lunes, 17 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 301 A LA PAG 320

301
cados. Uno de los trabajos -la visita a Nazaret- constituía una pieza clave en la reconstrucción de la infancia y juventud de Jesús.
Así que, de mutuo acuerdo, convenimos en que mi presencia en Saidan era obligada y urgente. Además, el asunto de la dolencia del padre de los Zebedeo seguía en pie.
Y con el frescor del amanecer abandoné el módulo, encaminándome a buen paso hacia la vecina aldea de pescadores. El error, fruto de las prisas, estuvo en no coordinar nuestras respectivas actividades para dicha jornada. Eliseo -eso entendí- permanecería en la «cuna», entregado a la clasifica-ción, estudio y codificación del voluminoso material científico obtenido en la reciente aparición del rabí. ¿Quién iba a imaginar que cambiaría de idea?
En la bolsa de hule, después de no pocas meditaciones y quebraderos de cabeza, fue incluido un sencillo artilugio, destinado a solventar el acusma que padecía el jefe de los Zebedeo: una «jeringa auricular» de tosco hierro, de 20 centímetros de longitud por 5 de diámetro, provista de una «aguja» hueca, del mismo material, apoyada por un émbolo macizo de madera. El instrumento no rompía los modos y maneras de la medicina de entonces, que conocía desde muy antiguo esta clase de «aparatos». (El papiro de Ebers -1 550 años antes de Cristo- habla de «jeringuillas», a manera de «lavativas», muy comunes, por ejemplo, en el tratamiento de obstrucciones intestinales.)
Debí figurármelo. Aquel tránsito de gente no era normal. Procedentes de la ribera occidental del lago, de Nahum y de los caminos del norte y del es-te, hombres, mujeres, ancianos y niños marchaban presurosos hacia la apacible Saidan. En grupos, en solitario, a pie o a lomos de caballerías, to-dos se dirigían al hogar de los Zebedeo, con un objetivo común: comprobar la veracidad de los rumores que, inevitablemente, se habían propagado por el Kennereth. Esas noticias -por lo que pude ir captando en la marcha hacia Bet Saida- hablaban de las apariciones, a orillas del yam, del discutido «constructor de barcos ». Las opiniones, como es fácil imaginar, eran de todos los calibres. Los había que aceptaban dichas «presencias milagrosas» a pie juntillas, recordando a los incrédulos «otros muchos prodigios» del ra-bí. Algunos, en especial los letrados sacerdotes al servicio de las sinagogas de Nahum y Migdal, se mostraban reticentes. La mayoría guardaba silencio, a la espera del testimonio de los discípulos.
Hacia las 07 horas, al pisar la calle principal de Saidan, quedé impresio-nado: decenas de curiosos se agolpaban frente a la hacienda de los Zebe-deo. Fue imposible alcanzar el portalón. Éste, sólidamente atrancado, ce-rraba el paso a la muchedumbre, que de vez en cuando lo aporreaba, cla-mando para que los propietarios les franquearan la entrada y explicaran lo sucedido. Cautelosamente volví sobre mis pasos, descendiendo hacia la
302
playa. Al cruzar cerca de los restos de la fogata me estremecí. De seguro, de haberme aproximado, hubiera descubierto las huellas en la arena de las sandalias del Maestro. Pero mi objetivo era otro. Por fortuna, el flanco sur del caserón se hallaba despejado. Remonté los peldaños, pero al empujar la puerta de servicio la encontré igualmente bloqueada... y vigilada. A mis golpes, la chirriante portezuela se entreabrió. Lo primero que vi fue la relu-ciente hoja de una espada. Detrás, el renegrido, rostro del Zelote, con sus hundidos ojos negros saturados de recelo. Dudó. Pero Juan, que había acu-dido presto a la llamada, le ordenó que me dejara pasar. En el centro del patio, los íntimos, las mujeres, el padre de los Zebedeo (evidentemente re-puesto), Assi, el «auxiliador» esenio, y la servidumbre participaban en una acalorada asamblea.
El Zebedeo me susurró «lo último». Simulé no estar al tanto de la apari-ción del Maestro en la montaña de la ordenación, interesándome por los de-talles. Pero, rogándome paciencia, se reincorporó a la discusión. Aquella «cumbre» de los hombres de Jesús de Nazaret resultaría altamente instruc-tiva y, en cierta medida, premonitoria. Sin yo saberlo estaba presenciando el nacimiento de una ruptura -que sería total al cabo de una semana- entre los íntimos, También entre aquella veintena de galileos las opiniones eran dispares. El motivo era muy distinto. Todos, por descontado, aceptaban la realidad de las apariciones. Lo que estaba en juego, como digo, era mucho más profundo: ¿había llegado la hora -como defendía Pedro- de salir a los caminos y proclamar la buena nueva? ¿Qué debían hacer con el gentío que los reclamaba?
En aquel choque dialéctico se debatía, además, otro asunto de vital inte-rés. Con la excepción de Juan Zebedeo, Mateo Leví y Andrés, el resto pro-pugnaba el inmediato retorno a Jerusalén. (Santiago, el hermano de Juan, como de costumbre, se reservó su opinión.) Simón Pedro, por ejemplo, es-taba convencido de que Jesús «se hallaba definitivamente junto al Padre y de que no regresaría en un tiempo». El intuitivo Juan, basándose en «algo» que el Resucitado les había insinuado en la última de las apariciones y que, francamente, nosotros no captamos, defendía lo contrario: la permanencia del grupo en la Galilea «hasta que no se produjera esa tercera presencia del rabí». La insinuación de Jesús resucitado debió de ser tan sutil que, por lo que pude comprobar, la mayoría no reparó en ella, enfrentándose a la pro-puesta del Zebedeo. Presa de uno de sus ya familiares ataques de fervor y entusiasmo, Pedro terminó por auparse sobre los demás y, gesticulando y vociferando, empezó a renegar de los disidentes. Con su mordaz lenguaje humilló inmisericorde a su hermano e, indirectamente, a Mateo y a Juan por atreverse a dudar de sus explosivos discursos. No me cansaré de insistir: estábamos asistiendo al nacimiento de un líder y, lo que era más penoso, a
303
un distanciamiento ideológico entre los íntimos. Algo muy humano en toda asociación, pero que obviamente no fue transmitido por los evangelistas.
La encendida polémica se prolongaría durante más de dos horas. Al final, la obstinación del trío representado por Juan -que amenazó con separarse del grupo- los condujo a una especie de pacto. Es curioso. Aquél, en mi humilde opinión, constituyó otro de los graves trances por los que atravesó el naciente «colegio apostólico». El pacto, promovido por Pedro a manera de «ultimátum», consistía en un margen de espera de una semana. Si lle-gado el siguiente sábado, 29, el rabí no se había manifestado, «él mismo (Simón Pedro), sólo o acompañado, abriría los ojos del mundo, predicando la buena nueva».
La «tregua» fue aceptada por ambos bandos. Y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, el impulsivo sais -quizá en un intento de dejar constancia de la firmeza de sus propósitos se encaminó al portalón de entrada. Con un violento y malhumorado puntapié desatrancó la viga que apuntalaba la puerta, abriendo la doble hoja de par en par. El gentío, al verle, arreció en sus confusas peticiones. Y Pedro, alzando los brazos como un iluminado, ordenó silencio. Sus compañeros, confusos y temerosos, se mantuvieron al principio a una prudencia¡ distancia, con las espadas dispuestas ante cual-quier posible contingencia. Aquel arrojo del irreflexivo Pedro sería una de las claves de su posterior éxito como «cabeza visible» y «portavoz» de los «embajadores del reino»..., o de lo que quedó de ellos.
En un tono grandilocuente y valeroso -también conviene resaltarlo- expu-so a la muchedumbre «parte» de lo que habían visto y oído, tanto en la playa de Saidan como en el monte de la ordenación. Y digo «parte» porque, astutamente, silenció las conversaciones por parejas. Sus vibrantes pala-bras fueron interrumpidas en diferentes ocasiones. Unos, para burlarse des-caradamente de los «visionarios». Otros, solicitando detalles y, en especial, para suplicarle que les dijera qué debían hacer y cómo encontrar el reino del que les hablaba. No por falta de ganas, sino obligado por los imperiosos tirones de ropa que le propinaban sus compañeros desde atrás, Simón no tuvo más remedio que zanjar el improvisado discurso, emplazando «a cuan-tos lo deseasen a una próxima asamblea multitudinaria, en aquella misma playa, a la hora nona (las tres de la tarde) del próximo sabbat. Entonces -concluyó- os hablaré con más calma».
El portalón volvió a cerrarse y las gentes -un tanto defraudadas- se en-zarzaron en mil debates. El desfile humano, a pesar de la promesa de Si-món Pedro, no se extinguiría hasta bien entrada la noche. El irreflexivo ges-to del sais fue recriminado al punto por Andrés y el resto de los Zebedeo, acusándole de « inconsciente». El enfado de estos hombres era tal que, por espacio de algún tiempo, se negaron incluso a dirigirle la palabra. Cuando
304
los ánimos volvieron a su cauce me las ingenié para aislarme en el interior de la casa con el apesadumbrado Juan y con Assi, el esenio. Les expuse mi deseo de reconocer al jefe de la familia y, si daban su consentimiento, so-meterle a la definitiva eliminación del mal que le aquejaba. A los pocos mi-nutos, el Zebedeo conducía a su anciano padre hasta la alcoba donde me disponía a llevar a cabo la sencilla «intervención». Alegó que se encontraba mucho mejor, pero, dócil y sonriente, se doblegó a mis sugerencias, sen-tándose frente al ventanuco orientado al este. Solicité de Juan que calenta-ra agua y, de inmediato, ayudado por Assi, transportaron hasta la estancia un curioso brasero de hierro cuadrangular. El artilugio -un authepsa- era uno de los escasos enseres importados de Italia (posiblemente de Pompe-ya). En el centro, un brasero mantenía caliente el agua almacenada en las huecas paredes, así como en las cuatro torretas que emergían de sus es-quinas.
Ante la curiosa e inquisidora mirada del «auxiliador» examiné los oídos del Zebedeo. Como suponía, el rígido tratamiento de aquellos días había hecho efecto: el cerumen, reblandecido, «flotaba» prácticamente en el con-ducto auditivo externo. Cuando estimé que el agua había alcanzado una temperatura idónea (alrededor de 20 grados centígrados), rescaté la «je-ringa» de la bolsa y procedí a su llenado. A una indicación mía. Assi, carga-do de buena voluntad, sostuvo una escudilla de madera bajo la oreja dere-cha del paciente anciano. En principio procuré que el Zebedeo no viera el grueso artilugio. Traté de tranquilizarle, anunciándole que no experimenta-ría dolor alguno y avivando su confianza en aquel médico y amigo. Juan me guiñó un ojo, animándome. Introduje la «aguja» de metal en el oído y, suave y lentamente, le inyecté el agua caliente. El anciano, al notar el flujo, cerró los ojos. Pero se contuvo. Al momento, una negra «bola» de cera -grande como una alubia- saltaba sobre el plato. El esenio me sonrió maravi-llado. La segunda extracción fue tan rápida y certera como la primera. Guardé de nuevo el «instrumental» y, tras una postrera y rutinaria explora-ción de los ya libres conductos auditivos, le mostré los molestos tapones. Los contempló atónito y, alzando sus azules ojos, me sonrió, agradecién-dome en silencio mi supuesta pericia como sanador. ¿Quién podía imaginar entonces que aquella elemental «curación» me franquearía las puertas de su confianza... y de su gran secreto?
Digo yo que fue la Providencia. Quién sabe...
Los objetivos en la aldea de pescadores se hallaban cubiertos. El cerumen fue paseado como un trofeo, ganándome -dicho sea sin ánimo de presun-ción- las felicitaciones de la parroquia y el cariño de los anfitriones. En cier-to modo, aquellas muestras de afecto fueron una inyección de oxígeno. Sencillamente, me sentí feliz. Conocía, además, las intenciones del grupo:
305
permanecer en el lago, al menos hasta el sábado, 29. Ello facilitaba las co-sas. Si no surgían contratiempos, parte de lo planeado por Caballo de Troya podría desarrollarse a lo largo de los próximos seis días. Más concretamen-te, la meticulosa investigación -«sobre el terreno»- en la no muy distante Nazaret. Una exhaustiva verificación, en suma, de los muchos datos reuni-dos hasta esos momentos acerca de la infancia y juventud del Hijo del Hombre.
Con el sol brillando en el cenit, cuando me disponía a retornar a la «base madre», ocurrió algo providencial. Como decía, uno ya no sabe qué pensar.
Cargado de razón, Bartolomé -cuya familia residía en Caná- anunció su intención de viajar hasta la mencionada aldea, al oeste del yam, y abrazar a los suyos. La iniciativa tuvo un efecto multiplicador. Los gemelos aplaudie-ron la idea, comunicando al resto que, por su parte., harían otro tanto, des-plazándose a la granja de sus padres, en las cercanías de Gerasa. Juan Ze-bedeo trató de abortar la «espantada», recordándoles la posibilidad de que el Maestro se presentara de improviso. Sus pretensiones se vendrían a pi-que cuando, haciendo causa común, Leví -apacible pero contundentemente- le hizo ver «que llevaban muchas semanas sin saber de sus mujeres e hijos y que justo era que atendieran también los asuntos terrenales».
-Nosotros, después de todo -reprochó Felipe al Zebedeo, apoyando así las razones del ex publicano-, estamos en casa...
El asunto quedó sentenciado cuando la Señora, dirigiéndose al contraria-do Juan, intentó persuadirle de algo que, en el fondo, parecía elemental: su Hijo, casi con seguridad, en el caso de que volviera a presentarse, lo haría ante la totalidad de sus discípulos. Nunca ante unos pocos. Paradójicamen-te, el que se había manifestado acérrimo defensor de la permanencia en Saidan, claudicó, comprometiéndose incluso a «escoltarla» hasta Nazaret. También la madre de Jesús deseaba visitar a los suyos, y Juan, que no olvi-daba las palabras del rabí en la cruz, renunció notablemente a su idea, dis-poniéndolo todo para el alba de la siguiente jornada. En principio, por tanto, la Señora, el Zebedeo y Natanael harían juntos el camino hasta Caná. Ni que decir tiene que me apresuré a unirme a la expedición. El Zebedeo aco-gió mi propuesta con tanta alegría como alivio. «Los caminos -argumentó burlón- no son seguros y la compañía de un mago siempre es una garantía ... » Encajé la chanza con deportividad. Concretada la reunión en el muelle de Nahum -entre las horas «prima» y «tercia» (del amanecer a las 09 horas, aproximadamente)-, abandoné el caserón y la aldea. ¿Qué más po-día pedir? Inspeccionar Nazaret al amparo de la Señora era una suerte. Pe-ro antes, esa misma y esquiva fortuna me reservaba una amarga experien-cia.
306
El viaje de vuelta, esta vez en compañía de Mateo y el Zelote (ambos te-nían sus residencias oficiales en Nahum), fue bien hasta la citada ciudad. Hablamos poco. Los discípulos, embozados en sus ropones para evitar ser reconocidos por los caminantes, tenían prisa por llegar. A eso de las 14.30, hora y diez minutos después de nuestra partida de Saidan, avistamos la «ciudad de Jesús». Nos despedimos con frialdad. Yo proseguí por la calza-da, a la búsqueda del camino habitual de acceso a la «cuna», por el filo sur del promontorio. La tragedia planeaba ya sobre nosotros.
Rebasada Nahum, muy cerca del desvío que conducía a la bifurcación, empecé a presentir algo. Al efectuar la rutinaria conexión auditiva, con el fin de alertar a Eliseo de mi retorno, no obtuve respuesta. Perplejo, presio-né una y otra vez mi oído derecho, repitiendo la llamada. Era imposible que no me recibiera. En segundos, por mi mente desfiló un sinfín de posibles explicaciones. ¿Fallaba la conexión auditiva? ¿Se había registrado alguna caída de energía en la nave? Sin querer me trasladé al dramático momento del desmayo de mi hermano, en pleno descenso sobre el Olivete. ¿Habría sufrido otro desvanecimiento? Mi corazón se aceleró. Tenía que llegar al módulo cuanto antes. Pero nada más iniciada la carrera, atajando por el sendero que desembocaba en el circo rocoso, un lejano vocerío me contuvo. Por aquella misma pista polvorienta descendía un grupo de gesticulantes y, a primera vista, alterados galileos. Retrocedí. Fue instintivo. El cruce, en tan comprometida vereda, con alguien de Nahum o de los alrededores no era recomendable. La seguridad de la «cuna» podría haber corrido un ries-go innecesario. Caí como una liebre sobre la calzada, desapareciendo en di-rección a Tabja. No puedo estar seguro, pero creo que no fui detectado por el referido grupo. Más tarde comprendería las razones de su indignación. En tan críticos instantes no reparé en otro detalle, altamente sospechoso: los posibles vecinos de Nahum no traían la dirección de la cima de la colina. ¡Bajaban por el ramal que moría en la menguada explanada existente fren-te a la cripta funeraria!
Ataqué la ladera sur y a cosa de cien metros del punto de contacto, con las moles basálticas que rodeaban el cementerio a mi derecha, me detuve sin resuello, ajustándome las lentes especiales. Al invadir el área de seguri-dad IR, la conexión auditiva empezó a vibrar. Los sistemas, por tanto, se hallaban en automático. La conexión funcionaba. Pero ¿y mi compañero? No lograba entenderlo. ¿Qué había sucedido en mi ausencia? Al visualizar el fulgurante módulo, el corazón, bombeando salvajemente, casi se detuvo del susto: la escalerilla hidráulica había sido activada. Evidentemente, Eliseo tenía que ser el responsable de aquello. Pero ¿por qué?
Me introduje en la nave como un ciclón. En efecto: mi hermano había desaparecido. Bregando con la incertidumbre era difícil serenarse. Tenía
307
que pensar. ¿Qué podía haber ocurrido? Revisé los paneles de control. Todo funcionaba a la perfección. «Santa Claus» tampoco aportó información so-bre el enojoso asunto. Los únicos indicios eran el traslado de la alerta infra-rroja al sistema director -que respondió con precisión- y la presencia en tie-rra de la escalerilla. Algo estaba claro: mi compañero portaba su propia co-nexión auditiva. Es más: el hecho de haber fijado en 300 pies el límite del escudo protector me tranquilizó un poco. Si hubiera albergado la intención de alejarse a una mayor distancia, lo prudencial habría sido establecer el al-cance de la radiación IR en un radio superior. Eso era lo obligado y, por su-puesto, la meticulosidad de Eliseo estaba fuera de toda duda. Estos razo-namientos, sin embargo, fallaban en un punto. Si Elíseo se encontraba de-ntro de ese radio de acción de 300 pies, lo lógico es que el computador cen-tral, como en mi caso, le hubiera alertado. El «intruso» -que en aquellas circunstancias era yo mismo- no habría pasado inadvertido. Eso, natural-mente, admitiendo que su ubicación fuera correcta. En previsión de que ta-les deducciones estuvieran acertadas, me instalé frente a los paneles de mando, abriendo el canal de la conexión auditiva. Aquélla era otra de las deficiencias del programa: mientras el explorador que permanecía fuera del módulo no tomara la iniciativa, activando su «cabeza de cerilla», el receptor -en este caso el piloto situado en la «curia»- se veía incapacitado para es-tablecer contacto. (A raíz de este «incidente», Elíseo rectificaría los disposi-tivos, consiguiendo que dicha conexión auditiva pudiera ser abierta y em-prendida por ambas partes, indistintamente.)
La espera fue angustiosa e interminable. Insisto: no lograba comprender-lo. Si mi hermano -como así debía ser en buena lógica- había recibido las señales de «Santa Claus», advirtiéndole de la irrupción de un ser vivo en las inmediaciones de la «base madre», ¿por qué no hacía acto de presencia o, cuando menos, por qué no intentaba una rutinaria conexión con la nave? En sus cálculos debía figurar que aquel intruso podía ser yo. «A no ser que ... » La funesta hipótesis de que hubiera sufrido un accidente fue rechazada vis-ceralmente. Pero la semilla de la duda estaba sembrada. Y un sudor frío me acompañó en aquellos dramáticos momentos. ¡Tenía que actuar! ¡Tenía que salir en su búsqueda! Pero ¿hacia dónde?
En un postrer intento por hallar algo de luz chequeé los discos del orde-nador, comprobando que la codificación de los informes y estudios sobre el «cuerpo glorioso» del Maestro labor en la que le había dejado inmerso en el instante de abandonar la nave- se hallaba detenida en el impresionante ca-pítulo del «supercerebro». Lo confieso. En esos momentos de ansiedad no tuve la percepción necesaria para captar que quizá aquellos abrumadores hallazgos podían ser la causa de tan brusca e inexplicable desaparición. ¿Cuándo aprenderé a escuchar la sutil «voz» de la intuición? Lo único que
308
saqué en claro es que dicho trabajo había sido interrumpido hacia las 10 horas. Teniendo en cuenta que los cronómetros del módulo señalaban en aquellos instantes las 16, cabía la posibilidad de que llevara en el exterior la friolera de ¡seis horas! En tan dilatado período de tiempo podía haber cami-nado mucho más allá de Saidan, de Migdal o de Corozain, por poner algu-nos ejemplos. ¿Qué tonterías estaba pensando? Ninguna de esas marchas guardaba relación con nuestros planes. ¿Y si hubiera sufrido un percance, perdiendo la memoria? No, no debía caer en la trampa del tremendismo... Sin embargo, aquella alteración en el segundo aterrizaje...
Tratando de racionalizar mis cada vez más perdidos pensamientos -mientras aguardaba ansioso una comunicación que no llegaba-, dibujé en mi mente un «inventario» de los posibles lugares a los que podía haberse dirigido. Rechacé la cripta funeraria. Aunque sus visitas al cementerio habí-an menudeado en las últimas jornadas, contribuyendo a completar los aná-lisis antropológicos, la autonomía de la potente linterna no daba para tantas horas de investigación.
¿Habría descendido a los depósitos de Tabja? Las reservas de agua eran todavía abundantes. Además, ese paraje se hallaba a unos veinte minutos del módulo y, en consecuencia, fuera del límite IR.
¿Nahum? Mucho menos... ¿Y si hubiera intentado localizarme en Saidan? Pero ¿a cuenta de qué? En la «cuna», todo marchaba como un reloj. Deses-timé también esta posibilidad.
A las 16.30, definitivamente confuso, decidí salir en su busca. El segundo lamentable error por mi parte fue no revisar el compartimiento de las herramientas. Me hubiera ahorrado tiempo y disgustos.
El rastreo por la colina fue infructuoso. No supe identificar ni la más leve huella de su paso. Y no sé muy bien por qué, el presentimiento de que. pu-diera hallarse en Tabja o Nahum fue cristalizando en mi angustiado ánimo. Así que, sin pérdida de tiempo, me presenté en la zona de los molinos. Nakdimon, el funcionario encargado de las aguas, se encogió de hombros. No había visto a nadie de las características de Elíseo. Desalentado, deshice lo andado y, al encontrarme de nuevo en la estrecha embocadura de la cal-zada, al pie del talud que me servía de referencia para ascender por la lade-ra hacia la nave, cambié momentáneamente de planes. Sí, antes de prose-guir hacia Nahum, echaría otra ojeada a la «cuna». Merecía la pena perder unos minutos frente a los controles, aguardando la ansiada comunicación.
«Quién sabe -me animé a medias-, quizá se halle de regreso y todo esto no sea más que un malentendido ... »
Pero el módulo, lo sabía, continuaba desierto. Y la voz de mi compañero siguió muda.
309
Ahora, meditando sobre el particular, me asombro de mi propia entereza. No hay duda: fuimos magníficamente entrenados. No comprendo cómo no me derrumbé. Sentado en mitad de aquel horrible silencio, solo y sin poder creer lo que estaba sucediendo, debería de haber enloquecido. ¿Qué hubie-ra sucedido de no aparecer Eliseo? ¿Qué habría sido de la operación? Yo so-lo habría tenido demasiadas dificultades...
Gracias a los cielos, mi coraje estaba vivo. Más que vivo, rabioso. Y dis-puesto a todo salté de nuevo a tierra.
Serían las 18 horas. Recuerdo que la amenaza del anochecer se cernía ya por el horizonte. Apenas si quedaban treinta minutos de luz. Y Fon un nudo gordiano en las entrañas tomé el rumbo de Nahum. Ciego de rabia, capaz de destrozar a quien pudiera lastimarle (el código ético de Caballo de Troya me importó un comino en aquellos momentos), trepé por los negros blo-ques de basalto del circo, mentalizándome para remover Nahum de arriba abajo. Y si eso no fuera suficiente, peinaría Saidan, Migdal y lo que hiciera falta. Mi hermano era lo primero.
Crucé la pequeña explanada y, al pisar la vereda que llevaba hacia el es-te, una imagen -¿o fue una sombra?-, fugaz como un relámpago, me clavó al polvo del camino. En mi obcecación estuve a punto de no distinguirla. Tiemblo sólo de imaginarlo. Dudé. «No es posible ... » La excitación empe-zaba a jugarme malas pasadas. Era preciso controlarse. Contuve la respira-ción, temeroso de volver el rostro y descubrir lo que creía haber descubier-to. Y al momento, por asociación de ideas, la escena de los galileos descen-diendo por la colina se instaló en mi memoria. Fue una secuencia rápida, confusa, preñada de fatalismo. No sé cómo, pero en ese espacio infinitesi-mal de tiempo supe lo que había ocurrido. Y la angustia se abrió como un pozo sin fondo, erizándome los cabellos.
Giré despacio. Lentamente. Con la respiración agitada. Rezando para que aquella impresión no fuera cierta. Lo era, lamentablemente...
«¡Oh, no!»
En efecto, la enorme muela -que no pudimos desplazar en su momento- había sido rodada hasta su lugar, sellando la cripta. Sólo cabía una explica-ción: alguien, nunca supimos quién, descubrió la profanación, poniendo so-bre aviso a los posibles propietarios del panteón, que se personaron en el circo rocoso y lo clausuraron de nuevo. Aquel grupo de indignados galileos tenía que ser el responsable del cierre. Pero & mi hermano? ¿Cuál había si-do su suerte? De encontrarse en el interior, en cualquiera de las dos plan-tas, de seguro que tendría que haber escuchado y sentido las voces, los pa-sos o el rugido de la losa en su roce con la fachada. Si era así, al verse en-terrado vivo, ¿por qué no había solicitado auxilio a través de la conexión auditiva? ¿0 es que no se hallaba en la cripta? ¡Dios, qué desazón! ¿Y si
310
hubiera sufrido un ataque por parte de los vecinos de Nahum? Elíseo, que yo supiera, no iba armado. Me negué a aceptarlo. El lugar era sagrado para los judíos. Difícilmente lo habrían mancillado con un derramamiento de sangre. Pero ¿quién podía asegurarlo? Aquellos fanáticos eran capaces de todo.
Me pegué a la piedra circular, intentando captar algún sonido procedente del interior. Lo único que escuché fue el retumbar de mi corazón, a punto de escapar por la garganta. No podía permanecer en aquella espinosa duda. No había otra solución que descalzar la muela y aventurarse en la gruta. Peleé con la cuña de madera y, al fin, jadeando como un perro, conseguí arrancarla. Y empujando como jamás lo había hecho, la roca rodó por el in-clinado canalillo hasta empotrarse entre bramidos en el flanco oeste de la fachada. Con los ojos desorbitados me asomé al corto pasillo que conducía a la primera de las cámaras.
-¡Eliseoooo!...
El eco devolvió mi llamada. Esperé. Nada. Silencio. La cripta, negra como boca de lobo, parecía solitaria. «¿Y si estuviera equivocado?» Quizá mi compañero había tenido el atinado sentido de no proseguir con los estudios. Quizá estaba perdiendo el tiempo. «Debería haber continuado mi camino hacia Nahum ... »
A pesar de aquel forcejeo conmigo mismo seguí caminando, descendiendo a tientas hasta la antecámara. «Además, allí no se veía nada... En todo ca-so, debería regresar a la nave y proveerme de alguna antorcha.» De pron-to, un miedo cervuno me obligó a retroceder. «¿Y si aquellos energúmenos se presentaban de nuevo y volvían a sellar la tumba?» La macabra idea se-có mi último aliento. En ese caso podía darme por muerto... y enterrado. Un solo hombre, desde el interior, no tenía posibilidad alguna de desplazar aquella roca, una vez calzada en el canal. Sentí frío. Un frío seco, conse-cuencia de mis propios miedos.
-¡Eliseoooo!...
Si estaba allí, ¿por qué no respondía? En el fondo, aquel silencio, apenas roto por mi desordenada respiración, era un buen síntoma. «Seguramente estoy equivocado ... »
Dispuesto a desafiar mi propio pánico, con los brazos extendidos, agitan-do la «vara de Moisés» en el tenebroso vacío a manera de improvisado bas-tón de ciego, penetré en la primera de las cámaras funerarias que desem-bocaban en la referida antecámara. No había forma de acostumbrar las pu-pilas a la espesa negrura. Repetí las llamadas. Golpeé el suelo, las paredes y los rincones, en un vano intento de localizarle o de tropezar con algo que me sirviera de ayuda. Los nichos o kokim se hallaban perfectamente cerra-dos, tal y como los habíamos dejado. El rastreo se repitió en las siguientes
311
salas funerarias, con idéntico fruto. No sabría explicar por qué, pero la idea de descender a la galería inferior me torturaba. Lo achaqué al miedo. Nunca me gustaron los cementerios y menos en aquellas circunstancias. Pero de-bía bajar.
Tanteé los peldaños con el canto del cayado. El camino se hallaba libre. Y una vez en la espaciosa segunda cueva, me detuve indeciso, con el pulso centelleando y un imposible deseo de perforar las tinieblas.
-¡Eliseoooo!...
Elegí el muro de la derecha y, pegándome a la fría roca, fui avanzando con lentitud, reconociendo por el sonido de los golpes los diferentes sarcó-fagos de piedra que reposaban en los arcosolios. El corazón latía vigorosa-mente, en un esfuerzo por mantener despejado el cerebro. Ahora entiendo a las personas que se desvanecen como consecuencia del terror. La lengua, como el esparto, fue incapaz de modular una nueva llamada. Completé el recorrido y, al retomar al punto de partida, a los escalones, respiré aliviado. Si no recordaba mal, no había quedado un solo rincón por escudriñar. Eli-seo, definitivamente, no se hallaba en el cementerio. Pero entonces... La presión psicológica se duplicó. ¡Estaba a cero! ¡Como al principio! ¡Dios ... !
Olvidando lo macabro del lugar -¡qué podía temer de aquellos cientos de esqueletos!-, fui a sentarme en los últimos peldaños. No debía rendirme. Aquella pesadilla sólo podía ser eso: un fugaz mal sueño. En cualquier mo-mento, cuando menos lo esperase, despertaría -quizá en el módulo- y mis ojos reconocerían al diligente Eliseo. Pero no estaba soñando. Mi hermano había desaparecido.
Aquél fue uno de los escasos momentos, en toda la operación, en el que di rienda suelta a mis sentimientos. Y lloré con rabia. Con amargura. Con desesperación. Pero la Providencia es la Providencia...
Súbitamente, en la lejanía de la maldita fosa, creí escuchar algo. Levanté el rostro, sintiendo cómo los escalofríos me devoraban.
-¡Dios!.... ¿qué ha sido eso?
Me puse en pie, presintiendo un peligro. Juraría que el extraño sonido había brotado del fondo de la galería. «No es posible.» Esa zona también fue batida por la «vara». « ¡Alucinaciones, Jasón!», me interpelé al momen-to.
Una segunda oleada de calambres y escalofríos fue la inmediata y fulmi-nante respuesta a un nuevo y más nítido «crac». Intenté tragar saliva. Im-posible. El miedo me tenía preso. Era un sonido seco. Como el del entre-chocar de huesos... Las rodillas se doblaron. ¿Huesos? «¡No, calma, Jasón! Los muertos no resucitan... Bueno, no todos.»
Los confusos crujidos cesaron. No había duda: llegaban del fondo de la cueva. « Pero ... » De pronto recordé: «¡Maldición!... ¿Cómo no me había
312
dado cuenta? » Temblando de pies a cabeza avancé un par de pasos por el centro de la galería. Otro sonido me paralizó nuevamente. Esta vez no fue como los anteriores. Parecía un gemido... «¡ Dios de los cielos!: ¡el pozo!, ¡la fosa común! ¡La había olvidado! »
A un metro del osario, consumido por la incertidumbre, tropecé con «al-go»... metálico. Me agaché y, palpando en la oscuridad, reconocí el «obstá-culo»: ¡era el foco y la batería que lo alimentaba!
-¡Eliseo!...
Quebrada por el pavor, mi voz apenas obedeció.
-¡Aquí!...
¡Era él! ¡Era mi hermano!
Hecho un manojo de nervios, activé la lámpara. La carga se hallaba prác-ticamente exhausta. Pero la mortecina radiación residual fue suficiente para ubicarlo. Eliseo, caído sobre la maraña de huesos y calaveras, tenía el ros-tro ensangrentado. A su lado, el gran saco de las herramientas. Me arrojé al fondo del osario, abrazándole. Fue la primera vez que le vi sollozar y hundir su rostro en mi pecho.
Al examinar la frente comprobé que presentaba una brecha y que la san-gre había coagulado. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquel lugar? ¿Qué había sucedido? No eran momentos para interrogarle. Le pregunté tan sólo si po-día caminar. Asintió y, tras ayudarle a salir del pozo, pasando su brazo iz-quierdo sobre mis hombros, cargué con él y con el instrumental, huyendo de aquel infierno.
Una vez en la seguridad de la nave, practicada una primera cura de ur-gencia, me explicó lo ocurrido. Efectivamente, a eso de las diez de la ma-ñana, desazonado por los descubrimientos, optó por interrumpir los estu-dios sobre el «cuerpo glorioso» de Jesús.
-Lo reconozco -confesó-, no calculé los riesgos y decidí aliviar la tensión con un trabajo más «terrestre».
Así fue cómo penetró en la cripta, dispuesto a continuar las investigacio-nes antropológicas.
-Todo estaba bajo control, Jasón: el cinturón IR en automático, mi co-nexión... Pero, hacia las trece horas, la segunda batería empezó a fallar. Me disponía a retomar cuando, inesperadamente, escuché ruidos en la galería superior. Recogí precipitadamente el material -prosiguió con amargura- y, sospechando que pudiera tratarse de algún nativo, corrí en la oscuridad, con ánimo de ocultarme en lo más profundo de la gruta. La linterna rodó por el suelo y, en mi nerviosismo (¡viejo amigo!, ¡cómo eché de menos tu serenidad!), olvidé esa traicionera fosa, cayendo en ella como un fardo. Después no recuerdo... Al recobrar el sentido apareciste tú. ¡Que Dios te bendiga!
313
Me estremecí horrorizado. No sólo ante la comprometida situación que se hubiera planteado, en el caso de haber sido descubierto, sino, muy espe-cialmente, al pensar en las consecuencias de una caída como aquélla. Por otra parte, ¿quién podía asegurar que no había sido detectado por los gali-leos?
Hundirle en nuevos sufrimientos no era justo. Así que no mencioné el cie-rre de la tumba. Jamás supo que había sido enterrado vivo.
Todo aquello explicaba por qué no captó las señales de «Santa Claus» y, lógicamente, su largo silencio.
El golpe, por fortuna, no revestía trascendencia. Sin embargo, en previ-sión de una siempre posible infección, le apliqué, tópicamente, un antibióti-co de penetración rápida (fusidato sódico) y una dosis de recuerdo, por vía subcutánea, antitetánica. Casi no volvimos a hablar de aquel lamentable in-cidente. Eso sí: nos sirvió de lección. A partir de entonces, por muy nimias e intrascendentes que pudieran ser o parecer, nuestras acciones fueron sometidas a una exposición y análisis previos. En cada momento de la ex-ploración supimos dónde se hallaba el otro, con qué objetivos y cuáles eran los límites geográficos y temporales de cada maniobra. Aun así -no nos en-gañemos-, hubo sus más y sus menos...
Aunque la recuperación de Eliseo fue rápida, el resto de la jornada no fue fácil para quien esto escribe. Mis propósitos de viajar a Nazaret a la mañana siguiente se tambalearon. No me atrevía a dejarle solo. Y no por miedo a que cometiera otra torpeza -yo era mucho peor en ese sentido-, sino ante la duda de que se presentase cualquiera de las numerosas formas de téta-nos conocidas. (Las heridas, en general, son susceptibles de este tipo de in-fección. Tanto si las ha provocado una arma como el impacto con una pie-dra, huesos, etc. En especial, si se han visto contaminadas por la tierra o el estiércol.)
Mi turbio silencio no pasó inadvertido. Y al requerir información sobre mi estancia en Saidan percibió la causa de mi inquietud. Elíseo no buscó con-vencerme o animarme para que continuara con el plan previsto. En silencio, con gesto decidido, puso manos a la obra, preparando el equipaje
Le dejé hacer. Yo sabía que, una vez tomada una decisión, difícilmente rectificaba. Por supuesto, aunque tampoco le dije nada, yo también adopté una resolución: esperaría al amanecer del lunes. Si su estado inspiraba con-fianza, partiría. En caso contrario, nada ni nadie me obligaría a seguir a la Señora y al Zebedeo.
En realidad, el pequeño saco de viaje que debía cargar no contenía gran cosa: un par de sandalias de repuesto, una frugal partida de frutos secos (de alto poder calórico) -higos prensados, pasas y nueces, fundamental-mente-, una calabaza ahuecada con la pertinente ración de agua previa-
314
mente filtrada y hervida y, eso sí, una docena de fármacos, perfectamente camuflados en sendas ampolletas de arcilla. En la bolsa de hule que colgaba del ceñidor, lo acostumbrado: las «crótalos», los dineros -cada vez más mermados- y el último salvoconducto de Poncio.
Puesto a punto el petate, nos miramos en silencio. Creo que ambos sa-bíamos de los pensamientos del otro. Pero, muertos de cansancio y fulmi-nados por las emociones del día, nos retiramos a las literas, dejando que fuera el Destino -como tantas veces- quien marcara la pauta a seguir. Y el Destino, una vez más, se mostró férreo e inflexible.
DEL 24, LUNES, AL 28 DE ABRIL, VIERNES
Poco a poco nos acostumbramos. Y llegó a ser algo familiar. Cada amane-cer -mientras el módulo permaneció en la ladera sur del monte de la «or-dertación»-, bandadas de pájaros hacían saltar las alarmas infrarrojas, des-pertándonos.
Eliseo fue el primero en asearse. Le estuve observando. Me pareció re-puesto. Incluso -nunca supe si fingía-, mientras preparaba el desayuno, le escuché canturrear. Es curioso: el agotado era yo. Entonces lo achaqué al trasiego de la pasada jornada. El caso es que necesité de toda mi voluntad para ponerme en pie. Y mi hermano, por derecho, fue al grano. El susto -eso dijo- había pasado. Se hallaba en perfecta forma y, en consecuencia, los planes de la operación no debían alterarse. Saldría para Nazaret.
Dejó que le examinara. La cicatrización prosperaba y, a pesar de la minu-ciosidad con que lo hice, su temperatura y constantes vitales resultaron mejores que las mías. Desconfiado, insistí:
-¿Seguro que estás en condiciones?
Sólo me permitió que se lo preguntase una vez. Y convencido de que su estado físico y anímico era excelente, le dimos un último repaso al progra-ma. La expedición -estimada en cinco días como máximo- entrañaba algu-nos inconvenientes. El más serio: la incomunicación. En línea recta, la dis-tancia que nos separaría era de 28 kilómetros. Los obstáculos naturales que se interponían entre la «cuna» y Nazaret -en especial la cadena de montes situada al noreste de la referida villa, con cotas de hasta 573 metros hacían inviable la conexión «vía láser», único medio factible de transmisión a partir de los 15 000 pies (5 kilómetros). Disponíamos, sí, del «ojo de Curtiss», susceptible de ser lanzado hasta una distancia límite de 10 kilómetros. Pero un mínimo sentido de la prudencia no aconsejaba su uso en tales circuns-tancias.
Otro de los riesgos -siempre a tener en cuenta- lo constituía el camino propiamente dicho, con la permanente amenaza de los bandidos, los posi-
315
bles ataques de animales salvajes y las imprevisibles inclemencias meteoro-lógicas. Según nuestros cálculos -totalmente teóricos, claro está-, la distan-cia entre Nahum y Nazaret podía ser cubierta, a buen paso y sin contra-tiempos, en un tiempo que quizá oscilase entre las cinco y seis horas. La ruta habitual, frecuentada por las caravanas procedentes de la fértil llanura de Esdrelón y de Damasco, comprendía -según nuestras informaciones- al-gunos puntos obligados: el wadi Hamam o Valle de las Palomas, al suroeste de la ciudad de Migdal; Arbel y el desfiladero de los «Cuernos de Hittín» y, desde este colosal macizo rocoso -siempre hacia el oeste-, dejando a la de-recha los poblados de Lavi y el actual Turán, las colinas de Caná. Desde aquí a Nazaret sólo restarían media docena de kilómetros. La nueva aven-tura -lo confieso- me fascinaba. Recorrer, palpar y husmear hasta el último rincón de la aldea donde Jesús había vivido tantos años era un reto y una oportunidad que no podíamos desperdiciar. Estaba seguro: de aquella visita surgirían esclarecedoras revelaciones sobre esa «vida oculta», como la cali-fican -erróneamente por cierto- los cristianos. Y la emoción de lo descono-cido levantó mi ánimo, eclipsando aquel decaimiento físico.
Durante este período de tiempo en el que me hallaría ausente, Eliseo se responsabilizaría de la culminación de los estudios y codificación de todo lo relacionado con el «cuerpo, glorioso», así como de las observaciones y re-cogida de muestras del yam, vitales para la no muy lejana tercera explora-ción. De mutuo acuerdo establecimos esa área de investigación en el trián-gulo formado por el punto de contacto, Tabja y Nahum. De momento, la cripta funeraria fue considerada como «zona prohibida». En caso de «alta emergencia», mi hermano tenía órdenes rigurosas: utilización primero de las defensas convencionales (cinturón gravitacional, etc.) y, en el supuesto de tener que abandonar la ladera, traslado del módulo a los casi inaccesi-bles picachos de Hittín. Sólo si fuera absolutamente preciso debería recurrir -en mi nombre- a la protección del hogar de los Zebedeo, en Saidan. Y ro-gando a los cielos para que nada de esto ocurriera, Eliseo y quien esto es-cribe se despidieron con un entrañable abrazo. La suerte estaba echada.
Y a las 05.30 horas, con los primeros alientos del alba, descendí hacia Nahum, evitando la senda que partía del circo rocoso. Negros nubarrones encapotaban el lago y refrescaban la temperatura. El cambio podía ser bue-no o malo, según se mirase. La lluvia llenaría los mermados depósitos de la «cuna», pero al mismo tiempo podría crearnos problemas en la marcha hacia Nazaret.
No tuve que aguardar en demasía. Aunque las citas en aquel tiempo no tenían nada que ver con lo que hoy conocemos y practicamos, mis amigos, a su manera, fueron puntuales . Hacia las 06.30, la lancha que había capi-taneado Simón Pedro atracaba al este del puerto, en uno de los muelles
316
triangulares próximo al astillero de los Zebedeo. Me sorprendió ver a los gemelos y al jefe del caserón. Éste fue el único que desembarcó. Me saludó cordial y, con su proverbial parquedad de palabra, alzó la mano izquierda, despidiéndose del resto de los pasajeros de la barca. A continuación le vi desaparecer en dirección al astillero. Sin pérdida de tiempo me acomodé a proa, junto a la Señora.
Y al punto, Juan, Bartolomé y los hermanos de Alfeo, reemprendieron la boga, costeando hacia Tabja. Estaba equivocado. Con gran sentido práctico, el Zebedeo prefirió cubrir aquellos kilómetros que nos separaban del wadi Hamam -punto de arranqué de la caminata-, no por el camino de la costa, sino por el lago. Ello nos proporcionaba un ahorro de energías -en especial para María- y un más rápido desplazamiento hacia nuestro objetivo. En los ojos de la Señora descubrí un especial brillo de alegría. Pero, durante la media hora larga que duró la travesía, apenas si hablamos. «Por razones de seguridad» -según Juan-, el desembarco se llevó a efecto a media milla al sur del puerto de Migdal, en una playa desierta. La Señora agradeció con una sonrisa que le tendiera una mano y ayudara a descender a tierra. Al parecer, dada la inquietud reinante en el yam a raíz de las apariciones del Maestro, los íntimos -el Zebedeo el primero- creyeron oportuno evitar cual-quier tipo de encuentro, en especial en las poblaciones que se asomaban al lago. «Tiempo habría -argumentó Juan, rememorando las ardorosas inten-ciones de Pedro- de enfrentarse a las gentes y hablar claro ... »
Bartolomé y el Zebedeo cargaron sendos sacos de viaje y yo, como uno más, me responsabilicé del pellejo que contenía el agua. Y rápidamente, tras un mutuo y lacónico «Que la paz sea con vosotros», Judas de Alfeo empujó la lancha hacia el yam, saltando al interior. Minutos después, los gemelos se perdían en la plomiza superficie de las aguas, rumbo a Saidan.
Y Natanael, tomando la iniciativa, se puso en cabeza de la expedición, adentrándose en la llanura que nos separaba de Hamam. Inspiré con fuerza y, dirigiendo una última mirada al lejano promontorio en el que esperaba mi hermano, me situé inmediatamente detrás de Juan, cerrando la escueta comitiva. Una nueva y excitante aventura acababa de empezar..
NOTA DEL AUTOR
Entiendo que, llegados a este punto del diario del mayor, antes de prose-guir con sus vivencias, conviene saldar una deuda con el lector. En mi ante-rior obra -Caballo de Troya 2, página 432-, por razones ajenas a mi volun-tad y de carácter puramente técnico, me vi obligado (por segunda vez) a interrumpir el increíble relato sobre la infancia y juventud de Jesús de Naza-ret. Éste, digo, es el momento ideal para retomar el hilo de tan sustanciosa
317
y esclarecedora narración, yugulada en plena huida de José y María a Egip-to.
Y al igual que en aquellas ocasiones, antes de proceder a la exposición de dicho relato, siento la necesidad de advertir de nuevo a los pusilánimes, o a todos aquellos cuyos principios religiosos se hallen irremisiblemente «crista-lizados», que, por favor abandonen la lectura de las páginas que ahora lle-gan. No es mi deseo lastimar la sensibilidad de esos posibles lectores. Tan sólo, como ya he dicho en múltiples oportunidades, intentar aproximarme a una de las mil caras de la Verdad.
Dicho esto, entremos de lleno, sin miedo, en la asombrosa «vida oculta» del Hijo de Dios.
... la matanza (el mayor se refiere a los inocentes en la aldea de Belén) alcanzó a dieciséis niños. Era el mes de octubre del año 6 antes de la era cristiana. Jesús contaba entonces catorce meses de edad.
Y antes de que nos adentremos en esa otra ignorada etapa de la vida de Jesús -la estancia en Egipto-, quise despejar un par de dudas que seguían planeando sobre mi mente.
-¿No fue un ángel quien advirtió en sueños a José que debía huir de Be-lén?
María replicó al instante:
-Sí..., un «ángel» llamado Zacarías, mi primo.
Mateo había vuelto a fallamos. Y tuve que aceptar la reprimenda de la Señora, que calificó mi imaginación de «calenturienta y poseída por locos demonios».
Sonreí para mis adentros. En el fondo, la amonestación tendrían que hacérsela al confiado y sin par evangelista...
La segunda cuestión fue recibida con idéntica perplejidad.
-¿Una estrella?
-En efecto -insistí-, cuentan que aquellos sacerdotes de Ur fueron guiados por una estrella de gran brillo...
-Algo escuchamos, sí, pero nosotros no vimos nada tan extraordinario... Quizá José, si viviera, podría darte más detalles. Lo siento.
Tuve que resignarme. La historia de la no menos célebre estrella de Belén quedó en suspenso. Más tarde, como ya mencioné, en nuestra exploración por las colinas situadas al sur de la Ciudad Santa, ésa y otras incógnitas quedarían despejadas. Por ejemplo, la sangrienta matanza de los infantes. ¿Cómo se llevó a cabo? ¿Se salvaron más niños, además de Jesús? ¿Cómo reaccionó la aldea ante el brutal exterminio?
Pero quedaban tantos temas por tocar..
318
¿Qué ocurrió en Alejandría? ¿Cuánto tiempo permanecieron en la ciudad egipcia? ¿Qué sucedió en los viajes de ¡da y vuelta? ¿Cómo fueron aquellos primeros años de la vida de Jesús?
El tiempo apremiaba y centré mis preguntas en la huida a Egipto...
Aquélla fue una etapa tranquila en la vida de la familia. La estancia en la populosa y arrogante Alejandría se prolongaría dos años. Concretamente, hasta agosto del «menos cuatro ».
La Señora guardaba un entrañable recuerdo de los hospitalarios hebreos que les acogieron desde el primer momento: unos acaudalados parientes de José. El carpintero de Nazaret no tardaría en encontrar trabajo y, meses más tarde, la fortuna volvería a sonreírles: José sería contratado como con-tramaestre de una nutrida cuadrilla de obreros, dirigiendo la construcción de un edificio público. Este empleo le proporcionaría la suficiente experien-cia como para -a su vuelta a la Galilea- aventurarse en la profesión de con-tratista de obras. Un trabajo compartido con la ebanistería propiamente di-cha que, fatalmente, le conduciría a la muerte.
Leyendo los textos evangélicos de Mateo, uno tiene la sensación de que esta permanencia en Egipto tuvo un carácter puramente transitorio. En efecto, así fue. Sin embargo, por lo que pude deducir de las palabras de Maria, el matrimonio estuvo a punto de ceder a las pretensiones de sus fa-miliares y amigos de Alejandría, afincándose en Egipto...
-Deseábamos y necesitábamos iniciar una nueva vida
-explicó con nostalgia- y aquellas buenas gentes hicieron lo imposible pa-ra que nos quedásemos. En cierto modo tenían razón: nuestro hijo hubiera podido ejercer una mayor influencia desde Alejandría que en una remota aldea de la Galilea...
-Entonces -le interrumpí, confuso-, ¿vuestros amigos sabían...?
Sonrió, buscando mi comprensión.
-Nuestro secreto, querido Jasón, era difícil de guardar. Al principio sólo lo supieron los parientes más cercanos a José.
-¿Qué fue lo que conocieron... exactamente?
Sus profundos ojos volvieron a asombrarse ante mis aparentemente ab-surdas preguntas.
-¿Qué podíamos decirles que tú no sepas? Sencillamente: que Jesús era el «hijo de la Promesa».
Durante mucho tiempo, en el seno de la familia de Nazaret, ésta seria la secreta forma de designar al primogénito.
-Como era de esperar -prosiguió indulgente-, uno de aquellos parientes terminaría por revelar el secreto a otros amigos de Menfis. Y como buenos creyentes se apresuraron a visitarnos, buscando, como te digo, la fórmula para que nos quedásemos definitivamente. Allí, eso era cierto, nuestro hijo
319
habría recibido una educación más esmerada. Hicieron muchos planes. To-dos, como nosotros, creían en la venida del Mesías liberador. Su amor y generosidad llegó al extremo de regalar a Jesús un ejemplar de la traduc-ción griega de los textos sagrados de la Ley
(Aquel libro desempeñaría un importante papel en la posterior educación del joven Jesús.)
-Dudamos. Pero, de mutuo acuerdo, declinamos la invitación y decidimos regresar a nuestra tierra.
Rememorando esta situación, me he preguntado qué habría sido del Maestro, y de su obra, si, en efecto, sus padres terrenales hubieran acepta-do vivir en Egipto. El Hijo del Hombre, quizá, sería conocido hoy como «Je-sús de Alejandría»... Pero la Providencia, obviamente, tenía otros planes. Estas «presiones» por parte de sus conocidos retrasarían, sin embargo, su regreso a la Judea.
Al interesarme por la vida del pequeño Jesús durante aquellos meses, la Señora se encogió de hombros. Poco había que contar. Lo más sobresalien-te -siempre según María- fue el tardío destete del niño y las continuas dis-cusiones con José, a causa de la seguridad del bebé. En el primer asunto, las causas eran razonables. Su agitada estancia en Belén y los sinsabores y angustias de la fuga a Egipto hicieron que la Señora le amamantara hasta casi los dos años. Sólo después de instalados en Alejandría cambiaría su alimentación. Esta prolongada lactancia materna -aunque hoy el tema se halla sometido a discusión-, lejos de perjudicar al niño, le benefició. La ma-yor parte de los especialistas de nuestro tiempo defiende este tipo de ali-mentación, al menos hasta el sexto o séptimo mes, como la mejor garantía inmunológica y de nutrición. Estoy convencido de que, inconscientemente, al dar el pecho a Jesús durante tantos meses, María le procuró una excelen-te reserva defensiva, conjurando o demorando así los indudables riesgos de una alimentación basada exclusivamente en la leche de vaca, cabra u ove-ja, que era lo normal.
No podemos olvidar que, en aquel tiempo, el índice de mortalidad infantil era terrorífico (superior en muchos casos al 50 por 100). Lamentablemente, una parte de esa mortandad tenía sus raíces en las extensas colonias de gérmenes que anidaban en estos animales de leche –cabras y ovejas sobre todo-, primordiales en la economía de aquellos pueblos. (La leche se con-sumía fría o caliente, pero jamás hervida.)
El segundo problema -la obsesión de María por la integridad física de Je-sús- le conduciría a lo que hoy definimos como un estado de estrés.
-Era superior a mí -reconoció con humildad- En la casa había dos niños, y otros cuatro o cinco en la vecindad, de la misma edad de nuestro hijo. Pues bien, no soportaba verle jugar con ellos. Ni siquiera en el jardín interior.
320
Temblaba ante la posibilidad de que se accidentara. José y yo discutimos a causa de esto. Él deseaba que creciera en un ambiente normal, sin esos cuidados que (lo sé) llegaron a ser enfermizos.
Los sensatos consejos del contratista y del resto de la familia le conven-cerían finalmente para que cesara en semejante actitud, que podría haber deformado el carácter o la personalidad del Jesús niño. Y el pequeño pudo moverse y jugar con libertad, aunque siempre bajo la vigilante mirada de su madre. Sin embargo, aquel temor le acompañaría durante toda la infan-cia del «niño de la Promesa».
Y en agosto del mencionado año 4 antes de nuestra era, cuando Jesús cumplía su tercer aniversario, la familia partió de Alejandría, embarcando en una de las naves de su amigo Azraéon, rumbo al norte: al puerto de Joppa (Jaffa), a unas 300 millas. Allí arribarían a últimos de dicho mes de agosto. Aquél fue el primer viaje por mar de Jesús. «Una experiencia inolvi-dable», según su madre...
-Era incansable. Corría, saltaba y jugueteaba por la cubierta, asomándose deslumbrado al mar. Hizo buenas migas con la marinería. Sus continuas preguntas empezaban a ser comprometidas para todos.
Desde Joppa -vía Lydda y Emmaüs- saldrían de inmediato hacia Belén. Allí permanecerían todo el mes de septiembre, «negociando» otro asunto de vital importancia: ¿debían establecerse en la ciudad de David o, como suge-ría José, regresar al norte e instalarse en Nazaret?
Antes de que la Señora profundizara en este, para mí, desconocido tema, hice un paréntesis. Según Mateo (2, 19-2 l), la salida de José, María y el ni-ño de Egipto tuvo un carácter «sobrenatural». «Muerto ya Herodes -asegura el evangelista-, el ángel del Señor se apareció en sueños a José en. Egipto y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque son muertos los que atentaban contra la vida del niño."»
Como de costumbre, tuve problemas para insinuarle «lo del sueño de Jo-sé». Negando con la cabeza disipó todas mis dudas:
-¿Un sueño? No, que yo sepa... La presencia de un ángel -sonrió burlo-namente- no era necesaria. Queríamos volver y, sencillamente, regresa-mos. ¡Qué cosas tienes, Jasón!
Una vez más, el evangelista había inventado o se había dejado arrastrar por una innecesaria magnificación de los acontecimientos. Las cosas fueron más naturales y lógicas. Como también lo fue el siguiente dilema: ¿Belén o Nazaret?
La Señora -así lo expresó- era partidaria de educar a su hijo en la antigua aldea de David. Los cristianos que, voluntaria o involuntariamente, han for-jado en sus mentes una imagen espiritual y estereotipada de María puede que no comprendan este ardiente deseo de la madre terrenal del Maestro.
321
Aunque habrá nuevas oportunidades para insistir sobre ello, conviene no perder de vista que, tanto entonces, como a lo largo de la vida de Jesús, María concibió la misión de su primogénito como la de un «libertador políti-co», llamado a ocupar el trono del rey David. El añorado Mesías -lo he dicho muchas veces- era un símbolo, una esperanza, que derrocaría al invasor y alzaría a la nación judía por encima del resto de las naciones. José, por su parte, con un sentido práctico más agudizado, no veía con buenos ojos el acceso al poder de Arquelao, uno de los hijos del sanguinario Herodes el Grande, fallecido ese mismo año «menos cuatro». El carácter igualmente violento del nuevo tetrarca de la Judea no le inspiraba confianza. El pruden-te e intuitivo contratista de Nazaret -que no estaba muy seguro de la misión mesiánica de su hijo- sospechaba que los malos tiempos no tardarían en caer sobre la Judea. El tiempo le daría la razón.
Fueron necesarias tres

No hay comentarios:

Publicar un comentario