sábado, 8 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 281 A LA PAG 300

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La ingenuidad de Eliseo debió conmover al Maestro. Le sonrió y, alzando el rostro hacia el celeste del cielo, replicó:
-Aunque el enfermo no lo perciba con claridad, con el único fin de recor-darle que, como yo hice, debe abandonarse en las manos del Padre. Os lo he dicho: nada en el reino de nuestro Padre es causa del azar.
-¡El Padre! -esta vez tomé yo la iniciativa- ¡Hablas tanto de Él!... Pero, de verdad, Maestro, ahora que no nos escucha nadie, ¿qué es el Padre?
Jesús soltó una carcajada.
-¿De veras crees que no nos escucha nadie?
Como dos tontos, Eliseo y yo paseamos la vista a nuestro alrededor.
Sin perder aquella espléndida sonrisa, el Señor movió la cabeza, rindién-dose ante nuestro candor.
-Tú amabas al tuyo -apuntó con aquel especial brillo que irradiaba cuando se refería al Padre- Eso te permite aproximarte un poco, sólo un poco, a la magnífica realidad de nues-tro ver-da-de-ro Pa-dre.
Intencionadamente fue separando las sílabas.
-El Padre Universal no es un ser humano, con largas barbas blancas, co-mo a veces lo pintan sus criaturas. Pero el ejemplo es válido. Él es el Dios de toda la creación. La «causa-centro-primera» de todas las cosas y de to-dos los seres. Debéis pensar en Él como un creador. Después como un con-trolador. Por último, como un apoyo infinito. La verdad sobre el Padre Uni-versal empezó a despuntar sobre la Humanidad cuando el profeta dijo: «Tú, Dios, estás solo y nadie hay a tu lado. Tú has creado los cielos y los cielos de los cielos con todos sus ejércitos. Tú los preservas y tú los controlas. Es por los Hijos de Dios que los universos han sido hechos. El Creador se cubre de luz como de un ropaje y extiende los cielos como un manto.» Todos los mundos iluminados reconocen y adoran al Padre Universal, el autor eterno y el sustento infinito de toda la creación. En innumerables universos, criatu-ras dotadas de voluntad han emprendido el largo, muy largo, viaje hacia el Paraíso y la lucha fascinante de la aventura eterna para alcanzar a Dios, el Padre. Las criaturas que conocen a Dios no tienen más que una ambición suprema, un único y ardiente deseo: el de parecerse en su propio mundo a lo que Él es en su perfección paradisíaca personalizada...
-¿Mundos iluminados, dices? -Eliseo, pendiente de la mínima, descendió a un plano más prosaico- ¿Es que hay vida inteligente y organizada fuera de la Tierra?
Le vi dudar. Tomó un manojo de aquella fresca hierba y, arrancándolo de raíz, lo mostró, preguntando:
-Decidme: ¿qué es más importante: esto o vosotros?
Ninguno de los dos nos atrevimos a responder. Él lo hizo por nosotros:


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-Ante nuestro Padre, vosotros, sin lugar a dudas. ¿Creéis entonces que el Padre puede permitir que la hierba sea más numerosa que su prole?
-No has respondido a mi pregunta, Señor: ¿qué es el Padre?
-Lo he hecho, Jasón...
Acarició los verdes y jugosos tallos, mordisqueando uno de ellos.
-Pero os pondré un ejemplo. Hace miles de millones de «eones» de tiem-pos, el primer Inteligente que alcanzó la conciencia de sí mismo entró en el no-tiempo, después de experimentar un proceso que también duró miles de millones de «eones» de tiempos. En el mismo instante de la transición al no-tiempo supo que, con ello, iniciaba un largo camino de realización abso-luta de sí mismo que 3 igualmente se prolongaría miles de millones de «eo-nes» de tiempos, en espera de que las humanidades en camino llegasen a formar parte de Él. Y aquel Ser pensó: «Yo seré vuestra meta, aunque me ignoréis. Yo seré vuestro propósito, cuando tan sólo me sospechéis. Yo se-ré vuestra imagen cuando creáis en mí. Yo sólo seré Dios cuando vosotros seáis un todo conmigo: cuando lleguéis a ser Dios
conmigo. Y juntos volveremos a empezar un proceso más allá del no-tiempo, pues el tiempo habrá perdido su razón de ser.
Quien esto escribe -debo confesarlo humildemente- no logró asimilar es-ta supuesta parábola.
-Y tú ¿qué nombre le das al Padre? -Eliseo no retro cedía ante nada . Porque, según creo, tú también eres Dios... ¿Cómo se entiende este galima-tías? Siendo Dios, ¿por qué el Padre es más que tú?
Pero el Maestro tampoco era de los que atrancaban...
-Responde primero a una pregunta: ¿crees que podrías beberte el agua del yam?
-No, Maestro...
-Pues nuestro Padre es un lago al que se olvidaron de cercar.. No te em-peñes en comprender la naturaleza de Dios: ¡siéntela! Los nombres que las criaturas le atribuyen dependen de la forma con que ellas conciban al Crea-dor. La «causa-centro-primera» del universo nunca se ha revelado por su nombre: sólo por su naturaleza. Al Padre le da lo mismo cómo le llames. Él no impone ninguna forma de reconocimiento, ni de culto oficial, ni de ado-ración servil a las criaturas dotadas de inteligencia y voluntad. Lo importan-te es que, en lo más hondo de vuestros corazones, le reconozcáis, le améis y le adoréis.... voluntariamente. El Creador rehúsa ejercer una prepotencia en el libre arbitrio espiritual de sus criaturas materiales y, mucho menos, forzarlas a la sumisión...
-Pero las religiones...
-¿Sabéis cuál es el don más precioso del hombre?


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-nos interpeló, posando su penetrante mirada en uno y otro, alternativa-mente.
-La libertad -esgrimí con no demasiada seguridad.
-La consagración amorosa de la voluntad humana a la del Padre. De hecho, hijos míos, es el único don válido que el hombre puede ofrecer a Dios.
-¿Quieres decir que no podemos ofrecer nada más?
-El hacer la voluntad de nuestro Padre lo es todo. En Él, los humanos vi-ven, se mueven y tienen su existencia. Ése es el verdadero culto, que satis-face plenamente la naturaleza del Padre Creador, dominado por el amor.
Elíseo volvió a la carga.
-Y tú, Maestro, ¿cómo le llamas?
-Te lo he dicho: abbá.
Aquella palabra aramea venía a significar «papá»: el más entrañable de los vocablos que, por cierto, jamás era utilizado por los judíos cuando se re-ferían a Dios.
-En espíritu -continuó- todos los nombres otorgados a Dios guardan idén-tico significado, aunque, en palabras y símbolos, cada una de las denomina-ciones expresa el grado y la profundidad con que el Padre es entronizado en el corazón de sus criaturas...
-Y por ahí -mi hermano señaló al cielo-, ¿cómo le llaman?
El rabí sonrió de nuevo.
-Cerca del centro del universo de los universos, el Padre Universal es ge-neralmente conocido bajo nombres que vienen a significar la «causa-primera». Más allá, en el exterior, en los universos del espacio, los términos empleados para designarlo coinciden con el de «centro universal». Más le-jos, en la creación estrellada, es conocido por «primera causa creadora» y «centro divino». En una constelación vecina a la vuestra, Dios es llamado «el Padre de los universos». En otra: el «apoyo infinito». Hacia oriente reci-be el nombre de «Divino Controlador». También ha sido calificado como el «Padre de las luces», el «Don de la Vida» y el «único Todopoderoso».
El «universo de los universos», los «universos del espacio», la «creación estrellada»... Aquello escapaba a mi corto conocimiento. Hubiera deseado preguntarle sobre tan magna creación, pero, honradamente, las fuerzas me abandonaron. Elíseo, en cambio, continuaba despierto y dispuesto...
-Antes has mencionado el Paraíso. ¿Existe en realidad o se trata de otra bella metáfora?
-Vosotros lo asociáis a un lugar pleno de felicidad y no estáis equivoca-dos. Pero mientras permanezcáis sujetos a la carne, jamás podréis aproxi-maros siquiera a su magnífico e inmenso esplendor.
Eliseo, inasequible al desaliento, insistió:


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-Te atreverías a definirlo en cuatro palabras?
-Centro de gravedad absoluta. 0, mejor, isla nuclear de luz.
-¡Dios mío! -exclamó mi hermano-. ¡Luego es cierto!...
Y antes de que Jesús acertara a proseguir, fue directamente al grano:
-Muchos seres humanos piensan que, al morir, entrarán de lleno en el Pa-raíso. ¿Están equivocados?
. -Querido amigo, el hombre es como un niño: posesivo, inconsciente y atado únicamente al mundo cercano que le rodea. Ya te he dicho que la ca-rrera hacia la Perfección, hacia el Paraíso, o, si lo prefieres, hacia nuestro Padre, exige una dilatada preparación en otras «moradas»...
-Entonces, ¿cuándo veremos a Dios cara a cara?
-A veces -se lamentó el Resucitado- parecéis ciegos... ¿Por qué le buscas fuera si Él te ha regalado parte de su esencia?
Mi compañero -a juzgar por la expresión de su rostro- no le comprendió.
Se ha dicho: «Vosotros no podéis ver mi rostro, ya que ningún mortal puede verme y vivir.» Pues bien, yo os digo que ningún ser material podría contemplar el espíritu de Dios y preservar su existencia terrestre. Es impo-sible a los grupos inferiores de seres espirituales y a todos los órdenes de personalidades materiales captar la gloria y el resplandor espiritual de la presencia de la personalidad divina. La luminosidad espiritual de esa pre-sencia del Padre es una luz que ningún mortal puede soportar, que ninguna criatura material ha visto y que no podrá ver.
-En resumen -le manifestó en su honesta simplicidad-, que después de la muerte tampoco le veremos...
-Hijo mío, en la inmensidad de la creación, Dios no trata directamente con las personalidades dotadas de voluntad. Lo hace de otras maneras: como te he dicho, «instalándose» en lo más íntimo de cada ser y a través de un vasto circuito de personalidades celestes.
-Te das cuenta de lo que acabas de exponer?
Supongo que aquella perplejidad en el rostro del Maestro fue simulada.
-Si no te he entendido mal -prosiguió Eliseo-, Dios se «instala» en cada uno de nosotros...
El Señor no tenía prisa en responder. Se concedió unos segundos, multi-plicando así la ansiedad de mi hermano.
-Ésa, mi pequeño curioso, es la más grande verdad que podrás escuchar de mis labios.
Y desplazando sus ojos hacia mi persona, subrayó:
-Tu hermano lo sabe: la falsedad no puede anidar en mi alma. Y yo te di-go que cada criatura mortal dotada de inteligencia y voluntad recibe, direc-tamente del Padre, una «chispa» de Él mismo, enviada desde el Paraíso y que vive en el órgano mental de los mortales, ayudándolos a desarrollar su


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alma inmortal, destinada a sobrevivir por toda la eternidad. La presencia de este «ajustador divino» (así podríamos calificarlo) en la mente humana es revelada merced a tres fenómenos experienciales: a la aptitud intelectual para conocer a Dios, a la necesidad espiritual de encontrarle y al intenso deseo de toda personalidad de parecérsele.
Fue como un chispazo. De pronto creí entender la famosa frase bíblica: «hecho a su imagen y semejanza». Y el Maestro, captando «mi» hallazgo, se revolvió como un ciclón.
-¡Así es, Jasón! Y en verdad te digo que en todas vuestras aflicciones, Él se aflige. En todos vuestros triunfos, Él triunfa en vosotros y con vosotros. Su divino espíritu es realmente una parte de vosotros, aunque la inmensa mayoría de los humanos jamás llegan a descubrirlo.
-Ajustador divino... ¡Me gusta tu definición! -Eliseo, poco amante de ro-deos, le disparó a quemarropa-: Si es como dices, Señor, si cada ser humano recibe esa «chispa» del mismísimo Dios, ¿qué sucede con aquellas criaturas que no llegan a nacer? Tú no ignoras que ayer, hoy y «mañana», el aborto provocado es una realidad...
Al mencionar la palabra «aborto», la faz del Maestro se oscureció. Mi hermano, conociéndole como le conocía, debió de creer que lo tenía atrapa-do.
-Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?
-No sé..., campos florecientes, colinas hermosas, un lago...
-Dime ahora: ¿crees que todo eso es consecuencia de la casualidad?
Eliseo no dijo nada. Como yo, tenía sus dudas.
-Os lo he repetido: la Creación entera es obra de nuestro Padre. El maa-rabit no soplaría, las mieses no maduraran y las tilapias no alimentarían a los hombres si Él no lo hubiera deseado. Todo obedece a un orden, basado en el amor. Cualquier profanación de ese orden repercute en el resto. En consecuencia, incluso por puro egoísmo personal, las criaturas humanas deben respetar las leyes de la Naturaleza. ¿Creéis de verdad que nuestro Padre está sujeto al error? Sus leyes son fruto del amor. Y os aseguro que el amor es la única moneda válida en el universo, imposible de falsificar..
-Si el Padre es amor -tercié en la conversación-, ¿por qué consiente el mal?
-El mal, mi atormentado amigo, es un concepto relativo. El mal potencia¡ es inherente al carácter necesariamente incompleto de Dios, como expre-sión de la infinidad y de la eternidad limitadas por el espacio-tiempo. El hecho del elemento parcial, en presencia del total perfeccionado, constituye la relatividad de la realidad. En todo el universo, cada unidad es considera-da como una parle del todo. La supervivencia de la fracción depende de la cooperación con el plan y la intención del todo, del deseo sincero y del con-


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sentimiento perfecto de hacer la divina voluntad del Padre. Si existiese un mundo evolucionario sin error, sin posibilidades de juicios imprudentes, se-ría un mundo sin inteligencia libre. En mi universo hay mil millones de mundos perfectos, con sus habitantes perfectos, pero es preciso que el hombre en evolución sea falible, si de verdad desea ser libre. Es imposible que una inteligencia libre y sin experiencia sea uniformemente sabia a prio-ri. Pero no confundáis error con pecado. La posibilidad de juicio erróneo só-lo se vuelve pecado si la voluntad humana asume y adopta conscientemen-te un juicio inmoral intencional.
-Según esto -enlacé con sus explicaciones-, creer que las desgracias son enviadas por Dios puede ser una absoluta estupidez...
-Más que una estupidez, Jasón, una consecuencia de la ceguera humana. El Dios eterno es incapaz de sentir la cólera o de castigar a sus hijos. Ésas son emociones humanas, vulgares y despreciables, indignas de ser llama-das humanas y, mucho menos, divinas.
Hacia las once de la mañana, las primeras rachas del viento del oeste -el maarabit- se dejaron sentir sobre la colina. Los cabellos y la túnica del Hombre se agitaron y, tal y como preveíamos, la temperatura ambiente se elevó notablemente. A los pocos minutos, tanto Eliseo como yo empezamos a transpirar copiosamente. Ambos nos percataríamos en seguida de otro singular fenómeno: a pesar del sofocante calor, igual para todos, la epider-mis de Jesús se mantuvo seca y lozana, sin el menor indicio de sudor Ni su rostro, cuello, axilas o palmas de las manos presentaron atisbo alguno de refrigeración cutánea. Mientras la negra túnica de Eliseo, o la mía, termina-ron por pegarse a los cuerpos, la del Galileo siguió suelta e impecable. A lo largo de la conversación, mi compañero hizo un disimulado gesto con los ojos, señalándome la parte superior del cayado, con el claro propósito de que procediera a un «chequeo» del organismo del Resucitado. Reconozco que fue un fallo o una negligencia. Pero, sinceramente, me sentí incapaz de «espiarle» en aquellos momentos. Sus palabras me interesaban más que todos los análisis médicos juntos.
Jesús, al captar mi silenciosa negativa, lo agradeció con una mirada que encendió mis entrañas. Y aguardó la siguiente pregunta. Era curioso. En mis ratos de soledad me había entretenido en levantar una torre de pregun-tas. Ahora, en cambio, frente a Él, no se me ocurría ninguna.
Mi hermano, de mente más ágil, sí estaba dispuesto a «exprimir» a nues-tro singular interlocutor.
-¿Por qué no nos hablas un poco más de ese Paraíso?
El Maestro se encogió de hombros.


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-Lo haré, si así lo deseas, pero será como si vosotros trataseis de hacer comprender a mis pequeñuelos de hoy el sentido de vuestra misión... Antes deberían conocer otras muchas cosas.
Suspiró profundamente y, durante unos segundos, se entretuvo -supongo- en la búsqueda de las palabras adecuadas.
-El Paraíso o la isla nuclear de luz se deriva de la Deidad, aunque no pue-de decirse que sea una Deidad. Las creaciones materiales no son sólo una parte de la Deidad: son una consecuencia. Podríamos decir que, sin califica-ción especial, es el Absoluto del control material-gravitacional, por la «cau-sa-centro-primera». Esa inmensa «isla», cuyas dimensiones no podríais concebir con la limitada mente humana, permanece inmóvil. Es la única creación estática en el universo de los universos. La isla del Paraíso tiene un lugar en el universo, pero carece de posición en el espacio. Se trata de una isla eterna, origen efectivo de los universos físicos pasados, presentes y fu-turos...
¡A qué negarlo! A mitad de la explicación había vuelto a «perderme».
-El Paraíso es un término que incluye los Absolutos focales personales e impersonales de todas las fases de la realidad universal. El Paraíso puede implicar y reunir todas las formas de la realidad: Deidad, Divinidad, perso-nalidad y energía espiritual, mental o material. Todo tiene al Paraíso como punto de origen, de función y de destino, en lo que se refiere a su valor, su significado y su existencia de hecho. Pero no os confundáis. La isla eterna no es un Creador. Es un controlador único de numerosas actividades uni-versales. De un extremo a otro de los universos materiales, el Paraíso influ-ye en la conducta de todos los seres relacionados con fuerzas, energías y potencias. Pero, en sí mismo, es único, exclusivo y aislado en los universos. No representa a nada y nada representa. No es una fuerza ni una presen-cia. El Paraíso es, simplemente, el Paraíso.
Ni Eliseo ni yo nos atrevimos a formular comentario alguno. Era imposi-ble. Yo, como siempre, acepté su palabra. El Paraíso existe y debe tratarse de un lugar (?) inenarrable.
-Y todas esas cosas -terció Eliseo con melancolía-, ¿por qué no son reve-ladas con claridad? Los hombres quizá encontrarían un verdadero sentido a su vida...
-Hijo mío, es conveniente que los hombres no reciban una revelación ex-cesiva...
Atónito, casi indignado, Eliseo protestó.
-Ello -prosiguió el Maestro con absoluta calma asfixiaría la imaginación. El progreso exige que la individualidad se desarrolle. La mediocridad busca perpetuarse en la uniformidad. Fuera del contacto con el Padre Universal, ninguna revelación puede ser jamás completa. Porque vuestro mundo igno-


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ra generalmente el origen de las cosas, incluso físicas, se ha estimado con-veniente darle, de vez en cuando, nociones de cosmogonía, pero esto siem-pre ha provocado confusiones. Las leyes que gobiernan la revelación limitan grandemente porque prohíben, como os ocurre ahora a vosotros, la trans-misión de conocimientos inmerecidos o prematuros. La revelación es una técnica que permite economizar siglos y siglos de tiempo en el trabajo in-dispensable de selección y de análisis minucioso de los errores de la evolu-ción, a fin de extraer las verdades adquiridas por el espíritu...
-Pero esas revelaciones -intervino mi hermano con nerviosismo- ayudarí-an a la Ciencia...
El Maestro negó con la cabeza.
-La revelación no debe engendrar ciencia, ni tampoco religiones. Su fun-ción es coordinar a ambas con la verdad de la realidad.
-Pero la Ciencia...
-Vuestra Ciencia, como la de todos los tiempos, es sólo un espejo, que re-fleja vuestra propia imagen cambiante. Y te diré más: tanto la Ciencia como la religión están permanentemente necesitadas de una autocrítica más in-trépida y de una más clara conciencia de lo insuficiente de sus respectivos estatutos evolutivos. En los dos terrenos, los educadores humanos caen con frecuencia en el dogmatismo y en un exceso de confianza en sí mismos.
Mi compañero sonrió burlonamente.
-Tú, Maestro, no pareces muy amante de las religiones. ¿Quién lo diría?
-El sectarismo, mi querido hijo, es una enfermedad de las religiones insti-tucionales. En cuanto al dogmatismo, una ¡esclavitud de la naturaleza espi-ritual. Es mucho mejor tener una religión sin Iglesia, que una Iglesia sin re-ligión.
-Eso me interesa -apuntó Elíseo, disfrutando de aquella increíble liberali-dad del Resucitado- ¿Cuáles son, en tu opinión, los peligros de las Iglesias?
-En otra oportunidad hablé de esto con tu hermano. Pero lo repetiré, si ése es tu deseo. Las religiones formalistas tienden a la fijación de las creen-cias y a la cristalización de los sentimientos; fosilizan la Verdad; se desvían del servicio de Dios al de la Iglesia; luchan entre sí y entre los hermanos, en nombre del amor, propiciando las sectas y las divisiones; establecen au-toridades eclesiásticas opresivas; conducen al nacimiento del falso estado mental aristocrático de «pueblo elegido»; mantienen ideas falsas y exage-radas sobre la santidad; se tornan rutinarias y petrificadas y terminan ve-nerando el pasado, ignorando las necesidades del presente.
-¡Dios mío! -se lamentó mi compañero- ¡Pero tú también formarás una Iglesia!
Un crudo silencio cayó sobre la colina. El Maestro le miró con dureza. Fi-nalmente, señalando hacia mí con su mano izquierda, respondió sin rodeos:


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-Si no deseas escuchar mis palabras, escucha al menos las de Jasón. Cuando el Padre permita que me acompañes, analiza bien mi proceder. Juzga entonces en lo más íntimo de tu ser y recuerda lo que acabas de afirmar. Es importante que transmitas la verdad. Yo no vine al mundo a crear Iglesias. Sólo a dar testimonio de nuestro Padre. La naturaleza huma-na es débil (lo sé) e, involuntariamente, mi mensaje será trastocado, sur-giendo así una nueva religión..., «a propósito» de mi persona.
Palabras proféticas las de Jesús de Nazaret...
-¿Y cuál es tu religión?
-Os lo he dicho: hacer la voluntad del Padre. Entregarse generosamente al amor y a la apasionante aventura ,de la búsqueda personal de Dios. Yo no deseo credos ni tradiciones que fosilicen el alma humana. Los que acep-ten mi mensaje jamás serán dogmáticos. Son las metas (no los credos) las que deben unir a los hombres. Y la que yo os he revelado es ligera y crista-lina: llegar al Padre. Hacer su voluntad. Descansar en Él.
No pude contenerme. Y saltando por encima de las muchas cuestiones que todavía almacenaba Eliseo en su insaciable e inquieto corazón, me inte-resé por el destino de esta Caótica Humanidad a la que pertenezco.
-En verdad os digo -sentenció con los ojos radiantes por la esperanza- que el futuro del mundo es espléndido. Las tribulaciones pasarán. Y llegará el día en que los hombres olvidarán rencillas y oscuros intereses. Ese día, las naciones de la Tierra, como un solo pueblo, aceptarán el doble mensaje que os traigo: que el Padre existe y que todos sois hermanos. Vuestro des-tino es la luz. Y nadie os arrebatará ese derecho. Entonces, sólo entonces, hallaréis la paz. Para llegar a eso debéis aprender primero a gozar de los privilegios sin abusar de ellos, a disponer de la libertad como de un delicado recipiente de cristal que conviene manejar con delicadeza y a poseer el po-der, rehusando utilizarlo para ambiciones personales. Tales son los indicios de una «Humanidad avanzada».
-Entonces estamos muy lejos...
La insinuación de Eliseo quedó en el aire. El cinturón de seguridad en to-mo a la «cuna», proyectado a 600 pies, había detectado un «target». El computador central transfirió la alerta, haciendo vibrar la conexión auditiva. Me puse en pie. Alguien rondaba o se acercaba a la colina.
Con una escueta indicación fue suficiente: mi hermano comprendió que «algo» sucedía e, incorporándose al punto, miró en silencio al extraordina-rio Hombre. Fue una mirada de admiración. Jesús le correspondió con un guiño. Alzó sus manos y se despidió con un lacónico «Id pues ... ».
Hacia las 11.30, el radar 21) confirmaba las señales infrarrojas. Algo se movía en el radial 135, avanzando con lentitud en dirección norte, prácti-


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camente en paralelo a la falda oriental del promontorio. La posición coinci-día con el segundo ramal: el que culebreaba por la referida ladera este, hasta coronar la cima en la que continuaba el Resucitado.
Dudamos. ¿Convenía activar el escudo gravitatorio? Si se trataba de los discípulos, a juzgar por el camino que habían tomado, pasarían a unos 80 o 100 metros al este de la «cuna». Era preciso asegurarse. Catapultamos uno de los «ojos de Curtiss», estacionándolo a 150 pies de altitud sobre el «eco». Al identificar al grupo humano, respiramos aliviados. Efectivamente, eran ellos.
A las 11.45 se detenían a corta distancia de la cima. El Maestro, en pie, los esperaba.
A partir de esos momentos, con la ayuda del «ojo de Curtiss» y del resto del instrumental, nos entregamos a una febril labor de observación de la escena y, sobre todo, del análisis del enigmático «cuerpo» del rabí de Gali-lea.
Lo que aconteció en la cima de la colina no fue fácil de comprender. El Señor los saludó, invitándolos a que se aproximaran. El Zelote, más impre-sionado que el resto, fue el último en llegar hasta Él. Y a una orden del Re-sucitado, los once se arrodillaron a su alrededor. Entonces, levantando el rostro hacia los cielos, pronunció unas solemnes palabras. Más que hablar, Jesús gritó, pleno de seguridad, poder y majestad. Al oírle nos estremeci-mos.
-¡Padre mío, te traigo de nuevo a estos hombres: mis mensajeros! De en-tre los hijos de la Tierra, he elegido a éstos para que me representen, como yo he venido representándote. ¡Ámalos y acompáñalos, como tú me has amado y acompañado! Y ahora, Padre mío, dales la sabiduría, ya que pongo en sus manos todos los asuntos del reino. Nuevamente, Padre mío, te doy las gracias por estos hombres y los dejo bajo tu guardia...
Aquello parecía una confirmación como mensajeros y embajadores del re-ino. Pero, al no conocer lo que había sucedido en vida del Maestro en aque-lla «montaña de la ordenación», fue imposible hacerse una idea exacta de la trascendencia de lo que el rabí decía y hacía. (Durante el tercer «salto» -creo que debo adelantarlo-, la escena en cuestión se repetiría con los doce, y estos exploradores comprenderían al fin su excelso significado. La «mon-taña de la ordenación», tal y como la denominaban Jesús y sus hombres, fue el lugar donde los íntimos recibieron la designación «oficial» como discí-pulos del Maestro. Una ceremonia, en honor a la verdad, largamente espe-rada por todos ellos. Pero no adelantemos acontecimientos.)
Concluida la plegaria, en mitad de un respetuoso silencio, el Resucitado se acercó a cada uno de los presentes, colocando las manos sobre sus ca-bezas. En cada imposición, el Señor cerraba sus ojos, permaneciendo así


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por espacio de varios segundos. Sólo Felipe y Simón Pedro -los más curio-sos- se permitieron alzar ligeramente los ojos, espiando los movimientos de Jesús.
Terminada la imposición de manos, les rogó que se alzaran. Y recuperan-do su buen humor, departió con ellos durante una media hora, rememoran-do -como sucediera en la playa de Saidan- los «viejos tiempos». Por último, hacia las 12.45 horas se dirigió a Simón, el Zelote, abrazándolo durante casi un minuto. No hubo palabras en aquel efusivo abrazo. Pero los ojos del patriota se llenaron de lágrimas. Acto seguido, uno por uno, repitió la en-trañable despedida. Y retrocediendo hasta el centro del círculo que forma-ban los íntimos, desapareció fulminantemente.
Mi compañero me miró perplejo. Yo, impotente, arqueé las cejas, cedien-do ante la evidencia. Esta vez no hubo anuncio para una tercera aparición. ¿Significaba esto que las «presencias» de Jesús en la Galilea habían finali-zado?
Tras unos minutos de confusión, los discípulos emprendieron el regreso a Nahum.
¿Por dónde empezar? Lo poco que captamos con nuestros aparatos fue tanto y tan inconcebible que a punto he estado de rendirme y pasar por alto el capítulo de los análisis* del llamado por los creyentes «cuerpo glorioso» de Jesucristo. Una expresión afortunadísima que, sin embargo, me atrevería a modificar por la de «cuerpo milagroso», aunque sé que los milagros no existen...
También sé que la Ciencia ortodoxa sonreirá burlona ante lo que voy a exponer. No me preocupa. A estas alturas, ¿qué puede importarme su necia rigidez?
-Con el fin de no agotar al posible receptor de este diario, me limitaré a exponer someramente los «descubrimientos» que la divina providencia tuvo a bien regalarnos.
Primero. Aquel «cuerpo», como imaginábamos, carecía de sistema circu-latorio. Durante la hora larga que el Resucitado permaneció al alcance de los detectores de ultrasonidos, tanto las exploraciones en superficie (a 7,5 Mhz) como las de mayor penetración (a una frecuencia de 3,5 Mhz), resul-taron negativas. En las pantallas no obtuvimos imágenes de arterias, venas, capilares ni tampoco del sistema linfático. ¡Nada!
Segundo. A pesar de esta ausencia -vital para un ser vivo como el hom-bre-, el «cuerpo» presentaba una aparente perfecta formación del sistema muscular, al menos en lo que a los músculos «voluntarios» se refiere. Los «viscerales», en cambio, no contaban... La naturaleza y disposición de los primeros -con sus características estrías tampoco se diferenciaban de los «nuestros». Este armazón parecía sustentado por «algo» similar a una es-


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tructura ósea. Y digo «parecía» porque el supuesto esqueleto no era visible con los ultrasonidos, «traduciéndose» en zonas de sombra.
Uno de los aspectos más desconcertantes lo constituyó el extraño «líqui-do» (las palabras, de nuevo, son un torpe obstáculo) que impregnaba -sin necesidad de vasos ni red capilar alguna- lo que quizá podríamos definir como un tejido conjuntivo en el que se anclaba la masa muscular. Este «lí-quido» actuaba (?) como el agua que empapa una esponja. Su composición fue imposible de precisar con exactitud, aunque sospechamos que podría guardar cierta relación con la solución de Ringer, desempeñando el impor-tantísimo papel, entre otros, de «captador» del oxígeno del aire, que sería difundido por la totalidad de las unidades celulares. (Este postulado, obvia-mente, tiene un carácter especulativo.)
Tercero. Aquel «cuerpo» no presentaba vísceras. Es decir, carecía -o no-sotros no pudimos localizarlos- de aparato digestivo, hígado, páncreas, etc., así como de pulmones... ¡y corazón! Esto, quizá, justificaba por qué Eliseo no encontró el pulso y por qué el Resucitado se negaba a comer. ¿Qué fue lo que percibimos en el interior? «Algo» tan anormal que me siento impo-tente para definirlo. La resonancia magnética nuclear y los ultrasonidos re-velaron un auténtico «torbellino» de filamentos y zonas espaciales, de un rico cromatismo, vibrando y fracturándose a velocidades vertiginosas, con las nubes atómicas ¡en perfecto orden! Si tuviera que describir aquel «va-cío», quizá me inclinase por la pobre e inexacta expresión de un «horno ge-nerador». Pero seguramente era mucho más...
En esta deficiente exposición, entre los muchos errores que, supongo, es-toy cometiendo, hay uno que puedo rectificar. Aunque no logramos ubicar el aparato digestivo, sí encontramos un elemento residual, que aclaraba -a medias- el incomprensible fenómeno de la voz y de las carcajadas de Jesús. Para un ser humano que careciese de pulmones, la columna de aire necesa-ria para hacer vibrar la glotis dejaría de existir y los sonidos difícilmente aflorarían a su garganta. El «cuerpo» de Jesús presentaba una boca y una faringe normales, con un rudimentario y corto «tubo» (?) que se hundía en el «horno» interno. La única posible explicación a la realidad de sus pala-bras podía estar en la sustitución del aire por una serie de impulsos eléctri-cos (?) que hacían vibrar la referida área de la glotis. Cuarto. Tanto los sentidos del oído, de la vista, como el del tacto, presentaban estructuras idénticas a las humanas, aunque las conexiones cerebrales resultaron ines-crutables, debido a la especialísima configuración y naturaleza de lo que -arriesgando mucho- podríamos calificar de «cerebro». El aparato lagrimal, por ejemplo, era perfecto, a excepción de las vías lagrimales que, en el hombre normal, conducen el excedente a las fosas nasales. Aquí no existía. En cuanto a la piel (?), resultó otro misterio. Tanto mi compañero como yo


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la habíamos tocado y contemplado a placer. Ni en la playa de Saidan ni en la «montaña de la ordenación» percibimos diferencias sustanciales. La tem-peratura corporal, incluso, parecía correcta. Pero, de ser así, ¿por qué aquel «cuerpo» no emitía radiación infrarroja? El «bombardeo» teletermográfico sólo sirvió para corroborar lo que ya sabíamos. El tegumento externo o piel, merced a las imágenes macroamplificadas, se reveló como una envoltura «normal», con sus dos capas -la dermis y la epidermis-, con el correspon-diente pigmento en las células de Malpighi, pero con algunas radicales dife-rencias. Por ejemplo: las papilas dérmicas eran de una sola clase (nervio-sas), con total ausencia de las eminencias cónicas vasculares. Faltaban igualmente las glándulas sudoríparas. Como pudimos ratificar al paso del maarabit, sencillamente, no transpiraba. Los órganos de la sensibilidad térmica, tanto los receptores sensibles al frío (corpúsculos de Krause) como los del calor (Ruffini), eran normales. Esto nos confundió mucho más. ¿Qué finalidad podían tener en un organismo que no necesitaba de refrigeración cutánea y que -aunque no llegamos a constatarlo- quizá fuese igualmente insensible al frío? Los órganos de la sensibilidad dolorosa también aparecían perfectamente diferenciados, a través de una red de terminaciones nervio-sas libres que se arborizaba en los intersticios del epitelio cutáneo. Enton-ces comprendí por qué Jesús había retirado sus manos tan precipitadamen-te del fuego y por qué vació una de sus sandalias del molesto granulado de la playa de Saidan.
Quinto. Al carecer de aparato urogenital interno, lo que entendemos por funciones secretoras, excretoras y de reproducción estaban de más. Esto, obviamente, nos conducía a un no menos interesante doble dilema. Supo-niendo que lo necesitase, ¿cómo efectuaba las eliminaciones metabólicas y la transmisión de la vida? Esta última cuestión se nos antojó fuera de lugar. A veces olvidábamos que aquel «cuerpo» no se hallaba sujeto a las leyes de «nuestra» naturaleza...
Conforme fuimos profundizando, los «hallazgos» nos desbordaron. Y el clímax de semejante desconcierto llegaría con los análisis del sistema ner-vioso y de la zona, sin duda, más noble de tan prodigioso organismo.
Sexto. No hubo demasiadas dificultades para constatar que aquel «cuer-po, -esta palabra cada vez resulta más inadecuada- disponía de «algo» bas-tante similar a nuestros sistemas nerviosos central y periférico. El primero -a pesar de las dificultades para penetrar el hueso con los ultrasonidos- ofre-cía una forma conocida: un largo tallo, con el correspondiente engrosamien-to en el extremo superior. Presumiblemente se hallaba alojado en el con-ducto óseo craneorraquídeo (lo que nosotros denominamos «eje cerebroes-pinal o neuroeje»). El periférico, por su parte, aparecía ramificado por toda


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la «cubierta» muscular, partiendo del neuroeje. Miríadas de aquellos cordo-nes nerviosos o «nervios» se perdían en el vibrante «horno» interior.
La gran sorpresa, digo, se produciría al explorar el abultamiento superior del sistema nervioso central, que la medicina define como «encéfalo».
Con la inestimable ayuda de las imágenes obtenidas por resonancia mag-nética nuclear, apoyadas desde el «ojo de Curtiss» con el fin de obtener el necesario retorno de las secciones transversales, el interior del cráneo del Resucitado apareció ante nuestros atónitos ojos como un «mundo irreal ». La masa encefálica no existía como tal. Cerebro, cerebelo, duramadre, bul-bo raquídeo, hipófisis, etc., habían sido sustituidos por un esferoide -una especie de «súper-galaxia»-, luminiscente, en perpetua palpitación y con-formado por trillones de «circuitos» de algo semejante a las sustancias blanca y gris, con «cuerpos celulares», «tallos protoplasmáticos» y «cilin-dro-ejes».... puramente atómicos. A nivel teórico y especulativo imagina-mos que aquella intrincada «tela de araña» desarrollarla las mismas funcio-nes que «nuestros» hemisferios, ventrículos, etc. Pero no podemos asegu-rarlo. Lo cierto es que aquel poderoso e «inmaterial encéfalo» parecía regu-lar las operaciones motoras, en estrecha colaboración con el sistema perifé-rico. Dudamos, por supuesto, que existiera ningún tipo de red nerviosa vis-ceral 0 vegetativa.
El perfecto orden de las nubes atómicas de aquel «cuerpo» y de su «en-céfalo» -desafiando toda entropía- nos facilitó las cosas. Nosotros, en aque-llos atropellados momentos, no llegamos a descubrirlo. Pero, meses más tarde, los especialistas de Caballo de Troya, al analizar la «documentación», fueron a dar con una «característica» de aquel supercerebro que, con el de-venir de las investigaciones, culminaría en uno de los más extraordinarios hallazgos de nuestra era. Una «revelación científica» que, si algún día es proclamada pública y oficialmente, conmoverá los cimientos de la Humani-dad, llenando de alegría y optimismo -supongo- a filósofos, pensadores y, desde luego, a todas las religiones. Me estoy refiriendo a lo que, sin lugar a dudas, podría ser considerado como el «habitáculo», «soporte» o «receptá-culo» (las definiciones terminológicas se quedan cortas y pobres) del alma humana. Resultaría imposible desarrollar aquí la miríada de experimentos llevados a cabo por mis compatriotas, a raíz de nuestro involuntario descu-brimiento y que, insisto, les ha conducido a la constatación científica de ese «ente» en el que millones de seres humanos creen por la fe. Pero entiendo que es mi deber aportar algunos datos -los más significativos-, con la única finalidad de desvelar el feliz acontecimiento.
Todo empezó cuando, en una de las «áreas» de aquel filamentoso y sin-gular «encéfalo» -que venía a corresponder a la corteza del tercer ventrícu-lo, bajo el tálamo-, los científicos, prácticamente por azar, detectaron unos


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átomos de un gas noble (el kriptón). En total, 86 conjuntos biatómicos que giraban en órbitas comunes. Los planos orbitales, sensiblemente paralelos, disfrutaban de un «eje» común que, a su vez, describe un movimiento vi-bratorio armónico cuya frecuencia y amplitud estaban en función de la tem-peratura (0,2 megaciclos para 35 grados centígrados). En un primer mo-mento, los investigadores no prestaron excesiva atención a esos átomos. En realidad, desde mucho antes algunos laboratorios que ensayaban con la fe-cundación de óvulos humanos ya habían detectado su presencia en el inter-ior de dichos óvulos (concretamente en la desoxirribosa). Estos átomos de kriptón se encontraban en los extremos de la cadena helicoidal del ácido desoxirribonucleico, formando varias parejas: las 86 ya mencionadas. Al parecer, según mis noticias, tales series ordenadas de átomos sólo habían sido detectadas en las células germinales de hombres y animales pluricelu-lares, aunque, con el paso del tiempo, el descubrimiento se extendería al resto de las células. Pero la primera de las grandes sorpresas surgió cuando uno de los especialistas tuvo la genial e intuitiva idea de analizar la distribu-ción electrónica de tales átomos. Como conocen bien los expertos en física cuántica, los electrones ocupan posiciones instantáneas, cuya función pro-babilística se rige por el azar. Este principio del «indeterminismo» -común en el mundo microfísico- «era» sagrado. Y digo «era» porque, como vere-mos, los esquemas mentales de aquellos científicos no tardarían en volatili-zarse. ¡En tales átomos de kriptón, las posiciones aparecían regidas por un sincronismo desconcertante! Los átomos homólogos en las cadenas de krip-tón de los distintos espermatozoides investigados presentaban una distribu-ción similar y sincrónica; como si fueran relojes que funcionasen al unísono, ligados, quizá, por ocultas emisiones de radiación, que estimulasen dicho comportamiento o como si un misterioso fenómeno de resonancia obligase a todos los electrones a regirse por el mismo patrón. Se pensó que la proximidad de las células en estudio podía provocar tal efecto de resonan-cia. Más tarde -con idéntica sorpresa- pudieron comprobar que todos los se-res vivos se comportaban en sus cadenas de átomos de kriptón de idéntica forma.
(Parece ser, incluso, que este fenómeno es universal y que el código ge-nético encerrado en el ácido desoxirribonucleico no es sino uno de los esla-bones de esa cadena de factores que explican el comportamiento de la materia, animada por la vida. Una vida, a fin de cuentas, «inspirada» por Dios.) Pues bien, esta cadena de átomos de kriptón presenta una doble función: la de «almacenaje» en el seno de los seres vivos de una informa-ción codificada sobre todos los posibles seres orgánicos integrados en el universo y, en segundo término, la captación del medio ecológico circun-dante de toda suerte de informaciones. Al comparar estas últimas con las


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primeras, el ser vivo estaría en condiciones de provocar las necesarias mu-taciones, dan do lugar a un «individuo» nuevo o diferente. En otras pala-bras: estos átomos de kriptón contienen las claves codificadas para la for-mación de todas las posibilidades de seres orgánicos que puedan darse en la naturaleza. Las cifras son mareantes: se sospecha que las posibilidades de mutaciones podrían superar los 18 millones. Según esto, cada cambio de un electrón en el seno de una subcapa orbital, de las ocho que existen en cada átomo de kriptón, codificaría un Ailum. Y cada uno de los cuatro «sal-tos» electrónicos representaría, en consecuencia, otras tantas ramas. La morfología que adoptase un animal, en el caso de producirse una mutación, estaría en función de las mencionadas posiciones electrónicas de los elec-trones de los restantes átomos de la pequeña nube de kriptón. Ésta disfru-ta, por tanto, grabada en forma de código, de toda la filogenia de los seres vivos posibles en el universo. ¡Algo trascendental!
Pero entremos ya en el descubrimiento final y más sugestivo. Cualquier observador medianamente avisado podrá argumentar: «¿Cómo es posible determinar científicamente la existencia de un "ente" adimensional, como se supone que es el alma, y, consecuentemente, inaccesible al control de los instrumentos de un laboratorio?»
Partiendo del postulado de que la Ciencia valora siempre la existencia de un factor en función de los efectos que produce, quizá estemos en condicio-nes de responder a esa pregunta.
Tras el hallazgo de estos átomos aislados en el «encéfalo» del Resucitado, los científicos investigaron una importante muestra de cerebros humanos, encontrando que dicha «nube» se hallaba alojada siempre en la misma zo-na y a idéntica profundidad, en el hipotálamo. (Este gas, como es sabido, no se combina con ningún otro cuerpo o elemento químico. Su presencia, por tanto, resultaba muy extraña; más aún, teniendo en cuenta su reduci-dísimo volumen.) Estaba claro, en definitiva, que no se hallaban ante un fe-nómeno aleatorio. Y una noche, en pleno examen de la corona electrónica de estos átomos -con el fin de observar posibles alteraciones cuánticas pro-vocadas por probables transferencias energéticas-, nuestros investigadores detectaron «algo» sobrecogedor El cuerpo de uno de los voluntarios yacía en una cámara especialmente acondicionada, en la que habían sido elimi-nados todos los residuos de gas kriptón. Una serie de sondas perforaba su cráneo (zona parietal derecha). Aunque había sido sometido a anestesia lo-cal, el resto de los mecanismos reflejos y conscientes no se hallaba inhibi-do. Toda una maraña de detectores de funciones fisiológicas había sido dis-tribuida por su cuerpo. Ante una pantalla iban apareciendo las cifras y pa-rámetros suministrados por los computadores, perfectamente ordenados en columnas. Cada uno de estos dígitos reflejaba la situación probabilística de


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cada electrón, en relación a uno, tomado como referencia en cada instante, pero con expresión de tiempo «factoriado» (en «cámara lenta»). Cuando una cifra saltaba a otra columna se expresaba con ello un salto cuántico a otro nivel energético. Esta era la finalidad del estudio. De pronto, como de-cía, los expertos quedaron paralizados. La pantalla del equipo detector fue desconectada y los científicos se abalanzaron sobre las columnas de núme-ros. «Aquello» era imposible. Los dígitos guardaban una relación secuencial. Es decir, aparecía?, distribuidos armónicamente, según una función periódi-ca. Los electrones, que según el principio de incertidumbre, deberían de ubicarse en sus niveles energéticos de un modo anárquico, parecían superar el teórico y obligado «caos», regulando su función probabilística y rompien-do así con la supuesta inflexible ley del citado indeterminismo microfísico. La impresión fue tan fuerte que, en aquellos momentos, la mayoría buscó una explicación en el simple azar. Pero no. La experiencia, repetida hasta la saciedad y en individuos diferentes, arrojaba siempre idéntico final: aque-llos movimientos armónicos de los electrones corticales del átomo de krip-tón coincidían con los impulsos nerviosos emitidos por la corteza cerebral de los voluntarios en experimentación. En otras palabras: con los movi-mientos conscientes de sus brazos, pies, manos, voces, etc. No ocurría lo mismo, sin embargo, con los movimientos llamados reflejos o con los im-pulsos emitidos por el sistema neurovegetativo. En un principio se llegó a emitir la hipótesis de que tales movimientos codificados en la corteza elec-trónica de kriptón podían estar condicionados: que fueran, en suma, un efecto de los neuroimpulsos emitidos Por el encéfalo del ser vivo. Pero la verdad es que no acertaban a comprender la funcionalidad de dicho código en un átomo aislado de un gas inerte. Un año más tarde se Produciría un nuevo y asombroso -yo diría que vital descubrimiento: aquellos movimien-tos armónicos de los electrones de la corona del átomo PRECEDIAN (he di-cho bien: ¡precedían!) a la conducta voluntaria de los hombres Y mujeres con los que se experimentaba. El «adelanto» en cuestión oscilaba alrededor de una millonésima de segundo sobre las reacciones neurofisiológicas del organismo.
En palabras más simples: parecía como si aquellos electrones fueran el alma del individuo, «dictando» las oportunas órdenes al cuerpo. Esto, ob-viamente, era absurdo. Los electrones carecen de vida. Pero entonces, si no se movían como consecuencia del azar, debía de existir un «factor» inde-pendiente que fuese capaz de ejercer un control sobre ellos. La conclusión final -por no hacer más engorroso este informe- fue tan sencilla como tras-cendental: ese «factor» invisible, intangible y desconocido tenía que ser lo que la filosofía y las religiones denominan «alma». Por primera vez en la


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historia, su constatación científica era un hecho. La Ciencia, una vez más, acudía en ayuda de la religión...
Como es fácil imaginar, estas experimentaciones no se limitaron al exclu-sivo campo humano. Los científicos, dominados por la curiosidad, quisieron desentrañar una vieja incógnita: ¿tenían alma -tal y como la concebimos los seres inteligentes- los animales? Y las investigaciones se extendieron a otros muchos seres orgánicos -unicelulares y pluricelulares-, incluyendo vi-rus y compuestos orgánicos autorreproducibles. Los resultados fueron des-alentadores. Se detectaron átomos aislados de neón y xenón en muchos se-res vivos y millones de átomos de gas helio en los animales provistos de es-tructuras nerviosas superiores. Hubo incluso un destello de esperanza cuando los átomos de kriptón aparecieron en los mismos puntos encefálicos de los «inteligentes» simios. Pero sus «nubes» de kriptón se movían según la función probabilística habitual en el resto de los átomos de la naturaleza. No fue registrado ningún código. Hasta hoy, por tanto, persiste la duda: ¿existe una alma en los seres biológicos no humanos? Curiosamente, Jesús de Nazaret, siempre que se refirió al «alma», lo hizo en relación directa con los seres dotados -de inteligencia y voluntad...
Las investigaciones, tras estos sensacionales hallazgos, adquirieron un ritmo vertiginoso. En las «nubes» atómicas de kriptón de cada encéfalo humano fueron localizadas las funciones de tres de estos átomos. Dos tení-an un carácter «emisor», y el tercero, «receptor». Los primeros son los res-ponsables del envío -convenientemente codificados de cuantos informes puede suministrar el sistema nervioso cortical. Algo así como si se transmi-tiera una especie de código Morse hasta una pequeña emisora (el helio). Se produce entonces un efecto cortical de resonancia entre la corona electróni-ca de los átomos de helio y los de kriptón y éste, a su vez, vuelve a trans-formar el código recibido en otro de similares características, pero «inteligi-ble» para el alma- (El átomo de kriptón haría las funciones, salvando las distancias, de una especie de receptor de televisión o de radio que recibe y emite al alma, en un lenguaje que sólo ella conoce, cuanto ocurre en el hombre y en su entorno.)
Los átomos «receptores», por su parte, siguiendo un proceso inverso, en-vían al cuerpo una serie de instrucciones procedentes del alma. Estos «mensajes» son catapultados desde los átomos de kriptón a millones de átomos de helio, modificándose sus estados cuánticos de forma que irradian «cuantum» de frecuencias menores que las de la luz (radiación infrarroja). A partir de aquí, otro tipo de neuroórganos -tampoco conocidos aún por los fisiólogos-, que trabajan de manera parecida a los pares termoeléctricos, transforman esos mensajes termomodulados en impulsos nerviosos, canali-zados por las redes neuronales. Estos neuroórganos están distribuidos en


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las áreas motoras de ambos lóbulos frontales; concretamente, en las zonas situadas atrás y debajo del «gran surco central». Como acostumbraba decir el Maestro: «Quien tenga oídos, que oiga... »
Volviendo al «cuerpo glorioso» del Resucitado, a manera de resumen, po-dríamos decir -dentro de las terroríficas limitaciones que ello implica- lo si-guiente:
1. Aquella estructura, aparentemente humana, no se hallaba sujeta a las grandes servidumbres de la naturaleza del hombre terrenal. Esto, eviden-temente, la situaba en ventaja. Las necesidades fisiológicas llamadas bási-cas no contaban para ella.
2. Al estudiar todo el desarrollo de las «apariciones» llegamos a la conclu-sión de que, por razones que se nos escapan, la formación de dicho «cuer-po» experimentó diferentes y bien definidas fases o procesos de «materiali-zación», pasando por etapas «nebulosas», «cristalinas o transparentes» -en las que el Maestro se negó a que le tocasen- y de una materialidad externa perfectamente conformada. En las primeras etapas -digamos de semifor-mación-, aquellas «presencias» provocaban unos intensísimos campos magnéticos (de hasta 200 000 gauss), que, sin duda, fueron los responsa-bles del arrastre de las espadas, copas metálicas, etc., en el interior del ce-náculo. Es imposible certificar si esos diferentes estadios que fue presen-tando el «cuerpo glorioso» de Jesús corresponden a otras tantas «formas de vida», independientes entre sí, a las que puede tener acceso el hombre después de la muerte o si, por el contrario, todas ellas constituyen un único y escalonado proceso (?).
3. Sea como fuere, lo cierto es que el «estado terminal» que nos fue dado ver y examinar parecía estar orientado -en sus funciones nobles y básicas- a algo que el ser humano mortal sólo puede soñar y añorar: el CONOCI-MIENTO. Aquel «supercerebro», dominando y dominante, tenía que ser una fuente incalculable de sabiduría, de emociones y de sentimientos.
4. Si «aquélla» -como aseguró el Maestro- era una de las formas de vida después de la muerte, quien esto escribe, humilde y sinceramente, no teme ya ese paso... Es más: ruego al Padre Todopoderoso para que acorte mis días sobre la Tierra y me permita comprobar cuanto sé e intuyo. El miedo a morir, por la gracia de Jesús de Nazaret, ha quedado superado. Que el Pa-dre Universal -el de todos- le bendiga...
23 DE ABRIL, DOMINGO
Debo reconocerlo. La misión también se vio humillada por los errores y fracasos. Algunos, como el de aquel 23 de abril, primer día de la semana para los judíos, pudieron costarnos muy caro. Supongo que muchos de es-


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tos problemas fueron inevitables. Aun así, dada la naturaleza de nuestro trabajo, no tenemos justificación. Como se verá, un despiste o una simple falta de coordinación podían originar una catástrofe e incluso la muerte de los exploradores.
En realidad, yo no tuve conciencia de lo ocurrido hasta bien entrada la tarde. Todo empezó esa mañana...
Al examinar el programa del día nos vimos enfrentados a un áspero dile-ma: ¿habían finalizado las apariciones del Maestro en la Galilea? De ser así, ¿cuáles eran los pensamientos e intenciones de los discípulos? ¿Regresarían a Jerusalén?
Los textos de Marcos y Lucas -incluyendo los llamados Hechos de los Apóstoles- refieren un doble acontecimiento que, evidentemente, no había tenido lugar: la postrera presencia del Señor en la Ciudad Santa y su as-censión (?) a los cielos. En los Hechos (1, 3 y 2, 1) hallamos unas posibles pistas, en relación a la fecha en que pudieron suceder tan extraordinarios sucesos. «A estos mismos (a los discípulos) -reza el versículo 3 del mencio-nado primer capítulo de los Hechos-, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días ... » Desde la madrugada del domingo, 9 de abril, momento de la resu-rrección, hasta la segunda aparición en el yam, habían transcurrido diecio-cho días. Si Lucas, posible autor de los Hechos, estaba en lo cierto, la últi-ma de las presencias de Jesús y su enigmática ascensión deberían regis-trarse alrededor del 18 de mayo. Esta fecha venía corroborada, implícita-mente, por el primero de los versículos del capítulo 2 del citado texto de Lucas: «Al llegar el día de Pentecostés ... » Es decir, concluido el período de cincuenta días existentes entre la Pascua y la referida fiesta de la siega y de la renovación de la Alianza. Por tanto, la jornada de las supuestas «lenguas de fuego» (?) sobre las cabezas de los discípulos era posterior a la ascen-sión.
Aceptando como buenos los textos sagrados (una suposición problemáti-ca, a la vista de los errores y contradicciones consignados), todo esto signi-ficaba que, a partir de aquel domingo, 23, Caballo de Troya disponía de una treintena de días para el remate de la segunda fase de la exploración. Un período de tiempo minuciosamente contemplado en el que, sin embargo, las «líneas maestras» de la investigación debían ajustarse al natural devenir de los hechos. Pero ¿cuáles iban a ser esos acontecimientos? Los evangelis-tas, como de costumbre, son parcos en sus narraciones y ese «lapsus» de un mes se hallaba «en blanco». La primera medida a adoptar, evidente-mente, consistía en averiguar los propósitos de los íntimos. Nuestras actua-ciones ahora, insisto, dependían de sus movimientos. Por ejemplo: si opta-ban por regresar de inmediato a Judea, los planes tendrían que ser modifi-




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