martes, 28 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 81 A AL PAG 100


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Cedí, como era lógico y natural. Acudiría sumiso a cuantas entrevistas fuera menester. De esta forma, la casi totalidad de mis movimientos que-daban «controlados». Ni que decir tiene que, a pesar de estas ataduras ofi-ciales, mi plan seguía en pie. Ya me las ingeniaría para romper el cerco y reanudar las investigaciones en torno al criptograma. Para empezar, hasta las cuatro de la tarde, hora prevista para la primera de las reuniones en la Universidad Hebrea, disponía de un margen que no estaba dispuesto a mal-gastar. Durante las ocho horas que caminé en solitario a lo largo de cada uno de aquellos cuatro días, tuve todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre el enigma. Las frases cuarta y quinta -«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0»- ocuparon buena parte de esas dilatadas meditacio-nes. La palabra «guía» podía ser valorada de muy distintas formas: como una persona que conduce a otra o le enseña el camino; como un guía turís-tico, tan abundantes en Israel; como un maestro o guía espiritual; como un poste o pilar que sirve de indicación; como un libro o tratado de preceptos o, en fin, entre otras traducciones, incluso como el sarmiento o vara que se deja en las cepas y en los árboles al podarlos. Teniendo en consideración que las alas del « ángel » parecían conducir a Hazor o a Belén, lo obligado era buscar en dichos extremos. El tell de Galilea, influido por los recuerdos de mi desastrosa visita y también por lo retirado de la ciudad-fortaleza, fue relegado a un segundo plano. Belén me atraía mucho más. Fijada, pues, la decisión de explorar en la ciudad de David, el siguiente paso no resultaba tan cómodo. ¿Cómo y dónde atacar? No sé si lo correcto -pero sí lo más asequible- fue aparcar las interpretaciones engorrosas del término «guía.», limitando el campo de acción a una de las facetas más fácil de comprobar: la de guía turístico. Sé que iba a ciegas y que lo de «conductor turístico» sonaba de lo más prosaico. Pero, como digo, por algún sitio tenía que em-pezar. En mi indomable fantasía -lamentable error- seguía viva la imagen de un «guía» igualmente fantástico, oculto por los velos del misterio y quizá inasequible. Una vez más olvidaba la peculiar sencillez y el estilo directo del mayor.
Era imposible captar lo cerca que me hallaba de la definitiva resolución del jeroglífico y los correosos sucesos que la escoltarían. Los teléfonos del Ministerio de Turismo de Israel 240141 y 4661516- comunicaban insisten-temente. Así que, a pesar de los dolores que me acuchillaban, adopté la única fórmula viable para despejar aquella primera incógnita. Tres cuartos de hora más tarde, tras invocar los nombres de dos de mis contactos en el citado Ministerio -los señores Hod y Kotzer-, uno de los funcionarios me presentaba a la responsable de los staffguide, dependientes -en su mayo-ría- de los cientos de agencias de turismo radicadas en el país.


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-Si no he comprendido mal -repuso la hebrea con exquisita amabilidad-, usted desea consultar las listas de los guías oficiales de turismo de Hazor y Belén...
Asentí impaciente.
-¿A qué guías se refiere, exactamente?
-No comprendo.
Con excelente precisión matizó su pregunta, aclarando que los guías au-torizados a trabajar en la ciudad de David pasaban de quinientos.
La cifra me desalentó. De improviso, el anaranjado parpadeo de una de las líneas del teléfono interrumpió la conversación. La mujer escuchó aten-tamente durante uno o dos interminables minutos, alternando sus concisos monosílabos con varias y esquivas miradas hacia mi persona. No le concedí mayor importancia. Sin embargo, al reanudar el diálogo, percibí un notable cambio en el tono de su voz. La cordialidad inicial, aunque presente en todo momento, descendió de nivel. Fue algo instintivo. En el despacho empezó a respirarse un tufillo de mutua desconfianza. Aquella llamada, sin duda, te-nía mucho que ver con mis viejos amigos del Agaf...
-El asunto cambia -prosiguió, recuperando el hilo de la explicación- si us-ted se refiere a los que residen de forma habitual en Belén o en el tell de Hazor y, al mismo tiempo, desarrollan su actividad en dichas zonas.
Sus ojos destellaron con una mal contenida curiosidad. Y aguardó mi res-puesta. La verdad es que no disponía de muchas opciones. Si era menester, quemaría las cejas sobre la extensa lista, a la búsqueda del más nimio de los indicios. Pero bueno sería acometer la empresa por lo más cómodo. Así que me decidí por lo último. En buena lógica, los guías legalmente autoriza-dos, que habitan en Belén o Hazor, no podían ser muy numerosos. Y confié en mi buena estrella.
Mientras la hebrea revolvía en su mesa, a la captura de la referida rela-ción, me asaltó una incómoda duda: ¿y si no fuera un guía oficial? Es un se-creto a voces que, en Israel, los que viven como guías ocasionales o clan-destinos -muy especialmente los árabes- son legión. Yo solo me complicaba la existencia...
-Aquí está -intervino la israelita, eclipsando mi repentina incertidumbre- Veamos.
Repasó los folios plastificados de una gruesa agenda negra y, localizados los guías de Belén y Hazor, alzó la vista, rogándome que me sentara. Agra-decí la atención. Mis Piernas palpitaban de dolor.
Recorrió con el dedo índice izquierdo una columna de nombres, direccio-nes y teléfonos y, saltando a la siguiente página, murmuró casi para sí:


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-Tal y como suponía, en Hazor no reside ningún guía. Los más próximos (que se ocupen de las visitas al tell) viven en Teverya, Nazaret y, por su-puesto, aquí, en Jerusalén.
Recibí la información con alivio. Aquello simplificaba la búsqueda. Y sin previo aviso se descolgó con dos preguntas que esperaba desde el princi-pio:
-Por cierto, ¿por qué le interesan esas personas? ¿Ha pensado en alguna en particular?
En tan críticos momentos no advertí las segundas intenciones de mi inter-locutora. Luego, al hilvanarlo todo, comprendí.
Como pude y Dios me dio a entender, le aclaré que deseaba visitar la zo-na y que, en consecuencia, precisaba los servicios de un guía serio y com-petente.
-Respecto a la persona en concreto -disimulé con frialdad-, no tengo pre-ferencias.
-Comprendo...
Una densa pausa me hizo presagiar nuevas complicaciones.
-En fin, no hay mucho donde escoger -concluyó con fingido desaliento- Véalo y decida usted mismo.
A veces sucede. Aunque los dedos se me hacían huéspedes, en esos ins-tantes, impaciente por atrapar la lista, no reparé en la hábil maniobra. ¿0 será que veía infiltrados y espías por doquier? Fue después, al tomar un taxi y comprobar que me seguían, cuando caí en la cuenta. Lo lógico hubie-ra sido que ella misma se brindara a recomendarme a cualquiera de los guías. Pero no. Astuta y premeditadamente, me dejó hacer. Y yo, como un ganso, mordí el cebo.
Invoqué a todos los santos. Pero los escasos gramos de serenidad que aún conservaba se me fueron por las manos, justo al recibir la agenda. El escandaloso tembleque del cuaderno de direcciones no pasó inadvertido pa-ra mi felina observadora. Segura de sí misma, continuó escrutando mis re-acciones. Tropecé un par de veces con su inquisidora mirada, pero bajé los ojos, impotente. Más inquieto y ofuscado por el ingobernable temblor que por la lista que se abría sobre mis rodillas, no me centré en ella hasta la se-gunda o tercera lecturas. Finalmente, una vez enganchado en la relación de guías autorizados que residen habitualmente en Belén, los nervios se apa-garon, dando paso a otra no menos furiosa emoción.
En la página izquierda, bajo el brillo saltarín del plástico, aparecía una se-rie de nombres y apellidos, precedidos por sendos números de cinco dígitos que, francamente, no supe interpretar. A continuación, los respectivos do-micilios, teléfonos, apartados de Correos, nacionalidad y raza, la fecha de


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inicio de su actividad como guía y la o las agencias turísticas con las que venían trabajando.
La hebrea, desde su silencio, pareció sorprendida ante mi rápida recupe-ración. Abrí el cuaderno «de campo» y, dispuesto a desafiarla, fui copiando la lista. Por razones obvias, me veo obligado a omitir parte de la informa-ción allí reunida.
Lo primero que llamó mi atención fue el hecho de que la mayoría fuera árabe. En el fondo resultaba de lo más natural, ya que buena parte de la población belenita lo es. Terminadas las minuciosas anotaciones, pasé a co-tejarlas con el original. Al alcanzar la mitad de la relación, el corazón pegó un respingo. Retrocedí estupefacto, releyendo las filiaciones precedentes. Por último, ansioso, descendí hasta el último de los guías consignados.
La funcionaria captó mi excitación. Y, sin poder sofocar su venenosa cu-riosidad, rompió el mutismo:
-¿Qué le sucede? ¿Ha encontrado a su hombre?
-Bueno.... no sé -titubeé, haciendo un esfuerzo por acallar el júbilo que, como un tornado, casi me levantaba del asiento- Así, de pronto...
Insatisfecha con la evasiva, presionó sin piedad.
-¿Le suena alguno? ¿Quiere llamarle desde aquí?
Transmutó el acero de su semblante por una acogedora sonrisa, descol-gando y ofreciéndome el auricular del teléfono. Esta vez, la Providencia se-lló mi peligrosa espontaneidad. Además, tampoco estaba seguro. Convenía sopesar aquellos datos, lejos de posibles maledicencias oficiales...
-No, gracias -corté sin tapujos- En vista de la general y notable antigüe-dad en el servicio -añadí con una teatralidad que todavía me maravilla-: to-dos parecen buenos candidatos. Lo pensaré...
Sin concederle tregua, le devolví la «milagrosa» agenda, interesándome por los enigmáticos números que encabezaban cada una de las filiaciones.
La mujer acentuó su sonrisa, pagándome con la misma moneda:
-Eso no es de su incumbencia... Digamos que se trata de un código secre-to y cifrado, de uso exclusivo del Gobierno.
-¡Un número secreto!
Mi exclamación, el torrente de alegría y la mal disimulada sorpresa que provocó en mí la parca pero reveladora insinuación, agotaron su paciencia y, supongo, su capacidad de entendimiento. El desliz de la funcionaria ponía punto final a la visita a la sede del turismo judío.
Estreché su mano con fuerza. El aparente gesto de
amistad y gratitud la desconcertó del todo, correspondiendo con una im-precisa sonrisa.
Segundos después, eufórico, abandonaba el lugar, apretando contra mi pecho la valiosa información. Caminé tres o cuatro metros por el largo co-


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rredor y, asaltado por una mortal curiosidad, giré sobre mis talones, retro-cediendo. La vieja táctica daría sus frutos. Violando las más elementales normas de educación, empujé la puerta de cristal del despacho que me había acogido, asomando medio cuerpo. Mi inesperada aparición pilló des-prevenida a la funcionaria, justo cuando, teléfono en mano -y en hebreo- ponía sobre aviso de mi partida a Dios sabe quién. Eso fue lo que deduje de su visible nerviosismo. Poco más tarde, el taxista que me conduciría al hotel, al traducir las tres frases que alcancé a escuchar y anotar, confirma-ría mis sospechas.
Más o menos, éstas fueron las palabras que, como digo, pude retener: «Haish sheljá iachá ka-rega... Beseder.. Eeséh ma she-ujal.» Que, vertidas al español, no ofrecían demasiadas dudas: «Su hombre acaba de salir.. Está bien. Haré lo que pueda. »
Al reconocerme interrumpió la conversación telefónica, pegando el auricu-lar al pecho.
-¡Disculpe! -me excusé sin soltar el pomo de la puerta- Olvidé preguntar la tarifa oficial por jornada...
-Eso, señor, lo fija la agencia -vomitó airada desde el fondo de su escrito-rio.
-¡Ah, claro! Perdone.
La tela de araña de los servicios de Información seguía cubriéndome, in-visible y certera. Pero -insensato de mí- el peligroso juego, lejos de atemo-rizarme, desencadenó mi adrenalina, excitándome. No había nada de qué avergonzarse. Así que, con una temeraria inconsciencia, me propuse des-pistarlos. (Ahora rememoro con pavor ese viejo y sabio adagio popular que testifica que «la ignorancia es osada».)
No fue difícil advertir la presencia en el vestíbulo de aquel individuo re-choncho, de poblado mostacho y paraguas al brazo. A pesar de esconder su cara de luna tras un ejemplar del Jerusalén Post, nuestras miradas coinci-dieron. Los sucesos vividos en el despacho hablaban por sí solos. Aquél po-día ser el hombre que acababa de telefonear. Pronto lo sabría.
El número 24 de la calle King George, sede de la Oficina de Turismo, no se encuentra muy lejos del Morili Jerusalén Hotel. Podría haber cubierto el trayecto a pie. Pero, debido a los inmisericordes dolores musculares y a la morbosa curiosidad de comprobar si me seguían, elegí lo más cómodo y se-guro.
A las puertas del edificio, parcialmente encaramado en la acera y con dos ocupantes en su interior, se hallaba estacionado un Mercedes gris, 300-D. La populosa avenida no es, precisamente, un lugar donde se pueda aparcar


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de semejante guisa. Aquello me hizo desconfiar. Y mientras aguardaba el paso de un taxi, memoricé la matrícula: «699-518», placa amarilla.
Al acceder al primer taxi libre que acertó a pasar, dudé. ¿Me dirigía al hotel o daba un rodeo por las calles adyacentes? Si el Mercedes -como sos-pechaba- pertenecía a la Inteligencia judía, no tardaría en averiguarlo. Por otra Parte, solicitar del conductor que despistara al potente automóvil se me antojó arriesgado. Lo prudente era retornar al Moriah. Intencionada-mente, me senté al lado del chofer, espiando las maniobras de los hipotéti-cos agentes Por el espejo retrovisor. En efecto, nada más arrancar, el gor-dinflón del periódico se coló de rondón en el Mercedes, que fue a posicio-narse -camuflado en el flujo de coches a poco más de cincuenta metros por detrás de nuestro turismo.
Quince minutos después, frente a las puertas amarillas del hotel, simulé un inexistente regateo con el taxista. Me explico. Para un observador exte-rior, mis gesticulaciones y braceos sheke1s en mano- podían ser interpreta-dos como un rutinario «forcejeo crematístico», tan común entre los turistas avisados y los profesionales del taxi en Israel. En realidad, la conversación discurría por derroteros muy distintos. La excusa de la traducción al inglés de las palabras hebreas que había cazado al vuelo en el despacho de la fun-cionaria me vino al pelo para demorar la salida del taxi, disponiendo así de un tiempo precioso en el que poder observar las evoluciones del Mercedes. El chofer agradeció la propina y la posibilidad de quebrar la monotonía de la mañana, prestándome, como digo, un estimable servicio. En ese lapsus, a caballo entre el retrovisor y las prolijas explicaciones de mi oportuno tra-ductor, comprobé con un malvado regocijo cómo mis perseguidores frena-ban la marcha. Dudaron dos o tres segundos y, convencidos de que me dis-ponía a ingresar en el hotel, giraron a su izquierda, enfilando la rampa de acceso al aparcamiento subterráneo del Moriah. Ése, en el fondo, fue un error. Si mis intenciones hubieran sido otras, podría haberlos despistado, bien alejándome de la zona en el mismo taxi o sirviéndome de cualquiera de los autobuses que tienen sus paradas frente al edificio del hotel, a am-bos lados de la calzada. Pero, de momento, mi objetivo no era ése.
Ardía en deseos de sentarme tranquila y sosegadamente y proceder a un exhaustivo análisis de lo que había descubierto en el Ministerio de Turismo.
Recogí la llave de la habitación y, cuando estaba a punto de entrar en uno de, los elevadores, lo pensé mejor. Aquella situación me divertía. Faltaban dos horas para mi cita en la Universidad Hebrea y, esperando sacar algún provecho, me acomodé en un ángulo del vestíbulo, de forma que pudiera observar y ser observado sin dificultad. A los cinco minutos, como imagina-ba, el «cara de luna» y un segundo individuo empujaban la puerta giratoria. Me incliné hacia el cuaderno «de campo», aparentemente ajeno a


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cuanto me rodeaba. La llegada de una de las camareras me recordó que estaba prácticamente en ayunas, regalándole a la escena una mayor natu-ralidad. De reojo, mientras pedía un vaso de leche y una porción de pastel de queso, fui siguiendo las evoluciones de mis contumaces «amigos». Los vi intercambiar algunas frases, mirarme de soslayo y, finalmente, avanzar hacia la recepción, solicitando la presencia de uno de los empleados. La dis-tancia -alrededor de veinte metros- y el hecho de que los sospechosos me dieran la espalda, anularon cualquier intento de comprensión de la escena, aunque, en los cinco o diez minutos que duró el «cónclave», lo imaginé to-do o casi todo. Lo único que acerté a captar fue cómo el compañero del gordinflón rebuscaba en los bolsillos posteriores de su raído pantalón va-quero, echando mano de algo -quizá un pequeño bloc de notas- en el que llevó a cabo unas menguadas anotaciones. Acto seguido, con idéntica dis-creción, tras comprobar cómo devoraba mi frugal almuerzo, abandonaron el hotel. A decir verdad, la desaparición de los supuestos agentes no me sirvió de consuelo. Seguro que tramaban algo. Tentado estuve de asomarme al exterior. Pero comprendí que lo más inteligente era seguirles el juego, haciéndoles creer que ignoraba su presencia. Esto me proporcionaba una cierta ventaja.
« ... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía ... »
Aquello sí era importante. El Destino, cansado quizá de. tanto laberinto, acababa de echarme una inestimable mano. En la relación de guías autori-zados por el Ministerio de Turismo de Israel, con residencia habitual en Be-lén, figuraban doce nombres. (¡También era «casualidad» que fueran preci-samente «12»!) De éstos, cuatro -Toufite, Abraham, Mike y Elías desempe-ñan su labor en la propia ciudad de David. El resto -Emin, Raimundo, José, Michel y otros tres Elías- conducen a los turistas y peregrinos a lo largo y ancho de Tierra Santa. Con total premeditación, sólo he mencionado once de los doce profesionales que recogía la lista. El último, que aparecía me-diada la citada relación oficial, fue el causante de mi ya referido júbilo. En la sucinta referencia -de la que silencio algunos datos por razones de seguri-dad- pude leer y copiar lo siguiente:
«00006. Marcos Gabriyeh. Domicilio... Apartado postal 620. Belén. (Care-ce de teléfono.) Árabe cristiano. Ejerce desde 1965. Habla hebreo, árabe, inglés, español, francés, italiano y portugués. Trabaja para la Agencia... Di-rección... P.O.B... Teléfonos... Cable... Télex... Jerusalén. »
Como habrá intuido el lector, en estas telegráficas líneas destellaban al-gunos datos reveladores que colmaron mi excitación. Para empezar, aquél


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era el único guía de Belén que respondía al nombre de Marcos. En cuanto a los tres dígitos del apartado de Correos, ¿qué podía suponer? ¡620! La misma cifra que acompañaba a la inicialmente supuesta cita bíblica:
MARCOS 6.2.0.
«... y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El rompecabezas encajaba. Las alas del «ángel» de Hazor estaban «lle-vándome» a un guía, de nombre MARCOS, cuyo número secreto oficial -00006- coincidía o sumaba lo mismo que el de las plumas del querubín: «6».
Estudié el criptograma, sin dar crédito a lo que ahora, después de tantos esfuerzos y quebraderos de cabeza, resplandecía ante mí como lo más cris-talino del mundo. Y recordé estremecido la caria de Munich.
Si todo aquello era algo más que un espejismo, mis viejas e inseguras deducciones habían acertado de plano. El mayor, jugando a desorientar, supo extraer la justa utilidad del nombre y de los textos del evangelista, in-crustando un segundo «Marcos» en el punto exacto. Y como ocurriera en el primero de los «mensajes», el que me llevó a Washington, las sucesivas claves fueron arropadas por lo que podría definir como «piezas complemen-tarias », con un papel de apoyo o ratificación de lo esencial.
En suma, aceptando que mis pasos y lucubraciones estuvieran acertados, el enigma parecía llegar a su fin. Pero, a pesar de lo sólido de las aparien-cias, mi desconfiado espíritu no terminaba de asimilarlo y, lo que era más importante, de encajar que hubiera triunfado. Supongo que es mi forma de ser.
Naturalmente, seguí contemplando la posibilidad de que el dichoso «guía» fuera una cosa o persona diferente. El sentido común, sin embargo, se re-belaba.
Aquello traslucía un innegable sentido. Todo engarzaba en la prodigiosa rueda de la lógica. Y me dejé arrastrar por los sueños. « Quizá el mayor -no sé cuándo- conoció a un hombre llamado Marcos. Quizá fue su amigo y qui-zá le confió "algo" que prepararía mi camino... ¿Por qué no?»
Prescindí de tales pensamientos y, sujetando en corto mi imaginación, anoté lo que entendía como de inmediato y obligado cumplimiento:
«Localización y entrevista con el tal Marcos, de Belén. »
Desconocía lo que me aguardaba y, por tanto, calculé los riesgos, esti-mando que dicha cita debería producirse al margen de testigos; en especial, fuera de la órbita de la Inteligencia militar israelí. En aquellos esperanzado-res momentos, a la vista del abanico de datos y sucesos que se abría ante


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mí, me felicité por el silencio guardado en el despacho de la funcionaria de turismo. No podía olvidar -y los servicios secretos mucho menos- que la re-gión de Belén constituye uno de los focos más virulentos del terrorismo en Israel, habiéndose convertido en una «cantera» de la que brotan infinidad de palestinos, dispuestos a pelear por sus legítimos derechos. De haber pronunciado el nombre de Marcos, o cualquier otro, mis dificultades con el Agaf habrían sido dramáticas. En definitiva, entre otras, ésta podía ser una de las razones del espionaje judío para mantenerme controlado.
Era del todo necesario organizarse concienzuda y meticulosamente. Y mi insensato cerebro empezó a maquinar un plan.
La climatología empeoró. El frió y la lluvia se ensañaron con Jerusalén y, no de muy buena gana, me dispuse a tomar el bus 4A, que debería trasla-darme a la Universidad Hebrea en el monte Scopus, al norte de la ciudad. El compromiso me irritó. Pero, resignado, comprendí que no convenía dar un solo paso en falso.
Durante los paseos bajo la marquesina escruté los alrededores del hotel, a un tiro de piedra de la parada. En especial, la boca del aparcamiento sub-terráneo y la puerta giratoria del vestíbulo. Del Mercedes y de sus ocupan-tes, ni rastro. Parecía como si se los hubiese tragado la tierra.
Una pareja de judíos ortodoxos, con sus funerarias levitas, los inconfun-dibles tirabuzones desmayados a ambos lados de sus pálidos rostros y los sombreros de terciopelo negro protegidos del agua con sendas fundas de plástico, se unieron a mi espera. Después, con idéntica desconfianza, vi lle-gar a una espigada y atractiva mujer de rasgados ojos azabaches. Al desfi-lar frente a ella sostuve su inquietante mirada. No sabía a qué atenerme. Cualquiera de aquellos ateridos semblantes podía ocultar un astuto agente secreto.
« ¿Por qué me obsesiono? -me reproché al punto- Mi visita a, Scopus está "bendecida". Quizá hayan desistido, por el momento ... »
Sin embargo, decidí salir de dudas, en la medida de mis posibilidades. El autobús frenó puntual y rechinante y sus puertas hidráulicas resoplaron, franqueándonos el acceso. Los judíos, sin la menor consideración, tomaron la delantera. La señorita, más prudente, quedó rezagada. Y, como digo, pu-se en marcha la primera de las pruebas.
Inmóvil sobre los peldaños que conducían al chofer y cobrador, toqué el hombro del que me precedía, preguntándole -en inglés- si aquél era el bus de la universidad. Sabía que estos fanáticos de la religión -vecinos quizá del barrio de Mea Shearim- llevan su radicalismo al extremo, incluso, de no dia-logar en otra lengua que no sea la hebrea. De haber sido un miembro de la Inteligencia militar, lo más probable es que se hubiera dignado correspon-


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der a la inocente cuestión de aquel extranjero. No fue así. Giró la cabeza. Me inspeccionó de pies a cabeza y, con el más olímpico de los desprecios, prosiguió su conversación con el segundo hassidim, ignorándome.
«Perfecto», repliqué en mi fuero interno, encajando el revelador desplan-te.
Ya sólo faltaba la mujer. Lo normal, en el supuesto de que fuera lo que sospechaba, es que portara una arma. Había que descubrirlo. Le cedí el pa-so gentilmente y, una vez en el pasillo del autocar, me situé a su espalda. La brusca arrancada fue la excusa idónea para asirme a su cintura con am-bas manos. El incidente -tan común en estas circunstancias- no pareció dis-gustarle demasiado. Con su grácil brazo izquierdo levantado hacia una de las barras de seguridad, resistió el tirón. Solté mi presa y, aprovechando el cabeceo del vehículo, provocado por la entrada de la segunda velocidad, re-currí de nuevo al cuerpo de la señorita. Esta vez la tomé por debajo de las axilas, resbalando mis manos -sin el menor pudor- por los tersos costados. Recompuestas estabilidad y figura, me excusé, aliviándola de la firme pre-sión de mis manos. La joven, impasible, sonrió con picardía, guiñándome un ojo. Mi sonrojo llegó hasta los pies...
Los temores eran infundados. La hermosa hebrea no iba armada.
A la hora convenida, Daniel Schwariz, profesor de Historia del Pueblo de Israel, me recibía en uno de los despachos del edificio Truman. Por espacio de una hora, en presencia de Pessy Druker, miembro también del profeso-rado de la citada Universidad Hebrea, el joven científico satisfizo mi curiosi-dad, hablándome de sus investigaciones en torno a Poncio Pilato. Dicho sea de paso, algunas de las audaces teorías de Schwartz coincidían con lo ex-puesto en el diario del mayor norteamericano, acerca de este discutido e in-justamente denostado gobernador romano.
Aunque presté toda mi atención a la entrevista, la verdad es que mi cora-zón se hallaba lejos. Para ser exacto, en Belén. Mi plan inicial no fijaba la búsqueda del enigmático Marcos hasta el día siguiente. Sin embargo, con-forme avanzó la tarde, le di la vuelta a mis pensamient6s. Actuaría de in-mediato. Ni los nervios ni la curiosidad hubieran perdonado que me cruzara de brazos.
Dicho y hecho. Al filo de las seis, de regreso al Moriah, activé la recién bautizada Operación Marcos. Busqué al recepcionista que había dialogado con los propietarios del Mercedes, interesándome por algo que conocía so-bradamente: la zona comercial más próxima. Plano en mano me recomendó el triangulo formado por las céntricas calles de Jaffa, Ben Yehuda y George V. En efecto, todo un paraíso para el comprador.
No había prisa. Así que, desafiando la lluvia y el torrentoso malestar ge-neral que roía mis huesos, emprendí un despreocupado paseo, Keren Haye-


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sod arriba. El tránsito peatonal, muy escaso, jugó a mi favor. No estaba se-guro pero, como medida preventiva, llevé a cabo una pausa frente a un es-tablecimiento de música que se alza en la misma acera del hotel, a cosa de cien metros. El silencio de la calle me trajo un precipitado taconeo. Alguien se acercaba. No me moví, aparentemente absorto en los discos que se ex-hibían en el escaparate. El reflejo de un hombre grueso, de baja estatura, se presentó en el cristal que se levantaba a dos palmos de mi nariz. Dobló la cabeza hacia el lugar donde me encontraba y, automáticamente, aflojó el paso.
«¡El "cara de luna"!»
Indeciso, pasó el paraguas de mano, continuando su camino. Esperé diez o quince segundos y, sin querer sofocar mi regocijo, reemprendí la marcha. Tenía gracia. De perseguido me había convertido en perseguidor.
El aturdido agente, ante lo penoso de la situación, sólo acertó a volver el rostro en un par de oportunidades, comprometiendo aún más su labor. Mi objetivo se hallaba todavía a medio kilómetro y, disfrutando como un niño, le dejé seguir. Inteligentemente, cambió de acera y, con toda naturalidad, se detuvo en una de las paradas de autobús. Al llegar a su altura, el «cara de luna» varió de táctica. A partir de entonces, el seguimiento se registraría a una prudencial distancia y siempre en paralelo, desde la banda opuesta a la que yo utilizaba.
Mi estrategia -elemental- consistía en ganar la concurrida confluencia de las referidas calles de Ben Yehuda y George Y Una vez allí, con unos gramos de suerte, trataría de darle esquinazo. Sin embargo, al rebasar el hotel Pla-za -mediada ya la avenida de George V-, tuve una idea mejor y más arries-gada.
Tal y como suponía, el gordinflón, que no perdía ojo, quedó desconcerta-do. Casi con seguridad, la información recibida del recepcionista le hizo con-fiar en mi propósito de visitar tiendas y efectuar algunas compras. Por eso, al descubrir cómo me detenía bajo la marquesina del bus número 9, su de-solación debió de ser notable. A pesar de todo, tengo que reconocer que la fortuna estaba de su lado.
Si en aquellos precisos instantes hubiera llegado un autocar, la burla habría sido redonda. Muy a pesar mío, el primero de los vehículos de trans-porte público que asomó por la avenida lo haría con el suficiente retraso como para permitirle cruzar la calle y mezclarse entre el reducido grupo de personas que nos cobijábamos en la garita.
Al ingresar en el bus, mi contrariedad fue en aumento. «Y ahora, ¿qué? » El «cara de luna», impertérrito, pasó a mi lado, acomodándose en uno de los asientos del fondo, muy cerca de la puerta de salida. Yo permanecí de


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pie, frente por frente a la portezuela de doble hoja situada en el centro geométrico del vehículo y que era accionada en cada una de las paradas. Tenía que actuar. Pero ¿cómo?
El número de pasajeros se incrementó en las dos siguientes paradas. Aquello podía beneficiarme. De soslayo, parapetándome entre los viajeros, procuré vigilar al individuo. Naturalmente, él hizo otro tanto.
No disponía de muchas alternativas. Era menester jugárselo a una carta, aunque aquello me delatara. Nervioso, aguardé la siguiente parada. Al divi-sar el inminente cruce con la vía de Hillel, alguien pulsó el timbre, previ-niendo al conductor. El bus se detuvo y, al abrirse la puerta, descendí sin prisas. Fue cuestión de segundos. La sorpresa ralentizó la reacción del agente, quien, a duras penas, terminó por bajar. Era lo que yo esperaba. Su sentido profesional hizo que, nada más poner los pies en el suelo, me diera la espalda, en un elemental gesto de disimulo. Aquél fue su error. An-tes de que alcanzara a comprender, salté como un gato sobre el descansillo de la puerta central, justo en el momento en que un bronco rugido tiraba del bus. La doble hoja me aprisionó, pero, segundos después, lograba re-chazar el sistema hidráulico, liberándome. El «cara de luna», desarmado, no se movió. Ni siquiera hizo un mal gesto. Los que también quedaron ató-nitos fueron los pasajeros más próximos, que no terminaban de entender mi extraño comportamiento. La mayoría, quiero suponer, lo atribuyó a un error a la hora de identificar la parada.
Un kilómetro más adelante abandonaba definitivamente el salvador bus, perdiéndome en la noche. Esta vez había ganado. Pero ¿y la siguiente? La pequeña peripecia, aunque me hubiera regalado la libertad de acción, podía provocar consecuencias imprevisibles. Ahora, «ellos» sabían que yo tam-bién lo «sabía»... Mal asunto.
De todas formas, pasase lo que pasase, no tenía intención de desperdiciar mi temporal ventaja. Tomé un taxi y, cuarenta minutos después, descendía frente a la basílica de la Natividad, en Belén. Me aposté en una de las puer-tas del templo, dispuesto a comprobar si el familiar Mercedes, o cualquier otro vehículo sospechoso, hacían acto de presencia en la explanada. A la media hora, convencido de que no era así, requerí los servicios de un taxis-ta belenita, que me condujo con precisión al domicilio que obraba en mi po-der y que, según la Oficina de Turismo de Israel, pertenecía al guía y su-puesto amigo del mayor: Marcos Gabriyeh.
La suerte estaba echada. Ahora, frente a aquella casa de una planta, el mar de dudas que me golpeaba se encrespó. ¿Había elegido el buen cami-no?


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Por más que lo procure, no encuentro palabras para describir el fuego y el vacío que, en forma de nudo gordiano, se enroscaron en mi vientre al tras-pasar el umbral del portón. Puede que nadie lo crea: la justa verdad es que mi mente se vino abajo. Me quedé en blanco. ¿Por dónde empezaba? Si, realmente, aquél era el sujeto que perseguía con tanto encono, ¿qué frases tenía que dirigirle? ¿Cómo me presentaba? Considerando -que quizá sea mucho considerar- que guardara «algo» para mí, ¿cómo persuadirle para que me lo entregara?
Temblando como la llama de una vela, pulsé el timbre. Cinco, diez, quince segundos... Silencio. Alarmado, insistí con bríos. ¿Y si no estuviera en Be-lén? Dada su condición de guía oficial, todo era posible.
... Veinte, treinta segundos. Llamé por tercera vez. La respuesta fue idén-tica. La casa parecía desierta.
«¡ Maldita sea! »
De la incertidumbre y el pasmo pasé a una rabia sorda. Aquello no era justo.
Fue inútil. Nadie respondió a la media docena de timbrazos. Decepciona-do, di media vuelta, parándome en mitad de la solitaria calle. El momento, negro como boca de lobo, se abatió sobre mí. Incapaz de reflexionar y deci-dir, las esperanzas, al igual que la mansa lluvia, se derramaron por el relu-ciente asfalto.
Pero mi caritativa y buena «estrella» -aunque no pudiera verla- seguía en lo alto. De improviso, una voz me reclamó desde una ventana contigua a la casa del desaparecido Marcos. Era una mujer. Lamentablemente sólo hablaba árabe. Por lógica comprendí que había escuchado mis llamadas. Pronuncié el nombre de Marcos lo más despacio posible, vocalizando como un párvulo y señalando hacia el domicilio de aquél. La señora replicó en su lengua, indicándome, a su vez, el fondo de la calle. Tras unos minutos de estéril diálogo, se retiró de la ventana, rogándome por señas que esperase. Al poco retornaba en compañía de un muchacho con el que sí pude hacerme entender. Amable y bien dispuesto, se prestó a acompañarme hasta el local donde, al parecer, se hallaba su vecino y amigo. «Marcos -según el joven árabe- estaba trabajando en la puesta a punto de un restaurante.»
Después de un presuroso callejeo nos adentramos en un desahogado sa-lón en obras. A la parca luz de algunas bombillas enroscadas a las colum-nas, confundidos en una atmósfera de yeso fresco y madera recién aserra-da, cuatro individuos trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorva-do hacia un caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía árabe.
Cerré los puños, comido por la emoción. ¿Cuál de aquellos afanosos obre-ros era el depositario de lo que tanto ansiaba?


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Tras identificar a nuestro hombre, mi acompañante sorteó a los operarios más próximos, saludándolos con sendas y amistosas palmadas en las es-paldas. Le vi llegar hasta el que removía la masa e, inclinándose, le susurró algo al oído. Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé quieto, tal y como me había sugerido el improvisado guía.
Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo que ser escuchado en un amplio radio. Pero nadie alteró su faena.
Concluido el breve diálogo, el que hacía de albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
No pude remediarlo. Me eché a temblar. ¿Había llegado el gran momen-to? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar tan peregrina y críptica historia?
Un foco amarillento, compasivo ante mi desazón, borró al fin la negrura de la silueta que se acercaba, mostrándome al hombre. Parecía instalado en esa edad indefinida que sólo florece a partir de los cincuenta. Como buen árabe, conservaba una ensortijada y generosa mata de pelo negro, algo ce-nicienta y descuidada. Un vientre campanudo hinchaba una camisa caqui, salpicada aquí y allá por lamparones de cal, robando altura y prestancia a su escaso metro y sesenta centímetros. Un rostro terso, más ancho que al-to, formaba un todo con el fornido cuello. Y en mitad de la bronceada piel, unos ojillos recogidos, en perpetuo ir y venir pero, a la par, sonrientes y confiados, como en todo hombre de bien.
Presumo de pocas virtudes. Sólo, y arriesgando mucho, de destapar a las gentes con un par de atentas miradas. Pues bien, este pequeño don -fruto del oficio- me hizo confiar. Espontáneamente me tendió su maciza y vigoro-sa mano, y yo, como un torpe paquebote a la deriva, sólo acerté a corres-ponder, estrechándola con fuerza. Creo no equivocarme cuando digo que, en general, un sincero e intenso gesto de esta índole abre muchas puertas; sobre todo las de la amistad. Aquel apretón de manos, a pesar del mutuo desconocimiento, se prolongó más de lo normal. Tanto el guía como yo -lo sé- sintonizamos.
-Usted dirá...
La voz recia de Marcos, sin un ápice de reserva, me animó. Le sonreí. Y el buen hombre, expectante, hizo otro tanto.
-Verá-, -arranqué finalmente, sin saber muy bien qué rumbo tomar-, de-searía conversar con usted.
-¿Conmigo?
-No se alarme -atajé- Se trata de un asunto privado que requiere un poco de calma. Nada grave.


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Me maravilló que no profundizara o que -cargado de razón- no tanteara mi insólita visita con algunas preguntas de rigor.
-Puede esperar un minuto?
Asentí, creo, con un vago movimiento de cabeza. La tensión me tenía embarullado.
Se despidió de la compañía y, marcando la salida con ambas manos, nos invitó a precederle.
-Iremos a mi casa -puntualizó.
El joven árabe y yo obedecimos en silencio. A los pocos minutos, seña-lando a sus espaldas y con una franqueza que jalonaría todo el encuentro, abrió su corazón, lamentándose de la crisis por la que atravesaba el sector turístico en aquellos momentos. La falta de trabajo les había impulsado -a él y a otros guías de Belén- a pluriemplearse en la aventura del restauran-te. Me gustó el detalle y la confianza. Marcos era un hombre sin doblez. Abierto, incluso, con los que no conocía. El gesto me espoleó. Camino del domicilio tomé la firme decisión de entrarle sin tapujos ni medias verdades.
El muchacho que me había hecho tan providencial servicio nos dejó solos. Un par de minutos después casi sin poder creerlo- me vi sentado &ente al guía belenita, en su austero y solitario hogar.
A pesar de mis buenos propósitos, el asunto se resistió. Me sentía despla-zado, impotente y hasta ridículo. ¿Cómo explicarle quién era y por qué es-taba allí?
Penetrante y sagaz como un halcón, Marcos adivinó el revoltijo de nervios que enroscaba mis manos. Se levantó y, cordial y entregado, me ofreció un té.
No podría jurarlo. Sin embargo, a través del vaporoso humo de la infu-sión, creí intuir en su mirada el porqué de mi visita. Yo mismo me censuré. Eso era imposible. No obstante, aquella «luz» y el atronador silencio de sus ojos siguieron inquietándome. En definitiva, me tendieron un salvador puente.
Le hablé de mí. De mi trabajo y del histórico día en que conocí al mayor. No hubo interrupciones. Dejó que me explayara. Su imperturbable atención, distendida sólo por alguna que otra sonrisa de complicidad, me convenció de que no hablaba en vano. De no haber sido el hombre que buscaba, ¿qué sentido tenía tan paciente y generosa escucha? Al detallarle, por ejemplo, mis venturas y desventuras en la resolución del criptograma, lo razonable por su parte habría sido cortar tan prolijas y extrañas explicaciones. Al con-trario. Mis enredos en Washington le cautivaron.
Apuré el reconfortante té y, sin mediar palabra, me sirvió una segunda taza, invitándome, con su respetuoso mutismo, a que prosiguiera. Lo hice


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como un potro salvaje, sin orden ni concierto y con una exaltación progresi-va que, por supuesto, no escapó a su inteligencia.
Hubo un par de detalles, eso sí, que oscurecieron su mirada, traicionán-dole. El primero fue la alusión a la muerte del ex oficial de la Fuerza Aérea norteamericana. El segundo, la sorda batalla con la Inteligencia militar ju-día. Poco faltó para que, ante tan elocuente hundimiento obviara el resto de la historia, pasando a la cuestión que me consumía. Pero, no deseando for-zar los acontecimientos, rematé la narración. El último movimiento consistió en mostrarle el cuaderno «de campo», con el texto del segundo enigma y los dibujos del «ángel de Hazor». Tomó, en efecto, el bloc, repasando el criptograma con brevedad. Acto seguido, en tono grave, me rogó que le mostrara el pasaporte. La inesperada petición me pilló a contrapié.
-Tranquilo -terció, suavizando el calibre de sus palabras- Se trata de una mera comprobación.
Mi desconcierto siguió vivo. ¿Me había equivocado de persona? ¿Era el tal Marcos otro esbirro de los servicios de información? La explicación del guía puso punto final a mi inquietud.
-Compréndalo -sonrió satisfecho, devolviéndome el documento- Debo es-tar seguro...
-Entonces, usted...
Mi estallido de alegría le conmovió. Pero no dijo nada. Abandonó su asiento y, dirigiéndose a la ventana, meditó unos instantes. Al volverse, su pregunta enfrió mi expectación.
-¿Cree posible que le hayan seguido hasta aquí?
Negué con firmeza.
-Y otro asunto que me intranquiliza. ¿Saben o sospechan «ellos» mi iden-tidad?
Repetí la negativa, poniéndole en antecedentes de mi silencio en la Ofici-na de Turismo y de cómo había dado con su persona. Marcos sabía de la astucia de los servicios de Inteligencia de Israel y las aclaraciones no apa-garon su desasosiego. Sin embargo, al menos por el momento, dejó de lado el espinoso asunto. Su faz recobró la primitiva luminosidad y, tendiéndome ambas manos, resumió lo único que ansiaba oír en aquel momento:
-Hace años que espero esta visita...
Aunque la intuición había abierto mi alma desde tiempo atrás, la garganta quedó anudada por la emoción. Fui incapaz de responder. Tomé sus manos y, sencillamente, las estreché, transmitiéndole así los meses de pesadilla, desaliento y esperanza. Las miradas hablaron por sí solas. A partir de ese imborrable momento, fue él quien tomó la iniciativa, sacándome de dudas. Había conocido al mayor a lo largo del año 1973, en Jerusalén, y por moti-vos ajenos a los que ahora nos reunían. Entre ellos nació una corriente de


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hermandad y, años más tarde, desde el remoto Yucatán, volvió a tener no-ticias del viejo piloto norteamericano. Le encomendó la custodia de «algo» que sólo podría ser entregado al hombre o mujer que acreditara haber re-suelto y despejado el criptograma que obraba en mi poder. La última «cla-ve» del enigma era él mismo. Desde que «aquello» llegara a su poder, a pesar de sus intentos por conectar con el mayor, no había vuelto a tener noticias suyas. ignoraba que hubiera fallecido y, por supuesto, que existiera un primer mensaje.
Leal y prudente donde los haya, Marcos me aseguró que jamás desprecin-tó el «envío» de nuestro común amigo. Le creí.
Y ardiendo en deseos de hacerme con el misterioso «legado», le supliqué que me lo mostrara. Sonrió con benevolencia, disculpando mi fogosidad. Al punto, sin rodeos, me hizo comprender que aquella justa entrega debía consumarse en el momento y lugar adecuados. Acepté sus razonables pre-cisiones. El Agaf, con seguridad, podía estar al acecho. Si me presentaba esa noche en el hotel con el preciado «cargamento» -ésas fueron sus pala-bras-, mis sacrificios, los suyos y los del mayor corrían el riesgo de ser in-molados, en beneficio de los servicios de Inteligencia. Merecía la pena espe-rar.
-Éste es mi plan -simplificó, exponiendo la idea que acababa de concebir y que, así, de bote y voleo, me hizo soltar una carcajada, si no recordaba mal, la primera de este infeliz en toda su estancia en la Tierra Prometida. Accedí ilusionado. «Aquello» resultaba excitante y, sobre todo, eficaz. Me sometí a su voluntad y no volví a interrogarle ni a presionar acerca de «lo que le había encomendado el mayor». Un «legado» cuya naturaleza presen-tía.
La tertulia -sembrada de confidencias- se prolongaría hasta altas horas de la madrugada. Fue así como entramos en el mutuo conocimiento de hechos y circunstancias, íntimamente ligados al mayor, que, amén de enriquecer-nos, multiplicaron -si cabe- nuestra sincera estima hacia aquel hombre sin-gular y aguerrido.
Pasadas las cuatro horas, un segundo taxista belenita orillaba su turismo en el cruce de las calles Smolenskin y Keren Hayesod, a trescientos metros del Moriah Jerusalén. Por seguridad, despedí al chofer y amigo de Marcos en un lugar lo suficientemente retirado del hotel como para conjurar cual-quier tropiezo o «malsana curiosidad»...
Caminé decidido. La zona, iluminada y dormida, parecía en paz. En los aledaños del Moriah no se distinguía un solo vehículo. Crucé frente a la rampa del aparcamiento subterráneo y, de pronto, sentí miedo. Me detuve. Inspeccioné la oscura y solitaria boca del parking, sin divisar al guarda. ¿Qué hacía? ¿Entraba por el sótano? Desde allí, con la ayuda de los ascen-


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sores, el acceso a la habitación era menos comprometido. Finalmente, re-nuncié. Mi apaleado corazón no hubiera resistido otro «susto». Además, ¿qué importaba que me vieran entrar por el vestíbulo? A estas alturas del «negocio» todo estaba consumado.... para bien o para mal.
Encogido y receloso empujé despacio la puerta giratoria. En el vestíbulo, a media luz, no respiraba una alma. Miento: a la izquierda, en uno de los butacones, roncaba un vigilante. Salvé de puntillas los siete u ocho metros que me separaban de los elevadores y, escurridizo como una serpiente, me quité de en medio. Ninguno de los recepcionistas -posiblemente tan arroba-dos como el agente de seguridad detectó el retorno de aquel trasnochador. Pero los sobresaltos -en el fondo soy un ingenuo- seguirían llegando...
Feliz como unas castañuelas, me dispuse a descansar. Me planté ante la puerta de la habitación y, de pronto, medio mundo se vino abajo: había ol-vidado la llave en conserjería.
-¡Ésta sí que es buena!...
No supe si reír o llorar. El nuevo registro de mis ropas fue tan inútil como el primero. ¡Increíble! En segundos, la euforia se transformó en cólera. Los que me conocen saben que ya sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésa fue una sonada ocasión para ejercitar una de mis actividades predilec-tas: maldecir mi sombra y mi proverbial despiste.
Pujé por hallar un remedio. Todo menos bajar y delatar mi presencia. También era posible que no ocurriera nada, pero ¿y si ocurría?
El análisis de la necia situación arrojó dos únicas alternativas. Una: inge-niármelas para forzar la puerta. Dos: acomodarse en el pasillo y resistir hasta el alba. La última no fue de mi agrado. Así que, malhumorado, hice inventario de cuanto llevaba encima. El recuento no me estimuló: la carte-ra, el pasaporte, tabaco, un encendedor, el «cuentapasos», una batería de rotuladores -a los que soy tan aficionado- y el cuaderno «de campo», con tres o cuatro hojas sueltas, repletas de nombres y direcciones y prendidas a la masa del bloc mediante sendos clips labiados de acero inoxidable.
-¡Escaso arsenal! -me lamenté- Si al menos el mechero hubiera sido de gasolina...
Como ya había «practicado» en otras locas peripecias, bastaba con inyec-tar el combustible en el ojo de la cerradura y prenderle fuego. En general, dependiendo, claro está, del tipo de engranaje, el pequeño incendio-explosión terminaba por descomponer el mecanismo. Éste no era el caso. Sólo cabía una solución: los «clips». Desbaraté uno de ellos, y con el alam-bre resultante, confeccioné una ganzúa. Fue absurdo que mirase a uno y otro lado del solitario corredor. ¿Quién podía mirarme a tan intempestiva hora?


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La rústica «llave» hurgó en los entresijos del pomo, a la búsqueda del pestillo. A la tercera o cuarta acometida, un musical clic vino a recompen-sarme, franqueando el paso.
El Destino, aunque uno ya no sabe qué pensar, lo tenía todo calculado. Incluso, que yo no recogiera la llave de mi habitación, dando a entender -a propios y extraños- que había pasado la noche fuera.
Lo suponía. A primerísima hora de la mañana del viernes, cuando me dis-ponía a salir, sonó el teléfono. Imaginé el origen de la llamada y, haciendo caso omiso, escapé de la habitación, abriendo así la operación planeada por Marcos.
De momento creí oportuno seguir ocultando mi presencia en el hotel. Así que, con el fin de soslayar engorrosos encuentros, me dirigí directamente al aparcamiento subterráneo. Allí me aguardaba otra sorpresa. Conforme ga-naba la salida, uno de los vehículos -aparcado a escasa distancia de la ba-rrera de control- reclamó mi interés. Al poco, alerta, fui a ocultarme al am-paro de una de las columnas. No cabía duda. ¡Era el Mercedes 300-D! Es-cudriñé temeroso su interior. Nadie lo ocupaba. Tampoco en los alrededores había rastro de los pegajosos agentes. Era obvio que la situación del vehí-culo en el sótano -tan estratégicamente dispuesto para una fulminante par-tida- no era casual. En la calle, frente a las puertas del hotel o en sus proximidades, habría llamado mi atención de inmediato. Por otra parte, si se hallaba desierto, ¿dónde ubicar a sus pasajeros? «No muy lejos», calcu-lé.
Si «ellos» estaban al tanto de mi prolongada ausencia, lo lógico era supo-ner que, en tales momentos, merodeasen por el vestíbulo. La llave conti-nuaba en conserjería...
¿Qué camino debía tomar? Por supuesto, rechacé la idea de presentarme en el vestíbulo. ¿Y si vigilaban el exterior? No había elección. Correría el riesgo. Salí del escondite y aposté por la rampa del subterráneo.
El empleado del peaje -derrotado por el largo turno de noche que ahora expiraba- me lanzó una rutinaria y cansina mirada. Le saludé con un escue-to movimiento de cabeza y, de repente, mi vista tropezó con algo que -quién sabe- quizá pudiera servir. Le hice una señal para que abriera el cris-tal de la garita y, una vez frente al aburrido y somnoliento personaje, le sonreí, señalándole una gorra azul que colgaba del respaldo de la silla.
-¿Está en venta?
La pregunta le dejó perplejo. Y antes de que abriera la boca le mostré cinco billetes de diez dólares.
-Perdone -arremetí-, es que soy coleccionista...


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El individuo debió de tomarme por un adinerado y chiflado turista. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo atrapó el dinero, entregándome la polvo-rienta y descolorida prenda. Incrédulo, contó los papeles. Para cuando quiso articular palabra, yo me alejaba del parking con la gorra calada hasta las cejas. (A mi regreso a España, al comentar la anécdota con la persona que más quiero, ésta, inteligentemente, me hizo ver que una gorra no es el me-dio más discreto para pasar inadvertido. Le di la razón. En ese caso fue la Providencia quien permitió que saliera indemne del trance.) Sea como fue-re, lo bueno y provechoso es que, a la hora pactada, me reunía con una de las relaciones públicas de la Universidad Hebrea -Gina S, de acuerdo con lo prometido al Instituto de Relaciones Culturales. Tal y como le detallé a Mar-cos, convenía seguir dando una de cal y otra de arena... La joven judía me introdujo en la Academia Rubin de Música, ayudándome a localizar una pe-regrina serie de libros sobre instrumentos bíblicos musicales. Satisfecha mi curiosidad, le rogué que me acompañara al Moriah. Y a las once horas, to-mándola por el brazo, irrumpimos en el hotel. El trasiego de turistas no me permitió explorar el vestíbulo con precisión. Si la Inteligencia militar se hallaba en el lugar, nunca lo supe. Recibí la llave y, sin soltar a Gina, la convencí para que subiera. No recuerdo muy bien la excusa, pero creo que le hablé de un libro hebreo, escrito por el gran especialista en el mar de Ti-beríades, Mendel Nun, que yo había comprado días antes y sobre el que precisaba cierta información. La noble y complaciente mujer se brindó en-cantada. Pero antes de tomar el ascensor, rizando el rizo, solté su brazo y, regresando hasta el mostrador de conserjería, me interesé por la fórmula más rápida para hacer llegar a la habitación una botella de champaña y dos copas. El comentario, en un tono de voz más elevado de lo habitual, surtió efecto. Varios de los recepcionistas, al oírme, fijaron sus miradas, alternati-vamente, en mi acompañante y en un servidor. Las sonrisitas que dejé a mi espalda fueron la guinda de la estratagema.
Una vez en la habitación, me liberé de la chaqueta e invitándola a tomar asiento, puse en sus manos el referido volumen de Nun: Sea of Kinnereth. Le pedí que lo hojeara, aclarándole que necesitaba una traducción de la bi-bliografía. La verdad es que ni siquiera sabía si el libro aportaba relación bi-bliográfica alguna. Gina, creo que algo decepcionada, puso manos a la obra, al tiempo que cruzaba sus piernas provocativamente. No sé qué pudo pen-sar. Quizá que le había tocado en suerte un tímido o un excéntrico. En par-te, acertó. Simulé que buscaba algo. Me hice con la documentación, las tar-jetas de crédito y algunos dólares y, con el manido pretexto de bajar a comprar cigarrillos, desaparecí de su atónita mirada.
El resto fue menos angustioso. Repetí el descenso hasta el sótano, ale-jándome de¡ hotel por la boca del aparcamiento. El Mercedes continuaba en

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