curiosidad. ¿Ocurrieron estos hechos tal y como son narrados por los evangelistas? Por ello, como digo, era importante conocer su estructura, con4entes, vientos y demás factores meteorológicos, físicos, geográficos y bioecológicos, propios del Kennereth. Comprobamos, por ejemplo, que su fondo era asimétrico. La costa oriental descendía bruscamente. Allí, entre Ein-Guev y Kursi, regis-tramos la máxima profundidad: «-253» metros bajo el nivel del Mediterrá-neo. (La altura media del nivel del lago era entonces de 208 metros bajo el nivel del citado mar Mediterráneo. Hoy, el Kennereth oscila alrededor de los 2 10 metros, aunque en muchos mapas modernos, por error, figura la cifra de 212. Esto hace del mar de Tiberíades el lago de agua dulce más bajo del mundo.) Estos 253 metros representaban una «fosa» de 41 metros. El lito-


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ral oeste, en cambio, a excepción del área de la ciudad de Tiberíades, caía en forma más suave. El resto de la cuenca arrojó una profundidad media de 25 metros, con un volumen aproximado de agua de 4 300 millones de me-tros cúbicos.
Las imágenes infrarrojas explicarían el porqué de las extensas franjas marrones que coloreaban la superficie del lago en aquellos momentos y que, en un primer análisis, interpretamos como arrastres terrosos proce-dentes del Jordán y de los restantes ríos. Estábamos ante una masiva colo-nización de algas, del tipo peridinium. Obviamente, tal y como preveía Ca-ballo de Troya, los estudios del Kennereth deberían ser culminados desde tierra. Eliseo sería el responsable de buena parle de estas comprobaciones científicas, que abarcaban capítulos tan ambiciosos como el seguimiento de los ciclos del nitrógeno y del fósforo, de la cadena alimenticia del lago, in-formes sobre sus diferentes capas, fitoplacton, transparencia, oxigenación y niveles de sus aguas, principales corrientes y vientos, salinidad, evaporiza-ción, naturaleza de los manantiales sulfurosos, fauna y, en general, todo lo que concierne a la moderna ciencia «limnológica» (estudio de los lagos). Este banco de información, amén de enriquecernos y de enriquecer al pro-yecto, fue de una inestimable ayuda en las correrías y aventuras en las que nos vimos envueltos a partir de entonces. Pero debo proseguir, porque las fuerzas me abandonan y es mucho lo que resta por contar..
Como creo haber explicado, una de las reglas de la operación prohibía la presencia de los expedicionarios en momentos, digamos, de cierta «intimi-dad» entre Jesús y sus discípulos. Así había ocurrido, por ejemplo, en el transcurso de la llamada «última cena». En este caso, la situación fue com-pensada con informaciones indirectas y mediante la ocultación de un micró-fono de especial sensibilidad en el farol que alumbraba la mesa del cenácu-lo. Sin embargo, a la vista del grave riesgo que suponía el abandono aun-que sólo fuera temporalmente de estos dispositivos electrónicos en un mar-co histórico improcedente, los directores de Caballo de Troya convinieron en reemplazar tales sistemas por otro, infinitamente más seguro y eficaz. Y el general Curtiss, con su proverbial habilidad, consiguió del AFOSI (Oficina de Investigaciones Espaciales de la Fuerza Aérea Norteamericana) un prototipo casi «mágico» que, en justa correspondencia, fue bautizado por los hom-bres del proyecto como el «ojo de Curtiss». La «cuna» fue dotada de seis de estas maravillas de la ingeniería electrónica: unas esferas de acero de 2,19 centímetros de diámetro, totalmente blindadas, susceptibles de ser lanzadas desde el módulo y, convenientemente apantalladas en la banda del espectro IR, teledirigidas a distancias no superiores a los 10 kilómetros, pudiendo inmovilizarse, incluso, a una altitud de 1000 metros. Estos equi-pos -que harían hoy las delicias de los servicios de espionaje del mundo-


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nos permitirían «registrar» escenas y conversaciones que, en condiciones normales, hubieran sido de difícil acceso. En dos de las inminentes aparicio-nes del Resucitado a sus «íntimos» tendríamos ocasión de comprobar el grado de eficacia del «ojo de Curtiss». De no haber sido por él, algunos de los sucesos acaecidos a orillas del lago habrían quedado mutilados o lamen-tablemente deformados.
Se daba, además, otra circunstancia que, por sí misma, justificaba la uti-lización de estos minúsculos, casi «humanos», dispositivos. En el caso, por ejemplo, de las apariciones de Cristo en el lago, ninguna de las citas evan-gélicas refleja con exactitud en qué punto de la costa o de tierra adentro se registraron. Todas las sospechas apuntaban hacia las áreas de Bet Saida o Cafarnaum y hacia la colina de las Bienaventuranzas. Pero esto no era sufi-ciente ni riguroso. De ahí que, llegado el momento, en el supuesto de que no me hallara presente, uno de estos «ojos», previamente programado, podía ser catapultado hasta el lugar, registrando imágenes y sonidos.
Y la jornada fue extinguiéndose. Y Eliseo y quien esto escribe aguardamos impacientes el nuevo día. Los planes de la operación, una vez más, iban a ser modificados sobre la marcha.
19 DE ABRIL, MIÉRCOLES
Mi hermano de expedición, previsor y meticuloso, me previno. Las reser-vas alimenticias y de agua se agotaban. Estas cosas, de aparente poca im-portancia, jugaban también su papel. Y en ocasiones, como se verá, nos forzaron a bruscos cambios en los planes. En este caso, la alteración del programa resultaría providencial. Los víveres, como ya expliqué, habían si-do programados para un total de doce días. Reduciendo la dicta podíamos resistir hasta el mediodía del viernes, 21. Pero tampoco era cuestión de agobiarnos con servidumbres de esta índole. Nuestras fuerzas de servicio inteligencia debían estar prestas ser menos prosaicas. Así que, de mutuo acuerdo, convenimos en romper lo programado por Caballo de Troya. Ese mismo miércoles, 19 de abril, descendería a la cercana población en busca de alimentos. Pero antes, aprovechando la serena y soleada mañana, inten-taríamos solventar Otro asunto.
La colina continuaba desierta. Ello nos animó a poner en marcha nuestra primera salida conjunta del módulo. La temperatura en el exterior -11' C a las 07 horas-, con certeras posibilidades de ir aumentando hasta 21 o 22 hacia el mediodía, y un 49,5 por ciento de humedad relativa, eran signos que anunciaban un día templado, muy adecuado a nuestros propósitos.
Y Eliseo, sin reprimir la emoción, cambió su habitual mono de trabajo por una vestimenta propia de la época, sustancialmente similar a la mía: un


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faldellín o falda corta marrón oscura y una túnica negra, de lino, con dos franjas rojas y paralelas en el centro, que se prolongaban por delante y por detrás, al estilo de las confeccionadas en En-Gedi, en la costa occidental del mar Muerto. El cíngulo o ceñidor, trabajado en cuero y de 10 centímetros de anchura, era diferente al mío. Consistía en una utilísima pieza hueca, idéntica a las halladas en las ruinas de Masada, que permitía guardar dinero y pequeños enseres. Una fíbula de bronce, simulando un arco, hacía de cie-rre.
El calzado para esta fugaz escapada de la nave tampoco fue muy diferen-te al usado habitualmente por quien esto escribe: sandalias con suela de esparto, trenzado en las montañas turcas de Ankara, pulcramente perfora-das por sendas parejas de tiras de cuero de vaca, debidamente empecina-das, que se enrollaban a la canilla de la pierna.
Prescindimos de las ch1amys. La agradable climatología y lo engorroso de tales mantos -todo hay que decirlo- no hacían necesario ni aconsejable su uso.
Y una vez modificado el alcance de los sensores de radiación infrarroja -prolongando su radio de acción hasta los 300 pies-, mi compañero cargó una bolsa de hule con el instrumental que, según nuestros cálculos, podía-mos necesitar en la inminente exploración. Y lenta y parsimoniosamente, como si en ello le fuera la vida, descendió hacia la laja de piedra. Le seguí con curiosidad. Aquél, en efecto, era su primer contacto directo con la Pa-lestina de Jesús. Un Jesús de Nazaret a quien no había tenido la fortuna de contemplar cara a cara. Yo lo sabía. Conocía bien sus inquietudes y su aca-riciado sueño y allí mismo, bajo la «cuna», supliqué a los cielos para que esa oportunidad no se malograra.,Ninguno de los dos imaginábamos enton-ces lo cerca que estábamos de tan crucial y decisivo encuentro...
Al igual que sucediera conmigo en la segunda salida, Eliseo, durante unos instantes, permaneció mudo. La belleza de la verdeante y perfumada colina no era para menos. Paseó la vista a su alrededor y, dejándose arrastrar por uno de sus impulsos, clavó la rodilla derecha en tierra, arrancando un húmedo manojo de hierbas y flores. Lo llevó hasta los labios y, entornando los ojos, lo besó. Después, sonriéndome, pareció excusarse por aquel gesto que, quizá, yo podía interpretar como algo pueril. No fueron ésos mis pen-samientos. Al contrario. Emocionado ante la sensibilidad y cristalina trans-parencia de su corazón, le correspondí con la mejor y más elocuente de mis sonrisas.
Al punto, nada más separarnos de la invisible «cuna», la «cabeza de ceri-lla» alojada en mi oído derecho comenzó a pulsar. Era la señal previamente establecida. «Santa Claus», según lo programado, había iniciado la emisión de una serie de impulsos electromagnéticos de 0,000 1385 segundos cada


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uno, perfectamente audible a través de la conexión auditiva. El dispositivo no era otra cosa que un reajuste del escudo protector IR. En el supuesto de que alguien penetrara en el círculo infrarrojo de 300 pies de radio, los sen-sores, tras captar la presencia del intruso, traducían la señal a impulsos eléctricos y, automáticamente, el computador central la reemitía en forma de mensajes de corta duración. Aunque nos encontráramos a 15 000 pies de la nave, «Santa Claus» podía «interpretar» y reconvertir la alerta IR, transmitiéndola hasta nuestra posición. Este sistema, de gran fiabilidad, nos autorizaba a abandonar el módulo, sin que por ello dejáramos de registrar la proximidad de hombres o animales en la mencionada zona de seguridad de la máquina. En el caso que nos ocupa, estos impulsos electromagnéticos fueron provocados por nosotros mismos, situados en pleno campo de acción de los sensores de radiación infrarroja. Al alcanzar las inmediaciones del circo basáltico y escapar así del escudo IR, los «pitidos» cesaron.
Trepamos a lo alto de las rocas y, tras cerciorarnos de la soledad del en-torno, nos dispusimos a desvelar el misterio que guardaba la piedra circu-lar.
Con un par de secos taconazos, la, cuña cedió. Y la pesada muela, sin apenas ayuda, se deslizó por gravedad hacia la izquierda, rugiendo en su roce con la pared de caliza. Una negra boca rectangular, de unos 90 centí-metros de altura, apareció ante nosotros. Nos miramos con inquietud. ¿De-bíamos proseguir? La tenebrosa oscuridad me hizo dudar. ¿Hasta qué punto era necesario arriesgarse en una aventura como aquélla, al margen de nuestra verdadera misión? Pero Eliseo, adivinando mis pensamientos, arro-jó el saco al interior y, sin más contemplaciones, gateando, se introdujo en la galería. Le seguí con el corazón acelerado. Y ya en el angosto túnel, em-pezamos a percibir un olor acre y desabrido que nos puso en la pista de lo que en verdad encerraba la cueva. Mis sospechas eran fundadas. Y seguros de la total ausencia de testigos, nos decidimos a utilizar una potente linter-na de 33 000 lúmenes, a batería, con una autonomía de casi dos horas. (En otras circunstancias, obviamente, este foco ni siquiera habría salido de la nave.) El pasadizo, de unos 2 metros de profundidad, desembocaba en una antecámara rectangular, igualmente excavada en la roca, cuyo techo -a ca-si 3 metros de altura- nos permitió erguirnos. El suelo de la sala, ligera-mente más bajo que el del pasadizo de entrada, se hallaba rodeado de ana-queles de piedra. En el centro geométrico de cada uno de los muros se abrían sendos arcos -a manera de puertas y de 1,80 metros de altura- que conducían a otras tantas cámaras, todas cuadradas, de 8 metros de lado. En aquellos cubículos, a pesar del carácter hidrófilo de la caverna, que «ab-sorbía» buena parte de los gases, el tufo a sulfídrico y amoníaco era tan denso y nauseabundo que, por comodidad, echamos mano de las máscaras,


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prudentemente incluidas en el petate. (Como médico sabía que, al cabo de unos minutos, la pituitaria terminaría por saturarse y la membrana nasal dejaría de percibir la molesta y abrumadora fetidez. Pero respeté los lógicos deseos de mi hermano.) En efecto, nos hallábamos en una cripta funeraria de grandes proporciones que, con toda probabilidad, guardaba los restos mortales de alguna adinerada familia de Cafarnaum, o quizá de todo un co-lectivo. Al pie de las paredes, sobre los anaqueles, se abrían los kokim o ni-chos (en algunos muros contamos hasta nueve), sellados por otras tantas piedras circulares. Al retirar las muelas aparecieron unas celdas de 2 me-tros de largo por 80 centímetros de alto y 55 de anchura. En su interior re-posaban unos curiosos sarcófagos rectangulares de madera -casi todos de ciprés y sicomoro-, fabricados a base de tablones unidos por bisagras y cla-vijas. Dispusimos el vestuario de protección dos pares de guantes para cada uno, gafas, gorros y sendos mandiles que nos cubrían desde el cuello hasta los pies y, procurando no descomponer los deteriorados cajones, tiramos de ellos hasta situarlos en el centro de la sala. Al destaparlos fuimos encon-trando un sistema de enterramiento -muy común en el siglo 1 antes de Cristo- que consistía en la superposición, en un mismo ataúd, de dos y has-ta tres individuos, separados por colchones de cuero. (Generalmente, un adulto y un niño o dos adultos y un infante.) Junto a los restos se alineaban cazuelas y recipientes de barro y, en cinco de ellos, ocupados por mujeres, sandalias y una moneda acuñada en la época de Herodes. La mayoría se hallaba en estado óseo. Sólo unos pocos habían pasado a la situación de desintegración pulverulenta. Varios de los niños aparecían momificados y desecados. Tres de los enterramientos, en cambio, mucho más recientes, se hallaban en la segunda y tercera fases de putrefacción -períodos enfise-matosos y colicuativos-, con los cadáveres hinchados, repletos de ampollas, materialmente asaltados por las escuadras o cuadrillas cadavéricas y con las redes venosas presentando la típica imagen en retículo marmóreo: ro-jas, verdes y ramificadas desde la base del cuello hasta las ingles. Muy pro-bablemente habían sido sepultados en el transcurso de los últimos dos o tres meses.
La incisión en los vasos reveló que estaban llenos de burbujas de gas y de sangre, en pleno proceso de hemólisis.
Pero no era aquello lo que en realidad buscábamos. Y una vez concluidos los análisis e investigaciones en las cámaras funerarias, sellados de nuevo los nichos, nos encaminamos a la planta inferior de la cripta. En el pavi-mento del cubículo practicado frente al túnel de entrada, unos peldaños permitían el acceso a una segunda sala, de casi 30 metros de fondo, repleta de nichos y arcosolios. Allí, en repisas igualmente excavadas en la roca vi-va, descansaba nuestro principal objetivo: una treintena de osarios rectan-


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gulares, tallados en piezas únicas de piedra caliza, con tapas separadas. Casi todos presentaban los nombres, origen de la familia y datos personales de la vida de cada uno de los enterrados, grabados en hebreo y griego. Es-tas inscripciones nos ayudarían a establecer los parentescos y a verificar otros datos antropológicos. Cada osario -de 50 centímetros de alto por 70 de largo y 25 de ancho- contenía los huesos desarticulados de uno o varios individuos, trasladados a las arquetas de piedra después del primer ente-rramiento y de la descomposición de la carne. Otros, más reducidos, guar-daban la osamenta de niños. En el centro de la cámara, en un ancho pozo de 2 metros de diámetro, se apilaba un caótico montón de huesos huma-nos, mezclados con vasijas de barro, la mayoría rota e inservible.
Una oportunidad como aquella quizá no se repitiera. Por razones fáciles de comprender, un estudio antropológico de los judíos vivos de aquel tiem-po resultaba casi inviable. De ahí que, al detectar las galerías subterráneas y sospechar su naturaleza, tanto Elíseo como yo estimamos que, al margen de la misión propiamente dicha, no debíamos menospreciar la ocasión de estudiar los restos humanos allí depositados y que, sin duda, revelarían da-tos de gran interés científico. E ilusionados con el proyecto, nos embarca-mos en un febril análisis osteológico. (En días sucesivos, mi compañero se encargaría de concluir las mediciones, aventurándose en solitario en la crip-ta. Lamentablemente, esta temeridad nos reportaría un susto de muerte y una lección que no olvidaríamos.)
En total logramos examinar los restos de 197 individuos, pertenecientes a tres generaciones de la familia de un tal Yejoleser ben Eleazar y su esposa Slonsion. El apellido Goliat aparecía grabado en la mayor parte de los osa-rios. Pues bien, las conclusiones más destacadas de este estudio -extensibles en buena medida a la generalidad de la población de la Galilea- fueron las siguientes:
El 50 por ciento de los individuos había fallecido antes de los dieciocho años. (Dentro de este grupo, la cifra más alta, de mortalidad correspondía a los primeros cinco años de vida.) Ello reflejaba algo que, en el fondo, ya sa-bíamos: el índice de mortalidad infantil era muy considerable.
También fue observada una alta incidencia de anomalías en el sistema óseo, con un fuerte predominio de la artritis, en especial entre los hombres y mujeres de mayor edad, muy extendida en las regiones cervical y lumbar de la columna.
En cuanto a la dentición, el cuadro final fue igualmente calamitoso. En-contramos caries en un 37 por ciento de las mandíbulas. (En general eran interpróximas en caninos y molares.) También descubrimos abscesos alveo-lares en un 28,5 por ciento de los maxilares y en un 30,2 por ciento de las mandíbulas: la mayoría en las regiones molar, de caninos e incisivos. El


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desgaste era mayor en los especimenes más antiguos. (Muy señalado en los molares y premolares.) La reabsorción alveolar denotaba una grave en-fermedad periodontal, causa, sin duda, de la frecuente pérdida antemortem de dientes. Según nuestras observaciones, los primeros en caer eran los molares. (Detectamos también dos caninos inferiores de raíz doble; un crá-neo con ausencia congénita de caninos maxilares y un canino deciduo y un incisivo con las raíces y coronas fusionadas.) Las condiciones dentales de la población eran, por tanto, lamentables. (A los problemas degenerativos de naturaleza congénita, avitaminosis, etc., había que añadir el excesivo con-sumo de pan -elemental en la dieta de los hebreos- que conducía con segu-ridad a la enfermedad periodontal y a un notable desgaste de las piezas.)
Los cráneos de aquellos galileos resultaron, en el caso de los varones, claramente mesocéfalos, mientras que los de las hembras -relativamente más anchos- aparecieron como braquicéfalos. La proliferación de cráneos masculinos mesocéfalos, con una media de 81,5 en aquellas latitudes, nos obligaría a rectificar el criterio sostenido hasta entonces respecto del cráneo de Jesús de Nazaret, igualmente mesocéfalo y que, fiándonos de los estu-dios de Von Luschan y Renan, habíamos estimado como «poco frecuente» entre los judíos de la Galilea.
Según los compases de arco, reglas y calibres utilizados, la estatura me-dia de aquellos especimenes -ratificada en observaciones posteriores y di-rectas- oscilaba alrededor de 1,66 metros en los hombres y de 1,48 en las mujeres. En consecuencia, con su 1,8 1, Jesús de Nazaret también fue en esto una excepción. A título de anécdota diré que, al clasificar los huesos de la cripta, descubrimos dos osamentas extremadamente altas y robustas. Una arrojaba una talla de 1,88 metros y la segunda 1,77. Dadas sus nota-bles diferencias con el resto, estos individuos -varones- no fueron incluidos en el análisis métrico general en el que, por cierto, «Santa Claus» desem-peñó un decisivo papel.
Tres horas después de haber penetrado en el complejo funerario, con la segunda batería medio agotada, impacientes por respirar aire puro e in-tranquilos ante lo dilatado de la estancia fuera del módulo, dimos por finali-zada la primera sesión de trabajo a la que, como queda dicho, seguirían otras no menos apasionantes jornadas.
Lo que no resultó tan fascinante fue el obligado cierre del panteón. A pe-sar de nuestros esfuerzos, la pesada muela -con sus 400 o 500 kilos- ape-nas se movió. El canalillo en rampa sobre el que debía rodar fue un obstá-culo insalvable para estos sudorosos y desesperados expedicionarios. Lo in-tentamos una y otra vez, volcándonos materialmente sobre la roca y empu-jando hasta que las manos nos sangraron. Imposible. Extenuados, no su-pimos qué hacer. Pero Eliseo, confiado y optimista, enfocó el percance por


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su lado bueno: después de todo, aquello facilitaba el acceso y las futuras investigaciones. El razonamiento no me tranquilizó. Si los lugareños descu-brían -como así fue- que la cripta había sido violada, los estudios e, incluso, el punto de asentamiento de la nave podían correr graves riesgos. La intui-ción no me engañaría...
Hora sexta. (Aproximadamente, las doce.)
Como habíamos convenido, me dispuse a bajar a la todavía supuesta ciu-dad de Jesús: Cafarnaum. Inspeccioné mi atuendo y la bolsa de hule, cam-biando de calzado. El programa ordenaba que, a partir del aterrizaje a ori-llas del lago, las habituales sandalias de esparto debían ser reemplazadas por las «electrónicas». Para la caminata que estaba a punto de iniciar y pa-ra las que me aguardaban en días sucesivos, aquel invento resultaba tan útil como imprescindible. El material y sus formas eran básicamente idénti-cos. Sólo las suelas parcialmente ahuecadas las hacían diferentes. En su in-terior habían sido dispuestos dos sistemas miniaturizados: un microtrans-misor y un contador de pasos. El primero, vital para mi localización en las pantallas de la «cuna». (Cuando, por necesidades de la exploración, me viera forzado a desplazarme a distancias superiores a los 15 000 pies del módulo, este dispositivo sustituía, en parte, la escasa o nula fluidez de la conexión auditiva.
Una señal emitida por dicho microtransmisor era entonces captada y am-plificada en el extremo superior de la «vara de Moisés» y reenviada hasta las antenas de la nave mediante un potente láser. De esta forma, Eliseo y yo permaneceríamos medianamente comunicados. De hecho, en determi-nadas misiones, el sistema fue utilizado como una clave para marcar el ini-cio o el remate de operaciones y maniobras específicas.)
El segundo equipamiento electrónico contaba con un microcontador de pasos, un cronómetro digital, un sensor medidor del gasto energético en cada desplazamiento y una célula programada para elevar la temperatura del calzado en caso de extrema inclemencia.
En principio, mi presencia en el referido núcleo humano debía ser lo más breve y cauta posible. Lo justo para adquirir una razonable cantidad de ví-veres que aliviara nuestra penosa situación. Más adelante, una vez que los discípulos del Resucitado arribaran a la zona, mis ¡das y venidas quedarían menos limitadas. Éstos eran los planes. Pero, ya se sabe, el hombre propo-ne...
Y a eso de las 12 horas, como venía diciendo, con las «crótalos», 40 se-quel y algo más de 800 sestercios en la bolsa de hule impermeabilizado, abandoné la «base-madre», pletórico de fuerzas y -por qué negarlo- con un sutil cosquilleo en las entrañas. Aquél iba a ser el escenario de mis próxi-

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