lunes, 3 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 181 A LA PAG 200

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mas aventuras y, lo que era más importante, de mis posibles reencuentros con el añorado rabí de Galilea.
Tomé la dirección del circo basáltico y, tras salvar las grandes rocas ne-gruzcas, me deslicé por la verdeante ladera oriental, siguiendo la estrecha pista de tierra rojiza que moría en la explanada de la cripta. El camino se hallaba solitario. Aquello me tranquilizó. Mi condición de extranjero y gentil no me favorecía. Si alguien me descubría descendiendo por aquella vereda, quizá se formulase más de una pregunta. ¿Qué pintaba un pagano en las inmediaciones de un lugar tan sagrado como un cementerio judío? Com-prendí que, mientras la roca circular no fuera devuelta a su primitiva posi-ción, debería evitar aquella ruta. Pero, por suerte, los campos colindantes, en plena maduración, aparecían desiertos.
Al ganar la bifurcación respiré aliviado. La distancia recorrida desde el «punto de contacto» hasta la división del sendero ascendía a 600 metros. Desde allí, por una pendiente más suave, el camino conducía directamente al extremo occidental de la población, sorteando -a derecha e izquierda- un sinfín de dorados trigales. No pude remediarlo. Y empujado por la curiosi-dad me detuve junto a uno de los campos, examinando las cargadas espi-gas. La cosecha se presentaba espléndida, con treinta y hasta cincuenta granos por planta. Unos granos duros, descortezados y ricos en gluten -típicos del llamado trigo duro, muy frecuente en la Palestina de Cristo-, que producían una excelente harina. Más adelante, en otras parcelas, curvada también por el peso del fruto, se distinguía una segunda especie de trigo: la escanda, de inferior calidad, cuyos granos descascarillados no admitían la trilla.
El polvoriento sendero desembocaba en la gran arteria que bordeaba parte de la costa oeste del lago y que habíamos tenido ocasión de contem-plar desde el aire y desde el lugar de asentamiento del módulo. Si mis cál-culos no fallaban, la distancia recorrida entre el circo de basalto y la con-fluencia del camino con la calzada podía estimarse en algo más de una mi-lla. Al final de esta senda principal, a unos 300 o 400 metros hacia el este, se divisaban los negros muros de la ciudad en la que debía adentrarme. Sentí un escalofrío. A pesar de mi entrenamiento y de las muchas horas vi-vidas en Jerusalén, Betania y los alrededores de la Ciudad Santa, tuve una extraña e incómoda sensación. Fue como si empezara de cero. Como si aquella nueva fase de la exploración ocultara emociones y peligros con los que no habíamos contado. Espanté estos presagios y, por espacio de algu-nos minutos, tras comunicar a Eliseo mi posición, me entretuve en el exa-men de la calzada. Porque, en efecto, de eso se trataba: de una de las ro-bustas y magníficas vías, de diseño y construcción enteramente romanos, de 4,5 metros de anchura, elevada sobre el terreno circundante en unos 80


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centímetros y perfectamente enlosada con grandes y erosionadas placas de basalto, cuadradas y rectangulares, cuyas junturas habían sido invadidas y coloreadas por verdes regueros de hierba y maleza. A la derecha del bordi-llo y de las numerosas cantoneras que cerraban el camino (en este caso, mirando hacia la población), corría un estrecho pasillo, pavimentado a base de pequeños guijarros negros, de menor dureza que las losas de la calzada e ideado sin duda para el paso de hombres y animales. El summum dorsum o calzada aparecía ligeramente abombada, facilitando así el desagüe. Una vez más quedé maravillado. A pesar de lo accidentado e ingrato del terreno, los excepcionales constructores romanos habían dado buena muestra de su pericia y buen hacer.
En cuclillas y ensimismado en el examen de la calzada no reparé en la si-lenciosa aproximación de aquel individuo hasta que, prácticamente, lo tuve a mi espalda. Me sobresalté. El anciano -un sencillo agricultor, a juzgar por su tosco chaluk de lana y por el almocafre o pequeña azada para trasplan-tar que colgaba de su ceñidor- sonrió, deseándome paz y salud. Me observó intrigado y, antes de que pudiera corresponderle, preguntó si había perdido algo. Me incorporé y, señalando el polvoriento calzado, balbuceé una excu-sa: sólo intentaba poner en orden las cintas de las sandalias, maltrechas por la caminata. En contra de lo que esperaba, el hebreo, al detectar mi acento extranjero, no manifestó contrariedad alguna. A diferencia de mu-chos de los habitantes de Jerusalén, aquel galileo -como la mayoría de los que tuve oportunidad de tratar- hizo honor a la afamada liberalidad de que disfrutaba la región. Una liberalidad agriamente criticada por los ortodoxos y por las castas sacerdotales de la Judea. Y de una forma natural, sin pro-ponérmelo, me vi caminando junto al campesino en dirección a la aldea. El tal Jonás poseía un pequeño huerto en las inmediaciones de la zona de Tab-ja, muy cerca de los manantiales, y, en honor a la verdad, me brindaría una inestimable ayuda en aquellos primeros tanteos. Tímidamente le interrogué por el nombre de la villa que teníamos a la vista y mi providencia¡ «amigo», atónito, replicó con sobrada razón si la pregunta formaba parte de algún juego o adivinanza o si, por el contrario, trataba de mofarme de su buena voluntad. Apacigüé como pude su lógica extrañeza, asegurándole que no era ésa mi intención y suplicándole con vehemencia que disculpara la torpe-za de aquel cansado peregrino. Fue así, encajando el más que justificado reproche del anciano, como supe que, tal y como sospechábamos, aquélla era la célebre Kefar Nahum (aldea de Nahum), como verdaderamente se conocía a Cafarnaum en los tiempos de Jesús. Al parecer, el título de Nahum se remontaba al siglo ir antes de Cristo -fecha de su fundación- y le había sido dado en honor a un destacado personaje (Nahum).


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A lo largo de todo el flanco oeste de la población entre la calzada y las ca-sas se alineaban decenas de pequeños huertos, meticulosamente cercados por muros de piedra negra de un metro o metro y medio de altura sobre los que se destacaban higueras, altos nogales, almendros, granados y tupidos sicomoros, amén de otros frutales que no llegué a identificar. Varios sende-rillos partían de la arteria principal, perdiéndose entre los muretes de basal-to del rico y floreciente cinturón agrícola que cercaba Nahum por aquel ex-tremo y que empezó a darme una idea más precisa de la prosperidad del lugar.
Al llegar a cincuenta metros de la triple y colosal puerta de la ciudad, ubi-cada al norte, dudé. Bajo los arcos, entre harapientos mendigos y lisiados, distinguí una patrulla romana, con sus características túnicas rojas bajo las cotas de mallas y sus cascos de bronce estañado destelleando al sol. Pensé en despedirme allí mismo de Jonás y tomar una de las veredas que sortea-ba los huertos, esquivando así a los soldados. Pero me contuve. No tenía nada que ocultar y la compañía del vecino de Nahum -como llamaré a partir de ahora a Cafarnaum- me favorecía. E inesperadamente, siguiendo otro de mis impulsos, detuve la marcha, proponiéndole algo. Dibujé la más convin-cente de las sonrisas y, mostrándole un par de sequel, le pregunté si acep-taba conducir a aquel torpe y desamparado gentil hasta el hogar de los Ze-bedeo. Aquélla era mi única referencia, medianamente válida, que podía justificar mi presencia en la villa. Jonás se resistió. Conocía de antiguo a la familia de los «constructores de barcos» -como la definió- y, precisamente en honor a esa vieja amistad, rechazó la generosa paga, ofreciéndose gentil y hospitalario a ponerme en contacto, no con la casa de los Zebedeo, sino con el astillero. Al parecer, el hogar de Juan y Santiago se hallaba al otro lado del lago: en un lugar que el labrador denominó «Saidan».
-¿Saidan?
Reemprendimos la marcha y Jonás, complacido ante la posibilidad de mostrar su superioridad sobre aquel desconcertante griego -aunque sólo fuera en el conocimiento de la zona y de sus topónimos-, me explicó que así llamaban a Bet Saida.
El comportamiento del campesino -gesticulante, familiar y derrochando aclaraciones- no despertó sospechas entre la media docena de mercenarios romanos que, aburridos e indolentes, nos vio pasar bajo los sillares de ba-salto de la triple arcada.
-Te refieres a Bet Saida Julias?
Jonás no salía de su asombro. Mi ignorancia parecía no tener límites. Pe-ro, sin perder el buen humor, me hizo ver que «una cosa era Saidan o Bet Saida -en realidad, un barrio pesquero de Nahum- y otra muy distinta Bet


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Saida Julias, construida por Filipo muy cerca del Jordán y a poco más de 16 estadios (unos 3 kilómetros) de Saidan».
Empezaba a comprender. Saidan era el nombre popular y abreviado de Bet Saida, que poco o nada tenía que ver con Bet Saida Julias.
De buenas a primeras, sin tiempo para acondicionar los esquemas menta-les, me encontré frente a una ancha calle de 6 metros de anchura y 300 de longitud, que dividía a Nahum de norte a sur. Era la arteria principal, jalo-nada a derecha e izquierda por decenas de columnas de 3 metros de altura sobre las que se elevaban edificios de una, dos y hasta tres plantas, todos ellos, como la columnata, construidos a base de piedra negra volcánica.
Sinceramente, quedé desconcertado. Aquello no guardaba semejanza al-guna con la paupérrima idea que tienen los cristianos de «nuestro tiempo» de la «ciudad de Jesús».
Aquello, dentro de las lógicas limitaciones, era todo un sólido, floreciente y cuidado asentamiento humano, palpitante y en continua agitación, donde los gritos de los aguado res, el monótono reclamo de los vendedores y arte-sanos instalados bajo los pórticos, el choque de los cascos de las caballerías sobre el húmedo y ennegrecido adoquinado y el presuroso ir y venir de gentes de toda condición y origen se confundían y tapaban mutuamente, convirtiendo la calzada en un torbellino de olores, gestos y luces.
Jonás debió de intuir mi perplejidad. Y tomándome del brazo, me invitó a proseguir, anunciándome que el taller de los Zebedeo se hallaba al otro ex-tremo de la población, junto al río que bajaba de Korazín.
En verdad, Nahum hacía honor a su condición de villa fronteriza, entre la tetrarquía de Herodes Antipas y los dominios de su hermano Filipo. Allí, en pleno cruce de rutas caravaneras, en total armonía con los autóctonos del lugar, traficaban y descansaban extranjeros de Idumea, de Tiro, de la De-cápolis, de la Transjordania, de Sidón, griegos, comerciantes en trigo del le-jano Egipto, pescadores de todos los puntos del Kennereth, nómadas be-duinos y, por supuesto, hebreos, israelitas y judíos de todo el país y de más allá del Mediterráneo.
A uno y otro lado de la calle principal se abrían numerosas vías y callejue-las secundarias, igualmente saturadas de pequeños comercios en los que una cacharrería multicolor, informes pilas de telas, canastos de frutas y hortalizas, sastres con una gruesa aguja de hueso pinchada en la tela, alfa-reros de manos y pies húmedos, perfumistas, zapateros y una interminable cadena de gremios invadían el pavimento, dificultando el ya comprometido y abigarrado tránsito de hombres y bestias.
En aquella primera y atropellada observación pude comprobar que la casi totalidad de las viviendas había sido edificada a base de pequeñas y media-nas piedras basálticas -en forma de discos-, con los intersticios rellenos de


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barro y guijarros. Sólo las columnas y los dinteles y jambas de algunas de las puertas lucían sillares labrados. A excepción de los edificios que se aso-maban a la arteria principal, el resto parecía carecer de cimientos. Alcanza-ban una altura máxima de tres metros, con escaleras exteriores que, ob-viamente, conducían a los terrados. Con el paso de los días, las sucesivas incursiones me proporcionarían una idea más ajustada de la configuración de Nahum, diseñada según el patrón helénico-romano de cardo maximus y decumani; es decir, con una vía básica -de norte a sur- interceptada en án-gulo recto por otras calles menores. En dicho entramado urbano, con gran sorpresa por Mi parte, descubriría interesantes construcciones: baños públi-cos, posadas, prostíbulos, un teatro al aire libre, plazas, una esbelta sina-goga -creo recordar que el único edificio trabajado a base de piedra blanca calcárea-, centros «comerciales» al estilo de los descubiertos en las ruinas de Pompeya y cinco «ínsulas». (Estos bloques de viviendas, origen de los actuales «apartamentos», se alquilaban por plantas o habitaciones indivi-duales a toda suerte de viajeros, comerciantes o turistas.)
Bajo los pórticos de la arteria por la que caminábamos abundaban las tiendas de alimentos cocidos y de bebidas. Éstas, en especial, eran las más concurridas. Enormes portalones con letreros como «Natanael: el coseche-ro», «Heber vende lo mejor» o «Aquí, vino de Hebrón», daban acceso a es-tancias precariamente iluminadas por lucernas de aceite que colgaban de los muros. En tomo a largos mostradores de piedra, con campanudas tina-jas de barro empotradas en los mismos, una confusa mezcolanza de cara-vaneros, campesinos y cargadores del puerto bebía, discutía a grandes gri-tos o saciaba el apetito. Allí se servía vino negro, recio y caliente, cerveza de palma y frituras preparadas a las puertas del establecimiento o en pe-queños patios interiores, ahumando y apestando a la parroquia con el in-confundible tufo del aceite hirviendo y de la grasa de pescado. En mitad de la calle, consumidos por nubes de moscas, jumentos y mulas amarrados a unos bordillos agujereados y cargados con las más variadas mercancías aguardaban a sus ^sedientos dueños.
No pude negarme. Jonás, ignorando mis pretendidas prisas, me arrastró al interior de uno de aquellos antros, abriéndose paso sin demasiados mi-ramientos entre la animada concurrencia. Nadie protestó. Y el tabernero, un obeso y sudoroso sirio de nombre Nabú, obedeciendo los requerimientos del impulsivo anciano, plantó sobre el mármol del mostrador sendas jarras de arcilla, colmadas de un líquido espumoso. El campesino no tardó en inmis-cuirse en la conversación general que, por lo que acerté a captar, giraba en torno a las nuevas «burritas» de la posada de un tal Jacob, «el cojo». Las «burritas» no eran otra cosa que una «espléndida remesa de prostitutas fe-nicias», recién llegada a Nahum.


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Con cierta prevención -dadas las dudosas condiciones higiénicas de la ta-berna- mojé los labios en aquel licor. Resultó una especie de schechar: una cerveza ligera y caliente, destilada a base de cebada y mijo.
Algo apartado del grupo esperé a que mi acompañante vaciara su jarra y su verborrea. A espaldas de Nabú, colgados de la pared de piedra y como único adorno del establecimiento, aparecían dos gruesos remos cruzados. En una de las palas, grabada a fuego, se leía: « ¡Ay del país que pierde a su líder! ¡Ay del barco que no tiene capitán! » La otra, también en griego, pre-sentaba el siguiente acertijo: «¿Por qué tres cosas se alborota la tierra, y la cuarta no puede sufrir? Por el siervo cuando reinare. Por el necio cuando se hartare de pan. Por la aborrecida cuando se casare y por la sierva cuando heredare.»
Muchas de las tabernas de Nahum, como iría descubriendo, gustaban de aquellos proverbios y de otras alegorías e hipérboles, entresacados las más de las veces de los discursos del filósofo hebreo Filipo de Alejandría, de gran prestigio e influencia en el judaísmo de aquel tiempo, cuyo método, incluso, fue seguido por Pablo de Tarso en su epístola a los Gálatas (4, 213 l). Y de pronto irrumpí en la tertulia, preguntando si aquellas frases habían sido dichas por Jesús. Yo sabía que una de ellas, la segunda, pertenecía al libro de los Proverbios. Pero quise pulsar la opinión de los allí reunidos so-bre la figura del Maestro. Fue como un mazazo. Al oír el nombre del rabí, los parroquianos enmudecieron, perforándome con miradas nada tranquili-zadoras.
-Jesús... -añadí vacilante y sin entender la razón de tan súbita y hosca reacción-, el Resucitado. Creo que vivió aquí...
El tabernero tomó la iniciativa y, en tono burlón, resumió el parecer gene-ral:
-¿Es que ese loco ha resucitado?
Una sonora y colectiva carcajada refrendó las incrédulas y despectivas palabras de Nabú.
Jonás, perspicaz y conciliador, terció en la embarazosa situación, hacien-do ver a los presentes que sólo era un recién llegado y, como tal, descono-cedor de las maldiciones vertidas por el « constructor de barcos » contra Nahum y sus honrados habitantes. El litigio fue olvidado y cada cual volvió a lo suyo. El incidente me serviría de lección. Buena parte de la población despreciaba al Maestro y, lo que era más importante en aquellos momen-tos, ignoraba que hubiera resucitado. Las noticias de su vuelta a la vida no habían llegado aún al lago. En lo sucesivo debería tener más cuidado con mis preguntas y afirmaciones.
El resto del «paseo» por la calle principal de Nahum discurriría sin mayo-res incidencias. Casi al final, con las azules aguas del lago a la vista y de-


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seoso de corresponder de alguna forma a la desinteresada ayuda de mi amigo, me detuve frente a uno de los «bazares», repleto de piezas de alfa-rería, ánforas, vasijas de cristal, alfombras, telas multicolores, vestidos y hasta collares para perros. Jonás, paciente y, en cierto modo, orgulloso por mis continuos elogios de la ciudad, me dejó hacer. Los trabajos de alfarería eran realmente espléndidos. Había vasos importados desde el valle del Po, en Italia; copas de fina terracota roja, con las «firmas» del artesano y de su operario: Naevius y Primus, respectivamente; cuencos de Megara; braseros de barro con bases para los enseres de cocina; urnas del período herodiano y un sinfín de recipientes en forma de tetera, con pico, denominados guaus, utilizados para el llenado de las lámparas de aceite. Al final me decidí por un hermoso plato para pescado, con una depresión circular en el centro, que servía para escurrir el aceite. El precio -medio sequel de plata- me pa-reció desorbitado. Pero, a decir verdad, todo en aquella ciudad de comer-ciantes y gentes de paso -a excepción de los productos agrícolas, el pesca-do y la artesanía del vidrio- era prohibitivo. Nahum se veía en la necesidad de importar la mayor parte de las materias primas, así como la carne y otros productos de primera necesidad, y esto, lógicamente, había encareci-do la vida, situándola incluso a un nivel superior al de Jerusalén.
Jonás, incrédulo, perdió el habla. Le costaba asimilar que un desconocido, así, espontánea y generosamente, pusiera en sus manos un regalo tan va-lioso. La «mudez», sin embargo, duraría poco. Hasta que, finalmente, logré desembarazarme de él, sus promesas de «eterna amistad», su adulación y sus ofertas de hospitalidad fueron un penoso martilleo en mis oídos. A pe-sar de ello tomé buena nota de sus encendidas palabras, asegurándole que, quizá más adelante, necesitase de sus servicios. La experiencia me había enseñado a tener muy presente aquel tipo de amistades, tan útiles a lo lar-go de la exploración.
La Providencia estaba en todo. Al cruzar la última calle transversal a la gran calzada, una bocanada de calor brotó de una de las puertas. Me asomé intrigado. Ante mí apareció uno de los numerosos talleres de fundido y so-plado de vidrio de Nahum. Aquella manzana de edificios de una sola planta, prácticamente pegada al puerto, era el barrio de los afamados artesanos y fabricantes de enseres de vidrio y cristal. Alrededor de un patio a cielo abierto se levantaban varios cobertizos, con tejados de caña, en los que trabajaban seis hombres, todos ellos en taparrabo y con los cabellos cubier-tos por turbantes. Al fondo, frente a la entrada, formando cuerpo con el muro de basalto y rodeado de altas pilas de troncos, se distinguía un horno de piedra de un metro de altura, permanentemente avivado por uno de los operarios más viejos. A su lado, con el torso brillante por el sofocante calor, otro de los artesanos machacaba con un mazo una polvorienta y lechosa


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mezcla que iba trasvasando desde pequeños sacos de arpillera a la concavi-dad circular practicada en la parte superior de una maciza y negruzca mole pétrea que le servía de mesa.
Al vernos, el individuo que atizaba el fuego se apresuró a recibirnos, mos-trando con orgullo la variadísima colección de vasijas, frascos para ungüen-tos y recipientes de toda índole que descansaban en el adoquinado de los pabellones, sobre extensas y amarillas esteras de hoja de palma. Le advertí que, de momento, sólo me movía la curiosidad y, como buen fenicio, lejos de mostrarse contrariado, se brindó locuaz y calculador a responder y satis-facer cuantas preguntas o dudas tuviera a bien formularle. Azemilkos, el propietario del taller, no supo aclararme los orígenes de aquella industria en Nahum. Él la había heredado de su padre y éste, a su vez, del suyo. Algu-nos de los más viejos artesanos -eso sí lo recordaba- se habían asentado en la villa muchos años atrás, procedentes de Egipto, de donde trajeron las técnicas del fundido, soplado, y preparación de las mezclas. Éstas, por lo que pude deducir, se llevaban a cabo a base de arena, polvo, sosa y cal. Una vez mezclados y triturados estos materiales -cuyas proporciones for-maban parte del «secreto profesional» del fenicio- eran sometidos a eleva-das temperaturas -«hasta alcanzar el color del sol en el horizonte» (posi-blemente alrededor de los 1 500 'C)-, obteniendo así una masa fluida y de una aceptable homogeneización. Acto seguido, la rojiza pasta era trasvasa-da a unos calderos de metal, dejando que reposara. Las impurezas y partí-culas no disueltas subían a la superficie, formando lo que Azemilkos deno-minó la «hez del vidrio». Por último, al disminuir la temperatura, la masa adquiría la viscosidad necesaria para que los «especialistas» pudieran tra-bajarla. Para ello -siguiendo la técnica del soplado-, «enganchaban» una porción de pasta en el extremo de un tubo de hierro, inyectando aire en el interior del vidrio. Esta operación, naturalmente, se ejecutaba «a pulmón». Quedé maravillado ante la destreza del «jefe». En cuestión de segundos, tomando aire en cortas y rápidas inspiraciones, logró hinchar una de las ampollas, convirtiéndola, con varios y diestros tajos, en una prometedora y hermosa vasija.
Por puro formulismo prometí volver y adquirir algunas piezas. No podía sospechar entonces que mi visita al taller de Azemilkos se produciría al día siguiente y por razones totalmente ajenas al puro placer de comprar. Pero sigamos con el desarrollo de aquella jornada, tan rica en sorpresas e impre-vistos.
La arteria principal de Nahum desembocaba perpendicularmente al puer-to, dividiéndolo prácticamente en dos. Al pisar el negro y encharcado enlo-sado del muelle (de unos 15 metros de anchura), la inicial sensación de agobio y confusión se multiplicó. Si el centro urbano era un hervidero de


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gentes y animales, aquel espigón -de unos 700 metros de longitud- no le iba a la zaga. Decenas de cargadores semidesnudos, sudorosos y encorva-dos bajo el peso de abultados fardos y tinajas, iban y venían desde los diez o quince atraques, soltando las cargas al pie de las caballerías o de pesadas carretas de dos y cuatro ruedas, tiradas por bueyes rojizos y de gran alza-da. Otros, siempre bajo la atenta mirada y los látigos de cuero de los capa-taces, hacían el camino contrario, depositando las mercancías en los terra-plenes perpendiculares al espigón o descendiendo tambaleantes por los húmedos y resbaladizos peldaños practicados en las paredes laterales de dichos terraplenes, abandonando ánforas, toneles o cajas en el fondo de las embarcaciones. Un viento del oeste, de cierta intensidad, empezó a soplar sobre el lago, levantando pequeñas olas que hacían cabecear las lanchas. No llegué a contarlas, pero seguramente sumaban más de cincuenta. La mayoría, entre diez y quince metros de eslora, parecía destinada al trans-porte de pasajeros y de carga. Las había de colores vivos rojas, azules y blancas o sencillamente empecinadas, con unas proas afiladas y un calado escaso. Ánforas de todos los calibres, pellejos de cabra, sacos, jaulas con palomas y hasta corderos eran rescatados o almacenados, en sus bodegas por aquella tropa de escuálidos y dóciles porteadores, en su mayoría escla-vos y am-ha-arez: la escoria del pueblo. (Aunque la palabra significaba «el pueblo de la tierra», con el paso del tiempo, el término am-ha-arez había adquirido un tinte peyorativo, permanentemente alimentado por el odio y las insidias de los rabíes y de las castas sacerdotales. Hillel, por ejemplo, aseguraba que los am-ha-arez no tenían conciencia, no alcanzando la cate-goría de hombres. Otros, como el rabí Jonatán, pretendían que se les abrie-ra en canal, sentenciando que «ningún judío debía casarse con la hija de un am-ha-arez». La repulsión hacia estos desgraciados era tal que el rabí Elea-zar enseñaba «que era lícito descuartizarlos en sábado».) Toda la Galilea -y muy especialmente Kefar Nahum- era considerada como el principal reducto de los am-ha-arez y, en consecuencia, continua y sistemáticamente vilipen-diada. El mismo nombre -Galilea- significaba «el círculo de los gentiles».
En la lejanía, aprovechando el repentino viento, algunas embarcaciones habían desplegado unas velas cuadradas, de colores chillones, rojos y ne-gros en su mayoría. Una vez cargada o descargada, cada lancha, en perfec-to orden, era removida del atraque, dejando paso a la siguiente. Uno o dos marineros, a proa y popa, manipulaban sendos remos, maniobrando la em-barcación con gran destreza.
El tráfico de mercancías era agotador. Allí recalaban cargamentos proce-dentes de todos los puertos del litoral: desde carnes y tocino salados de la pagana Kursi hasta barriles de pescado en salmuera de Tarichea, pasando por pichones de Migdal, frutas y verduras de las vegas de Guinnosar y de la


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Betijá, cordelería de Arbel, ganado de Hipos y toda suerte de productos manufacturados del sur, de la Perea y de la Decápolis, transportados hasta el lago en continuas e interminables caravanas de camellos, mulas y jumentos. De la misma forma, pero a la inversa, ricas sedas de la India, maderas del Líbano, especias de todo el Oriente, cosmética, artesanía de Roma y hasta la nieve del Hermón entraban en el Kennereth por el floreciente puerto de Nahum, siguiendo las rutas del norte y del este, en una frenética y pacífica invasión de hombres, lenguas y costumbres.
Aquél, sin dudarlo, había sido el cotidiano escenario de muchos de los momentos de la vida del Maestro. Y envuelto en semejante maremágnum, conforme Jonás me conducía hacia el extremo oriental del muelle, no pude ni quise espantar de mi corazón la posible imagen de un Jesús descalzo y semidesnudo, como aquellos fenicios, sirios y galileos, afanado en el duro trajín del acarreo de bultos o luchando por elevar la pisoteada dignidad de los am-ha-arez. Un amargo sentimiento -mezcla de rabia y piedad- se fue adueñando de mi voluntad. Aquellos hombres -ancianos, adultos e, incluso, niños- eran tratados sin piedad. Los látigos, puntapiés y maldiciones caían sobre ellos al menor titubeo o intento de recobrar el aliento. Muchos, con el lóbulo de la oreja derecha perforado, eran menos que los am-ha-arez. For-maban el escalón más bajo de la sociedad: el de la esclavitud. En palabras de Varrón, «una especie de herramienta que podía hablar». Aunque goza-ban de fama de perezosos, disolutos y ladrones, la verdad es que el trato y las condiciones de trabajo en las que se desenvolvían tampoco eran el mar-co idóneo para pretender lo contrario. Quizá el sentir general de aquellas gentes hacia los esclavos pueda resumirse en las frases del siracida: «El fo-rraje, el palo y la carga, para el asno; el pan, la corrección y el trabajo, pa-ra el siervo. Haz trabajar a tu siervo y tendrás descanso; dale mano suelta y buscará la libertad. Como el yugo y las coyundas hacen doblar el cuello, así al siervo malévolo el azote y la tortura; hazle trabajar y no le dejes ocioso.» Después, la Historia, con un eufemismo más que reprobable, trata-ría de disimular esta angustiosa realidad, cambiando incluso el término «es-clavo» por el de «sirviente» o «criado»... Pero la cruda verdad era aquélla.
En mitad del puerto, a lo largo de dos de los terraplenes triangulares, las operaciones de carga y descarga se veían aliviadas por otros tantos e inge-niosos artefactos -a manera de grúas-, a los que me aproximé con curiosi-dad. Los responsables del tráfico comercial habían excavado sendos canali-llos paralelos en la superficie de roca basáltica de cada uno de los muelles. Unas plataformas de madera de dos metros de anchura, provistas de rue-das, circulaban por las rústicas «guías», cubriendo así los quince metros de longitud de cada terraplén. Sobre las planchas habían sido claveteados unos trípodes -también en madera-, de 1,50 metros de altura, que servían de


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punto de apoyo a sendas «plumas» de metal, en cuyos extremos oscilaban unas herrumbrosas y chirriantes carruchas de hierro de 30 o 40 centímetros de diámetro. Por este procedimiento, bajo la supervisión de los capataces o de los propietarios de las embarcaciones, varios esclavos o am-ha-arez ja-laban o arriaban los bultos más pesados hasta depositarlos en el suelo del atraque o en el fondo de las barcas. Casi siempre se trataba de animales -bueyes, terneras o caballos- o de abultadas redes de cuerda repletas de ti-najas, barriles y ollas. Muchas de aquellas mercancías -tanto si llegaban por tierra como por el Kennereth- pasaban directamente a los almacenes de piedra, que en número de quince o veinte se levantaban frente al muelle, cerrando así el flanco sur de la ciudad. En el interior se escuchaba un anár-quico martilleo. Eran los encargados de acondicionar y asegurar los embala-jes. Las piezas más frágiles -cerámica, vidrio y ánforas con vino, aceite o garum procedente de las costas de España e Italia- pasaban a cajones de las más variadas dimensiones, meticulosamente enterradas en arena o pro-tegidas y separadas entre sí por hierba y paja seca. Los operarios, con aba-nicos de clavos entre los labios, iban cerrando los arcones, apilándolos junto a los muros de piedra. De vez en cuando, cuadrillas de porteadores entra-ban en los pabellones, retirando las cajas o acumulando nuevos fardos en-tre los ya existentes. En algunos de aquellos depósitos habían sido dispues-tas pilas de piedra, enlucidas con mortero, que contenían grandes cantida-des de sal originaria de las salinas del mar Muerto y de nieve. Esta última, por lo que pude observar en este segundo y en el tercer «salto», llegaba a Nahum, Migdal, Tiberíades y otras poblaciones del lago, a lomos de mulos que descendían a diario desde las cumbres del Hermón, siguiendo las már-genes del alto Jordán. Lo costoso del transporte -las reatas más rápidas empleaban entre ocho y diez horas hasta Kefar Nahum- y lo preciado y pe-recedero del producto lo habían convertido en un artículo de lujo, asequible tan sólo a las familias adineradas o a los pícaros del lugar, en especial a los taberneros, que, a cambio de generosos pellejos de vino, lograban arrancar de las pilas alguna que otra palada. Para su mejor conservación, la nieve era transportada y almacenada sobre capas de helechos frescos. Pero aque-llos salones servían también de cobijo a muchos de los esclavos y am-ha-arez empleados en el puerto. Al anochecer, concluidas las faenas, se los podía ver dormitando sobre las redes o sentados entre las mercancías, mí-seramente iluminados por candiles de aceite y devorando un pan moreno al que, con suerte, acompañaba un puñado de habas crudas o algún que otro pescado.
Durante la jornada de trabajo, al socaire de estos almacenes, hortelanos y pequeños comerciantes extendían sus productos sobre el enlosado, can-tando las excelencias de sus respectivos jardines y huertos. Mujeres de ojos


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escrutadores, embozadas en ropones de colores claros, buhoneros parlan-chines y campesinos de piel tostada levantaban de las esteras los manojos de verduras, ajos, cebollas, frutas, plantas aromáticas y medicinales, piezas finas de bysus, alfombras, cofrecillos para alhajas y cestas de higos o frutos secos, en una rabiosa -a veces desesperada- pugna por atraer la mirada de los transeúntes.
Aquello me recordó el motivo de mi descenso a Nahum. Consulté con Jo-nás y éste, con un mohín de desconfianza hacia la calidad y los precios de cuanto allí se ofertaba, me recomendó que, si no era absolutamente nece-sario, esperase al mercado del día siguiente. Entonces podría disponer de un surtido más abundante y económico. Pero los planes de la operación preveían un jueves enteramente volcado en el seguimiento de los íntimos de Jesús. Así que, venciendo la resistencia del anciano, me entregué a la adquisición de víveres: verduras, algunos kilos de lentejas y garbanzos, habas, cebollas, puerros, ajos, varios saquetes de dátiles de Jericó (los dul-ces «adelfidos» y los no menos afamados «cariotes», de jugo lechoso y alto poder nutritivo), miel blanca, huevas de pescado encurtidas, sal, nueces, huevos, aceitunas, harina, aceite y algunos pellizcos de comino, eneldo y arveja. De momento renuncié al pescado y a la carne salados. Las nubes de moscas que los envolvían no hacían muy recomendable su consumo. En cuanto al abastecimiento de agua, sencillamente, tuve que prescindir. La canasta con las provisiones era ya lo suficientemente pesada como para, encima, cargar con un odre de 30 o 40 litros. Quizá al día siguiente pudié-ramos resolver el problema. Después de todo, los manantiales que brota-ban en Tabja se hallaban a media milla de la «cuna».
Al principio, entretenido en el pago de las viandas, no reparé en aquellos aullidos. Pero, al tiempo que los quejidos se hacían más agudos, el parloteo de los hortelanos y vendedores se cortó en seco y todas las miradas se vol-vieron hacia el centro del muelle. Los esclavos y porteadores más próximos aflojaron el paso, mientras varios de los capataces, entre aspavientos y maldiciones, se precipitaban hacia uno de los am-ha-arez, caído en el suelo. A su lado se esparcían los restos de una tinaja de arcilla que había conteni-do tilapias descabezadas en salazón. Uno de los vigilantes, ciego de ira, descargaba su látigo sobre el infeliz. Con la llegada de los restantes capata-ces, las patadas, insultos y latigazos intensificaron los gemidos y lamentos de aquel pobre diablo que, acurrucado y retorciéndose entre los añicos y la salmuera, se protegía la cabeza con los brazos, implorando piedad. El re-pentino silencio en el muelle duraría poco. Transcurridos los primeros se-gundos de sorpresa, las cuadrillas de porteadores -azuzadas por los jura-mentos y golpes de los jefes de muelle- recobraron el habitual ritmo de tra-bajo, esquivando el círculo de energúmenos que se ensañaba con el que


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había tenido la mala fortuna de caen Miré a mi alrededor y, estupefacto, comprobé cómo el resto de los trabajadores, comerciantes, aguadores y carpinteros de los almacenes reanudaba sus faenas, impasibles ante la pali-za y la desgracia de aquel individuo. La escena, al parecer, era harto fre-cuente. Interrogué a Jonás con la mirada, pero éste, encogiéndose de hom-bros, me dio a entender que no había nada que hacen Aquellos capataces, brutales y sanguinarios, hubieran arremetido contra cualquiera que osara interceder en favor del caído. Titubeé. El código de Caballo de Troya me impedía intervenir Una vez más, a pesar de mis deseos e impulsos, debía recordar que mi papel era el de mero observador Nada más. Pero, indigna-do ante lo desproporcionado e injusto del castigo, opté por probar. Quizá violé una de las normas de la operación. No lo sé, ni lo sabré jamás. Tam-poco importa demasiado. Y con paso decidido, antes de que el anciano pu-diera retenerme, salvé los escasos metros que me separaban de los capata-ces, sujetando al vuelo uno de los látigos. Mi fulminante reacción los dejó perplejos. Me situé en el centro del círculo y, esbozando una hipócrita sonri-sa, señalé hacia la carga derramada sobre el pavimento, interesándome por el precio de la misma. Los desencajados sirios, con la respiración entrecor-tada por el esfuerzo, permanecieron mudos y desconcertados. Eché mano a la bolsa de hule y, mostrándoles un puñado de monedas, repetí la pregun-ta. El brillo de los sequel resultó milagroso. Los látigos regresaron a los cin-tos y el que parecía responsable de la tinaja, incrédulo y desconfiado, me interrogó a su vez, interesándose por la identidad de aquel inconsciente griego que había tenido el descaro de interrumpirlos. Sin perder la sonrisa me proclamé amigo del gobernador romano. Al oír el nombre de Poncio, dos de aquellos truhanes se retiraron y mi interlocutor, palideciendo, cambió de tono y de táctica, tartamudeando. Aproveché su flaqueza de ánimo y, antes de que llegara a arrepentirse, tomé su mano, entregándole dos sequel. (El precio, a la vista del deterioro del pescado, me pareció más que razonable. Una jornada laboral, de sol a sol, recibía entonces una paga equivalente a un denario. El sequel, a su vez, solía cambiarse por cuatro denarios.)
Los ojillos del miserable capataz chispearon codiciosos. Ambos sabíamos que aquellos ocho denarios eran todo un regalo. Y dando media vuelta se encaminó hacia uno de los almacenes, seguido por otro de los jefes de muelle. El am-ha-arez continuaba en el suelo, con la piel abierta y ensan-grentada por las correas de cuero, sollozando y sin atreverse a despegar los brazos que cubrían su cabeza.
«¡Dios mío!»
Al arrodillarme comprobé con desolación que se trataba de un niño. Quizá tuviera doce o trece años. Su cuerpo, esquelético, con la espalda llagada por el cotidiano roce de los fardos, temblaba y se agitaba, presa del miedo


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y del dolor. Aparté sus manos y, dulcemente, como creo que jamás he hablado a ser humano alguno, procuré consolarle. El muchacho, con sus in-tensos y espantados ojos negros, me miró confuso. Le sonreí y, tomándole entre mis brazos, le conduje hasta el tenderete del hortelano que me había servido las provisiones. Jonás, estupefacto y maravillado, cumplió mis ór-denes sin rechistar. Me proporcionó aceite y vino y, delicada y cariñosamente, fui limpiando las heridas, sin dejar de sonreírle. A muy pocos metros de donde me encontraba, a las puertas del almacén por el que les había visto desaparecer, el sirio y su compinche manipulaban una pequeña balanza de mano, con doble escala, en la que, una y otra vez, procedieron al pesaje de las monedas que les había ofertado. Satisfechos, tras lanzar una despreciativa mirada al joven cargador, se perdieron entre las hileras de porteadores, haciendo chasquear sus látigos contra las losas del muelle. La noticia del incidente debió de propagarse a la velocidad del viento porque, a los pocos minutos, una legión de mendigos y desarrapados se presentó en el lugar, manteniéndose a la expectativa y a corta distancia de las tilapias. Mi acompañante me sugirió que recogiera la carga cuanto antes. Por supuesto, no tenía el menor interés en conservar aquel pescado. Así que, sin más, los autoricé a que dispusieran de él a su antojo. La escena que presencié a continuación me estremeció. Entre golpes, alaridos, impre-caciones y reproches, aquella turba de hambrientos y desesperados se aba-lanzó sobre el cargamento, disputándose hasta los trozos de barro de la ti-naja. Aturdido e impotente ante tanta miseria y crueldad, acaricié los cabe-llos de¡ niño Y, por esta vez, obedecí las recomendaciones de Jonás, aleján-donos hacia el extremo oriental del puerto. En aquel punto moría la zona portuaria propiamente dicha, dando paso a otra de las florecientes indus-trias de Nahum: los astilleros. A ambos lados de la desembocadura del río Korazín, ocupando unos trescientos metros de costa, se sucedía una serie de varaderos en los que se construían y reparaban toda clase de embarca-ciones. Precedido por el campesino descendí los peldaños de piedra que conducían desde el nivel superior del muelle a la rampa que conformaba el primero y más próximo de los astilleros: el de la familia de los Zebedeo. El solar, de regulares dimensiones (unos 50 metros de longitud por otros 30 de profundidad), se hallaba cubierto por una capa de guijarros blancos y negros que rechinaron a nuestro paso. Entre el agua y el cobertizo de ma-dera y techumbre de ramas que se erguía al fondo de la suave pendiente, tres carpinteros, con las túnicas recogidas en la cintura y grandes bolsas de clavos colgadas en bandolera, martilleaban alrededor de una consumida barca de carga. En la parle baja del varadero, a cuatro o cinco pasos de la orilla, descansaban otras cuatro lanchas -una de ellas de apenas seis me-tros de eslora-, tan destartaladas como la anterior. Al rozarlas, mi corazón


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se agitó. Quizá me encontraba junto a algunas de las barcas habitualmente utilizadas por los discípulos e íntimos del Maestro en sus faenas de pesca.
Jonás saludó a los operarios, interesándose por el «jefe». No supieron darnos muchas explicaciones. Al parecer llevaba dos días sin presentarse en el astillero, aquejado de no sé qué mal. Uno de los galileos señaló hacia el cobertizo, aconsejándonos que, si deseábamos mayor información, le pre-guntásemos al «maestro»; una especie de naggar o «carpintero, de ribera», mezcla de ebanista, carpintero de blanco, herrero y reparador de barcos. Así lo hicimos y, al penetrar en el chamizo que servía de almacén, entre ba-terías de gubias, cinceles, sierras, cuchillas, compases de bronce, curiosos taladros de arco, cepillos y hojas de hacha de todos los tamaños, descubri-mos a un anciano, sentado sobre el piso de guijarros y enfrascado en el pu-lido de una, para mí, extraña piedra calcárea con forma de pirámide trun-cada de casi medio metro de altura. Se protegía los ojos con unas curiosí-simas «gafas» de madera -muy similar a las que portan los lapones-, con una fina ranura en el centro. Como lo hubiera hecho cualquier soldador del siglo xx, nada más vernos retiró las «gafas», situándolas sobre la base de la cabeza, saludándonos con un «la paz sea con vosotros». Me identifiqué como amigo de los hijos de Zebedeo, exponiéndole mi deseo de entrevis-tarme con el jefe del astillero. El buen hombre, después de sacudir el polvo que blanqueaba su mandil de cuero, torció el gesto, confirmando las pala-bras del operario. Un terrible dolor le tenía postrado en cama y, a pesar de los esfuerzos y ungüentos de los sanadores de Saidan y Nahum, su salud había ido empeorando en los últimos días. La única posibilidad de verle -añadió- era visitándole en su casa de Bet Saida, aunque, dado su grave quebranto, dudaba que me recibiera.
Antes de abandonarle, dominado por la curiosidad, me interesé por la función de la piedra sobre la que trabajaba. En el centro de la pirámide apa-recía un orificio de 8 o 9 centímetros de diámetro que la atravesaba de par-te a parte y que, sinceramente, no supe relacionar con nada de lo que co-nocía. El «maestro» me miró de arriba abajo y, antes de ajustarse las «ga-fas», replicó con desgana y algo molesto por lo aparentemente absurdo de la cuestión:
-¡Qué va a ser!... ¡Un ancla!
Entregado de nuevo al cincelado de la roca no advirtió mi perplejidad. A partir de entonces, en mis frecuentes caminatas desde el módulo a la costa de Saidan, tendría numerosas ocasiones de comprobar cómo los pescadores y marineros del lago se servían de piedras de todos los tamaños, conve-nientemente perforadas, para inmovilizar sus embarcaciones e, incluso, de-terminado tipo de redes. (Las anclas de hierro no eran conocidas aún en el Kennereth.)


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No lo pensé dos veces. Tras comprobar la posición del sol me despedí del servicial campesino y, siguiendo la margen derecha del menguado Korazín, puse rumbo al norte, al encuentro del sendero que corría hacia la esquina oriental del lago. La corazonada resultaría providencial. Anuncié a Eliseo un cambio en los planes y, pasando por alto el incidente con los capataces, prometí retornar al módulo en un plazo máximo de cinco horas: justo al po-nerse el sol. La intuición me dictaba que debía entrar en Saidan antes que los íntimos del Señor. ¿Por qué? Obviamente no podía saberlo. La respuesta aparecería en el caserón de los Zebedeo.
Como ocurría en el sector oeste, aquel flanco de Nahum se hallaba primo-rosamente cultivado. Me deshice del intrincado laberinto de huertos amura-llados y, a los pocos minutos, caminaba decidido por la calzada romana. A corta distancia, a la derecha de la vía Maris y pegada al puente que salvaba el riachuelo, se levantaba una casa de una planta, de muros tan negros como los de la ciudad. Dos corpulentas higueras silvestres sombreaban su fachada norte. Al principio no le presté excesiva atención. Pero conforme fui aproximándome, la presencia en la puerta de dos mercenarios romanos y de un tercer individuo me hizo recelar. El calor y la cesta empezaban a pe-sar en mi ánimo y, con la excusa de tomar un respiro, abandoné la calzada, adentrándome en el pequeño jardín que rodeaba la vivienda. Los soldados, recostados en la pared de piedra y medio adormilados, ni me miraron.
Sin proponérmelo acababa de cumplir con uno de los obligados requisitos establecidos para cuantos iban o venían del territorio de Filipo al de su hermano, el tetrarca Antipas. Deposité la canasta en el suelo y, cuando me disponía a interrogarlos sobre la distancia que mediaba de Nahum a Saidan, el que yo imaginaba dueño de la casa -un griego tocado con el típico gorro de fieltro y una chapa de latón en la túnica- levantó la vara que sostenía en su mano derecha, interrogándome en un pésimo arameo galalaico acerca del contenido de la cesta. Empecé a comprender.
-Víveres -repliqué en griego.
El individuo dio un paso al frente y, como lo más natural del mundo, se inclinó, metiendo las manos entre la cesta.
Guardé silencio. Como digo, sin darme cuenta, me había plantado frente al edificio que hacía las veces de aduana.
-Está bien -concluyó el publicano sin demasiado entusiasmo-. Con una
será suficiente.
Aboné la tasa y, felicitándome por lo acertado y oportuno de mi iniciativa, crucé el puente, tomando el sendero de tierra que nacía en los contrafuer-tes de la calzada. Ésta, nada más saltar sobre las marrones aguas del Kora-zín, giraba bruscamente hacia el norte, escalando cerros y difuminándose entre los campos de olivos y las terrazas de cereales. Consciente de la im-


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portancia de aquel camino, procuré fijar en mi memoria un máximo de detalles que, en caso de necesidad -al menos durante las primeras explora-ciones-, me sirvieran como puntos de referencia. A partir del río, en un tra-yecto de kilómetro y medio, la senda se hallaba prácticamente despejada, con algunas formaciones rocosas a la izquierda y las ondulantes aguas del lago a cien o doscientos pasos a la derecha. A continuación se deslizaba hacia el fondo de un wadi reseco e improductivo, de laderas manchadas por arbustos de alcaparro, cardos, retamas y anabasis. Aquél era el punto más alejado de la costa: casi medio kilómetro. Desde allí hasta el Jordán, con algunas muy breves curvas, la vereda atravesaba un sombrío y espeso bos-que de tamariscos y gruesos álamos del Éufrates. En total, según mis cálcu-los, desde la aduana hasta las espesas y terrosas aguas del río bíblico, con-tabilicé alrededor de tres kilómetros y medio. Aquello significaba casi el lí-mite para la conexión auditiva. Y así se lo hice saber a mi hermano. En lo sucesivo, según lo previsto, las comunicaciones con la «cuna» deberían efectuarse a través del microtransmisor alojado en la sandalia «electróni-ca». Por razones técnicas, estas señales -catapultadas desde la «vara de Moisés»- carecían de retorno. Eliseo, en suma, podía recibir mis mensajes, pero se hallaba incapacitado para responder. De mutuo acuerdo, dado lo excepcional de esta incursión, decidimos no utilizar el láser, salvo en situa-ción de extrema emergencia.
Un sólido puente, con la tradicional silueta de espalda de asno y tres grandes arcadas descansando sobre gruesos pilones y envigados, ayudaba a salvar las aguas del alto Jordán, que en aquel punto y con sus 80 metros de anchura, pasaban raudas, silenciosas y cargadas de troncos y maleza. (Al no poder construir grandes bóvedas rebajadas, los ingenieros romanos -autores también de aquel puente- habían colocado el suelo central a gran altura, economizando así pilares y arcos y defendiendo la estructura de po-sibles crecidas.) Al otro lado del río, enfrentados a derecha e izquierda del camino, se erguían sendos mojones de un metro de altura, marcando y ad-virtiendo al caminante de su ingreso en los dominios de Filipo.
El paisaje y la vegetación cambiaron radicalmente. El intrincado bosque de álamos continuaba aguas arriba del Jordán, rumoroso y oscilante ante el empuje del viento. A cincuenta pasos del puente, sin embargo, los lugare-ños le habían puesto coto, talando la masa forestal y aprovechando la gran planicie pantanosa que se extendía hasta los lejanos cerros orientales, con-virtiendo aquellos 12 kilómetros cuadrados en un rompecabezas de mini-fundios, acequias, bosquecillos de frutales, alquerías de tejados de paja, molinos y pequeñas piscinas, todo ello cruzado por un laberinto de senderi-llos que, naturalmente, evité a toda costa. Al filo del bosque, la senda prin-cipal se dividía en dos: el ramal de la izquierda culebreaba hacia el noreste,


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lamiendo los árboles y perdiéndose en la vega. Aquel brazo del camino, bastante mejor cuidado que el de la derecha, conducía con toda probabili-dad a la ciudad que resaltaba blanca y airosa -a cosa de 2 o 3 kilómetros-, encaramada en una colina y que, según las recientes informaciones, osten-taba la capitalidad de la Betijá: Bet Saida Julias, en honor de la hija de Au-gusto.
El segundo ramal, por el que obviamente me decidí, seguía casi paralelo al Jordán, esquivando un mosaico de lagunas no muy profundas, de aguas verdosas y poco recomendables, erizadas de cañas, juncos de mar, adelfas, papiros, énulas viscosas y un espinoso entramado de bathah o arbustos enanos que no supe identificar. Espléndidas mariposas zigzagueaban entre los tulipanes de fuego, abriéndose como orquídeas sobre las flores rosadas de las adelfas, las anémonas multicolores, las espontáneas varas de las azucenas o los verdioscuros y perfumados matorrales de menta. Empujados por el viento del oeste, bandadas de inquietos martines pescadores de pe-cho blanco y espalda azul verdosa revoloteaban y planeaban sobre el pan-tano, devolviéndose los ruidosos trinos. Mientras cruzaba aquellos quinien-tos metros imaginé cómo podía ser aquel lugar durante el tórrido verano del Kennereth. Lo insalubre de la zona, con sus colonias de mosquitos, po-día significar un peligro latente para el que deberíamos preparamos.
A un paso de la desembocadura del Jordán, la senda se doblaba hacia el sureste, dejando atrás los pantanos y avanzando recta por un terreno llano y despejado, prácticamente en paralelo a la línea de la costa. A mí izquierda surgieron de nuevo los huertos y cultivos de hortalizas y legumbres, entre los que menudeaban los garbanzos y bancales de habas. Junto a las chozas empecé a distinguir las siluetas de los campesinos, encorvados sobre la tie-rra, acarreando cubos o estáticos y vigilantes bajo los corros de alfóncigos, almendros y sicomoros.
Con los dedos entumecidos por el lastre de las provisiones, opté por hacer una pausa. A la, derecha del camino, a un tiro de piedra de donde me hallaba, se veía y escuchaba el rítmico y sordo redoble de las aguas, preci-pitándose en pequeñas oleadas sobre una playa rocosa. Un intenso y agra-dable olor a algas me reconfortó, recordándome mis lejanos años de juven-tud en el oeste de los Estados Unidos. Pero mi objetivo estaba a la vista. A media milla, pegada a la costa, semioculta por un bosquecillo de afilados sauces y tamariscos del Jordán y ligeramente aupada sobre la vega, Saidan se perfilaba negra y recogida, con algunas endebles columnas de humo blanco rompiendo el azul del cielo. Frente a la pequeña ciudad -quizá debe-ría calificarla de mediana aldea-, inmóvil en la senda de tierra, experimenté una indefinible sensación. ¿Ansiedad? ¿Alegría y tensa emoción? ¿Miedo? Fue como una premonición. Como si «algo» me anunciara que aquellos bri-


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llantes y oscuros muros que se derramaban hasta el lago iban a ser testigos de sucesos y momentos inolvidables...
Reanudé la marcha, pero a los pocos minutos volví a detenerme. Una an-cha franja de la costa aparecía invadida por centenares de pequeñas tortu-gas de corazas verdiamarillentas, inmóviles al sol o renqueando perezosas entre los guijarros y cantos rodados. Eran quelonios de los pantanos, exce-lentes nadadores, parecidos a sus hermanos de tierra, aunque algo más li-geros. Desde aquel instante, tanto en mi memoria como en el banco de da-tos de «Santa Claus», el lugar quedaría registrado bajo la denominación de «playa de las tortugas».
Mientras contemplaba a los simpáticos inquilinos de aquella zona del Ken-nereth, el viento cesó. Y lo hizo tan brusca y repentinamente como había entrado. Poco a poco iría acostumbrándome a este fenómeno, tan frecuente en el lago durante los meses de la primavera y verano. Nuestras observa-ciones posteriores confirmarían la enorme trascendencia de dicho viento del oeste que, puntual, día tras día, soplaba desde el mediodía hasta las prime-ras horas de la tarde, levantando unas olas de regular tamaño, vitales co-mo digo, para la vega de Saidan. Sistemáticamente, durante siglos, aquel oleaje venía arrancando del fondo las caracolas, conchas y granos de basal-to negro que arrastran los ríos, formando en la orilla un ancho talud que ac-tuaba como muro de protección de dicha vega. Esto explicaba, en parte, la formación de las lagunas y pantanos que acababa de atravesar, cuyo nivel se hallaba ligeramente más alto que el del Kennereth.
A un par de centenares de metros de los sauces que abovedaban el cami-no, me detuve por tercera vez. Allí encontré los primeros vestigios de la principal fuente de riqueza de la villa: la pesca. Entre algunas lanchas vara-das, largos patios de redes descansaban sobre el pedregoso terreno. Sen-tados al socaire de las embarcaciones, unos individuos con las cabezas cu-biertas por turbantes y sombreros de paja se afanaban silenciosos en el remiendo de las mallas. Convencido de que me habían visto mucho antes que yo a ellos, decidí probar fortuna. Abandoné la senda y, sin prisas, me dirigí al más próximo. El pescador, como la casi totalidad de los vecinos de Saidan, sólo hablaba arameo. Al preguntarle por el hogar de los Zebedeo, sin dejar de manipular una ancha aguja de madera de doble punta, levantó los ojos y, tras unos segundos de atenta e inquisidora observación de mi atuendo y de la canasta que había depositado sobre los guijarros, respondió con un lacónico «en la playa, frente a la quinta piedra». Y bajando el rostro, sencillamente, me ignoró. Su habilidad en el cosido del arte era asombrosa. El dedo grueso de su pie izquierdo mantenía la red enganchada y tensa, mientras, con la siniestra, iba remendando los desgarros, anudándolos con un recio hilo de algodón entintado.


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En lugar de continuar por la costa, a la búsqueda de la misteriosa «quinta piedra», retomé al camino. Debía ultimar las mediciones iniciadas en la «base-madre». A unos cien metros de la aldea, coincidiendo con los prime-ros sauces y tamariscos, el terreno se empinaba, formando una pendiente de unos 30 grados de desnivel. Como me parece haber mencionado, Saidan se hallaba edificada en una meseta natural a 30 o 35 metros sobre el lago, a buen recaudo de las frecuentes avenidas del Zají y la red de torrenteras que surcaban la vega. A las puertas de la villa consulté el micromarcapasos y el cronómetro digital. La distancia recorrida desde el puente sobre el río Korazín hasta el Jordán se aproximaba a los 4 000 metros. En cuanto a la última etapa -desde los mojones divisorios del territorio al punto donde me encontraba-, los registros arrojaban otros 1 500 metros. Esto hacía un total de 5,5 kilómetros, contando a partir de las afueras de Nahum. El tiempo in-vertido ascendía a 90 minutos. Quizá, sin la engorrosa cesta de las provi-siones y a un paso más vivo, aquella hora y media podía verse sensible-mente rebajada. El cómputo final, desde la «cuna» a la población pesquera de los Zebedeo, quedó fijado en poco más de 7 kilómetros. Sumando otros tantos para el regreso, el tiempo mínimo necesario a consumir en cada una de las incursiones a Saidan debería oscilar en tomo a las cuatro horas. (Es-tos cálculos, como se verá más adelante, fueron de suma importancia a la hora de programar las exploraciones a lo largo de aquella franja costera.)
Y a las 15.30 horas, algo inquieto por el escaso margen de tiempo dispo-nible para mi primera visita al jefe de los Zebedeo, irrumpí en las embarra-das calles de la aldea que había visto nacer y crecer a hombres tan singula-res y privilegiados como Felipe, el intendente, Juan y Santiago y los tam-bién hermanos Andrés y Simón.
¿Qué me reservaba el Destino en aquella recoleta y apacible localidad? A no mucho tardar, entre otras «sorpresas», un sensacional hallazgo, íntima-mente vinculado a la llamada «vida oculta» de Jesús. «Algo» que, al pare-cer, los evangelistas nunca supieron y cuyo depositario era el hombre a quien estaba a punto de conocer.
Tenía que actuar con diligencia. A las 17 horas, como muy tarde, debería emprender el viaje de vuelta a la nave.
Si Nahum, con sus nueve o diez mil habitantes, se presentaba como un núcleo vibrante, en continua agitación, Bet Saida o Saidan, por el contrario, resultó un lugar silencioso, familiar, donde la vida discurría monótona y plá-cidamente. Fue un rincón de gratos recuerdos, en el que la codicia, la bru-talidad y las insidias que imperaban en la vecina Kefar Nahum apenas si fueron detectadas por quien esto escribe.
El camino que me había llevado hasta allí cruzaba Saidan de parte a par-te, constituyendo la única vía principal. Algo así como la «calle mayor» del

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