martes, 11 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 321 A LA PAG 340

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Aunque habrá nuevas oportunidades para insistir sobre ello, conviene no perder de vista que, tanto entonces, como a lo largo de la vida de Jesús, María concibió la misión de su primogénito como la de un «libertador políti-co», llamado a ocupar el trono del rey David. El añorado Mesías -lo he dicho muchas veces- era un símbolo, una esperanza, que derrocaría al invasor y alzaría a la nación judía por encima del resto de las naciones. José, por su parte, con un sentido práctico más agudizado, no veía con buenos ojos el acceso al poder de Arquelao, uno de los hijos del sanguinario Herodes el Grande, fallecido ese mismo año «menos cuatro». El carácter igualmente violento del nuevo tetrarca de la Judea no le inspiraba confianza. El pruden-te e intuitivo contratista de Nazaret -que no estaba muy seguro de la misión mesiánica de su hijo- sospechaba que los malos tiempos no tardarían en caer sobre la Judea. El tiempo le daría la razón.
Fueron necesarias tres semanas para vencer la tozuda resistencia de Ma-ría, empeñada en fijar la residencia en Belén. Apenas habían transcurrido cinco meses, desde la toma de posesión de Arquelao y el fuego, la muerte y la destrucción se habían enseñoreado ya de la Judea, amenazando al resto del país. No hacía falta ser muy despierto ni acudir al «recurso» de los «sueños sobrenaturales », como afirma Mateo, para deducir que el nuevo gobernante sólo traería consigo la desgracia y el luto. No hay que buscar, por tanto, extrañas razones para justificar la marcha de José. La «ficha po-licial» de Arquelao hablaba por sí sola. De todas formas -también hay que admitirlo-, uno piensa que la Providencia estaba «muy al tanto» de la situa-ción. La permanencia de la familia en Alejandría, hasta agosto, resultaría oportunísima. De haber retornado meses antes, las revueltas en la Galilea y en la Judea habrían sido una constante amenaza para su seguridad.
A primeros de octubre de ese año 4 antes de nuestra era, José, María y e¡ pequeño Jesús emprenderían por fin el viaje de vuelta a Nazaret. La Señora y el niño, a lomos de un burro, comprado por el contratista. José, a pie, en compañía de cinco parientes que no consintieron que viajaran en solitario. En esta ocasión, el itinerario fue por el interior: de Belén a Lydda y, desde allí, a Scythópolis y Nazaret, por la llanura de Esdrelón. En el camino, que se prolongaría cuatro jornadas, José indicó a su esposa «que no creía acon-sejable difundir entre sus familiares y amigos la noticia de que eran los pa-dres del "niño de la promesa" ». María se mostró conforme.
-Al remontar la última colina -comentó agradecida por aquella posibilidad de recordar «tan felices tiempos»y avistar la aldea experimentamos una profunda emoción. ¡Al fin en casa!...
La mujer hizo una pausa, torciendo el gesto, contrariada.
-Pero no. Los problemas no habían terminado. Nuestra casa se hallaba ocupada, desde hacía tres años, por uno de los hermanos de José. La culpa


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fue nuestra. La salida de Egipto fue tan sigilosa que todo el mundo en Na-zaret nos creía aún en Alejandría. Mi cuñado, lógicamente contrariado, se resistió. Fue una situación violenta y desagradable. A la mañana siguiente se, mudó y, finalmente, pudimos disfrutar de la paz de nuestro pequeño hogar..
Jesús tenía entonces tres años y dos meses de edad. Según su madre, era un «muchachote sano, fuerte... y precioso». Había resistido bien los continuos cambios de residencia y los viajes, llenando la humilde casa de Nazaret con su desbordante alegría.
-La única sombra de tristeza en su corazón -señaló la Señora- se debió a la natural añoranza de sus amigos de Alejandría. Pero muy pronto encon-traría nuevos camaradas de juegos. En especial, uno llamado Santiago. Aquel excelente muchacho llegaría a ser íntimo de mi hijo...
Según mis informaciones, aquel cuarto año de la vida de Jesús discurriría sin contratiempos de importancia. Crecía fuerte y sano, «con un apetito fe-roz» y, en palabras de la Señora, «haciendo mil y una preguntas sobre lo que le rodeaba».
De seguro, el acontecimiento más señalado para el joven matrimonio (María debía de contar entonces unos diecisiete años), y no digamos para Jesús, fue el nacimiento, en la madrugada del 2 de abril de aquel año 3 an-tes de nuestra era, del segundo hijo. También fue varón y, obviamente, lle-nó de alegría a José. (Aunque los judíos no llegaban en este sentido a los crueles extremos de los egipcios, griegos y romanos -que despreciaban, abandonaban y mataban a las niñas recién nacidas-, lo cierto es que el alumbramiento de una hembra era motivo de «desolación y tristeza». «Fal-so tesoro las hijas -rezaba el Taltriud. Además, estamos obligados a vigilar-las siempre.») Le fue impuesto el nombre de Santiago y, a los ocho días, como marcaba la Ley, puesto en manos del mohel del pueblo: el experto en la delicada operación de circuncidar.
A mi pregunta de cómo reaccionó el pequeño Jesús ante la llegada de su primer hermano, la Señora esbozó una dulce sonrisa, comentando:
-¡Feliz! Se pasaba las horas muertas contemplándole. Reía a carcajadas cuando le veía llevarse el dedo a la boca...
Las cosas, poco a poco, empezaban a marchar. A mediados de ese vera-no, José consiguió uno de sus sueños: montar un taller en un punto estra-tégico del pueblo, cerca de la fuente pública y de la posada. Se asoció con dos de sus hermanos y los negocios prosperaron. Consiguieron reunir una cuadrilla de obreros que enviaban a trabajar a las aldeas y ciudades cerca-nas, fundamentalmente en la construcción de edificios. Paulatinamente, su especialidad de ebanista y carpintero de muebles y aperos de labranza fue quedando en un segundo plano. Y aunque pasaba muchas horas en su ta-


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ller, afanado en la construcción de carretas, yugos y otros enseres de ma-dera, su principal ilusión y objetivo era la contrata de obras. Por aquel tiempo alternaba también la madera con el trabajo sobre cuero, lona y fa-bricación de cuerdas.
-Nuestro hijo pasaba muchas horas en el taller de su padre, observando a José y escuchando con la boca abierta las bromas, conversaciones y relatos de los conductores de caravanas y de los viajeros que precisaban de los servicios de mi marido.
De esta forma nacería en Jesús un vivo interés por las costumbres de otros pueblos lejanos. Como iremos viendo, ese roce con gentiles de los cuatro puntos cardinales resultaría altamente provechoso para el inquieto y siempre despierto joven de Nazaret. En julio de ese año, sin embargo, las visitas de Jesús al taller familiar se verían bruscamente interrumpidas. Unos viajeros, portadores de algún tipo de infección parasitaria, recalaron en la humilde villa, provocando una epidemia intestinal de graves consecuencias. Y María, con gran sentido de la prudencia, asustada ante las dimensiones que empezaba a adquirir el mal, optó por preparar el equipaje y huir de la zona, llevando consigo a sus dos hijos. José, a pesar de las súplicas de la Señora, no se movió de Nazaret.
-A toda prisa -prosiguió María, rememorando con inquietud el tenso mo-mento-, desesperada ante la posibilidad de que el travieso Jesús, que juga-ba y andaba por todas partes, hubiera contraído ya la enfermedad, parti-mos esa misma noche hacia la granja de uno de mis hermanos, a 44 esta-dios al sur de Nazaret, en la carretera de Megido, muy cerca de Sarid. Allí nos refugiamos durante dos meses. Gracias a Dios (bendito sea su nom-bre), ninguno de mis pequeños se contagió. Aquélla fue una extraordinaria experiencia para Jesús. Disfrutó de lo lindo con los animales; sobre todo con las ocas... -La Señora compartió mi sonrisa. No era muy difícil imaginar al revoltoso y pletórico niño, correteando a las aves de corral o dando de comer al ganado- Había una oca, vieja y torpe, que hizo especial «amistad» con mi hijo. La despedida, hermano Jasón, fue un drama... Jesús quería lle-vársela a Nazaret. Al final tuve que reñirle. El camino de regreso a casa fue un mar de lágrimas.
Por los detalles facilitados sobre la epidemia en cuestión es muy probable que se tratara de una disentería bacilar peligrosa y de un alto riesgo de contagio-, provocada por el bacilo de Shiga. Este tipo de disentería aguda era prácticamente mortal en aquel tiempo. Durante nuestras exploraciones constituyó un permanente y funesto «fantasma» que debíamos vigilar sin descanso. María hizo muy bien al salir de Nazaret. Estas epidemias se pro-pagan por contagio, siendo el hombre -y sus deyecciones- los depósitos bacterianos. La transmisión directa puede efectuarse a través de las manos,


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ensuciadas, por ejemplo, con las deyecciones disentéricas. Y aunque resulte desagradable mencionarlo, no podemos ignorar que, en tiempos de Jesús, la mayoría de las personas no observaba una estricta limpieza de sus cuer-pos después de consumadas sus necesidades fisiológicas. El pueblo liso y llano practicaba esta necesaria acción higiénica a base de hojas, piedras o trozos de cerámica y, lamentable mente, en infinidad de casos, con la mano izquierda. Si el afectado por la disentería bacilar no tenía la precaución de lavarse después de una de las típicas diarreas, el peligro de llevar el conta-gio a todo cuanto tocase resultaba obvio. Se daban, además, otras muchas formas indirectas de transmisión. Bien a través de los objetos en contacto con las deyecciones de los disentéricos, por los vestidos, ropas de cama, vasos y platos, alimentos contaminados e, incluso, a través de la tierra, moscas, insectos y agua. La Divina Providencia, una vez más, había salva-guardado al «hijo dela Promesa»...
La Señora dio a luz al tercero de sus hijos -en este caso una niña- en la noche del 11 de julio de ese año «menos 2». Recibió el nombre de Miriam (Maria), como su madre.
-Fue el mejor regalo de cumpleaños para Jesús -abrevió Maria- Como sa-bes, cumpliría cinco años el 21 de agosto...
La noche siguiente, el curioso Jesús preguntaría por primera vez sobre el misterio de la vida y del nacimiento de los seres vivos. Como ya indiqué, durante aquellos años de su infancia, el pequeño no dejaría de formular preguntas. Todo le interesaba. Todo le sorprendía. Su curiosidad era insa-ciable y sus padres llegaron a tener verdaderos problemas a la hora de res-ponderle. En ocasiones se veían en la necesidad de esperar uno o dos días hasta que, a su manera y no siempre con acierto, procuraban satisfacer las dudas del bekor o primogénito. En el tema que nos ocupa -el de la procrea-ción, gestación y alumbramiento-, es muy posible que Jesús no se sintiera del todo satisfecho con las claras, pero insuficientes, explicaciones recibi-das. La culpa, desde luego, no era de ellos. En aquella época, los funda-mentos de la maternidad no se hallaban del todo claros. La medicina egip-cia, griega o babilónica conocía bien los órganos genitales externos, así co-mo el útero. Pero el papel de los ovarios no se menciona en ningún docu-mento. Los egipcios, por ejemplo, creían que los órganos pelvianos podían moverse con libertad y que, cuando enfermaban, debían ser fijados me-diante fumigaciones. En contraste con la importancia dada a los testículos -cuya significación fisiológica era bien conocida-, el papel de la mujer en la reproducción era confuso. La idea más generalizada entonces apuntaba hacia un útero, permanentemente abierto y dispuesto para la concepción. La influencia egipcia les hacía creer que «los huesos y tendones provenían del padre y la carne de la madre». En cuanto al esperma, se aceptaba que


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quedaba almacenado en los huesos. Tras el parto de Miriam, la Señora de-bió de sufrir algún trastorno pasajero y de escasa importancia porque -comentaba divertida«para aumentar el flujo de la leche me friccionaron la espalda con una raspa de pescado mojada en aceite...».
Y con su quinto aniversario llegaría también un obligado cambio en la vida del pequeño y feliz Jesús de Nazaret.
La madre del Maestro no era una excepción. Como cualquier ser humano guardaba en su memoria pequeños y grandes recuerdos de la infancia de sus hijos. Uno de estos aparentemente triviales «detalles» lo constituía la cuna de madera «que nunca tuvo Jesús». José, al parecer, se hallaba tan ocupado en el taller y en los negocios que -corno sucede con frecuencia en todos los hogares- no pudo encontrar un hueco para remediar tan básica necesidad. Ya se sabe: «En casa del herrero ... » Pero la Señora, que casi siempre se salía con la suya, le hizo prometer que la cuna aparecería en la casa antes del alumbramiento del tercero de los hijos. Y así fue. Miriam tu-vo su cuna.
Y llegó el día. El 21 de agosto de aquel año 2 (antes de nuestra era), al cumplir los cinco años, Jesús -de acuerdo con la costumbre- pasó a depen-der de su padre terrenal en todo lo concerniente a su educación moral y re-ligiosa. Hasta ese momento, los varones permanecían bajo la tutela de la madre. Las niñas, en cambio, seguían dependiendo de ella hasta llegados los doce años y medio. Con la primera menstruación, lo normal es que fue-ran desposadas, pasando así a la tutela del marido. Como quedó reflejado, la sociedad judía de entonces centraba todo su interés en los varones. Las mujeres no contaban. Ese día, María confió su primogénito a José. A partir de esa fecha, el padre tenía la obligación de enseñarle un oficio -generalmente el suyo- y de procurarle una educación. Sobre todo, una sóli-da formación religiosa. «Instruye al niño en su camino -rezaba el texto sa-grado-, que aun de viejo no se apartará de él» (Prov. XXII, 6). Aunque la escuela pública resultaba insustituible en la educación de los muchachos, la Ley especificaba cómo los padres debían instruir a sus hijos en los manda-mientos de Yavé, en los gloriosos hechos protagonizados por su pueblo, en el sentido de las fiestas y de toda la liturgia y, en fin, en un profundo respe-to hacia Dios. A pesar dé este forzoso «cambio», la Señora, como era natu-ral, no perdió de vista a su primogénito, colaborando con José en todo lo concerniente a la formación humana y familiar del pequeño. El fuerte tem-peramento de María -más audaz que el de su marido- no le hubiera permi-tido permanecer al margen. Jesús, entonces, de la mano de su madre, aprendió a conocer y cuidar los viñedos y las flores y enredaderas que lle-naban el pequeño jardín y los muros de la casa de Nazaret.


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-Fue una época sosegada y maravillosa -prosiguió María, sacando a la luz, sin prisas, sus vivencias- Recuerdo que acondicioné el terrado de la casa como lugar de juegos para mis hijos, José hizo unas cajas de madera y las llené de arena. Allí, Jesús primero y Santiago después, empezaron a gara-batear sus primeras letras. Les encantaba hacer mapas y jugar a guerras...
Aquel punto me interesó especialmente. Hoy día, algunos exegetas dudan de que el Maestro supiera escribir. Una de las razones para tan loco argu-mento es la incuestionable realidad de que «no dejó escritos». En eso tie-nen razón. No los dejó..., directamente; es decir, de su puño y letra. Pero, como veremos más adelante, sí los «dictó». Yo lo sabía. Jesús conocía el griego. Lo hablaba a la perfección. Pero, parapetándome en una sencilla ex-cusa, traté de averiguar cuándo y cómo aprendió aquella segunda lengua.
-Fue cosa de su padre -aclaró la Señora- Él lo hablaba muy bien. Yo, en cambio, ya ves -se ruborizó-, cuatro cosas...
María exageraba. Su griego, con un duro acento y algo precario, eso sí, era perfectamente inteligible.
-José era un hombre inquieto, consciente de la importancia de los idio-mas. Cuando el niño empezó a soltarse en nuestra lengua natal, el arameo, se empeñó en que aprendiera griego. Si tenía que continuar el oficio de su padre, viajando de aquí para allá, era vital que se defendiera en la lengua de los comerciantes. El texto que le regalaron en Alejandría resultó de gran importancia en su aprendizaje. Mi Jesús era despierto e inteligente como él solo y a los pocos meses empezó a leer la traducción de la Ley que nos en-tregaron en Egipto.
En todo Nazaret -según la Señora- sólo había entonces dos ejemplares en griego de las Escrituras. Uno, como digo, en la casa de José. Esta circuns-tancia contribuiría también a fomentar una serie de visitas al hogar de la familia que, indirectamente, enriquecerían al primogénito. Por allí pasaría un sinfín de sabios y pacientes investigadores, cuyas pláticas y consejos causaron honda impresión en Jesús. Más adelante, cuando el muchacho pu-do dominar el griego, él mismo, por propia iniciativa, se lanzó a la ardua la-bor del aprendizaje del hebreo. Jesús, por tanto, era bilingüe, aunque leía y escribía también la sagrada lengua de las Escrituras. El hecho de que no de-jara nada escrito no es razón para calificarle de semianalfabeto, como pre-tenden algunos. Tampoco dejó descendencia. ¿Quién, en su sano juicio, puede tacharle por ello de estéril o impotente? Las causas por las que, en efecto, se negó a dejar tras de sí hijos o documentos escritos fueron otras. Unas «razones» que tuvieron mucho que ver con ciertas decisiones, adop-tadas por Él poco antes de su vida de predicación. Esto lo descubriríamos más adelante, a raíz del tercer «salto».


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Su quinto año de vida, en fin, transcurrió sin mayores sobresaltos, excep-ción hecha del temporal cambio de domicilio y de un ligero trastorno diges-tivo que, exagerando, María calificó de «enfermedad». Su primera enfer-medad. En realidad, por los datos aportados por la madre, debió de tratarse de una vulgar indigestión (un empacho), provocada por una desmesurada ingestión de higos. Algo muy normal en los niños.
-Antes de que cumpliera los seis años -recordó súbitamente la Señora- sucedió algo que le desilusionó profundamente...
Aguardé impaciente.
-Jesús estaba convencido de que nosotros, sus padres, lo sabíamos todo. ¡Imagínate su sorpresa cuando, nada más empezar aquel verano, un pe-queño temblor de tierra sacudió Nazaret! Nos miró atónito. Preguntó, pero José no supo darle una explicación.
(En aquel tiempo, este tipo de fenómenos naturales era asociado a la ac-ción de Dios o a los espíritus maléficos).
-«Hijo mío», replicó mi marido, «en realidad, no lo sé». Jesús permaneció mudo, con una sombra de incredulidad en su rostro. Ya ves..., ¡le fallamos! Nunca nos lo dijo, pero yo supe que, desde aquel día, empezó en él una progresiva carrera de decepciones. Intentamos convencerle de que nuestra sabiduría era muy limitada. Fue inútil. Supongo que aquél fue un amargo día para su bulliciosa imaginación. Desde muy atrás, mi marido y yo misma, teníamos serios problemas para saciar su curiosidad. La intervención de los buenos y malos espíritus en muchos de los sucesos físicos (enfermedades, tormentas, calamidades, etcétera) no le convencía. No lo veía claro. Se pa-saba el tiempo discutiendo. Su lógica era temible e impropia de su edad. A veces nos daba miedo. Las cosas llegaron a tal extremo -sonrió con bene-volencia- que José se escondía, huyendo así de sus embarazosas pregun-tas...
No sé si es el momento adecuado. Quizá debiera hablar de ello más ade-lante. Baste un ligero apunte. Muchos creyentes están convencidos de que Jesús fue consciente de su naturaleza divina desde su más tierna infancia. A ello ha contribuido -no poco- la serie de fantásticas leyendas, todas de ca-rácter apócrifo, que han ido circulando a lo largo de la Historia sobre el Je-sús infante. La realidad fue otra. El joven de Nazaret necesitaría bastantes años para «descubrir» quién era en verdad. En todo ese tiempo sus ideas y comportamiento fueron los de un ser humano normal. Un hombre, eso sí, inquieto, curioso y en permanente lucha consigo mismo. Pero ese «drama», insisto, merece un capítulo aparte.
La Señora se refirió después a otro acontecimiento, ocurrido a primeros de aquel año 1 antes de nuestra era: la visita a Nazaret de sus primos Isa-bel y Zacarías.


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-¡Qué alegría, Jasón! Juan, su hijo, estaba precioso...
Aquél, efectivamente, sería un encuentro histórico. Era la primera vez que Jesús y su primo lejano se veían.
-Se hicieron muy amigos. Mi hijo le mostró las cajas de madera de la azo-tea y allí permanecían horas y horas, jugando con la arena.
Aunque la visita fue breve -apenas una semana-, las familias tuvieron tiempo suficiente para proseguir con «sus planes» respecto al futuro del «hijo de la Promesa» y su «lugarteniente», como consideraban al que, años después, sería conocido como Juan, «el anunciador». Esos «planes» -no me cansaré de repetirlo- asustarían hoy a los fieles cristianos. No se trataba de preparar una misión espiritual. Nada de eso. Todo giraba en torno al «deci-sivo Mesías político, que expulsaría al odiado extranjero (a los romanos) del sagrado suelo de Yavé».
Ahora, con el cadáver del Maestro en la tumba de José de Arimatea, su madre bajó la vista, consciente de su grave error. Isabel y María, en aque-llos lejanos años, no concebían siquiera a sus respectivos hijos como «anunciadores o mensajeros» de un reino espiritual. Y la Señora, por su-puesto, ni se planteó la posibilidad de que Jesús fuera realmente el Hijo de Dios. Esta firme creencia en un Mesías revolucionario y libertador -como ve-remos- les conducida, sobre todo a María, a desagradables choques con sus hijos. ¡Qué deformada aparece hoy la imagen de aquella patriótica galilea! Los creyentes, en su mayoría, se empeñan en sostener un falso y artificial recuerdo de una mujer que, aun siendo la madre terrenal de un Dios, no por ello era menos humana.
La amistad con Juan estimuló en Jesús el interés por la historia, fiestas y tradiciones de Israel. Su primo le habló de Jerusalén, de su grandeza, de sus edificios y del templo. Y aquellas imágenes quedaron grabadas a fuego en la mente del primogénito.
-Desde entonces -resumió la Señora-, cada poco nos repetía la misma pregunta: «¿Cuándo viajaremos a Jerusalén?» José, con su infinita pacien-cia, fue explicándole el porqué de cada una de nuestras fiestas y celebra-ciones: la Pascua, Pentecostés, Año Nuevo, la Dedicación... Pero lo que le tenía trastornado era el sagrado rito del sábado.
-¿Por qué?
-No entendía el rigorismo de la Ley. Y yo -confesó bajando el tono de la voz- tampoco...
La postura de María -muy liberal en asuntos religiosos- era comprensible.
Galilea se distinguía por su hospitalidad y por una forma de ser, mucho más
abierta que la del resto del país. Nazaret, en este aspecto, era uno de los
núcleos más tolerantes, El viejo dicho -«¿es que de Nazaret puede salir algo
bueno?»- encajaba a la perfección en la actitud de sus habitantes, perfec-


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tamente integrados entre los prosélitos extranjeros. (Una «lepra nacional»,
según los fariseos de la Judea.)
-Peor fue -añadió con un gesto de desolación- cuando, en aquellos meses, Jesús empezó a manifestar un casi blasfemo deseo de hablar directamente con Dios. ¡Quería dirigirse al Divino (bendito sea su nombre) de la misma forma que lo hacía con José! ¿Te imaginas, Jasón?
Claro que lo imaginaba. Como bien apuntaba su madre, aquella «loca pretensión» hubiera sido calificada de blasfema por la comunidad judía más ortodoxa. La palabra YHVH -Yod-HéVati-Hé o Yavé- era sagrada. Nunca era pronunciada por los israelitas. Sólo el sumo sacerdote estaba autorizado a invocar dicho vocablo, una vez al año y en mitad de los gritos del pueblo. ¿Cómo entender entonces que un niño pretendiera hablar -de tú a tú- con el Divino? Inconscientemente, el Jesús infante empezaba a «remover» en lo más íntimo de su ser lo que, en su día, sería la razón de su vida y mensaje: el Padre. Pero Él, lógicamente, era todavía muy pequeño para comprender el verdadero alcance de aquel maravilloso y sublime deseo... Estas extrañas ansias llenaron de angustia y perplejidad al sencillo matrimonio. La «singu-laridad» de Jesús estaba abriendo un profundo abismo entre Él y los suyos. (Hoy lo llamaríamos «conflicto generacional».)
-Muertos de miedo ante la posibilidad de que sus absurdas pretensiones llegaran a oídos de los sacerdotes y del vecindario -concluyó-, luchamos en vano por convencerle de que debía orar como se nos había enseñado. Pero, incorregible y tozudo como yo, insistía en «tener una charla con su Padre de los cielos». Fue una batalla perdida. Ahora lo entiendo, Jasón.
En junio de aquel año 1 antes de Cristo, José tomó una valiente decisión. Cedió el taller de carpintería a sus hermanos y, a pesar de las dudas de su esposa, se lanzó de lleno a la contrata de obras.
¡Ah, querido hermano! -se lamentó la Señora-, ¿por qué las mujeres se-remos tan desconfiadas? Era su sueño y yo, torpe y necia, le hice la vida imposible, renegando a cada momento por lo que estimé una locura. Ya ves, volví a equivocarme... Antes de que finalizara el año habíamos triplica-do los ingresos...
Fue una de las pocas veces que le escuché unas palabras de amor. Unas sencillas frases que denotaban su enamoramiento hacia el voluntarioso y noble José. Suspiró y, casi para sí, exclamó:
-¡Mi amor!... ¡Cuánto te necesito!
Desde entonces, hasta poco después del fallecimiento del contratista, la familia de Nazaret no temió ya la miseria.
-Aquellos dineros, sin ser nada del otro mundo, nos permitieron algunos desahogos.
-¿Cuáles? -pregunté sin reprimir la curiosidad.


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-No sé... Estudios de los niños, algunos viajes.... ¡una maravillosa vaca, un palomar!...
En los años sucesivos, su nuevo trabajo obligó a José a viajar constante-mente. Puso en marcha numerosas obras en poblaciones como Caná, Mig-dal, Naim, Nahum, Endor, Séforis y, por supuesto, en la misma Nazaret. Una de estas construcciones -en la referida Séforis, capital de 1,1 Galilea-, como ya anuncié, le llevaría a una muerte prematura...
Jesús sacó un gran partido de la profesión de su padre terrenal. Su her-mano Santiago ayudaba ya a su madre en las labores de la casa y esto permitió que el primogénito acompañara al contratista en muchos de estos desplazamientos por la región. No hacía falta que me lo recordase. Jesús era un observador nato. Y aquellos cortos viajes le enriquecieron. Como a cualquier niño de su edad, estas primeras experiencias le llenaron de asom-bro, guardándolas en su corazón hasta el final de sus días.
-No te imaginas las historias que nos contaba a la vuelta. Me volvía loca. Pero me sentía feliz al ver su cara de satisfacción. ¡Era una delicia!
Poco antes del año 1 de la era cristiana (el año «cero», como es sabido, no cuenta), María y José tuvieron que «llamarle al orden».
-No -me corrigió la Señora-, no fue un problema de indisciplina o desobe-diencia. Jesús era atento y cumplidor. Pero su pasión por la naturaleza, por los viajes y por aprender le hacían olvidar con frecuencia sus obligaciones domésticas. Le pedí repetidas veces que ayudara en las faenas de la casa. Pero siempre desaparecía... Hasta que un día, después de tratar el asunto con José, su padre se sentó junto a él, explicándole muy serio que, de mo-mento, debía someterse a la disciplina del hogar, en beneficio de la felicidad colectiva. Jesús le escuchó en silencio. Sabía escuchar. Reflexionó y, de buen grado, pidió perdón. No hubo que reprenderle nunca más. Era el pri-mero en ir a la fuente, en dar de comer a sus hermanos más pequeños, en cuidar de que no se apagara la lumbre y todas esas cosas... Eso sí, cuando tenía un minuto libre corría a jugar, a inspeccionar las flores o las plantas o a tumbarse boca arriba en la colina próxima.
-¿Y qué hacía en esa colina?
Maria levantó los ojos hacia el techo.
-Sentía pasión por las estrellas. Sus preguntas sobre el particular fueron un suplicio para el pobre José. Quería saberlo todo: ¿por qué el Sol no bri-llaba durante la noche? ¿Por qué la Luna era redonda? ¿Por qué, de vez en cuando, se movían las estrellas? ¿Por qué otras permanecían quietas? ¿Por qué la oscuridad duraba justamente lo que duraba? ¿A qué distancia estaba el Sol?... En fin, ya puedes comprender los apuros de mi marido y por qué terminaba por escapar cada vez que el niño arremetía con su interminable cuestionario.


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Hace dos mil años, la concepción del universo y de sus leyes resultaba extremadamente rudimentaria y confusa para la mayoría de los seres humanos. Y los judíos no eran una excepción. Alrededor del año 580 antes de nuestra era, la escuela de los librepensadores griegos inició un tímido estudio del cosmos. Los filósofos milesios, por ejemplo, creían que todo el universo era racional y que podía ser entendido y explicado a través de una cuidadosa observación científica. No iban descaminados. Pero no todos pen-saban así. De esta forma se empezó la elaboración de una teoría sobre el universo físico visible. Los griegos estimaron que los cuerpos celestes gira-ban en tomo a la estrella Polar, considerando que el Sol pasaba por debajo de la Tierra durante la noche y no alrededor de su borde, como pensaban otros astrónomos. Por supuesto, la ciencia de entonces suponía que nuestro mundo era el centro del universo. Siglos después, Aristarco de Samos ex-pondría una nueva y revolucionaria teoría: la Tierra giraba alrededor del Sol, describiendo una circunferencia. Plutarco defendió la acertada hipótesis de Aristarco, pero los «poderes fácticos» terminaron por arrinconar la «loca idea», manteniéndose la postura geocéntrica. Sólo Galileo, siglos más tar-de, se atrevería a dudar de nuevo. Éste, a grandes rasgos, era el panorama «científico» en el que tuvo que moverse Jesús.
Su séptimo año de vida en la Tierra resultaría igualmente intenso.
En el mes de shebat (enero-febrero) de aquel año 1 de la hoy denomina-da era cristiana, Jesús recibiría una de las mayores y más agradables sor-presas de su corta vida. Una mañana, al levantarse, sus hermosos ojos co-lor miel se abrieron más de lo normal.
-No olvidaré jamás su expresión. Estaba perplejo...
El pueblo entero había amanecido cubierto por una espesa capa de nieve. Aunque las temperaturas medias de Nazaret en los meses más crudos ra-ramente descienden por debajo de los 8 o lo grados centígrados, aquel in-vierno fue excepcional, meteorológicamente hablando. La segunda nevada alcanzó un ammüh de altura (un codo, aproximadamente; es decir, alrede-dor de 45 cm). Fue la más intensa de los últimos decenios. Ni los más vie-jos recordaban un fenómeno semejante. Para el niño y sus amigos –pasado el primer susto-, la novedad se convirtió enseguida en un excelente motivo de juego y diversión.
La anécdota me permitiría interrogar a la Señora sobre otro interesante capítulo de la infancia de Jesús. ¿A qué jugaba? ¿Cuáles eran sus juguetes favoritos?
María me miró con ternura.
-Tú, Jasón, no tienes hijos, ¿verdad?
Asentí en silencio.


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-La verdad, ahora que lo mencionas, no lo recuerdo muy bien... Sé que jugaba con las cajas de arena, pero...
(Días más tarde, durante una inolvidable estancia en la hacienda de Láza-ro, -en Betania -creo recordar que entre el 11 y el 14 de ese mes de abril-, los hermanos de Jesús vendrían a enjugar este lapsus de la Señora.)
-Su juego favorito -me explicaría Santiago- consistía en esconderse en lo más recóndito del taller de carpintería y, sólo o en compañía de Jacobo y de mí mismo, construir ciudades y aldeas imaginarias a base de astillas, viru-tas y tacos de madera. También guerreábamos por las calles y campos o simulábamos bodas y funerales. Cuando se trataba de jugar a «entierros», siempre había peleas. Todo el mundo quería ser el muerto...
Así supe -ocasión habría de comprobarlo más de una vez- que los niños de Nazaret, como los de todo el mundo y todas las épocas, gustaban de di-vertirse «al esconder», a la «gallinita ciega», a la peonza, al aro, a la pelota (golpeándola con las manos), a los columpios, a los dados, al «juego del molino» (una especie de «tres en raya»), a los «pares y nones», a las adi-vinanzas (sirviéndose de los dedos; en Italia se conoce hoy como morra), al cottabe (que consistía en fundir unos platos que flotaban en una jofaina lle-na de agua; para ello lanzaban vino sobre las escudillas, y el que primero lo echaba a pique era el ganador), al duodécimo scripta (un tablero parecido al juego del chaquete), «a coger» y, por supuesto, a otros juegos menos edificantes, como el my¡nda (hoy practicado en Creta). Los traviesos mu-chachos capturaban un escarabajo y, tras amarrarle una pequeña cuerda o cualquier otro material ligero, le prendían fuego, dándole caza.
Jesús no comprendía la prohibición de jugar en sábado. Pero, respetuoso y obediente, jamás protestó o incumplió lo establecido por la Ley judía.
Otra de sus aficiones preferidas era cuidar del palomar de su madre, re-cién adquirido con los sustanciosos ingresos del contratista. El producto de la venta de aquellos pichones era destinado a un fondo especial que admi-nistraba el propio Jesús y que, en la mayoría de los casos, se consumía en obras de caridad o en ayudas a los más necesitados del pueblo.
En el mes de ab (julio), el cada vez más robusto muchachito sufriría el primero y más espectacular de los muchos accidentes que le sobrevinieron en su agitada infancia. Al parecer su madre tampoco lo recordaba con pre-cisión se hallaba jugando en el terrado cuando, de improviso, la aldea se vio azotada por una fortísima tempestad de arena, procedente del este. (Este tipo de tormentas es relativamente frecuente en los meses de marzo y abril, pero francamente anormal en julio.) El caso es que, al intentar bajar las escaleras de madera adosadas a uno de los muros de la vivienda, el viento y la arena le cegaron, rodando por los peldaños.


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-Sólo fue el susto y alguna que otra magulladura -comentó María, estre-mecida-. Se lo había dicho a José: «Algún día tendremos una desgracia ... » A la mañana siguiente, tras escuchar en silencio mis improperios, colocó una barandilla y el peligro fue conjurado.
Quizá sea una simpleza, pero no ocultaré mis pensamientos. Al oír el re-lato de este suceso -muy normal por otra parte-, me pregunté algo que, sólo mucho después, me atrevería a formular al Maestro. Si es cierto que existen los llamados «ángeles guardianes» y que cada cual tiene el suyo, ¿por qué no evitaron tan peligrosa caída? ¿Qué habría ocurrido si Jesús hubiera fallecido a causa de los golpes? Repito: sé que puede parecer una frivolidad por mi parte. Eso no era posible. Pero la caída se produjo... El Maestro, cómo no, tenía la explicación.
El percance, sin embargo, resucitó en María los viejos temores. Y su an-siedad se multiplicó.
El cuarto día de la semana (miércoles para los judíos), 16 de marzo de aquel año 1, el hogar conoció de nuevo la alegría de un nuevo hijo. La Se-ñora dio a luz a su cuarto vástago: José.
-En junio del año anterior -desveló María, ruborizándose-, cuando llega-ron los primeros síntomas del nuevo embarazo, José y toda mi familia se sintieron felices. Dios, bendito sea su nombre, nos bendecía otra vez. Pero yo no estaba segura. Así que, por primera vez, mi marido me obligó a so-meterme a las pruebas de embarazo...
Una de estas, digamos, «pruebas de laboratorio» -que la Señora aceptó sumisa- consistía en observar los efectos de la orina sobre determinados vegetales. Si las hojas se marchitaban o los cereales no crecían, el embara-zo era descartado. Naturalmente, salió «positivo».
Al cumplir los siete años de edad, Jesús -como el resto de los niños judí-os- estaba obligado a iniciar su educación en las escuelas «públicas» o en las sinagogas. En agosto, por tanto, pisó por primera vez una escuela. Para entonces dominaba ya el griego con cierta soltura. Esta asistencia a lo que hoy podríamos denominar «estudios elementales» se prolongaría hasta los diez años. Allí conocería los rudimentos del libro de la Ley, tal y como fue escrito en el idioma hebraico. En los tres años siguientes pasaría a una «es-cuela superior», aprendiendo, por el tradicional método de la repetición en alta voz, las enseñanzas más profundas de la sagrada Ley.
Por descontado -aunque algunos historiadores lo dudan-, en la Palestina de Cristo había escuelas. Y la enseñanza era obligatoria y gratuita. Se tra-taba, eso sí, de una invención relativamente reciente: un centenar de años, aproximadamente. Simeón ben Schetach, un rabí presidente del Sanedrín y hermano de la reina Alejandra Salomé, fue el fundador de la primera beth hasefer o «casa del libro», según consta en Kethouboth (VIII, 1). El ejem-


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plo cundió rápido y, poco a poco, se institucionalizó una verdadera instruc-ción pública. La enseñanza era sagrada. «Si posees el saber -rezaba una máxima-, lo tienes todo; si no tienes el saber, no posees nada.» Y algunos doctores de la Ley proclamaban: « ¡Más vale que se destruya un santuario antes que una escuela!» (Bab. Sabbat, CXIX, 6). Después de la muerte del Maestro -hacia el año 64 de nuestra era-, un preclaro sumo sacerdote, Jo-sué ben Gamala, promulgaría un decreto que podría considerarse como la primera «ley escolar». En él se recogían hasta los más pequeños detalles: la obligación de los padres de enviar sus hijos a la escuela, las sanciones contra los alumnos distraídos o rebeldes y la organización de un «segundo grado» para los más aventajados. Jesús, como digo, conoció esta sagrada obligación y, naturalmente, se benefició de ella. El maestro solía ser un hazán; es decir, una especie de «gerente-sacristán» de la sinagoga. Su «sueldo» se hallaba supeditado a lo que los padres de los alumnos tuvieran a bien entregarle. Más adelante, cuando las escuelas empezaron a reunir a más de veinticinco alumnos, fueron nombrados maestros especiales. A pe-sar de las evidentes penurias económicas por las que solían atravesar estos profesores, la comunidad judía les tenía en una alta estima. Eran llamados popularmente «mensajeros del Eterno».
En Nazaret, como en casi todas las escuelas del país, los muchachos se sentaban en el suelo -generalmente al aire libre-, formando un semicírculo. El maestro se situaba o paseaba frente a ellos. No resulta difícil imaginar al joven Jesús, repitiendo a coro, de memoria, palabra por palabra, los textos del Levítico (el primer libro por el que empezaban las enseñanzas), de los Profetas, de los Salmos, etc. La sinagoga de su pueblo contaba, además, con un valioso ejemplar de las Escrituras en hebreo. Los procedimientos mnemotécnicos eran esenciales en aquel aprendizaje de las extensas y complicadas Escrituras. Repeticiones, paralelismos y aliteraciones eran fór-mulas obligadas para memorizar. Hoy, inmersos en la cultura del libro y de las imágenes, resulta difícil asimilar un procedimiento de transmisión oral tan aparentemente monótono y cansino. Sin embargo, es justo reconocer su eficacia. Modernas investigaciones han demostrado la importancia fisio-lógica y sicológica de esta ritmo-pedagogía, que tan provechosa resultaría, en el futuro, para el rabí de Galilea. No puede extrañarnos, por tanto, su inagotable dominio de las Escrituras. Desde muy niño las desmenuzó y memorizó como sólo aquel pueblo sabía hacerlo. Entiendo que su «poder divino» -que se manifestada con plenitud a partir de los 30 años, aproxima-damente- nada tuvo que ver en su exhaustivo conocimiento de los textos y citas bíblicos. Esta enorme erudición se consolidó mucho antes y por meca-nismos puramente humanos. Como decía, los rabíes le daban una gran im-portancia a las fórmulas memorísticas. Rabí Dostai, hijo de Janai, decía en


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nombre del rabí Meir: «El que olvida algunas palabras de lo que ha aprendi-do, causa su perdición» (Pirké Aboth, 111, 8). En las escuelas se repetía sin cesar, con el fin de estimular a los alumnos: «Eres como una cisterna bien afirmada, que no pierde ni una gota de agua» (Pirké Aboth, IV, 8). Esta ob-sesión por la fijación memorística llegaba al extremo de considerar al que recitaba como un hombre piadoso, e impío al que descuidaba tales ejerci-cios. Las niñas, lamentablemente, no tenían acceso a las escuelas ni a la enseñanza. Hasta los doce anos y medio no podían poseer nada; debían respetar al padre y a los hermanos; lo que encontrasen en la calle o en el campo era del padre; podían ser vendidas como esclavas; no tenían capaci-dad jurídica; no podían heredar, aunque fueran primogénitas; no podían decidir por sí mismas y, en caso de mutilación o violación, la posible indem-nización pasaba automáticamente al progenitor. Quizá fuese el uso exclusi-vo de las Escrituras en la pedagogía lo que inclinó a los judíos a negar este elemental derecho de instrucción a las niñas. El problema era sencillo. Si la mujer no ocupaba lugar alguno oficial en la religión, ¿a qué enseñarle la Ley? En el escrito nabírtico Sota (IX, a), el asunto queda sentenciado con la siguiente y rotunda frase: «Más valdría ver a la Torá devorada por el fuego que oír sus palabras en labios de mujeres.» Naturalmente, no todos eran tan radicales en la Palestina de Jesús. La familia de María y José, por ejem-plo, supo educar e instruir a sus hijas, al margen de la escuela. Unas escue-las en las que, con más frecuencia de lo que podamos sospechar, la disci-plina era sinónimo de castigo. Los «sabios doctores» refrendaban abierta-mente el uso de la vara para con los estudiantes indisciplinados 0, simple-mente, torpes y distraídos. «Odia a su hijo -dice el libro de los Proverbios- el que da paz a la vara. » Y otro versículo reza así: «No ahorres a tu hijo la corrección, que porque le castigues con la vara no morirá. » Un libro, la verdad, muy poco edificante desde el punto de vista pedagógico que, sin embargo, era tomado al pie de la letra por la mayoría de aquellos hazán o maestros de sinagoga, siempre con un palo en la mano. «La necedad se es-conde en el corazón de¡ niño sentencia dicho texto (Prov. XXII, 6)-l la vara de la corrección la hace salir de él. » Por fortuna para Jesús, las varas de sus maestros jamás le golpearon. Tuvo «problemas», sí, pero de otra índo-le...
Además del estudio, el primogénito de María tenía también otra debilidad: escuchar a los mercaderes y conductores de caravanas que se detenían habitualmente en Nazaret. Su conocimiento del griego le permitió dialogar con toda clase de gentiles, procedentes de los más remotos países, enri-queciendo así su formación humanística. Estos años de continuo diálogo con gentes de todos los credos y razas estimularían sus cada vez más ardientes deseos de emprender largos viajes. Pero tales «sueños» no cristalizarían


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hasta muchos años más tarde. Hubiera dado mi vida por presenciar algunas de aquellas animadas tertulias con los viajeros y guías que pernoctaban en la posada o que hacían un alto junto a la fuente pública de Nazaret y oír los comentarios y preguntas del joven Jesús...
Creo no equivocarme si afirmo que tales encuentros con los gentiles re-sultaron «providenciales», marcando en parte su destino. Fue a través de este contacto directo con la realidad del mundo cómo el Maestro empezó a conocer y a amar a todos sus semejantes. Sus padres terrenales y la escue-la influyeron poderosamente en su formación. Nadie lo duda. Pero esa ma-ravillosa oportunidad de relacionarse con hombres de toda condición acele-ró su proceso de maduración, transformándole, poco a poco, en un Hombre abierto y tolerante.
-¿Que si era un buen estudiante?
María, llevada de su lógico celo de madre, replicó a mi pregunta con un entusiasmo no exento de parcialidad. Era lógico.
-Fue brillante, Jasón. Además, tenía una gran ventaja sobre sus compa-ñeros: sabía griego... ¿No me crees?
La Señora debió de notar mi escepticismo.
-Sólo te diré una cosa. Al terminar el curso, el maestro le dijo a José: «Me temo que soy yo quien más ha aprendido con las atinadas preguntas de vuestro hijo ... »
En aquel primer año escolar sucedió algo premonitorio. Era costumbre que cada alumno, al ingresar en la escuela, escogiera un texto sagrado so-bre el que trabajaba y profundizaba una especie de «texto universitario»-, preparando una tesis que debía ser presentada al final del ciclo primario: a los trece años. Pues bien, Jesús eligió un párrafo del profeta Isaías (111, 61, 1-2) que habla por sí solo, en relación a lo que sería su propia misión. El texto dice así: «El espíritu del Señor Dios está sobre mí, por cuanto me ha ungido Dios. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a: vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad ... »
Isaías, posiblemente sin saberlo, había profetizado el anuncio del gran Evangelio de Jesús.
El primogénito aprendió mucho en aquel año escolar, sacando igualmente un gran provecho de los sermones y pláticas de los sábados, en la sinago-ga. En Nazaret, como en otros pueblos de la Galilea, existía una saludable costumbre: los sacerdotes y ancianos del lugar pedían siempre a los visitan-tes de relevancia que leyeran o se dirigieran a la comunidad en los habitua-les oficios sabáticos. De esta forma, el inquieto muchacho tuvo ocasión de escuchar a notables pensadores del mundo judío, así como a otros -menos ortodoxos- que, sin duda, le hicieron meditar tanto o más que los primeros


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sobre las realidades religiosas del momento. Nazaret era uno de los veinti-cuatro centros sacerdotales reconocidos oficialmente en Israel. Sin embar-go, su liberalidad a la hora de interpretar las leyes y preceptos religiosos -como sucedía en el resto de la Galilea- hacía posibles estas intervenciones públicas tan «poco ortodoxas», impensables en la Judea. Es preciso recalcar esta importantísima circunstancia -la gran tolerancia religiosa de Nazaret- para entender mejor el futuro comportamiento del Maestro. Esto explica, por ejemplo, la costumbre de José de pasear cada tarde del sábado por los alrededores de la aldea, en compañía de Jesús. Entre la constelación de prohibiciones establecida para el sabbat había una que marcaba, incluso, el máximo de pasos que podían darse. Por supuesto, «hecha la ley, hecha la trampa». Y esa dificultad para viajar o desplazarse en sábado era paliada con el truco del erub y de los dos mil codos, a partir del lugar donde uno residía. (Si en la vigilia del sábado se tenía la precaución de dejar dos co-midas preparadas para dicha festividad, el punto elegido era considerado como una nueva morada. En consecuencia, los dos mil codos -un kilómetro, aproximadamente- se contaban desde este último falso «domicilio»).
José, como la mayoría de sus convecinos, a pesar de sus profundas y sin-ceras convicciones religiosas, no estaba dispuesto a dejarse aplastar por semejante «locura burocrática». Y mucho menos en su único día de descan-so. De ahí que, haciendo caso omiso del penoso lastre de la Ley, cada sab-bat tomaba a su primogénito, paseando feliz hasta lo más alto de la colina situada al noroeste de Nazaret.
-Era su excursión favorita. Desde allí se divisa un maravilloso panorama: las nieves del Hermón, el monte Carmelo, el Jordán y, en los días claros -puntualizó María-, hasta las velas de los barcos en el «Gran Mar» (el Medi-terráneo). Jesús disfrutaba con aquellos paseos. Después, cuando mi mari-do faltó, él conservó la misma costumbre. Quería mucho a aquella colina...
A lo largo de ese séptimo año, su madre le enseñaría a ordeñar, a prepa-rar el queso y, sobre todo, a tejer. La Señora era una excelente tejedora. Y jamás consintió que José y sus hijos vistieran otras ropas que no fueran las que ella misma confeccionaba. Por aquella época, Jesús y su vecino e ínti-mo amigo, Jacobo, harlan un interesante descubrimiento: el taller del alfa-rero Nathan, cerca del manantial. Este buen anciano, habilísimo con el ba-rro, quería a los niños y muy especialmente al despierto y espontáneo Je-sús.
-Mil veces llegó a casa -comentó María suspirando con la idea de ser alfa-rero. Nathan era bondadoso y les regalaba puñados de arcilla. ¡Me ponía la casa perdida! Le encantaba moldear.. A instancias del alfarero rivalizaban entre ellos, a ver quién lograba la mejor figura. ¡Esta afición nos costaría más de un disgusto!


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Su lamento estaba justificado. La Ley judía prohibía cualquier tipo de re-presentación de imágenes humanas. Así había sido establecido por el propio Yavé. Pero el primogénito no terminaba de entender el porqué de esta limi-tación a unos sentimientos tan nobles como los de la expresión artística. Meses más tarde, esta inclinación le conduciría a una grave crisis.
Por mis conversaciones con la madre y demás familiares de Jesús -en es-pecial con sus hermanos- supe que su octavo año (2 de nuestra era) resul-taría especialmente intenso. En el capítulo escolar, por lo que pude deducir en mis posteriores indagaciones en Nazaret, las cosas fueron bien. Jesús, por mucho que se empeñase la Señora, no era un alumno extraordinario. Las conversaciones con el viejo profesor de la sinagoga serían esclarecedo-ras. El niño era un estudiante aplicado, despierto y con un sobresaliente afán de conocer. Pero nada más. Esa entrega, precisamente, le supuso, por parte de los responsables de la escuela, una valiosa «licencia»: librar una semana de cada cuatro. Esta dispensa fue acogida con entusiasmo por el primogénito, que pudo compaginar así sus estudios con otras aficiones: la pesca y el campo. Alternativamente, cada una de aquellas semanas la pa-saba a orillas del yam, en las cercanías de Migdal, con uno de sus tíos y en la granja del hermano de María, a 44 estadios al sur de Nazaret. Poco a po-co, merced a estas vacaciones, fue interesándose por las técnicas de pesca y por las más variadas labores agrícolas. (En nuestro tercer «salto» ten-dríamos la maravillosa oportunidad de contemplar sus excelentes dotes co-mo pescador, ejercitadas desde la infancia.) Su primera experiencia con una red tendría lugar en mayo (el mes de Iyyar) de ese año 2.
Su carácter alegre y servicial contribuyó a que las familias de sus tíos terminaran por quererle entrañablemente -cualquiera que le hubiera cono-cido mínimamente quedaba prendado al momento-, disputándose incluso sus permisos mensuales. La que más sufrió con aquellas periódicas ausen-cias fue su madre. Era imposible borrar de su corazón la idea de un acci-dente o de una enfermedad.
Estaba acostumbrada a tenerlo junto a mí -explicó resignada-, y estas ausencias me mortificaban. Vivía pendiente de cualquier posible noticia pro-cedente de la granja o de Migdal. Pero, como en otras muchas cosas -murmuró-, tuve que ir haciéndome a la idea de perderle...
Aquel año apareció en Nazaret un profesor de matemáticas, oriundo de Damasco. Cuando, en mi visita a la aldea, intenté localizarle, el misterioso personaje había desaparecido. Al parecer, aquel judío era mucho más que un maestro en números... Jesús entabló contacto con él y, además de reci-bir una esmerada y avanzada instrucción en todo lo concerniente a mate-


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máticas de la época, sus ojos se abrieron igualmente a otro fascinante y esotérico «mundo»: el de la Kábala. Éste fue otro de sus «secretos»...
Y también por primera vez en su corta vida, el primogénito se inició en una labor que, al fin y a la postre, desempeñaba hasta la muerte: la de en-señar.
-Como un hombrecito -apuntó la Señora con orgullo-, mi Jesús empezó a mostrar a su hermano Santiago los rudimentos del abecedario. Se sentaba con él a la puerta de la casa y, una y otra vez, le repetía las letras, escri-biéndolas en trozos de cerámica.
-¿Era paciente?
-Mucho. A pesar de la lógica torpeza de Santiago, jamás le vi renegar.
Los que sí perdían la paciencia eran sus maestros. Conforme avanzaba el curso, sus preguntas -demoledoras a veces- se hacían inquietantes, imper-tinentes y sacrílegas. Las explicaciones del profesor no le satisfacían. «¿Por qué Dios hizo la Creación en seis días? Eso es imposible -argumentaba con razón- Mi padre José necesita un mes para construir una casa ... »
La geografía y la astronomía, sobre todo, eran el caballo de batalla. Nadie sabía razonarle satisfactoriamente el porqué de las estaciones secas o llu-viosas, las variaciones de clima existentes entre Nazaret y el valle del Jor-dán, por ejemplo, o los eclipses. Por lo que pude averiguar, el muchacho empezó a convertirse en una pesadilla para maestros, sacerdotes y, natu-ralmente, para su propia familia, que tenía que encajar -día tras día- las crí-ticas y reprimendas de los instructores, heridos en su orgullo profesional. Sin saberlo, Jesús estaba gestando una atmósfera de rechazo y antipatía entre determinados círculos de la villa. Una situación irreversible que, con el paso de los años, le forzaría al definitivo abandono de Nazaret.
En el mes de Adar (febrero) surgiría la primera gran oportunidad para Je-sús. Una ocasión de «cambiar de aires » y de recibir una más pulcra educa-ción religiosa. Todo sucedió a raíz de una confidencia del deslenguado primo lejano de Maria: Zacarías, el esposo de Isabel. El padre de Juan, a pesar del mutuo acuerdo entre las familias de guardar en secreto lo relacionado con el «hijo de la Promesa», confesó el asunto a Nahor, un profesor de una de las academias rabínicas de Jerusalén. Éste visitó el hogar de Isabel, exami-nando a Juan. Después, por consejo de Zacarías, viajó a Nazaret, con idén-tica finalidad: observar a Jesús.
-Nosotros fuimos los primeros sorprendidos -matizó la Señora- José, in-cluso, se indignó ante la ligereza de Zacarías. Pero el mal ya estaba hecho. Y Nahor se entrevistó con Jesús. Le hizo muchas preguntas y, a juzgar por sus comentarios y las expresiones de su rostro, no le gustó demasiado la actitud de nuestro hijo...
-¿Por qué?


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-Supongo que le pareció un descarado. Las contestaciones de mi hijo en temas religiosos no fueron de su agrado. Pero, según nos confesó en priva-do, lo comprendía, dado que vivíamos en la Galilea...
-¿Y qué quería exactamente?
Se encogió de hombros.
-¡Ya puedes imaginártelo!...
No, no lo imaginaba.
-¡Llevárselo a Jerusalén! Eso dijo, al menos. Desde luego, algo vio en él cuando, sin más, nos propuso que estudiase en la Ciudad Santa. ¡Y gratis!
-No lo entiendo -tercié, simulando perplejidad- Era una buena oportuni-dad. ¿Por qué no prosperó?
-José y yo lo discutimos muchas horas. Pero mi marido no lo veía claro. Yo sí. Jerusalén hubiera sido la culminación de su carrera...
Conviene matizar que esta expresión -«la culminación de su carrera»- tenía un sentido... muy especial. María, ya lo dije, creía en su hijo como Mesías político. Aquella oportunidad, sin duda, le habría beneficiado.... des-de ese concretísimo punto de vista. Sin embargo, aunque estaba persuadi-do de que Jesús sería, en efecto, el «hijo de la Promesa», su padre terrenal nunca tuvo claro el papel mesiánico de su primogénito, tal Y como lo enfo-caba la Señora. Y murió con esa duda. Intuía que le aguardaba una gran misión, pero obviamente no podía conocer su naturaleza. Y, tal y como ma-nifestó su esposa, rechazó la oferta de Nahor. Las discrepancias entre José y María inclinaron al rabí por una fórmula intermedia. Les pidió autorización y, sin más rodeos, planteó a Jesús si aceptaba estudiar en Jerusalén.
-Mi hijo le escuchó atentamente. Pero no dijo nada. Después de la expo-sición de Nahor vino a nosotros y nos consultó. Con Jacobo, su íntimo ami-go, hizo otro tanto.
-¿Y cuál fue su decisión?
-Dos días después se entrevistó de nuevo con el rabí, explicándole que existían grandes diferencias de criterio entre sus padres y consejeros y que, en resumen, no se sentía capacitado para pronunciarse. «Ante esta situa-ción», añadió llenándonos de confusión, «he decidido hablar y consultar con mi Padre que está en los cielos».
(Eran los primeros «síntomas», los primeros «aldabonazos»., de aquel Je-sús Dios que todos conocemos y en el que muchos creemos. Su «concien-cia» superior -valga la expresión- empezaba a «despertar».)
Horas más tarde se reunía de nuevo con el rabí, diciéndole: «Siento que debo quedarme en casa, con mi padre y mi madre. Ellos me quieren y, en consecuencia, harán por mí mucho más que otros que pueden ver mi cuer-po y conocer mi pensamiento, pero que no me quieren.»

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