jueves, 13 de junio de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 261 A AL PAG 280

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abiertas hogazas quedaban aún varios trozos de tilapia. Sin embargo, el ra-bí no parecía dispuesto a acompañar a sus amigos en el desayuno. Aquello me intrigó. Al fin, Judas de Alfeo, uno de los gemelos, siempre pendiente de las pequeñas cosas del grupo, se alzó y, apoderándose de la ración sobran-te, se la ofreció al Maestro. Los semblantes se endurecieron. Como digo, nadie había tenido la cortesía de servirle. El Resucitado, con ambas manos, acarició las espesas barbas de Judas, rechazando su parte. Sí, era muy ex-traño. ¿Por qué Jesús se negaba a ingerir alimentos? ¿Es que aquel enigmá-tico «cuerpo» no estaba preparado para ello? Mis dudas se verían relativa-mente despejadas horas después...
El «incidente» espesó aún más el mutismo general. Con los ojos bajos, los íntimos se apresuraron a terminar el desayuno, rubricándolo con algún que otro sonoro eructo. Naturalmente, fue Jesús quien -una vez más- rom-pió el hielo, bromeando sobre el chapuzón de Simón Pedro y su poco estéti-co vientre. Las risas afloraron de nuevo y, por espacio de una media hora, se entretuvieron en rememorar viejos recuerdos y experiencias, muchas de ellas vividas allí mismo, en el lago. Jesús reía con ganas, absolutamente fe-liz. En mitad de la conversación soltó su sandalia derecha y, como si tal co-sa, procedió a sacudirla, desalojando los gruesos granos de arena que, al parecer, le molestaban.
Hacia las 09 horas la conversación decayó. Y el Maestro, alzándose, hizo una señal a Juan Zebedeo y a Simón Pedro para que le acompañaran. La faz del Resucitado se tornó grave. El resto, acostumbrado a aquellos cam-bios de actitud del Maestro, permaneció sentado alrededor de la fogata.
Jesús, flanqueado por sus dos hombres, caminó despacio por la orilla del agua, en dirección a la desembocadura del Jordán. De pronto, pasando su brazo izquierdo sobre los hombros del Zebedeo, le preguntó:
-Juan, ¿me amas?
El discípulo, que evidentemente no esperaba semejante pregunta, se apresuró a replicar:
-¡Sí, Maestro!... ¡De todo corazón!
Y el Resucitado, ante la atónita mirada de los galileos, exclamó con ve-hemencia:
-Entonces, renuncia a tu intolerancia y aprende a amar a los hombres como yo te he amado. Consagra tu vida a demostrar que el amor es lo más grande del mundo. Es el amor de Dios quien conduce a los hombres a la salvación. El amor es la bondad espiritual y la esencia de la verdadera be-lleza.
Y volviéndose hacia el rudo Pedro, taladrándole con aquella mirada de halcón, le formuló la misma cuestión.
-Pedro, ¿me amas?


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El sais, con los ojos como lunas, se apresuró a satisfacer al cabalístico Maestro:
-¡Señor, sabes que te amo con toda mi alma!
-Si me amas -argumentó con un hilo de tristeza-, alimenta a mis corde-ros...
imparable, como siempre, el pescador quiso replicar. Pero el Resucitado, sellando los labios del galileo con su mano izquierda, prosiguió:
-No escatimes tu ministerio a los débiles, a los pobres ni a los jóvenes. Predica el evangelio sin temor ni preferencias. No olvides que Dios no hace excepciones. Sirve a tus contemporáneos como yo te serví. Perdona a los hombres como yo te he perdonado. Deja que la experiencia te demuestre el valor de la meditación y el poder de la reflexión inteligente.
Creo no equivocarme si afirmo que en aquellos instantes Simón apenas entendió las recomendaciones del rabí. En especial, la última frase. Siguie-ron caminando en silencio. Pocos pasos más allá, el sais fue sorprendido por una segunda e idéntica pregunta:
-Pedro, ¿me amas realmente?
Desconcertado, con la boca abierta, Simón necesitó unos segundos para rehacerse. Al fin, en tono persuasivo, afirmó:
-Sí, Señor, sabes que te amo.
-Cuida bien de mis ovejas. Parecía como si el Maestro no hubiera escu-chado la respuesta- Sé un buen pastor para mi rebaño. No traiciones la confianza que tengo en ti. No te dejes sorprender por el enemigo. Debes estar siempre vigilante. ¡Vela y reza!
El confuso discípulo permaneció clavado en la arena. Y Jesús y el Zebedeo se distanciaron unos metros. Pero el Maestro se volvió hacia el pescador, planteándole por tercera vez el mismo dilema.
-Pedro, ¿me amas verdaderamente?
Simón bajó la cabeza, entristecido. No era muy difícil adivinar sus turbu-lentos pensamientos. Las negaciones en la casa de Anás, en Jerusalén, de-bieron de resucitar implacables en su atormentado corazón. Jesús aguardó. Y el sais, remontándose por encima de la tristeza, le gritó sin esconder su enojo:
-¡Conoces todas mis cosas, Señor!... ¡Por lo tanto, sabes que, en reali-dad, te quiero!
Y el Resucitado, autoritario, le ordenó:
-¡Alimenta mis ovejas!... ¡No abandones el rebaño! ¡Sirve de ejemplo e inspiración a todos tus compañeros pastores!... ¡Ama al rebaño como yo te he amado! ¡Conságrale toda tu felicidad, como yo lo hice contigo! ¡Y sígue-me!... ¡Sígueme hasta el fin!


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Estas consignas fueron acompañadas de bruscos y sucesivos movimientos afirmativos de cabeza por parte de Pedro. El rabí se disponía a reanudar el paseo cuando, en otro de sus irreflexivos arranques, Simón señaló hacia Juan, preguntando:
-Si te sigo, ¿qué hará éste?
Jesús le miró con benevolencia. El fogoso y elemental sais no había cap-tado el sentido de sus palabras. Y con una paciencia infinita le aclaró:
-No te preocupes de lo que hagan tus hermanos. Si quiero que Juan per-manezca aquí al marcharte tú, y hasta que yo vuelva, ¿en qué te concier-ne?
Avanzó unos pasos hasta situarse a medio metro del galileo y, colocando sus manos sobre los hombros de Pedro, repitió con firmeza:
-¡Tú asegúrate únicamente de seguirme!
Es paradójico. Las palabras de Cristo, una vez más, serían pésimamente interpretadas. Casi todos creyeron que aquel «hasta que yo vuelva» garan-tizaba un seguro e inminente retorno del Maestro, que redondearía así la definitiva instalación del reino en la Tierra. Algunos, incluyendo a Pedro, ca-lificaron el asunto de «profético», dando por hecho que Juan no moriría, en tanto en cuanto no se produjera el mencionado retorno de Jesús. Y digo que resulta paradójico porque, gracias a este malentendido, Simón el Zelote recuperaría los perdidos ánimos, reintegrándose al grupo pocas horas más tarde. Juan Zebedeo, en cambio, a tenor de lo escrito por él mismo en el versículo 23 de su último capitulo, sí captó la intención de su Maestro.
Jesús dio por concluido el breve paseo, rogando a los desconcertados Pe-dro y Juan que avisaran a sus respectivos hermanos para que se reunieran con él. Y así lo hicieron. Andrés y Santiago de Zebedeo abandonaron el cír-culo y el resto, quemado por la curiosidad, bombardeó a la primera pareja con toda suerte de preguntas. Juan no abrió la boca. Pedro, en cambio, adoptando un tono solemne, les hizo partícipes de la «profecía». El más jo-ven de los Zebedeo se sonrojó e, incapaz de contener la encendida verbo-rrea de Simón, se limitó a negar con la cabeza. Pero fue una negación tan fugaz que ninguno de los presentes la tomó en consideración. A partir de esos momentos, como bien dice el Evangelista, las absurdas y falsas ideas sobre la «vuelta» del Maestro y la casi «inmortalidad» de Juan se propaga-rían como la pólvora. Muy astutamente, el sais, que aspiraba en lo más ín-timo a encabezar el grupo apostólico, silenció la triple pregunta del rabí. Aquella insistencia de Jesús podría haber levantado habladurías y más de una incómoda suspicacia... Evidentemente, la actual imagen de Pedro, transmitida por sus discípulos y sucesores, dista mucho de la primitiva y auténtica realidad.


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También Andrés y Santiago acompañaron al Señor por la orilla del lago. Transcurridos unos minutos de embarazoso silencio, Jesús le habló así al ex jefe de los íntimos:
-Andrés, ¿tienes confianza en mí?
El introvertido hermano de Simón se detuvo. Posiblemente, como Santia-go, no esperaba una pregunta tan aparentemente fuera de lugar. Y con ex-quisita calma respondió:
-Sí, Maestro, tengo absoluta confianza en ti.... y lo sabes.
El Resucitado le sonrió complacido.
-Andrés, si tienes confianza en mí -replicó Jesús, poniendo el dedo en uno de los graves defectos del galileo-, ten más confianza en tus hermanos y, sobre todo, en Pedro...
Andrés, bajando la mirada, aceptó de buen grado la Sutil reprimenda. Je-sús sabía leer muy bien en los corazones de aquellos hombres.
-... Antaño -prosiguió en tono animoso- te encomendé su dirección. Ahora es preciso que les des confianza, en tanto que yo te dejo para ir hacia el Padre. Cuando tus hermanos se dispersen como consecuencia de las perse-cuciones, sé un sabio y previsor consejero para Santiago, mi hermano por la sangre, ya que tendrá que soportar una pesada carga, que su experiencia no le permite llevar. Después sigue teniendo confianza. ¡No te faltaré! Y al fin vendrás junto a mí.
Aquéllas, en mi humilde opinión, sí fueron palabras proféticas. La muerte de Santiago, el hermano carnal de Jesús, se produciría treinta y dos años más tarde y las sangrientas persecuciones de los cristianos por parte de Ne-rón, en el 64, tras el incendio de Roma.
Seguidamente, volviéndose hacia el frío y distante Santiago de Zebedeo, le formuló la misma pregunta:
-Tienes confianza en mí?
El pétreo rostro del sais no se inmutó. Pero su voz, reposada y segura, denunció el gran afecto que le profesaba.
-Sí, Maestro, de todo corazón...
-Santiago, si es cierto que tienes confianza en mí, deberías ser menos impaciente con tus hermanos...
El Zebedeo no pestañeó. El rabí tenía toda la razón. Pero, demasiado or-gulloso para admitirlo, sostuvo desafiante la mirada del Resucitado.
-Si de verdad deseas disfrutar de mi confianza, esto te ayudará a ser me-jor para con la hermandad de los creyentes.
La irresistible luz de aquellos ojos venció finalmente la audacia del Zebe-deo. E inclinando la cabeza, asintió en silencio.
-...Aprende a pensar en las consecuencias de tus palabras y actos. Re-cuerda que la cosecha es obra de la siembra. Reza por la tranquilidad de


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espíritu y cultiva la paciencia. Con fe viva, estas gracias te sostendrán cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio. No temas nunca. Cuando hayas acabado en la Tierra vendrás a morar junto a mí.
Nueva y dramática «profecía»: «... cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio.» Santiago moriría catorce años después...
A diferencia de Simón Pedro, ni su hermano Andrés, ni Santiago -demasiado impresionados por las palabras de Jesús-, aceptaron compartir el contenido de la escueta charla con el Maestro. Sencillamente, cayeron en un mutismo impenetrable. A continuación fueron reclamados Tomás, el «mellizo», y Bartolomé. Y el Resucitado, pasando los brazos amistosamente por encima de sus hombros, se alejó de la fogata. ¡Qué entrañable estampa la de aquel «Hombre» caminando entre los rudos y modestos galileos como el más fiel de los camaradas!
-Tomás, ¿me sirves?
Educado y analítico, el discípulo, sin saber muy bien qué quería decir con tan singular cuestión, repuso con cierto miedo:
-Sí, Señor... Te sirvo ahora y siempre.
-Si quieres servirme -le anunció al tiempo que le estrechaba contra su costado derecho-, sirve a tus hermanos mortales como yo te he servido. No te canses de obrar en este sentido y persevera, puesto que has recibido la ordenación de Dios para este servicio de amor. Al terminar en la Tierra ser-virás conmigo en la gloria. Tomás, tienes que dejar de dudar. ¡Acrecienta tu fe y tu conocimiento de la Verdad! Si lo deseas, cree en Dios como un niño, pero no actúes infantilmente...
Y, deteniéndose, le alentó con vehemencia:
-¡Ten valor! ¡Sé fuerte en la fe y en el reino de Dios!
Tomás también guardó estas cosas en secreto.
Bartolomé (Natanael) escuchó la misma pregunta:
-¿Me sirves?
-Sí, Maestro, con una total entrega.
-Si me amas de todo corazón -prosiguió Jesús-, asegúrate de trabajar por el bienestar de mis hermanos terrestres. Une la amistad a tus consejos y añade el amor a la filosofía. Sirve a tus contemporáneos como yo serví. Sé fiel a los hombres, lo mismo que he velado por ti. No seas crítico y espera menos de algunos hombres. Así, tu decepción será menor. Al término de tu trabajo en la Tierra servirás arriba, conmigo.
Aquellos breves pero acertados consejos a cada uno de sus discípulos me recordaron la despedida personal de la llamada «última cena». Ambas si-tuaciones serian silenciadas por los evangelistas. Cuando les tocó el turno a Mateo Leví y Felipe, el intendente, Simón Pedro, desarmado ante el férreo


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silencio general, fue apagándose como una candela. Y cada cual se aisló en sus reflexiones.
El bromista del grupo -Felipe- parecía haber perdido su habitual y enco-miable sentido del humor. Fatigado y ojeroso por la pasada noche en el yam, me dio la sensación de que estaba a punto de dormirse.
-Felipe, ¿me obedeces?
-Sí, Señor, te obedeceré aun a costa de mi vida.
Sin poder evitarlo, bostezó ruidosamente. El Maestro, paciente ante el honesto aunque poco espiritual galileo, aguardó a que el de Caná recupera-ra una cierta compostura. Después, señalando hacia el este, le dijo algo que marcaría su destino:
-Si quieres obedecerme, ve al país de los gentiles y proclama el evange-lio.
El intendente siguió la dirección apuntada por el dedo del Maestro. Sin embargo creo que no le comprendió del todo. ¿El país de los gentiles? ¿A qué nación se refería?
-.. Los profetas han dicho que más vale obedecer que sacrificar. Por la fe, conociendo a Dios, eres un hijo del reino. Sólo hay una ley a observar: di-fundir el evangelio. ¡Deja de temer a los hombres! ¡No te asuste predicar la buena nueva de la vida eterna a tus semejantes que languidecen en las ti-nieblas y que tienen sed de luz y de verdad!
Muerto de cansancio, Felipe oía sin escuchar. Pero súbitamente, cuando le mencionó el tema «dinero», su atolondramiento se esfumó.
-.. No te ocupes más del dinero -concluyó Jesús-, ni de las provisiones. Desde ahora, al igual que tus hermanos, eres libre para extender la buena nueva. Te precederé y acompañaré hasta el final.
Con una sonrisa de alivio, Felipe retornó junto al fuego
Mateo Leví, el «ex recaudador» de impuestos, uno de los hombres más serios y cabales del grupo, aguardó su turno con evidente curiosidad.
-¿Tu corazón, Mateo, está en disposición de obedecer me?
-Sí, Señor -replicó el discípulo con serenidad-, estoy enteramente consa-grado a seguir tu voluntad.
-Entonces, si quieres obedecerme -le ordenó el Resucitado-, ve a enseñar a todos los pueblos el evangelio del reino. No proporcionarás a tus herma-nos las cosas materiales de la vida. Sin embargo proclamarás la buena nueva de la salud y de la salvación espiritual. A partir de ahora, no tendrás otro objetivo que ejecutar el mandamiento de predicar este evangelio del reino del Padre. Igual que yo he seguido en la Tierra la voluntad del Padre, tú cumplirás también tu misión divina...
Jesús puso especial énfasis en estas tres últimas palabras: «... tu misión divina.»


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-Acuérdate que judíos y gentiles son ambos tus hermanos. No tengas te-mor de ningún hombre cuando proclames las verdades salvadoras del evangelio del reino de los cielos. Allí donde yo voy, tú vendrás pronto.
La última pareja con la que el Resucitado dialogó aquella mañana fue la formada por los dóciles e ingenuos gemelos.
-Jacobo y Judas -les preguntó conjuntamente-, ¿creéis en mí?
La respuesta fue fulminante:
-Sí, Maestro, creemos.
Jesús los contempló con ternura. No cabía duda: a pesar de su corta ca-pacidad intelectual, los de Alfeo le idolatraban. Les sonrió y, contagiados de aquel inmenso afecto, se precipitaron sobre el rabí, abrazándole.
-Muy pronto os voy a dejar -les manifestó con dulzura y como si temiera lastimarlos- Ya veis que lo he hecho físicamente...
Su exquisito tacto no evitó que los hermanos, presintiendo su marcha, rompieran a llorar. Me estremecí. El Maestro intentó infundirles ánimo:
-Estaré poco tiempo en mi actual forma, antes de ir con el Padre...
¿Su actual forma? Aquello me interesó sobremanera. Pero el Resucitado eludió el interesante asunto:
-Creéis en mí. Sois mis discípulos y siempre lo seréis. Seguid creyendo cuando haya partido y recordad siempre vuestra asociación conmigo. Inclu-so cuando regreséis a vuestro antiguo trabajo. No dejéis jamás que el cam-bio de labor influya en vuestra obediencia. Tened fe en Dios hasta el fin de vuestros días terrestres. No olvidéis que sois hijos de Dios por la fe y que todo trabajo honrado es sagrado para el reino. Nada de cuanto haga un hijo de Dios puede ser ordinario. Por lo tanto, haced ahora vuestro trabajo como si fuera para Dios. Cuando hayáis acabado en este mundo -Jesús levantó el rostro hacia el azul del cielo tengo otros mejores, donde trabajaréis también para mí. En esta obra, en éste y otros mundos, trabajaré con vosotros y mi espíritu vivirá en vosotros.
También aquellas frases resultarían proféticas. Pero, lógicamente, yo no supe interpretarlas en aquel momento.
Y hacia las 10 horas, en compañía de los angustiados gemelos, Jesús de Nazaret retornó junto a sus pensativos hombres. Pidió dos voluntarios para ir en busca de Simón, el Zelote, con la súplica de que se uniera al grupo. Andrés y Pedro prometieron traerlo ese mismo día. Acto seguido, en pie, a un par de metros del círculo que formaban los galileos, de espaldas al lago, se despidió con las siguientes palabras:
-¡Adiós!... Hasta que vuelva a todos mañana, a la hora sexta, en la mon-taña de vuestra ordenación.
Ni los pescadores, ni nosotros, podríamos explicar satisfactoriamente lo que ocurrió a continuación. Las palabras están de más. Ni la tecnología, ni


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todo el saber del siglo xx podrían aclarar el cómo de semejante desapari-ción. Sencillamente, Jesús -o lo que fuera- dejó de «estar». ¿Se aniquiló? Ni idea. De repente, insisto, los galileos, el «ojo de Curtiss» y yo dejamos de verle. Se disolvió sin ruido, sin rastro, sin destellos y sin la implosión que, lógicamente, debería haber provocado. ¡Nada! Esa tarde, al reunirme con mi hermano y comentar las increíbles incidencias de la jornada, el asunto de la posible «desmaterialización» de la forma humana (?) del Resucitado, nos condujo a una larga, compleja y, al fin y a la postre, infructuosa discu-sión. Aun aceptando la difícil hipótesis de una aniquilación de la materia (porque aquel cuerpo estaba formado por átomos), ¿cómo admitir que di-cha desintegración no hubiera provocado un holocausto termonuclear en la zona?. Si el cuerpo fue «liquidado», siguiendo un hipotético proceso de fi-sión nuclear el lago habría desaparecido del mapa... Por tanto, dicha desin-tegración no es sostenible desde este punto de vista. A partir de aquí sólo podemos especular, invadiendo el terreno de la ciencia-ficción. ¿Pudo «via-jar» el cuerpo de Jesús a una velocidad próxima a la de la luz, sin necesidad de moverse ni de emitir energía radiante, mecánica o calorífica? Para em-pezar deberíamos preguntarnos qué entendemos por «viajar». Nosotros, sin ir más lejos, con la manipulación de los swivel, lo estábamos haciendo y de una forma «fantástica» para muchos. ¿Podríamos imaginar una hiperagita-ción, a nivel atómico, que, aumentando progresivamente de velocidad, lle-vase a cada una de las subpartículas del cuerpo del Hijo del Hombre a un proceso de oscilaciones vibratorias con velocidades similares a la de la luz? Es difícil, lo sé, pero no seré yo quien rechace tal posibilidad.
Siguiendo con esta «suposición» nos encontraríamos con que, en el mo-mento de la conversión de la materia en luz, la masa, que iría aumentando hasta valer una vez y media su valor original, pasaría bruscamente a cero, al transformarse en energía lumínica. Pero, ¡ojo!, esta «energía lumínica» jamás podría ser como la del Sol. De ser así, todo a su alrededor habría quedado destruido. ¿Qué clase de energía lumínica podía ser ésa? (Una energía, además, invisible al ojo humano. Como ya mencioné, nadie, en es-ta ocasión, fue capaz de percibir el menor destello, resplandor o fogonazo.) Sinceramente, no tenemos respuesta. Éste es uno de esos momentos en los que la Ciencia debe admitir con humildad que «no conoce, no sabe, no comprende.... pero sucedió».
Eliseo apuntó una segunda teoría. ¿Desapareció el «cuerpo» como conse-cuencia de una súbita y masiva emisión de rayos infrarrojos, ultravioleta o de cualquier otra naturaleza, por encima del espectro visible? Es aceptable como hipótesis de trabajo, aunque tan difícil de verificar como la de la posi-ble radiación lumínica de origen desconocido. Caballo de Troya, después de todo, estaba utilizando la emisión IR para protegernos y camuflar el módulo


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o el «ojo de Curtiss». Sin embargo, del simple apantallamiento de una má-quina a la «creación» de semejante fuente energética en el interior de un organismo vivci hay todo un abismo...
Lamenté no haber utilizado la «tele-termograffa» ubicada en la «vara de Moisés». Quizá hubiera despejado la incógnita. Pero fue todo tan rápido e imprevisto...
Ni Eliseo ni yo éramos fáciles de derrotar. Si el Resucitado cumplía su promesa -siempre las cumplió-, a la mañana siguiente, a eso de las doce, podríamos disponer de una nueva e inmejorable ocasión para «chequear» el revolucionario «cuerpo». A todo esto, ¿cuál era la montaña designada para la segunda aparición en el lago? El término no se ajustaba a la realidad. En los alrededores del Kennereth no hay una sola montaña». Todo lo más, ce-rros, colinas y picachos. Mateo, en su evangelio, habla de un «monte». Pero la pista es nebulosa: «Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos, sin embargo, dudaron ... » (28, 16-20). ¿Y a qué se refería con lo de la «orde-nación»? Por puro sentido común imaginamos que se trataba de algún su-ceso acaecido durante los años de predicación. Al interrogar a los galileos acerca de la ubicación de dicha montaña, todos señalaron al norte de Nahum. Los gemelos, más explícitos, marcaron -eso me pareció- la direc-ción del suave promontorio en el que se asentaba la «cuna». La coinciden-cia nos mantendría en vilo. Si los once se acercaban al «punto de contac-to», no habría más remedio que despegar y descender en otro lugar.
Antes de proseguir con las peripecias que nos tocó vivir en la jornada del sábado, 22 de abril -una de ellas de amargo recuerdo-, me resisto a pasar por alto «algo» que también tiene su importancia y que, por enésima vez, pone de manifiesto la continua y grave manipulación de que han sido objeto las palabras y hechos que protagonizó el Hijo del Hombre. Me refiero a las conversaciones sostenidas por Jesús en la mencionada mañana de aquel viernes, en su primera «presencia» en el yam. El evangelio de Juan es el único que las menciona. Aunque, en honor a la verdad, debería escribir en singular. Ese último capítulo sólo transcribe «la» conversación con Pedro, añadiendo y omitiendo al antojo del autor.
¿A qué puede atribuirse esa censura? ¿Qué fue lo que movió a los evan-gelistas -en especial a Mateo y a Juana «olvidar» un suceso y unas palabras tan significativos?
Es evidente que Juan se autosilencia. E idéntica suerte corre el resto. ¿Por qué? Como ya mencioné, este pasaje le arrastra a uno al de las «despedi-das» de la «última cena», igualmente ignoradas por los escritores sagrados. ¿Qué tienen en común? Salta a la vista: Jesús, siempre sincero, va sacando a la luz los principales defectos de cada uno de sus íntimos. Pues bien, si


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tenemos en cuenta que la definitiva redacción del evangelio de Juan pudo estar concluida en la última década del siglo 1, cuando la primitiva Iglesia empezaba a consolidarse como tal, la respuesta no parece disparatada: no interesaba depreciar la imagen colectiva e individual del pionero grupo apostólico que -se supone-, al estar en contacto con el Maestro, había asu-mido el carácter de «sagrado». Mucho menos, claro está, la del «cabeza» y «jefe» espiritual de la naciente comunidad: Simón Pedro. Éste sería ejecu-tado en el año 64. Transcribiendo únicamente -y con los oportunos reto-ques- la conversación de Jesús con Simón, su papel de líder resultaba nota-blemente fortalecido y justificado. Supongo que, involuntariamente, el autor o autores de ese capítulo 21, al «reconstruir» la triple pregunta del Maestro, cae en un fatal error. «Simón de Juan -reza el escrito-, ¿me amas más que éstos?» Cualquiera que conozca mínimamente la forma de ser y de compor-tarse de Jesucristo a lo largo de su vida terrena comprenderá que el Señor jamás, jamás hacía distinciones entre los suyos. La pregunta, por tanto, pa-rece maliciosamente manipulada y dispuesta con el fin de consolidar el de-nominado «primado» de san Pedro.
Éste, nada menos, constituye otro de los puntos de apoyo de muchos exegetas católicos que defienden la designación de Pedro -por parte del Re-sucitado- como su sucesor en la formación de la Iglesia. Aunque espero po-der dedicar más adelante algunas otras líneas al delicado problema de si el Hijo de Dios quiso o no fundar una Iglesia, tal y como la interpretan los fie-les cristianos, deseo apuntar ahora un dato que se me antoja significativo en este sentido. De haber querido la formación de semejante institución -amén de haberla planificado y levantado Él mismo Jesús, con seguridad, no habría descargado su jefatura en un hombre de las características de Simón Pedro: irreflexivo, de carácter tornadizo y de una fogosidad altamente peli-grosa. De hecho, durante los años de vida pública, el jefe del grupo había sido su hermano Andrés. En cuanto a Mateo, Santiago de Zebedeo, Barto-lomé e, incluso, Juan, eran individuos mucho más preparados, reflexivos y carismáticos que el tosco sais de Bet Saida. Si Pedro llegó a ser lo que fue -no me cansaré de repetirlo-, no se debió a la expresa voluntad del Maestro, sino a las circunstancias y, como dije en su momento, a la tácita aceptación de sus compañeros. (No de todos, por cierto.)
También es posible que a todo lo expuesto se uniera el irreductible silen-cio de los discípulos que conversaron aquella mañana con el Resucitado. Probablemente, Juan y Mateo tuvieron problemas para sonsacar a sus com-pañeros. Esto, sin embargo, no justifica que ambos -testigos presenciales- hayan silenciado la realidad de los diálogos por parejas. Mateo Leví, en el último versículo de su evangelio, parece insinuar parte de lo que repitió Je-


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sús durante dicha aparición: «... Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. »
Por supuesto, no podemos olvidar una postrera posibilidad, ya menciona-da por quien esto escribe. Si el «Epílogo» del evangelio de Juan -como así parece- es un añadido, obra de «extraños», el Zebedeo, en buena medida, quedaría exento de responsabilidad. En este caso, la intencionalidad del o de los autores de dicho capítulo 21 resulta mucho más sospechosa...
Pero sigamos con los acontecimientos.
Durante un buen rato, hasta que las brasas terminaron por consumirse, los diez y el joven Juan Marcos permanecieron en círculo, cabizbajos y si-lenciosos. Repito: nadie, a excepción del impetuoso Pedro, abrió su corazón al resto.
Mi señal al módulo -anunciando el final de la operación- fue casi innecesa-ria. Una vez desaparecido el Maestro, Eliseo procedió al inmediato retorno del «ojo de Curtiss». Y lentamente descendí los peldaños, reincorporándo-me al melancólico y taciturno grupo. Al fin, a eso de las 10.30 horas, An-drés, alzándose, acabó con la situación. En esos momentos, yo ignoraba lo hablado con el rabí, así como la orden de ir a la búsqueda de Simón, el Ze-lote. En consecuencia, me mantuve en un discreto segundo plano. Fue el benjamín de los Marcos quien me dio la noticia sobre la anunciada segunda aparición en la montaña de la ordenación. Y, como decía, al preguntar, al-gunos de los íntimos señalaron hacia el norte de Nahum. Minutos más tar-de, salvo Juan Zebedeo, los gemelos y Juan Marcos, el resto embarcaba con una doble misión: proceder a la venta del pescado y localizar al Zelote. Acepté la invitación de Santiago y, embarcándome en la más pequeña de las barcas, crucé aquella zona del lago, rumbo al puerto de Nahum. Con-forme nos alejábamos de Saidan, un pensamiento fue ganando terreno en mi corazón. Resultaba duro de aceptar, pero así estaban las cosas: una de las personas que más intensamente hubiera deseado ver y escuchar al Maestro -su madre- había permanecido al margen.
Las dos millas largas que separaban ambos puertos fueron cubiertas sin contratiempos. Atracamos en uno de los muelles verticales del flanco oeste de Nahum y, de inmediato, Andrés y Pedro saltaron a tierra, perdiéndose en el tumulto de la ciudad, a la «caza y captura» del desertor. El pescado fue descargado y Santiago de Zebedeo, como jefe y responsable, procedió a los obligados regateos y porfías, obteniendo al final por los setenta kilos de ti-lapias y barbos (unas dieciséis piezas fueron reservadas para el consumo de los discípulos y de sus familias) un total de ocho denarios. Refunfuñando por lo que calificó de «robo y miserable pérdida de tiempo», el sais guardó el producto de la venta, aprovechando la breve estancia en Nahum para «echar un vistazo» al negocio familiar: el astillero. Yo aproveché el momen-


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to y, tras despedirme de las tripulaciones con un «hasta pronto», me alejé hacia la plaza del mercado, con la intención de ingresar en la nave. No había tiempo que perder. Era mucho lo que convenía organizar, de cara a la anunciada segunda aparición de Jesús de Nazaret. Esta vez, si la fortuna nos acompañaba, toda nuestra «artillería pesada» estaría apuntando al enigmático y desquiciante «cuerpo» del Resucitado. Los puntos oscuros en aquella «forma carnal» eran un excitante desafío. Las anteriores lecturas del squid, de los sistemas ultrasónicos, teletermográficos, etcétera -verificadas tras la última «presencia» de Jesús en el cenáculo-, nos habían alertado y confundido. Aquel «cuerpo», desde el prisma de la más estricta de las interpretaciones médicas, era «inviable». Había, pues, que «che-quearlo» hasta donde fuera posible.
Si la aparición se registraba en «nuestra» colina, todo el instrumental del módulo, amén del correspondiente «ojo de Curtiss» y de los dispositivos alojados en la «vara», serían destinados a un implacable y riguroso análisis de los tejidos y órganos externos e internos, torrente sanguíneo, funciones vitales, metabolismo, naturaleza del sistema nervioso y, por supuesto, a la exploración de uno de los «capítulos» más intrigantes: el cerebro. Los hallazgos nos desbordarían...
22 DE ABRIL, SÁBADO
Esta vez fue Eliseo -nervioso e impaciente- quien no pudo conciliar el sueño. Al despertar lo encontré con la nariz pegada a los paneles de man-do, pendiente de los detectores de radiaciones infrarrojas y del radar. Los sensores exteriores anunciaron la presencia a 50 kilómetros, sobre el Medi-terráneo, de un viento no muy fuerte (unos 20 km/ph) que soplaba hacia el interior del país. Era el acostumbrado maarabit -una corriente estival, muy frecuente en el yam entre los meses de abril a octubre-, pero que, en aquel sábado, había madrugado considerablemente. En cuestión de horas pene-traría en el lago por el «pasillo» que forman los valles de Bet-Netofa y Ar-bel. Eso significaría un estimable aumento de la temperatura -quizá entre 3 y 7 grados Celsius- y la consiguiente reducción de la humedad relativa (po-siblemente entre un 20 y un 40 por ciento). La jornada, por tanto, se pre-sentaba ventosa y sofocante, con una predicción que oscilaba entre los 25 y 30 grados centígrados.
-¿Estás seguro de que la montaña es ésta ... ?
Mi hermano sabía tanto como yo. Así que procuré tranquilizarle, hacién-dole ver que todo era cuestión de paciencia. Llegada la hora sexta, si los once se encaminaban a cualquiera de los cerros colindantes, el lanzamiento del «ojo de Curtiss» supliría nuestra presencia. Esto, naturalmente, hubiera


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representado una contrariedad. Si la aparición se registraba lejos de la «cu-na», el empleo del instrumental científico carecería de sentido.
-Pero -insistió mi compañero- ¿cómo puedes estar tan seguro de que se presentará?
Le sonreí. Aquella inquietud me resultaba familiar. Por supuesto, yo no podía estar seguro de nada. No obstante, mi confianza en aquel Hombre empezaba a ser suicida.
-Si Él lo ha dicho -sentencié con una seguridad que aún me sobrecoge-, así será.
Los minutos transcurrieron lentos. Eliseo optó por no hacer más pregun-tas. Sus cinco sentidos se hicieron uno sobre el cuadro y los monitores de control. Pero a cada barrido del cinturón IR, el resultado fue el mismo: «presencia negativa».
A partir de las 09 horas, el espeso silencio en el interior del módulo se convirtió en un tormento. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban. Creo que ahora comprendo muy bien su angustia. Él no había tenido la ma-ravillosa oportunidad de contemplar a Jesús de Nazaret cara a cara. Y aun-que, como yo, no pertenecía ni simpatizaba con religión alguna, las múlti-ples vivencias y los prodigios que llevábamos observados le hacían desear ese encuentro. Supongo que nuestros pensamientos, en aquellos duros mi-nutos de espera, fueron muy similares: «¿Dónde y cómo aparecería? ¿Lle-garla caminando por alguno de los senderos? ¿Se presentarla de improviso, tal y como sucedió en la playa de Saidan? ¿Qué actitud debíamos adoptar? ¿Cómo iniciar los análisis? ... »
09.15 horas.
Según nuestros cálculos faltaban tres para el momento decisivo. Eliseo, ansioso, dilató el radio de acción de las radiaciones infrarrojas hasta los cuatrocientos pies. La única respuesta, como siempre, corrió a cargo de los pájaros.
09.25.
Agobiado por la electrizante «atmósfera» de la cabina decidí descender a tierra. Eliseo ni me escuchó.
09.30.
En efecto, la temperatura ambiente empezaba a espesarse. Paseé alrede-dor de la nave, escudriñando el horizonte. La soledad en la falda sur del promontorio era total. Bandadas de pájaros revoloteaban cerca de las mo-les basálticas que cercaban la cripta, alegrando la tórrida mañana con sus trinos y planeos. El lago, intensamente azul, aparecía moteado, aquí y allá,


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por las lanchas que faenaban o que surcaban, cansinas y desdibujadas, las aguas de Nahum, Kursi y Tiberíades.
«De ser éste el "monte" designado por Jesús -me dije a mí mismo-, lo ló-gico y presumible es que los discípulos accedan por cualquiera de los dos ramales. Pero ¿por cuál...?»
Absorto en tales pensamientos -de vital importancia a la hora de mover o no el módulo-, necesité un par de minutos para reparar en «algo» que, sú-bitamente, inundó la colina. ¿Cómo lo definiría? Fue un silencio sonoro. De buenas a primeras dejé de oír los trinos de los pájaros. Levanté la vista hacia el circo rocoso. Aquellos, efectivamente, habían desaparecido. Todo a mi alrededor -el zumbido de los insectos y el leve y multicolor aleteo de las flores- parecía muerto. O quizá debería decir «dormido». Y una extraña sensación de ahogo, acompañada de un sudor frío, me invadió de repente. Es difícil de explicar. Mis pasos, sin yo proponérmelo, me situaron al norte de la «curra». Y el ahogo desapareció de golpe, transformándose en un cuasi ataque de histeria. Mis rodillas se agitaron y todo mi ser se convulsio-nó, cerrando mi garganta. Lo intenté, pero fui incapaz. No logré abrir la co-nexión auditiva. De nuevo, como ocurriera en la playa de Saidan, el miedo, los nervios y la sorpresa me fulminaron, convirtiéndome en otra persona. Y los escalofríos me barrieron. A tientas, olvidando las «crótalos», palpé las paredes de la nave, buscando la también invisible escalerilla de acceso. Aturdido, me golpeé con uno de los soportes y a punto estuve de caer en tierra. Cuando conseguí penetrar en el módulo me abalancé sobre los pane-les de control. Eliseo, desconcertado, me vio manipular los registros IR. «Mi aspecto -me confesaría cuando todo aquello terminó- era terrible: sudoro-so, con los ojos desencajados y los dedos crispados como garfios ... »
Tal y como suponía, el cinturón de seguridad -incluso proyectado a cua-trocientos metros- arrojó una lectura negativa. ¡Allí no había nadie! Pero entonces...
-¿Qué sucede?
La pregunta de mi compañero quedó en el aire. ¡No era posible! ¡Los sis-temas de alerta y detección tendrían que haberse disparado!
«Chequeé» los circuitos por segunda vez. ¡Negativo! Y lentamente me de-jé caer sobre el asiento de pilotaje. Mis nervios fueron templándose y el nu-do en la garganta se disolvió.
-¡Maldita sea! ¿Se puede saber qué demonios te ocurre9
Debí de mirarle como un estúpido. Con la boca abierta le señalé el exte-rior. Eliseo, intuyendo la razón de mi lamentable estado, saltó de su sillón, pegando el rostro a una de las escotillas. Creo que jamás una exclamación fue tan adecuada:
-¡Jesucristo!


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Eran las 09 horas y 40 minutos.
Mi hermano -gracias a los cielos- no fue tan torpe como quien esto escri-be. En un alarde de sangre fría, con una serenidad que a mí, paradójica-mente, me faltaba, permaneció unos segundos atento a lo que ocurría en la cima del promontorio. Después, girando sobre sus talones y llenándome con una luminosa mirada, comentó:
-¡Es Él!, ¿verdad?
No pude responderle. Avanzó hacia mí y, zarandeándome, me forzó a re-cuperar el dominio de mí mismo.
-¡Calma, muchacho! -Y, sonriente y divertido, remachó-: ¡Soy yo quien debería orinarse en los pantalones!
Inspiré profundamente. Sacudí la cabeza como quien trata de espantar un mal sueño y, agradeciendo en silencio sus ánimos, me incorporé. Eliseo me invitó a que me asomara al exterior. No, no había sufrido una alucinación. El Maestro estaba allí, a unos cuatrocientos metros de la nave, en pie sobre la cima de la colina y directamente encarado hacia nuestra posición. Se hallaba inmóvil, con los brazos pegados al cuerpo y luciendo el mismo atuendo de la jornada anterior.
-¿Y bien ... ?
¡Era increíble! A pesar de la exquisita y concienzuda planificación desarro-llada con vistas a ese momento, no supe qué hacer ni por dónde empezar. Faltaban más de dos horas para el mediodía. ¿A qué obedecía semejante «adelanto»? ¡Estúpido de mí! Sólo ahora lo comprendo...
-¿Y bien, Jasón?...
Eliseo esperaba órdenes. Pero, incapaz de coordinar mi revuelto cerebro, sólo acerté a encogerme de hombros. «¿Cómo podía aparecer y desapare-cer? -me repetía como un autómata- ¿Cómo ... ?»
Mi hermano -siempre estaré en deuda con él- tomó la iniciativa. Orientó los instrumentos hacia el Resucitado y, dejando el cinturón IR en las manos de «Santa Claus», tiró de mí hacia la escalerilla hidráulica. De no haber sido por él hubiera olvidado hasta la «vara de Moisés»...
La fragante y luminosa ladera me tranquilizó. Intenté explicarle el asunto del extraño silencio, pero, en realidad, qué importaba ya. Además, todo había vuelto a la normalidad: los ruidos, el zumbar de los insectos, el gor-jeo de las aves...
Con paso decidido, Eliseo enfiló el camino de la cumbre. Yo no salía de mi asombro. ¿Qué había sido de su timidez? Le seguí y, al situarme a su altu-ra, le observé de soslayo. La mirada parecía magnetizada hacia el Hombre. Creí distinguir en su rostro -extremadamente pálido- una contenida mueca de desafío y desconfianza. Inmóvil como una estatua, el Maestro nos con-templaba desde la cima. Yo notaba la fuerza, el calor, de sus ojos.


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A unos cincuenta pasos, Eliseo se detuvo. Su faz, a tan corta distancia del Resucitado, cambió bruscamente. La mandíbula se distendió. Exhaló el aire con violencia y, sin dejar de mirarle, exclamó sin voz:
-¡No puedo, Jasón!... ¡Tengo miedo!
En aquel loco baile de sentimientos y sensaciones comprendí que era mi turno. Los aparentemente sólidos ánimos de mi compatriota se habían ve-nido abajo. Lo comprendí. Y una poderosa fuerza se instaló en mi espíritu, equilibrando la balanza.
-¡No puedo!...
En las sienes de Eliseo brotó un copioso sudor. Sus labios, temblorosos, sólo acertaban a repetir aquel lastimero «No puedo». Le obligué a desviar sus ojos hacia mí y, señalándole la cumbre, le grité, intentando contrarres-tar su pánico:
-¡Merece la pena!... ¡Ese Hombre es lo más sublime que jamás hayas co-nocido!
Parpadeó indeciso. Y tomándole del brazo le arrastré hacia las altas hier-bas que coronaban el promontorio. Según me confesaría más tarde, aque-llos últimos metros los hizo como un robot, sin poder desclavar su mirada de la del Resucitado.
-Todo era muy confuso, Jasón. El miedo a lo desconocido me tenía traba-do. Pero, al mismo tiempo, algo tiraba de mi ser (y no precisamente tú), deseoso de conocerle...
A media docena de pasos del Resucitado nos detuvimos. Nada había va-riado en su aspecto exterior. Sus profundos ojos color miel estaban fijos en los de mi hermano. Le vimos dibujar una lenta y comprensiva sonrisa y, sin mediar palabra, avanzó hacia nosotros. Eliseo se estremeció. Pero, deslum-brado ante la majestuosa y serena lámina de aquel Hombre, no se movió. Y el Maestro, haciéndose con el filo de su manga izquierda, levantó la mano, enjugando el sudor que empañaba la frente y sienes de mi desconcertado amigo. La emoción y el agradecimiento corrieron por mis entrañas a la misma velocidad –supongo que por las de Eliseo. Y, volviéndose hacia mí, comentó en un tono de cálido reproche:
-Sólo nuestro Padre, Jasón, es lo más sublime...
Y dando media vuelta fue a sentarse sobre la hierba, de cara a la lejana Nahum. Nos miramos. Eliseo, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Quien esto escribe, permanentemente desconcertado ante el poder de aquel Ser. Y llamándonos por nuestros verdaderos nombres, nos invitó a que nos sentáramos a su lado. Obedecí al punto. Mi hermano, en cambio, mudo y tembloroso, siguió en pie. Sus ojos estaban prendidos en* las matas de hierba recién aplastadas por el rabí. Y Jesús, repitiendo la invitación con ambas manos, abordó sus pensamientos:


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-Los espíritus, si eso es lo que crees que soy, no aplastan la hierba. Tam-bién tú... -aquí aparece el verdadero nombre de Eliseo- debes aprender a confiar. Y en verdad os digo que llegará el día en que no dudaréis y, al igual que mis embajadores de hoy, también vosotros (de otra manera y en otro tiempo y lugar) proclamaréis la buena nueva del reino.
-¿Nosotros?
El Maestro, y no digamos yo, se alegró al oír la voz de mi compañero. Con cierto recelo terminó por acomodarse a mi izquierda. Jesús nos contempló como se hace con un par de niños ansiosos por aprender.
-¿Por qué creéis que estáis aquí?
La cuestión planteada por el Maestro parecía obvia. Su interpretación, sin embargo, no lo fue tanto.
-Yo os digo que, en los universos de nuestro Padre, nada que concierna al dominio del espíritu queda esclavizado por el azar. Todo es obra del amor, de la sabiduría y de la misericordia.
-No te comprendemos, Señor.
-No tardaréis en hacerlo...
El Resucitado marcó con sus ojos la posición de la «cuna». Eliseo y yo volvimos a mirarnos, desarmados.
-Cuando seáis devueltos al mundo y al momento de donde procedéis, una sola realidad brillará en vuestros corazones: enseñad a vuestros semejan-tes, a todos, cuanto habéis visto, oído y experimentado a mi lado. Sé que, a vuestra manera, terminaréis por confiar en mí. Sé también que no teméis a los hombres, ni a lo que puedan representar, y que proclamaréis mi Verdad. Y otros muchos, gracias a vuestro esfuerzo y sacrificio, recibirán la luz de mi promesa.
Al escucharle tuve la nítida sensación de que sabía lo de nuestro proyec-tado tercer «salto» en el tiempo. Pero entiendo que debo ser fiel a los acon-tecimientos y a mí mismo. En aquellos momentos, oyendo sus serenas y también «proféticas» palabras, caí de nuevo en la tentación de la duda. Lo sé. Estaba ante mí. Su cuerpo, bañado por el sol, proyectaba la natural y correspondiente sombra. Ocupaba un volumen en el espacio. Bajo su peso, las flores y la vegetación se habían doblegado. Lo sé: todo parecía normal. Sin embargo, no lo era. No podía serlo. Aquel «cuerpo», como en ocasiones precedentes, había surgido de la «nada». Y esto, científica y racionalmente, era poco menos que imposible. Mis pensamientos, atenazados por semejan-te incertidumbre, se negaban a prosperar. Tenía que hallar una explicación. ¿Cómo podía aparecer y desaparecer a voluntad y en centésimas de segun-do? La física moderna -también lo sé- ha conseguido crear (?) materia a partir de la energía. Y aunque esas cantidades sean minúsculas, el camino es prometedor. ¿Significaba esto que «alguien», en alguna parte, seguía el


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mismo proceso a la hora de «formar» el cuerpo que teníamos delante? Me cuesta trabajo aceptarlo. La energía mínima necesaria para que surjan un par de elementales partículas es dos veces la masa en reposo de tales par-tículas, por la velocidad de la luz al cuadrado. (En otras palabras: 1.02 MeV o 106 electrón-voltios.) El gasto energético, en definitiva, tratándose no ya de un par de partículas, sino de todo un cuerpo, resultaría tan brutal que -insisto-, desde «nuestra» física, es inconcebible. Tenía que haber otra fór-mula. Pero ¿cuál?
Jesús aguardó a que mis torturadas reflexiones llegaran al inevitable ca-llejón sin salida en el que me encontraba. Me observó con atención y yo, cayendo en la cuenta, me sonrojé como un párvulo. Intenté excusarme. ¡Qué absurdo! ¿Por qué justificarse ante un Ser que «lee» los pensamientos y que, sobre todo, es capaz de una infinita comprensión?
Movió la cabeza, como si un servidor no tuviera arreglo. Acertó. Pero, condescendiente, alivió en parte mi testarudez:
-¿Por qué te atormentas?
Eliseo, que lógicamente no podía saber de las dudas que me asaltaban en aquellos instantes, me hizo una señal con la cabeza, pidiendo una aclara-ción. No me atreví ni a respirar.
-Ten fe. Ya te lo dije: también las criaturas a mi servicio tienen un «códi-go» -subrayó esta palabra- que, como vosotros, no pueden profanar. Re-cuerda mis palabras a Lázaro: «Hijo mío, lo que te ha sucedido, ocurrirá igual a todos aquellos que crean en el evangelio, pero resucitarán bajo una forma más gloriosa. ¡Yo soy la resurrección... y la VIDA! Esto que veis y que podéis tocar -Jesús extendió las palmas de sus manos- no es fruto de fantasías ni de milagros. ¡Miradlo bien! Es una de las formas que disfruta toda criatura mortal de los mundos del tiempo y del espacio, una vez venci-do el sueño de la muerte-
Mi hermano hiló rápido y, con su envidiable espontaneidad, le interrum-pió:
-Puedo ... ?
El Resucitado, como si esperase la pregunta, desvió su mano derecha -la más próxima a Eliseo-, invitándole a que comprobase. No sé si volví a rubo-rizarme. Yo hubiera sido incapaz de semejante audacia. Pero aquel ingenie-ro en telecomunicaciones y experto en computadoras era una caja de sor-presas. Se arrodilló frente al Maestro y, tomando la mano entre las suyas, presionó, palpó, acarició, olfateó sin el menor pudor y, ante la divertida ex-presión del Hombre, buscó el pulso. A los dos minutos, pálido como un muerto -quizá más muerto que vivo-, se enfrentó a la mirada del Resucita-do. Le vi fruncir el entrecejo, como buscando una explicación. Lamentable-mente, no la había. Mejor dicho, tenía que haberla, aunque no estaba al al-


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cance de nuestras pobres y limitadas mentes. Una «explicación» que no lastimaba las leyes universales de la física y que, sin embargo, desconocía-mos. Fue toda una lección de humildad para la engreída Ciencia que creía-mos representar.
De pronto, sin palabras -¡qué necesidad había de ellas!-, mi compañero se inclinó, besando los nudillos de la mano que retenía y que acababa de explorar. Fue instantáneo. Y debo anotarlo, por lo que fue y por lo que re-presenta. Los ojos de Jesús se humedecieron. ¡Dios santo! Aquel Ser era capaz de emocionarse. Ahora, esta deducción me parece ridícula.
-¿Satisfecho?
Eliseo, perplejo, se dejó caer sobre la hierba. Y por toda respuesta negó con la cabeza. Al punto, supongo que por pura cortesía, rectificó, asintiendo en silencio.
-No os extrañéis -reanudó su exposición- si advertís que esta forma car-nal poco o nada tiene que ver con lo que conocéis. Allí donde sois devueltos a la verdadera vida, las limitaciones que os acosan aquí abajo no tienen sentido. Allí sentiréis otra clase de hambre. Otra clase de sed. Otra clase de sentimientos y necesidades. Os lo repito: no os atormentéis. Ahora es muy difícil que el hombre mortal pueda alcanzar las estrellas. Debe bastaros sa-ber que están ahí y que, en su momento, no sólo las estrellas formarán parte de vuestro conocimiento. La «carrera» hacia el Padre Universal es prodigiosamente reveladora. Nada quedará oculto. No olvidéis que vuestros conocimientos son finitos y que toda comprensión, por parte de las criatu-ras mortales, es relativa. Cualquier información, incluso la que procede de fuentes elevadas, sólo es relativamente completa, localmente exacta y per-sonalmente verdadera. Sólo eso. Los hechos físicos pueden ser uniformes, pero la verdad es una realidad viva y flexible en la filosofía del universo. Las personas que evolucionan como vosotros lo estáis haciendo ahora sólo son parcialmente sabias y relativamente verídicas en sus mensajes. Sólo pue-den tener certidumbre en los límites de su experiencia personal. Algo que puede parecer cierto en un lugar, puede ser relativamente verdadero en otro segmento de la creación. La verdad divina, la verdad final, es uniforme y universal. La historia de las criaturas espirituales, tal y como es contada por numerosas individualidades originarias de esferas diversas, puede cam-biar a veces en los detalles. Esto obedece a la relatividad en la plenitud de sus conocimientos y de su experiencia personal, así como a la extensión y amplitud de esa experiencia...
-Me parece que te contradices, Señor..
La irrupción de Eliseo me dejó atónito.
-La vida y las vicisitudes de los seres humanos -argumentó con frialdad- se oponen a esa idea de la soberanía universal de Dios...


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El Maestro aceptó el reto con deportividad.
-El plan de nuestro Padre es fruto de¡ amor y, en consecuencia, perfecto. Y hasta tal punto es así que las criaturas evolutivas, como vosotros, se ven necesariamente asaltadas por toda suerte de contingencias, sólo en razón de su beneficio.
-,Contingencias? -replicó mi hermano con amargura- Yo empleai4a un término más duro.
Y antes de que el rabí abriera nuevamente la boca, le espetó inmisericor-de:
-¿Qué me dices de la desesperanza, de la mentira, de la injusticia?...
El Maestro alzó sus manos, rogándole calma.
-Veamos: ¿la esperanza es deseable?
Asentimos al unísono.
-Pues bien, entonces es necesario que la existencia humana aparezca permanentemente enfrentada a la incertidumbre y a la inseguridad.
-¿Y qué nos dices de la mentira?
-Decidme: ¿es bueno el amor a la verdad?
No esperó nuestra respuesta. Era obvia.
-En ese caso, es preciso que el hombre crezca en un mundo donde el error esté presente y la falsedad sea una cotidiana compañera.
-¿Qué puedes decir ante la decepción?
-Lo mismo: ¿es deseable la fuerza de carácter? Entonces, siendo así, la Humanidad debe ser educada en un ambiente que la obligue a atacar duras pruebas y a reaccionar cuando llegue la decepción.
Las respuestas, rotundas, no desanimaron al mordaz Eliseo.
-¿Y qué puedes alegar sobre el dolor? Tú lo has experimentado con cre-ces. ¿Era necesario? ¿Es justo?
El rostro del Galileo se endureció fugazmente.
-Tú deseas la felicidad, ¿verdad?
-¡Más que nada en este mundo! -estalló mi hermano, recobrando el tem-ple.
-Entonces -sentenció sin posibilidad de apelación- deberás vivir en un mundo en el que la alternativa del dolor y la probabilidad del sufrimiento sean posibilidades experienciales siempre presentes. Las tribulaciones son la mejor fuente de sabiduría para los mortales. En verdad, en verdad os di-go que no se puede percibir la realidad espiritual si antes no se ha sentido por la experiencia. Y muchas de esas verdades sólo se intuyen y compren-den en mitad de la adversidad... En cuanto a mi propio sufrimiento, en na-da se ha diferenciado del de muchos otros mortales. Cuando alguien yace por causa del dolor, yo, o mis ángeles, estamos allí...
-Para qué?



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