martes, 14 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 2 DE LA PAG 151 A LA PAG 180, LA RESURRECCION DE CRISTO


descuidada barba, se ofreció a recortarla por un as. Al negarme, siguió con el
resto de su “habilidades”: ¿extracción de alguna muela? ¿Circuncisión? ¿Una
sangría?... ¿Un brebaje?
El hombre, empeñado en atenderme en lo que fuera menester, me invitó a
inspeccionar su “botica”. La verdad es que sus explicaciones ponían de
manifiesto un profundo conocimiento de las virtudes curativas de las plantas.
El hebreo invocó el Libro de Salomón, haciéndome ver que estaba al tanto de
la detallada lista de remedios allí consignada:
-Aceite unciones suavizantes. Miel para las heridas abiertas o como remedio
para las anginas...
-¿Sufres de ántrax? aquí tengo un prodigioso emplasto de higos... ¿O prefieres
el vino mezclado con áloe púrpura?
Mudo y sonriente le dejé explicarse.
-Si tienes hijos, dales este culantrillo. Termina con las lombrices en un abrir y
cerrar de ojos...
El médico señaló entonces una batería de cestillos de paja descolorida,
repletos de las más diversas hierbas: romero, hisopo, centinodia, ruda,
“caramillo de pastor” o bignonia...
-Son excelentes contra las enfermedades del vientre... También tengo “agua de
Dekarim”.
Al preguntarle sobre aquel remedio, el judío me indicó que se extraía de la
raíz de ciertas palmeras. Pero, celoso de sus conocimientos, me rogó que
comprendiera su parca explicación.
-¿Padeces de palpitaciones? Tengo lo mejor!
Y echando mano de un picudo cántaro, me animó a que lo examinara. Un
nauseabundo olor a leche cuajada me hizo torcer el gesto. El médico sonrió.
-Es una mezcla de cebada mojada y leche de camella cuajada... Puedes
probarlo.
Me negué en redondo.
Y el artesano médico curandero -inasequible al desaliento-, prosiguió la
enumeración del género que tenía a la vista:
-¿Cataplasmas de salmuera de pescado para el reumatismo? ¿Ajo o raíz de
parietaria para el dolor de muelas? ¿Sal o levadura para las encías? ¿O gustas
de un pellizco de mandrágora?
Me hizo un guiño, añadiendo que aquella solanácea -tan parecida a la
belladona- podía “estimular mi fuerza sexual".
-¿Tienes padre?
No me dejó contestarle..-Este extracto de hígado es lo indicado para curar la catarata... También
dispongo de ventosas, colirios contra la dureza del sol...
Agotado su repertorio, concluyó mostrándome una afilada daga.
-Si no has cumplido aún los cuarenta, puedo practicarte una beneficiosa
sangría cada treinta días. ¿Qué dices?
Por mi aspecto saltaba a la vista que si había rebasado, y cumplidamente,
aquella edad. Y por no defraudarle, solicité medio log de la apestosa leche
cuajada, de dudosa eficacia como sedante. Poco después en la casa de Elías
Marcos, tendría ocasión de probar sus cantadas excelencias.
Al trasvasar los 250 gramos de la pócima en una minúscula redoma de vidrio
verdoso, el úmman no dejó de ensalzar “mi alta inteligencia y mejor gusto”,
asegurándome que había hecho una buena compra. Pero sus desmedidos
elogios se convirtieron en gritos de admiración y sorpresa cuando, obligado
por las circunstancias, no tuve más remedio que depositar en sus sarmentosas
manos un denario de plata... En aquellos momentos carecía de moneda
fraccionaria y, para mi desgracia, los aullidos de alegría del médico, alertaron
a los restantes vendedores, que se precipitaron hacia mi persona como cuervos
carroñeros sobre una suculenta pieza.
Salté como pude entre la cacharrería y los cestos de cidros y hortalizas,
zafándome de las garras de los gesticulantes y parlanchines perfumistas,
sastres, zapateros y demás tropa artesanal, huyendo calle abajo y
confundiéndome entre los peatones que entraban y salían del agitado bazar.
Nadie me siguió. Una vez repuesto de la acometida, crucé la “primera
muralla”, bordeando el mastodóntico palacio de los Asmoneos en dirección
oeste. Aquel grandioso edificio -que sería remozado y ampliado por Agripa II-marcaba
para mí el inicio de la ciudad baja.
Aquella zona de Jerusalén se hallaba ligeramente mejor urbanizada que el


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territorio de los tirios, griegos, sirios y demás “impuros paganos”. Algunas de
sus callejuelas, adoquinadas con piedras blancas y calizas, guardaban un
simulacro de paralelismo, casi obligado por el profundo desnivel entre los dos
extremos del sector sur de la Ciudad Santa. El situado a la sombra de la
muralla occidental -dominado por el palacio de Herodes y los jardines reales-se
levantaba en una de las cotas máximas de Jerusalén: 760 metros. Desde allí,
los racimos de casas cúbicas, encaladas y de mezquinas puertas y ventanas, se
precipitaban en sucesivas e interminables terrazas hacia el lado opuesto: el
muro oriental. En este lugar, como ya dije, junto a la piscina de Siloé y la
puerta de la Fuente, el nivel del terreno se hallaba mucho más bajo: 660
metros, aproximadamente. Tan acusada inclinación había obligado a los
constructores a una edificación escalonada, abierta cada cien o cincuenta
metros por rampas -más que calles- que, naciendo en el citado palacio de.Herodes el Grande, cubrían el millar
de metros que separaba dicho punto del
ángulo sur. Eran éstas las “arterias” mejor pavimentadas, disfrutando, incluso,
de canalillos centrales que aliviaban el agua en las fuertes lluvias. Disponía
igualmente de otra calle “principal” -la del mercado sur-, que discurría
paralela al muro oeste del Templo y de la que partía otro entramado de vías
menores, tan oscuras, estrechas y pestilentes como las que acababa de dejar
atrás. El piso de dicha arteria porticada soportaba las dovelas de un arco -hoy
conocido como “de Robinson”- que enlazaba el atrio de los Gentiles con la
parte norte.
Apremiado por el tiempo y sin el menor deseo de repetir mi anterior y agitada
experiencia, tomé como referencia las altas torres de Marianne y Phasael, en el
palacio herodiano, dirigiendo mis pasos hacia poniente. Rodeé el barrio de las
tintorerías y, tras unos momentos de duda, identifiqué la gran casona de Anás
y el murete enrejado que cercaba el memorable patio de las negaciones de
Pedro. Y a cosa de un minuto, al doblar una de las esquinas, se presentó ante
mí la lujosa mansión de los Marcos.
Eliseo, con cierta premura, me recordó que faltaban dos horas y media para mi
obligado regreso al módulo.
Avancé despacio, paseando la mirada por la sólida fachada de piedra
trabajada, acarreada por los padres de Elías Marcos desde las canteras de
Beth-Kerem, en una colina próxima a Teqoa. Aquella mansión de dos plantas
-de tan cálidos recuerdos- parecía muerta. Silenciosa... Me situé frente a la alta
y pesada puerta de roble, contemplando y reconociendo la mezuza que
adornaba su costado derecho: una fina tira de madera de sicomoro de 10 por 3
centímetros, empotrada en la jamba y en cuya superficie habían sido grabados
al fuego los mandamientos de Dios. Todo Judío respetuoso con la tradición
ponía especial cuidado en tocar la mezuza con los dedos, llevándoselos
después a los labios cuando salía o retornaba a su hogar.
E inspirando profundamente empujé una de las hojas, que giró perezosa en sus
goznes.
Salvé el corto vestíbulo y, al asomarme al espacioso patio a cielo abierto,
distinguí al fondo algunas caras conocidas. El joven Juan Marcos, en cuclillas,
observaba atentamente a uno de los sirvientes. Armado de un largo bastón, el
criado batía con ímpetu un hinchado odre de piel de cabra que colgaba de un
trípode de madera. Un segundo sirviente, arrodillado frente a los toscos
maderos, sujetaba dos de ellos, procurando que los certeros bastonazos no los
removieran del rojizo enladrillado.
Era una ancestral y habitual fórmula entre los pueblos de Oriente a la hora de
elaborar la mantequilla. El pellejo en cuestión se llenaba de leche agria -generalmente
de cabra u oveja, ya que la de camella carece de nata- y, de.acuerdo con las costumbres de cada región,
golpeado o mecido, removiendo
así el contenido.
-Paz a los de esta casa!
Al escuchar mi tímido saludo, el hijo de Elías volvió el rostro, al tiempo que el
criado suspendía la faena. Los ojos negros del audaz adolescente se abrieron
de par en par y, de un salto, se abalanzó hacia mi, abrazándose a mi pecho.
-Jasón!... ¿Has oído lo que dicen las mujeres?
Tomé su rostro entre mis manos y, agradeciendo aquel gesto de afecto, le
sonreí, negando con la cabeza.
-¿Dónde has estado? Todo el mundo habla del Maestro... Su tumba está vacía.
Las mujeres dicen...


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Pasé mi brazo sobre sus hombros y, atropelladamente, mientras nos
aproximábamos a los criados, fue informándome de algunos de los
pormenores de los sucesos registrados poco antes.
-Paz, hermano! -replicaron los sirvientes, reanudando el batido del odre.
El muchacho, cada vez más excitado, saltaba de un tema a otro, multiplicando
mi ya considerable confusión. Le rogué que se sentara y, acariciando sus
demacradas mejillas, tomé la iniciativa.
-Dime, hijo... ¿Están aquí las mujeres?
-Lo están, amigo Jasón.
La aclaración llegó de labios de María, la madre, quien, con el rostro radiante
de felicidad, me contemplaba desde una puerta situada a espaldas de los
sirvientes, en el extremo opuesto al lugar por donde yo había ingresado en el
patio. Y aunque no era costumbre entre los judíos, me apresuré a salir a su
encuentro, aliviándola del pesado cántaro que descansaba sobre su cadera
izquierda.
-Bien venido, hermano!
Y, sin más comentarios, se encaminó a uno de los ángulos del patio,
atendiendo a la cocción del pan. La seguí en silencio. Ardía en deseos de
interrogarla, pero, prudentemente, aguardé a que concluyera. La mujer se
inclinó sobre una plancha de hierro abombado, examinando las diez o doce
tortas redondas que presentaban ya una apetitosa tonalidad dorada. Aquella
especie de escudo metálico descansaba sobre un hogar igualmente circular,
formado por negras piedras basálticas. Junto al fuego, esparcidos por el piso,
conté tres lebrillos de piedra de diferentes diámetros y profundidad, un gran
caldero de bronce y otro cacillo, también de metal. Una vez molido el grano,
las mujeres habían dispuesto la masa, elaborada a base de harina, agua, sal y
levadura, que aparecían repartidas en los mencionados recipientes. Una vez
amasada a mano, la pasta lechosa era delicadamente troceada en forma de
tortas, descansando sobre el candente e improvisado horno..María tocó una de las hogazas con la punta del
dedo índice izquierdo y,
suspirando, se enderezó, llevando las manos a los riñones.
-Este dolor terminará conmigo...
Antes de que pudiera interesarme por su salud, se perdió por la oscura
portezuela por la que la había visto aparecer. Deposité el cántaro en el
pavimento de ladrillo, descubriendo que se trataba de leche caliente. Juan
Marcos, de nuevo a mi lado, había comprendido mis verdaderas intenciones.
Y dispuesto a complacer “al pagano que -según él- había demostrado más
coraje que muchos de los discípulos de su amado rabí”, me hizo la pregunta
clave:
-¿Quieres hablar con ellas?
Agradecí su buena voluntad, insinuándole que quizá debiera aguardar el
permiso de la señora de la casa. Y en ello estaba cuando, tan diligentemente
como había desaparecido de nuestra vista, así se presentó de nuevo la esposa
de Elías Marcos. Sostenía una ancha bandeja de madera y, sobre ella, dos
torretas de hondos cuencos, igualmente de blanca madera de pino.
Al verme esbozó una sonrisa de complicidad. En aquellos instantes no
comprendí la razón de su desbordante alegría. Luego lo supe. Ella, como
David Zebedeo y muy pocos seguidores más, sí recordaban y creían la
promesa del Galileo. María fue de las primeras en conocer la realidad del
sepulcro vacío y no dudó en asociarla con la prometida resurrección. Flaco
servicio el de los evangelistas al no dejar constancia de esta “élite” de
desdibujados personajes que, a diferencia de los apóstoles, supieron estar a la
altura de las circunstancias! Pero no precipitemos los acontecimientos...
Me indicó que le ayudara con la bandeja. Y, una tras otra, fue rescatando las
tortas de trigo, apilándolas junto a las escudillas. Después, asentando el
cántaro en su cadera, me guiñó el ojo, indicándome que le acompañase. La
aguda intuición de la hebrea venía a simplificar mi cometido...
Juan Marcos, alborozado, corrió por delante, desapareciendo en la penumbra
del vestíbulo. Y al atacar los peldaños que conducían a la planta superior, mi
corazón se aceleró. Si mis noticias no estaban equivocadas, allí mismo, en la
cámara donde tuviera lugar la última cena, se hallaba recluida la mayor parte
de los íntimos de Jesús de Nazaret. La tarde-noche anterior -la del sábado-,
como quedó dicho, los once apóstoles y otros discípulos habían celebrado algo
así como una asamblea de urgencia, en la que analizaron su penosa situación.


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Y aunque intuía cuál era el estado de ánimo general, la extraordinaria
posibilidad de verificarlo por mi mismo me llenó de excitación. ¿Qué me
esperaba al otro lado de aquella puerta?
Me equivoqué. La escena que se ofreció a mis ojos fue más dolorosa y
deprimente de lo que había imaginado..María entró en primer lugar. Y su hijo, sosteniendo la doble hoja, me
franqueó
el paso.
Recuerdo que mi primera impresión fue un desabrido tufo. Un característico y
acre olor a lugar cerrado y largamente ocupado por seres humanos. La luz
matinal entraba muy mermada por las espigadas “troneras “ de los muros de
aquella memorable sala rectangular de veinte metros de longitud por seis o
siete de anchura. Y las lucernas adosadas a las paredes, con sus cimbreantes y
amarillentas llamitas, no eran suficientes. Sobre la mesa en forma de “ U”, los
sirvientes habían situado otro par de lámparas de aceite, que sólo contribuían a
endurecer los perfiles de los allí presentes.
Me costó trabajo situarme y empezar a distinguir las formas y siluetas de los
inquilinos de la oscura y cargada cámara. La mayor parte de los divanes
seguía prácticamente en los mismos lugares donde yo los había visto en la
noche del jueves: estratégicamente repartidos alrededor de la “U”. Sólo uno
había sido desplazado y pegado materialmente al muro de la derecha
(tomando siempre como referencia la puerta de entrada al salón).
Mis ojos fueron ajustándose a la penumbra y, entre las sombras, mientras la
madre de Juan Marcos abandonaba la leche junto a la mesa liberándome de la
bandeja, creí oír unos gemidos. Al fondo, en el ángulo izquierdo, descubrí
entonces el origen de los apagados lamentos. Eran cuatro o cinco bultos.
Avancé uno o dos pasos, sintiendo el crujido del entarimado. Juan Marcos se
agarró a mi brazo, empujándome hacia aquel rincón. Frente a mí, reclinados o
sentados en nueve de los doce bancos, se hallaba la mayoría de los apóstoles.
El mutismo entre ellos era total. En una primera y deficiente observación no
supe si los que se encontraban tumbados dormían o, simplemente,
descansaban. Creo que ni me miraron. Me dejé arrastrar por el muchacho,
desfilando lentamente junto a los abatidos galileos. Sí, quizá sea ésa la
expresión más adecuada: abatidos, con los rostros bajos y las manos prietas y
crispadas entre los pliegues de los mantos multicolores. Me detuve un
instante, contando de nuevo y tratando de identificarlos. Faltaban dos. El
Iscariote, por supuesto, y otro... Pero ¿cuál? El décimo hombre, el que se
hallaba reclinado en el diván apostado junto a la pared, tenía el rostro pegado
al muro. Alrededor de la “U” distinguí a los hermanos Zebedeo, a Mateo Leví,
a los gemelos -que, con su habitual presteza, terminaron por incorporarse,
ayudando a María a llenar los cuencos con la leche caliente-, a Felipe, el
“intendente” y a Bartolomé -ambos acostados y con las cabezas semicubiertas
por los copones-, al jefe de todos ellos, Andrés, que no dejaba de mirar hacia
el rincón del que partían los intermitentes sollozos, y a Pedro, sentado y
restregando su redonda cara con ambas manos. El décimo apóstol -el que se
ocultaba a la derecha de la estancia- sólo podía ser Simón, el Zelote o Tomás....Juan Marcos terminó por
conducirme hasta el punto donde, en efecto, se
agrupaban cinco mujeres. Una de ellas era rodeada y asistida por el resto.
Pero, de pronto, cuando me disponía a averiguar la identidad de la que
gimoteaba, una conocida, potente y enronquecida voz me obligó a volverme.
-Visiones! ... Eso es lo que habéis tenido! Visiones propias de mujeres
asustadizas y necias!
Pedro, en pie, gesticulando y con el cuello hinchado por aquel súbito arrebato,
prosiguió en un tono de reproche.
-La tumba vacía...! El ayuno y el llanto te han trastornado... Maldita sea! ¿Por
qué no nos dejas en paz con nuestra pena?
Andrés intercedió, pidiendo calma a su fogoso hermano. Y Simón,
refunfuñando, accedió a sentarse de nuevo, mientras Judas de Alfeo -uno de
los gemelos- le ofrecía una escudilla y una de las tortas de trigo. Pero el
pescador, de un manotazo, arrojó el cuenco contra el suelo, esparciendo la
leche por el brillante piso de madera. La violenta y típica reacción de Pedro
sólo contribuyó a revolver los ya agitados ánimos. Y varios de los discípulos
le recriminaron su actitud, enzarzándose en un agrio intercambio de insultos e
improperios.
Aquel estallido -así me lo confirmaría Andrés poco después- no era otra cosa


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que la lógica y humana consecuencia de la fuerte presión a que se hallaban
sometidos desde la captura y crucifixión de su rabí. No eran las dudas o la
desesperación las que habían nublado la inteligencia de aquellos hombres. Era
algo mucho peor: el miedo al Sanedrín y a la policía del Templo y la
vergüenza individual y colectiva ante la ignominiosa ejecución de su “líder”.
El hecho de haber permanecido en la planta superior de la casa de los Marcos
durante tantas horas, con las espadas ceñidas en sus costados y sin fuerzas
para regresar a sus hogares, en la Galilea, era la mejor y más palpable
demostración del terror que les dominaba. Por supuesto, esta tensa situación
les había hecho olvidar, incluso, las promesas de Jesús sobre su vuelta a la
vida. Por ello, cuando las hebreas acudieron presurosas al cenáculo, todos -sin
excepción- las tomaron por locas, necias y visionarias.
Y en mitad de los gritos y maldiciones, mientras María, silenciosa y
pacientemente, procuraba enjugar la leche derramada y Juan Marcos,
asustado, se apretaba a mi brazo, unos golpes secos retumbaron en la estancia.
El discípulo que yacía en el diván, al pie del muro, había empezado a
golpearse la frente contra la piedra. Juan, el Zebedeo, saltó de su banco y se
precipitó hacia su compañero sujetándole por los hombros. Pero el fornido
apóstol, presa de un ataque de histeria y desesperación, continuó lanzando su
cráneo contra la pared. Impotente, el enjuto y joven discípulo se revolvió hacia
el grupo solicitando ayuda. Y al momento, Andrés y los gemelos acudieron a.su lado, inmovilizando a Simón, el
Zelote. Efectivamente, se trataba del
impulsivo simpatizante del grupo revolucionario. Tal y como le había
prevenido el Maestro en la “última cena”, aquella tragedia le había sumido en
una desolación que no tenía igual entre sus hermanos. Todos sus ideales, sus
sueños y sus ansias de libertad habían caído con la noticia de la muerte de
Jesús.
En un impulso me deshice del cayado y, aproximándome al convulsivo
galileo, me esforcé por examinarle. Simón, con los ojos cerrados, batallaba
por desembarazarse del abrazo de sus amigos. Cabeceaba una y otra vez,
buscando la superficie del muro, emitiendo una serie entrecortada de agudos y
angustiados chillidos. Como pude, me hice con su muñeca, intentando valorar
el pulso. Era muy acelerado. Eché mano de la redoma con la cebada y la leche
cuajada y, a una señal mía, Andrés y el joven Zebedeo pujaron por abrirle la
boca. Sin dudarlo un segundo, vertí parte de la pócima entre la negra e hirsuta
barba. Al sentir el repugnante mejunje, sus ojos se abrieron espantados.
Estaban enrojecidos por largas horas de llanto. Y poco a poco, entre suspiros y
esporádicos estremecimientos, fue calmándose.
No sé si fue el brebaje o las palabras de consuelo de sus hermanos, pero
Simón el Zelote cayó en un dulce sopor. Y entornando los ojos nuevamente
volvió a reclinarse en el diván, ajeno por completo a cuanto acontecía a su
alrededor.
Los gemelos permanecieron a su lado mientras Juan y Andrés, con la mirada
entristecida, retornaban a la mesa. El patético espectáculo de Simón,
arremetiendo contra la piedra, había fulminado la discusión. Y aquellos
hundidos seguidores del Nazareno se entregaron, impotentes, a oscuras
meditaciones.
Pero el silencio duraría poco. Tras recuperar la “vara”, di media vuelta,
dispuesto a proseguir mis averiguaciones cerca del grupo de mujeres. No fue
preciso. Una de ellas -la que había estado sollozando- acababa de destacarse
de entre sus compañeras, plantándose a medio metro del asiento de Pedro. Era
María, la de Magdala, una de las hebreas más significadas, temeraria y
juiciosa a un tiempo de cuantas seguían al rabí.
Al verla quedé paralizado. Ahora empezaba a comprender el porqué de sus
quejidos...
Y aquella brava mujer, de mentón hipoplásico (1), cara estrecha
---
(1) Hipoplásico: de barbilla o mentón recortado y de desarrollo claramente
incompleto. Dentro de la tipología kretschmeríana, María Magdalena hubiera
encajado, en buena medida, en el biotipo de los
---.y triangular y ojos perdidos en profundas cuencas sombreadas por anchas
ojeras, se encaró valiente con el hombre que la había amonestado. La furia
inflamó las arterias de su largo y grácil cuello y una temible chispa destelló en
su mirada de azabache. Pedro apenas si tuvo tiempo de alzar sus apagados


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ojos claros. Como un terremoto, la de Magdala, colocando sus largas y
huesudas manos sobre su escaso pecho, le juró por el divino nombre de Dios
vivo que no mentía, que no sufría de alucinación alguna y que -”tozudo galileo
“-, si lo deseaba, fuera con ella misma a comprobarlo...
Simón Pedro palideció ante la justificada cólera de la Magdalena. En su
vehemencia, el manto que cubría su cabeza terminó por resbalar hasta el suelo,
dejando al descubierto unos cabellos suaves, negros y desordenados. Y los
finos cordoncillos dorados que colgaban de los orificios practicados en los
lóbulos de las orejas oscilaron rítmicamente, al tiempo que en la silenciosa
sala se escuchaba el entrechocar de su collar de conchas.
Una de las mujeres, discretamente, recogió el manto y, ofreciéndoselo a la
enfurecida María, trató de disuadirla. Pero ésta -no en vano había sido
cortesana en la industriosa y disoluta villa de Magdala (1)- sabía enfrentarse a
los hombres y con la fuerza que proporcionan la seguridad y el conocimiento
de la verdad, rechazó a su compañera, añadiendo:
-Y no sólo doy fe, como éstas, de que la tumba se hallaba vacía...! También os
juro que le he visto y hablado con El!
Pedro, harto de tanta palabrería, fue a rascarse la calva. Y encogiéndose de
hombros le dio la espalda.
Juan Marcos vino a salvar la embarazosa situación. Antes de que la
Magdalena arremetiera nuevamente contra el incrédulo apóstol, el niño se
interpuso entre ambos contendientes, suplicando a la mujer que me relatara lo
que decía haber visto y oído. El espontáneo arranque del benjamín de la casa
pareció templar los nervios de la hebrea. Y ante la expectación general fui a
acomodarme en uno de los divanes vacíos, ratificando la súplica de Juan
Marcos. La de Magdala me observó con desconfianza.
Al parecer, era el único hombre entre los allí reunidos que mostraba interés
por sus palabras. María, la señora de la mansión, contribuyó a distender la
desagradable atmósfera, colmando las restantes escudillas y ofreciendo -solícita
y conciliadora- las
---
“leptosomáticos”: tipos de silueta alargada, flacos y larguiruchos, en los que el
eje vertical del cuerpo domina poderosamente. Sólo su nariz, recta y recogida,
no correspondía al perfil típico de esta clasificación humana. Su piel pálida y
seca, sus hombros estrechos y sus largos miembros sí eran en cambio
habituales entre los “leptosomáticos”. (N. del m.).(1) Magdala, a orillas del lago de Galilea, es conocida hoy
como EI-Megdel.
Antaño fue famosa por sus tintorerías, su mercado de palomas y pichones y
por sus burdeles. (N. del m.)
---
ya frías hogazas de trigo. Todos aceptaron gustosos, incluido Pedro, quien,
con la misma espontaneidad, pidió perdón a la esposa de Marcos.
Y la de Magdala, con aire cansino, sin conceder demasiado crédito a mi buena
fe, recogió los pliegues de su túnica verde hierba, sentándose a horcajadas en
el diván de honor. Al descubrir parte de sus piernas, un finísimo destello hizo
que me fijara en uno de sus tobillos. A la trémula luz de las lucernas, vi brillar
un aljófar -una pequeña perla-, engarzada en una cadenilla que rodeaba dicho
tobillo.
Le sonreí, animándola a que diera comienzo. Y tras cubrírse con el manto,
suspiró con gran sentimiento. Clavó sus ojos en mí, y al fin, una sonrisa de
gratitud dejó al descubierto una joven e impecable dentadura. Estaba a punto
de conocer lo que -según aquellas mujeres- constituía el primero de una larga
cadena de misteriosos e inquietantes sucesos...
-Estas que ves aquí -señaló la de Magdala a las cuatro mujeres que habían ido
a sentarse a sus pies-, y otras diez o quince creyentes en el reino de nuestro
Maestro, pasamos la fiesta del shabbat recluidas en la casa de José, el de
Arimatea. Nuestra tristeza era tan grande y tan profunda nuestra desolación
que muchas creímos morir.
“Y antes de que apuntara el primer día de la semana, de acuerdo con lo
prometido a José y Nicodemo, cargamos con los aceites y aromas...”
-Entonces -le interrumpí tratando de atar cabos-, ¿érais cinco?
-Si.
Y María fue señalando e identificando a cada una de ellas.
-Juana, esposa de Chuza... María, la madre de los gemelos Alfeo... Salomé, de


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Juan y Santiago de Zebedeo y Susana, la más joven, hija de Ezra, el de
Alejandría (1).
Sólo el curtido rostro de Salomé me era familiar. La verdad es que eran tan
numerosas las mujeres que habían seguido habitualmente a Jesús y al grupo
apostólico que resultaba problemático retener sus nombres o fisonomías. Pero
algún día tendré que hablar también de estas esforzadas, imprescindibles y
olvidadas discípulas del rabí de Galilea... Si, quizá más adelante, suponiendo
que Dios me siga iluminando y sosteniendo.
-Caminamos presurosas. No tardaría en amanecer y deseábamos concluir lo
antes posible el doloroso trance del lavado y de la preparación del cuerpo de
nuestro Señor. Llegamos a la tumba y, al ver la losa...
---.(1) Chuza o Cusa: al parecer, uno de los administradores o superintendentes
de la Casa de Herodes. Tanto Juana como Susana, según el evangelista Lucas
(8, 1-3), fueron curadas por Jesús de Nazaret. Desde entonces le seguían. (N.
del m.)
---
María Magdalena iba demasiado veloz en su narración. Yo necesitaba más
detalles. Por ejemplo, ¿qué sabían de las patrullas de vigilancia apostadas en el
sepulcro? ¿Cómo pensaban ingeniárselas para que les permitieran el acceso a
la cripta?
-...Estaba removida! ¿Comprendes, Jasón?
De nuevo me enfrentaba a una delicada situación. Debía moverme con un
tacto exquisito. Extremo. Por nada del mundo podía sugerir, anticipar o
revelar lo que ya sabía. Ello hubiera ido contra el rígido código moral de la
operación. así que, sopesando mis pensamientos y palabras, fui conduciendo a
la vehemente Magdalena hacia donde me interesaba.
Por el camino -prosiguió la mujer-, mis hermanas y yo habíamos mostrado
cierta inquietud por el asunto de la roca. Tú la has visto y sabes que hacen
falta cuatro o cinco hombres para moverla. Pero, como te decía, al asomarnos
a los escalones, la vimos desplazada.
Levanté mis manos, indicándole que deseaba intervenir. La de Magdala,
intrigada, me dejó hacer.
-Pero ¿y la guardia?
Mi pregunta despertó interés entre algunos de los apagados discípulos.
-Ah, sí! Esos bastardos...!
-¿Estaban allí? -presioné.
Con la mente confusa por tantas y tan excitantes emociones, la hebrea -como
sospechaba- había olvidado algo. Fue Salomé quien se encargó de recordarlo:
-Cuando llegamos a la puerta de los Peces nos cruzamos con una patrulla de
Antonia. Eran unos diez legionarios. Y parecían tener mucha prisa. Gritaban
entre ellos y no cesaban de mirar hacia atrás. Como si alguien les persiguiera...
“Extrañadas, intentamos averiguar lo que sucedía. Esa zona, tú lo sabes, está
desierta a esas horas y temimos que hubiera algún peligro...”
-¿Como cuál?
-No sé... quizá bandidos o animales salvajes. Pero los soldados, desencajados
y sudorosos, nos ignoraron y siguieron su precipitada marcha hacia la
fortaleza.
Era extraño. Aquellos infantes romanos estaban más que acostumbrados a
bregar con los salteadores de caminos y con las bestias. Las mujeres deberían
de haber tenido en cuenta esta indiscutible circunstancia. Si parecían huir, la
causa tenía que ser de otra naturaleza. Yo la conocía pero, durante algunos.minutos, me intrigó por qué las
cinco israelíes no se habían planteado el
dilema.
-Un momento -intervine nuevamente-, entonces, ¿nadie os advirtió de la
custodia designada por Poncio?
-No, en esos instantes ignorábamos que el sepulcro estuviera guardado por una
patrulla.
La de Magdala, intuyendo que algo anormal en mis gestiones, me miró
directamente a los ojos.
-Y tu, ¿cómo sabías lo de los guardias?
Juan Zebedeo, que no perdía detalle, me ahorró la explicación:
-Él estaba conmigo cuando, en la mañana del sábado, José nos dio la noticia
de la sucia maniobra del Sanedrín.
La mujer quedó satisfecha y, retomando el hilo del relato, continuó en los


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siguientes términos:
-Salomé lleva razón. La huidiza actitud de los legionarios nos intranquilizó.
Pero no la asociamos con la sepultura del Maestro. Como te hemos indicado,
ni siquiera estábamos al corriente de que hubiera vigilantes.
Mis sospechas, por tanto, tenían fundamento. José de Arimatea -ignoro las
razones- no les había informado sobre las patrullas. Las mujeres, en
consecuencia, partieron de la casa del anciano absolutamente ignorantes del
cerco policial que rodeaba la tumba. quizá fue lo mejor. De haber estado al
tanto, lo más probable es que los hechos se hubieran desarrollado de otra
forma. quizá habrían cuestionado el acceso al sepulcro e, incluso, podrían
haber desistido de sus propósitos. En verdad, los caminos de la Providencia
son misteriosos...
La Magdalena, como siempre, fue rotunda. A juzgar por sus palabras, ni ella
ni sus amigas contemplaron siquiera la posibilidad de que el rabí hubiera
resucitado. No me cansaré de insistir en este punto. Salvo David Zebedeo, el
resto de los discípulos y simpatizantes del Cristo no creyeron, en absoluto, en
las promesas del Galileo. De haber sido así, aquellas mujeres no se hubieran
molestado en preparar los ungüentos y demás enseres destinados al
embalsamamiento.
Así que, muertas de miedo -añadió-, cruzamos los huertos, adentrándonos
finalmente en la propiedad de José.
-¿Había amanecido?
La de Magdala, cada vez más confusa con mis aparentemente superficiales
preguntas, miró a sus compañeras, tratando de recordar.
-No...
Sus amigas asintieron..-Pero no faltaba mucho. Creo que estábamos al final de la última vigilia de la
noche.
Por algunos de los detalles que fui obteniendo a lo largo de aquella instructiva
charla, y por las informaciones que pude recoger al día siguiente, en mi
entrevista con los legionarios de Antonia, casi estoy en condiciones de afirmar
que el encuentro de las mujeres con los soldados romanos (los levitas habían
huido mucho antes) pudo producirse alrededor de las 05 o 05.15 de esa
madrugada. Es decir, faltando 45 o 30 minutos para el orto solar. Juan, el
Evangelista, en consecuencia, era el que más se aproximaba a la verdad:
“Cuando todavía estaba oscuro” (Juan, 20,1).
-Durante un tiempo, desconcertadas ante la visión de la tumba abierta, no
acertamos a movernos del filo de las escaleras. No sabíamos qué hacer. Y el
miedo fue apoderándose de todas. Algunas insinuaron que debíamos regresar
y dar cuenta a los hombres. Pero yo sentí una irresistible curiosidad. Y les
animé a bajar los escalones. Dejamos los bultos en el suelo y, sacando fuerzas
de flaqueza, me acerqué a la boca de la gruta. Todo estaba oscuro y, al no
disponer de teas, mi primera observación del interior fue nula.
Sonreí para mis adentros. La narración de la Magdalena empezaba a
resultarme “familiar”... Y comprendí su terror.
-Mis hermanas, inmóviles al pie de los peldaños, me suplicaron que lo dejara
y que volviera con ellas. Sin embargo, aunque todo mi cuerpo temblaba, tomé
la firme decisión de entrar y averiguar qué estaba sucediendo. Y así lo hice.
Sin pensarlo, desaparecí en el oscuro agujero. Y, tanteando, di al fin con el
banco de piedra sobre el que debía reposar el cadáver del Señor.
Al notar que se hallaba vacío, casi caigo desmayada. Grité horrorizada. Y,
medio enloquecida por el susto, con las manos extendidas, luché por encontrar
la salida. Pero el pánico confundió mis sentidos y fui a chocar con una de las
paredes de la sepultura. Fueron momentos angustiosos...
Estremecida por los recuerdos hizo una pausa.
-Cuando, al fin, palpé las aristas de la boca y salí al exterior, éstas habían
desaparecido.
Dirigí entonces la mirada hacia las cuatro atentas mujeres. Y una de ellas,
Susana, confirmó lo dicho:
-Al oír el alarido de María, la tensión y el pavor estallaron y nos precipitamos
escaleras arriba. No sabíamos qué ocurría, pero corrimos. Corrimos como
locas, tropezando aquí y allá, hasta llegar a las mismísimas murallas. Una vez
junto a la ciudad, mientras intentábamos recuperar el aliento, Juana, más
serena que nosotras, nos hizo ver que habíamos abandonado a María.
Discutimos, pero, por último, cogidas de la mano y tiritando de miedo,


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deshicimos el camino, entrando de nuevo en el huerto..La de Magdala disculpó a sus amigas con una sonrisa.
Y añadió:
-Cuando las vi aparecer me lancé a su encuentro, gritándoles: Ya no está! Se
lo han llevado!
Estas primeras expresiones de la Magdalena, desde mi punto de vista, eran
especialmente importantes. Venían a reflejar sus auténticas creencias y
pensamientos en tan críticos momentos. No gritó “ha resucitado”.
Sencillamente, su lógica materializó lo que resultaba evidente: “que se lo
habían llevado”. Pero, deseoso de escucharlo de sus propios labios, cargué las
tintas en dicho grito.
-¿Se lo han llevado? ¿Eso fue lo primero que pensastes?
Humildemente, sin el menor deseo de arrogarse una falsa fe en la promesa de
Jesús, replicó con un rotundo “sí”.
Guardé silencio, emocionado por su sinceridad.
-Entonces, casi a rastras, las conduje hasta la boca del sepulcro, obligándoles a
que entraran y certificaran lo que les decía.
-Así lo hicimos -confirmaron todas.
-¿Y cuál fue vuestro primer pensamiento?
-El de María: que alguien había robado o trasladado el cuerpo a otro lugar.
Poco me faltó para insinuarles si habían visto “algo” más. Por ejemplo, los
“ángeles de vestiduras luminosas” que citan los evangelistas o si, incluso,
escucharon o sintieron el “terremoto” de que habla Mateo. Pero opté por
esperar y tantear el asunto algo más adelante -cuando ellas hubieran concluido
su versión- y con la suficiente delicadeza como para no levantar suspicacia.
De todas formas, ya era muy sintomático que ninguna de las mujeres hubiera
hecho referencia alguna a un acontecimiento tan fuera de lo común como la
posible aparición de un “ángel del Señor”. De haberse producido tal suceso,
ninguna lo habría ignorado...
-¿Y qué hicísteis después?
-Estábamos tan confusas que, durante un buen rato, nadie dijo nada. Fuimos a
sentarnos en la segunda piedra, la que se hallaba tirada en el centro del
callejón, y empezamos a discutir entre nosotras. Ni José ni Nicodemo nos
habían insinuado que el cuerpo debiera ser trasladado. Llegamos a enfadarnos,
incluso, molestas por lo que estimábamos una falta de delicadeza. Pero, casi al
momento, rechazamos esta posibilidad. El hurto tenía que ser obra de otras
personas. Seguramente, comentamos, los responsables han sido Caifás y sus
ratas... además, había otro detalle inexplicable. Cuando empezó a clarear, con
algo más de luz y serenidad, entramos de nuevo en la tumba, confirmando el
extraño orden de los lienzos.
Aquello me interesaba sobremanera. Y simulando no haber entendido, les
rogué que repitieran sus explicaciones. Efectivamente, las mujeres -más.perspicaces que los hombres para
estas cuestiones- también habían reparado
en la singular disposición de la sábana y del pañolón.
-Era muy raro -insistieron-. Si alguien roba un cadáver, ¿por qué va a
entretenerse en dejar la sábana tan bien dispuesta?
En aquellos momentos de confusión, a pesar de la evidencia de la mortaja, la
Magdalena y sus compañeras siguieron empeñadas en que todo aquello era
obra humana. Tuvo que suceder “algo” muy especial para que empezaran a
entender...
-El primer toque de las trompetas del Templo -avanzó la de Magdala- nos sacó
de tan enmarañada discusión. Y nos disponíamos regresar para comunicar
estos sucesos cuando, de improviso, al subir las escaleras del panteón, vimos a
un hombre bajo los árboles.
-¿Y cómo supísteis que era un hombre?
La súbita pregunta de Simón Pedro llevaba una irritante carga de ironía. Y la
mayoría de los discípulos rió la ocurrencia.
El rostro de la Magdalena volvió a endurecerse. En ese momento reparé en el
jarrón de barro situado sobre la mesa. Allí continuaban los manojos de
espliego y los lirios blancos y morados que yo había arrancado en los
alrededores de Getsemaní y que habían adornado la “U” durante la última
cena. Conservaban aún buena parte de su fragancia y lozanía. Y en un
desesperado intento por aliviar la tensión y demostrar mi fe en las palabras de
la hebrea, alargué el brazo, tomando una de las delicadas flores. Me incorporé,
abrí las palmas de sus manos y, con una dulce sonrisa, le supliqué que la


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aceptara. María, consternada, pasó del dolor y la rabia a la gratitud. Regresé a
mi diván y, ante el estupor de los mordaces discípulos y la mirada de
aprobación de Juan Marcos, le hice ver que ardía en deseos de conocer el
resto.
Haciendo un esfuerzo -y respondiendo directamente a Pedro-, la Magdalena
continuó:
-Su túnica y manto eran los de un hombre. Algo diferentes, si, pero los de un
hombre...
-¿Por qué? -pregunté intrigado.
-No sabría explicártelo.
Paseó la mirada entre sus compañeras, como buscando apoyo.
-Eran de lino y lana. De eso casi estamos seguras. Pero sus colores... Las ropas
parecían nevadas.
Pedro soltó otra inoportuna y sonora carcajada. Pero, esta vez, María hizo
como si no la hubiera oído.
-¿Brillantes, quieres decir? -le animé.
La cabeza de la Magdalena osciló a derecha e izquierda, en señal de duda..-No exactamente. Su brillo era
mate. En un primer momento tuve la impresión
de que sus vestidos se hallaban cubiertos de miles de pequeñísimos copos de
nieve. Pero sé que eso es imposible...
-Está bien. Continúa, por favor.
-Nos quedamos quietas. En silencio. Observándole. Estaba a cierta distancia...
-¿A cuánto?
-No sé... bajo los frutales.
Eso quería decir a unos cuatro o cinco metros del filo de los escalones.
-Parecía absorto en algo que había en el suelo. Creo recordar que eran unos
mantos amarillos y unos bastones claveteados.
-¿Unos bastones? -pregunté simulando extrañeza.
Pero las mujeres se encogieron de hombros. Evidentemente no conocían el
porqué de la presencia de aquellos objetos en las proximidades del sepulcro. Y
guardé un prudencial silencio.
-Una de mis compañeras nos susurró algo sobre el jardinero de José. Pero no
estábamos seguras. Era tan alto y fuerte como el hortelano, eso si, pero vestía
de forma muy diferente. Además, su rostro...
Al pronunciar aquella palabra, el silencio en la cámara se hizo más denso.
Aunque algunos trataban de disimularlo, la verdad es que la casi totalidad de
los apóstoles seguía el relato con especial curiosidad.
-...Su rostro, no te rías, Jasón, era como el cristal.
Por supuesto que no moví un solo músculo. Y la mujer agradeció mi prudente
actitud.
-Es tan difícil de explicar!...
-¿Quieres decir que su cara era luminosa?
-No, ninguna recuerda que aquel hombre emitiera luz. Era otra cosa. Aunque
siempre nos mantuvimos a una cierta distancia, pudimos apreciar sus rasgos y
sus cabellos. No eran como los de un ser humano. Parecían transparentes!
Un inevitable cuchicheo de desaprobación se difundió por la sala.
-Os digo lo que éstas y yo hemos visto!... Qué Dios me fulmine si miento!
“¿Transparentes?” Aquello sí era nuevo para mí. Y debo ser sincero. Al oírlo,
dudé. Estaba alboreando. La luz era todavía difusa. La visión de las cosas,
muy parcial y limitada. Las mujeres se hallaban sometidas a un intenso
shock... La imaginación y los deseos de volver a ver a su Maestro bien
pudieron jugarles una mala pasada. Era preciso que yo pudiera presenciar
alguna de aquellas supuestas apariciones. así que, luchando por no traslucir
mis serias dudas, obvié el asunto de las descripciones, preguntándole sin
rodeos:
-¿Y qué ocurrió?.-Mis hermanas no se atrevieron a dar un solo paso. Pero yo, pensando que
aquel hombre sabía algo sobre la desaparición del cadáver, me fui hacia él. Y
cuando estaba a dos o tres metros llamé su atención, preguntándole: “¿Dónde
has llevado al Maestro? ¿Dónde reposa? Di, para que vayamos a recogerlo.”
“El extranjero no contestó. Ni siquiera me miró. Siguió allí, con los largos
brazos desmayados a lo largo de la túnica y la cabeza baja, mirando hacia el
suelo.
-¿Extranjero? -intervine-. ¿Por qué le has llamado “extranjero”?
-Porque no le conocía. además, sus ropas...


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Aunque ahora, en nuestra época, el gesto de María nos parezca normal,
saliendo al paso de un hombre e interrogándole, en aquel tiempo no era así.
Todo lo contrario. La sociedad nialá miraba a la mujer que tenía la osadía de
dirigir la palabra a los hombres o de detenerse en la calle a conversar con un
extraño.
El caso es que la de Magdala, al límite de su resistencia y al no obtener
respuesta por parte del misterioso personaje, rompió a llorar, derrumbándose
sobre el suelo arcilloso de la finca.
-En mitad de mi desesperación -añadió María con renovados bríos-, aquel
“extranjero”, al fin, levantó su rostro y nos habló.
-¿Recuerdas sus palabras... exactamente?
-Una por una. Parece que le estoy viendo y oyendo...
María llevó el lirio a sus labios. Y las aletas de su nariz temblaron levemente.
-”¿Qué buscáis?...”
-Quedé desconcertada. Aquella voz... Me sequé las lágrimas como pude y,
mirándole, acerté a responder: “Buscamos a Jesús... enterrado en la tumba de
José... Pero ya no está. ¿Sabes tú dónde le han llevado?”
La impaciencia me consumía. Y sin dejar que terminara, abordé su comentario
sobre la voz del “extranjero”, pidiéndole más detalles.
La de Magdala, con los ojos humedecidos, movió la cabeza afirmativamente.
Creo que le faltaban las palabras. Finalmente, en un tono más cálido, casi
confidencial, remontó su emoción:
-Era Él... Entonces lo supe. Su voz..., su voz...
Ocultó el rostro entre las manos y, por un instante, creí que estaba a punto de
echarse a llorar. Todos los allí reunidos, conmovidos, no se atrevieron a
respirar.
-Su voz. Sí, yo la conozco. Era Él!
-Pero ¿que respondió?
-”Este Jesús, ¿no os ha dicho, hasta en la misma Galilea, que moriría, pero que
resucitaría?”
-¿Estás segura que ésas fueron las palabras del “extranjero”?.María, apretando los dientes, ahogada en sus
sentimientos, sólo pudo contestar
con varios y consecutivos movimientos de cabeza. Al final, sus lágrimas
corrieron por las blancas mejillas. Varias de las mujeres se apresuraron a
consolarla, mientras el silencio se hacía violento, pastoso.
-Todas nos conmovimos -prosiguió Salomé-. Todas conprendimos... Pero no
supimos reaccionar. Al poco, volvió a hablar. Su voz, dulce y afectuosa,
pronunció un nombre:¡ María!"
Esperé a que la de Magdala recuperara la calma. Secó su llanto y, al
comprobar que mis ojos seguían fijos en ella, se disculpó, pidiéndome que no
tuviera en cuenta su flaqueza. Algo debió de notar en mi mirada porque,
maldibujando una sonrisa, exclamó:
-Gracias, Jasón!... Tú eres distinto a todos éstos.
El brillo de mis ojos fue la mejor respuesta. Y la valiente hebrea continuó así:
-Entonces, al escuchar mi nombre, ya no dudé. Era el Maestro! Pero, estaba
tan cambiado!...
“Y presa de una mezcla de alegría, sorpresa y miedo, enterré mi rostro en el
polvo de la finca, murmurando: "Mi Señor!... Mi Maestro!"
“Mis hermanas me imitaron y cayeron igualmente de rodillas, atónitas. Sé que
puede parecerte una niñería, pero, ardiendo en deseos de abrazarle, de besarle,
de estrujarle entre mis brazos, fui acercándome a Él. Y cuando me disponía a
hacerlo, retrocedió, diciendo:
“No me toques, María! No soy el que tú has conocido en la carne..."
La interrumpí de nuevo. Y mi pregunta -lo sé- debió parecerle absurda. Pero
tenía que hacérsela.
-¿Llegaste a verle los pies?
María, desconcertada, sin terminar de captar mis intenciones, frunció el ceño.
-No sé... Creo que sí.
-¿Cómo eran? -intervine sin darle tiempo a recapacitar.
-Bueno... ahora mismo no recuerdo. Espera, si... eran como el vidrio! Sí, Dios
mío! podía ver la tierra a través de ellos!
No hice más comentarios. El detalle de la “transparencia” me tenía
trastornado. Por un lado dudaba, pero, por otro, la seguridad de la testigo
parecía tan sólida...


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-Por supuesto, no me atreví a desobedecerle. Y me quedé allí, de rodillas,
ensimismada...
-Visiones! Eso es todo...
Pedro volvió a las andadas, removiéndose inquieto en su diván y mascullando
su teoría.
-¿Por qué crees que te dijo que no era el que tú habías conocido en la carne?
En esta ocasión, María replicó con una lógica aplastante:.-Porque, aunque tenía forma humana, no parecía de
carne y hueso.
-¿Dijo algo más?
-Si. Después de ordenarme que no le tocara, añadió:
“...Bajo esta forma permaneceré entre vosotros antes de ir cerca del Padre.”
“¿Bajo esta forma?” ¿A qué podía referirse la mujer? ¿Qué clase de “cuerpo”
era el que aseguraban haber visto? ¿Qué nuevo misterio tenía ante mí?
La de Magdala se levantó y, con los ojos fijos en el tozudo Pedro, gritó:
-Y dijo algo más!
Rodeó los divanes y, aproximándose al pescador, estalló:
-”Ahora íd todas y decid a mis apóstoles, y a Pedro! que he resucitado y que
me habéis hablado.”
La reacción del tosco galileo nos desconcertó a todos. Al oír su nombre se
alzó y, lívido, sin desviar los ojos de la Magdalena, tartamudeó:
-¿Di...jo mí nom...bre?
-Todas lo escuchamos -respondieron las mujeres al unísono.
-¿Estáis... se...guras?
-”Ahora id todas y decid a mis apóstoles, y a Pedro, que he resucitado y que
me habéis hablado.”
María repitió las palabras de Jesús, poniendo especial énfasis en la alusión al
incrédulo galileo.
Lo comprendí al momento. Aquellos hombres, con sus burlas y reproches, ni
siquiera les habían dejado explicarse y narrar lo sucedido en su integridad. Y
algo que yacía dormido en el corazón de Pedro despertó, obligándole a
reaccionar. Se echó el manto por los hombros y, en otro de sus característicos
arranques, salió de la estancia a la carrera.
Un segundo después, como movido por otro resorte, Juan Zebedeo le imitaba.
Saltó del banco y corrió tras él.
Ninguno de los restantes discípulos movió un solo dedo. La incredulidad
continuaba pintada en sus rostros.
No lo pensé dos veces. Tomé el cayado y, sin cruzar palabra alguna con los
presentes, salvé la distancia que me separaba de la puerta, desapareciendo.
En mi mente se acumulaban aún muchas preguntas. El relato de la Magdalena
no había hecho sino estimular mi curiosidad. Pero debía cumplir lo planeado
por Caballo de Troya. Era imprescindible que estuviera cerca de Pedro y de
Juan en el momento en que descubrieran la demoledora realidad de la tumba
vacía. ¿Cómo reaccionarían? ¿Ocurrirían los hechos como cuentan algunos de
los escritores sagrados?
En este aspecto, por lo que llevaba visto y oído, ni siquiera el fiable Juan había
respetado el orden cronológico de aquellos primeros sucesos. Es más: esa
parte de su evangelio aparece trastocada. En el capítulo 20, como es fácil de.comprobar, la famosa carrera
hacia el sepulcro es intercalada antes de la
aparición del rabí a María Magdalena. Leyendo al evangelista en cuestión, uno
tiene la impresión que la de Magdala acudió a la tumba en solitario, sin las
mujeres. Y que, nada más descubrir el sepulcro vacío, corrió a la ciudad, lo
anunció a los discípulos y Pedro y Juan se precipitaron hacia la finca de José.
Incomprensible.
Como ya he referido más de una vez, y como seguiré demostrando, la
pulcritud de los evangelistas como historiadores y notarios de los hechos y
dichos de Jesús de Nazaret deja mucho que desear...
Al salir de la casa establecí una fugaz conexión con el módulo, anunciando a
Eliseo que me disponía a cubrir otro de los objetivos del plan. Eran las 08
horas y 45 minutos.
El bullicio había ido en aumento en las calles de la ciudad y, siguiendo la
inteligente recomendación de mi hermano, decidí evitar las aglomeraciones.
había perdido de vista a los discípulos, pero imaginaba cuál podía ser su
derrotero. Con toda probabilidad, recorrerían -a la inversa- el mismo camino
que yo había seguido para llegar a la mansión de Elías Marcos. Si actuaba con


163
diligencia, quizá llegase a la finca al mismo tiempo que ellos...
Ascendí rápidamente por la rampa que desembocaba en la fachada sur del
palacio herodiano, abandonando el recinto amurallado por la puerta de los
Jardines o del Ángulo. Y desde allí, corriendo siempre en paralelo a los
sectores oeste y norte de la muralla, no tardé en avistar la doble joroba rocosa
del Gólgota.
Mi Espíritu se estremeció al reconocer las stipes verticales, negras y desnudas,
recortándose sobre el fondo azul del cielo. Procuré no mirar y seguí mi
frenética carrera, entre las atónitas miradas de los peregrinos que habían
montado sus tiendas al socaire de los muros y que, sentados sobre sus esteras,
se afanaban en la molienda del grano, peinaban sus barbas y cabelleras con
anchos peines de madera o removían los grandes calderos comunitarios. Dejé
atrás el concurrido camino que partía de la puerta de Efraim en dirección a
Jaifa, no sin antes escuchar las maldiciones de un indignado aguador con el
que había topado y cuyo odre, inevitablemente, rodó por tierra. No estoy muy
seguro, pero creo que mi descenso desde el cerro del Gareb hacia el valle del
Tiropeón se vio acompañado de alguna que otra piedra, furiosamente
arrojadas por el atropellado y por los arreadores de ovejas cuyos rebaños
quedaron medio descontrolados a mi paso.
Jadeante, crucé la senda de Cesarea, corriendo pendiente abajo, al encuentro
de la ruta que conducía al norte. Al pisar el camino de Samaria me detuve
unos segundos. Necesitaba oxígeno. Me asomé a la vertiente oriental de la
calzada, tratando de reconocer la propiedad de José. Un destello me hizo.volver el rostro hacia la izquierda. Y
con no poca inquietud distinguí al fondo
del polvoriento camino una turrnae romana: una pequeña unidad de la
caballería. En total, unos treinta jinetes, con sus relucientes corazas de hierro
trenzado y sus característicos pantalones rojos y ajustados. Seguramente
regresaban a la fortaleza Antonia. Y aunque sus caballos tordos cabalgaban al
paso y se hallaban aún a cosa de doscientos metros, evité un nuevo encuentro
con las largas y afiladas jabalinas de los soldados. Salté sobre el pronunciado
talud, ocultándome entre los corros de acebuches y el monte bajo. Esta vez la
fortuna estuvo de mi lado.
Al poco, cuando sentí alejarse a la patrulla, reanudé la marcha, dejando entre
los cardos y ortigas el ya diezmado manto.
No tardé en divisar la cerca de madera encalada. Salté y, procurando hacer el
menor ruido posible, tras consultar la posición del sol, me encaminé hacia el
sureste. Aquella zona occidental de la plantación se hallaba cubierta de
hortalizas. Fui esquivando como pude las hileras de “escalonias” -la cotizada
variedad de cebolla egipcia-, así como los “ajos de caballo” o puerros, las
hermosas y cuidadas escarolas, berenjenas y pimientos y, de inmediato, a mi
derecha, entre las primeras filas de frutales, reconocí las inmaculadas paredes
de la casa del hortelano. El silencio seguía reinando en la finca.
Frente a mí se abrían las altas vides -las “datileras de Beirut”-, que el anciano
propietario había importado de la costa fenicia y que mimaba con gran
esmero. Al otro lado del viñedo se levantaba el palomar, de angustioso
recuerdo para mi.
¿Qué hacía? ¿Me ocultaba de nuevo en el gran cajón? Rechacé la idea. Lo
primero que debía averiguar era si los discípulos habían llegado. Elegí la
mancha de frutales y, sigilosamente, como en ocasiones precedentes, fui
avanzando entre ellos. Era muy extraño que los perros no dieran señales de
vida. Pero lo atribuí a la prolongada presencia de los policías y legionarios.
Rodeé la casita por su parte posterior y, dejando el brocal del pozo a mi
derecha, terminé por agazaparme entre los menudos troncos de los árboles que
empezaban a sombrear el suave promontorio rocoso. Todo frente a las
escalinatas que llevaban al panteón continuaba inalterable: los mantos, mazas
y la marmita seguían allí, olvidados. No había señal alguna de Pedro o de
Juan. Y, acertadamente, supuse que su tránsito por las congestionadas
callejuelas de Jerusalén no había resultado tan rápido como el mío.
Aquellos minutos me ayudaron a recobrar el resuello. Confirmé a Eliseo mi
posición y éste, prudentemente, me recordó que eran las 09 horas y que tenía
90 minutos para retornar a la “cuna”. No lo había olvidado. Pero antes debía
ingeniármelas para sustraer temporalmente una de las piezas vitales en todo
aquel enredo y, por supuesto, en nuestra nueva “exploración”..No tuve que esperar mucho. A los pocos
segundos de cerrar la conexión


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auditiva, Juan se presentó en la bifurcación del sendero que nacía en la cancela
de entrada a la finca. Venía sudoroso, muy agitado, respirando
escandalosamente por la boca y con sus negros y grandes ojos desorbitados.
En su rostro había una mezcla de miedo y esperanza.
Antes de elegir el ramal que conducía al sepulcro dedicó unos instantes a
inspeccionar los alrededores. El joven discípulo sabía lo de la guardia y,
aunque la de Magdala había repetido que el lugar estaba desierto, optó por
cerciorarse. Convencido de que la zona se hallaba en calma, dio unos cuantos
y cautelosos pasos, deteniéndose al descubrir los esparcidos mantos de los
levitas. Aquello le sorprendió. Se agachó y, tomando uno de los bastones,
masculló con rabia:
-Bastardos!
Soltó el arma con asco y, secándose el sudor de la frente con la amplia manga
izquierda de su túnica color hueso, miró al frente, directamente a los peldaños
que descendían al foso o antesala de la cueva funeraria. Dudó. Y al bajar el
primer escalón quedó inmóvil. Volvió la cabeza en dirección a la vereda por la
que había llegado y, con una mueca de impaciencia ante la tardanza de su
amigo, se encogió de hombros. Lo vi salvar las breves escaleras y detenerse de
nuevo en el estrecho callejón. Al hallarse de espaldas no pude saber cuál fue
su reacción ante la visión de las rocas removidas. seguía indeciso. Se situó
frente a la boca de la cueva y, tras lanzar una segunda ojeada a sus espaldas, se
inclinó, intentando escrutar el oscuro interior de la cripta. así permaneció, en
cuclillas y con la mano izquierda apoyada en el filo superior de la losa circular
que medio taponaba la entrada, hasta que unos resoplidos y dramáticos jadeos
le alertaron y obligaron a girar por tercera vez. Era Pedro.
Aunque, en efecto, yo le había visto salir el primero de la mansión de los
Marcos, su mayor edad y la nada despreciable grasa que se acumulaba en su
vientre y lomos lo habían dejado rezagado.
No pude evitarlo. Sentí pena por el agotado pescador. Juan se precipitó
escalones arriba y, al verle, Simón Pedro se quedó quieto, interrogándole con
la mirada. Pero su esfuerzo había sido excesivo y tuvo que reclinarse en uno
de los frutales, llenando el silencio del lugar con interminables y anhelosas
respiraciones. Su recortada barba cana goteaba un copioso sudor, mientras su
túnica aparecía empapada y pegada a las carnes.
Pero su curiosidad e inquietud eran más fuertes que el cansancio. Y con un
gesto de sus manos -incapaz de articular palabra-, interrogó de nuevo a su
compañero. Juan, desde el filo de los escalones, negó con la cabeza. Pero no
supe qué quiso decir. E imagino que Pedro tampoco interpretó correctamente
aquel gesto negativo. ¿Se refería el discípulo a la ausencia del cadáver o.trataba de explicarle que no había
tenido ni tiempo ni oportunidad de penetrar
en la gruta?
Pesadamente, sin dejar de jadear, con un mal disimulado disgusto que hacía
más pronunciadas las arrugas de su rostro, Simón se Fue hacia su amigo y, sin
mediar pregunta o comentario por ninguna de las dos partes, se lanzó peldaños
abajo. A mitad de camino, al descubrir el negro orificio de entrada, titubeó.
Fue una décima de segundo. Y, como un meteoro, se puso de rodillas,
entrando en tromba en el sepulcro. Juan, perplejo y admirado ante el indudable
valor de su compañero, no se movió.
No había transcurrido ni un minuto cuando vi aparecer la calva del galileo.
Esta vez, su salida de la cueva fue lenta y cansina. Tanto Juan como yo
estábamos pendientes de su faz y de su posible reacción. Se incorporó con
dificultad y, con pasos tambaleantes, sin despegar los labios, Fue a buscar
acomodo en la roca que servía de protección a la boca del pozo y que, como
dije, se hallaba tumbada frente a la fachada de piedra del panteón. Sus ojos
claros estaban fijos en ninguna parte. Parecía hipnotizado. Pálido y ajeno a
cuanto le circundaba.
Juan, nervioso e impaciente, le increpó desde la boca del sepulcro. Entonces
comprendí que el Zebedeo no había tenido ocasión de distinguir con claridad
la superficie del banco donde descansó el cuerpo de su Maestro. Era lógico.
Aunque el sol había remontado ya el perfil del monte de los Olivos,
iluminando las tierras con una dulce y meridiana claridad, la luz que irrumpía
en la cámara mortuoria era escasa. Y supongo que el decidido Pedro, como la
Magdalena y como yo mismo, se había contentado con palpar el vacío...
-¿Qué...?


165
Simón Pedro no pestañeó siquiera. Y con un vago ademán de su mano
izquierda le invitó a que entrara.
Juan torció el gesto y, contrariado por el mutismo de su hermano, se situó en
cuclillas. Agachó la cabeza y se perdió en las tinieblas del sepulcro.
Su estancia en el interior fue algo más prolongada que la de su predecesor.
Cuando retornó, a diferencia de Pedro, su cara aparecía radiante,
transfigurada...
Durante un par de minutos no dijo nada. Se dejó caer de espaldas contra el
frontis de la cripta y, entornando los ojos, le vi llorar. Fueron unas lágrimas
silenciosas, apacibles, que decían más que todas las palabras del mundo.
Pedro terminó por volver a la realidad y, con un amargo rictus en sus labios,
exclamó:
-Hijos de mala madre.. Han profanado su tumba!
La reacción del pescador debió encender a Juan. Y abriendo sus ojos fue a
sentarse a su lado. Visiblemente alterado, señalando a la boca de la cueva, el.más joven de los Zebedeo trató
de convencerle de algo en lo que, al parecer,
no había reparado su amigo: la extraña disposición de la mortaja. ¿Cómo
explicarlo? ¿Por qué los supuestos profanadores no se habían llevado la
sábana y el sudario?...
Los argumentos -tan agudos como razonables- no conmovieron a Pedro.
Mientras Juan discutía, refunfuñaba y le llamaba “terco” y “necio”, Simón,
inalterable, se limitaba a negar con la cabeza, repitiendo como un papagayo:
-Lo han robado!... Lo han robado!
El discípulo que parecía convencido de la misteriosa resurrección invocó
incluso la promesa del rabí, de volver a la vida al tercer día. Fue inútil. Su
alegría y arrollador entusiasmo se estrellaban una y otra vez contra el
escéptico Pedro.
En un desesperado y postrero intento por hacerle entender que aquel sepulcro
vacío no podía ser obra de ladrones, Juan tiró de él, invitándole a que entrara
de nuevo. El galileo accedió a regañadientes. Y ambos se perdieron por
segunda vez en la oscuridad de la tumba.
Ignoro lo que hablaron, pero casi estoy seguro que los dos tantearon la
superficie de la plataforma rocosa, encontrando, como yo, la blanda sábana de
lino y el pañolón, misteriosa e inexplicablemente “deshinchados".., y vacíos.
Al rato regresaron a la luz. Pedro, sin cambios aparentes: confuso y atornillado
a la explicación de los profanadores. Juan, en cambio, exultante. Reafirmado
en la creencia de que el Maestro había resucitado. Le vi saltar de júbilo.
Golpear la fachada del panteón con ambas manos y repetir a voz en grito:
-Lo hizo!... Lo cumplió!... Las mujeres tenían razón!
Simón, malhumorado y temeroso, intentó hacerle callar. Sus recelos hacia los
sanedritas no habían desaparecido. El miedo a ser igualmente capturado
seguía dominando y dirigiendo su débil voluntad. Y como viera que su joven e
impulsivo amigo no cedía, dio media vuelta, retirándose del callejón.
La verdad es que, al rememorar este pasaje, no supe qué pensar. Juan el
Evangelista no refleja en ningún momento la dura y arisca postura de Simón
Pedro. Al leer dicho texto (Juan, 20, 1-10), el escritor deja claro que él sí “vio
y creyó”. Pero ¿por qué no hace mención de la incredulidad y cerrazón mental
de su compañero? ¿Fue por compasión? ¿Quizá por benevolencia?
O, como ya vimos en la “última cena”, porque no convenía empañar la imagen
del que después sería cabeza visible de la Iglesia?
Las escenas de la famosa carrera y de la entrada en el sepulcro habían
concluido. Pero no así las sorpresas de aquella agitada mañana del domingo, 9
de abril del año 30....En el fondo, como pasaré a relatar, la imprevista irrupción de aquella mujer en
la finca contribuyó -y no poco- a multiplicar mi desolación. Esto fue lo que
presencié.
Pedro, como decía, subió los peldaños y, gesticulando y farfullando
incongruencias, se dirigió hacia el sendero. Parecía dispuesto a dejar plantado
a su amigo. Pero, súbitamente, unos apresurados pasos le obligaron a
detenerse. Yo, que me había alzado y me disponía a salir al encuentro de los
apóstoles, hice otro tanto. Aquello no estaba previsto ni figura en los textos
evangélicos.
Al fondo de la vereda, entre el ramaje de los árboles, se aproximaba rauda una
silueta. Juan terminó por asomar a la pequeña explanada abierta frente a la
roca y, despacio, fue a situarse junto a su expectante compañero. No hablaron.


166
Pedro llevó su mano izquierda a la empuñadura de su espada y, temiendo
quizá un desagradable encuentro, esperaron.
La alta y espigada figura llegó a la bifurcación del caminillo. Y al descubrir la
presencia de los galileos detuvo su nervioso caminar. Era una mujer. Llevaba
el rostro embozado en un holgado manto verde hierba. Creí reconocer el talle
y aquellas delicadas vestiduras. Y fue Juan quien confirmaría mis
suposiciones.
-María -exclamó el Zebedeo. Y abriendo sus brazos se precipitó hacia la
hebrea-. María, ¡Perdóname!... Es cierto, es cierto!
La de Magdala descubrió su cara, acogiendo al feliz discípulo. Simón retiró
sus dedos del gladius y, respirando aliviado, permaneció inmóvil. Juan y la
Magdalena habían roto a llorar. Y así siguieron durante algunos minutos,
fuertemente abrazados. Pero Simón, cuya paciencia no era precisamente
generosa, trató de cortar aquella emotiva escena, recriminándoles su “infantil
credulidad” e instando a Juan a salir cuanto antes de aquel “peligroso lugar”.
Fue entonces, al lanzar una inquieta mirada a su alrededor, cuando descubrió
mi presencia entre los frutales. El pescador, sobresaltado, desenvainó la
espada. Pero, saliendo de mi escondrijo, me di a conocer, invitándole a no
perder la calma.
Al reconocerme, Juan secó sus lágrimas y, ante el gesto contrariado de Simón,
acudió a mí, haciéndome partícipe -entre gimoteos y convulsivas sonrisas- de
lo que ya sabía. Durante algunos instantes no supe qué hacer ni qué decir. Era
plenamente consciente que no podía influir, en ningún sentido, en los ánimos
o decisiones de aquellos hombres. Mi papel era el de mero espectador. Sin
embargo, en situaciones como aquélla, la fría y necesaria imparcialidad
resultaba extremadamente difícil... Y me limité a escucharle, acariciando sus
revueltos y sedosos cabellos..Fue Pedro quien, más sereno, vino a sacarme de tan comprometida situación.
Dejándose llevar de su lógica y sentido común, ignorando a María, dio un
corto paseo entre los bastones y la marmita de los policías del Templo,
exponiendo lo que, en principio, me pareció una excelente sugerencia:
-Debemos anunciar el robo a José y a los demás...
Al oír la palabra “robo”, la de Magdala arreció en su llanto, presa de un nuevo
ataque de desesperación. Pero el tozudo galileo ni la miró. Y haciendo presa
en la muñeca de Juan, lo arrastró vereda arriba, desapareciendo de nuestra
vista.
Por un lado me alegré. La intransigencia del pescador había empezado a
crisparme los nervios.
La misión me obligaba a permanecer en el huerto, atento a la suerte de los
lienzos mortuorios. Ese era mi inminente y delicado objetivo: hacerme con
ellos y, durante unas horas, someterlos a un exhaustivo análisis científico en el
interior del módulo. Una vez depositados en la “cuna”, daría comienzo la
segunda fase de aquella, por el momento, accidentada aventura. Pero sigamos
el orden cronológico de los hechos...
Conmovido, me aproximé a María. Se había arrodillado y, abatida, ocultaba su
cara entre las manos. La dejé llorar y desahogarse. Cuando comprobé que sus
sollozos y suspiros empezaban a espaciarse, fui retirando delicadamente sus
largas manos, rogándole que tuviera paciencia. Pero la de Magdala, con los
ojos hinchados y enrojecidos, movió la cabeza, transmitiéndome su
impotencia y profunda angustia. Era triste y desesperante para mi no poder
ayudar mejor a aquella hermosa hebrea de veinte o veintidós años. Hubiera
deseado anticiparle algo de lo que conocía. Pero el estricto código moral que
regía nuestro trabajo se impuso una vez más.
De rodillas frente a ella, pendiente de su amargura, tuve de pronto la sensación
de que alguien nos observaba. Fue un escalofrío en la nuca. Y, al volverme, en
efecto, tropecé con la fornida figura de un hombre. Se hallaba descalzo. quizá
por ello no le había oído llegar. Levanté la vista y respiré con alivio al
reconocer al hortelano de José. Vestía un tosco chaluk de lana cenicienta y
descolorida, tocándose con un no menos gastado sombrero de hoja de palma.
En su mano izquierda portaba una antorcha. El am-ha-arez -así denominaban a
los sufridos obreros del campo y a la masa del pueblo- me sonrió, dejando al
descubierto las dos o tres únicas piezas que seguían en pie en sus inflamadas y
negras encías.
Creo recordar que aquélla fue una de las pocas ocasiones en que le oí hablar.
El hombre, fiel seguidor de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, había


167
escuchado los rumores que ya circulaban por la ciudad sobre la desaparición.del cadáver del Maestro y, en un
casi indescifrable arameo galileico, me
preguntó si sabía algo al respecto (1).
---
(1) El acento de los galileos, como vimos en el incidente de las negaciones de
Pedro, era tan acusado que, por ejemplo, una palabra tan
---
Me puse en pie y, señalando hacia María, improvisé, explicándole que sí, que
algo había oído, pero que no estaba seguro...
El jardinero cayó entonces en su habitual mutismo. Miró a la mujer e,
hierático como un poste, se aleló en direccion al foso. Comprendí que estaba
dispuesto a comprobarlo por sí mismo y, tras unos segundos de vacilación,
decidí unirme a él. La presencia de la tea era importante. Hasta ese momento,
mis sucesivas incursiones a la cripta se habían desarrollado siempre en
precarias condiciones de visibilidad. Y sin más, olvidándome por completo de
la de Magdala, me apresuré a seguir los decididos pasos del hortelano.
En mala hora...
El nauseabundo olor del sebo de vaca que impregnaba la tea lo llenó todo. Y
la cimbreante llama, entre esporádicos chisporroteos, fue arrancando rojizos
reflejos a las paredes de la gruta, alargando y deformando nuestras sombras.
El silencioso hortelano, con la cabeza y el torso inclinados para no tropezar
con el techo, permaneció con los ojos fijos en el banco vacío. Parecía
hipnotizado.
Durante unos segundos me dediqué a observarle, esperando algún comentario
o reacción de sorpresa. Me equivoqué. Frío como el hielo, se limitó a pasear el
hacha por encima de la plataforma rocosa, verificando, como yo, que el lienzo
presentaba una posición anormal.
Transcurridos unos minutos, hizo ademán de retirarse del lúgubre recinto.
Pero -torpe de mí!- le hice una señal y el seco aunque complaciente servidor
de José accedió a mi ruego, aproximando la antorcha al lino. Obviamente,
debido a la oscuridad, en las anteriores oportunidades no había tenido ocasión
de reparar en un “detalle” que, a la luz de la flama, me dejó atónito. Un
“detalle" del que había tenido conocimiento “en mi tiempo” pero que,
honradamente, nunca valoré como “serio” o “científico". Me estoy refiriendo a
unas asombrosas manchas, de un tinte acaramelado, que aparecían en ambas
caras interiores del paño de lino. Pero vayamos por orden.
Recuerdo que, en una primera exploración de la mitad superior de la sábana,
me llamó la atención una serie de coágulos y regucrillos de sangre. Pegué casi
la nariz sobre tales manchas,
---.común como cordero (minzúr). podía ser confundida con haowr (vino) o con
haolor (asno). Esta circunstancia y las costumbres mas liberales de la Galilea o
como la llamaban los judíos del sur, habían hecho que los paisanos del
Naiarcno lucran despreciados y discriminados y sus tierras, bautizadas con el
sobrenombre de giwlil-al-govilo o “el círculo de los paganos". Pero de estas
interesantes diferencias entre los judíos hablaré mas adelante. (N. del m.)
---
observando con no poca perplejidad que aparecían intactas. “Limpias".
Perfectamente definidas. Aquello era incomprensible. Después de treinta y
cuatro horas -tiempo aproximado de permanencia del cadáver en la sepultura-,
la mayoría de las heridas y grumos sanguinolentos debería de haber quedado
encolada a la tela. Si el cuerpo fue robado o trasladado, lo lógico hubiera sido
que, en el trasiego, al despegarse, dichas coagulaciones habrían chafarrinado o
emborronado la sábana. Los calcos de sangre, en cambio, se conservaban
intactos.
Dios mío!, ¿qué había sucedido en aquel negro aposento en la madrugada del
domingo?
Levanté la cara superior del lino y, a la luz de la tea, entre una constelación de
rastros sanguíneos igualmente nítidos, descubrí aquellas “manchas” doradas.
¿O no eran “manchas”? Nervioso y confundido ante tanto desatino científico,
acaricié la superficie de la mitad inferior de la mortaja. Las yemas de los
dedos rozaron primero algunos de los grumos de sangre. Sí, no cabía duda:
aquello sólo era sangre. Pero al hacer lo mismo sobre las supuestas “manchas”
de color tostado, no percibí la rugosidad de los coágulos. La deficiente
iluminación y la prohibición establecida por Caballo de Troya de manipular o


168
alterar la posición de aquellos lienzos -al menos mientras permanecieran en la
tumba- no me permitieron llegar a conclusión alguna.
Mientras duró la corta y apresurada exploración me vinieron a la mente varias
hipótesis. ¿Se trataba de manchas originadas por los ungüentos? ¿O quizá
estaba ante posibles fluidos de origen orgánico -consecuencia de la
descomposición del cadáver- que habían empapado la tela?
Lo asombroso era que tales “manchas” venían a reproducir los perfiles del
cuerpo que había sido envuelto en la mencionada sábana.
-Esto es de locos!
Mi exclamación debió de remover el gélido talante del Jardinero. Porque,
imitándome, acercó su rostro al interior de los lienzos. Cruzamos una mirada
de incredulidad. Sin embargo, no fueron las misteriosas “manchas” color oro o
la desconcertante estructura de los coágulos lo que había sorprendido al sagaz
hortelano. Supongo que estas sutilezas escaparon a su fino instinto. No así, en
cambio, otro “detalle” que, de no haber sido por él, seguramente habría pasado.inadvertido para mí. Sin
pronunciar una palabra, señaló con su dedo índice
derecho hacia el centro del lino. Al ver “aquello”, el corazón me dio un salto.
Casi en la mitad del banco, descansando entre ambas partes de la sábana y
justamente en el punto donde habían reposado las muñecas del Nazareno, se
encontraba la estrecha tira de tela que una vez espolvoreada de acíbar, había
servido para anudar sus destrozadas manos. Lo increíble es que la “venda” en
cuestión, aparecía enrollada, como un “anillo”, perfectamente anudada
¿abrazando... el vacío?
Cerré los ojos. ¿Es que yo también era víctima de una alucinación o de la
histeria colectiva? Pero no. Al abrirlos, el “descubrimiento” del jardinero
seguía allí, desafiando a la lógica humana. Al igual que ocurriera con el
pañolón que había sujetado la mandíbula inferior del rabí y que, como dije, se
encontraba firme y “en su lugar”, aquella pieza de tela -obligada en los
enterramientos judíos de la época- no mostraba signos de manipulación por
parte de manos humanas. Si un hipotético profanador hubiera cargado con el
cuerpo, ¿por qué iba a entretenerse en soltar dichas tiras para anudarlas
nuevamente y, el colmo de lo absurdo, situarlas delicada y estudiadamente en
el mismo punto y posición que habían ocupado?
Allí había ocurrido “algo” extraordinario. “Algo” que rebasaba mi capacidad
mental. Pero ¿qué?
Tal y como imaginé, la “venda” que Nicodemo había anudado a la altura de
los tobillos del Maestro se presentó ante mis atónitos ojos en idéntica
posición. Meticulosamente enrollada y con los nudos intactos...
Satisfecha mi curiosidad -no así mis dudas-, hice desender la referida mitad
superior del lino hasta su posición original. Ahora más que nunca debía
hacerme con aquella mortaja y someter el tejido, los coágulos y las “manchas”
doradas a un exhaustivo análisis médico-científico. Que poco imaginaba
entonces las múltiples sorpresas que nos depararían dichos estudios!
Pero antes había que resolver un “pequeño problema”: ¿cuándo y cómo
sustraer los lienzos?
Creo que estábamos a punto de abandonar la cripta cuando, de pronto, una
sucesión de gritos hizo que el hortelano y yo nos mirásemos alarmados. ¿Qué
había sucedido?
En efecto, creo que fue una torpeza por mi parte. jamás debí retener al
hortelano en la tumba. Pero el destino, como se verá, tiene estas cosas...
Fui el primero en salir. Medio cegado por la fuerte claridad de la mañana, a
punto estuve de tropezar con la segunda losa.
Las voces procedían del lugar donde, poco antes, habíamos dejado a la
afligida María. No parecían gritos de miedo o de dolor. Era difícil de explicar..Sonaban como invocaciones...
Como si alguien -una mujer sin duda-reclamara
la atención o la presencia de otra persona.
Al ganar el último escalón quedé desconcertado. De espaldas, la de Magdala,
arrodillada y con los brazos en alto, no cesaba de clamar, repitiendo una
misma y única palabra:
-Rabbunl!...
El término -”Maestro”- se refería al fallecido rabí de Galilea. De eso estoy
seguro. Pero ¿por qué invocaba su nombre? Y, sobre todo, ¿por qué lo hacía
en aquel extraño tono?
Tuve un presentimiento. Dirigí la mirada a mi alrededor pero no tardé en


169
rechazar tan absurda idea. allí no había nadie. Todo se hallaba en calma.
además, los textos evangélicos consultados por Caballo de Troya no hablan de
una segunda aparición de Jesús a la Magdalena.
La mujer no se había movido prácticamente de la linde de los árboles. quizá -penséha
sido víctima de otra depresión.
El encargado de la finca se situó a mi altura y, de nuevo, nos miramos sin
comprender. Y despacio, procurando no asustarla, caminamos hacia ella.
-Rabbunl!
Aquello era una llamada.
Nos detuvimos uno a cada lado y, por espacio de algunos minutos, la
contemplamos con tanta inquietud como curiosidad. La Magdalena presentaba
una expresión diametralmente opuesta. El anterior abatimiento se había
borrado de su faz. Era muy extraño...
Sus ojos, muy abiertos, sin pestañear, parecían atrapados en un punto invisible
del espacio. había en ellos una sombra de espanto y sorpresa. Fue entonces, al
mirar sus manos, cuando reparé en la dirección y posición de los dedos. Se
encontraban rígidos, crispados y en actitud de querer tomar o agarrar algo...
-Rabbunl!
María, inmóvil como una estatua, no se percató de nuestra presencia. Sólo
repetía el título del Nazareno. Y su tono, evidentemente, era de clara súplica.
No supe qué pensar. Todos los síntomas apuntaban hacia una nueva crisis. Y
empecé a cuestionarme si la salud y equilibrio mentales de la antigua
cortesana eran correctos.
De no haber sido por la fulminante reacción del jardinero, quizá aquella
situación hubiera podido prolongarse indefinidamente. Pero el hombre,
comprendiendo que María se hallaba fuera de si, terminó por echarse sobre
ella y, zarandeándola por los hombros, la levantó casi en el aire. Las secas y
violentas sacudidas surtieron efecto. Y la de Magdala pestañeó varias veces,
“volviendo” a la realidad. Sus mejillas fueron recobrando el color y, bajando
la cabeza, suspiró ansiosamente..-¿Estás bien? -me atreví a preguntar.
Alzó los ojos y sus pupilas azabaches hablaron en silencio y con una fuerza
que me recordaron la poderosa mirada del Hijo del Hombre. Me estremecí y
ella, lo sé, lo percibió. Sonrió con una íntima satisfacción y, levantando su
mano izquierda hacia los frutales, comentó sin titubeos:
-Le he visto!
El hortelano, instintivamente, giró la cabeza hacia el lugar señalado por la
mujer.
-Si, nos lo has contado... -repliqué en tono conciliador.
-No! -estalló temblorosa-. Ahora!... Ha sido ahora!
Esta vez fui yo quien palideció. Pero, al momento, sospechando que la
Magdalena podía ser víctima de sus propias emociones, me esforcé por
conservar los nervios, siguiéndole la corriente.
-Ten calma. Sabes que yo he creído tu testimonio. Sé que le vísteis...
-No! -me interrumpió con violencia. Su faz había cambiado. La de Magdala
había comprendido que, una vez más, no era creída-. Os repito que le he visto
por segunda vez! ... Aquí!
Y avanzando un par de pasos fue a situarse a un metro de los árboles.
El silencioso jardinero torció el gesto. Volvimos a mirarnos y, prudentemente,
no hicimos comentario alguno. Una segunda supuesta aparición del no menos
supuesto resucitado era demasiado... Y, sin querer, me vi arrastrado al mismo
escepticismo de Pedro y que, paradójicamente, yo había criticado en mi
interior. Era curioso. A pesar de la vehemencia de la hebrea, fui incapaz de
creer en sus palabras. ¿O es que la sensación de frustración que venía
germinando en mi ánimo nublaba mi mente hasta el punto de rechazar su
testimonio, buscando así mi propia justificación? Ahora sé que la sola idea de
que aquello fuera cierto, y de que Él hubiera estado tan cerca, había empezado
a minar mis fuerzas...
-Era Él!...
Y María, sin que nadie le preguntase repitió la misma descripción del
“extranjero de túnica y manto "nevados”.“. La dejamos desahogarse. ¿Qué
otra cosa podíamos hacer?
Y me ha hablado -prosiguió con una creciente emoción-. Ha dicho: “No
permanezcas en la duda. Ten valor... Cree no que has visto y oído. Vuelve con
los apóstoles y diles otra vez que he resucitado... que apareceré ante ellos y


170
que, pronto, como he prometido, les precederé en Galilea.”
Ella observó nuestros rostros. El significativo silencio que siguió a su
exposición fue revelador. Pero, en esta oportunidad, la de Magdala no se
alteró. No hubo reproches o lamentos. Comprendió cuáles eran los.pensamientos de aquellos hombres y,
ocultando su rostro con el filo del
manto, se alejó con paso presuroso.
Eran las 09 horas y 40 minutOs. Suponiendo que esta segunda manifestación
del Maestro hubiera sido real, el hecho pudo registrarse tres o cuatro minutos
antes...
Pasmados, sin saber qué decir, vimos cómo la mujer entraba en el sendero y
echaba a correr. En estos instantes, al tiempo que desaparecía en dirección a la
cancela, otras dos figuras se recortaron entre el ramaje. Al cruzarse con la
Magdalena se detuvieron, pero ésta, al parecer, no respondió al saludo de los
dos hombres y, sin dejar de correr, se perdió vereda arriba. Los nuevos
visitantes, visiblemente contrariados, dudaron durante breves segundos. Pero
al descubrir nuestra presencia, reanudaron la marcha. Eran José, el de
Arimatea y dueño del lugar, y el eficaz David, hermano de los Zebedeo y jefe
de los “correos”.
Tanto uno como otro, al igual que la mayoría de los seguidores de Jesús que
yo había tenido ocasión de contemplar hasta esos momentos, traían en sus
rostros el agotador cansancio de dos días y dos noches de vigilia, la angustia y
el horror de la tragedia y, sobre todo en el caso de David Zebedeo, una chispa
de esperanza en sus ojos.
Ambos se alegraron al verme. Y José, sabedor desde un principio de la
existencia de la férrea vigilancia del panteón, elogió mi presencia en el lugar,
comparándola con la “ mezquina y cobarde actitud” de muchos de los íntimos
del Maestro. Traté de disuadirle, pero el anciano, cambiando de conversación,
nos preguntó por lo que constituía el verdadero motivo de la visita de ambos a
su propiedad: el sepulcro. Las mujeres que habían acompañado aquella
madrugada a la de Magdala -nos aclararon-, después de transmitir a los
apóstoles las noticias de la tumba vacía, de la desaparición de las patrullas y
de la supuesta presencia del rabí en el jardín, acudieron a la mansión de José,
poniendo en conocimiento de la hija de éste y de las restantes hebreas todo lo
que -según ellas- habían visto y oído. Poco después, la hija del de Arimatea y
las cuatro testigos en cuestión se presentaron en la casa de Nicodemo. allí
estaban David Zebedeo y el anciano miembro del Sanedrín. Repitieron su
historia, pero, según las propias palabras de José, casi todos dudaron de la
veracidad de tales hechos. Sobre todo, del poco creíble asunto de la
resurrección del Nazareno. Tanto Nicodemo como los discípulos que se
ocultaban en la casa se inclinaron a creer que el cadáver podía haber sido
robado. Sólo David y José recordaban las promesas del Hijo del Hombre y,
movidos por la esperanza y la curiosidad -en el caso de José, esta última
pesaba bastante más que la primera-, tomaron la decisión de acudir a la cripta
e intentar aclarar el enigma..David apenas abrió la boca. Contempló la explanada con minuciosidad y, acto
seguido, temblando de impaciencia, rogó al anciano que no perdieran más
tiempo y que le precediera en el ingreso en la tumba. José asintió y, a una
señal suya, el hortelano encabezó la reducida comitiva. Yo, cautelosamente,
me quedé atrás y aguardé en mitad de las escaleras. Durante los minutos -no
muchos- que duró la nueva constatación, un pensamiento, casi una obsesión,
me atormentó sin piedad:
“¿Y si aquella segunda aparición hubiera sido cierta?”
Tampoco los acontecimientos que estaba presenciando figuran en los
Evangelios. Ni la segunda y hasta ese momento supuesta aparición del
Maestro a la Magdalena, ni la espontánea visita de José y David a la tumba, ni
muchísimo menos lo que ocurriría poco después. No me cansaré de repetirlo:
lástima que los escritores llamados “sagrados” no se empeñaran en una
narración más minuciosa y completa de los sucesos que rodearon la vida y la
muerte del Hijo del Hombre! De haberlo hecho así, los cristianos y no
creyentes habrían comprendido mejor a los protagonistas de dicha época. Qué
razón lleva Juan el Evangelista cuando, en su último versículo (21, 25),
asegura que “hay además otras muchas cosas que hizo Jesús...”! Pero me
niego a caer en nuevas disquisiciones personales.
Curiosamente, aquellos dos hombres serían los últimos fieles seguidores del
Cristo que tuvieron acceso a la cueva cuando todavía se hallaba “intacta”; es


171
decir, con los lienzos mortuorios tal y como habían aparecido después de la
enigmática desaparición del cadáver.
El de Arimatea no tardó en volver al exterior. Su actitud, en un principio, fue
agria. Se llevó las manos a la espalda y, mientras daba cortos paseos por el
callejón, se limitó a mover la cabeza, como si rechazase la posibilidad de una
resurrección. En cierto modo me recordó a Simón Pedro.
David Zebedeo, en cambio, al igual que Juan, su hermano menor, apareció
vivificado. Con una elocuente felicidad en los ojos.
Antes de que el responsable de los emisarios formulara comentario u opinión
algunos, el euschimón -designación utilizada también en aquel tiempo al
referirse a un rico hacendado- se plantó a dos palmos de su amigo y,
mirándole fijamente, le preguntó sin rodeos:
-¿Qué opinas?
La respuesta del galileo, a mi entender, fue perfecta:
-Hice bien al convocar a mis hombres para hoy... Siento curiosidad por
conocer las reacciones de los apóstoles. Iré a la casa de Elías y les preguntaré.
Jesús prometió resucitar al tercer día y lo ha cumplido. En cuanto llegue el
último de mis “correos” daré las órdenes oportunas para que difundan la buena
nueva..-Pero...
La previsible impugnación de José no llegó a ser formulada. Un lejano vocerío
nos hizo girar las cabezas hacia el final de las escalinatas. David interrogó con
la mirada al sanedrita. Pero éste, encogiéndose de hombros, consultó al
hortelano. Ninguno sabía de qué se trataba.
Ascendieron los peldaños cautelosamente y, una vez arriba, se detuvieron. Me
apresuré a seguirles. Esparcidos entre los árboles -juraría que desplegados en
orden de combate- se aproximaba una veintena de hombres. Vestían de forma
muy distinta. Cinco o seis, con largas túnicas verdes que rozaban el suelo
arcilloso y “camisas” de escamas metálicas hasta la mitad del muslo. Se
tocaban con cascos bruñidos y cupuliformes y portaban sendos arcos de doble
curvatura. Avanzaban en el centro de la formación y uno de ellos -quizá el
jefe- lo hacía ligeramente adelantado y con una tea encendida en su mano
izquierda.
Otros se cubrían con ropones amarillos, idénticos a los que habían quedado en
tierra. Reconocí en sus siniestras y entre las fajas algunos de aquellos largos y
temibles bastones claveteados. El resto, al menos de los que caminaban en
primera línea, vestía unas curiosas prendas -parecidas a nuestras camisetas-,
de un recio paño y cortas mangas, todas de idéntico color pardo-canela. Sobre
una menguada túnica del mismo tinte -quizá se tratase de una única pieza-ceñían
la cintura con una ancha faja de cuero reluciente, de unos treinta
centímetros, y dividida en tres bandas, con todas las características de una
coraza abdominal. Sus cabezas aparecían cubiertas con unos turbantes de igual
tono que las vestiduras. Uno de los colgantes de aquel simulacro de casco caía
sobre la oreja derecha, con largos flecos que descansaban sobre la clavícula.
Una lanza de madera de más de dos metros y punta de hierro triangular y un
espeso escudo ovalado, también de madera de sicómoro (capaz de resistir a los
gusanos), completaban el armamento. La estampa de aquellos guardias del
Templo -porque de eso se trataba- trajo a mi memoria el detalle de uno de los
relieves descubierto en el palacio de Senaquerib, en Nínive, en el que se
representa la conquista de la ciudad judía de Lakis, en el 701 antes de Cristo.
Al vernos aparecer en lo alto del callejón, la policía judía detuvo su marcha.
Varios de ellos, los que portaban los arcos en forma de yugo, echaron atrás sus
manos, extrayendo sendas flechas de unos carcaj cilíndricos y granates. Pero
el situado en cabeza hizo una señal con el hacha y las flechas volvieron a las
aljabas.
David Zebedeo, intuyendo las intenciones de aquellos arnmarkelin o stratigoi,
como los llamó Flavio Josefo, desenvainó su gladius y, frío como un témpano,
fue a cubrir a su anciano amigo. Pero éste, consciente de la superioridad de los
esbirros de Caifás, obligó al discípulo a guardar su arma. Y adelantándose.hacia la linde de los frutales, increpó
al que parecía el cabecilla, llamándole
por su nombre. Se trataba de un tal Eleazar, uno de los sagan o jefe del
Templo (1). El capitán de los levitas
---
(1) Los jefes del Templo gozaban de una gran consideración. Además de la
supervisión del culto administraban todo lo concerniente a la seguridad y


172
trabajos policiales desempeñados por los levitas. En el año 66, por ejemplo,
otro Eleazar llegó a ordenar la supresión del sacrificio en honor al emperador
romano. Aquello fue casi una declaración oficial de guerra contra Roma. Fue
el comienzo de la insurrección. (N. del m.)
---
se reunió al punto con el dueño de la plantación y, por espacio de breves
minutos, discutieron acaloradamente. Por último, tras hacer una indicación al
grupo que permanecía atento y a corta distancia, se abrió paso desde detrás de
los policías un hebreo de larga túnica blanca, de lino, con un ceñidor de tela
del mismo color, del que colgaba una pequeña caja de fina madera. Me
impresionó su porte noble, tranquilo y mesurado. Debía rondar la misma edad
de José: unos sesenta años. El recién llegado saludó al de Arimatea con una
leve reverencia e introduciendo su mano en la amplia manga derecha le
mostró un rollo de piel de borrego, cuidadosamente sujeto por un cordoncillo
rojo. José lo desplegó, procediendo a una minuciosa lectura. Sin poder resistir
la curiosidad, me incliné disimuladamente sobre David, susurrándole al oído si
podía adelantarme una explicación. El Zebedeo, sin dejar de observar a los
tres hombres, me hizo ver que no estaba seguro:
-Quizá pretendan la clausura de la tumba...
Pero el jefe de los heraldos se equivocaba. Las intenciones de aquellos
individuos o, para ser más preciso, del sumo sacerdote Caifás y los saduceos
que le secundaban en el “problema” llamado Jesús, eran mucho más
sibilinas...
El de Arimatea devolvió el pergamino al anciano y, dando media vuelta, se
encaminó hacia nosotros. Su rostro, habitualmente apacible, se hallaba
congestionado. Nos indicó con la mano que nos echáramos a un lado, dejando
libre el acceso al foso, y, con un escueto y seco comentario, resumió la
situación:
-Orden de registro...
-Pero ¿por qué?... ¿De quién?
José miró a David y respondió con una cínica sonrisa.
Fue el Zebedeo quien se contestó a sí mismo y acertadamente, claro:
-Caifás!... Ese bastardo!.Al principio, como mis compañeros, no comprendí el sentido de aquel
registro. El sumo sacerdote había sido informado por la propia patrulla judía
de la desaparición del cadáver y del no menos inquietante fenómeno de las
piedras, rodando solas. ¿ Qué oscuras intenciones podían ocultarse, por tanto,
detrás de aquella absurda orden? No tardaría en averiguarlo.
Los levitas cercaron finalmente el acceso a la cueva y nosotros, en silencio,
permanecimos a un lado, pendientes de la desconcertante maniobra. El capitán
reclamó entonces la presencia de dos individuos que no parecían formar parte
del cuerpo de vigilantes del Templo. Vestían como la mayoría de los am-haarez
o plebeyos: túnicas raídas y de un color devorado por la inseparable
mugre. Uno de ellos presentaba la cabeza fajada a la altura de las sienes. Las
vendas le ocultaban la oreja derecha. Y al fijarme con mayor detenimiento me
pareció reconocer al siervo del sumo sacerdote que había provocado el
altercado en las cercanías del huerto de Getsemaní. Aquel sirio o nabateo (1),
que respondía al nombre de Malco, y que yo había buscado infructuosamente
en las postreras horas de mi primer “salto”, parecía muy recuperado del
terrorífico mandoble propinado por Simón Pedro. Si las circunstancias no
hubieran sido tan rígidas, seguramente habría intentado satisfacer una íntima
curiosidad: examinar la oreja y el hombro derechos del inoportuno siervo.
Pero no tuve más remedio que dominarme. “Quizás haya una tercera ocasión”,
me dije a mi mismo. De todas formas, mientras Eleazar, el capitán de los
guardias, daba instrucciones a los desarrapados, pude aclarar otro interesante
extremo. Aquellos individuos no eran en realidad unos sirvientes, en el sentido
que podemos atribuir hoy a tal calificativo. El descarado orificio en el lóbulo
de la oreja derecha del segundo personaje revelaba a las claras que se trataba
de esclavos. En este caso, esclavos paganos. (Procuraré, más adelante,
adentrarme en el tenebroso y poco conocido mundo de la esclavitud en Israel
en los tiempos de Cristo y a la que, incomprensiblemente, Jesús no prestó una
excesiva atención.)
El caso es que, ante mi sorpresa y desconcierto, el jefe del Templo cedió la tea
a Malco y, éste, en compañía del segundo esclavo y de tres de los levitas de
túnicas verdes, descendieron los peldaños, dirigiéndose a la boca del sepulcro.


173
El capitán ordenó que fueran recogidos los mantos, garrotes y la marmita de la
patrulla que había prestado servicio frente a la tumba, y, acto seguido, bajó al
callejón, introduciéndose en la cripta. Por lo que pude apreciar, sólo los
esclavos y el jefe de aquel nuevo pelotón entraron en la cueva. Este último,
por cierto, se deslizó por la estrecha abertura con unas precauciones que se me
antojaron tan absurdas como excesivas. Los tres levitas restantes se
mantuvieron frente a la fachada, custodiando el acceso al interior..La explicación a la casi teatral manera de
Eleazar de ingresar en el panteón -evitando
por todos los medios el rozar si quiera la piedra circular que servía
para clausurarlo- me fue dada por David quien, espontáneamente, rememoró
una diatriba del Maestro:
-Sepulcros encalados!
¿Qué había querido decir el Zebedeo? Muy sencillo. La ley mosaica era
estricta en lo que al contacto y a la contaminación con cadáveres se refería. En
la Misná, por ejemplo, capítulo
---
(1) El nombre de Malco aparece frecuentemente en las inscripciones palmíreas
y nabateas. Dos reyes de la mítica Nabatea -Malco 1 (50-28 a. C.) y Malco
11(40-71 d. C.)- parecen refrendarlo. También el historiador Josefo lo
atestígua (B.j., 1 29, 3 y Ant., XVII 3, 2). Según nuestras informaciones, Le
Bas y Waddington se inclinan más por un origen sirio, ofreciendo hasta un
total de 28 testimonios epigráficos. (Nota del m.)
---
Ohalot (1), se dicta, entre otros, los siguientes preceptos, fundamentados en el
libro de Números (19, 14): “La piedra circular que cierra la tumba -reza el
capítulo II-y las piedras de apoyo propagan impureza por contacto y bajo la
tienda, aunque no por transporte...
“Las siguientes cosas son puras si son defectivas -es decir, si no alcanzan la
medida-: como media aceituna de un cadáver, como media aceituna de
sustancia cadavérica putrefacta, una cucharada de podredumbre. un cuarto de
log de sangre (un Log equivalía a 500 gramos), un hueso del tamaño de un
grano de cebada, un miembro de un ser vivo al que le falta el hueso.
“Si una persona toca a un muerto y luego a unos objetos o si proyecta su
sombra sobre un cadáver y luego toca unos objetos, éstos devienen impuros.
Si proyecta su sombra sobre un muerto y luego la proyecta sobre unos objetos
o si toca a un muerto y luego proyecta su sombra sobre unos objetos, éstos
permanecen puros. Pero si su mano tiene una extensión de un palmo cuadrado,
los objetos devienen impuros...”
Todas estas medidas -que en un principio tuvieron sin duda un carácter
higiénico-sanitario- habían sido deformadas y manipuladas por los doctores de
la Ley, transformándose, con el paso de los siglos, en una pesadilla. Y aunque
la mayoría del pueblo hacía caso omiso de aquellos cientos de reglas y
absurdas prescripciones, no sucedía lo mismo con los sacerdotes y demás
castas, directa o indirectamente vinculadas al Templo o a la Ley. Éste era el
caso del jefe de turno de los levitas. Y ésta era la razón por la que se habían
hecho acompañar de dos “ despreciables esclavos paganos”, que no se
hallaban obligados por la fuerza del ritual sobre “impurezas”. Como tendría.ocasión de presenciar minutos más
tarde, aquellos “sepulcros blanqueados”
guardaban las formas externas hasta el extremo de negarse a tocar los lienzos
mortuorios, obligando a Malco y al segundo gentil a manipularlos. Lo raro,
incluso, era que Eleazar se hubiera dignado franquear la puerta de la cripta.
Pero sus órdenes,
---
(1) En el tratado de las “Tiendas “ (Ohalot) , en un total de dieciocho extensos
capítulos, la Misnó establece los casos concretos de impureza por contacto con
cadáveres “bajo una tienda”. El libro de Números (19, 14) afirma en este
sentido: “Ley para cuando un hombre muere dentro de la tienda: el que entre
en la tienda y todo lo que hay en ella quedan impuros.” Por “tienda” no se
entendía sólo la tienda o albergue, sino todo aquello que, como una tienda,
ofrece techo o proyecta sombra, “ tal como puede ser un palo, una mano, un
animal, una losa, el mismo cadáver, etc.”. Precisamente se escogió el término
ohalot, con la terminación desusual del femenino, para indicar que las tiendas
de las que hay se trata tienen un sentido más amplio que el ordinario. En el
caso de un sumo sacerdote, el contacto con un cadáver resultaba muy grave: le


174
exigía una ceremonia de siete días antes que pudiese oficiar de nuevo. (N. del
m.)
---
al parecer, le obligaban a tal “aberración religiosa”... Siguiendo las costumbres
de Caifás, dadas las especiales circunstancias, la Ley, en este caso, había sido
acomodada a los inconfesables intereses de la jerarquía.
A los pocos minutos, en efecto, el “registro” fue ultimado. Y vimos aparecer
al capitán y a sus hombres. El de la oreja pedorada llevaba bajo el brazo un
envoltorio. José reconoció al momento la sábana de lino que él mismo había
comprado y que sirvió para el transporte y provisional amortajamiento del
cuerpo de su rabí. Enfurecido, salió al paso del jefe de la patrulla, exigiéndole
los lienzos. Eleazar le apartó bruscamente. Fueron segundos de especial
tensión. David llevó su mano izquierda a la empuñadura, pero, antes de que la
espada llegara a deslizarse en la vaina de madera, los levitas que nos rodeaban
clavaron los hierros de sus lanzas en nuestros riñones y vientres.
Las protestas del anciano sanedrita fueron estériles. Y, cumplida su misión, los
soldados del sumo sacerdote se dispusieron a abandonar el huerto. Antes, a
empellones y bajo la continua amenaza de las jabalinas, el hortelano, David y
yo, fuimos forzados a retirarnos hacia el sendero de salida de la plantación.
Pero el de Arimatea, que no retrocedía ante las dificultades, volvió a encararse
con el capitán. Y señalando al viejo de la túnica de lino, le recordó que aquélla
era su propiedad y que estaba obligado, cuando menos, a levantar acta de lo
confiscado. Eleazar, desorientado, esperó la respuesta del rabí o escriba. Éste,.conocido por el nombre de
Johanan ben Zakkai, asintió parsimoniosamente. El
jefe del Templo cedió y, a una señal suya, los levitas nos obligaron a regresar
a la explanada. Íbamos a servir de testigos.
El siervo que sostenía el hato de ropas lo arrojó al suelo y, al instante, tras
consultar a Eleazar, se apresuró a deshacerlo. Tanto el capitán como los
esbirros retrocedieron varios pasos, como movidos por un resorte. Y el
anciano, después de asegurarse que su sombra y las de los levitas no eran
proyectadas sobre el lío funerario, fue a sentarse a la turca frente a las prendas
que estaban siendo requisadas. Situó la caja rectangular sobre los muslos y, en
silencio, recreándose en lo que sin duda constituía todo un ceremonial,
procedió a abrirla. Quedé fascinado. Se trataba de una especie de módulo,
chapeado en fina madera, con dos huecos redondos en uno de sus extremos.
En ellos se almacenaban los panes de colores solidificados. Uno negro y el
otro rojo. Posiblemente se trataba de hollín y ocre, mezclados con goma, que
se diluían en agua a la hora de emplearlos. (Algo similar a nuestra tinta china,
que permitía fáciles lavados y, naturalmente, toda suerte de falsificaciones.)
La masa rojiza se obtenía también de la sikra, un polvo que resultaba de la
molienda de cochinillas y que, en muchas ocasiones, era igualmente
aprovechado por las hebreas como cosmético. En el centro de la caja había
sido dispuesto un tercer orificio en el que se acomodaban los útiles propios de
la escribanía: los cálamos o pequeños juncos marítimos, que hacían las veces
de plumas. Habían sido sesgados por uno de los extremos y, por el otro,
machacados, pudiendo utilizarse como pinceles.
Por último, en otro hueco practicado en la caja, el escriba almacenaba una
serie de tablillas de madera -extremadamente delgadas- y cubiertas con cera.
Junto a éstas descubrí un estilo de hueso. Una de las puntas formaba una
espátula que debía servir para aplastar la cera y borrar así lo escrito,
aprovechando de nuevo la tablilla. El extremo opuesto era muy afilado y
puntiagudo.
El tal Zakkai tomó una de aquellas tablillas y, con la izquierda, se dispuso a
perforar la cobertura de cera- Dio la señal con el estilo y el esclavo fue
levantando las diferentes piezas mortuorias, mostrándolas a los presentes.
De derecha a izquierda, en arameo -el hebreo sólo lo utilizaban para
cuestiones religiosas-, el rabí fue escribiendo sin prisas y con letras grandes:
“Un sudario. Dos vendas para fajado de manos y pies.. y una sábana de lino de
Palmira.”
Al izar parcialmente el largo lienzo, todos los allí congregados, incluidos
David y el de Arimatea, pudimos observar “algo” que, sobre todo a mí, nos
desconcertó. A la clara luz de la mañana, entre los restos sanguinolentos, la
sábana presentaba unas insólitas “manchas” doradas -las que había.descubierto en la cripta- que reproducían
parte de una figura humana- Aunque


175
breve, la exposición del paño permitió distinguir las plantas de unos pies
desnudos y la mitad inferior de unas piernas. El increíble “dibujo” -en esos
momentos no supe definirlo mejor- no pasó inadvertido para Eleazar y el
escriba- Este, al reparar en dichas “manchas”, permaneció un instante con la
pluma en el aire, atónito. David Zebedeo me miró de soslayo, interrogándome
con una casi imperceptible elevación de su cabeza- Yo me limité a enarcar las
cejas, dándole a entender que tampoco tenía una explicación.
La fulminante reacción del capitán Fue muy significativa- Al intuir que en
aquel lienzo había “mucho más” que coágulos de sangre, simulando unas
súbitas prisas, dio por concluido el protocolo, ordenando al esclavo que
amarrara de nuevo el hato. Y el rabí, tras estampar su sello al pie de tan
concisa “acta”, guardó el instrumental, poniéndose en pie.
A partir de ahí, todo se desarrolló con rapidez. Los levitas nos azuzaron con
sus armas, obligándonos a salir de la finca, mientras el resto del pelotón, con
Eleazar a la cabeza, nos seguía a corta distancia. Traspuesta la cerca de
madera, los soldados nos dejaron en paz. Fueron a unirse a sus compañeros, y
José y David, indignados por lo que consideraban un atropello, me invitaron a
que les acompañase hasta la casa de Elías Marcos.
Dudé. Aquella parte de la misión no había sido rematada. Yo debía hacerme
con los lienzos mortuorios y trasladarlos a la “cuna”. Pero ¿cómo? El siervo
que los custodiaba no parecía dispuesto a perderlos o a entregárselos a nadie.
Y, excusándome, les dije que nos veríamos más tarde. Sin más, mis amigos se
perdieron en dirección a la ciudad. El hortelano preguntó al jefe del Templo si
podía reincorporarse a sus faenas en la plantación y, una vez autorizado,
desapareció igualmente por la vereda del huerto. En cuanto a mi, como digo,
las cosas volvían a ponerse difíciles. Mi única obsesión era apoderarme de la
sábana. Pero la fortuna no parecía de mi lado. ¿Qué podía hacer?
El parlamento de Eleazar con su gente fue brevísimo. Yo tenía que mantener
los ojos bien abiertos y seguir la pista del lino. No cabía otra solución. Y
simulando un inexistente cansancio, me dejé caer al pie de la empalizada,
sintiendo la agradable y tibia caricia del sol en mi rostro. Medio cerré los ojos,
lamentando no haber sido más rápido en la incautación de la mortaja.
Caballo de Troya, en el planeamiento de esta segunda misión, había sido
terminante: el análisis de aquella tela era vital en nuestro intento por esclarecer
el hipotético fenómeno que los cristianos llaman “resurrección”. En
consecuencia, debía trasladarla al módulo a cualquier precio. Pero aquel
pensamiento fue rechazado de plano. Ya no tenía remedio. además, habría ido
contra el natural devenir de los sucesos que, en parte, había presenciado. Un
error de esta índole, confiscando la mortaja antes de tiempo, hubiera podido.cambiar sustancialmente los
hechos históricos, tal y como hoy los conocemos.
Si yo me hubiera hecho con ella en una de mis primeras incursiones en el
interior de la tumba, lo relatado por Juan el Evangelista, por ejemplo, no
habría sido igual. Ni él ni Simón Pedro, después de la famosa carrera, habrían
tenido oportunidad de ver dichos lienzos y su insólita disposición sobre el
banco de piedra. Mi responsabilidad, una vez más, era muy grande, había que
esperar. Era menester aguardar el momento propicio. Un momento en el que el
envoltorio pasara a un segundo plano, históricamente hablando. Pero ¿cuándo
y dónde? ¿Y si las intenciones del sumo sacerdote apuntaban hacia la
destrucción del mismo? De Caifás y su gente podía esperarse cualquier cosa.
Si el hato que aportaba el siervo terminaba en algún oscuro rincón de
Jerusalén o, sencillamente, era incinerado, adiós a nuestros objetivos...
Pero quizá estaba sobrevalorando la agudeza de aquellos esbirros. A juzgar
por lo que hicieron, no estaban convencidos -ni muchísimo menos- de que los
rumores sobre la vuelta a la vida del Galileo fueran ciertos.
La patrulla, congregada en torno a su jefe, dio por finalizado el “cónclave” y,
mientras el grueso de la misma se ponía en movimiento hacia la muralla norte,
Eleazar, el esclavo que sostenía el envoltorio funerario y dos de los arqueros
dieron media vuelta, alejándose en sentido contrario al de la pequeña tropa.
Y un rayo de esperanza se abrió paso en mi abatido corazón. ¿Qué se
proponían? - Ni siquiera repararon en mí. Los cuatro individuos cruzaron
ante aquel desarrapado y aparentemente dormido extranjero, rodeando la cerca
de la finca en dirección noreste y a grandes zancadas. Los vi difuminarse en el
interior de un corro de espesos algarrobos de llamativas flores rojas. Fue una
excelente referencia.


176
Me incorporé rápido y, tras asegurarme que el grueso de los levitas proseguían
su camino hacia la puerta de los Peces, salté el seto de brabántico de la
propiedad situada frente a la de José, procurando rodear el bosquecillo de
algarrobos por su cara este.
No tuve que caminar mucho. En su vertiente oriental, la reducida mancha de
árboles aparecía cortada bruscamente por una de las múltiples depresiones de
las estribaciones de las colinas y desfiladeros de Beza'tha. Se trataba de una de
las mil pendientes rocosas de margocaliza senoniena, tan frecuentes en la
atormentada superficie de Judea. Me pegué al polvo rojizo del terreno y,
oculto entre los matorrales, distinguí al capitán y a sus hombres, al filo del
precipicio- Eleazar señaló hacia el roquedo y el esclavo, obedeciendo la orden,
arrojó el envoltorio al fondo del acantilado. Cumplida la misión, se alejaron de
la sima por el mismo camino que habían traído.
Aguardé unos minutos. Todo en aquel recóndito paraje se hallaba desierto y
silencioso. Verdaderamente, el lugar elegido para deshacerse de la mortaja era.inmejorable. La carretera más
cercana -la de Samaria- quedaba mucho más al
oeste y la barranca peñascosa, aislada de vereda o trocha alguna. ¿Quién podía
aventurarse en semejante sima?
Adoptando toda clase de precauciones fui aproximándome al declive rocoso.
No tardé en divisar mi objetivo. había quedado medio enganchado en los
pimpollos de un alcaparro silvestre. La verdad es que, desde el borde del
bosquecillo, no hubiera sido muy difícil localizarlo. Cualquier hipotético
observador habría advertido sin dificultad el extraño lío, salpicado por aquel
sinfín de manchas sanguinolentas, oscurecidas ya por el paso de las horas.
Tentado estuve de desanudar el envoltorio y satisfacer mi punzante curiosidad.
Aquellas “manchas” de color tostado me intrigaban sobremanera. Pero no era
el momento ni el lugar adecuados. Tiempo habría de examinar el paño... y de
sobrecogerse con su “contenido”.
Rasgué mi ya inservible manto y anudé el jirón a una de las tiernas ramas del
alcaparro. De esta forma, aunque recordaba el punto de caída de la tela con
exactitud, no habría quizá demasiados problemas a la hora de restituir el hato
al primitivo e histórico lugar en el que fue oculto y abandonado.
Tampoco los evangelistas hablan de este asunto quizá no lo consideraron
importante. quizá Juan, el único de los escritores sagrados que “vio” dichos
lienzos “allanados”, no tuvo oportunidad de reparar en las misteriosas
“manchas”. O, si lo hizo, como en otros muchos capítulos de la vida del Hijo
del Hombre, lo pasó por alto. Sin embargo, en nuestra opinión, como tendré
ocasión de demostrarlo más adelante, los referidos lienzos -en especial la
sábana- tenían una decisiva importancia a la hora de enfocar el controvertido
fenómeno de la resurrección. Me estoy refiriendo, naturalmente, al lado
científico del tema; no al de la fe.
Como seguramente habrá adivinado ya el posible lector de estos recuerdos y
apresuradas notas, ese largo paño de lino que sirvió para envolver al cuerpo
sin vida del Maestro tenía mucho que ver con una polémica reliquia, venerada
en el siglo XX en la ciudad italiana de Turín. Yo, como he comentado, había
tenido conocimiento de la misma. Pero no supe prestarle la debida atención.
Como tantas otras reliquias de los cristianos, me pareció algo poco serio,
desde el ángulo de la ciencia. Qué equivocado estaba!
Y sin poder contener mi alegría, comuniqué a Eliseo mi “hallazgo”,
anunciándole que partía de inmediato hacia la “base madre” y con la totalidad
de las piezas mortuorias.
Eran las 10.45 horas. Mi ingreso en el módulo iba a producirse con un
estimable retraso sobre el programa previsto por Caballo de Troya. Un retraso
que provocaría nuevas frustraciones a este pésimo explorador....Sin la menor contemplación, rasgué el lino
bayal de mi túnica, ocultando “mi
tesoro” en el costado izquierdo. El sol corría desafiante hacia el cenit y, a buen
paso, tomando como referencia la piscina de las “cinco galerías” y el
monumento al batanero, en el ángulo nordeste de la muralla septentrional, fui
a desembocar en la polvorienta pista que discurría por la garganta del Cedrón
y que culebreaba por la falda occidental del monte de los Olivos. Con el
auxilio de las “crótalos”, la localización de la “cuna” fue extremadamente
sencilla. Y a las 11.15 de esa mañana del “domingo de gloria”, exhausto y
pletórico de satisfacción volvía a abrazar a mi hermano.
No había tiempo que perder. Sustituí mis destrozadas ropas por otra túnica y


177
ropón exactamente iguales, amarrando al ceñidor una segunda bolsa
confeccionada a base de tosca estopa (una especie de harpillera), cuadrada, de
25 centímetros de lado, que contenía los astrolabios asirios y los “cuadrados”
astrológicos egipcios, todo ello en madera policromada. Eliseo, que parecía
totalmente repuesto de su pasajera indisposición, no hizo muchas preguntas.
Ambos éramos conscientes del grave retraso en el programa y de lo mucho
que quedaba por hacer en aquella intensa y memorable jornada del domingo, 9
de abril.
Ni siquiera me molesté en añadir nuevas pepitas de oro a la bolsa de hule. Los
primitivos 163 gramos-oro y los cien denarios -que no había tenido tiempo
material de cambiar por moneda fraccionaria- seguían siendo más que
suficientes para mis necesidades. Después de todo, mi segundo y forzoso
retorno al módulo debería producirse a las pocas horas. De acuerdo con el
plan, una vez examinados, los lienzos debían ser devueltos, intactos
lógicamente, al punto de donde yo los hubiera sustraido.
Antes de abandonar la nave, mientras colaboraba con mi hermano en la
apertura de la mesa giratoria de aluminio y acero inoxidable, especialmente
diseñada por Caballo de Troya para la exploración del gran lienzo, Eliseo,
consumido por la curiosidad, no pudo resistir la tentación y me interrogó sobre
uno de los objetivos fundamentales de aquella primera fase de la operación: la
supuesta resurrección del Maestro. No supe qué responder. Y señalándole la
impresionante figura que se destacaba sobre la sucia y sanguinolenta sábana,
comenté:
-Quizá los análisis de “esto” te digan mucho más de lo que yo, por ahora,
podría adelantarte.
Al observar la “mancha” dorada -réplica fiel de un cuerpo yacente-, mi
compañero quedó boquiabierto.
-Esto....La sorpresa y admiración de Eliseo estaban justificadas- Al igual que yo,
también había identificado la majestuosa figura “impresa” en el lino con la de
la Síndone de Turín, la enigmática reliquia a la que ya me he referido.
-¿Tú crees que se trata de lo mismo?
Preferí no pronunciarme. El origen y la historia de dicha Sábana Santa son
francamente oscuros (1). Y allí le dejé, entusiasmado
---
(1) Una de las muchas objeciones planteada por los científicos a la citada
Síndone o Sábana Santa de Turín fue la del arqueólogo francés F. de Mély. En
una publicación de 1902, Le Sai ne Suaire de Turin est-ij authentíqueq, Mély
presentaba hasta 44 santuarios que se atribuían la custodia del “auténtico”
lienzo de Cristo. Algo realmente sospechoso.
Veamos esa lista de santuarios: Aix (Provence), Aquisgrán, Albi, Annecy,
Aosta, Arlés, Besanlon, Boukovinez (Rusia), Cadouin, Cahors, Campillo,
Carcasona, Chartres, Clermont, Compiegne, Constantinopla, Corbeil, Corbie,
Enxobregas, Halberstadt, Jerusalén, Johanavank (Armenia), Karltein, Le
Mans, Lirey, Maguncia, Milán, Mont-Dieu Champaña, Palns (Alsacia), París,
Port-Daussois, Reims, Roma (San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San
Pedro), Breines, San Salvador (España), Silos, Solssons, Turín, Utrecht,
Vézelay, Vicennes y Zínte. De todos estos supuestos lienzos mortuorios, sólo
el de Turín reúne una serie de curiosos factores que lo destacan sobre los
demás. Sin embargo, como
---
en su nuevo trabajo. Uno de los más ambiciosos del proyecto.
Y a las 12.15 horas, con el ánimo recuperado, me alejé del calvero que nos
servía de base. El resto del día prometía ser especialmente intenso...
Tomé esta vez el camino que conducía al extremo meridional de la ciudad,
con el propósito de entrar por la puerta de la Fuente. Desde allí, ascendiendo
por el barrio bajo, la mansión de los Marcos no quedaba muy lejos. Y mientras
pasaba junto a las improvisadas tiendas de los peregrinos galileos, muchos de
los cuales habían empezado a escoger sus enseres con la indudable intención
de regresar a las tierras del norte, fui haciendo una recapitulación de lo que
llevaba visto y oído en aquellas primeras y agitadas horas. No podía quitarme
del pensamiento las dos supuestas apariciones de Jesús a la de Magdala y a las
cuatro restantes mujeres. Según los textos evangélicos, aún debían producirse
otras dos o tres materializaciones del rabí,
---


178
decía, su origen no aparece suficientemente documentado. En algunos de los
llamados Evangelios Apócrifos -el de los Hebreos (siglo II), traducido al
griego y latín por San Jerónimo y en las Actas de Pilatos (también del siglo.II)- se hacen breves y muy
fantásticas referencias a dicha mortaja. En el
primero, por ejemplo, puede leerse: “El Señor, después de haber entregado la
Síndone al Siervo del Sacerdote fue y apareció a Santiago.“
Francamente, esta alusión no parece muy seria. E idéntico parecer merecen a
los historiadores las leyendas de Arcufo, de los ebionitas, etc.
El primer dato medianamente riguroso sobre la aparición de la Síndone de
Turín se remonta al siglo XIII, con la Cuarta Cruzada (1204). En el saqueo de
Constantinopla, Roberto de Clary cuenta que la Santa Síndone solía exponerse
a los fieles todos los viernes, doblada en ángulo diedro, de forma que ambas
figuras -tanto la frontal como la dorsal- se presentaban “de pie”; es decir, en
posición vertical. La reliquia se veneraba en la iglesia de Santa María de
Blaquernae. Y cuentan igualmente las crónicas medievales que uno de los
jefes de la tristemente célebre Cruzada, Otto de la Roche, consiguió mantener
a raya a los francos allí acuartelados, evitando el saqueo de la referida basílica.
En 1206, la Síndone reaparece misteriosamente. Esta vez en poder de Poncio
de la Roche, padre de Otto. A partir de entonces, después de mil peripecias, el
famoso lienzo termina en poder de los duques de Saboya, futuros reyes de
Piamonte e Italia. Hay constatación histórica de que, en 1532, un incendio en
Chambéry estuvo a punto de destruir la reliquia. Una gota de plata fundida de
la urna que la protegía quemó parte del lienzo, que fue posteriormente
remendado por las monjas clarisas.
De la capilla de Chambéry, la Síndone fue trasladada a Turín (1578), donde se
encuentra desde entonces. Desde 1694, gracias al duque Víctor Amadeo II, el
lienzo fue depositado en una suntuosa capilla, obra de Guaniní, construida
sobre la catedral de San Juan Evangelista, en la mencionada ciudad italiana de
Turín. Se encuentra enrollada en torno a un cilindro de madera y guardada en
una urna de plata que descansa en el altar mayor, en el centro de la rotonda de
la capilla. (N. del m.)
---
amén de las consignadas en el lago de Tiberíades. Pero esta parte de la misión
quedaba muy lejos. Era preciso encontrar la fórmula para estar presente en
alguno de los sucesos ocurridos en Jerusalén o en el camino hacia la aldea de
Emaús. Si los evangelistas decían verdad, ese mismo atardecer, en el piso
superior de la casa de Elías Marcos tenía que ocurrir una de aquellas poco
creíbles apariciones. Y digo “poco creíbles” porque, teniendo en cuenta lo
observado hasta esos momentos, algunos de los pasajes de los cuatro
escritores sagrados sobre la resurrección no parecían tener el menor
fundamento. Nadie había hablado, por ejemplo, de los famosos ángeles o
jóvenes de vestidos resplandecientes que, dicen, fueron vistos en el interior del
sepulcro e, incluso, sentado sobre la piedra que había cerrado la tumba. El.bueno de Mateo se había dejado
llevar por su entusiasmo y calenturienta
imaginación, haciendo creer a los cristianos que la apertura de la cripta fue
obra de un ángel del Señor que, además, provocó un terremoto. Ni la
Magdalena ni el resto de las hebreas observaron a tales personajes celestes ni,
por supuesto, hubo seísmo alguno. En cuanto al asunto de las “vendas” -mencionado
por Lucas y Juan-, tampoco resulta fiable.
Por supuesto, no estaban “en el suelo “,como San Juan. De haber sido así, ¿por
qué iba a creer en algo sobrenatural? Ello si hubiera sido una clara señal de
profanación o robo del cadáver. No me cansaré de insistir: los lienzos estaban
allanados y el pañolón y los dos pares de vendas utilizados para amarrar las
muñecas y tobillos del rabí, en sus correspondientes y exactos lugares, como si
el cuerpo se hubiera “esfumado”. Tanto los traductores de estos textos como el
propio afán de los evangelistas de enaltecer el suceso de la tumba vacía ha
llevado, casi con toda seguridad, a errores y falsas interpretaciones. La verdad
iba a ser más simple y sublime.
Pero antes de “enfrentarme” a esa Verdad me aguardaba toda una carrera de
obstáculos y decepciones...
En la residencia de los Marcos no aprecié cambios importantes. Después de
mi precipitada salida, los discípulos habían continuado enclaustrados y
sumidos en el miedo y la tristeza. La primera en regresar fue María, la de
Magdala. Relató a los íntimos su segunda y supuesta aparición de Jesús en la


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finca de José pero, por lo que pude deducir, tampoco fue creída. Simón Pedro
y el joven Juan retornaron poco después. Su intento de localizar al de
Arimatea había resultado infructuoso. Tal y como imaginé, el anciano y
David, alertados por las otras mujeres, abandonaron la casa minutos antes de
que el escéptico pescador y el Zebedeo llegaran a ella. Aunque la versión de
ambos sobre el sepulcro vacío no fue muy convincente, lo cierto es que el
resto de los apóstoles dejó de reírse de la Magdalena. Algo había ocurrido en
la cripta. Eso estaba claro para todos. Pero la casi totalidad de las opiniones
eran coincidentes: ese “algo” sólo podía obedecer a un robo o a una astuta
maniobra de Caifás y sus odiados secuaces. Y el terror de aquellos galileos se
multiplicó, hasta el punto que solicitaron de la señora de la casa unos maderos
con los que apuntalar la puerta del cenáculo. Y las discusiones entre ellos
arreciaron nuevamente.
Entristecido por aquel patético panorama, terminé por bajar al patio, allí, en
compañía de Juan Marcos y de María, su madre, la de Magdala, que había
optado por ignorar a los tozudos amigos de Jesús, refirió una y otra vez su
segunda visión. Y fue ella quien me informó igualmente de la visita de José y
de David Zebedeo a los discípulos. Al parecer, siguiendo los deseos
expresados por el jefe de los “correos” en la plantación, ambos se habían.dirigido directamente desde la finca a
la casa de Elías Marcos. Su parlamento
con los ocho apóstoles giró al principio en torno al panteón vacío y a la
posible resurrección del Maestro. Pero, a pesar de los argumentos y
razonamientos de David, aquellos hombres seguían empeñados en la teoría del
robo.
-David no quiso discutir -me explicó la de Magdala, elogiando la postura del
hermano de los Zebedeo-, pero les dijo lo que pensaba. Estas fueron sus
palabras: “Vosotros sois los apóstoles y deberíais comprender estas cosas. No
voy a discutir con vosotros. Sea lo que sea, me voy a casa de Nicodemo,
donde he citado a los mensajeros. Cuando estén todos, los enviaré a cumplir la
última misión: la de anunciar la resurrección del Maestro. Le oí decir que,
después de su muerte, resucitaría al tercer día. Y yo lo creo.”
Por enésima vez me maravilló la inquebrantable fe de aquel discípulo de
“segunda fila”.
Los apóstoles, derrotados y, lo que era peor, desesperados, no le prestaron
demasiado crédito. Y David, tras despedirse, depositó sobre las rodillas de
Mateo Leví la bolsa que Judas le confiara antes de los tristes sucesos del
jueves. Eran los dineros del grupo. Ignoro si en aquellos momentos conocían
la suerte del traidor. Posiblemente, no. Pero tampoco se extrañaron por el
traspaso de los fondos. Su humillación y miedo ante una posible “redada” de
los policías del Templo eran tales, que sus únicos pensamientos giraban en
torno a una obsesión: huir de la ciudad. Esa fue su verdadera preocupación: la
supervivencia. Algunos, incluso, planearon la fuga en cuanto cayera la noche.
Qué escasa y deficientemente se reflejaría después esta dramática y
prolongada angustia de los más cercanos a Jesús de Nazaret durante aquel
interminable domingo!
El tiempo apremiaba, pero, aunque uno de mis “trabajos” obligados en aquella
jornada consistía en la recuperación del micrófono que había servido para la
transmisión de la “última cena”, la información de la Magdalena sobre las
intenciones del jefe de los emisarios me puso en alerta. Aquello tampoco
figuraba en los textos de los evangelistas. Y pensé que quizá fuera útil e
interesante estar presente en dicha reunión de los “correos”. Después de todo,
las siguientes y supuestas apariciones del Cristo -siempre según los
Evangelios- no deberían producirse hasta el atardecer. Lo planeado por
Caballo de Troya era tan sencillo como problemático. Si fracasaba en las
primeras manifestaciones del resucitado -como así había sido-, debería dirigir
mis esfuerzos a la localización de los discípulos que menciona Lucas (24, 13-
35) y que, según este relato, habitaban en un pueblo llamado Meaux, a unos
sesenta estadios de la Ciudad Santa. Si el empeño volvía a naufragar, la
operación había fijado mi inexcusable presencia en el que parecía el último.acontecimiento “prodigioso” de
aquel domingo: la parición en el cenáculo. En
caso de fracaso, tenía por delante otras oportunidades: la que menciona Juan,
“ocho días después y con la presencia de Tomás", o los intrigantes sucesos de
la Galilea. Pero estos últimos acontecimientos -que constituían nuestra fase
final-, quedaban aún muy lejos. De momento, como digo, mi preocupación se


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centraba en los discípulos de Emaús. Y antes de partir hacia la casa de
Nicodemo, simulando un especial interés por las mimbreras que, al parecer,
crecían en la Ammaus que cita Flavio Josefo (Guerra, VII, 217) (1), hice
algunas discretas preguntas entre los sirvientes de Elías Marcos, enfocándolas
fundamentalmente en el sentido que me preocupaba: la búsqueda e
identificación de “alguien” próximo al grupo de fieles del Nazareno, que
viviera en dicha aldea y que pudiera auxiliarme en el falso cometido de la
compra de mimbre. Como comerciante no tenía nada de extraño que hubiera
puesto mis ojos en el lucrativo negocio de las referidas mimbreras. Me estaba
terminantemente prohibido hacer la menor alusión sobre la supuesta aparición
en el camino hacia Ammaus o Emaús y, consecuentemente, debía practicar
mis pesquisas con un celo exquisito. Pero
---
(1) En el período de preparación de esta segunda exploración tuvimos serios
inconvenientes a la hora de localizar el Emaús que cita el evangelista. Las
cosas, una vez más, no estaban tan claras como pueda parecer. El verdadero
nombre parecía ser Ammaus, citado en la Biblia, en Josefo y en la Misna. Era
una ciudad destacada, en la que nació el famoso Julio el Africano. Se hallaba
ubicada en el emplazamiento de la actual Amuás, próxima a Latrun. Pero no
era la única Ammaus bíblica.
En Josefo, como dije, también se cita otra población del mismo nombre, muy
próxima a Jerusalén, al pie de la ruta de Jaffa y que hoy se conoce por
Kolonieh. Esta fue arruinada por la guerra de 1948 y, según parece, ocupaba el
sitio de la antigua Moiza, citada en el libro de Josué (18, 26).
El nombre procedía de la colonia para veteranos romanos, instalada en
Kolonieh después de la destrucción de Jerusalén en el año 70. En principio
desechamos la primera Ammaus, ya que se encontraba a 160 estadios (unos 30
km): una distancia excesiva para recorrerla en un solo día en un doble viaje de
ida y vuelta. (N. Del m.)
---
nadie en la casa -ni siquiera la madre de Juan Marcos o la Magdalena- supo
darme razón. Deseché la idea de interrogar a los apóstoles reunidos en el piso
superior. Y algo intranquilo por aquella nueva frustración, me consolé a mi
mismo, imaginando que quizá David Zebedeo -excelente conocedor de las
gentes que habían rodeado a Jesús- podría sacarme de dudas..Y con esta excusa, previa autorización de su
madre, el joven Juan Marcos y
quien esto escribe se encaminaron hacia la residencia de Nicodemo, otro
notable personaje en la vida de la Ciudad Santa y amigo público -nada
“secreto”, como insinúan los evangelistas- del rabí de Galilea. Por el camino,
mientras cruzábamos el barrio alto, el muchacho fue respondiendo a algunas
de mis preguntas sobre aquel rico fariseo, miembro del Sanedrín y
emparentado con la rama de los ben Gorión. Años más tarde -según cita
Josefo (B. IV, 3, 9)-, un tal Gorión o Gurion ocuparía un puesto prominente en
la Jerusalén del 70.
Nicodemo o Naqdemón comerciaba con trigo, habiendo llegado a amasar una
envidiable fortuna, estimada por sus enemigos en más de un millón de
sestercios (1). Entre los seis mil “santos” o “separados”, como se denominaba
a la casta de los fariseos, contabilizados en la Palestina de los tiempos del rey
Herodes (2), nuestro hombre -como el de Arimatea y otros miembros de la
“nobleza”- se habían distinguido siempre por su Espíritu liberal y
“aperturista”, más próximo a la escuela de Hillel que a la de Schammai (3).
Ambas ideologías o tendencias dentro del fariseísmo de la época apuntaban
hacia una especie de “derecha” e “izquierda”. Hillel, que fue ganando terreno,
simbolizaba la
---
(1) Para que nos hagamos una idea aproximada de lo que representaba una
suma así, en los reinados de Augusto y Tiberio, un tal Gavío Apício disponía
de una de las mayores fortunas del mundo: entre 60 y 100 millones de
sestercios. Y cuentan que se suicidó cuando, por un error de cálculo, creyó que
había descendido a 10 millones. (Nota del a.)
(2) En aquellas fechas la población estimada que residía habitualmente en
Jerusalén era de unos 25000 a 30000 individuos. El total de sacerdotes y
levitas era de unos 18000 y los esenios contaban con unos 4000 miembros
(Josefo en Ant., XVIII 1,5). (N. del m.)

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