sábado, 25 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG. 41 A LA PAG 60


El velado Tri-X se retorció, despren-diendo un penetrante e intoxicante olor.

Las ratas, desorientadas por el súbito cambio de dirección del fuego, se apelotonaron sobre los mástiles por los
-,-que debía cruzar. Dudé. Era preciso apartarlas. Gané otro par de pasos sobre el crujiente travesaño, hostigándolas con el fuego y los gritos. Algu-nas huyeron. Otras, confusas e irritadas, plantaron cara o empezaron a gi-rar sobre sí mismas, como enloquecidas. Temiendo lo peor, eché mano del pañuelo e, incendiándolo, lo arrojé con los restos de la antorcha sobre las más cercanas. El trapo y las pavesas se derramaron entre las ratas, sem-brando la desbandada. El camino quedó libre.
Las verdiazules lenguas de fuego del film seguían su lento y trabajoso as-censo.
Tres, cuatro nuevos pasos.
Me hice con dos rollos más y, al tiempo que barría el madero con el in-flamado Tri-X, vigilando a los roedores y Procurándome un mínimo de visi-bilidad, fui jalando y preparando un segundo film.
Seis, siete pasos más.
Me detuve. Me faltaba el aire. Prendí la siguiente película y, cuando me disponía a cubrir el tramo final, el poste crujió bajo mis pies, cediendo e in-clinándose. Fue casi instantáneo. La película escapó de entre mis dedos, hundiéndose en la ciénaga con un tramo del travesaño. Instintivamente, al percibir el desplome del madero, me aferré al Poste superior.
«¡Jesucristo!»
No pude articular una sola palabra más. El terror anudó mi garganta. Col-gado y balanceándome bregué por izarme hacia el salvador travesaño. Otro siniestro crujido me descompuso. Temeroso de que se quebrara, opté por avanzar, valiéndome de las manos y del impulso del cuerpo en el vacío. El siguiente poste vertical no se hallaba muy lejos. Si lograba alcanzarlo, su-poniendo que los restantes maderos horizontales no hubieran sufrido la misma suerte que el anterior, podría asentar de nuevo mis pies y recuperar el pulso. Gimiendo, resoplando y rezando para que el húmedo poste no se viniera abajo, fui palmeando sobre la madera, con los dedos crispados y pringosos de moho.
«¡Dios mío, ayúdame!»
En uno de los vaivenes, mis pies tropezaron con el ansiado poste.
« ¡Ahí está!... ¡Un poco más! »
Las fuerzas flaqueaban. Tenía que llegar. Contuve el aliento y, apretando las mandíbulas, gané un nuevo palmo. Pero inesperadamente los dedos pi-saron una nervuda y fría pata. Creí morir. Despegué la mano derecha y, en una reacción animal, adelantándome a un posible ataque, tensé los múscu-los, izándome a pulso hasta tocar la base inferior del madero con el cráneo. No sé de dónde saqué las fuerzas y el coraje. Y entre convulsiones, aullando


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de rabia y pánico, golpeé la oscuridad con el puño cerrado. Una de las des-cargas alcanzó de lleno a la rata, arrojándola al vacío. Tuve el tiempo justo de agarrarme al travesaño, que osciló peligrosamente al aflojar la tensión.
El negro bulto cayó como un plomo, yendo a estrellarse contra mi bota izquierda. Y ágil y precisa, hundió sus uñas en el material, manteniendo el equilibrio sobre el empeine.
«¡Oh, no!»
Lancé un alarido, pateando las tinieblas. Pero la rata, tan grande como mi pie, resistió las embestidas. Si aquella bestia trepaba por el pantalón no tendría más remedio que soltarme del poste...
Un hielo acerado subió por mi columna vertebral. Podía sentir sus uñas perforando la bota. Y noté cómo la pierna izquierda, agotada, perdía fuer-zas. Mi mente se negó a pensar. En segundos me había transformado en un loco salvaje e irracional, dominado por el pavor. Me convulsioné, escupí y pateé a la rata con la bota derecha, inundando el túnel con una catarata de gritos y maldiciones. Medio aplastado, el animal cedió, cayendo finalmente a las aguas. Y presa de una inenarrable desesperación «volé» casi hasta el madero vertical. Y a gatas, ajeno a toda precaución, gimiendo y aullando, me deslicé por el travesaño horizontal sin el menor sentido de la orientación y del punto al que me dirigía.
Segundos después chocaba violentamente contra otro de los postes. Sólo recuerdo que, conmocionado, perdí el equilibrio. Y la temida imagen de la ciénaga me acompañó en la caída.
Puede parecer pueril. El caso es que siempre he creído en la proximidad del «ángel de la guarda». Y en aquella ocasión, con más razón.
Fue el frío lo que me despabiló. Al recuperarme del topetazo me encontré boca abajo, con el rostro semihundido en el barro. Intenté incorporarme, pero la correa de la bolsa y un agudo dolor en la frente me retuvieron en la misma postura.
«¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba?»
Moví las piernas y me asusté. Parte de mi cuerpo se hallaba sumergido en la charca.
«¡Oh, Dios!»
Ahora lo entendía. Rememoré la escena de la rata, la enloquecida carrera sobre el travesaño y el golpe final. La Providencia, al quite, había permitido que cayera al borde de la ciénaga, junto a los escalones de basalto.
Me arrastré fuera del agua y, a trompicones, pasé al otro lado de la cerca. Estaba empapado, sucio de lodo y, lo que era peor, abatido. Caminé como un autómata, remontando la pendiente del subterráneo y no me detuve hasta que, en el fondo del pozo, la tibia luz del día me bañó de pies a cabe-za. Me deshice del equipo, contemplando mis ropas con desolación. El dolor


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seguía latiendo en mi cabeza, aunque no era lo que más me preocupaba. Me recosté contra la pared y cerré los ojos, dejando que el sol templara mis nervios. Poco faltó para que rompiera a llorar. Todo había sido en vano. Había arriesgado la vida... por nada. Allí, en aquel infierno, sólo había des-cubierto -una vez más- mi solemne torpeza y una ¡limitada capacidad de miedo... El enigma, el mayor y el Destino acababan de burlarse de mí. Des-corazonado, sin ánimos para revisar siquiera las cámaras fotográficas, inicié una cansina ascensión por aquellos malditos e imborrables 150 peldaños. Jamás volvería a Hazor. Jamás...
Pero la convulsa jornada no estaba concluida.
En las ruinas reinaba la paz. Una calma que yo había perdido. Bebí ansio-so de la fresca brisa que bajaba del Hermón y, al pie de los carteles que anunciaban el túnel, levanté los ojos hacia el celeste de los cielos, agrade-ciendo que, después de todo, el buen Dios y sus «intermediarios» hubieran sido misericordiosos.
La plegaria no duró mucho. Los dígitos del reloj -marcando las 13.30 horas- me recordaron que debía regresar. Había perdido la noción y la me-dida del tiempo. A lo lejos, en el vértice del triángulo arqueológico, un gru-po de colegiales, alborozados y parlanchines, visitaba la ciudadela. Me es-tremecí ante la posibilidad de que los niños penetraran en la galería y co-metieran la travesura de saltar la valla de madera. E irremediablemente, a la vista de los muchachos, mis pensamientos volaron junto a mis hijos.
El Mercedes se hallaba cerrado y solitario. Solimán, aburrido quizá por las cuatro horas y media de espera, había desaparecido. Más sereno, aprove-ché para poner en orden mis cosas. Me descalcé, examinando la bota iz-quierda con repugnancia. El material, en efecto, aparecía perforado en dife-rentes puntos. Me negué a recordar. Traté de escurrir la mitad inferior de los pantalones, pero, sin desprenderme de ellos, era casi imposible. El resto del equipo, excepción hecha del cuaderno «de campo», no parecía haber sufrido en demasía. Deposité el calzado y los calcetines en el techo del ve-hículo y, reclinando la espalda en uno de los muros, fui a sentarme en el caldeado suelo de Hazor.
El hematoma de la frente empezaba a hacerse ostensible. Me contemplé de abajo arriba y el viejo sentimiento de frustración vino a mezclarse con el asco. Apestaba.
Sin proponérmelo, encarado al sol, caí en la tentación de analizar y justi-preciar cuanto llevaba recorrido e investigado. El enigma continuaba virgen, distante y sellado. No había ganado un solo paso. Al contrario. Todo estaba consumado. Perdido. No me sentía con ganas de proseguir ¿Para qué?


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Hazor era un fracaso. Aquellos, sinceramente, fueron los minutos más de-cepcionantes de toda mi aventura en Israel.
Estaba decidido. Retornaría a Jerusalén y, sin más demoras, tomaría el primer vuelo a España. Me daba por vencido. Pero el Destino, evidentemen-te, tenía otros planes.
-¡Hombre de Dios! ¿Dónde se había metido?
La gruesa voz del guía, a mis espaldas, me arrancó providencial, aunque sólo temporalmente, de la oscuridad de tales ideas.
Al volverme, Solimán frunció el entrecejo.
-¿Qué le ha pasado?
Me incorporé, tratando en vano de disimular mi lamentable aspecto. Bo-quiabierto, me miró de hito en hito. Y mudo por la sorpresa, señaló mis pies desnudos, interrogándome con la mirada. Me encogí de hombros y, sin de-masiado entusiasmo ni detalles, insinué que había sufrido un estúpido acci-dente en el fondo de la galería.
La cetrina tez del nazareno se distendió, dando paso a una sonrisa de complicidad. Sus negros ojillos chispearon. No comprendí, Y haciéndome un gesto con la mano, me invitó a regresar al automóvil. Me calcé en silencio y, una vez en el interior del Mercedes, el perspicaz árabe me tendió unas mandarinas. Las devoré.
Solimán esperó unos segundos. Me observó sin el menor pudor y, cuando lo estimó conveniente, me preguntó en tono conciliador:
-¿Qué busca usted realmente ... ?
Mi esquiva mirada y el embarazoso silencio me delataron.
-Quizá yo pueda ayudarle -terció con habilidad.
Sonreí para mis adentros. ¿Cómo podía hacerlo?
-Otros, antes que usted -presionó-, también lo han intentado.
Esta vez le miré de frente.
-¿Otros?... ¿Cuándo?
Había caído en la trampa. Solimán, satisfecho, se arrellanó en el asiento, respondiendo con otra interminable sonrisa.
-Pero ¿de qué me habla? -repliqué en un pésimo y tardío esfuerzo por rectificar.
Separó su mano izquierda del volante y, señalando las ruinas con el índi-ce, sentenció:
-La leyenda habla de un tesoro oculto en las entrañas de Hazor.
Aquello era nuevo para mí. Le animé a continuar.
-En la época helenística, el fortín fue reconstruido, y su guarnición, testi-go de la batalla de Jonatán contra Demetrio. Pues bien, los supervivientes, al parecer, enterraron el botín en algún lugar de la meseta...


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Con una sonora carcajada corté sus explicaciones. No pude evitarlo. Me excusé y, negando con la cabeza, le hice ver que desconocía el asunto y que, precisamente, no era un tesoro lo que perseguía. Al menos, un tesoro de aquella naturaleza...
-¿Entonces ... ?
Suspiré con desaliento. Le lancé una breve e inquisidora mirada y, tras unos segundos de reflexión, me dejé llevar. ¿Qué podía perder?
-Tiene razón, Solimán. Busco algo...
Atento, asintió con la cabeza.
-Busco algo que no he sabido descubrir. Algo que ha pertenecido o perte-nece a Hazor.. Algo que tiene alas...
El hombre enmudeció. Por un momento creí que me tomaba por un loco.
-¿Alas, dice usted?
Sin esperar respuesta, se enfrascó en nuevas meditaciones. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué guardaba silencio? ¿Es que había algo? Era in-creíble. En décimas de segundo, un chispazo de esperanza volvía a poner-me en tensión, arrinconando mi aún caliente fracaso.
Aguardé nervioso. Pero el árabe no pestañeó. Eché mano de la cartera y, antes de que abriera la boca, le mostré un billete de cien dólares.
-Si me ayuda a encontrarlo -le anuncié con vehemencia-, si me dice dón-de hallar un ídolo, una pintura, una piedra.... no sé.... algo que presente unas alas, esto será para usted.
Giró la cabeza lentamente. Examinó el dinero con avidez y, saltando del coche, tartamudeó:
-¡No se mueva!... ¡Espere aquí!
Atónito, le vi correr y desaparecer en dirección al puesto de control. Abandoné el automóvil y poco faltó para que saliera tras él. ¿Le había ofen-dido? ¿Por qué aquella violenta reacción? Me eché a temblar. La espera se prolongarla durante una irritante e interminable hora. En ese tiempo tuve oportunidad de fraguar toda serie de hipótesis. Lo más curioso, sin embar-go, es que mi aparente firme propósito de abandonar la empresa se hubiera disipado en un abrir y cerrar de ojos. Nunca he conseguido comprender mis locas contradicciones...
Solimán apareció al fin por la empinada rampa de acceso a las ruinas. Venía a la carrera. Sudoroso, jadeante y pletórico se introdujo en el Merce-des. Le imité y, sin mediar palabra, arrancó, dirigiéndose a la zona de sali-da. Le vi tan ensimismado que no tuve valor para interrogarle. Ardía en de-seos de hacerlo, pero su mutismo me coartó.
Conducía de prisa. Nervioso. Cruzamos ante la garita de control como una exhalación, sepultando al guarda en una blanca nube de polvo. El chofer, impertérrito, desvió la mirada hacia el espejo retrovisor, esbozando una pí-


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cara sonrisa. Al volverme distinguí la airada figura del funcionario, agitando sus larguiruchos brazos entre la masa de polvo y tierra.
Minutos más tarde, Solimán abandonaba la carretera general, aparcando frente a un moderno y funcional edificio de una planta, alejado poco más de un kilómetro del tell.
-¿Y bien?
Por toda respuesta, el hermético guía alzó sus manos en dirección al edi-ficio, exclamando:
-El museo de Hazor.
¡Santo cielo! Lo había olvidado. Esta vez fui yo quien corrí hacia las puer-tas de cristal, dejándole plantado. ¿Cómo no había caído mucho antes? Allí, con seguridad, me esperaba la solución al criptograma.
«Hazor es su nombre ... »
Temblando de ansiedad irrumpí en el recinto. Al verme, el portero, un hombre entrado en canas, sonrió. Obviamente, estaba al tanto de los ma-nejos de Solimán. Porque al hacer ademán de abonar el obligado ticket de entrada, señaló hacia el Mercedes, reforzando su ancha sonrisa y fran-queándome el paso.
-Comprendo -le correspondí- Gracias...
Lancé una atolondrada ojeada a mi alrededor. La planta baja, que hace las veces de vestíbulo y recepción, apenas contenía una docena de piezas y varias fotografías aéreas de las excavaciones.
-¡Calma! -me ordené con severidad- ¡Mucha calma!
El examen tenía que ser minucioso. Merodeé en torno a las tinas y restos de cerámica, pero no advertí nada de parlicular.
«... y sus alas te llevarán al guía. »
Concentrado en la búsqueda, necesité unos minutos para reparar en lo anómalo de aquella situación. El guía, incomprensiblemente, no se había movido del coche. Le observé a través de los ventanales. No parecía tener intención de salir del automóvil. Era muy extraño. ¿Es que todo su descu-brimiento consistía en el traslado al museo? No, no era lógico. Podría haberse ahorrado las carreras, conduciéndome sencilla y directamente al lugar. Por otra parte, si sabía algo, ¿por qué tanto mutismo? ¿0 es que no le interesaba la sustanciosa propina? Tentado estuve de reunirme con él e interrogarle. La verdad es que, con las prisas y la excitación del momento, no le había concedido la oportunidad de explicarse. Sin embargo -argumenté con cierto enfado- lo normal es que me hubiera seguido hasta el edificio.
La curiosidad se impuso y, olvidando el incidente, me dirigí a las escalina-tas que conducen a la parte superior: al museo propiamente dicho. Poco después lamentaría este nuevo error.


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La espaciosa y única sala se hallaba desierta. Inmóvil al pie de la escale-ra, con el pulso acelerado, quise abarcarlo todo en un segundo.
«¡Calma!», me repetí, mientras el sentido común forcejeaba con una de-voradora curiosidad.
«... el número secreto de sus plumas es el número secreto del guía. »
Presentía que la clave del enigma estaba a mi alcance. Casi podía olfa-tearla... ¿0 era mi ansiedad?
Aunque seguía careciendo de información respecto a la naturaleza del «mensajero Hazor», algo en mi interior me decía que, nada más verlo, lo reconocería. Así que, de puntillas, fui asomándome a las vitrinas. Cerámica rojiza de diferentes períodos, puntas de flecha... Nada de aquello contenía el mensaje que necesitaba.
Fui rodeando la estancia, desechando los innumerables cántaros, escudi-llas, telares, mesas de libaciones de basalto y las pesadas ruedas de moli-no, utilizadas en la antigüedad para prensar el grano.
Al llegar a un grupo de estatuas, igualmente basálticas, contuve la respi-ración. Examiné unos negros leones tumbados, esculpidos en pesados blo-ques prismáticos, todos ellos -como el resto del museo- extraídos en las ex-cavaciones de Hazor. La forma de las melenas guardaba cierta semejanza con las de un cuerpo emplumado. Pero las figuras carecían de alas. Saltaba a la vista. Aquello no eran plumas. No obstante, obsesionado, me entretuve en contar las que adornaban una de las monumentales cabezas. El número -205- no me sirvió de mucho. Retrocedí un par de metros, buscando alguna secreta «lectura» en la disposición del conjunto. Tuve que rendirme. Mis ánimos, sin embargo, no decayeron. Tenía que ser paciente.
Consulté mis notas.
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
A pesar de saberme el criptograma de memoria, a pesar de haberlo des-compuesto y desguazado durante cientos de horas, lo intenté una vez más. La palabra «mira» -siempre desde el hipotético punto de vista del autor- podía encerrar un significado puramente literal: mirar o fijar deliberada-mente la vista en un objeto. Claro que, según otra acepción del diccionario, también quería decir «reflexión en un asunto antes de tomar una resolu-ción». Cualquiera de ellas era válida. ¿Insinuaba el mayor que debía con-centrar mis cinco sentidos en «algo» denominado Hazor u oriundo de Hazor? ¿O, por el contrario, se trataba de una advertencia o una invitación a la meditación?
El instinto no titubeó, inclinándose por lo primero.


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Hazor tenía que ser «algo». Y «algo» sólido, visible, susceptible de ser medido y contemplado.
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Alas? Ahí estaba el problema. Si aceptaba el término en su sentido natu-ral, lo lógico era pensar en un ser alado. Pero ¿en cuál? ¿En un animal? ¿En un dios? ¿En un hombre o una mujer? ¿En un símbolo?
En cambio, si me ajustaba al segundo significado -«fila o hilera»-, el di-lema se envenenaba. Las ruinas no guardaban una especial simetría, ni fui capaz de descubrir una sola hilera de piedras, columnas o senderos que apuntara o me «llevara» al «guía». Además, si el mayor hubiera concebido el vocablo «alas» como «filas», ¿qué pintaban las «plumas» en el resto del enigma?
Cerré el cuaderno «de campo» y, persuadido de que el «mensajero» era otra cosa -¿quién sabe si una pintura, una moneda o una estatuilla?-, re-anudé las pesquisas.
No era menester demasiada agilidad mental para intuir que lo que se ex-hibe en el museo de Hazor es sólo una mínima parte de lo realmente des-cubierto y rescatado en el tell. En la documentación consultada en Jerusalén aparecía una legión de objetos que no figuraba en aquel modesto museo del norte de Galilea. Esta realidad fue mermando mi entusiasmo. A pesar de ello me enfrenté a cada uno de los utensilios y piezas, «diseccionándolos» milímetro a milímetro. Quizá donde más tiempo consumí fue frente a una tablilla rectangular, pétrea y milenaria en la que había sido practicada una serie de incisiones horizontales y verticales. Se trataba de un juego. Eso re-zaba la leyenda. Una especie de «rayuela» rudimentaria, con un total de 21 cuadraditos en tres hileras: una central con 10, y dos laterales con 5 cada una. La fila de la derecha presentaba un sexto cuadrado, adosado a media altura. En cuatro de esos cuadraditos, el artífice había grabado sendas «X». Sumé, resté y multipliqué las «cruces» de aquel galimatías, hasta que, abu-rrido, me convencí de que tampoco guardaba una relación clara con el crip-tograma. En un primer tanteo, al descubrir que las series de cuadrados su-maban 2 1, me alarmé. Recordé el «ritual del cementerio de Arlington», pe-ro ahí quedó la cosa. ¿Pura coincidencia?
Desestimé igualmente una gran caracola marina, seccionada en el vértice, perforada en dos o tres puntos, y que constituía un viejo instrumento musi-cal: el conocido shofar de la Biblia.
Tampoco los delicados escarabajos sagrados de marfil y de hueso -repletos de inscripciones egipcias- aportaron luz a la investigación.


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En cuanto a las estatuillas de bronce, armas, collares y demás abalorios, ni uno solo respondía a lo señalado en el enigma: ni alas, ni plumas, ni nú-meros secretos, ni la más remota pista o indicio.
Mi derrota era total.
Al descender al vestíbulo, la amargura y la decepción se vieron repenti-namente eclipsadas. Solimán departía con el portero. Una oleada de indig-nación endureció mi rostro. Me sentí engañado. Y avancé hacia el guía, dis-puesto a cantarle las cuarenta. El árabe, alertado por su compañero, dio media vuelta y, al descubrir mi irritación, fue perdiendo la sonrisa. Pero no me dejó hablar. Recuperó al momento su buen humor y, alzando las manos en señal de paz, tomó la delantera:
-No me diga nada. Usted, señor, sufre el problema de la juventud...
Le miré desconcertado.
-Usted, amigo, es demasiado impulsivo. Usted no ha encontrado lo que busca porque no confía en Solimán.
Y, tomándome por el brazo, me arrastró al exterior del museo.
-Venga conmigo -fue su único y seco comentario.
No rechisté. Abrió la portezuela del coche y me invitó a sentarme a su la-do. Era asombroso. De la amargura, decepción y enfado había saltado -en cuestión de minutos- al desconcierto y a la expectación. Aquel individuo sa-bía algo. Y yo, como un necio, había vuelto a malgastar un tiempo precioso. Acababa de aprender algo importante: a no abrir la boca y a escuchar.
Sin perder la sonrisa, echó mano de una negra y mugrienta cartera, ex-trayendo algo que, a primera vista, parecía una tarjeta postal. Los nervios me traicionaron. Extendí el brazo para tomarla, pero, divertido, negó con la cabeza, devolviéndola a su lugar. Acto seguido plantó su mano derecha a una cuarta de mi rostro, agitando sus dedos índice y pulgar. Estaba claro. Primero exigía el dinero. Le entregué los cien dólares USA y, siguiendo con aquel mudo pero elocuente «diálogo», le presenté la palma de mi mano de-recha, reclamando la misteriosa tarjeta. Solimán congeló la sonrisa, repi-tiendo el internacional y conocido código que simboliza el dinero. Aquello era demasiado. Le recordé lo convenido. Intenté persuadirle de que, al me-nos, me mostrara primero lo que ocultaba en la cartera. El astuto árabe no mordió el anzuelo. Impasible a mis ruegos, sugerencias y argumentos, con-tinuó silencioso, petrificado en su indomable sonrisa y sacudiendo los de-dos, en una irreductible exigencia de nuevos dólares. Cedí, claro. Era el precio de mi improcedente desconfianza anterior. El guía no lo había olvida-do y ahora, seguro de sí mismo, me tenía contra las cuerdas.
No es que sienta una especial debilidad por el dinero, pero al ver volar el segundo billete de cien dólares presentí que mi modesta economía acababa


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de sufrir un duro revés. «Bueno me consolé-: aún me queda el recurso de las tarjetas de crédito ... » Mi estancia en Israel podía ser larga y los gastos en estas investigaciones y peripecias son siempre cuantiosos. Pero mi con-fianza en la Divina Providencia -y, repito, en sus «intermediarios»- es casi suicida. Así que, como digo, accedí a sus propósitos.
-¡Buen chico!, -clamó al fin Solimán.
Abrió de nuevo la cartera y, satisfecho, me ofreció lo que, en efecto, no era otra cosa que una reluciente y recién adquirida tarjeta postal de apenas 20 o 30 centavos de dólar.
Chasqueó el segundo billete y, desconfiado, lo levantó hacia el parabrisas, verificando su autenticidad. Me miró curioso y complacido, estudiando mis reacciones.
En la postal aparecían las dos caras de una antiquísima moneda: un sra-ter de plata, acuñado probablemente en la ciudad fenicia de Tiro durante el período persa. Es decir, en la cuarta centuria antes de Cristo.
Mi pulso se aceleró, dando por bien empleados los doscientos dólares.
-iDios santo! -exclamé alborozado.
-¿Era lo que buscaba? -me interrogó feliz.
No supe y no pude responderle. La emoción me tenía preso. Aquello sí podía constituir una pista. Una valiosa pista...
Solimán esperaba que me deshiciera en preguntas. ¿Dónde, cómo, cuán-do había localizado aquellas imágenes? Aunque en mi mente rondaban es-tas y otras cuestiones, me limité a devorar en silencio las caras de la vieja y deteriorada moneda. En especial, la situada a la izquierda de la postal. Y los minutos volaron. Al fin, cortés pero firme, mi acompañante interrumpiría mis divagaciones mentales. Atardecía y, con razón, me preguntó cuáles eran mis intenciones.
-Sí, claro -acerté a balbucir-. Un momento, por favor.
Retorné al museo y, postal en mano, rogué al funcionario que me mos-trara la totalidad de las tarjetas, folletos y
documentación a la venta. No había gran cosa. Amén de la que ya poseía -adquirida allí mismo por el árabe-, el resto del material no respondía a mis inquietudes. En consecuencia, aquél era el único «testimonio alado» exis-tente en el tell de Hazor. Quería, necesitaba, un máximo de seguridad antes de reanudar las investigaciones.
Mientras salía al encuentro del Mercedes y de Solimán -seguramente a ra-íz del cansancio acumulado- tomé la decisión de zanjar nuestra visita a Hazor. Mi cuerpo y espíritu reclamaban un poco de sosiego y una intermi-nable ducha. Después, en el silencio de mi habitación en el hotel, ya vería-mos.


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El guía recibió con satisfacción la orden de regresar a Nazaret. En reali-dad, poco o nada quedaba por preguntar respecto a la oportuna postal. Ca-recía de sentido que le Pusiera al corriente de mi objetivo final. Así que, salvo algunos parcos, esporádicos e intrascendentes comentarios, me ence-rré en un mutismo total. Solimán, respetuoso, no insistiría en la historia del tesoro ni en las cábalas que, evidentemente, me traía entre manos.
Nos despedimos entrada la noche. El buen hombre, que parecía haberme tomado cariño, se deshizo en sabios consejos, ofreciéndome la hospitalidad de su hogar y haciéndome prometer que le llamaría y contrataría para futu-ras incursiones por Galilea.
El cansancio terminó doblegándome. Las emociones, sustos y derroche de energías de aquella jornada pasaron factura y, al filo de la una de la ma-drugada, muy a pesar mío, tuve que interrumpir el análisis de la moneda. En sueños, como ocurre con frecuencia, mi mente siguió trabajando y bu-ceando, a la búsqueda de una interpretación. Fue otra noche de pesadillas, en las que se entrecruzaron la lejana voz del mayor -dictándome el cripto-grama-, los angustiosos ataques de cientos de ratas y un gigantesco búho, planeando en silencio sobre las ruinas de Hazor.
Al alba desperté sobresaltado y con el cuerpo molido por las agujetas. Necesité tiempo para recordar dónde estaba. No era la primera vez que ocurría. En otras pesquisas -fruto de las tensiones o de la poderosa dinámi-ca de las mismas-, al despertar en la oscuridad de una habitación, mi con-ciencia, confusa, reclama y consume unos segundos hasta ubicarse en el lugar exacto.
Coloqué la tarjeta postal junto al espejo y, mientras me afeitaba, hice ba-lance de lo asimilado y descubierto en la tarde-noche anterior. La verdad es que no podía sentirme satisfecho. La cara de la moneda situada a la iz-quierda presentaba un búho, con el cuerpo casi de perfil y la cabeza direc-tamente enfrentada al observador. Se trataba probablemente de un búho real o «gran duque», con una larga cola y los característicos penachos de plumas sobre sus respectivos pabellones auditivos. Por detrás de la rapaz nocturna se apreciaba una especie de báculo del que colgaba un apéndice triangular. Casi con seguridad: un espantamoscas.
La efigie de la derecha, bastante más deteriorada, parecía corresponder a una deidad mitológica: alguna suerte de tritón o dios de las aguas cabal-gando a lomos de un caballo con cola de pez. El héroe, guerrero o divinidad se hallaba en actitud de disparar un arco. Por debajo del caballo-pez se apreciaba la superficie del agua y, en el extremo inferior de la moneda, un delfín, orientado en la misma dirección del grupo superior.
Lógicamente, desde el momento en que me enfrenté a la reproducción del stater de plata, mi atención se centró en el búho. Como ya mencioné,


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era el único indicio, relacionado con Hazor, que presentaba alas y plumas. Mejor dicho, una sola ala. La «estrígida», en escorzo, mostraba únicamente la de la derecha. Esta circunstancia me confundió. El enigma hablaba de «alas», en plural. Para colmo de males, esta única y solitaria ala se hallaba muy desgastada, formando un todo uniforme y monocolor, sin el menor rastro de plumas. A pesar de ello examiné el resto del cuerpo, que sí lucía un nítido y abundante plumaje. La suma final de las plumas -de las que el paso de los siglos había respetado- volvió a sorprenderme. Eran treinta y tres. Es decir, sumando ambos dígitos, «seis». De nuevo aquel enigmático «seis»...
Ahí morían mis hallazgos. Pero no me daba por vencido. Sin la necesaria documentación y sin el imprescindible asesoramiento de los especialistas en numismática, en mitología persa, fenicia, egipcia y asiriobabilónica, era in-útil sacar conclusiones. ¿Qué podían representar aquellos símbolos? Y, muy especialmente, ¿qué secreta interpretación guardaba la imagen del búho real y del espantamoscas egipcio? ¿0 no era tal espantamoscas?
«... y sus alas te llevarán al guía. »
No debo ocultarlo. Esta frase del criptograma -tan precisa- me hizo des-confiar. ¿Y si no fuera el stater de Tiro el «mensajero» anunciado por el mayor? ¿De qué forma una sola ala podría conducirme al «guía»?
El caos ganaba fuerza y terreno por momentos. Tenía que reflexionar y actuar con sagacidad. Para empezar, además de reunir un máximo de in-formación sobre la moneda, resultaba vital la localización de la misma. ¿Dónde había sido depositada? Convenía estudiarla y estudiar su entorno y asentamiento actual con todo rigor. Quién sabe si la ubicación o el propieta-rio dé la milenaria pieza podían arrojar más luz, incluso, que las escenas acuñadas en sus caras.
Por supuesto, ni en el tell de Hazor ni en Nazaret tenía muchas posibilida-des de desenredar la nueva madeja. La mayor parte de los tesoros arqueo-lógicos descubiertos en suelo israelita se encuentran en los magníficos mu-seos de Jerusalén, Nueva York, París y Londres. Y la meseta de Hazor no constituye una excepción. Había que regresar a Jerusalén y empezar prácti-camente de cero.
No lo dudé más. Esa misma mañana, navegando entre la esperanza y el desaliento, cancelé la cuenta, para acto seguido abandonar el hotel y la ciu-dad de Nazaret. Esta vez me decidí por el servicio de autobuses interurba-nos. Mi economía no hubiera resistido el dispendio de un taxi o de un coche de alquiler.
Al mediodía de aquel martes empujaba la puerta giratoria del número 39 de la calle Keren Hayesod en Jerusalén. Como siempre, el vestíbulo del hotel Moriah era un bullicioso punto de encuentro de turistas de los más


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remotos confines. Y, una vez más, al sortear la pléyade de parlanchines y eufóricos alemanes, japoneses, italianos y norteamericanos, me sentí solo y extraño. ¡Qué ajenos eran mis objetivos a los de aquella humanidad!
David, el único recepcionista capaz de articular algunas frases en español, puso en mis manos varios mensajes, interesándose, curioso y solícito, por el golpe que aún campaba sobre mi frente. Agradecí el gesto, restando im-portancia al asunto. En cuanto a las llamadas telefónicas, todas procedían del Instituto de Relaciones Culturales. Las peripecias en Hazor habían bo-rrado de mi mente las obligaciones contraídas con dicho organismo oficial judío. La situación me incomodó. Busqué una excusa que justificara mi si-lencio. No era fácil. ¿Qué podía argumentar? ¿Cómo explicar satisfactoria-mente el hematoma de mi rostro? Aquel estricto y atosigante control empe-zaba a irritarme. Así que, haciendo caso omiso de los mencionados mensa-jes, me enfrasqué en la lectura de una de las guías turísticas de Jerusalén" Lo razonable era iniciar mis nuevas indagaciones por los más sobresalientes museos de la ciudad. Como segunda opción tenía a los expertos en numis-mática y, por último, a los diferentes departamentos de Arqueología y Anti-güedades de la Universidad Hebrea y del Servicio de Conservación del Pa-trimonio Histórico del Gobierno de Israel. Lo arduo y laborioso de la tarea no me atemorizó. Estaba dispuesto a remover cielo y tierra con tal de en-contrar el stater. Curiosamente, mi búsqueda finalizaría mucho antes de lo previsto...
No tengo muy claro por qué, entre tantos museos, fui a elegir el Rockefe-ller. Quizá por lo avanzado del día y su relativa proximidad al hotel donde me alojaba. En Jerusalén, la casi totalidad de estas instituciones cierra sus puertas entre las cinco y las seis de la tarde. Disponía por tanto de unas tres horas. Por otra parte, en la extensa relación de científicos con los que había empezado a entrevistarme figuraba uno Joe Zías- del departamento de Antigüedades del referido museo Rockefeller, que seguramente podría orientarme. Todo esto, supongo, contribuyó a que, sin más demoras, mar-cara el 278624. La fortuna me respaldó. Zías se hallaba en el museo y me recibiría. Minutos más tarde un taxi me dejaba en el extremo de la calle Su-leiman, frente a las murallas del vértice norte de la Ciudad Vieja. Permanecí unos segundos ensimismado y disfrutando del blanco azulado de aquellos muros. Era imperdonable. En el tiempo que llevaba en la Ciudad Santa no me había regalado un minuto de solaz.
Me encogí de hombros y, tras soportar un minucioso registro del equipo fotográfico, el vigilante del museo retuvo la bolsa. Las medidas de seguri-dad, tanto en el exterior como en el interior del palacete que sirve de sede


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al museo, estaban plenamente justificadas. Los tesoros allí depositados son excepcionales.
Zías me escuchó con curiosidad, examinando las figuras de la tarjeta pos-tal. No pestañeó. Me observó detenidamente y, desconfiado, preguntó sin rodeos:
-¿Por qué le interesa una pieza tan antigua?
-Es una larga historia -improvisé-. Investigo sobre el mundo mágico e ini-ciático de las viejas civilizaciones semíticas, y ese búho, sin duda, es una pieza clave. Intento localizar la moneda y reunir un máximo de información en torno a su origen y posible significado.
El científico humedeció sus labios con la punta de la lengua y, sin dema-siado convencimiento, abandonó la abarrotada mesa del despacho, buscan-do en una de las estanterías. Ojeó el índice de un grueso libro y, tras locali-zar el capítulo deseado, lo abrió, retornando al sillón con idéntica Parsimo-nia. Lancé una furtiva mirada sobre las páginas que retenían su atención. Entre las cuatro ilustraciones distinguí dos que reproducían monedas. Pero no me atreví a moverme. Mi corazón se aceleró.
Zías, imperturbable, continuó su atenta lectura, retrocediendo dos o tres hojas. La tensión empezaba a lastimarme. ¿Qué había encontrado?
Finalmente, volviendo al punto de partida, me tendió el pesado libro, invi-tándome a que comprobara. Se trataba de un tomo sobre mitología gene-ral, de E Guirand, abierto por las páginas 106 y 107. En dicho capítulo se hacía una exhaustiva descripción de los dioses y héroes mitológicos feni-cios. Y en la citada página 106, en efecto, podían verse dos grabados en blanco y negro con antiquísimas monedas de Arvad, Biblos y Tiro. Una de las piezas -en la ilustración ubicada en la esquina superior izquierda- me dejó atónito. Me precipité sobre el texto del pie de la fotografía. Su lectura me desmoronó. Decía así: «Monedas de Arvad (arriba) y de Tiro (abajo), con temas mitológicos. París, Biblioteca Nacional (Gabinete de Monedas). »
Levanté la vista decepcionado.
-¡Dios santo! -balbuceé- ¡Está depositada en París!
El arqueólogo no pudo contener una burlona sonrisa.
Todas mis esperanzas naufragaron. La moneda se hallaba a seis mil mi-llas de Jerusalén...
-Sí -puntualizó el judío-, ésa sí...
Le miré sin comprender. Y Zías, apuntando con el dedo índice izquierdo hacia el grabado en cuestión, me sugirió que prestara mayor atención a lo que tenía ante mí.
Caí sobre ambas caras de la moneda inferior, la de Tiro, y, efectivamente, al revisarla por segunda vez, comprendí que estaba en un error. Aunque los motivos eran gemelos a los acuñados en la de Hazor, tanto el búho como el


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jinete y su hipocampo gozaban de un mayor realce y algunas ligerísimas variantes. En la de París, la cabeza del «gran duque» y el espantamoscas, por,,ejemplo, presentaban una inclinación más acusada hacia la izquierda que la reflejada en la moneda del tell. No había duda. Eran diferentes. Sin embargo, la tregua duraría poco. El científico no supo resolver la siguiente y más importante cuestión. Consultó los catálogos del museo y, ante mi de-sesperación, negó con la cabeza. La pieza encontrada en las ruinas de Hazor no se hallaba en las vitrinas ni en los depósitos del Rockefeller.
-¿Ha probado usted en el museo de Israel?
-Lo tengo previsto -repliqué resignado.
Zías tampoco supo darme razón sobre el significado de las figuras. Para él, como buen profesional de la ciencia, el búho, el espantamoscas o el no menos enigmático caballero cabalgando sobre un caballo marino, eran sim-ples alegorías mitológicas. Nada más. Mi insistencia fue inútil. La posible simbología esotérica del stater quedaba relegada al mundo de la fantasía y de los «locos» como un servidor.
A pesar del desplante agradecí su valiosa ayuda. Y el israelita, conmovido quizá por mi terquedad a la hora de seguir buscando la moneda de Hazor, me recomendó que acudiera a Michal Dayagi Mendels, conservador y res-ponsable de los períodos persa y judío del aludido museo de Israel. Con certeza, uno de los museos de mayor relieve del mundo. Un lugar que ja-más olvidaré...
Dios, o sus «intermediarios», escriben recto con renglones torcidos. Sabia máxima. Este torpe aprendiz de casi todo estaba a punto de experimentarlo una vez más.
Rachel, la servicial funcionaria del Instituto de Relaciones Culturales, vol-vió a telefonear. Sabía de mi regreso a Jerusalén y no tuve más remedio que enfrentarme a la cruda realidad. La jornada se extinguía y, a pesar de mis buenos propósitos, la siguiente fase de las investigaciones -en el museo de Israel- tuvo que ser pospuesta. La conversación telefónica con la hebrea sólo contribuyó a embrollar aún más mi posición. Necesitaba libertad de movimientos y, ante el desconcierto de la rígida y disciplinada Rachel, le anuncié mi intención de congelar las entrevistas hasta nuevo aviso. El único pretexto verosímil que me vino a la mente fue el de la gran marcha a pie, desde Nazaret a Belén. Deseaba emprender el proyecto cuanto antes y, en consecuencia, las reuniones pasarían a un segundo plano. Como en encuen-tros precedentes, trató de disuadirme, alegando que una caminata de tales proporciones exigía una preparación e infraestructura más sólidas y minu-ciosas. No cedí un solo milímetro. Mejor dicho, en lo único que me mostré conforme fue en cambiar impresiones con el doctor Liba, director del insti-


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tuto, y en aceptar una carta oficial de dicho organismo que, de alguna ma-nera, respaldara mi aventura e hiciera las veces de «salvoconducto». Y a primera hora del día siguiente cruzaba el portal número 6 de la calle Soko-lov, recibiendo el utilísimo documento, en hebreo, de manos del propio Moshe Liba. Un documento en el que se detallaban mis objetivos y se reca-baba la ayuda y colaboración de las autoridades militares de las zonas por las que tenía previsto transitar. El escrito -yo entonces no podía imaginarlo siquiera- resultaría providencial en determinados momentos de la severa e inolvidable marcha de cuatro días por la margen derecha del rió Jordán. Pe-ro ésta es otra historia que poco o nada tiene que ver con el enigma del mayor y que quizá algún día me anime a contar.
A partir de aquella radiante mañana del miércoles, el bus número 9 se convertiría en un elemento familiar para mí. Fueron unas jornadas plenas de emoción, en las que, salvo contadas ocasiones, el citado autocar repre-sentó mi único nexo de unión con la calle y con las gentes de Jerusalén. Al tomarlo por primera vez en la avenida George V, frente al hotel Plaza, mis pensamientos continuaban volcados en el stater y en sus refractarias figu-ras. La del búho real, sobre todo, me tenía obsesionado. ¿Por qué sus plu-mas sumaban «seis»? ¿Podía ser la ansiada pista? Como refería, los cami-nos de la Providencia son imprevisibles. Aquella misma noche, de regreso al hotel, me reiría de mí mismo. Pero sigamos el hilo de los curiosos sucesos que se me avecinaban.
Yo había visitado el museo de Israel en mi anterior estancia en el país. Los museos, lo reconozco, son una vieja debilidad. Al descender al -suroeste de la ciudad, el espacioso complejo se abrió ante mí como un nue-vo reto. ¿Por dónde empezar? El museo reúne un total de veintisiete insta-laciones, con un apretado núcleo de salas dedicado a las más heterogéneas disciplinas: arte, prehistoria, arqueología judía y asiática, etnografía, biblio-teca y un largo etcétera.
Era elemental. Quizá Dayagi, el curator o conservador de los períodos ju-dío y persa, pudiera alisar mi labor. Como primera medida resultaba obliga-do ponerlo en antecedentes y localizar la moneda. Pero, como digo, el Des-tino tenía otros planes. Michal no se hallaba en su despacho. Y nadie supo informarme sobre su posible vuelta al museo. Mostré la tarjeta postal a una de las empleadas del servicio de información y relaciones públicas, pero, tan ignorante como YO sobre el particular, me aconsejó que consultara en la biblioteca del centro. La sugerencia me disgustó. Aquello significaba -casi con seguridad- una nueva e irreparable pérdida de tiempo y de energías. También cabía la posibilidad de lanzarse a una ciega búsqueda del stater por entre las decenas de salas y los cientos de vitrinas. Es curioso. Lo razo-nable hubiera sido obedecer los sensatos consejos de mi informante y del


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sentido común, acudiendo a los bibliotecarios o a otros arqueólogos y espe-cialistas en antigüedades. Inexplicablemente, desoyendo los argumentos de mi conciencia, elegí lo más difícil... y atractivo: emprender la búsqueda por mis propios medios. Esta peligrosa y supon90 que genética tendencia mía me ha costado senos reveses. Pero encajé el desafió. La operación podía ser un rotundo fracaso. Lo sabía. Sin embargo, este método -como todo lo imprevisto y misterioso- ejerce sobre mí una influencia dominadora. No he hallado jamás nada más excitante que la aventura de lo desconocido. Y con un entusiasmo desbordante descendí las escaleras que conducen a los só-tanos del pabellón de arqueología. No puedo explicarlo con claridad, pero «algo» parecía llamarme desde las entrañas del museo. ¡Bendita intuición! ¿0 no fue la intuición la que guió mis pasos? Nunca lo sabré...
Consulté el reloj. Las diez horas. El museo cerraba las puertas a las dieci-siete. Disponía, por tanto, de un generoso margen, más que sobrado, para explorar las repletas salas correspondientes a las nueve o diez centurias an-teriores a Cristo.
«Hazor es su nombre ... »
Las imágenes de la moneda y el tell de Hazor eran mis únicas pistas. Len-ta y reposadamente abrí la investigación, con los cinco sentidos puestos en cualquier pieza, mapa, escultura o referencia que llevara por nombre Hazor o Tiro.
«... y sus alas te llevarán al guía. »
Las doce horas. Las estériles pesquisas empezaban a barrenar mi ánimo. ¿Y si aquel despliegue resultaba tan baldío como los anteriores? ¿Qué segu-ridad tenía de que la moneda de plata había sido contemplada y «utilizada» por el mayor?
Paso a paso revisé una legión de restos correspondientes a los períodos del Bronce, remontándome, incluso, a centurias tan fuera de lugar como las diecisiete y dieciocho antes de Cristo.
Dejé atrás los vestigios hallados en los estratos del primer período del Hierro y, a eso de las trece horas, los acontecimientos se precipitaron. Al pisar la sala 309 de las de arqueología, el correspondiente cuadro resumen del segundo período israelita del Hierro (1000 a 586 a. de J.C.) activó mis alertas. El stater, según los arqueólogos, había sido acuñado hacia el cua-trocientos antes de nuestra era. Estaba, pues, muy cerca del posible objeti-vo.
Fiel a la táctica de explorar cada sala empezando siempre por la derecha de la puerta de acceso, fui paseando frente a la primera pared, revisando unas diminutas estatuillas de terracota y una valiosa colección de sellos y


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monedas. Doblé la esquina y, al iniciar el rastreo de la segunda pared, un nombre y una pequeña cabeza de arcilla me fulminaron. ¡Hazor!
Me precipité sobre la pieza. El rótulo explicativo hablaba de Astarte, diosa de la fertilidad, encontrada en las ruinas del tell, de la octava centuria antes de Cristo. «Claro -me dije a mí mismo-, esta finísima escultura de greda fue extraída por Yadin en la excavación del IV estrato.» ¡Atención! Sin darme cuenta había penetrado en una sala en la que Hazor podía ocupar un lugar prominente. No me equivocaba. En el suelo, junto a la mutilada representa-ción de Astarte, se exhibía un ciclópeo dintel de piedra, utilizado en una de las puertas de la ciudad-fortaleza. Temblé de emoción. Mis sentidos se abrieron a la par, listos para engullir el más leve de los detalles. Retrocedí junto a la cabeza de la diosa, subyugado por sus ojos y, en especial, ante la casi imperceptible y burlona sonrisa de sus breves y delicados labios. No sé explicarlo. En realidad, ni yo mismo lo entiendo. Mi vista y mi corazón que-daron atrapados en la dulce y al mismo tiempo burlesca expresión del rojizo rostro. Tuve la clara sensación de que, a pesar del vacío de sus ojos, la di-vinidad me transmitía algo. «Esto es ridículo», concluí al término de la in-tensa observación. Y girando sobre mis talones, lancé una mirada a la es-tancia. La enigmática sonrisa de Astarte -ahora a mi espalda- siguió viva y flotante en mi memoria.
«Un momento ... »
Aquella intuición -lo sé- no fue cosa de mi torpe entendimiento. Y la «fuerza» que me acompaña me impulsó a girar la cabeza, al encuentro de los ojos de la diosa.
«Un momento ... »
Fui a colocarme a la izquierda del pedestal que sostenía la figura, tratan-do de seguir la dirección apuntada por tan fascinantes ojos. No había duda. Astarte «miraba» al centro geométrico de la sala cuadrangular. La lógica se reveló de nuevo.
«¡Estás chíflado!», me reproché al punto.
Muy posible. Pero también era cierto que muchas de estas «locuras» me han brindado estimulantes sorpresas... Un familiar relampagueo en las en-trañas me puso sobre aviso. Ya no podía retroceder. La curiosidad había echado a volar. Me encaré nuevamente con Astarte y, esta vez, la sutil son-risa se acentuó en mi imaginación. ¿O no fue cosa de mi imaginación?
Di media vuelta y, sin atreverme a mover un músculo, espié el pedestal que se levantaba a cuatro o cinco metros. ¿Qué contenía? ¿Por qué su sim-ple contemplación alteraba mi pulso? La situación era ridícula. A fin de cuentas, tarde o temprano habría llegado hasta él... ¿No estaría exageran-do? ¿Por qué prestar tanta atención a una oscura sonrisa y a unos ojos de barro?


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Siempre me ha encantado disfrutar de situaciones límite. Estados que pueden desembocar, o no, en sorpresas o en logros altamente provechosos. Así que, midiendo cada Paso, fui acercándome al negro pedestal –probablemente metálico- sobre el que descansaba una urna cúbica. A su derecha, desde mi posición, a un nivel inferior al del arca de cristal, un pie igualmente de metal se abría en un atril.
A mitad de camino me detuve. Estaba seguro, pero quería cerciorarme. Giré y busqué los ojos de la diosa. En efecto sostenían la trayectoria que conducía a la columna. Una punzante mezcla de ansiedad y zozobra me re-tuvo unos segundos. Mi vista relampagueó por la cara del pedestal, sin des cubrir el obligado rótulo explicativo. Seguramente se hallaba en el interior de la urna. La tensión se desencadenó y, de un salto, me arrojé sobre el ar-ca. El instinto me gritaba que allí, entre las paredes de vidrio, tenía que es-tar lo que perseguía: la milenaria moneda de Hazor, con el búho real.
Fue un mazazo. Mi orgullo, fantasía y locas esperanzas se volatilizaron. No pude despegarme de la urna. En su interior no aparecía el apreciado stater Tan sólo tres objetos, en hueso o marfil, pertenecientes a un ajuar femenino. La decepción me hirió tan profundamente que ni siquiera reparé en las reducidas etiquetas mecanografiadas que aclaraban la naturaleza y origen de los utensilios a la vista. Estaba hipnotizado por el desencanto, con las manos aferradas a las aristas de aquella maldita urna de 45 centímetros de lado. Y allí mismo maldije a la diosa y, obviamente, mi necia precipita-ción.
Me revolví con rabia y, clavando los ojos en los de Astarte, me interrogué a mí mismo. ¿Cómo podía ser tan ingenuo y estúpido a un tiempo? No tenía solución...
En esos momentos, mientras fulminaba la pétrea y burlona sonrisa de la divinidad desenterrada en Hazor, el subconsciente, de manera subliminal, resucitó la imagen de una de las piezas depositada en la urna.
« ¡Dios! ¿Qué era lo que acababa de contemplar a mis espaldas?»
Pestañeé nervioso. Y la máscara de arcilla, como sucediera poco antes, pareció confirmar mis sospechas, ensanchando su mueca desde la pared y haciéndome vacilar.
« ¡No, es posible! »
Me incliné hacia la vitrina. Comprobé que lo que descansaba en su interior no era un mal lance de mi desenfrenada imaginación y, a renglón seguido, devoré el rótulo que yacía al pie del objeto.
Una sacudida me hizo retroceder. Demudado, presa del susto, sólo acerté a escapar de allí, refugiándome en uno de los ángulos de la sala.
* ¿Qué clase de juego era aquél? »


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*... y sus alas te llevarán al guía. »
El criptograma se encendió en mi cerebro.
«¡Era absurdo! ¡Todo lo era ... !»
«Mira, envío mi mensajero delante de ti ... »
La cabeza de la diosa. La enigmática sonrisa. Sus ojos vacíos. Y ahora... «aquello».
«¡Dios!»
Sabía que estaba prohibido fumar. Pero encendí un pitillo, dejando que el recio y obediente humo suavizara los nervios. Lo aplasté con la segunda y relajante bocanada, retornando decidido hasta la urna.
«¡Increíble!»
Completé una vuelta en tomo a la caja de cristal, observándola desde dis-tintos ángulos.
«... el número secreto de sus plumas.»
Todo parecía encajar. ¿0 era mi alegría la que, atropellada y falsamente, estaba concibiendo un nuevo fantasma?
Me supliqué serenidad. Abrí el cuaderno «de campo» y, casi sin pulso, co-pié la leyenda, en inglés, que escoltaba mi descubrimiento. Decía textual-mente: «DECORATED BONE BUNDLE. Hazor, 9th. century B.C.E. Probably part of a mirror or sceptre, the hadle shows a winged figure grasping the open volutes of a "tree of life" in relief.
Traducido venía a decir que aquella pieza -un mango de hueso decorado- procedía de Hazor. Su antigüedad, a juicio de los arqueólogos, se remonta-ba a la novena centuria antes de Cristo. El rótulo añadía que, probablemen-te, se trataba de una parte de un espejo o cetro en la que aparecía, en re-lieve, una figura alada asiendo las volutas abiertas de un «árbol de la vida».
¡Una figura alada! ¡Y originaria de Hazor! ¡Un ser con alas, infinitamente más atractivo que el búho!
Pegué la nariz al cristal, absorto y maravillado. El delicado relieve -trabajado sobre un cilindro de hueso de unos 20 centímetros de altura por otros 6 o 7 de diámetro representaba, en efecto, una especie de ángel con cuatro grandes alas extendidas. Dos nacían de sus espaldas y las restantes, dirigidas hacia tierra, de la cintura. Presentaba el típico perfil egipciobabiló-nico, con los brazos ligeramente despegados del cuerpo. El derecho exten-dido hacia adelante y el izquierdo hacia atrás. Las manos, como rezaba la leyenda, agarraban sendas ramas (?) de un achaparrado arbusto. Aquella criatura híbrida llenaba la casi totalidad de la superficie del mango. En cuanto al «árbol de la vida», había sido labrado en la cara opuesta.
Las dos piezas que acompañaban al «ángel» -así lo bauticé desde el pri-mer momento- no llamaron mi atención. Una consistía en una cuchara de marfil, utilizada seguramente en cosmética, con el mango labrado a base de


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