martes, 4 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 201 A LA PAG 220

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pueblo. Al norte y sur de dicha senda se apelotonaba un anárquico entra-mado de casas de piedra volcánica, sin el menor orden urbanístico, abierto por una endemoniada «tela de araña» de callejones y patios que, a pesar de mis esfuerzos, jamás llegué a conocer en su totalidad. El sistema y los materiales empleados en la construcción de las casas -la mayoría de una sola planta- eran idénticos a los de Nahum: bloques de basalto negro, tan abundantes en la región, formando hiladas muy poco ortodoxas, niveladas y rellenadas a base de tierra y guijarros. Y los tejados, ligeros y frágiles en la casi totalidad de las viviendas, habían sido dispuestos en declive, a base de vigas de madera y una rudimentaria mezcla de tierra batida y paja, que, tras la época de lluvias, debía ser recompuesta y apisonada. Siguiendo el mismo patrón que en Kefar Nahum, salvo alguna que otra excepción, las habitaciones, cuadras, depósitos de forrajes y almacenes en general se apretaban unos contra otros en torno siempre a un patio central, a cielo abierto, con una puerta única y común para las familias que compartían es-tas elementales «unidades vecinales».
Impulsado por la curiosidad, atravesé la aldea de un extremo a otro, Es-quivas y tímidas, algunas mujeres espiaron el paso de aquel extranjero desde la penumbra de las ventanas abiertas en los muros de piedra. De vez en cuando, correteados por niños descalzos, de cabezas rapadas y mejillas churretosas, grupos de patos, gallinas y gansos aleteaban inquietos y es-candalosos, levantando el barro del camino o precipitándose en el interior de los patios. Algunos de los muchachos, sentados en mitad de la calzada, jugaban con barcos de madera, lanzando y recogiendo sobre la tierra reta-zos de redes que, en su fantasía, ora venían repletas, ora exhaustas. Imita-ban el rítmico vocerío de los remeros o el ulular del viento y el fragor de supuestas tempestades. Sonreí para mis adentros. En el fondo y en la for-ma, los juegos infantiles apenas si han cambiado con el paso de los siglos.
Saidan, al menos por su «calle» principal, podía cruzarse en poco más de doscientos pasos. En el extremo oriental, el camino se precipitaba por una pendiente tan acusada como la del flanco opuesto, aunque mucho más cor-ta. Un río -el Zají- estrecho, quebrado y amurallado en sus márgenes por altas cañas «cardadoras» y eleph ha-elah, separaba al núcleo urbano del puerto pesquero. Tal y como fue detectado desde el aire, un terraplén de 200 metros de longitud partía perpendicular a la costa, girando en ángulo recto hacia el noroeste del lago. Algunas decenas de embarcaciones se ali-neaban en su interior, fondeadas en el centro del abrigado puerto o ama-rradas a los gruesos bloques de basalto del muelle principal. Un puentecillo de piedra, sin parapetos, hacía brincar el sendero hacia el puñado de casas y chozas que se levantaban junto a la dársena. Desde allí, el camino se perdía en dirección sur. A corta distancia del desarmado y viejo puente, al


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filo mismo de la margen izquierda del Zají, un grupo de mujeres lavaba en-tre risas y parloteos, secando la ropa sobre retamas y romeros. En la base de un peñasco próximo brotaba un manantial cuyas aguas eran recogidas en un estanque semicircular. De esta alberca de piedra partía un simple y angosto acueducto que, saltando el río, regaba los cultivos situados al norte y oeste de la población. Aquel lugar -la fuente pública de Saidan- era uno de los puntos de reunión, de chismorreo y de transmisión de noticias entre los vecinos de la aldea. Un auténtico «mentidero» oficial donde, a cualquier hora del día, uno podía codearse con matronas, pescadores u operarios de los secaderos de pescado que acudían a llenar sus cántaros y odres. Todo un «centro social» en el que nada ni nadie pasaba inadvertido.
Rodeando la meseta por aquel sector oriental me presenté de nuevo en la playa. Muchas de las casas orientadas al lago disponían en aquella zona de empinados escalones que permitían el acceso directo a la franja de litoral situada a 30 o 35 metros por debajo del nivel de las mismas. La lengua de tierra existente entre la orilla y los escalones, de apenas 60 metros de an-chura, se hallaba repleta de lanchas varadas y de redes apiladas o extendi-das sobre los guijarros y una «arena» formada por un espeso granulado ba-sáltico de fuertes tonalidades negras, rojas y blancas. Desde allí, en la des-embocadura del Zají, en una extensión de medio kilómetro, pescadores ais-lados o en pequeñas cuadrillas remendaban las redes o trabajaban dentro y fuera de las barcas, repasando aparejos y entablados o preparándose para inminentes faenas en el Kennereth. Muy cerca del agua, sólidamente ente-rradas, emergían unas pesadas piedras, de formas prismáticas, de 20 a 30 centímetros de anchura y entre 40 y 50 de altura, con unas perforaciones -a manera de «ojal»- en la parte superior y por las que eran introducidos los cabos y sogas de atraque de las lanchas que flotaban en la orilla. Se halla-ban estratégicamente alineadas a todo lo largo del litoral y, por pura deduc-ción, imaginé que una de ellas -la quinta empezando por el extremo opues-to- debía ser la situada frente a la casa de los Zebedeo. No me equivoqué. Varios de los pescadores, mucho más cordiales que el primero de los re-mendadores consultado, me situaron frente a las escalinatas de piedra que, en mitad de la playa, ascendían hacia el hogar de los «hijos del trueno». Allí, cómo no, me aguardaba una doble y comprometida situación.
Fue, un error. Un involuntario error que, en otras circunstancias, podría haberme costado caro. Pero la bondad y tolerancia de aquella familia no co-nocía límites. La cuestión es que, ansioso por entablar contacto con el padre de los Zebedeo, no me percaté de que había irrumpido en el caserón por una puerta privada, de exclusivo uso de los dueños e íntimos del lugar. Al empujar la recia hoja de madera me encontré en un corral rectangular en el


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que picotea6a una numerosa prole de gallinas. A la derecha, a la sombra de un cobertizo, se agitó inquieto un pequeño rebaño de cabras de largas ore-jas colgantes y carneros de enormes colas del género de los «barbarines», conocidos popularmente como «de cinco cuartos» por lo abultado de dichos apéndices (el quinto cuarto). La presencia de tales animales, oriundos de Libia, me dio una idea de la prosperidad de la casa.
Crucé el suelo de tierra apisonada y, al salvar una segunda puerta practi-cada en el muro de piedra del aprisco, me hallé frente a un espacioso patio a cielo abierto que guardaba una cierta forma de L. A diferencia del corral, el pavimento de este segundo recinto aparecía adoquinado y escrupulosa-mente limpio. A su alrededor se apiñaban seis casas de una planta, de dife-rentes alturas, con estrechas escaleras adosadas a los muros de basalto negro que permitían el acceso a los tejados. Varias mujeres y niños tras-teaban entre lebrillos, fogones, utensilios de cocina y muelas de amasar. Mi súbita y clandestina entrada los dejó perplejos. Una de las galileas cuchi-cheó al oído de la más anciana y ésta, abandonando un brasero sobre el que chisporroteaba una humeante y apetitosa fritada de pescado, desapa-reció a la carrera por una de las oscuras estancias. Entonces, como digo, no comprendí el porqué de tan esquivo comportamiento. Mi aspecto, después de todo, aunque algo vencido por el viaje, no era incorrecto. Los saludé, deseándoles paz, pero no obtuve respuesta. Una de las niñas, de cuatro o cinco años, rompió a llorar, refugiándose entre los pliegues de la túnica de su madre. Alarmado e indeciso, no supe qué decir. Di un par de pasos con la intención de preguntar por el cabeza de familia pero, temerosas, retroce-dieron. La embarazosa situación no duró mucho. Gracias al cielo, a los po-cos segundos, por una de las puertas aparecieron dos hombres y la anciana que, evidentemente, se había apresurado a advertirlos de la sospechosa presencia de aquel larguirucho y entrometido extranjero.
Mi corazón se agitó. Aquellos galileos eran Juan y Santiago, hijos del Ze-bedeo. ¿Cómo era posible? Su llegada a la costa norte del lago estaba pre-vista para la noche de aquel miércoles o, como ya expliqué, en la mañana del día siguiente. La sorpresa fue mutua. Al reconocerme, Juan tranquilizó a sus parientes y, con los brazos abiertos, salió a mi encuentro, abrazándo-me. La entrañable acogida distendió los ánimos y las hebreas, curiosas, sin quitarme ojo de encima, volvieron a sus quehaceres. Santiago, distante corno siempre, se limitó a esperar a la puerta de la casa. Su anguloso ros-tro aparecía más grave y ojeroso que de costumbre. Me devolvió el saludo y, frío y directo, preguntó cómo me las había ingeniado para alcanzar el yam con tanta diligencia. (La palabra yam era la designación más corriente del Kennereth o mar de Tiberíades entre los pescadores y habitantes de las


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orillas del lago.) Me sentí atrapado. Pero cuando me disponía a improvisar una excusa, Juan terció en el comprometido asunto.
-No tenías por qué molestarte...
Y tomando la cesta de las provisiones la levantó sonriente y feliz, mos-trándola a los presentes. Los niños, alborozados, se precipitaron sobre la canasta, intentando averiguar su contenido. Pero Juan, en tono severo, los contuvo. No tuve valor para deshacer el malentendido y, resignado, esbocé una sonrisa de circunstancias. La iniciativa del impulsivo Juan me había sal-vado de las inquisidoras preguntas de su hermano, al menos de momento. A cambio, nuestras reservas alimenticias «volaron».
Santiago regresó al interior de la estancia y, aprovechando su ausencia, me interesé por el resto del grupo. La explicación, en el fondo, era muy simple. Él y su hermano se habían adelantado. Los demás llegarían a Sai-dan al anochecer. Atendiendo los deseos de los gemelos, cuya familia resi-día muy cerca de Kursi (Gerasa), los íntimos de Jesús habían hecho un alto en el camino. Con gran excitación, Juan resumió el peregrinaje de los once por el Jordán durante aquellas casi tres jornadas, aludiendo a las numero-sas paradas que se vieron obligados a efectuar, con el fin de satisfacer las preguntas de las gentes en torno a las noticias sobre la pretendida resu-rrección del Maestro. Pedro, en especial, fue el más ardiente, vaciándose en discursos que conmovieron a las sencillas poblaciones de la ribera del bajo Jordán. Eran, como ya anuncié, los primeros signos de lo que, meses más tarde, terminaría por fraguar en una «jefatura», tácitamente aceptada por el flamante «colegio apostólico».
Satisfecha parte de mi interés, le expliqué que los negocios -como ya anunciara al grupo en el camino de Betania- me habían arrastrado hasta la costa norte del yam y que, una vez culminados, si mi presencia no era cau-sa de incomodidad, tenía el propósito de acompañarlos, tomándome así unos días de descanso. Juan se mostró encantado, rogándome que supiera comprender y perdonar la desolación que en aquellos instantes se cernía sobre su familia El estado de salud de su padre no era bueno y esto los te-nía preocupados. Le recordé mi condición de médico y, sin meditarlo sufi-cientemente, le animé a que me permitiera examinarle. Dicho y hecho. A renglón seguido me condujo a la casa en la que, poco antes, había visto desaparecer a su hermano. La vivienda, como el resto de las que formaban parte del patio familiar, carecía de puerta. En el umbral se alineaban varios pares de sandalias. Un tanto contrariado me descalcé. La verdad es que no me agradaba perder de vista las delicadas zapatillas «electrónicas». Pero, el no hacerlo, hubiera significado una descortesía para con mis anfitriones. La vivienda, de unos 7 metros de lado, se hallaba dividida en dos por un tabi-que que, al igual que los suelos y el resto de los muros, había sido revocado


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con yeso. Una lámpara de aceite colgaba de la techumbre de la primera de las estancias, esparciendo una luz amarillenta e insuficiente. Junto a la puerta de entrada, sujetas a la pared por sendos aros de metal, descansa-ban dos ventrudas vasijas de arcilla roja, con las bocas taponadas por hojas y ramas aromáticas que protegían y daban un refrescante sabor al agua que almacenaban. A la izquierda, en el muro del fondo, varias alacenas guardaban todo tipo de cacharros de cocina: coladores, cucharas, tenedo-res,, cazos, cribas, filtros, vasijas, planchas para colocar sobre el fuego, cu-chillos, platos de madera y un rudimentario fuelle confeccionado con piel de cabra. En el suelo, sobre esteras de hoja de palma, se almacenaban cestas con legumbres, jarras de bronce y un taburete de madera. En la estancia contigua, tan sencilla como la anterior, la luminosidad era algo mayor. En el muro orientado al este, un ventanuco con las contraventanas abiertas deja-ba pasar la luz del atardecer, soleando tímidamente un piso igualmente al-fombrado. En una estantería colgada del tabique medianero, cuidadosa-mente enrollados, se distinguían los coloreados edredones que servían para dormir. El escaso mobiliario lo completaban una cómoda, pintada de vivos colores, y dos lámparas herodianas de aceite que reposaban, una sobre el mencionado mueble y la otra en el suelo, en la cabecera del jergón sobre el que yacía un anciano. A los pies del colchón de paja, Santiago, de rodillas, contemplaba atento y en silencio a un hombre de túnica blanca y poblada barba negra que, en cuclillas, rebuscaba en una caja de madera. El instinto me puso sobre aviso. Inmóvil en el umbral, dejé que Juan se aproximara al lecho. Aquella situación podía resultar comprometida. La insignia prendida en el pecho del individuo vestido de blanco, una haruta, con una rama de palmera, significaba que me hallaba frente a un médico o sanador -posiblemente un rofé-, llamado por la familia. Debía actuar con discreción, sin lastimar la dignidad del pensativo «galeno». En realidad, de acuerdo con nuestro código, si la dolencia era grave, debería abstenerme de intervenir.
Juan se inclinó sobre su padre y, tomando sus manos entre las suyas, me hizo un gesto, indicándome que me acercara. Le hice ver que, dada la pre-sencia del médico, quizá mis servicios no fueran necesarios. Pero, haciendo caso omiso de mis consejos, insistió para que le examinase.
(En aquellos delicados momentos no alcancé a explicar el porqué de la in-tensa mirada del sanador. Y torpe de mí, lo atribuí a la curiosidad. Algún «tiempo después» -¿o debería referirme a un «tiempo antes»?- comprende-ría que Assi me había «reconocido». Como médico, mis gestos y forma de actuar no pasaron desapercibidos para el esenio. Pero, prudentemente, guardó silencio. Dios le bendiga por no haberme descubierto.)
Assi, el rofé, antiguo amigo de los Zebedeo y, lo que era más interesante, de Jesús de Nazaret y del grupo, salió de su mutismo y, con una conciliado-


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ra sonrisa, me señaló al paciente, animándome a que interviniera. El más joven de los Zebedeo no me presentó como comerciante o simple curioso y seguidor de la doctrina del rabí, sino como «sincero amigo del Maestro». Lleno de satisfacción, fui a situarme a la cabecera del jefe de la casa: un anciano, de una edad que podía rondar los sesenta años, extremadamente delgado, aunque de complexión fuerte y fibrosa musculatura, fruto, sin du-da, de sus muchos y duros años como pescador y constructor de barcos. Tenía el cabello blanco y un rostro endurecido y bronceado por el sol y los vientos del lago, ligeramente punteado por una barba cana de tres o cuatro días. Me observó sin reservas; desde el fondo de unos ojos claros y, confia-do, me dejó hacer. El pulso se hallaba algo alterado. No demasiado. En cuanto a la temperatura, tampoco me pareció irregular. Con suma delicade-za, a media voz, rogué al Zebedeo que me indicara cómo había aparecido el mal. Cerró los ojos y, llevándose las manos a la cabeza, murmuró que «primero había sido aquel intenso zumbido, como si una nube de insectos revoloteara en su interior. Después llegaron los dolores, la pérdida de audi-ción y los mareos». En un gesto de dolor, apretó las orejas con sus enor-mes y encallecidas manos. Levanté la vista hacia Assi, interesándome por su diagnóstico. El sanador, que pertenecía a la secta de los esenios y que había desplegado una intensa actividad como médico durante los años de la «vida pública» de Jesús, atendiendo a los muchos enfermos que acudían regularmente hasta Kefar Nahum con la esperanza de ser curados por el rabí de Galilea, movió la cabeza negativamente y, con toda franqueza, me expuso sus dudas. Desde que fuera reclamado por el Zebedeo -de esto hacía ya cuatro jornadas-, la casi totalidad de sus observaciones había re-sultado negativa. La memoria, el estado general de conciencia del paciente, posibles temblores, expresión del rostro, color de la piel, cara y ojos, así como la respiración, olor del cuerpo e inspección diaria de la orina y excre-mentos eran normales. Los exámenes funcionales de Assi -no en vano había recibido adiestramiento en las excelentes escuelas de medicina de Alejandría y en el per-ankh o Casa de la Vida de Assi-, con movimientos y giros de cabeza y extensiones y flexiones de piernas (ante posibles luxacio-nes cervicales o traumas de naturaleza lumbar), se me antojaron oportuní-simos y certeros. El problema, sin embargo, era mucho más simple.
-... En un principio -prosiguió Assi midiendo cada una de sus palabras- llegué a pensar en una fuerte migraña, ocasionada por un mal viento.
Y mostrándome la colección de pócimas e infusiones que guardaba en su caja, añadió:
-Pero las aplicaciones locales de coriandro, semillas de pino, tomillo, hígado de asno y ganso, natrón, tamarisco y huesos quemados de peces han sido infructuosas.


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El voluntarioso «auxiliador» -Assi rechazó una y otra vez mi calificativo de rofé, afirmando que sólo el Bendito (Dios) tenía la potestad de sanar- pro-bó, incluso, con uno de los ritos de transferencia del mal, muy común en el antiguo Egipto y recomendado para la «hemicránea» o dolor en un lado de la cabeza. Durante cuatro días había frotado la cabeza del paciente Zebedeo con la de un pescado, intentando -con escaso éxito, claro está- «que los va-sos temporales restituyeran el aire al enfermo».
Sin embargo, a pesar de estas y otras supersticiones que tuve oportuni-dad de presenciar, el «auxiliador» -fruto, de su dilatada experiencia- no es-tuvo desencaminado en el diagnóstico final. El zumbido, los fortísimos dolo-res de oídos y la pérdida de audición -sentenció con pleno convencimiento- podían ser síntomas de una otorrea o de una otitis. (Ambos males eran per-fectamente conocidos desde muy antiguo.) Para Assi, como para el resto de los médicos de hace dos mil años, cada uno de los oídos recibía dos vasos, que llegaban por encima de los hombros. A través de ellos entraba la vida o la muerte. La primera, por el oído derecho y la segunda, por el izquierdo. (Una concepción derivada del poder que entonces se asignaba a la palabra hablada.) Pues bien, según Assi, la causa de aquella posible sordera del Ze-bedeo había que buscarla en el desarreglo de los dos vasos que terminaban en la raíz de los ojos o en las sienes.
-En este caso -concluyó- lo más indicado sería una aplicación a base de sales minerales, hojas de legumbres o una oreja de asno en un ungüento base.
Desconcertado, no me atreví a replicarle.
-Claro que, quizá, resultase más eficaz un emplasto de estiércol o cola de escorpión... Tú, Jasón, ¿qué opinas?
¿Qué podía decir? Simulé que reflexionaba y, evitando un enfrentamiento directo, traté de ganar tiempo. Solicité de Juan una de las lucernas de acei-te e, incorporando el torso del anciano, aproximé la candela a su oído dere-cho. Assi y los hermanos se apresuraron a ayudarme. A pesar de la precaria iluminación no tardé en constatar el posible origen del mal. Repetí la explo-ración en el oído izquierdo, llegando a la misma conclusión: las sensaciones acústicas percibidas por el Zebedeo y los posteriores dolores obedecían a lo que en medicina llamamos «acúferros» o «acusmas». Aunque esta pertur-bación aparece con frecuencia en la mayor parte de las enfermedades del oído, en ocasiones se debe a la natural acumulación en el conducto auditivo externo de cerumen (una secreción cérea de las glándulas sebáceas de di-cho conducto que, en ocasiones, se espesa, formando un tapón). Ésta era la causa principal del trastorno. Un trastorno que, detectado a tiempo, no te-nía por qué ofrecer excesivas complicaciones.


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Lo benigno y, en cierto modo, intrascendente del caso me autorizaba a intervenir, sin que por ello quebrara las rígidas normas de Caballo de Troya. En resumen, se trataba de lograr un progresivo reblandecimiento del ceru-men, procediendo después a su extracción. Para ello, al menos durante los próximos tres o cuatro días, debería suministrarle algún medicamento o pó-cima que actuara como disolvente de la masa de cera. El problema era có-mo hacerlo sin despertar suspicacias y, además, de inmediato. La doliente postración del Zebedeo así lo requería. Sin demasiadas alternativas, eché mano de la improvisación. Invocando una inexistente receta del Libro de las sentencias, de Jesús ben Sirac, escrito ciento cincuenta años antes de Cris-to, tranquilicé la conciencia médica del esenio, provocando la lógica admira-ción de Juan y Santiago. De momento había que trabajar con los únicos elementos a mano. Más adelante, de vuelta a la nave, la preparación de los ungüentos seria menos heterodoxa y precipitada. Siguiendo mis instruccio-nes, Assi preparó un analgésico, a base de hojas de melisa (cuyo contenido en aceite esencial con citral, citronelal, geraniol, linalol y tanino resultaba muy recomendable) y unos gramos de samé de Sinta, un potente anestési-co. Con idéntica diligencia, Juan calentó en mi presencia unos centímetros cúbicos de aceite puro de oliva y, cuando estimé que la temperatura había alcanzado los 20 o 25 T, vertí unas gotas en cada uno de los oídos del pa-ciente. Aquél fue el único momento en el que el «auxiliador» torció el gesto, reprobando en silencio mi actitud. Pero, discreto y respetuoso para con los métodos de aquel médico extranjero, no dijo nada. En posteriores encuen-tros, una vez ganada su confianza, me confesaría el porqué de aquel mudo reproche. Tal y como relata Josefo, los esenios consideraban el aceite como impuro y, «cualquiera que accidentalmente entrara en contacto con él, manchaba su persona». Ésta era una de las razones que los obligaba a mantener la piel seca y a vestir siempre de blanco (Antigüedades judías, 11, 8, 3, 123). Esta interesante secta -de la que también deberé hablar- se hallaba abiertamente enfrentada con las interpretaciones religiosas y los hábitos de las castas sacerdotales judías. El Talmud, por ejemplo, estable-cía la unción como una necesidad. «Tomar un baño y no ungirse -rezaba el Shabbat 41 a- es como poner agua en un jarro.»
El fuerte analgésico no tardaría en surtir efecto. Así que, de mutuo acuerdo, Assi y yo recomendamos a los hijos del Zebedeo que le permitie-ran reposar, administrándole dos nuevas dosis de aceite caliente durante la primera vigilia de la noche y al alba. La tercera correría de mi cuenta, en esa misma mañana del jueves. Santiago, algo más reconfortado por mis palabras de aliento, que restaron gravedad al lance, se opuso a que me marchara. Juan, en uno de sus infantiles arranques, ante mi firme negativa a pernoctar en Saidan, se precipitó hacia la puerta, apoderándose de mis


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sandalias y huyendo con la loable y sana intención de que, forzado por tal circunstancia, declinara en mis pretensiones de partir hacia Nahum. Me asusté. Aunque resultaba improbable que llegara a descubrir los ocultos mi-crosistemas electrónicos, sí cabía la posibilidad y el grave riesgo de que en uno de aquellos arrebatos las destruyera o, simplemente, las escondiera, perjudicando así los planes de la operación. Assi y Santiago rieron la ocu-rrencia, anunciándome divertidos «que ahora sí estaba perdido». Salí tras él, justo a tiempo para ver cómo cruzaba la puerta de acceso al corral. Juan no se detuvo y, de un salto, se lanzó escaleras abajo, en dirección a la playa. En mitad de los empinados peldaños frenó e, indeciso, como si bus cara un escondrijo para el calzado, echó una rápida mira da a las barcas va-radas entre las redes. Le grité para que cesara en aquel incómodo juego, pero, levantando las san dalias por encima de su cabeza, me desafió a que le diera alcance. Ágil como un gato, renunció a los últimos escalones, sal-tando limpiamente sobre la costa. Maldiciendo mi mala estrella, corrí tras el alocado Zebedeo, hiriéndome los pies contra los guijarros. La persecu-ción, en la que naturalmente yo llevaba la peor parte, se prolongó, playa arriba, hasta casi un kilómetro de Saidan. Agotado, cuando estaba a punto de claudicar, Juan se paró en seco. Le vi soltar las sandalias y, de espaldas, comenzó a retroceder con pasos inseguros y vacilantes. Frente a él se abría la gran colonia de tortugas de los pantanos. Me extrañó que no si-guiera adelante. Aquellos quelonios eran tan torpes como inofensivos. Al darle alcance, demudado, incapaz de articular palabra, señaló hacia la ne-gruzca grava de la costa. Confundida entre los cantos rodados se retorcía una serpiente de un metro de longitud. Esta vez fui yo quien soltó una car-cajada. Y aproximándome al ofidio, lo atrapé por la base de la cabeza, le-vantándolo y mostrándoselo al descompuesto Zebedeo. Aquel asustado animal, único en la fauna de Palestina, era una pobre serpiente de agua, in-capaz de hacer daño y cuya dieta básica eran los peces del lago. (En los ac-tuales mosaicos de la iglesia de Tabja aparece un flamenco luchando con uno de estos apacibles reptiles del Kennereth.) Juan, con los ojos desenca-jados, suplicó que le perdonase y que «me deshiciera de aquel demonio». Era inconcebible. A pesar de sus muchos años de intensa
amistad con Jesús de Nazaret, aquellos rudos pescadores seguían aferra-dos a toda suerte de supersticiones y maleficios. Claro que también era po-sible que aquel terror hacia las serpientes constituyera una «ofidiofobia»: un miedo patológico a estos ofidios, cuyas causas sólo pueden desvelarse mediante un profundo análisis psicológico del individuo. Para algunos auto-res, la «zoofobia» en general -o miedo patológico a los animales- podría va-lorarse como un oculto rechazo a tener hijos. Curiosamente, Juan moriría soltero...


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Incapaz de sostener o alimentar tan desagradable situación, me apresuré a soltarlo cerca del agua. El reptil, como imaginaba, se sumergió al momen-to, desapareciendo en el yam. Y el discípulo, bañado en un sudor frío, se dejó caer sobre la arena, exhausto y tembloroso. Recogí mi calzado y, olvi-dando la travesura, traté de reanimarle secando su frente. Durante breves segundos me observó en silencio. De pronto, sus inquietos ojos negros se clavaron en los míos, preguntándome a quemarropa:
-¿Quién eres en realidad? No te conozco y, sin embargo, te conozco. Yo te he visto antes...
Una lámina de fuego se propagó por mi vientre y, adivinando una secreta intención tras las palabras de mi amigo, esquivé la delicada cuestión con una forzada sonrisa de perplejidad, añadiendo algo que él ya conocía:
-Lo sabes bien: un torpe griego que, al fin, ha encontrado la Verdad.
No aceptó mi explicación. Y con audacia continuó el acoso:
¿Por qué el Maestro, nada más verte en la casa de Lázaro, te recibió co-mo a un viejo y querido amigo? ¿Por qué tu interés por Él? ¿De dónde vie-nes? ¿Por qué desafiaste a los odiosos romanos, permaneciendo al lado del rabí mientras los demás huían? ¿Cómo puedes saber cuándo y dónde.. ?
No le permití continuar. Sellé sus labios con mi mano derecha y, negando con la cabeza, intenté descabalgarle de tan peligrosos pensamientos. Creo que fue inútil. Juan sabía o intuía algo. Su última pregunta fue toda una confirmación y el anuncio de que, por primera vez, me hallaba en un serio compromiso.
-¿Por qué desapareciste en una nube blanca?
Al oír el asunto de la niebla quedé desarmado.
-¿Cómo sabes eso?
En su candidez, el discípulo confesó el único posible origen de su correcta información: Juan Marcos. Para mi infortunio, el benjamín de la familia Mar-cos, una vez repuesto de la escena del monte de los Olivos, corrió al en-cuentro del grupo, uniéndose a la expedición a Bet Saida. En el camino, an-te la incredulidad general, dio pelos y señales de la extraña niebla surgida a mis espaldas y de cómo «Jasón había entrado en ella, esfumándose como un ángel del Señor».
-Por supuesto -remachó el Zebedeo-, ninguno de mis compañeros dio crédito a sus « fantasías ».... excepto yo.
-Así que Juan Marcos viaja con vosotros...
Juan asintió triunfante, dando por hecho que me tenía atrapado.
-Muy bien -concluí rotundo- Mañana te demostraré que estás equivocado.
Y sin darle ocasión de replicar, me alejé hacia el camino, emprendiendo el viaje de retorno a la «cuna». La jornada del jueves, 20 de abril, prometía ser tan «animada» como la que estaba a punto de concluir.


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Bien mirado, la carrera en pos de Juan Zebedeo también tuvo su lado bueno. Me permitió abandonar Saidan más rápidamente de lo calculado y, por añadidura, situarme al corriente de la presencia, entre los íntimos, del pequeño Juan Marcos. No tenía muy claro cómo, pero debía actuar. Era menester que pusiera en marcha una estratagema lo suficientemente clara y redonda como para disipar los recelos y las insinuaciones que acababa de escuchar. En el fondo, aquella inesperada situación nos serviría de lección. Caballo de Troya había subestimado a los supuestamente «primitivos» e «incultos» hombres del siglo 1. Algo se me ocurriría.
Poco antes de las 18 horas, sin el menor tropiezo, avisté el puente sobre el río Korazín. Eliseo se alegró al oír mi voz. Los cálculos eran correctos. Sin carga, y a buen paso, el camino de Saidan a Kelar Nahum podía cubrirse en poco más de una hora, reduciendo la primera caminata en unos veinte mi-nutos.
Aboné el obligado «peaje» (dos leptas, equivalentes a un cuarto de as; es decir, pura calderilla) al funcionario de la aduana, y siguiendo la calzada, rodeé la ciudad por su cara norte hasta alcanzar el camino que ascendía hacia la colina sobre la que se asentaba el módulo. Restaban unos minutos para el ocaso y, después de prevenir a mi hermano, opté por seguir unos pasos más -hasta el extremo sur del promontorio-, evitando así la senda que había utilizado en la bajada y que, como dije, se bifurcaba a una milla de Nahum. No era prudente que me vieran tomar el caminillo del cemente-rio. A unos cien metros del lugar donde había coincidido con Jonás, el toda-vía supuesto monte de las Bienaventuranzas quedaba seccionado en su la-dera sur por la vía Maris. Aquél era uno de los pasos más angostos de la costa norte. A la izquierda de la calzada, el terreno se precipitaba material-mente sobre las aguas, formando un inclinado talud de 20 o 30 metros. El precipicio me serviría de referencia en los sucesivos retornos a la «base-madre». Desde allí, falda arriba, la nave se hallaba a 600 pies. La ruta, a partir de aquel punto, se alejaba un poco del litoral, dibujando un amplio arco que bordeaba las chozas y el «complejo hidráulico» de Tabja. En aquel momento reparé en un acueducto de unos dos metros de alzada, semica-muflado por la vegetación, que arrancaba de la zona de los molinos, en «las siete fuentes», perdiéndose entre el roqueo de la costa, en dirección a Nahum. A la mañana siguiente comprobaría que se trataba de una de las más importantes conducciones de agua potable que abastecía a la «ciudad de Jesús». Disponía aún de un cierto margen de luz y, pensando en paliar la fallida adquisición de víveres, creí oportuno acercarme al poblado que tenía a la vista. Con toda seguridad, los vecinos de Tabja podrían suministrarme l agua y algunas provisiones. Eliseo no lo creyó oportuno,


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pero, en contra de su voluntad, salvé los 300 metros que me separaban de las chozas. De nuevo me vi gratamente sorprendido. El aprovechamiento industrial de Nahum era perfecto. Si los astilleros, la fabricación de vidrio, la artesanía y el comercio se centralizaban en la ciudad propia
mente dicha, allí, entre huertos, frutales y un airoso palmetal, palpitaban los rumorosos manantiales que daban vida a los molinos de agua y a las fraguas. Los primeros, en su mayoría, eran harineros, aunque también los había para el aserrado de la madera, la trituración de la aceituna y de la uva e, incluso, para la molienda de la pimienta y el corte de piedra. Cada jornada, cuadrillas de operarios y «especialistas» de las vecinas localidades de Guinosar, Nahum y Migdal se desplazaban hasta el bello rincón, ponien-do en marcha las curiosas «maquinarias», ideadas y construidas por los romanos y que son citadas por Vitruvius. Entre esta industriosa red de al-bercas, canales y acueductos se levantaban también los tradicionales moli-nos de grano, movidos a mano o con el concurso de animales. Pero lo que verdaderamente llamó mi atención fueron los «hidráulicos»: toda una obra de ingeniería que poco o nada tendría que envidiar a los que han usado in-gleses y norteamericanos hasta los años cuarenta y cincuenta de nuestro siglo.
Los lugareños, serviciales y acostumbrados al trato con toda suerte de fo-rasteros respondieron al punto a mi solicitud, llenando un áspero pellejo de cabra, de unos 40 litros de capacidad, con el agua de una de las fuentes que manaba muy cerca de la gran piscina octogonal de 20 metros de diá-metro que habíamos detectado desde el aire. El capítulo de los víveres, en cambio, quedó en blanco. Nakdimon, el funcionario judío responsable del suministro de las aguas a Nahum y a la industria de los molinos, que acudió encantado y complaciente en mi auxilio, me aconsejó, al igual que Jonás, que visitara el mercado del día siguiente, en Kefar Nahum. Mi corta estancia en Tabja, siempre guiado por Nakdimon, resultó fructífera en sumo grado. Al tiempo que recorría las instalaciones, el funcionario me puso en antece-dentes de algunos detalles que ignoraba por completo. Sin disimular su dis-gusto, el capataz-jefe del barrio de las «siete fuentes» se lamentó de la «nacionalización» de las aguas por los romanos. Desde que el Imperio, en efecto, había colonizado Palestina, la riqueza hidráulica había pasado a ma-nos de Roma. El césar era el legítimo propietario, que delegaba, en cada provincia, en una tupida «burocracia» de funcionarios. Las tarifas por el consumo de agua iban directamente a las arcas de Tiberio. El control para evitar el fraude se llevaba a cabo con extremo rigor. De cada acueducto -así lo especificaba la legislación romana- arrancaba un número determinado de cañerías.


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Para insertar una nueva era precisa una solicitud especial al Gobierno. Cuando éste concedía la licencia, el inspector de zona asignaba al usuario un calix o llave de paso de unas muy concretas dimensiones, en consonan-cia con el volumen de agua solicitado. Esta pieza regulaba el caudal de for-ma inexorable. Si el consumidor era un industrial, el calix recibido era de mayor sección, pero siempre de acuerdo con lo marcado en la correspon-diente licencia. Más allá de estas llaves de paso, la cañería era de propiedad privada > y cada cual debía correr con los gastos de instalación y manteni-miento. (De hecho existía una ley que obligaba a que las dimensiones del calix se mantuvieran en cada conducción hasta una distancia de 50 pies de la citada llave de paso.) Estaba terminantemente prohibido obtener agua de otro lugar que no fuera el depósito del acueducto, así como ramificar las cañerías. Como ocurre en el siglo xx con los servicios telefónico o de sumi-nistro eléctrico, en aquella época, el derecho al agua tenía carácter perso-nal. De esta forma, cuando un inquilino abandonaba una casa o un molino, los «ingenieros» e «inspectores» cerraban el calix. Sin embargo, a diferen-cia de lo que hoy conocemos, el Imperio romano autorizaba la venta de las licencias. Los nuevos propietarios o arrendatarios, antes de tomar posesión de la vivienda o de la «industria», debían asegurarse, por tanto, de que di-cha licencia no pasara a manos de terceras personas. El elevado coste del suministro de agua forzaba a multitud de familias a prescindir de estos ser-vicios, abasteciéndose en las fuentes o manantiales públicos. Jesús, al me-nos durante su vida en Nazaret, no tuvo la oportunidad de disfrutar de este cómodo y costoso sistema de «agua corriente a domicilio». Sólo los más pudientes, como digo, podían permitirse semejante lujo.
Y hacia las 19 horas, ya oscurecido, con el pesado odre de agua a mis es-paldas, Dios misericordioso quiso que este imprudente expedicionario re-gresara con bien a nuestro querido «hogar», en la ladera sur del promonto-rio que dominaba el lago de Tiberíades.
Eliseo, enterado de mis primeras andanzas y correrías por la costa del yam, convino conmigo en que la Providencia nos asistía. A pesar de la «pérdida» de los víveres y de la arriesgada intromisión en el asunto del jo-ven porteador del muelle de Nahum, el cambio en los planes había mereci-do la pena. No obstante, con su habitual sensatez, Me recordó que no con-venía abusar de la fortuna y que hiciera un esfuerzo por ajustarme a lo pro-gramado por la operación. Mi incursión a Tabja y el transporte del agua hasta la «cuna» podían haber esperado. Es curioso. Aun siendo de mayor edad y de superior graduación militar que mi compañero, durante toda la aventura en Palestina, Eliseo desempeñó siempre el papel de paciente y sa-bio «hermano mayor», que sabía escuchar, animar o reprender en el mo-


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mento justo. Ahora, al final de mis días, sigo añorando sus consejos, su to-lerancia y su corazón de cristal.
Aquella noche, mientras preparaba un disolvente para el cerumen del Ze-bedeo, mi amigo -una vez analizado y hervido el cargamento de agua- fue a situarse frente a los paneles de control del módulo, cayendo en un férreo mutismo. Yo le había puesto en antecedentes de mi breve conversación con Juan y ambos, naturalmente, coincidimos en la necesidad de hallar una só-lida y urgente solución que pusiera fin a las habladurías propaladas por el benjamín de la familia Marcos. No era fácil. Pero Eliseo, tras una larga re-flexión, encontraría remedio a mi comprometida situación.
Por fortuna, la «farmacia» de la nave era excelente. Tras un repaso al banco de datos de «Santa Claus», me decidí por una composición a base de óleum o aceite de terebinto, en una proporción de 1, 5 por cada 10 centí-metros cúbicos, y una serie de complementos «no irritantes», como el clor-butol (500 mg), la benzocaína (300 mg) y el benzofenol (también a razón de 100 mg por cada 10 cc). Un volumen de diez centímetros cúbicos sería suficiente para dos o tres dosis diarias, a inyectar en los oídos del Zebedeo durante un par de jornadas. Con ello se lograría un paulatino reblandeci-miento de la masa cérea que todavía no sabía cómo me permitiría la ex-tracción de los dolorosos tapones.
Dispuesta la pócima en una ampolleta de barro, me entregué a la revisión del programa del jueves. A partir de la llegada de los once a Saidan, los acontecimientos podían precipitarse en cualquier momento. Nuestro princi-pal objetivo en el lago consistía en intentar «observar» las pretendidas apa-riciones de Jesús. En este sentido, los evangelios de los cristianos no son muy explícitos. Como ya comenté, sólo el texto de Juan hace una difusa alusión a la presencia del Maestro a orillas del yam, sin especificar ni el día ni el lugar exactos. «A orillas del mar de Tiberíades» -como reza parte del versículo 1 del capítulo 21- no suponía una gran ayuda. «A orillas del mar» podía querer decir frente a las costas de Nahum, de Saidan o de cualquier otro punto del gran arco que forma el litoral norte, con sus casi 14 kilóme-tros, contando desde Migdal a Bet Saida. La única posibilidad de «estar pre-sente» en dicho suceso me obligaba a permanecer junto a los discípulos, sin perderlos de vista ni un minuto. En cuanto a la segunda posible aparición en la Galilea -apuntada por el Evangelio de Mateo (28, 16-20)-, tampoco era un derroche de información. ¿A qué monte se refería el evangelista? El citado litoral está sembrado de colinas... según lo que llevaba visto y oído, las palabras de Mateo no eran muy acertadas. «Por su parte -dice el escri-tor sagrado en los referidos versículos-, los once discípulos marcharon a Galilea (hasta aquí, correcto), al monte que Jesús les había indicado ... »


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(El Hijo del Hombre no les señaló monte alguno durante sus apariciones en Jerusalén. Tan sólo que marcharan a la Galilea, donde volverían a verle.)
Por último, el bueno de Saulo o Pablo, en su primera no calla a los Corin-tios (15, 5-8), hace una afirmación -contenida en los Evangelios- que tam-poco supimos cómo interpretar: «... después se apareció a más de quinien-tos hermanos a la vez ... » ¿Dónde y cuándo se registró dicha aparición multitudinaria? Las cosas, como veremos, resultarían mucho más comple-jas, apasionantes... y distintas. Pero sigamos por orden.
Al fin, Eliseo, resucitando de su mutismo, se volvió hacia mí y, con una maliciosa sonrisa, preguntó:
-¿Qué tal se te dan los juegos de manos?
Y astuto y eficiente pasó a detallarme su idea. Una idea que podía sacar-me del atolladero al que las circunstancias y Juan Marcos me habían arras-trado.
20 DE ABRIL, JUEVES
Nervioso ante los acontecimientos que se avecinaban, apenas si pude descansar. El cinturón de seguridad IR, en os automático, no advirtió pre-sencia humana alguna en los alrededores de la nave, excepción hecha de un par de bandadas de aves que, casi al rayar el nuevo día, tuvieron la in-oportuna ocurrencia de revolotear y posarse muy cerca de la pequeña laja de piedra, contigua a nuestro asentamiento.
Como la precedente, la jornada de aquel jueves, desde el punto de vista meteorológico, se presentaba radiante. Teniendo en cuenta que los íntimos de Jesús -si el anuncio de Juan Zebedeo no experimentaba alteración- po-dían haber entrado en Saidan al anochecer del miércoles, lo más convenien-te a nuestros planes era aguardar hasta el mediodía o primeras horas de la tarde para hacer acto de presencia en el hogar de los Zebedeo. Después de tan larga y agotadora marcha por el Jordán, lo más probable es que los dis-cípulos durmieran hasta bien entrada la mañana. A partir de mi ingreso en Saidan, como dije, debería mostrarme especialmente cauto y atento. Dis-poníamos, en consecuencia, de unas seis horas para rematar otras dos ope-raciones, no por prosaicas menos importantes. La primera, a cargo de mi hermano, consistía en la puesta a punto de las elementales piezas que -con un poco de suerte- deberían ayudarme a desmoronar el equívoco de la nie-bla y de mi nada recomendable condición de «ángel del Señor». Este sim-ple «instrumental» (un par de esferitas de corcho de cinco centímetros cada una y un hilo de seda) debía ser complementado con la adquisición en Nahum de una barra de vidrio de regular tamaño, absolutamente común y


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corriente. Ninguno de aquellos materiales -perfectamente conocidos por los habitantes del lago- violaba las normas del código de Caballo de Troya.
El segundo cometido, vital para nuestra subsistencia y, en especial, para la de Eliseo, me obligaba a descender a la mencionada Kefar Nahum y, en uno o dos viajes, llenar la exhausta despensa de la «cuna». Cabía la posibi-lidad de que, una vez en Saidan, mi ausencia del módulo se prolongara du-rante varios días. Así que, aprovechando el frescor del amanecer, inauguré la que sería definitiva y cotidiana vía de descenso y ascenso del módulo a las poblaciones del lago. Ladera abajo, fui a reunirme con la calzada en el «paso del precipicio» y, desde allí, en cuestión de 20 a 30 minutos, terminé por situarme a las puertas de la ciudad. Con el fin de no perder tiempo re-petí el itinerario del día anterior. El ronroneo de la molienda del grano se hallaba en pleno apogeo, así como el ir y venir de los comerciantes y arte-sanos, ocupados en la apertura de sus industrias y bazares o en el atizado de los fogones sobre los que se doraban redondas tortas de harina o borbo-teaban negros calderos con humeantes y apetitosos guisados de carnero, gruesos rabos de oveja o elementales potajes de cereales y sémola de ce-bada. En mi camino hacia el taller de Azemilkos observé un mayor número de caballerías y camellos que en la jornada precedente, perfectamente ali-neados y sujetos a los bordillos agujereados de la calle principal y de las adyacentes. También aquello obedecía a una razón específica: la celebra-ción del mercado semanal. Todo un acontecimiento económico-social.
El viejo jefe del taller de soplado me recibió con una exagerada reveren-cia, gratamente sorprendido por la prontitud de mi regreso. En un rápido repaso a la exposición comprendí que la compra de la pequeña barra de vi-drio no /resultaba un trámite tan trivial como habíamos creído. Obviamen-te, no tenían utilidad alguna y, en consecuencia, no se fabricaban. La única solución consistía en adquirir un jarrón de doble asa y, una vez en la «cu-na», aserrarlas. De cara al «experimento» que me proponía ejecutar, la forma de la pieza de vidrio era lo de menos.
El siguiente objetivo -las provisiones- me llevó de nuevo al muelle. El trá-fico de mercancías y el ajetreo de los cargadores y capataces no tenían na-da que envidiar al del miércoles. Alguien me señaló el extremo oeste del puerto como el lugar donde, tradicionalmente, se asentaba el mercado, En efecto, al final del espigón, en el límite de Nahum, descubrí una plazoleta de unos 50 metros de diámetro, enlosada con lajas negras -idénticas a las utilizadas para el pavimentado de la vía Maris- y presidida en su zona más occidental por un muro de unos 3 metros de altura y otros 10 de longitud del que emergían seis gruesos caños de hierro. Por detrás se perfilaba el acueducto que arrancaba de los depósitos de Tabja y que traía el agua po-table a la ciudad. El líquido que brotaba incesante y cantarín por cuatro de


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las seis tuberías, quedaba remansado en una pileta rectangular, pasando de ésta a un largo y estrecho abrevadero, construido a la derecha de la múlti-ple fuente y en el que se apretaban, sedientos, asnos, mulas, camellos, bueyes y ovejas. Aquélla, como la que había observado a las afueras de Saidan, era la fuente pública de Nahum, siempre asediada por mujeres con cántaros apoyados en las caderas o en milagroso equilibrio sobre las cabe-zas. Una legión de niños chapoteaba en la pileta, jugando con trozos de madera o corcho o dando de beber a escandalosos y ariscos patos que, con toda razón, se resistían a participar en aquel caos. Las protestas e impreca-ciones de los vendedores, salpicados o entorpecidos por la chiquillería y por las gruesas y agresivas matronas, eran continuas y, en cierto modo, forma-ban parte de ritual que envolvía tales «centros de reunión».
A todo lo largo del perímetro de la plaza, comerciantes y buhoneros lle-gados de los cuatro puntos cardinales exhibían sus productos y habilidades, en un enloquecido, permanente y atronador griterío, en el que nadie se quedaba atrás. Una patrulla romana apostada en el límite del muelle con la explanada seguía atenta las evoluciones de los regateos, irremediablemente adobados con aspavientos, golpes de pecho y juramentos que, en general, no pasaban de ahí. El fluir de galileos de largas barbas y bigotes rasurados, con sus cestas de la compra en la mano izquierda, atentos a las «noveda-des» llegadas de Tiro, de la Decápolis, de la Idumea o de la mismísima Ciu-dad Santa, fue incrementándose con el despertar de la luminosa mañana. Como en Jerusalén, en Nahum eran los hombres los encargados de efectuar las compras; en especial, todo lo concerniente a los víveres y artículos de primera necesidad. En una feroz mezcolanza de arameo, griego, egipcio y otras lenguas caldeas y mesopotámicas, mercaderes de ropa, de calzado, barberos, alfareros, perfumistas, adivinos, sanadores, traficantes de gana-do, pescaderos y hortelanos, entre otros gremios, obligaban a los curiosos a examinar, oler, degustar y palpar sus productos, polemizando y pujando para que el posible comprador no pasara de largo. Sobre alfombras y este-ras de paja, los objetos importados de Roma, de la Galia, de las islas del Mediterráneo o de las remotas Ursa e India, gozaban de una especial predi-lección por parte de los vecinos de Nahum y de las aldeas y poblaciones próximas. Allí podía comprarse de todo. Lo más inverosímil, lujoso o pinto-resco: desde un banco (un subselium) finamente labrado en madera de ro-ble por los carpinteros del Tíber, hasta una especie de «caja fuerte» (un glosso-komon) en la que guardar el dinero o documentos, pasando por sa-gum o capas cortas, abiertas lateralmente, sin mangas, muy de moda entre la élite del Imperio. Allí encontré tabulas o bandejas para el servicio de me-sa; niappas o manteles de seda y encajes de Palmira y Séforis; ropa interior para señora (unas túnicas cortas o kolbur transparentes); calcetines de la-


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na; sombreros y sandalias de Laodicea; velos blancos, de luto, para las viu-das; flautas y arpas de Tebas o Creta; instrumental médico; sombrillas de colores para defenderse del sol en las gradas de los anfiteatros; preservati-vos egipcios, confeccionados con vejigas de antílope y gato conveniente-mente conservados en frascos de aceite; cestería beduina y mil modelos de enseres de barro y vidrio de Samos y Egipto, respectivamente. Aquel refi-namiento me dejó atónito. El hombre del siglo xx, en su soberbia, cree haber alcanzado el límite de la comodidad y de la perfección cuando, en realidad, todo, o casi todo, está inventado.
En mitad del tumulto, un boquiabierto corro de niños, adultos y mujeres rodeaba a los «barberos-médicos-dentistas», asistiendo atónitos y morbo-sos a los rasurados, extracciones de muelas o al teñido de los cabellos. Fe-nicios, griegos, galileos y egipcios sentaban a sus clientes en pequeños ta-buretes o en mugrientos toneles, ablandando sus barbas con agua caliente y, a falta de jabón, con espesos y negruzcos «purés» oleaginosos, deslizan-do sobre cuellos Y mejillas unas largas navajas de hierro, de filos perdidos y mellados en su continuo ir y venir por los caminos del país. El tinte del pelo -en negro y rubio para los hombres y dorado para las mujeres- se practica-ba, como digo, a la luz pública, sin el menor asomo de pudor y cuidando que las tintas cubrieran y ocultaran hasta la última de las canas. Pero el trabajo preferido de los curiosos 1 más escalofriante y patético- era el arrancado de dientes y muelas. Concluido un rasurado o el entintado de una cabellera, el barbero acomodaba al temeroso paciente y, tras escuchar su problema, procedía a examinar la dentadura. A su lado, si disfrutaba de una cierta posición económica, uno o dos aprendices -generalmente esclavos- preparaban los ungüentos, anestésicos y el instrumental médico de¡ «hom-bre de los dientes», como se los conocía popularmente. Aquellos «sanado-res» disponían, en general, de un arsenal de cirugía relativamente acepta-ble: sondas, lancetas y escarpelos de diferentes modelos, cuchillos de hojas rectas o curvadas, agujas para el cosido de heridas, elevadores para el al-zado de cráneos hundidos, hasta seis clases de fórceps (lisos o rematados por dientes y con protección o sin ella), catéteres, tijeras de cirujano (algu-nas, incluso, para cortar la sección enferma de la campanilla), espátulas pa-ra el examen de gargantas y hasta un trinquete para dilatación.
Si las encías presentaban úlceras junto con las caries eran las afecciones más comunes), el «odontólogo» o sus ayudantes le aplicaban un emplasto a base de resinas de terebinto, leche de vaca, dátiles, algarrobas secas y otras plantas que no supe distinguir. 0 bien frotaban la mezcla en las zonas lesionadas u obligaban a su masticación. Cuando el deterioro de la pieza -siempre a juicio del barbero- recomendaba su extracción, el infeliz era ama-rrado con las manos a, la espalda, de forma que sus convulsiones no entor-


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pecieran la labor del «maestro». Como en los prolegómenos de una ejecu-ción, la concurrencia guardaba un significativo silencio, pendiente de las maniobras y trapicheos del «verdugo» y de sus ayudantes. Uno de aquellos egipcios en particular, huesudo en extremo, gozaba de una habilidad y fuerza en sus dedos como jamás he visto. Mientras uno de los aprendices separaba las mandíbulas, el «dentista» introducía un paño de tela en la bo-ca del enfermo (generalmente un hombre o mujer de avanzada edad) y, asentándose con firmeza en el pavimento, hacía presa con el índice y pulgar en el diente, arrancándolo con un seco tirón. Como si de un número circen-se se tratara, el egipcio mostraba al público el lienzo con la pieza ensan-grentada (de una o dos raíces), recibiendo entonces el aplauso y el bene-plácito general. En el frecuente supuesto de que la extracción se viera acompañada de hemorragia, el sanador taponaba la cavidad con una póci-ma de senecio que, con suerte, actuaba como hemostático. Frenado el flujo de sangre, el paciente se aclaraba la boca con vinagre, abandonando el lu-gar con una bolsita de tela apretada entre los dientes. Al interrogar a uno de los «secretarios» sobre el contenido de dicha bolsa, un escalofrío me re-corrió la espalda: grasa, miel, aceite de microbálano y excrementos de mosca...
Descompuesto, me retiré hacia los tenderetes de los hortelanos y tende-ros, llenando dos grandes cestas con idénticas provisiones a las elegidas en la mañana precedente, a las que añadí unos quesos de Bitinia, espárragos, mostaza de Egipto, el fruto favorito de Jesús -pasas de Corinto- y mi pe-queña-gran debilidad: las nueces. El regateo -cómo no- resultó correoso. Cada dos palabras, el campesino de Guinosar que me tocó en suerte levan-taba sus brazos, jurando «por su cabeza», «por los cielos», «por Jerusa-lén», «por sus hijos» o «por la leche que le dio su madre», que aquellas habas, ajos o lentejas habían sido regados con su sangre y que bien mere-cían los «cuatro miserables denarios que me pedía a cambio». Hacia las 10 horas, con la cabeza como un tambor, lograba zafarme al fin de semejante manicomio, emprendiendo el camino de regreso la módulo. Una hora más tarde, con las dos esferas de corcho, una de las asas de vidrio de la jarra, el hilo de seda y la ampolleta de barro con el disolvente en la bolsa de hule, me despedía de Eliseo, dispuesto a enfrentarme a la que, sin duda, iba a ser la primera gran aventura de nuestra estancia en la Galilea. (Con el fin de redondear mi «representación teatral», mi hermano, después de medi-tarlo largamente, optó por incluir en mi liviana impedimenta un pequeño zurrón de arpillera en el que fue camuflado un reducido termo-congelador, programado para sostener una temperatura constante. En este caso, menos 80 T. En el interior habían sido depositadas seis minúsculas barras de dióxi-do de carbono, esenciales para el «juego» que debería practicar.)


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Y tras completar la protección personal, cubriendo incluso las manos con la «piel de serpiente», salté al exterior.
De acuerdo con lo planeado por los especialistas de Caballo de Troya, si las apariciones del Maestro tenían lugar más allá de los límites establecidos para la conexión auditiva, mi compañero debería ser alertado de inmediato a través del láser, activando y dirigiendo a la zona en cuestión uno de los «ojos de Curtiss». Ninguno de los dos sospechábamos entonces que la pri-mera de estas prodigiosas «presencias» de Jesús a orillas del yam se regis-traría antes de 24 horas...
La marcha a Saidan, en esta ocasión, resultó más entretenida. Hasta el puente sobre el Jordán tuve oportunidad de cruzarme con varias caravanas que bajaban por la ruta de Sidón, con destino a los puertos y núcleos co-merciales de Nahum, Migdal y Tiberíades. Desde la línea fronteriza situada en el puente, en cambio, mi camino fue prácticamente en solitario. Poco an-tes de rebasar los mojones divisorios del territorio de Filipo, aquel viento del oeste se precipitó de nuevo sobre el lago, cimbreando las copas de los álamos y arrancando interminables susurros a sus hojas verdiblancas.
Poco después de la hora sexta -esta vez por el portalón principal que se abría al pie del sendero que atravesaba la aldea- me presentaba en el gran patio del caserón de los Zebedeo. Los once, sentados en torno a un brasero cuadrangular en el que borboteaba un caldero de leche, conversaban ani-madamente. Por espacio de unos segundos me quedé quieto, con la «vara de Moisés» firmemente plantada sobre el adoquinado del piso. La vista de los íntimos me llenó de emoción. Un humo blanco, empujado por el viento de poniente, huía del fondo del hogar, difuminando los cuerpos de los discí-pulos situados a mi derecha. Evidentemente no se habían percatado de mi llegada. Pero, de pronto, se hizo el silencio. Los que se sentaban frente a mí alertaron al resto y los cuatro o cinco que me daban la espalda giraron sus cabezas, clavando las miradas en el recién llegado. Y «algo» extraño planeó sobre aquellos corazones, endureciendo sus semblantes. Fue una ojeada al-tamente significativa: mezcla de miedo, curiosidad y recelo. En aquel ins-tante supe que las revelaciones hechas por Juan Marcos aunque no lo con-fesaran- habían sembrado las dudas en el crédulo y supersticioso grupo. Tenía que actuar. La misión podía empañarse si no borraba, de raíz, la falsa idea de un «Jasón ángel», poco menos que «emparentado» con la Divini-dad.
La tensa, escena alcanzó su punto álgido cuando, de improviso, por la puerta que conducía al hogar de Zebedeo padre, apareció el benjamín. Por-taba una vasija de barro, con pescado fresco, y, al descubrir mi presencia, sus ojos se abrieron espantados. Retrocedió pálido y tambaleante, como si

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