miércoles, 15 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA DE LA PAG 181 A LA PAG 210 , LAS APARICIONES DE JESUS


(3) En tiempos de Cristo, éstas eran las dos grandes escuelas o tendencias
dentro del grupo político-religioso formado por los fariseos. Los jefes de
ambas eran los doctores Híllel y Schammaí, respectivamente. Sus diferencias
eran tan numerosas como extremas. En la Beth Hillel se practicaba el
liberalismo. En la Beth Schammai, el integrismo.
D. Rops cuenta una anécdota, en este sentido, realmente esclarecedora. Se
dice que un día, un pagano se acercó al rabí Schammaí y le comentó con
ironía: “Me hago judío si eres capaz de explicarme la Ley en el tiempo en que
puedo mantenerme en equilibrio en un solo pie.” El estricto y austero
Schammai satisfizo al pagano con un duro golpe de su regla. Y se cuenta que.Hillel, al ser preguntado sobre
idéntico asunto, replicó: “No hagas a otro lo
que no quieres que te hagan a ti: ésa es toda la Ley.” (N. del m.)
---
izquierda: más abierta, prudente y comprensiva que la Schammai, rígida,
reaccionaria y más ritualista. Y Nicodemo siguiendo el ejemplo del propio
Maestro -que tuvo muy en cuenta la escuela de Hillel-, se sentía más cercano a
la referida y cada vez más numerosa “ala de izquierdas”. Y aunque otras
oportunidades de profundizar en el curioso “ mundo” de las comunidades
fariseas o haberáz y en los igualmente “separados” asenios -ambas ramas
partían de un tronco común- creo que no es malo insistir de vez en cuando en
un hecho ya apunté en otros momentos de este diario y que puede ser a la hora
de distinguir a unos fariseos de otros. Desgraciadamente, el mundo moderno
los ha metido a todos en la misma olla. Y no es justo. Hubo fariseos que
defendieron a Jesús, que se distinguieron y enorgullecieron por su amistad con
el Galileo y que, incluso, como en el caso de algunos de los diecinueve
sanedritas ya citados, no dudaron en dimitir del Consejo y observaron las
irregularidades de Caifás en el proceso seguido contra el Maestro. Las
diatribas del rabí de Galilea no iban dirigidas contra éstos, casi todos
solidarios con las enseñanzas de Hillel. Las famosas invectivas de Mateo (13)
-”Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas...! “- fueron lanzadas contra
los fariseos de “ derechas”. Era un secreto a voces que tales “santos “ eran
“mentirosos”. “sepulcros blanqueados” y que “echaban a lomos de otros las
cargas que ellos se negaban a llevar”. Eran los popularmente conocidos como
“fariseos teñidos” y que un viejo apólogo, recogido por el Talmud, retrata a
las mil maravillas. El apólogo en cuestión reza así: “Hay siete clases de
fariseos: el fariseo "¿dónde está mi interés?" El fariseo "bien lo parezco". El
fariseo "me sangra la cabeza", porque camina con los ojos bajos para no ver a
las mujeres y tropieza con los muros. El fariseo majadero, que camina tan
encorvado que parece una mano de almirez en un mortero. El fariseo "¿cuál es
mi deber para cumplirlo?" El fariseo "hago una buena acción cada día" y,
finalmente, el único y verdadero fariseo: el que lo es por temor y amor de
Dios.”
Y en esta barahúnda de criterios y posturas, Nicodemo, como digo, había
tenido el suficiente coraje como para, no sólo enfrentarse a los de “derechas”,
sino, incluso, a muchos de sus compañeros de “izquierdas”, para quienes las
enseñanzas del difunto Galileo eran dudosas y excesivamente radicalizadas
hacia una especie de “extrema izquierda”. así fueron calificadas las palabras
del Hijo del Hombre cuando defendía a las prostitutas y a los “impuros
gentiles” o cuando aceptaba en su grupo a mujeres e, incluso, a un publicano o
recaudador de los impuestos indirectos, como fue el caso de Mateo..Dios mío! qué poco parecen haber
cambiado las cosas después de dos mil
años! ¿Cuántos miembros de las iglesias del siglo XX encajarían en la rigidez
e intransigencia de aquellos fariseos de “derechas”?
De buena gana me hubiera acercado a los numerosos corrillos de hebreos que
fuimos encontrando conforme nos acercábamos a la muralla norte. Discutían,
polemizaban y se comunicaban mutuamente las “últimas noticias” sobre el
sepulcro vacío del rabí de Galilea. El suceso, lógicamente, había terminado
por filtrarse a la población y Jerusalén fue convirtiéndose en un increíble
mentidero, donde, incluso, se cruzaban apuestas sobre la suerte del
crucificado. Era la comidilla del día. Y tan excitante e inevitable situación me
alarmó. El sumo sacerdote y quienes habían maquinado para perder al Maestro
no recibirían con agrado aquellos imparables rumores sobre la pretendida
resurrección y la consiguiente magnificación del odiado galileo. Algo
inventarían para anular tal movimiento...


182
Crucé de nuevo la puerta de los Peces y, guiado por el muchacho, tomamos la
ruta de Cesarea, hacia el oeste. La mansión de Nicodemo -mucho más lujosa
que la de José- se asentaba a cosa de tres estadios de la ciudad (unos 500
metros), en lo más alto de las estribaciones del cerro del Gareb: a unos 778
metros sobre el nivel del mar y en lo que podríamos considerar como la zona
privilegiada de los extramuros de Jerusalén. En dicho promontorio, situado
entre las calzadas de Cesarea y Samaria, los judíos adinerados habían
levantado sólidas y espaciosas villas -muchas de ellas siguiendo las tendencias
arquitectónicas romanas y helenas-, a la sombra de corpulentos terebintos,
encinas y cipreses. Quedé maravillado por la paz del lugar y por las soberbias
edificaciones, que nada tenían que ver con las míseras casuchas de adobe y
paja triturada de los dos grandes barrios de la ciudad santa.
El solícito y eficaz Juan Marcos se detuvo al fin frente a uno de aquellos
palacetes de dos plantas, perfectamente acordonado por un muro de piedra,
rematado por un enrejado de casi dos metros de altura y que aparecía
semienterrado por una tupida red de enredaderas. Un amplio jardín de fina y
mimada hierba se derramaba frente a la casa. A la derecha de la cancela de
hierro divisé un pozo, sombreado por varias y altas encinas. Las había del tipo
“velani”, de unos quince metros de altura, y las casi eternas “de agallas”, de
menor corpulencia.
Un estrecho sendero de inmaculados guijarros de río -blancos como los muros
de la mansión- conducía al frontis de la casa. Siguiendo la moda de aquella
época, Nicodemo había levantado su villa de acuerdo con el más puro estilo de
las residencias romanas o domus. El atrium o parte semipública destacaba por
su clara forma de tetrastilo, consistente en un desahogado patio cuadrangular,
rodeado por columnas y sostenidas por un pilar en cada uno de los ángulos del.citado patio. En el centro del
enlosado, como había observado en la casa de
Lázaro, se abría una cisterna rectangular en la que se recogía el agua de lluvia.
Unas relucientes y semicirculares escalinatas de mármol blanco daban acceso
a la morada propiamente dicha. Pero, en esta ocasión, no tuve oportunidad de
visitarla. David Zebedeo, el dueño del lugar y un nutrido grupo de personas -quizá
treinta o treinta y cinco en total- dialogaban a la izquierda del tetrastilo,
a la sombra de aquella zona de la columnata.
Por una vez había llegado a tiempo. Y allí fui testigo de otro suceso que,
aunque anecdótico, resultó tan emocionante como nuevo.
Cuando nos aproximamos, varios de aquellos hebreos, jóvenes en su mayoría,
cubiertos por los típicos mantos a rayas verticales azules y rojas, discutían al
estilo judío: a grandes voces y gesticulando sin medida. Nicodemo, sentado en
una silla de tijera, contemplaba la escena en silencio. Al verme llegar sonrió,
levantando su mano izquierda en señal de amistad. Mi obligada presencia al
pie de la cruz me había valido la estima de muchos de aquellos fieles
seguidores del Maestro. Porque, conforme fui adentrándome y comprendiendo
el motivo de la polémica, deduje que todos los presentes eran eso: discípulos
del rabí. David, en pie y a la izquierda del anfitrión, seguía las opiniones con
atención pero con una sombra de tristeza y decepción en sus ojos garzos. Una
veintena de hombres se hallaba sentada a los pies del Zebedeo, pendiente del
menor movimiento o palabra del jefe de los emisarios. ¿Serían aquellos los
“correos” convocados por el hermano de Juan y Santiago?
La discusión discurría -cómo no!- en torno al sepulcro vacío y a la pretendida
resurrección de Jesús. La mayor parte de las opiniones de los discípulos me
resultó harto familiar. Parecían contagiados del escepticismo de Pedro y
demás apóstoles. Se burlaban descaradamente de la de Magdala, calificándola
de “cortesana beoda”, “mentirosa como buena mujer” y “visionaria
trastornada”. El tono de los insultos fue adquiriendo índices preocupantes y,
con un autoritario gesto de sus manos, el Zebedeo impuso silencio, recordando
a los más enfurecidos que, “entre aquellas mujeres visionarias se hallaba su
madre, Salomé.
Avergonzados, los hebreos bajaron las cabezas, pero continuaron mascullando
su retahila de “imposible”, “increíble” y “fantástico”...
Y David, a quien no recuerdo haber visto perder su temple, retiró el manto que
cubría su cabeza, dejando al descubierto su gran mata de pelo crespo y
ligeramente blanqueado por unas prematuras canas. Y dirigiéndose a los que
estaban sentados en el enlosado, les habló así:
-Vosotros todos, hermanos míos, me habéis servido siempre de conformidad


183
con el juramento que nos hicimos mutuamente. Ahora os tomo como testigos
de que jamás di una falsa noticia....No cabía duda: aquellos veinte o veinticinco hombres eran los “correos”,
que
tan eficaces servicios habían prestado al grupo apostólico del Cristo.
-Os voy a confiar la última misión como mensajeros voluntarios del reino. Al
hacer esto, os libero de vuestro juramento. Amigos: declaro que hemos
terminado nuestro trabajo. El Maestro no necesita ya de mensajeros humanos.
Ha resucitado de entre los muertos!
El cálido timbre de voz de David había ido ganando en excelencia y solidez,
haciendo vibrar los corazones de sus hombres. Algunos de los discípulos
negaban con la cabeza
-antes de su arresto -prosiguió sin inmutarse ante los gestos de desacuerdo de
los hebreos-, nos dijo que moriría y que resucitaría al tercer día.
Hizo una pausa y, clavando sus ojos en los disconformes, exclamó con una
fuerza que no dejaba opción a la duda:
-He visto su tumba, está vacía! Hablé con María Magdalena y con otras cuatro
mujeres que se entrevistaron con Jesús. Ahora os despido y os digo adiós, al
tiempo que os envío a vuestras respectivas misiones con el siguiente mensaje,
que llevareis a los creyentes.
El silencio apenas si fue roto por los alegres trinos de las golondrinas que
planeaban sobre el patio.
-Jesús ha resucitado de entre los muertos. La tumba está vacía.
Al momento, el Zebedeo hizo una señal y uno de los sirvientes de la casa
avanzó desde detrás del grupo, cargando entre sus manos una torre de
cartuchos cilíndricos, confeccionados a base de cuero y con un cordoncillo en
forma de lazada en uno de los extremos. Fue a situarse junto a David y éste,
tomando uno de los tubos marrones, levantó la caperuza, extrayendo un
pequeño rollo de piel de cabra. Leyó el contenido y, con un gesto de
aprobación, lo devolvió al interior. Como un solo hombre, los emisarios se
pusieron en pie y, uno tras otro, fueron acercándose a su jefe, quien, tras
abrazarles, les iba entregando el correspondiente cilindro. A cada uno le llamó
por su nombre. Y a cada uno le deseó suerte. En total conté veintiséis
“correos”. Todos, sin excepción, eran jóvenes: entre veinte y treinta años.
Portaban armas y un par de sandalias de repuesto que colgaban en las anchas y
ceñidas fajas o hagorah.
Pero la emotiva escena se vio enturbiada por nuevas y agrias intervenciones de
los discípulos, que buscaban convencer a David Zebedeo para que desistiese
de su “loco propósito”, transmitiendo un mensaje que -en opinión de la
mayoría- era falso. Sin embargo, el imperturbable jefe de los emisarios no
replicó ni se dignó mirarles. Continuó con sus entregas, sin dejar de sonreír a
sus hombres. Éstos, conforme recibían el cartucho, pasaban el cordón por sus
cabezas, dejando que el cilindro colgara sobre sus pechos..En vista del nulo éxito con David, los hebreos,
desolados y furiosos, la
emprendieron con los emisarios, tratando de persuadirles. Pero el resultado
Fue igualmente desastroso. Aquellos jóvenes y entusiastas corredores tenían
una fe ciega en David. Jamás les había defraudado y ahora, como en tantas
ocasiones, se dispusieron a cumplir su último trabajo en el particular servicio
de postas organizado por el Zebedeo (1). Hacia las 14.15 horas, los últimos
“correos” abandonaban la mansión de Nicodemo, rumbo a los cuatro puntos
cardinales: Damasco y Siria en el norte; Beersheba, en el sur; Alejandría en el
oeste y Filadelfia y Betania en el este. Gracias a aquellos esforzados y
valientes emisarios, la noticia de la resurrección iba a ser conocida por
primera vez a cientos de kilómetros de Jerusalén y por miles de seguidores del
Hijo del Hombre. En el fondo era triste y paradójico que, mientras aquellos
veintiséis hebreos que apenas si habían conocido a Jesús de Nazaret corrían
por los caminos de Palestina con la buena nueva, los íntimos del Maestro -sobre
los que pesaba la responsabilidad de la extensión del reino- siguieran
recluidos, cargados de miedo, incertidumbre y desesperación. Sin
proponérmelo, había asistido a toda una lección de audacia y fe. Una lección
que tampoco consta en los Evangelios...
Tras la marcha de los mensajeros, apenas si crucé unas palabras con David.
Los incrédulos discípulos siguieron atosigándole y, deseoso de perderlos de
vista, se despidió de Nicodemo, informándole de sus inmediatas intenciones.
Pasaría por la casa de José de Arimatea, recogería a Salomé, su madre, y, acto


184
seguido, emprendería viaje a Betania, a la residencia de Lázaro y sus
hermanas. allí se alojaba parte de la familia de Jesús. Por lo que pude
escuchar, el Zebedeo había prometido a Marta y a María acompañarlas hasta
Filadelfia, con el fin de reunirse con su hermano Lázaro, huido a causa de las
amenazas del Sanedrín.
Y dicho y hecho. David salió del palacete de Nicodemo, regresando a la
ciudad. En el corto trecho en el que Juan Marcos y yo pudimos acompañarle,
el jefe de los “correos”, tal y como
---
(1) Tanto este curioso servicio de correos, como los que existían en aquella
época, estaban basados en el que había inventado el rey persa Darío, en el
siglo I antes de nuestra Era. Después, el Imperio romano copiaría dicho
servicio de postas, creando un auténtico ministerio, con un complejo personal
de corredores, vigilantes y guardianes de relevos. Estaban previstas, incluso,
velocidades diferentes, de acuerdo con la urgencia de las cartas o mensajes. En
este sentido es muy ilustrativa la Vita Romana, de Paolí. El sistema,
lógicamente, no era muy rápido: el correo imperial, de Roma a Cesarea, por.ejemplo, tardaba 54 días. Y una
carta de Siria a la capital del Imperio, 100
días. (N. del m.)
---
suponía, me facilitó una escueta pero valiosa información. Efectivamente,
conocía a los famosos discípulos de Emaús. Pero, ante mi sorpresa, me
aseguró que no eran exactamente discípulos o creyentes en el reino. Se trataba
de dos hermanos, pastores por más señas y, en consecuencia, de pésima
reputación.
Uno de ellos, un tal Cleofás, el mayor, parecía sentir ciertas simpatías por
Jesús. Pero nada más. El otro, Jacobo, en opinión de David, era una persona
inquieta y curiosa que, de vez en vez, acudía a las conferencias y enseñanzas
del Galileo.
“ Seguramente podrás encontrarlos en la casa de José”, añadió, advirtiéndome
que -como buenos pastores- quizá tratasen de engañarme.
No era la primera vez que oía un comentario como aquél. Para ciertos sectores
de la Palestina del tiempo de Cristo, además de la pureza de origen, existía
otra realidad de gran peso social: los llamados oficios o profesiones
despreciables, que rebajaban de forma más o menos inexorable a quienes los
ejercitaban. Y Jeremías hizo un magnífico estudio al respecto. (Zoliner und
Sunder: ZNW, 30, 1931.) Y llegaron a redactarse hasta cuatro listas con estos
trabajos repudiados y repudiables (1).
La verdad, como siempre, se encontraba en un término medio. Aunque
muchos de estos oficios podían conducir a sus ejercitantes a la tentación del
robo, de la picaresca o de la mentira, la realidad, como digo, no era tan
dramática. Cierto que para muchos sacerdotes, escribas, fariseos y puritanos
de la Ley, todos los médicos o pastores o buhoneros eran unos indeseables.
Oficialmente, por ejemplo, a los pastores les estaba prohibida la venta de lana,
leche o cabritos. (Se suponía que podían ser productos robados a los legítimos
dueños de los rebaños o a otros pastores.) Pero, en general, el pueblo liso y
llano convivía encantado con estos artesanos, solicitando sus servicios cuando
lo creía oportuno.
De todas formas, la advertencia de David -precisamente por proceder de un
hombre que consideraba justo y sincero-me puso en guardia. Y al cruzar bajo
la muralla norte nos despedimos. Él siguió hacia el extremo meridional de
Jerusalén y Juan Marcos y yo, hacia el este, en dirección al Templo.
Si hubiera seguido su consejo, acudiendo con él a la mansión
---
(1) Según el escrito rabínico Qiddushin (IV-2), los oficios detestables eran los
siguientes: asnerízo, camellero, marinero, cochero, pastor, tendero, médico y
carnicero. En el Ketubot (VII-108): recogedor de inmundícias de perro,.fundidor de cobre y curtidor. En el
Qiddushin (82.a bar.9): orfebre, cardador
de lino, molero, buhonero, tejedor, sastre, barbero, batanero, sangrador,
bañero y curtidor. Y en el Sanhedrín (25): jugador de dados, usurero,
organizador de concurso de pichones, traficante de productos del año sabático,
pastor, recaudador de impuestos y publicano. (Nota del m.)
---
de José de Arimatea, no habría tenido que lamentar, una vez más, mi escasa


185
fortuna...
Antes de partir de la casa de Elías Marcos, yo había solicitado de María, la
dueña, un pequeño favor. La mujer consintió sin reservas ni recelos. Como
extranjero, necesitaba de un guía que simplificase mis idas y venidas por la
ciudad. En cierto modo, así era. Y el joven Juan Marcos saltó de alegría al
recibir la autorización de su madre. Durante aquella jornada -”y todas las que
hubiere menester”, según la señora-podría encontrar a su benjamín, presto y
encantado para servirme- Y gracias a la generosidad de tan entrañable familia,
mis pasos por Jerusalén no fueron tan torpes ni infructuosos como en la
primera aventura- A pesar de ello, como salta a la vista y como expondré poco
a poco, el destino seguiría burlándose de mí...
La razón por la que no acompañé a David Zebedeo hasta la mansión del
anciano sanedrita de Arimatea fue casi banal. Pero así había sido establecida
por Caballo de Troya y yo debía ajustarme a lo programado, siempre que fuera
posible. Como ya mencioné, las siguientes y siempre supuestas apariciones del
Cristo no se registrarían hasta el atardecer. El ocaso tendría lugar a las 18
horas y 22 minutos. Nos aproximábamos a la hora “nona” (las 15) y, en
consecuencia, al disponer de un relativo margen de tiempo, todos mis
esfuerzos debían concentrarse en otro de los objetivos clave de la misión: el
rastreo, localización y rescate del micrófono, involuntariamente extraviado. El
farol en cuyo interior yo había disimulado la minúscula y sofisticada pieza
electrónica -que por nada del mundo podía quedar perdida en aquel tiempo-resultó
dañado en el par de movimientos sísmicos registrados en las primeras
horas de la tarde del viernes, 7 de abril. Y María Marcos había encomendado
su reparación a uno de los artesanos en la ciudad alta. Ése, en fin, era mi
siguiente e inmediato trabajo. Pero antes debía cumplir otro obligado y
necesario trámite: cambiar parte de la media libra romana en oro por monedas
fraccionarias- así que, confiado, me dejé llevar por el muchacho.
Sinceramente, si hubiera intentado repetir la travesía por aquel sector del
barrio alto y en solitario, el fracaso habría sido mayúsculo. Nada más perder
de vista el mercadillo de los tirios, Juan Marcos se echó a la izquierda,
entrando en un fétido y claroscuro laberinto de recovecos, pasadizos y
callejones sin aparente salida. Aquello no eran calles. Era una demencial red.de casuchas imbricadas entre sí,
formando un dédalo infernal, apestoso,
devorado por una humedad que roía la cal de las paredes de adobe y que me
recordó las peores zonas de la Casba de Argel. Del interior de muchas de las
viviendas (?), formadas en su mayoría por una única y cavernosa estancia,
escapaba un vapor agresivo, con un penetrante olor urinoso, que me recordó el
carbonato de sosa o nau-um carbonicum. Al asomarme al negro umbral de una
de las puertas, medio percibí a dos o tres individuos, chapoteando y
restregando una serie de lienzos en el interior de enormes lebrillos de barro.
En uno de los rincones, excavado en el suelo de tierra apisonada, un grosero
hogar hacía borbotear un gran caldero de bronce del que, justamente, se
elevaba aquel vaho, común a toda la zona. Eran los bataneros o “lavanderos”,
auténticos parias de la sociedad judía, paganos en su casi totalidad, luchando
por espumar las mugrientas vestiduras de muchos de sus paisanos. Utilizaban
para ello el natrón, unas pastillas de carbonato de sosa, importado de Siria y
Egipto y que hacía las veces de nuestro jabón. Una vez lavadas, las túnicas,
ropones, faldellines, etc, eran colgados entre casa y casa, convirtiendo los ya
angostos y confusos callejones en un tendedero multicolor y chorreante. De
vez en vez, a causa del irritante vapor, los bataneros carraspeaban, escupiendo
sus esputos y salivazos en mitad de los atormentados e irregulares adoquines.
Aquella sucia y repugnante costumbre, forzada en realidad por las duras
condiciones del oficio, había derivado, con el paso de los años, en un símbolo
de impureza religiosa. Y aunque constituía un hábito generalizado en todas las
clases sociales -incluidas las más refinadas-, el alambicamiento de las leyes y
prescripciones religiosas había conducido a situaciones tan absurdas como la
siguiente: el esputo de un pagano del barrio alto contaminaba; el de un judío
del sector opuesto -de la ciudad alta- no. La “contaminación”, naturalmente,
era de carácter ritual o religioso. Hacia el año 20, como consecuencia de uno
de esos salivazos, llegó a imponerse, incluso, la obligada reclusión nocturna
del sumo sacerdote, durante la semana anterior al solemne día de la Expiación.
Por lo visto, Simeón, hijo de Kamith, que ejerció como sumo sacerdote entre
los años 17 al 18 después de Cristo, tuvo la mala fortuna de recibir el esputo


186
de un árabe en la noche anterior al referido día de la Expiación, viéndose
imposibilitado para oficiar.
Sorteando la tela de araña de los tendederos, la mugrienta chiquillería que se
asomaba a nuestro paso, y que no dudaba en extender sus manos con la
esperanza de alcanzar algún que otro leptón o sestercio, y las hornillas
chisporroteantes plantadas por las mujeres en mitad de los pasadizos,
desembocamos por fin en la arenosa explanada de Xisto, en la margen derecha
del valle del Tiropeón. La altiva muralla oeste del Templo se presentó ante mí,
blanca y caldeada por el sol. Y respiré aliviado. A pesar de los cientos de.agujas y puntas resplandecientes que
coronaban el Santuario central,
levantadas para evitar a los pájaros, grandes bandos de palomas y golondrinas
hacían de las suyas sobre el majestuoso edificio, sombreándolo con sus
rápidos y anárquicos vuelos.
Cruzamos uno de los puentecillos de piedra edificado sobre la seca torrentera
que sajaba Jerusalén de norte a sur, ascendiendo las escalinatas del arco de
Robinson. Aquel acceso, en forma de “L”, llevaba a una de las trece puertas
del Templo: a la situada en el extremo suroeste del gran rectángulo
amurallado. Un gran vano, abierto en la ciclópea muralla y provisto de
enormes puertas de madera de ébano recubierta con planchas de bronce en los
dos extremos, conducía directamente al atrio de los Gentiles: la inmensa y
hermosa planicie de 225 metros de longitud en la que estaba permitido el
acceso a todos los goyims; es decir, a paganos, hombres y mujeres, e, incluso,
herejes, impuros, gente enlutada y excomulgados. Como ya referí en
anteriores ocasiones, aquella explanada venía a ser una especie de plaza
pública, foro romano o gora ateniense, en la que se paseaba, discutía, se
pronunciaban los más variados discursos y, por supuesto, se traficaba con todo
tipo de mercancías.
Aunque la solemne fiesta de la Pascua de aquel año -doblemente festiva por
haber coincidido en sábado- había concluido, la animación seguía siendo
extraordinaria. A lo largo del pórtico Real y de Salomón, en las caras sur y
este del gran rectángulo, respectivamente, los vendedores y cambistas se
afanaban en atraer la atención de los posibles compradores, en un confuso
maremágnum de gritos, regateos y encendidas polémicas que, en la mayor
parte de los casos, no pasaban de los insultos o de los mutuos reproches. Bajo
los techos de madera de cedro, entre la triple columnata de once metros de
altura del pórtico de Salomón, numerosos hebreos -escribas en su mayoría-paseaban
cogidos de la mano, deteniéndose en ocasiones para contemplar el
embriagador paisaje del monte de los Olivos. A lo lejos, en el ángulo
noroccidental, los cascos bruñidos de los legionarios romanos, de guardia en
las torres de Antonia, destellaban sin cesar, anunciando la pronta caída del sol.
Fuimos sorteando las mesas y tenderetes de los vendedores de tórtolas y
palomas, más abundantes ahora que los traficantes de especias, y que, con
monótonas cantinelas, mostraban a los posibles clientes los “excelentes y
baratos pájaros y aves”, destinados en su mayoría a las obligadas ofrendas que
debían realizar las parturientas o los leprosos que lograban curarse.
La operación de canje de moneda era siempre engorrosa y ardua. Por
supuesto, conocía la técnica del regateo -obligada en cualquier tipo de
transacción- y, aun sabiendo que el cambista procuraba siempre engañar al
que tenía enfrente, simulé ante Juan Marcos una cuidadosa elección de la.mesa sobre la que debía efectuarse
la operación. El adolescente, habituado a
estos trajines, me recomendó desde el primer momento un viejo caldeo,
tocado con un turbante granate y de amplios sarabarae o pantalones persas de
seda púrpura. Accedí y, tras una exagerada reverencia, mi joven acompañante
me presentó como un honrado comerciante griego, de paso por Jerusalén. Los
ojillos del cambista recorrieron en un santiamén mi pulcro atuendo y,
señalando hacia la pequeña balanza romana que descansaba sobre el tablero de
pino de su tenderete, correspondió con otra no menos falsa y pronunciada
inclinación de cabeza. El muchacho, despierto como una ardilla, advirtió mi
tardanza en replicar al saludo y, con un disimulado toque de su sandalia, me
hizo comprender que estaba siendo descortés. Doblé la cérviz y, antes de que
tuviera tiempo de exponerle el motivo de mi presencia, el hombre, en un
griego casi perfecto y mostrando orgulloso los hilos de oro que apuntalaban
varios dientes postizos (réplicas en marfil de los naturales), dio comienzo a
una letanía en la que mezcló su remoto y sagrado origen babilónico con mi


187
sabiduría por haber sabido escoger al “más honesto de los cambistas de
monedas puras”. El monótono preámbulo formaba parte del ceremonial y, sin
ánimo de contrariarle, aguardé pacientemente a que concluyera. así supe que
su nombre era Serug y que descendía del bisabuelo del mismísimo Abraham.
También me señaló que, desde lejanos tiempos, una rama de los Serug se
había instalado al oeste de Jarán, fundando la ciudad de Sarugí. Por supuesto,
no creí una sola palabra, aunque los nombres y datos eran correctos.
Y al fin, cuando se sintió satisfecho, entramos en materia. Le entregué uno de
los dos saquitos en los que Caballo de Troya había repartido los 163 gramos
de oro y, tras derramar su contenido sobre la palma de la mano, jugueteó con
las pepitas con la punta del dedo meñique. Tomó una. La levantó sobre su
cabeza. Comprobó el brillo y, por último, fue a depositarla cuidadosamente
sobre la mesa. Me observó con gesto severo y, como si se tratase de pura
rutina, echó mano de una piedra de toque. Frotó la pepita con energía,
aplicando a la “señal” dorada un líquido (quizá algo parecido al aguafuerte),
comparando el resultado con una prueba-testigo de otra pepita de su propiedad
(1). Satisfecho, pasó a la siguiente verificación tomando un mazo de madera
situado junto a la balanza. Lo levantó un par de cuartas por encima de la
pepita y descargó un preciso y sonoro mazazo que, naturalmente, aplastó el
noble y blando oro. Al primer martillazo le siguieron otros dos, que
convirtieron la pepita en una lámina. Naturalmente, el oro era excelente (2) y,
con un profundo suspiro, convencido de su autenticidad, recogió la porción,
uniéndola al resto de los 81,5 gramos. Preguntó qué
---.(1) La prueba del viejo y experto cambista no tenía otro fin que averiguar si
mi oro era realmente puro. Por supuesto, las pepitas habían sido revisadas
minuciosamente, de forma que no albergaran inclusión alguna de cuarzo,
circunstancia que habría hecho bajar el precio de las mismas al limitar el
contenido de oro (N. del m.)
(2) Quizá el cambista pensó en un primer momento que trataba de colarle
“gato por liebre”, es decir, pirita de hierro por oro. Aunque para averiguarlo
deben de haber procedido a quemar la pepita. En este caso, si se trataba de
pirita, la muestra se habría desintegrado. (N. del m.)
---
clase de moneda deseaba y le aclaré que sequel y sestercios. Yo sabía que
aquel cuarto de libra romana en oro era equivalente a unos 189 denarios-plata
o, lo que era lo mismo, alrededor de 47 sequel o 1134 sestercios.
El problema, en principio, estaba en las pesas utilizadas por el cambista y en el
tipo de interés que marcase por la operación. Vació el oro sobre uno de los
platillos de latón de la balanza, buscando a continuación en un cajón de
madera en el que se alineaba una batería de pesas de bronce. Yo había sido
entrenado para este menester y reconocí las minas (cuyo peso oficial debía ser
571 gramos). los siclos (de 11.4 gramos), los medios siclos (de 5,7 gramos) y
los óbolos (de 0,6 gramos).
Pero, tal y como sospechaba, ninguna arrojaba el peso exigido por la Ley. No
tardé en comprobarlo. Acostumbrado a este tipo de manipulaciones, el caldeo
fue directamente a los siclos, tomando media docena de aquellas cúbicas y
desgastadas pesas. Las fue depositando con gran teatralidad sobre el platillo
opuesto y, al hacer la número seis, la balanza se equilibró. Tuve que hacer
grandes esfuerzos para no sonreír. Era obvio que debería de haber situado
siete de aquellas pesas y aún habrían faltado algunas décimas de gramo..- El
pícaro cambista acababa de robarme algo más de 11,5 gramos de oro. Aún
faltaba la tasa o interés fijado como margen en dicho negocio.Y el amigo
Serug echó mano de una tablilla de madera encerada que colgaba de un
mugriento cordel atado a su faja, garrapateando no sé qué extrañas
inscripciones con un fino estilete de hueso que hizo aparecer de debajo del
turbante- Fue murmurando para sí una prolija e indescifrable cadena de
operaciones matemáticas y, finalmente, con aquella falsa sonrisa colgada de su
renegrido rostro, me mostró la tablilla, cantando el resultado final:
-40 sequel y 874 sestercios.
Hice un rápido cálculo mental, deduciendo que, además del robo en el peso,
aquel maldito cambista me había aplicado la tarifa más alta permitida: el
medio óbolo o media guerá por cada medio siclo o medio eqel ofrecido. Algo
así como un 10 por ciento sobre el valor total..Juan Marcos volvió a darme otro puntapié, animándome a
rechazar la oferta, o


188
cuando menos, a regatear. Pero el tiempo apremiaba y desoyendo los justos
consejos del muchacho, acepté la proposición. El pagano abrió sus ojos de par
en par, sin comprender, y, mudo ante la inesperada reacción de aquel griego
supuestamente tonto o excesivamente rico, se apresuró a entregarme la
cantidad convenida. Esta vez su reverencia casi le hizo topar con la mesa de
cambio.
Y a grandes zancadas, con los reproches de mi amigo a mis espaldas,
abandoné el tumultuoso atrio de los Gentiles.
Juan Marcos había empezado a tomarme verdadero cariño. Y yo a él. Y
aunque Caballo de Troya, en sus estrictas normas, prohibía cualquier relación
que pudiera conducir al nacimiento de lazos de carácter sentimental, dejé
hacer al destino. Acaricié sus sedosos cabellos negros y le di a entender que,
en el asunto del cambista, el engañado en realidad era el caldeo. Mientras
cruzamos de nuevo el Tiropeón le recordé las enseñanzas de su añorado ídolo:
Jesús de Nazaret. “La mentira -le dije parafraseando a Chesterfield y a Geibel-es
el único arte de los mediocres y el refugio de los viles. Y aunque sea astuta,
siempre termina por romperse una pierna.”
Aunque tales frases no habían sido dichas por el Hijo del Hombre, el
muchacho alabó mi fidelidad hacia el Maestro, y su estima por el viejo
comerciante de Tesalónica creció un poco más.
Cuando me interrogó sobre nuestro próximo destino, quedó sorprendido. Le
supliqué que guardara el secreto y, con voz queda, le anuncié que deseaba
hacerle un pequeño obsequio a su madre. Sus vivaces ojos se iluminaron y,
tomándome de la mano, tiró de mi hacia el sector noroccidental de la ciudad.
Le había pedido que me condujera al taller donde, al parecer, él mismo había
trasladado el farol cuadrado de hierro forjado que resultó dañado en el
terremoto. Realmente deseaba corresponder a las atenciones de la esposa de
Elías Marcos y no se me ocurrió mejor argucia que cargar con la reparación de
dicho farol. De esta forma -ésa era mi intención-, mi acceso al micro no
resultaría sospechoso. Suponiendo, naturalmente, que aún siguiera en su
sitio...
Caminamos a todo lo largo de la muralla que separaba los dos grandes barrios
y, cuando avistamos las torres del palacio herodiano, giramos a la derecha,
atravesando el gran arco de la puerta de Ginnot. Inmediatamente distinguí el
martilleo del clan de los herreros; un sonido que, cuando cesaba, servía a las
gentes de los alrededores de recordatorio del final de la jornada.
Me asombró la diferencia entre aquella área del barrio alto -pulcramente
pavimentada, de fachadas revocadas con cal y sin orines ni excrementos de
caballerías en los adoquines gris azulados- y las míseras callejas que había.pisado poco antes, en el extremo
opuesto. La explicación podía estar en la
relativa proximidad del palacio de Herodes. Poco después, al ingresar en una
de las fundiciones y descubrir lo que allí se hacía, comprendí las razones del
tetrarca para mantener contentos a tales artesanos o “gentes de oficio”, como
también se les llamaba.
El caso es que, de pronto, me vi en un amplio patio descubierto de unos 15 por
10 metros. Ante mí se abría un espectáculo que hubiera sido reconocido por
los hombres de la Edad Media e, incluso, del siglo XIX. Media docena de
hombres musculosos, de piel tostada y bañados en sudor, cubiertos
únicamente por los saq o taparrabos, se afanaba sobre otros tantos yunques.
Con la mano izquierda, ayudados de grandes tenazas de hierro, sujetaban
diversas piezas rusientes, que eran rítmica y sistemáticamente golpeadas con
pesados y negros martillos. De vez en vez, suspendían el golpeteo,
introduciendo los enrojecidos metales en unas cubas de madera repletas de
agua o arena, provocando silbantes columnas de humo blanco. El estruendo
era tan ensordecedor que Juan Marcos, que se había adelantado hacia uno de
los herreros, tuvo que hablarle casi por señas. Al fondo del recinto se
alineaban tres curiosas fraguas. Dos eran semiesféricas, rematadas por unas
picudas y altas chimeneas. La tercera -construida también a base de bloques
calizos- tenía la forma de un pozo. En la base de las dos primeras, a través de
sendas “ventanas” practicadas en las piedras, flameaban unos fuegos rojizos y
voraces. Según el quenita que regentaba el taller -descendiente de una antigua
familia fenicia de herreros ambulantes-, los hornos cerrados se destinaban
habitualmente a la fundición de pequeñas cantidades de cobre. El “tueste”
preliminar del mineral, extraído de las minas del wadi Arab , al sur del mar


189
Muerto, se practicaba en hornos situados en las proximidades de dichos
yacimientos. En cuanto a los lingotes destinados a la exportación, eran
preparados en otra gran fundición: la de Esyón-Guéber, obra de Salomón. A
Jerusalén, por tanto, el metal llegaba listo para su última y definitiva
transformación. Un ingenioso sistema subterráneo en forma de “L” y
recubierto de ladrillo hacía las veces de conducto de aire. Este era insuflado
mediante grandes y no menos artesanales “globos”, más que fuelles.
Consistían en voluminosos pellejos de buey o vaca, amarrados por el cuello y
ano e hinchados a pulmón. Una plancha circular, de madera de pino, provista
de una abrazadera y fijada con cuerdas a la parte superior de cada odre, servía
para deshincharlos. Cuando los hogares perdían fuerza, uno de aquellos
herreros situaba el largo “cuello” del buey en el orificio de entrada del tiro
subterráneo y, con gran habilidad, procedía a soltar el nudo que contenía el
aire, presionando con todo el peso de su cuerpo la referida tapa superior. De
esta guisa el fuelle soltaba su contenido, avivando la leña o el carbón vegetal.depositados en el lecho del crisol.
Después, lenta y penosamente, el obrero
debía soplar hasta llenar de nuevo el pellejo.
En el momento en que el cobre o cualquier otro metal alcanzaba su punto
exacto de moldeo, los sufridos y excelentes artesanos retiraban los catines
cónicos, de barro, atrapándolos con una de sus largas tenazas.
Tanto el suelo terroso como las altas tapias del taller aparecían repletos de las
más variadas herramientas, armas e instrumentos domésticos de la época.
Quedé fascinado. allí había rejas de arado, aguijadas, hachas ordinarias -muy
similares a las actuales-, dobles hachas, zapapicos (una especie de hacha y
azadón), bocados de caballos, grandes paños de armaduras, cuchillos de
múltiples formas y dimensiones, brazaletes, ajorcas, toda suerte de cuencos,
tazas y platos y un sinfín de adminículos de uso común en las casas u otros
talleres: cinceles, espátulas, agujas, tenazas, hebillas, etc.
Juan Marcos me sacó de mi observación. El capataz o jefe de la fragua se
aproximó con él hasta el lugar donde yo esperaba. El muchacho le había
explicado mis intenciones y, levantando la voz sobre el frenético martilleo de
sus compañeros, me dio a entender que el farol de Elías no había sido
reparado aún. Lo comprendí. Aunque la pieza había sido trasladada a la
herrería en la misma tarde del viernes, la entrada del sábado y la celebración
de la Pascua habían retrasado su arreglo. El quenita, converso a la religión
judaica, aprovechó aquellos minutos de descanso para desanudar la banda de
tela que rodeaba su frente y cabellos, retorciéndola y escurriendo el abundante
sudor que la empapaba. Después me invitó a que le siguiera hasta el rincón
donde guardaba el dichoso farol.
Acostumbrado a distinguir y manipular toda clase de objetos metálicos,
identificó al momento el motivo de mi presencia en la fragua, rescatándolo sin
demasiados miramientos de entre un ingente montón de calderos y
cachivaches herrumbrosos. Temí que se entretuviera en revisarlo. Y di gracias
al cielo por la providencial jornada festiva. Si aquellos artesanos hubieran
puesto manos a la obra, casi con toda seguridad que habrían detectado la
extraña pieza y la antena camuflada entre los flecos. En ese supuesto, mi
situación habría sido comprometida.
El golpe había quebrado el pie sobre el que se sustentaba la caja de hierro, que
resultó igualmente dañada en una de sus aristas y en tres de las cuatro láminas
de vidrio coloreado. Con cierto nerviosismo, simulando un especial interés por
el labrado del farol, le rogué que me dejara examinarlo. Y el hombre,
encogiéndose de hombros, lo extendió hacia mí. Noté cómo las piernas me
flaqueaban. Entre las fisuras de los cristales percibí la triple mecha de cáñamo
y el cuenco destinado a las cargas de aceite. Y por debajo, tanteando con los
dedos, el micrófono! sólidamente imantado a la base del farol..Ahora debía desprenderlo y ocultarlo en la bolsa
de hule. Pero el herrero y
Juan Marcos seguían pendientes de mis movimientos y de mi decisión. Tenía
que encontrar la fórmula de distraerlos o alejarlos de mi durante unos
segundos.
Pregunté al capataz cuándo calculaba que estaría listo y a cuánto podía subir la
reparación. No supo responder a ninguna de las cuestiones. Aquello,
aparentemente tan fácil, empezaba a enredarse. Y el jefe del taller, impaciente
por lo que, en efecto, parecía una minucia, hizo ademán de retirar el farol. Por
un momento creí desfallecer. Pero, recordando mi promesa de obsequiar a la


190
madre del zagal, retuve la pieza, manifestándole algo que si complació al
quenita. A gritos, aproximando mi rostro a su oído, le expuse que deseaba
comprarle algún objeto, con la condición de que fuera realmente valioso y
original. Al no especificarle que el destinatario era una mujer, el artesano
interpretó que el regalo en cuestión iba dirigido a un hombre. La verdad es que
en aquellos tiempos y en la sociedad judía no era muy frecuente que los
varones obsequiasen a las mujeres. Y mucho menos tratándose de un pagano y
extranjero...
El involuntario error por ambas partes iba a conducirme a un sensacional
descubrimiento, al menos desde la óptica de la industria metalúrgica.
-¿Valioso y original? -repitió el herrero.
Asentí sin titubear.
Y dando media vuelta se dirigió hacia el tercer horno: el que tenía forma de
pozo. Mi guía se fue tras él y, sin pensármelo dos veces, introduje la mano por
la base del farol, despegando el micrófono. Sin darme mucha cuenta de lo que
hacía, arrojé la caja metálica sobre las marmitas de bronce, apresurándome a
guardarlo. Sin poder evitarlo, cerré los ojos y respiré con todas mis fuerzas.
El quenita y Juan Marcos retornaron al punto. El primero sostenía entre sus
manos un fino paño de algodón negro, que, obviamente, servía para envolver
algo. Pero ese “algo”, si juzgaba por las dimensiones de la tela que lo cubría,
debía ser largo. El herrero, al notar mi curiosidad, sonrió divertido. Y
retirando la parte superior del paño dejó al descubierto toda una obra de arte:
una espada de unos sesenta o setenta centímetros, enfundada en una vaina de
marfil, finamente esculpida por ambas caras con un trenzado de estrellas de
cinco puntas.
Comprendí que había un error. Pero, fascinado, eché mano de la blanca y
cilíndrica empuñadura, también de marfil, desenvainando el arma. Como los
gladius romanos, disponía de doble filo y una parca pero afilada punta. Al
blandirla noté algo raro. Pesaba muy poco. Y, de pronto, el reflejo rojizo de
las fraguas se difundió por la hoja, arrebatando mi atención. Examiné el
supuesto hierro y, desconcertado, descubrí que ambas caras se hallaban.cruzadas por una oleada de bellas y
suaves marcas ondulantes que le daban
una tonalidad blanca-azulada. Levanté los ojos y la sonrisa de profunda
satisfacción del quenita me confirmó en mis sospechas. Aquello no era hierro.
Era acero! Pero ¿ cómo podía ser? Las primeras descripciones conocidas del
denominado acero de “Damasco” datan del año 540 después de Cristo. Tenía
que haber una confusión. Me aproximé a una de las bocas de los crisoles y, a
la luz del hogar, repasé con la vista y con los dedos la enigmática superficie de
la espada. Yo había tenido oportunidad de contemplar en más de una ocasión
el fascinante ejemplar existente en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva
York -una cimitarra persa del siglo XVII-, trabajada a base de un acero con
altas concentraciones de carbono y con las típicas marcas verticales o
“escalera de Mohammed” en su hoja.
Sí, no cabía duda. Aquellas regiones blanquecinas del acero eran carburo de
hierro o cementita. Y las bandas oscuras del fondo, hierro con un índice
inferior de carbono.
Ciertamente, yo sabía que el uso del acero de “Damasco” (1) pudo ser
conocido en los tiempos de Alejandro Magno (323 años antes de nuestra Era).
Pero, hasta ese momento, no había una constatación fidedigna de que hubiera
sido utilizado y manipulado en el siglo I.
El herrero se resistió a revelarme su secreto. Pero, tras asegurarle que sólo
deseaba averiguar el lugar de origen del “misterioso material” que permitía la
confección de semejante arma, me llevó a un pequeño cobertizo de paja,
mostrándome una pastilla de unos 75 milímetros de diámetro, de color
plomizo y muy similar a los discos usados en el hockey sobre hielo. Era el
famoso wootz o acero fabricado en la India y que -eso no quiso decírmelo-había
empezado a llegarle regularmente con una de las caravanas
mesopotámicas.
En el tercer horno, siempre en el mayor de los secretos, el herrero sumergía la
pieza de wootz a temperaturas que oscilaban entre los 650 y 850 grados
centígrados, forjando después el acero. (Los aceros con muy alto contenido de
carbono son dúctiles en este intervalo de temperaturas.) Al carecer de
termómetros, estos ingeniosos herreros estimaban las diferentes temperaturas
por referencias antiquísimas, transmitidas de padres a hijos, como la


191
encontrada en el templo Balgala, en el Asia Menor. Decía así: “Caliéntese el
bulat [acero de "Damasco"] hasta que no brille, tal como el sol naciente en el
desierto, enfríese después por debajo del color de la púrpura real, e
introdúzcase en el cuerpo de un esclavo musculoso.., la fuerza del esclavo se
transfiere a la hoja y es la única que confiere su resistencia al metal.”
Al margen de esta última y fantástica “prescripción”, la verdad es que las
indicaciones de los colores -”sol naciente” y “púrpura real”- eran bastante.aproximadas. Alrededor de mil grados
Celsius para el “sol naciente” y unos
ochocientos para la “púrpura real”. Por último, las piezas eran templadas en
salmuera caliente, a unos treinta y siete grados Celsius.
Debo confesarlo. Mi primer pensamiento fue adquirir aquel ejemplar
“supersecreto”, -desconocido, incluso, para las legiones romanas- y
depositarlo en el módulo. Pero la acción no habría sido aprobada por Caballo
de Troya y, tal y como había planeado, opté por obedecer mi impulso inicial:
regalárselo, no ya a María, la madre del muchacho, sino a Elías, su padre. En
---
(1) El nombre de acero de “Damasco” no proviene de su lugar de origen, sino
del punto donde los cruzados las descubrieron. Las mejores espadas de este
tipo se fabricaron en Persia, siendo difundidas por los musulmanes y llegando
hasta la Rusia medieval, donde se les dio el nombre de bular. La proporción de
carbono en estas espadas oscilaba entre el 1,5 y el 2 por ciento. Eran de
extraordinaria resistencia a la compresión y, durante siglos, constituyó un
celoso "secreto de Estado”. (N. del m.)
---
el fondo, mi presente sería igualmente bien acogido por ambos. No hubo
problemas ni regateos en la venta. Los 50 denarios exigidos por el herrero me
parecieron justos. A cambio, conseguí que el arreglo del farol entrara también
en aquel precio final. Al recibir las monedas de plata, el quenita, desbordado
por la inesperada y redonda operación, echó mano del amuleto que colgaba de
su cuello, besándolo. Era un clavo de bronce de un ajusticiado en suplicio de
cruz! quizá más adelante se presente la ocasión de hablar también de las
increíbles supersticiones de los judíos y paganos que poblaban la Palestina de
Cristo. Pero Dios mío, son tantas las cosas que debo contar...! Sólo pido
fuerzas para llegar al final del relato de lo que fue nuestra segunda... y tercera
aventuras.
Consulté la posición del sol. Faltaban alrededor de dos horas para el ocaso.
Debía apresurarme si quería localizar a los pastores de Emaús. Lucas habla en
su evangelio de que “atardecía cuando se acercaban al pueblo” y que los
discípulos intentaron convencer al aparecido para que pernoctara con ellos, ya
que “el día declinaba”. Estas “pistas”, aunque inseguras, eran las únicas de
que disponía. Si la aldea en cuestión se encontraba a sesenta estadios -dato
aportado también por Lucas (24, 13-14)- era lógico suponer que los hermanos,
buenos andarines, dada su condición de pastores, deberían partir de Jerusalén
hacia las 17 o 17.30; es decir, una hora u hora y media antes del ocaso, fijado
en esa fecha para las 18.22, tal y como ya he comentado en otras ocasiones.
Con un poco de suerte, quizá los encontrase aún en la mansión de José....Al pillarnos de camino, nos
detuvimos unos minutos en la residencia del joven
Juan Marcos. El muchacho, feliz, corrió al encuentro de su madre, relatándole
atropelladamente nuestras incidencias. Elías, el esposo, no había regresado
aún, e, impaciente por acudir al encuentro del anciano de Arimatea, deposité
mi regalo en manos de María, agradeciéndole de paso sus bondades. La mujer,
atónita, no acertó a pronunciar palabra alguna. Y sin darle opción a rechazar el
presente, me despedí, adelantándole que, casi con toda seguridad, volveríamos
a vernos con la caída de la tarde. El silencio reinante en la casa -en especial en
el piso superior- me dio a entender que todo seguía igual entre los íntimos del
Maestro. Y sin aguardar a Juan Marcos, salí precipitadamente, descendiendo
veloz por una de las rampas semiescalonadas que moría en el ángulo sur de la
ciudad. Crucé otro de los puentecillos sobre el cauce del Tiropeón, rodeando
la alta edificación que encerraba la piscina de Siloé. Los rayos del sol, muy
oblicuos ya, iluminaban las columnas que remataban los muros del popular
estanque. El tiempo seguía corriendo en mi contra. Esta vez no podía fallar.
Era vital que localizase a los pastores y que me enfrentara -cara a cara-, con el
misterioso resucitado.
La sólida casa de José, erigida al pie de la muralla este y muy próxima a la


192
sinagoga de los Libertos, fue siempre uno de los emplazamientos mas fáciles
de ubicar. El escudo circular, con una estrella de David y las cinco letras
hebreas entre las puntas, formando la palabra “Jerusalén”, primorosamente
labrado en el pétreo dintel, era la última y definitiva confirmación para mi.
Antes de entrar establecí una rutinaria conexión con la “cuna”. Eliseo parecía
muy excitado y animadísimo. Sus trabajos sobre el lienzo mortuorio habían
empezado a dar unos frutos sorprendentes. Confirmé la hora -las 16.55-y, tras
desearnos mutua suerte, crucé el umbral con decisión. Pero mi entusiasmo no
tardaría en venirse abajo...
Ya desde la puerta pude escuchar una mezcla de gritos y cánticos que me
alarmó. Salvé el vestíbulo y al pisar el enlosado de ladrillo del patio central, lo
que presencié terminó por desconcertarme. Hombres y mujeres, discípulos y
seguidores de Jesús en su mayoría, corrían de un lado para otro, tropezando
entre si y como si huyeran de algo. Chillaban, reían o lloraban, abrazándose y
elevando los brazos hacia el cielo. En uno de los ángulos, en el claustro
porticado que rodeaba el lugar, otro grupo de mujeres batía palmas, danzando
en círculo. No entendía nada. Al oír los lamentos pensé que alguna súbita
desgracia había acaecido en la casa del anciano sanedrita. Pero, por otra parte,
las danzas y muestras de alegría...
De improviso, por una de las puertas que desembocaba en el patio, vi aparecer
a José, seguido de uno de los sirvientes. El esclavo portaba un cántaro y un
lienzo blanco que colgaba de su brazo derecho. Ambos llevaban prisa. Al.verme, el de Arimatea, sin detenerse,
me hizo un gesto, invitándome a
seguirle. Y así lo hice, intrigado y confuso.
Entramos en una de las estancias, débilmente iluminada por cuatro o cinco
lucernas de aceite. Al principio sólo distinguí unos bultos encorvados que se
agitaban en la penumbra. José y el siervo se abrieron paso entre las sombras y
fue entonces cuando advertí que se trataba de otro núcleo de hebreas
lloriqueantes. Me asomé por encima de las mujeres y descubrí en el suelo,
desmayada sobre las esteras, a mi vieja amiga: la de Magdala. Sentí un
escalofrío. ¿Qué le había sucedido en esta ocasión? Me arrodillé al lado de
José y, mientras el sirviente mojaba el lienzo en el agua de la jarra, le tomé el
pulso. No parecía grave. Al contacto con el frescor del pañuelo, la demacrada
Magdalena se estremeció.
-¿Qué ha sucedido? -pregunté al sanedrita sin poder hacerme una idea de lo
ocurrido.
A José le costó responder. Su faz presentaba una palidez tan acusada como la
de la mujer. Y haciendo un esfuerzo, como si le faltaran las palabras, susurró,
al tiempo que dibujaba un círculo en el aire, señalando al corro de mujeres:
-Estas... que dicen que le han visto.
Había escuchado perfectamente. Pero, durante segundos, quedé mudo.
Perplejo.
-¿Otra vez? -acerté a balbucear.
El de Arimatea se puso en pie y yo le imité. Y ambos nos despegamos del
grupo que, solícito, atendía a la Magdalena. María empezaba a recuperarse de
su desfallecimiento. Y una vez distanciados, le rogué que se explicara con
mayor precisión.
-No sé -dudó el anciano-, yo no estaba aquí... Dicen que ha vuelto a
presentarse.
-Pero ¿quién?
Mi interlocutor me miró con un cierto reproche. En efecto, la pregunta había
sido absolutamente estúpida.
-Ah! comprendo -rectifiqué, clavando mis ojos en los suyos.
Pero José esquivó la mirada y antes de que acertara a expresarle mi profundo
escepticismo, se adelantó, diciendo:
-Sé lo que piensas. Pero, esta vez, hay algo más... Algo que, seguramente, aún
no conoces.
Aguardé expectante. Pero la entrada en escena del siervo frustró la aclaración
del nervioso dueño de la casa. El esclavo había concluido su cometido y
preguntó al amo si consideraba necesario reclamar la presencia de un médico.
El de Arimatea me repitió la cuestión y, yo, convencido de que los síntomas
reflejaban únicamente un trastorno pasajero y de poca monta, negué con la.cabeza. El inoportuno sirviente se
retiró y José, que parecía haber olvidado sus
anteriores palabras, dio media vuelta, reincorporándose al grupo. María, casi


193
repuesta, se hallaba recostada sobre varios almohadones. Alguien le acababa
de proporcionar una copa de vino y, sorbo a sorbo, luchaba por entonarse.
El de Arimatea solicitó silencio. Y dirigiéndose a la de Magdala, le preguntó:
-¿Quieres repetirnos lo ocurrido?
La mujer levantó los ojos. Nos miró con un infinito cansancio y accedió con
un casi imperceptible movimiento de cabeza. Una solitaria lágrima había
empezado a rodar por su mejilla derecha. Sentí lástima. Tres apariciones, y en
todas como testigo, era demasiado... Aquella situación empezaba a
preocuparme seriamente. ¿Estaba la de Magdala en su sano juicio? ¿No sería
que la muerte de su adorado Maestro la había trastornado? En aquellos
momentos lamenté no haber indagado en los antecedentes de María. ¿Qué
había querido decir el evangelista cuando asegura que la Magdalena fue
curada por Jesús, “expulsando de ella siete demonios”? ¿Se trataba de algún
tipo de enfermedad mental? ¿Quizá de una ninfomanía? ¿O estaba refiriéndose
a un contagio venéreo? No podía olvidar sus años como prostituta en la villa
de Magdala... Claro que la citada expresión -”siete espíritus malignos o
inmundos”- podía ser igualmente una “clave” o una imagen esotérica o
cabalística, a las que eran tan aficionados los orientales. Y me prometí a mi
mismo que a la primera oportunidad hablaría con ella e intentaría reconstruir
su “historial clínico”. A primera vista, María era una mujer sana. Con
demasiada experiencia para su edad -fruto de su trabajo como cortesana-,
valiente y sincera. Se revelaba contra la odiosa e injusta opresión de sus
compañeras en la sociedad judía. Siempre me había llamado la atención su
audacia y claridad mental. Y, por enésima vez, me pregunté si estaría siendo
víctima de algún tipo de alucionación o de neurosis. Dentro del complejo
mundo de la psicopatología de la percepción, el estado afectivo del individuo
puede condicionar gravemente la objetividad de lo que observa o de lo que
cree observar. Y el ánimo de María, como el de muchos de los discípulos, se
hallaba quebrantado por los últimos y funestos sucesos (1).
Repasé mis viejos conocimientos de psiquiatría y psicopatología, en un afán
por racionalizar aquel cada vez más enredado fenómeno de las supuestas
apariciones cristológicas. De acuerdo con la clásica definición de Balí sobre la
alucinación, ésta resulta una “percepción sin objeto”, con el pleno
convencimiento por parte del sujeto de la realidad del mismo. De esta forma,
la alucinación verdadera o psicosensorial es definida por Ey y Claude en
función de tres parámetros: proyección objetivante en el espacio exterior al
sujeto, cuya personalidad entera queda implicada en este acto perceptivo
anómalo; ausencia del objeto, y juicio de realidad positivo..Para la de Magdala y el resto de las testigos, el
“objeto” -Jesús en este caso-constituía
algo real y exterior a ellas. Con formas físicas claras e, incluso, con
voz. Las cosas, por tanto, se complicaban extremadamente. Esta supuesta
“realidad” externa descartaba la primera categoría dentro de las alucinaciones.
La que Ey llama “seudoalucinación” o alucinación psíquica y que constituye
con frecuencia un trastorno común en las esquizofrenias y otros delirios
crónicos. Uno de los datos más definitorios es su aparición en el interior del
individuo. Que yo supiera, ninguna de aquellas hebreas sufría de esquizofrenia
alguna.
En cuanto al segundo tipo de alucinación -la 'alucinosis -, tampoco aparecía
demasiado claro. Las alucinosis son definidas como percepciones “sin objeto”
y correctamente criticadas por el protagonista, que las vive como algo
patológico
---
(1) Los especialistas saben que la percepción humana arrastra una compleja
secuencia de acontecimientos que, basándose en los niveles más biológicos
(estructuras del SNC), involucra al sujeto en sus aspectos más psicológicos.
Como dice el profesor V. Ruiloba, “las anomalías en alguno de los factores
implicados en el proceso dan lugar a los llamados trastornos de la
sensopercepción”. (N. del a.)
---
(1). Que yo recordara, la Magdalena siempre rechazó la posibilidad de que lo
que había visto y oído fuera irreal. Ella, incluso, trató de abrazarse a los pies
“transparentes” del Maestro... De todas formas, como digo, el asunto era
confuso. Yo desconocía si la mujer había padecido o padecía en esos
momentos alguna enfermedad somática.


194
Quedaba la tercera categoría -la “ilusión”-, que supone una deformación de
algo real y que suele darse en personas sanas y en enfermos. Si son numerosas
y de gran vivacidad se denominan “pareidolias”. Es bien conocido el ejemplo
de individuos que, partiendo de las ramas de un árbol, creen ver caras o
figuras de lo más diverso. En este nuevo supuesto, tropezaba con otro no
menos espinoso problema; ¿qué podía haber sido ese “algo” real que, tanto la
Magdalena como las otras, habían falsificado en sus mentes, convirtiéndolo en
una ilusión? ¿O no se trataba de una ilusión?
Al carecer de elementos de juicio, no quise plantearme siquiera la o las
posibles causas de las alucinaciones en cuestión, suponiendo, repito, que
fueran tales. (Por supuesto, algunas de las teorías patogénicas de las
alucinaciones no encajaban en el caso de María.) Y dentro del capítulo
psiquiátrico de la clasificación de los trastornos perceptivos, según el canal
sensorial, las denominadas “ alucinaciones visuales” tampoco encajaban del.todo con lo descrito por las
hebreas. Las características en estas alucinaciones
varían extraordinariamente: aparecen como elementales o complejas, móviles
o estáticas, en blanco y negro o en color, agradables o amenazantes (que son
las más comunes), de tamaño reducido o “liliputienses” o gigantes
(“agulliverianas”) (2).
---
(1) El gran experto, Ey, atribuye a la alucinosis las siguientes características:
formas bien constituidas y de gran pregnancia. Anomalías intrínsecas de los
estímulos. Estructura parcial marginada de la situación real, del contexto
perceptivo y del juicio. Conciencia de irrealidad y etiología orgánica a nivel
periférico o central. Por ejemplo, ver figuras de gran colorido que se mueven
delante del sujeto, el cual es consciente de su carácter irreal y, por tanto, de su
significación patológica (Psicopatología de la percepción, de J. Vallejo). (N.
del a.)
(2) Baruk definió las alucinaciones visuales de la siguiente y acertada forma:
1. Sensorial: como toda alucinosis supone una conciencia crítica de trastorno y
se produce en base a una afectación orgánica, cuya localización puede situarse
a cualquier nivel del sistema óptico.
2. Onírica: lo característico en estos casos es el “onirismo”, instalado, por
definición, en un estado de obnubilación de conciencia. La base de este
trastorno suele ser una psicosis tóxica o infecciosa, cuyo modelo viene dado
por el del inum tremens, que se presenta en alcohólicos crónicos,
frecuentemente durante los primeros días del período de abstinencia. Las
zoopsias (visiones de animales) son típicas de estas psicosis alcohólicas, que
se acompañan de otros síntomas o signos característicos,
---
Las descripciones que llevaba oídas -un Jesús estático, nada amenazante, en
color y a tamaño natural- constituían una enrevesada mezcolanza que
coincidía a medias con los rasgos típicos de las citadas alucinaciones
“visuales”. En suma: que estaba hecho un verdadero lío.
-Por favor... -animé a la Magdalena-. ¿Qué ha sucedido?
Suspiró y, entre gimoteos, comenzó así:
-Me hallaba aquí, con éstas, refiriendo las dos apariciones del rabí en Betania,
cuando...
No pude contenerme. Al oír aquello reaccioné con brusquedad.
-¿Betania? ¿Dos qué...?
El tono no gustó a la de Magdala. Y José, conciliador, me rogó calma.
Estaba hacia la mitad de lo sucedido en la casa de Lázaro -prosiguió ella-cuando,
inexplicablemente, sentimos frío. Fue una clara sensación. Como de.un viento helado. Nos miramos
mutuamente, en silencio, extrañadas... Esa
puerta estaba abierta, si, pero afuera no hay viento ni hace frío.
A pesar de su evidente cansancio, María razonaba con su habitual dominio y
sentido común. Y esto me hundió en una confusión mayor.
Y, de pronto, en el centro del corro, vimos la forma del Maestro.
Al escuchar el relato, algunas de las mujeres rompieron a llorar
nerviosamente. Me impacienté. Pero el anciano, con voz imperativa, ordenó
silencio.
Era Él! Y nos saludó, diciendo: “Que la paz sea con vosotras.”
Preferí no hacer preguntas. Primero debía escuchar la versión de la
Magdalena.


195
Después nos dijo: “En la comunión del reino no habrá ni judío ni gentil. Ni
rico ni pobre. Ni hombre ni mujer. Ni esclavo ni señor... Vosotras también
estáis llamadas a proclamar la buena nueva de la liberación de la Humanidad
por el evangelio de la unión con Dios en el reino de los cielos. Id por el mundo
entero anunciando este evangelio y confirmar a los creyentes en esta fe. A la
vez que hacéis esto, no olvidéis a los enfermos
---
tales como el temblor de manos, la sudoración, la agitación, la desorientación
temporo-espacial, etc.
3. Alucinaciones visuales que acompañan a la disgregación de pensamiento:
tienen un componente sensorial reducido y entran más en el campo de las
seudoalucinaciones o alucinaciones psíquicas, que propiamente en el de las
alucinaciones. Se presenta en el contexto de una personalidad profundamente
desorganizada, como es la Psicótica, y producen en el paciente una actitud de
atención y abstracción notable. (Ver Introducción a la psicopatología y la
psiquiatría de J. Vallejo, A. Bulbena, A. González, A. Grau, J. Poch y J.
Serralonga.) (N. del a.)
---
y alentar a los tímidos y temerosos. Siempre estaré con vosotras hasta los
confines de la tierra.” Y dicho esto, desapareció. Nosotras, como ya sabéis,
caímos de rodillas, muertas de miedo. Supongo que perdí el sentido. El resto
lo conocéis.
Terminada la exposición, cayó en un cerrado mutismo. Evidentemente, María
se hallaba muy afectada. Yo diría que bastante más que en las ocasiones
precedentes. Su actitud, incluso, era diferente. había pasado de la euforia, de
los gritos y de la lucha contra los escépticos a una introversión y melancolía,
impropios de su temperamento. Lloraba, si, pero dulce y sosegadamente. No
mostraba deseos de hablar o de comunicarse. Era muy extraño....Pero yo necesitaba aclarar aquel
“manicomio”. ¿Qué había querido decir con
lo de las apariciones en Betania? ¿Es que seguían repitiéndose las supuestas
visitas del resucitado? Aquello no tenía ni pies ni cabeza... Los evangelios no
hablan para nada de posibles “materializaciones” de Jesús en la casa de Marta
y María y tampoco de aquella tercera y dudosa “presencia” a la Magdalena y a
las hebreas que la acompañaban. Claro que, en ese sentido, tampoco me fiaba
de los evangelistas...
Si María y las otras no estaban mintiendo y no eran víctimas de alguna
alucinación, las palabras del Hijo del Hombre, y el hecho en sí de haberse
aparecido a mujeres solas, eran sumamente interesantes y significativos.
Repito: si era cierta la presencia del rabí, la confirmación del papel de las
mujeres en la predicación del Evangelio del Reino había sido escamoteada por
los hombres. así de claro y rotundo. Y no era de extrañar, dado el secundario,
casi infantil y menospreciado puesto de las hembras en la sociedad de
entonces y de los siglos posteriores. He aquí un testimonio que, de haber sido
publicado, quizá habría variado los estrechos, mezquinos y machistas
esquemas de las iglesias en relación con las mujeres.
Esta vez respeté el silencio de María. Y tomando a José por el brazo, nos
encaminamos al exterior. Eran muchas las preguntas que deseaba formularle.
Mis prisas desaparecieron. El inesperado giro en los acontecimientos de aquel
agitado domingo me hizo olvidar temporalmente los planes de la misión. Si
aquellas nuevas y supuestas apariciones eran reales, ¿ qué podía importar ya la
localización y el seguimiento de los pastores de Emaús? Jesús de Nazaret era
capaz de presentarse en el lugar más insospechado... Debía mantener los ojos
bien abiertos. Dejarme guiar por la intuición y, naturalmente, tratar de
reconstruir aquel galimatías.
Paseamos largo tiempo bajo el artesonado de cedro de los claustros. Las
mujeres, más sosegadas, proseguían con sus cánticos. Uno de los sirvientes
nos salió al encuentro, ofreciéndonos una deliciosa y reconfortante copa de
vino negro y dulce, aromatizado con miel. La verdad es que el bueno de José
no supo darme múchas explicaciones sobre el asunto de Betania. Se
encontraba entregado a otros menesteres cuando, a eso de las cuatro o cuatro y
cuarto de esa tarde, los criados le anunciaron la visita de María Magdalena.
Venía de la residencia de Marta y María, en la pequeña aldea del este. Al
parecer, después de su segunda “visión” en el huerto y de su nuevo y
estrepitoso fracaso con los apóstoles, tomó la decisión de acudir a la casa de


196
Lázaro, con el fin de hacerles partícipes de las noticias que, en parte, había
protagonizado. Un par de horas antes, como ya sabía, David Zebedeo había
pasado por la mansión del de Arimatea. Recogió a Salomé, su madre y se
despidió de todos, encaminándose al mismo destino que la de Magdala..Cuando ésta llegó a Betania, los
rumores sobre la tumba vacía circulaban ya
por la población. Los numerosos peregrinos y caminantes se habían
enccargado de difundirlos y eran conocidos por las hermanas del resucitado y
por los miembros de la familia de Jesús que se albergaban en dicha finca.
-No lo sé muy bien -comentó el sanedrita-, pero imagino que los hermanos del
Maestro dudaron también de las palabras de la Magdalena. El caso es que, a
eso de la hora sexta (hacia las 12), cuando María conversaba con los de
Betania, ocurrió otra vez...
El de Arimatea se detuvo frente a la urna en la que guardaba sus valiosas
piedras ovoides y esféricas y el vaso de diatreta encontrado en la Germania y,
durante algunos segundos, se perdió en un grave silencio. Después, como
tratando de convencerse a si mismo, murmuró:
-Pero, en esa ocasión no fue visto por mujeres asustadizas...
El anciano, con no poca sorpresa por mi parte, terminó su escueto relato -tomado
a su vez del de la Magdalena-, informándome que el testigo de esa
aparición (la tercera, según mi contabilidad) había sido Santiago, uno de los
hermanos del Nazareno. Este hecho, como digo, había confundido mucho más
aa de Arimatea. Santiago, en efecto, era un hombre muy sensato y cabal.
María, a pesar de su natural locuacidad, se había mostrado algo remisa a la
hora de describir la visión.
-Por lo visto -añadió José-, la entrevista con Jesús fue muy particular.
La segunda visión de Betania -siempre según el anciano ocurriría horas más
tarde. Pasada la nona (más o menos, las 15).
Y como en la anterior narración, José hablaba de oídas. Aún así, este cuarto
suceso -considerado en un estricto orden cronológico- parecía haberle
afectado tanto o más que el de Santiago.
La razón era muy sencilla: esa nueva aparición del Hijo del Hombre,
registrada también en la casa de Lázaro, había sido compartida por Marta,
María, la familia del Galileo y por David Zebedeo y su madre, que, al parecer,
acababan de llegar a la aldea. Yo conocía un poco el carácter calmo y
asentado del jefe de los “correos” y comprendí, al igual que mi amigo, que
David no era persona fácil de engañar o sugestionar. El dato me dejó perplejo.
Al interesarme por las circunstancias de esta última presencia y por el posible
mensaje de Jesús, el anciano se encogió de hombros. La de Magdala -que
también había presenciado el increíble acontecimiento- apenas si lo había
referido.
Dios santo! El laberinto empezaba a convertirse en una pesadilla. La
Magdalena, según esto, había “visto” y “oído” al resucitado... cuatro veces!
Luego estaban aquellos hombres -Santiago y David-, dignos de toda
confianza. Y mis convicciones sobre el fenómeno de las apariciones.empezaron a desmoronarse. Ya no estaba
tan seguro de que todo fuera pura
imaginación, fruto de la neurosis de unas mujeres alteradas emocionalmente o
simples alucinaciones individuales o colectivas. Lo confieso honestamente: mi
mente, en blanco, se negó a razonar. Quizá fue lo mejor... Lo único que,
supongo, me animó a continuar en aquellos difíciles y confusos momentos fue
el rígido sentido de mi educación militar. Ahora, más que nunca, debía
conservar la calma y la frialdad.
Por supuesto, mi visita a Betania era obligada. Y aunque figuraba en el
programa de Caballo de Troya, decidí adelantarla. Las entrevistas con David y
con el hermano de Jesús eran vitales.
Estaba decidido a poner orden en la “tela de araña” que me envolvía y, gracias
al cielo, lo lograría. Pero antes -cómo no!- debería soportar nuevos “sustos”...
Supongo que fue un fallo de mi memoria. Nunca me había ocurrido. Y aunque
no entra en mis cálculos el justificarme, aquel lapsus y lo que me sucedería
poco después, cuando estaba a punto de entrar en el cenáculo, fueron del todo
ajenos a mi voluntad. Iré por partes.
A eso de las 18 horas, en pleno camino de regreso a la casa de los Marcos, caí
en la cuenta de que no había preguntado por los hermanos de Emaús. Y, como
digo, achaqué el olvido a las emociones y al frenético discurrir de los
acontecimientos.


197
Con la mansión a la vista me detuve, planteándome el dilema: ¿qué hacía?
¿Me aventuraba por la ruta de Jaifá, a la caza y captura de los pastores o
permanecía en la residencia de Elías, a la espera de la pretendida aparición a
los íntimos del Nazareno? Evalué mis posibilidades. La noche caería a las
18.22 horas. En realidad, como decían los hebreos, “ya casi no se distinguía
un hilo blanco de otro negro...”
Si me lanzaba tras Cleofás y Jacobo necesitaría -con suerte- alrededor de hora
y media para cubrir los once kilómetros que me separaban del pueblo de las
mimbreras. Es decir, por mucho que corriera -y la oscuridad no me facilitaría
las cosas-, la noche me sorprendería a mitad de camino. La “piel de serpiente”
y los ultrasonidos de la “vara” eran una buena protección. Sin embargo,
Caballo de Troya recomendaba no correr riesgos. Sobre todo, innecesarios. No
se si he comentado la problemática de los caminos de Israel en aquella época.
Los ladrones, bandoleros, mendigos hambrientos, esclavos fugitivos y
“sicarios” o revolucionarios que formaban partidas contra los romanos o
contra las huestes de la numerosa familia herodiana eran legión en las calzadas
y cañadas. Sobre todo en las del este. Ello aconsejaba no viajar nunca de
noche y muchísimo menos en solitario. Por otra parte, el hecho de no conocer
físicamente a los pastores y la posibilidad de que pudiera cruzarme con ellos
en plena marcha, terminó por disuadirme. Lo más prudente y práctico era.esperar los acontecimientos en
compañía de los Marcos. “Después de todo -razoné
mientras llamaba a la puerta-, si lograba estar presente en la que se
menciona como última aparición del resucitado en aquel domingo, los
objetivos de la misión se verían satisfechos en buena medida...”
Alguien, desde el otro lado de la puerta, me obligó a identificarme. Sólo
entonces, y con unas exageradas medidas de seguridad, pude ingresar en la
mansión. Aquel cambio me alarmó. ¿Qué estaba pasando? Pronto lo
comprobaría por mi mismo.
El caso es que, entre los Marcos y sus sirvientes reinaba una agitación
especial, mezcla de nerviosismo y de una alegría incontenible. Al principio no
entendí muy bien tan contradictoria situación.
El dueño, de regreso del campo, me recibió en el patio con el tradicional
ósculo de la paz. Le correspondí con otro beso en la mejilla y, durante algunos
minutos, tuve que soportar, sonriente, sus paternales recriminaciones. Mi
regalo -dijo- era tan regio como innecesario.
María, la esposa, vino a rescatarme, amonestando al bueno de Elías por su
mucha palabrería y poco tacto para con un amigo. Le noté feliz. Me obligó a
tomar asiento en uno de los taburetes estratégicamente repartidos en torno a un
fuego sobre el que se balanceaba una marmita de cobre de casi medio metro
de diámetro. El enorme puchero se hallaba suspendido de una cadena que, a su
vez, había sido fijada a una de las vigas de madera calafateada que cruzaba el
mencionado patio a cielo abierto. El aroma que escapaba de la olla me recordó
que hacía muchas horas que no probaba bocado. (En realidad, 1943 años...)
No vi a Juan Marcos. Su madre siguió removiendo el guisote, y mientras el
anfitrión me escanciaba una generosa copa de vino del Hebrón, me preguntó si
estaba al tanto de las noticias que corrían por Jerusalén. Le respondí que “a
medias”, y deseosa de hacerme partícipe de su contento, fue desgranando
algunos de los muchos rumores que ya conocía. Pero mis pensamientos
estaban puestos en el piso superior y, con el pretexto de curiosear el guisado,
me acerqué a María Marcos, interesándome por el estado de los íntimos de
Jesús. La señora guardó su casi permanente sonrisa, resumiendo la situación
con una palabra:
-¡Hundidos!
Y alzando sus ojos hacia la planta donde continuaban encerrados, me insinuó
que podía comprobarlo por mi mismo.
El tufillo de las borboteantes lentejas, sabiamente condimentadas a base de
cebolla, pimiento verde y laurel, me distrajo momentáneamente. La mujer se
dio cuenta y, curiosa, preguntó si tenía apetito. Reconocí que mucho, “a pesar
de haber almorzado -le mentí- tan fuerte y tan temprano que sesenta
corredores no habrían podido darme alcance”. María sonrió, reconociendo el.viejo adagio hebreo y, tras probar
las humeantes lentejas en la punta de su
cucharón de madera, llamó a uno de los sirvientes para que me acompañara
hasta el piso superior.
Provisto de una concha marina en la que flotaba una especie de lamparilla de


198
aceite, el fiel criado me precedió en el camino hacia el lugar donde se hallaban
los diez. En aquellos instantes, el largo y triste sonido del sofar -el cuerno de
macho cabrío- anunció el final del día. La luna de Nisán no tardaría en lucir en
el sereno cielo de la Ciudad Santa.
En aquel momento no me pareció grave. Ahora sé que debo contarlo. Ocurrió
al subir las diez o quince escaleras de piedra que conducían al cenáculo. Fue
cosa de segundos...
De repente mi vista se nubló. Y creí perder la noción del tiempo y del espacio.
Todo fue vertiginoso. Tuve que apoyarme en el muro e, instintivamente,
practicar varias, rápidas y profundas inspiraciones. Sacudí la cabeza sin
comprender. Un sudor frío empañó mis sienes, y al momento, la fugaz
obnubilación cesó. ¿Qué me había pasado?
Repuesto del extraño vahído, me tranquilicé achacándolo a las casi diecisiete
horas de ininterrumpido ir y venir y a la ausencia de alimentos. días después,
en el tercer retorno al módulo, comprendería que aquella pasajera
indisposición obedecía a razones más serias. Pero hablaré de ello en su
momento.
El siervo golpeó tres veces con los nudillos. Y al poco, al otro lado de la
puerta, se escuchó una voz:
-¿Quién va?
-Un creyente! -replicó el criado.
No había salido de mi asombro cuando identifiqué el rechinar del madero que
apuntalaba el acceso al ser desplazado. La doble hoja fue entreabierta y,
verificada la identidad del sirviente, el discípulo -uno de los gemelos- nos
franqueó el paso. Mi gentil acompañante se retiró por donde había venido y, al
punto, como si de ello dependiera su vida, Judas Alfeo se abalanzó sobre la
tranca, atrincherando la puerta. Le observé entre atónito y divertido. Cualquier
levita o policía del Templo habría podido abrirla de un puntapié. Pero el terror
de aquella gente era tal que parecían ciegos. ¿Es que la absurda, casi grotesca,
contraseña les hubiera servido de algo, en el supuesto de que la casa fuera
abordada por sus enemigos?
Dios de los cielos! Qué abismal diferencia se respiraba entre ambas plantas de
la casa! Abajo, los seguidores del Cristo estaban prácticamente convencidos
de su resurrección. La esperanza y el júbilo eran un hecho físico palpable. allí,
a tan escasos metros, entre los “grandes” del reino, sólo encontré desolación..Que mal y cuán escuetamente
ha sido reflejada esta dramática situación por
los evangelistas!
La media docena de lucernas de aceite de oliva que alumbraba la estancia a
duras penas había sido reducida a dos precarias e insuficientes llamitas. Una
en la pared de la derecha y la otra, sobre la mesa en forma de “U”. En los
primeros momentos tuve problemas de identificación. La visión era pobrísima.
El apóstol que nos había abierto y Juan Zebedeo me acogieron de inmediato,
asediándome a preguntas. parecían los únicos con un mínimo de vitalidad en
aquel decepcionante cuadro. Mientras me aproximaba a uno de los divanes
vacíos, fui respondiendo con monosílabos y sin la menor precisión. Por lo que
pude captar, el joven Juan Marcos les había ido informando de la marcha de
los acontecimientos, aunque ignoraban los sucesos de Betania y, por supuesto,
el recientisimo de la casa de José de Arimatea. Prudentemente, no hice la
menor alusión a los mismos. Mi papel seguía siendo el de un observador y por
nada del mundo podía ni debía condicionarles. Supongo que esta extrema
parquedad mía les defraudó. Y durante algunos minutos me dejaron en paz.
Mis ojos, acostumbrados nuevamente a la difícil penumbra, recorrieron la
sala, tratando de distinguir a los allí enclaustrados y de adivinar su situación
anímica. Todo continuaba más o menos como yo lo había dejado, quizá peor.
Simón el Zelote, tumbado en su asiento y de cara a la pared. Parecía dormido.
Simón Pedro, sentado junto a su hermano, con la cabeza descansando entre
sus gruesas manos y cuchicheando sin cesar. El resto, reclinado en los bancos
rojizos o dormitando sobre el entarimado. Dos de ellos -el segundo gemelo y
Mateo Leví- roncaban beatífica y rítmicamente. Me pareció la actitud más
inteligente. Santiago, el hermano de Juan, fue quizá quien más me preocupó
en aquella primera ojeada. Había ido a sentarse al fondo del salón,
recostándose contra el muro. En un inabordable silencio, mataba el tiempo en
un menester que hoy podría estremecer a los cristianos pero que entonces,
dadas las circunstancias y su deplorable concepción de los sucesos que


199
padecían, no tenía nada de extraño. Mecánica y pacientemente hacía pasar la
hoja de su espada sobre una piedra negruzca que, probablemente, contenía
corindón granoso y que facilitaba el afilado del arma. Ahora sé que aquel
silbante sonido -el único que rompía el cargado ambiente junto a los ronquidos
y los cuchicheos de Pedro y Andrés- era en verdad el mejor resumen de los
pensamientos de los allí presentes. Sólo importaba la supervivencia.
Llevaba poco más de un cuarto de hora en la sala cuando, cansado quizá de
soportar las lamentaciones de su hermano, Andrés -el que había sido jefe de
los apóstoles- vino a sentarse a mi lado. Y sostuvimos una interesante e
ilustrativa conversación. Sobre todo para mí..El sufrimiento de aquel pescador, como el de la mayoría de sus
compañeros,
era digno de piedad. El galileo, solícito y agradecido ante la oportunidad de
poder descargar su angustia y sus temores, fue respondiendo a mis preguntas.
Ciertamente habían discutido la idea de huir de la ciudad. Pero su miedo al
Sanedrín, no me cansaré de insistir en ello, era total. Y por unanimidad
decidieron hacerlo durante la noche. Era increíble! Conocían, por supuesto,
los insistentes rumores que rodaban por Jerusalén. Rumores contradictorios, es
cierto, pero que, en su mayoría, coincidían en el posible y milagroso
fenómeno de la vuelta a la vida de su añorado Maestro. Sin embargo, ni uno
solo había tenido el valor de lanzarse a las calles e interrogar a las gentes. En
realidad, la incursión de Pedro y Juan hasta la tumba sólo había servido para
avivar las dudas, las mutuas agresiones verbales y el pánico a un posible
arresto. "Si Caifás ha sido capaz de terminar con la vida de Jesús -se decían
con razón-, ¿qué clase de benevolencia podemos esperar sus seguidores?”
Andrés se lamentó también del escaso aprecio que habían hecho hasta esos
momentos del excelente servicio de David Zebedeo y sus “correos”. Ahora,
aunque Juan Marcos y algunas mujeres les mantenían informados,
comprendían la importancia de dicho trabajo. Debo ser sincero una vez más.
El hundimiento y tristeza de aquellos pobres e infortunados discípulos eran
tales que me faltó muy poco para ponerles al tanto de lo que sabía.
Y casi sin darnos cuenta, poco a poco, Andrés y yo fuimos repasando la
situación personal de cada uno de los presentes.
El ex jefe de los apóstoles -que se sentía grandemente aliviado por el hecho de
haber sido relevado de su responsabilidad en tan crudos momentos- elogió sin
rodeos a Juan Zebedeo. Fue el único que sostuvo su fe en la resurrección de
Jesús. Les recordó en cinco ocasiones las promesas del rabí y -siempre según
mi informante- en otras tres oportunidades aludió a las palabras del Maestro
sobre la fecha exacta de su vuelta a la vida: “al tercer día”. Bartolomé se sintió
especialmente reconfortado por la machacona insistencia de Juan. Pero, al
parecer, la juventud del Zebedeo restó seriedad y peso a sus esperanzadoras
palabras. Y el grupo terminó por olvidarle o hacerle callar.
Santiago, uno de los más racionales, absorto en el afilado de su gladius, había
apoyado en un principio la sugerencia de acudir en masa a la tumba y verificar
lo que contaban las mujeres, Simón Pedro y su propio hermano. “Había que
llegar al fondo del misterio”, llegó a decir por la mañana. Pero, ante las
exigencias de Bartolomé y de varios más de no mostrarse en público, no
exponiendo así sus vidas, tal y como había pedido el Maestro, el Zebedeo
terminó por ceder, recluyéndose en aquel triste mutismo, Como la mayoría, se
limitó a esperar los acontecimientos, bastante defraudado, eso si, ante el
“inexplicable comportamiento de Jesús”..-¿Inexplicable comportamiento? -le interrogué sin comprender.
Andrés, bajando el tono de su voz, me hizo ver que no eran tan estúpidos y
que, naturalmente, ante el torrente de noticias sobre las apariciones del rabí,
muchos pensaban que tales y misteriosas “presencias” del Maestro podían ser
ciertas. Pero, en ese supuesto, ¿por qué Jesús no se presentaba primero a los
“elegidos”? ¿Qué razón había para que lo hiciera a unas “tontas e inútiles
mujeres, cuyo papel en la evangelización del reino era reconocido
públicamente como nulo”?
-Admite con nosotros -sentenció convencido- que, si Jesús hubiera resucitado
de entre los muertos y decidiera hacerse visible, lo haría primero y antes que
nada a sus íntimos. A nosotros.
Le miré desconcertado. Andrés hablaba absolutamente en serio. He aquí otro
“detalle” hábilmente “olvidado” por los evangelistas, hombres a fin de
cuentas...
Después de lo que llevaba oído, la verdad es que escuché sus restantes


200
explicaciones con cierta desazón y desgana.
Bartolomé, con su típica y siempre indecisa conducta, no terminaba de
decidirse. En ningún momento negó la posibilidad de que Jesús hubiera
resucitado, pero tampoco se declaró a favor. Alentó a sus hermanos, cierto,
pero en un nivel puramente humano.
-En cuanto a Simón el Zelote -señaló Andrés hacia el diván donde permanecía
tumbado-, ya ves.., no ha dicho esta boca es mía. Creo que está aterrado.
Por las aclaraciones del pescador deduje que el simpatizante de los zelotas se
había negado a participar en las discusiones. Su concepto del “reino” se había
venido abajo. En un momento de lucidez llegó a intervenir en la polémica,
asegurando con una peligrosa carga de pesimismo que, en realidad, “el hecho
de la discutible resurrección del rabí no cambiaba las cosas”. El, al menos, se
sentía incapaz de discernir en qué modificaba la deshonrosa situación general
el poco creíble suceso de la vuelta a la vida del crucificado. Tal y como le
había pronosticado el Galileo, su decepción, miedo y ruina moral necesitarían
de mucho tiempo para ser remontados.
El caso de Mateo Leví, dulcemente ausente gracias al sueño, reflejaba también
su especial idiosincrasia. Según Andrés, “ todo su problema eran las finanzas”.
Como ya comenté, David Zebedeo le había hecho entrega de la bolsa con los
dineros de la comunidad y, desde ese momento, su viejo Espíritu de
recaudador de impuestos se impuso sobre todo lo demás. No dio su opinión
sobre la discutida resurrección. Eso le traía sin cuidado en aquellas horas. Su
obsesión era la falta de un jefe hábil y capacitado para sacar adelante el
proyecto del reino y, como digo, las cuentas... “No tomaré decisiones -resumió.Mateo antes de echarse a
dormir- hasta que haya visto a Jesús frente a
frente...”
Sin querer, Mateo había descubierto su subconsciente, reconociendo que creía
-o deseaba creer- en la resurrección del rabí.
Los gemelos de Alfeo, como siempre, eran caso aparte. Sus únicas
preocupaciones serias habían sido de orden doméstico: comidas, atrincherado
de la puerta, contraseña, etc.
-Sólo en una oportunidad -manifestó Andrés con una sonrisa de benevolencia-se
atrevieron a dar su opinión y forzados ante una directísima pregunta de
Felipe. “Nosotros -dijeron- no entendemos muy bien toda esa historia del
sepulcro vacío y de la resurrección de Jesús, pero nuestra madre dice que ha
hablado con el Maestro y la creemos.”
No hice más comentarios sobre los ingenuos pero fieles gemelos.
Felipe, hablador y dicharachero, había hecho honor a su fama de bromista y
parlanchín incorregible. Fue el que mas intervino en las discusiones,
zascandileando sin cesar por la estancia.
Andrés hizo un gesto de desaprobación, ante lo que calificó de “dudas
infantiles” por parte de su compañero. Por lo visto, la máxima preocupación
de Felipe, el intendente, repetida hasta la saciedad en el transcurso de aquella
tarde, había sido si Jesús -una vez resucitado- presentaría o no las huellas
físicas de su crucifixión. Como vemos, no era sólo Tomás -refugiado en la
aldea de Betfagé- el único que mostraba interés por tal vanal hecho... Por
supuesto, los otros nueve, aunque le escucharon con agrado y paciencia, no
tuvieron en demasiada consideración las morbosas reflexiones de Felipe.
Simón Pedro, en especial, se mostró corrosivo con el inocente apóstol.
El dejar al hermano de Andrés para el penúltimo lugar en aquel apresurado
examen no fue casual. Pedro me interesaba especialmente. Su contradictoria
personalidad y cuanto llevaba vivido desde el prendimiento de Jesús de
Nazaret merecían un análisis detallado y lo más racional posible. Su conducta
en aquella jornada del domingo -lo creo sinceramente- no ha sido reflejada en
su verdadera dimensión. Y es preciso conocerla para entenderle y entender su
gigantesca tragedia interior...
El fogoso pescador de Galilea -eso entendí- había ido pasando por las
siguientes fases: tristeza, desmoronamiento y miedo durante las horas que
siguieron a la captura y crucifixión de su Amigo. En la madrugada del primer
día de la semana, al conocer la noticia de la sepultura vacía y la supuesta
aparición de Jesús, irritación y un escepticismo brutal, todo ello bañado en un
creciente pavor a la policía del Sanedrín. Después, al comprobar por si mismo
la veracidad del sepulcro Vacío, unas dudas igualmente espantosas que fueron


201
perfectamente controladas y reducidas hasta quedar constreñidas a la “ teoría.del robo del cadáver”. Pero las
noticias y rumores sobre nuevas apariciones
siguieron multiplicándose y Simón Pedro -que deseaba como ninguno la
“vuelta” de su Señor-, fue derivando hacia una posición más dúctil y peligrosa
a un mismo tiempo. Avanzado el día, sin demasiados ánimos para negar con la
ofuscación de los primeros momentos, el atormentado apóstol llegó a decir:
“Pero, si ha resucitado y hablado con las mujeres, ¿por qué no se presenta ante
sus apóstoles?”
Y un lamentable pensamiento empezó a cristalizar desde entonces en su
corazón. Andrés estaba convencido -así se lo había oído decir a su hermano-de
que Simón Pedro se sentía culpable...
-¿Por qué? -le interrumpí sin saber a dónde quería ir a parar.
Andrés movió la cabeza como si tuviera ante sí a un niño.
-¿Y tú lo preguntas, Jasón?
Lanzó una compasiva mirada sobre su hermano y continuó:
-Huyó como todos nosotros y, además, renegó de Él. Es natural que se sienta
mal...
Empezaba a intuir la nueva obsesión del rudo pescador. Y así me lo
confirmaría Andrés. Simón Pedro -a pesar del relativo y pasajero consuelo que
significó para él la expresa mención de su nombre en una de las apariciones-había
caído en el error de creer que el Hijo del Hombre no terminaba de
presentarse ante los “escogidos” por culpa de su cuádruple traición en el patio
de Anás, el suegro del sumo sacerdote. Por otra parte, para terminar de enredar
su ya confusa mente, seguía resistiéndose a aceptar el testimonio de las
mujeres. La disyuntiva y el pánico a caer prisionero le tenían acorralado. Poco
antes, cuando le vi cuchichear con Andrés, Pedro había llegado a una decisión:
estaba dispuesto a separarse del grupo apostólico. Sólo así -pensaba el
aturdido discípulo-, suponiendo que Jesús hubiera resucitado realmente, se
produciría la ansiada aparición del Maestro a los suyos. Quedé perplejo.
-¿De verdad tiene intención de marcharse?
El hermano asintió con resignación.
-Y nada ni nadie podrá hacerle cambiar de criterio -remachó.
De eso sí estaba seguro. El que más adelante llegaría a ser una de las “ cabezas
“ del movimiento cristiano era lento y tardío en sus decisiones, pero, una vez
adoptadas...
-¿Y cuándo piensa retirarse?
Andrés no lo sabía con exactitud.
-No me lo ha dicho, pero imagino que esta misma noche...
Para mí estaba claro que Simón Pedro era víctima en aquellas horas de una
aguda crisis neurótica. Bastaba con verle y saber sus continuos, complejos y
absurdos cambios para intuir que atravesaba lo que hoy habríamos definido.como alguna de las formas clínicas
de la neurosis: de angustia, histérica,
fóbica u obsesiva, quizá fuese una mezcla de la primera y de la última.
El estado anímico de mi acompañante -Andrés- era quizá uno de los más
estables: aliviado por su liberación como jefe de aquellos despojos humanos y
prudentemente esperanzado. Su gran preocupación en aquellos momentos era
Pedro. Solamente Pedro. Del apóstol ausente -Tomás- prácticamente no
hablamos.
Y contagiado en cierto modo de la inquietud de Andrés, me fui hacia Simón
Pedro. Me acomodé a su lado y, durante breves minutos, me dediqué a
observarle. Cualquier psiquiatra habría sido feliz -y yo también- de haber
podido someter al pescador a cualquiera de los test o cuestionarios que sirven
para calibrar el nivel de neuroticismo y ansiedad: Cattell, NAD, Hamilton,
SN59, Taylor, etc. Pero eso, evidentemente, hubiera resultado un tanto
comprometedor. Sin embargo, me propuse intentarlo... más adelante. La
experiencia podía ser apasionante...
De momento me contenté con una mediocre exploración de algunas de sus
constantes vitales. Pasé mi brazo derecho sobre sus hombros y, procurando
transmitirle todo mi afecto y simpatía, intenté animarle. Apenas si me miró. Y
desde ese instante percibí algunas de las características de los individuos
atrapados por la neurosis: una gran rigidez perceptivo-motora y escaso control
postural. Me faltaba un tercer elemento y, en tono de complicidad, de forma
que los demás no pudieran oírme, le susurré si le molestaba la luz. Negó con
la cabeza y, al punto, reprochó a sus hermanos que hubieran apagado las


202
lucernas. Tal y como sospechaba su adaptación sensorial a la visión a oscuras
era mediocre. (Otro síntoma indicativo del grave momento por el que
atravesaba.)
Noté que su ritmo respiratorio sufría bruscos altibajos y, recordándole mi
condición de “sanador”, le tomé el pulso. Accedió con desgana.
Efectivamente, su actividad nerviosa estaba precipitando el ritmo cardíaco,
con una muy posible elevación de la tensión arterial. La conductancia cutánea
parecía muy alta. Palpé sus antebrazos y el flujo sanguíneo se reveló muy
atropellado (1). De haber tenido acceso a un análisis de sangre, quizá
hubiéramos encontrado una elevación de colinesterasa.
-Sientes frío?
-Un poco...
La verdad es que no había motivo. La temperatura ambiente en el exterior era
moderada -quizá unos 12 o 14 grados- y en la estancia, algo superior. Aquella
especial sensibilidad al frío y la fácil fatigabilidad de Pedro eran nuevos
síntomas que venían a enriquecer mi provisional diagnóstico. Y aunque sé que
este cuadro biológico debe ser utilizado con prudencia a la hora de dictaminar,.era indicativo de una
insuficiencia energética general y de un estado de
hiperactivación o elevado drive o “arousal” (ansiedad), propio de lo que hoy
llamamos estrés.
-¿Qué me ocurre, Jasón?
La voz enronquecida del apóstol me sumió en una indescriptible tristeza.
Como los de Juan y Simón el Zelote, sus ojos aparecían hinchados,
enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas y cercados por unas
lamentables y negras ojeras.
Cuánto deseé en ese momento decirle la verdad! Anunciarle lo que le reserva
el destino y, así, enjugar su pena y la mía... Pero no era ése mi trabajo. Y
palmeando sus fuertes espaldas, sólo se me ocurrió una difusa y nada
reconfortante respuesta:
-Se trata de un trastorno... pasajero.
El bueno de Pedro intentó corresponder con una sonrisa. Pero no lo logró. Y
ocultando su rostro en aquellas velludas y encallecidas manos de pescador,
comenzó a sollozar entre esporádicos temblores.
Tuve que retirarme, maldiciendo el código moral al que estaba sujeto.
Pero, de improviso, unos golpes vinieron a sacarme de mi aturdimiento.
La reacción del grupo fue fulminante y digna de haber sido narrada por los
evangelistas.
Santiago Zebedeo se puso en pie de un salto, blandiendo la espada. Pedro, con
los ojos desencajados por el miedo, fue a parapetarse tras el diván, no
acertando, en su nerviosismo, a desenvainar el gladius. Juan y los gemelos,
lívidos, no movieron un solo músculo. Bartolomé, en su afán por escurrirse
hacia el fondo de la oscura estancia, se pisó el manto, cayendo de bruces
---
(1) En un estudio más concienzudo, en el plano somático, los parámetros
bioquímicos de Simón Pedro nos hubieran señalado, entre otros, un elevado
nivel de cortisol, catecolaminas, 17-OI-ICS plasmáticos, aumento ligero de la
actividad tiroidea, inhibición quizá del sistema hipófiso-gonadal, incremento
de los lípidos séricos y participación del ión lactato en el síndrome de
angustia. (N. del m.)
---
sobre el entarimado. Felipe corrió a despertar a Mateo Leví, y Andrés, tan
pálido e indeciso como el resto, permaneció sentado, paralizado por el terror.
Yo, por supuesto, también me asusté. Y haciendo acopio de toda mi serenidad,
me eché a un lado, pegándome al muro derecho. A punto estuve de tropezar
con el diván de Simón el Zelote. Su estado de postración era tal que ni siquiera
escuchó los golpes..Evidentemente, el que se hallaba al otro lado de la puerta no sabía o no
recordaba la contraseña. Y en mitad del silencio y de alguna que otra
entrecortada respiración, el “intruso” aporreó de nuevo la doble hoja,
estremeciendo a los desolados discípulos. Santiago Zebedeo, más frío y audaz
que sus amigos, dio unos sigilosos pasos, aproximándose a la puerta. Se situó
a un lado, levantó la afilada arma por encima de su cabeza y, con la mano
derecha, ordenó a Andrés que desatrancara el madero. En medio de una gran
tensión, el hermano de Pedro caminó despacio hasta la viga y, cuando se
disponía a retirarla de una patada, una aguda y familiar voz nos llenó de


203
perplejidad. Era Juan Marcos!
Un suspiro de alivio resonó en el cenáculo, al tiempo que algunos de los
íntimos de Jesús se precipitaban hacia la puerta. Pero Santiago, el “hijo del
trueno”, con la espada en alto, les obligó a echarse atrás.
-¡Puede ser una trampa!
Y Andrés, ayudado por Mateo Leví, procedió a liberar el acceso. El muchacho
penetró en tromba en la sala. Sudoroso y jadeante, gesticulando y señalando
hacia el exterior, luchó por articular alguna palabra. Pero su excitación era tan
considerable que necesitó algunos segundos para conseguirlo. Desconfiados,
los gemelos, siguiendo la dirección marcada por el benjamín, asomaron sus
cabezas al exterior. Al momento se volvieron hacia sus expectantes
compañeros, encogiéndose de hombros. Allí, en efecto, no había nadie.
Superada la falsa alarma, los discípulos, sumamente irritados, amonestaron al
muchacho. Pero Juan Marcos, haciendo caso omiso, fue a sentarse en uno de
los divanes. Y al fin acertó a decir:
-Le han visto'... Otra vez!
Supuse que se refería a la última y pretendida presencia del Cristo en la casa
de José de Arimatea. Volví a equivocarme. Y tan perplejo como los demás,
escuché de labios del niño otra no menos singular e increíble noticia. Este fue
su atropellado relato:
-Ha sido a eso de las cuatro y media... En la casa de Flavio... Y lo han visto
más de cuarenta griegos...
Andrés se arrodilló frente al zagal y le pidió calma. Juan Marcos tragó saliva y
dijo que sí con la cabeza. Fue inútil. Su corazón estaba a punto de saltarle por
la boca...
-Y me han dicho -continuó con los ojos llenos de luz- que les ha hablado...
Los apóstoles, formando una piña en torno al atolondrado “correo”, se lo
comían con los ojos, pendientes de cada gesto y de cada palabra. Nadie que
los hubiera observado en aquellos instantes habría jurado que se trataba de
hombres escépticos e indecisos. Yo mismo llegué a dudar... Pedro, sobre todo,
con la boca abierta y la mirada extraviada, se frotaba nerviosamente las.manos, asintiendo rítmicamente con la
cabeza a cada una de las explicaciones
del muchacho. Y una inmensa, aunque momentánea alegría me hizo temblar
de emoción.
Y qué ha dicho? -estalló impaciente Juan Zebedeo.
-No lo recuerdo...
La decepción se dibujó en los rostros y más de uno masculló una
irreproducible maldición. Pero Juan Marcos era tan sincero como eficaz. Y
rebuscando entre los pliegues de su túnica, fue a mostrar un trozo de arcilla
cocida -probablemente los restos de un cántaro o de una escudilla- en la que,
con signos mal trazados, había copiado las palabras -o supuestas palabras-del
Galileo en esta nueva aparición.
Mostró orgulloso aquella especie de ostraca y, adoptando un tono de
solemnidad, leyó así las toscas letras, practicadas con alguna piedra u objeto
punzante:
-”Que la paz sea con vosotros. Aun cuando el Hijo del Hombre haya aparecido
en la tierra entre judíos, traía su ministerio para todos los hombres...”
El muchacho parecía tener problemas con su propia y apresurada escritura.
-¿Qué más?
Los “incrédulos” apóstoles se revolvieron nerviosos.
-Ah! sí -anunció Juan Marcos-, ahora lo entiendo... “traía su ministerio para
todos los hombres. Dentro del reino de mi Padre, no hay ni habrá judíos ni
gentiles. Todos seréis hermanos... Los hijos de Dios.”
-Eso último no está bien -sentenció Mateo.
Juan Marcos repasó de nuevo el trozo de arcilla y, levantando los ojos hacia el
impaciente grupo, comentó:
-”Todos seréis hermanos... Los hijos de Dios.” Eso me dijeron que dijo.
Aquel posible error de transcripción -tan próximo y “caliente”- era todo un
símbolo. Si el voluntarioso benjamín de los Marcos no había sido capaz de
copiar con precisión algunas de las palabras del Maestro, ¿qué podía esperarse
de unos textos elaborados decenas de años más tarde y por personas que ni
siquiera habían conocido o escuchado las enseñanzas del rabí de Galilea?
-Está bien.., está bien! Continúa!
“Id por lo tanto por el mundo entero extendiendo este evangelio de salvación,


204
como lo recibísteis de los embajadores del reino y yo os recibiré en la
comunión de la fraternidad de los hijos del Padre en la fe y la verdad.”
El mensajero guardó silencio.
-¿Y qué más? -insistieron varios de los presentes.
-Nada más -aclaró Juan Marcos-. Se despidió y desapareció de su vista.
Los discípulos intercambiaron algunas miradas, interrogándose en silencio.
Nadie se atrevió a pronunciarse en primer lugar. Pero, mientras volvían a.acomodarse, la electrizada atmósfera
alcanzó su techo y fue suficiente un
espontáneo y despreciativo comentario para que surgiera la polémica.
-Griegos!
No sé muy bien quién pronunció aquella palabra. Tampoco me sentí aludido.
No había razón. El caso es que, en un segundo, como un tornado, Simón
Pedro, con las manos a la espalda y sin dejar de pasear arriba y abajo, se erigió
de nuevo en cabecilla de los recalcitrantes.
-¿Por qué a los paganos...?
Juan Zebedeo, paladín de los que creían en la resurrección del Maestro,
reprochó a Pedro el poco caritativo comentario. Y al instante, como digo, se
enzarzaron en el viejo círculo vicioso de “resurrección sí, resurrección no y
por qué primero a estúpidas mujeres e impuros infieles”. Mal estaba que se
hubiera presentado a las hebreas antes que a los “elegidos del reino”, pero
“aquello de los griegos” -argumentaban los incrédulos-colmaba toda medida...
Los gritos, acusaciones mutuas y desafueros fueron en aumento, convirtiendo
el lugar en una jaula de despropósitos donde sólo se respiraba malestar.
Cansado y deprimido rescaté a Juan Marcos de aquella locura y descendí al
patio. El aire fresco de la noche me reconfortó. María y los sirvientes
continuaban felices, entregados a las faenas de preparación de la cena. Tomé
al pequeño de la mano y paseamos sosegadamente junto a las enredaderas y
los perfumados jazmines que adornaban el alto muro derecho. así supe que
aquel Flavio era un pagano, vecino de Jerusalén y viejo conocido de Jesús. En
cuanto a los griegos, según las informaciones del benjamín, yo había tenido la
oportunidad de conocer a muchos de ellos en el atrio de los Gentiles, en el
almuerzo celebrado en la casa de José de Arimatea y en la finca de Getsemaní.
Al parecer, se trataba de los mismos que habían presenciado el prendimiento
del Hijo del Hombre y que, juntamente con Pedro y Juan Zebedeo, se habían
lanzado contra Malco y los levitas.
Me sentí tan defraudado que no quise sacar conclusiones. Si todas aquellas
historias eran ciertas, mi misión empezaba a constituir un estrepitoso fracaso.
Bastaba con repasar la cronología de las referidas y supuestas “presencias” del
Galileo en aquel domingo para reconocer que no había tenido mucha suerte.
Siempre llegaba tarde...
Primero, al alba, en el primer encuentro de la Magdalena y las cuatro mujeres
en la plantación de José. ¿Dónde estaba yo? Perdido en estúpidos problemas...
Después, en la segunda y no menos supuesta visión de la de Magdala, hacia
las 09.35 horas, a pocos metros pero “ausente", ensimismado en el examen de
los lienzos mortuorios...
A las doce, mientras se aparecía en Betania, yo me encontraba a punto de
abandonar la “cuna”....A las 15.30, aproximadamente, en la cuarta aparición -también en la casa de
Marta y María-, yo andaba estúpidamente ocupado en el cambio del oro por
monedas fraccionarias...
Y qué decir de la quinta visión, acaecida, según los testigos, hacia las 16.30 y
en la casa del anciano sanedrita de Arimatea! Si no me hubiera entretenido en
el asunto del acero “damasquinado”...
Respecto a la sexta -la de los griegos-, que quizá tuvo lugar a los pocos
minutos de la protagonizada por María Magdalena y las restantes hebreas, me
pilló, como es sabido, en pleno hogar de José...
Si tenía en cuenta que había desistido de la séptima -la de los hermanos de
Emaús-, y de la que todavía no tenía noticia, ¿qué me quedaba? Tan sólo la
del cenáculo...
Pobre de mí! La “carrera de obstáculos” en que se había convertido mi
particular persecución del resucitado estaba a punto de sufrir otro increíble
descalabro...
A eso de las 19.30 horas, uno de los criados me sacó de tan negros
pensamientos. La cena estaba lista. Y a pesar de las protestas de la señora de
la casa, colaboré en el transporte de las escudillas de madera, rebosantes de un


205
apetitoso y humeante guisado de lentejas a las que María había añadido un
pellizco de jeezer, una variedad de romero silvestre. Era curioso. Ignorando
olímpicamente las controvertidas opiniones de los “íntimos” del Maestro, la
familia -gozosa y convencida de la realidad de la resurrección- había decidido
celebrarlo por todo lo alto. Aquella cena, en realidad, era una de las primeras
manifestaciones del regocijo y de la fe de los verdaderos creyentes. Y amén
del delicioso primer plato, María y su gente se habían esforzado por redondear
el pequeño banquete con una de las especialidades de la madre de Juan
Marcos: los buñuelos de miel. En una hornilla aparte, conforme iban
consumiéndose las lentejas, la mujer, auxiliada por uno de los sirvientes, iba
friendo en un ancho perol de hierro porciones de una masa, previamente
elaborada a base de harina, levadura, miel, huevos y leche de cabra.
Alternativamente, al tiempo que veía desaparecer los dorados y crujientes
buñuelos, completaba el postre con otra no menos exquisita fritura: unas
tortas, también de flor de harina, perfumada con comino, canela, hierbabuena
y hasta trocitos de langosta.
Estas viandas, así como varias bandejas repletas de higos secos, dátiles y
cidros, fueron sucesivamente transportadas al cenáculo.
Yo me instalé en uno de los extremos de la “U” y, previamente, tuve que
someterme al protocolo del lavado de los pies. Los criados, diligentemente,
cumplieron con las obligadas normas de la hospitalidad oriental. Y aunque
algunos de los discípulos no estaban de humor para tales abluciones, lo cierto.es que la suculenta cena les
hizo olvidar sus discrepancias, reuniéndose todos
en torno a la mesa y devorando en silencio los manjares que iban llegando
desde el patio. Cada uno, de acuerdo también con la costumbre, debía lavarse
sus propias manos. Bastaba con la derecha.
Las lámparas de aceite fueron encendidas en su totalidad y, quizá con la
gratificante intención de alisar las angustias y tensiones de los apóstoles, Elías
hizo subir de su bodega un excelente y espeso vino tinto, rico en alcohol y
tanino, previamente filtrado. Siguiendo una de las modas grecorromanas, y a
petición de cada uno, el anfitrión fue añadiendo en algunas de las copas de
bronce y latón pequeñas porciones de canela, tomillo e, incluso, flores de
jazmín. El truco servía para aromatizar el caldo. Los más prudentes -una
minoría-, prefirieron mezclar aquel vino del sur de Judea con agua. El resto,
quizá en un muy humano deseo de aliviar sus penas, apuró copa tras copa, sin
más parapeto y ayuda que las generosas raciones de lentejas o de buñuelos.
Santiago Zebedeo, Simón Pedro, los gemelos y Mateo Leví, siguiendo
también normas de buena conducta, se deshicieron previamente de sus
espadas, que reposaron destelleantes a lo largo de la baja mesa de madera.
Simón el Zelote fue el único que no probó bocado. Juan Marcos, que se sentó
con su padre y conmigo junto a los nueve, le ofreció una de las escudillas.
Pero el discípulo la rechazó amablemente.
Y durante cosa de diez o quince minutos, en la estancia sólo se escuchó el
sordo entrechocar de las cucharas de madera hundiéndose en las lentejas, el
descarado paladear de los manjares, el alegre y cantarín borboteo del vino
escanciado una y otra vez en las copas de metal estañado y, por descontado,
los obligados eructos.
Elías luchó en vano por animar la reunión, refiriendo las buenas noticias
procedentes de sus propiedades en la Galilea y que, concretamente en la
operación de “cavar el lino”, eran altamente prometedoras. (Este trabajo, que
solía llevarse a cabo en los meses de marzo y abril, consistía en cortar las
plantas a ras del suelo para no estropear los tallos, siendo utilizadas después -una
vez secada- en el floreciente negocio de la confección de telas y cuerdas.)
Con la más absoluta de las descortesías, los allí presentes ignoraron al dueño
de la casa, pendientes únicamente de satisfacer su sed y su apetito. Juan
Zebedeo y Pedro no podían liberarse fácilmente de la “losa” que pesaba sobre
ellos. Picotearon aquí y allá y, dando muestras de inapetencia, se recostaron en
sus divanes.
A eso de las ocho de la noche, Simón Pedro, que no podía apartar de su mente
las incidencias del día, se puso en pie, visiblemente alterado. O mucho me
equivocaba o era presa de otra crisis..Dio unos pasos, golpeó con el puño uno de los tapices que colgaban de
la
pared y, volviéndose hacia la “U", permaneció un par de minutos con la vista
fija y vidriosa en la llama ambarina de una de las lucernas de aceite. Ninguno


206
de los comensales le prestó la menor atención. Mejor dicho, ninguno no.
Andrés y yo, que espiábamos sus movimientos, cruzamos una mirada de
preocupación. Sabíamos sus intenciones de desertar del grupo y ambos nos
preguntamos si quizá había llegado el momento.
De pronto, sin despedirse ni dar explicación alguna, se encaminó hacia la
salida, que permanecía entreabierta.
Esperé la reacción de su hermano. Sin embargo, Andrés no hizo nada.
Palideció. Llenó su copa y, lentamente, apuró el vino de una sola vez.
Por enésima vez me sentí confundido. Aquello no estaba en los Evangelios.
¿Cumpliría el pescador su intención de huir de la ciudad? ¿Me lanzaba tras él?
¿Permanecía en la cámara a la espera de esa postrera y teórica aparición, tan
esperada por todos, incluido yo?
Atormentado, reparé en el manto y el gladius hispanicus de Simón. habían
quedado sobre el diván y la mesa, respectivamente. Eso me tranquilizó. quizá
volviese a recogerlos. Pero ¿y si no lo hacía?
Transcurridos unos quince minutos mi desasosiego fue en aumento.
Comprendí que había obrado mal. Precisamente por nueva, y por tratarse de
quien se trataba, aquella situación tenía prioridad. así que, olvidando la
seguramente próxima y siempre hipotética aparición que mencionan los
evangelistas, elegí lo seguro: seguir al pescador.
Solicité de Elías el permiso para retirarme, pero, cuando estaba a punto de
dejarles, la inesperada intervención de Andrés me retuvo momentáneamente.
Tan impaciente como yo, en una de las entradas de la servidumbre se interesó
por su hermano. Uno de los criados nos tranquilizó a los dos. El galileo se
hallaba en el patio, paseando.
“Quizá ha cambiado de idea”, me dije, al tiempo que -contrariado- buscaba
con prisas una excusa que me permitiera descomponer mi anunciada marcha.
El cielo quiso que mi pequeño amigo Juan Marcos, perspicaz como pocos,
saltara de su banco. Se interpuso en mi camino y preguntó dónde pensaba
pasar la noche. No supe responderle. La verdad es que no me lo había
planteado. Ante mi indecisión, el padre del benjamín intervino, haciendo el
resto. Me brindó su casa y, con suma facilidad -lo reconozco-, me
“convencieron" para que aceptara su hospitalidad. Forcejeé por puro
compromiso y, finalmente, lo agradecí encantado, retornando a mi lugar en la
mesa.
Eran las 20.35 horas. Nuevos y singulares hechos estaban a punto de
maravillarnos..Pero antes de intentar transcribir lo que vivimos en la estancia -ojalá el
Todopoderoso siga dándome luz y fuerzas para ello-, por una sola vez y en
beneficio de esta torpe narración, presiento que debo saltarme el orden
cronológico de los acontecimientos. Y así lo haré.
Aquella noche, cuando los ánimos se dulcificaron, sostuve una larga entrevista
con Pedro. así fue cómo conocí lo que rondaba por su cabeza cuando ocurrió
lo que ocurrió...
Tanto Andrés como yo teníamos razón al sentirnos inquietos por la suerte del
ofuscado pescador de hombres. Mientras permanecíamos en el cenáculo,
Simón, decidido a escapar pero temeroso de ser reconocido por los “espías” o
los levitas de Caifás, se propuso abandonar la casa cuando la noche despejara
las calles de Jerusalén. Y sin voluntad para volver al salón, se refugió en el
amplio patio. Los siervos, en efecto, le vieron pasear a lo largo del muro, con
las manos a la espalda y la cabeza baja. Pero, respetuosos con su dolor y
silencio, fueron retirándose. En aquellos amargos momentos -según me
confesó el apóstol-, los remordimientos por su traición eran insoportables. Su
complejo de culpabilidad era tal que pensó, incluso, en la muerte. Estaba
convencido de que había perdido su puesto como embajador del reino. A esta
negra trama había que añadir su íntimo convencimiento de que Jesús -si es que
en verdad había resucitado- no se aparecería a los suyos mientras él siguiera
allí. Sin embargo, y sin que supiera cómo ni por qué, también fueron
amaneciendo en su corazón otros recuerdos preñados de esperanza. “Vio” los
ojos del Maestro, llenos de ternura, cuando, al salir del palacete de Anás, le
miró durante unos breves segundos. Y le vino igualmente a la memoria el
mensaje de Jesús a las mujeres, citándole: “Id a decir a mis apóstoles y a
Pedro..."
-No sé lo que me sucedió, Jasón, pero me eché a llorar...
En el fondo era muy simple. Simón Pedro, a pesar de sus violentas y


207
encabritadas reacciones, amaba a su Amigo y Señor. Durante muchas horas
había sofocado su ardiente deseo de creer en las promesas del Hijo del
Hombre. Pero, finalmente, un rayo de luz vino a iluminar su desesperación y,
mientras caminaba por el patio, su dormida fe triunfó.
-No sé cómo fue, Jasón, pero, de pronto, me detuve, apreté los puños y,
levantando los ojos hacia las estrellas, grité: “Creo que ha resucitado de entre
los muertos! Y voy a decírselo a mis hermanos!"
Hecha esta aclaración, volvamos al cenáculo y a la hora ya mencionada: las
20.35.
Recuerdo que, nada mas sentarme, me serví una copa del pastoso vino tinto
del Hebrón. Me disponía a levantarla hacia mis labios, cuando un ciclón
humano, un terremoto o un poseso -no tengo palabras para describirlo- empujó.la doble hoja de la puerta,
llenando la cámara con sus gritos, saltos y
carcajadas.
Era Pedro! Nos quedamos sin respiración. Hasta Simón el Zelote, asustado, se
incorporó en su diván.
-He visto al Maestro!
Fue la primera frase que logré entender. El galileo, con la faz iluminada y sus
ojos azules danzando en las órbitas, corría enloquecido alrededor de la “U".
-Le he visto!
Los apóstoles habían perdido el habla y el color de sus rostros. Santiago
Zebedeo, ágil como un felino, al ver irrumpir a Pedro con semejante estruendo
y aparato se apresuró a empuñar la espada, convencido de que alguien
perseguía al pescador.
Pero Simón, al borde de la locura o del colapso cardiaco, seguía brincando
entre los divanes y, alzando los brazos, repetía a gritos:
-He visto al Maestro!
Sinceramente, al verle en aquel estado, pensé que me había quedado corto en
mi diagnóstico.
Y a la tercera vuelta, Andrés y Mateo le echaron mano, sujetándole. Al
momento, el resto de los hombres corrió en auxilio del “ trastornado galileo".
Ese fue el pensamiento colectivo. Pero nos equivocamos. Simón estaba
perfectamente. Su frecuencia cardíaca, que procuré comprobar de inmediato,
era agitadísima. Y también su respiración. Pero, segundos más tarde, al
escucharle, no tuve más remedio que inclinarme ante la realidad. Aquel
alboroto obedecía únicamente a su alegría.
-Le he visto!... Ha estado en el jardín!
Obligado a sentarse en uno de los bancos, Elías, implorándole calma, le
ofreció una copa de vino. Simón se aferró a ella con ambas manos, bebiendo
sin control.
-Os digo que le he visto! -clamó de repente, atragantándose.
Andrés le zarandeó por los hombros y, gritándole a un palmo de la cara, le
ordenó que no fuera niño y que se dejara de tonterías. Fueron momentos de
tenso silencio. Y el pescador, comprendiendo su paradójica situación, templó
sus nervios. Dejó el vino sobre la mesa y, alejando suavemente a su hermano,
refirió lo ocurrido con un dominio que todavía me sorprende.
-Yo estaba en el patio, paseando y decidido a renunciar a mi misión en el
reino, cuando, frente a mí, apareció la forma de un hombre. No le reconocí,
pero sí su voz...
La voz... Aquel “detalle" volvía a repetirse. ¿Por qué ninguno de los testigos
parecía reconocerle por su físico y si por la voz?.-Y aquella voz familiar me habló. Y me dijo: “Pedro, el
enemigo quería
poseerte, pero yo no te he abandonado.”
Sus rojos y carnosos labios se abrieron en una sonrisa interminable y feliz.
Nos miró uno por uno y, suplicando nuestro beneplácito, asintió con su gruesa
y redonda cabeza. Pero nadie respondió.
-Entonces me dijo: “Sabía que en tu corazón no habías renegado de mí. Por
ello, te perdoné antes de que me lo pidieras. Ahora hay que dejar de pensar en
uno mismo y en las actuales dificultades. Prepárate a llevar la buena nueva del
evangelio a aquellos que se encuentran en las tinieblas. No te preocupes por lo
que puedas conseguir del reino más bien, mira lo que tú puedas dar a los que
viven en la horrenda miseria espiritual. Estáte prestOs Simón, para el combate
de un nuevo día, para la lucha contra el oscurantismo espiritual y las nefastas
dudas del pensamiento natural de los hombres.”


208
Esa noche, el propio Pedro reconoció que no entendió del todo las palabras del
resucitado. Pero, en el fondo, eso era lo de menos.
-Creedme' -añadió Simón al descubrir las caras de asombro e incredulidad de
sus compañeros-. Después de esto, aquel Hombre y yo paseamos por el patio
durante más de cinco minutos, recordando cosas del pasado. Y hablamos
también del presente y del futuro. Después, al despedirse, volvió a decirme:
“Adiós, Pedro, hasta que te vea en compañía de tus compañeros.“
Después de aquella visión, Simón permaneció unos minutos en el patio como
hipnotizado. Y cuando comprendió que había visto y hablado con el Galileo,
salió a la carrera -loco de alegría- hacia el piso superior.
-cómo desapareció? ¿Cómo estás seguro que era el Maestro? ¿viste las
heridas? ¿te confundirías con alguno de los siervos de Marcos?
El torbellino de preguntas de los discípulos fue inevitable. Y Simón Pedro,
con la boca abierta y sin saber a quién responder, terminó por bajar los ojos,
consciente de que era objeto de las mismas dudas y suspicacias que él había
manifestado a lo largo de toda la jornada. Y le vi llorar amargamente. A partir
de ese momento, el decepcionado pescador se negó a pronunciar palabra
alguna.
Como era previsible, la nueva aparición removió los rescoldos de las
anteriores divisiones. Pero, curiosamente, poco a poco, la mayoría de los
apóstoles empezó a ceder, concediendo su apoyo al hermético y silencioso
galileo. Y probablemente hubieran abandonado sus dudas de no haber sido por
la súbita, fría y despiadada intervención de Andrés. Con expresiones muy bien
calculadas, recordó a los presentes las “fantasías" de su hermano, “capaz de
ver cosas irreales, incluso encima de las aguas...”
Al instante asocié esta afirmación con uno de los más famosos y misteriosos
pasajes evangélicos: el de Jesús caminando sobre la superficie del lago de.Tiberíades. ¿Qué había querido
insinuar el ex jefe de los apóstoles? Y en lo
más íntimo de mi corazón me propuse averiguarlo. Pero ésta es una historia
que quizá cuente más adelante...
Andrés, con una dureza implacable, impropia de él, continuó arengando a sus
compañeros, con el único y abierto fin de que olvidaran las “majaderías de
Simón". Éste se sintió herido en lo más profundo y, alzándose del diván, se
retiró a una esquina de la estancia. Sólo los gemelos tuvieron la delicadeza y
el coraje de acudir junto al humillado pescador, consolándole y declarando a
voz en grito -de forma que todos pudiéramos oírles- que ellos si le creían y
que su madre también había visto al Señor.
El hermano de Pedro miró despreciativamente a los Alfeo y, cada vez más
enfurecido, siguió en su empeño, pujando por borrar de las mentes de los
apóstoles las supuestas vivencias del galileo.
Pero la encendida perorata de Andrés se vería súbitamente frustrada.
En parte me alegré. El impertinente discurso del ex jefe de los apóstoles estaba
causando estragos.
Al principio oímos un pequeño tumulto. Voces de hombres y algún que otro
breve pero agudo chillido de mujer. El hermano de Simón Pedro titubeó. Elías
giró la cabeza hacia la puerta y Juan Marcos, que jugueteaba con un puñado
de huesecillos de dátiles, formando sobre el tablero de la mesa la cabalística
palabra Yeshua o Jesús, pero que en aquella lengua significaba también Yah
(Yavé y “salud”), “borró” de un manotazo el querido nombre de su ídolo,
atemorizado ante la posibilidad de que fueran los policías del Templo.
Guardamos silencio y varios de los discípulos, a una señal de Santiago
Zebedeo, tomaron sus armas. Elías se indignó. Y con gesto autoritario les
recordó que se hallaban en su casa y que no permitía violencias de ningún
tipo. El alboroto fue haciéndose más nítido. Se oyeron pasos que ascendían
por las escaleras de acceso a la planta donde nos encontrábamos y nuevas
voces. Santiago y algunos más se incorporaron, maldiciendo a los gemelos por
no haber atrancado la puerta. Pero ya era tarde.
Unas bruscas y fuertes manos empujaron la doble hoja y, al momento, bajo el
dintel, aparecieron dos individuos que no había visto en ninguna de mis
exploraciones. Detrás, entre cuchicheos mal contenidos, se adivinaban las
menudas siluetas de María, la esposa de Elías, y de otras mujeres.
El gesto del “hijo del trueno” y de los demás, arrojando los bladius sobre la
“U”, lo interpreté como una nueva falsa alarma.
Tras unos segundos de vacilación, el anfitrión hizo un ademán invitando a los


209
hombres a que se acercaran. Al aproximarse a la débil y amarillenta luz de las
candelas, sus atuendos me hicieron sospechar que se trataba de pastores o,
quizá, porquerizos..“¿Pastores?"
Mi pulso se descompuso. ¿Eran aquéllos los hermanos de Emaús?
Uno de los recién llegados tomó asiento al lado del dueño, mientras su
compañero y las hebreas -entre las que reconocí a María Magdalena- se
repartían alrededor de la mesa. Los hebreos, como ocurriera con Simón Pedro
poco antes, presentaban una respiración muy agitada. El sudor corría
alarmantemente por sus frentes, haciendo brillar sus pieles curtidas y las
negras y revueltas barbas. parecían cansados. Uno de ellos, el que permanecía
en pie, se deshizo del grueso e impermeable manto de pelo de camello que
soportaba sobre los hombros, dejándolo en el suelo. La pieza era tan rígida y
pesada que se quedó tiesa y vertical sobre la madera. En mis entrenamientos
previos yo había tenido noticias de estos capotes, especialmente diseñados
para el frío y la lluvia y que solían fabricarse en las tierras de Cilicia y
Anatolia. Entre el ceñidor de cuero que abrazaba la tosca túnica de lana se
distinguía la empuñadura de un enorme puñal. Al igual que su acompañante,
aquel desconocido cubría sus piernas, hasta la altura de las rodillas, con unas
polainas formadas por tiras de cuero negruzco y mugriento. (Aquella
costumbre había sido introducida por los soldados romanos, quienes, a su vez,
la habían importado de la Galia.)
No cabía duda. La peste a borrego que llenó la sala en cuestión de minutos y
que parecía fluir de cada centímetro cuadrado de aquellos individuos confirmó
mi primer pensamiento: eran pastores; los controvertidos pastores de la
Judea...
-¿Y bien? -preguntó Elías, dando a entender que esperábamos una explicación
por tan brusco allanamiento.
El que se hallaba sentado, algo más locuaz que el otro, empezó por
presentarse. Al parecer, salvo uno o dos de los presentes, nadie les conocía.
Dijo llamarse Cleofás. El que le acompañaba era Jacobo, su hermano menor.
Sentí un estremecimiento. Estaba a punto de escuchar otra de las supuestas -¿o
no debía emplear ya este término?- apariciones del Maestro.
Tras un prolijo preámbulo, en el que procuró congraciarse con los allí
reunidos, asegurando que creía en Jesús y que por esta razón había sido
echado de una de las sinagogas de su pueblo -Ammaus-, el pastor explicó la
razón de su presencia en Jerusalén. Como buenos creyentes, habían asistido a
los sacrificios, ceremonias y demás festejos de la Pascua. Y esa misma tarde,
faltando unas dos horas para el ocaso, partieron de la casa de José, el de
Arimatea, rumbo a su cercana población, distante, como afirma Lucas, unos
sesenta estadios.
¿Unas dos horas antes del ocaso? Hice cuentas, llegando a la triste conclusión
que la pareja había partido de la mansión del sanedrita alrededor de las cuatro.o cuatro y media. Teniendo en
cuenta el tiempo necesario para cruzar
Jerusalén, era muy verosímil que Cleofás y Jacobo hubieran abordado el
camino de Ammaus no más allá de las cinco de la tarde. Y digo “triste
conclusión” porque mi entrada en la referida casa se produjo minutos más
tarde.
Pero vayamos a lo que importa.
Los discípulos habían seguido las dilatadas explicaciones y circunloquios de
los hermanos, sin saber a dónde querían ir a parar. En uno de los momentos de
la exposición levanté el rostro, buscando el de María Marcos o el de la de
Magdala. Ésta se encontraba a mis espaldas y sólo pude distinguir el de la
esposa de Elías. La mujer, sonriente, me hizo uno de sus típicos guiños de
complicidad. Algo sabía...
El caso es que, por lo que pude captar en el enrevesado lenguaje del inculto
pastor, cuando se encontraban casi a medio camino -es decir, a unos cinco
kilómetros de la ciudad de Jerusalén-, tanto Jacobo como Cleofás mataban la
soledad de la ruta dialogando sobre la noticia del día: la tumba vacía.
Discutieron. Él se sentía inclinado a creer lo que repetían las mujeres sobre la
figura de un resucitado. Jacobo, en cambio, pensaba que todo era una
superchería.
-Y así, conforme nos íbamos acercando a la villa -le vi resumir-, nos salió al
encuentro un hombre...
Un murmullo corrió entre los comensales.


210
-¿Un hombre? ¿Y cómo era?
Agradecí la oportuna pregunta del impulsivo Felipe.
Cleofás volvió la cara hacia su izquierda, buscando al que interrogaba.
Entonces descubrí unas profundas cicatrices que marcaban su ceja y pómulo
derechos. Aquel viejo desgarro le había vaciado el ojo. parecía la huella de un
zarpazo.
-Un hombre!...
La respuesta del pastor fue así de sencilla y contundente. Aquello me dio que
pensar. No había preguntado a Pedro sobre el particular, pero ni el galileo ni el
vecino de Ammaus habían hecho referencia alguna a la extraña
“transparencia” descrita en cambio por la Magdalena y las mujeres.
-¡Quieres decir que era un hombre de carne y hueso y vestido como nosotros?
Juan Zebedeo, irritado ante la nueva cuestión del intendente, le amonestó sin
contemplaciones. ordenándole que no interrumpiera al pastor.
Cleofás no supo qué hacer. Y ante los gestos generalizados de impaciencia,
optó por continuar su relato.
-A nosotros nos pareció un hombre. Se cubría con un manto ligero y de color
vino..Juan Marcos, pendiente de todo, se sobresaltó al oír aquella descripción.
Efectivamente, aquél era el color habitual del ropón de su Maestro. Pero eso
no quería decir nada. Mantos de esa tonalidad los había a miles en Israel.
-Yo había visto al rabí, perdón -se disculpó ruborizándose-, al difunto rabí.
Comí en su compañía en varias ocasiones y sé cómo era.
Varios de los apóstoles se miraron intrigados. No recordaban al tal Cleofás y,
mucho menos, asistiendo a algunas de las comidas con el Nazareno. Tuve la
impresión que dudaban de la veracidad de las palabras del pastor. No en vano
tenían fama de mentirosos...
Sin embargo -prosiguió pensativo-, no le reconocí...
Aquello era demasiado. ¿Tampoco unos pastores, acostumbrados a distinguir
el ganado desde largas distancias, habían podido identificar al supuesto Jesús?
-Nos acompañó un trecho y, de buenas a primeras, sin venir a cuento, nos
desconcertó con la siguiente pregunta: “¿Cuáles eran las palabras que
intercambiábais con tanta seriedad cuando me he aproximado a vosotros?”
"Mi hermano y yo, perplejos, nos detuvimos, mirándole sin dar crédito a lo
que habíamos escuchado. ¿Cómo sabía aquel hombre lo que nos traíamos
entre manos? Y yo le dije: ¿Es posible que vivas en Jerusalén y no sepas los
acontecimientos que han ocurrido? Y él preguntó: “¿Qué acontecimientos?”
"Si desconoces esos hechos (le dije un tanto malhumorado), eres el único en la
ciudad que no está al tanto de los rumores referentes a Jesús de Nazaret, que
era un profeta rico en palabras y obras ante Dios y el pueblo. Los jefes de los
sacerdotes y los dirigentes judíos le han entregado a los romanos, exigiendo su
crucifixión. Pero esto no es todo (añadí, convencido de que, en efecto, aquel
forastero no sabía nada sobre el Maestro). Muchos de nosotros esperábamos
que librase a Israel del yugo de los gentiles, además, hoy estamos en el tercer
día desde su crucifixión y algunas mujeres nos han asombrado, declarando que
habían salido muy de mañana hacia el sepulcro, encontrando la tumba vacía.
Y estas mismas mujeres repiten con insistencia que han conversado con Jesús
y sostienen que ha resucitado de entre los muertos. Cuando lo contaron a los
hombres, dos de los discípulos corrieron a la tumba y también la hallaron
vacía...
Juan Zebedeo, con el rostro radiante, asintió con la cabeza.
Y Jacobo, adelantándose hacia la mesa, interrumpió a su hermano.
-Diles toda la verdad...
Cleofás torció el gesto.
-Bueno -consintió a regañadientes-, éste, después de mis explicaciones sobre
la visita de los apóstoles al sepulcro, comentó para vergüenza de los dos:
“Pero no han visto a Jesús.".Jacobo se dio por satisfecho, retirándose a su posición original, junto al manto
de pelo de camello. Ya no volvió a hablar.
-Seguimos caminando -continuó el azorado pastor- y, después de un rato de
silencio, aquel hombre habló y nos dijo: “Qué lentos sois para comprender la
verdad! Si decís que el motivo de vuestra discusión eran las enseñanzas y las
obras de este hombre, os lo voy a aclarar, ya que estoy más acostumbrado a
estas enseñanzas. ¿No recordáis lo que siempre dijo y predicó Jesús?: ¿que su
reino no era de este mundo y que todos los hombres son hijos de Dios? Por
ello deben encontrar la liberación y la libertad en la alegría espiritual de la

No hay comentarios:

Publicar un comentario