jueves, 30 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE LA PAG 121 A LA PAG 140

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aparentemente tan física y tangible como la nuestra- rebasaba toda posibi-lidad de comprensión racional. Lo reconozco humildemente: aquélla era la segunda vez que le veía y escuchaba y, aun así, me costaba aceptarlo. Más tarde, cuando la calma descendió sobre el hogar de la familia Marcos, caí en la cuenta de algo que, a primera vista, parecía una contradicción. Desde mucho antes de consumar aquel segundo «salto» en el tiempo, mi afán por volver a ver al Maestro había sido continuo. Le echaba de menos. Necesita-ba sentirle. Oírle. Contemplarle. Era una sensación indomable. Sin querer, a pesar del rígido código moral de la Operación Caballo de Troya, las pala-bras, la mirada y el halo mágico de aquel Ser me tenían trastornado. Sin proponérmelo, insisto, me había convertido en un silencioso seguidor de su obra y de su persona. Pues bien, aquella tarde, al reconocerle, el estupor pudo con la alegría. Inexplicablemente, mi corazón no vibró de júbilo ante el fugaz reencuentro. Durante los escasos cinco minutos que el Galileo per-maneció en el cenáculo, quien esto escribe no recuerda el menor epigonazo de íntima satisfacción que, en buena lógica, debería de haber experimenta-do. Quizá, como digo, fuera el susto. 0 quién sabe si el impecable entrena-miento a que habíamos sido sometidos. El caso es que, analizando los hechos, este paradójico comportamiento me sumió durante algún tiempo en una dolorosa zozobra. Pero vayamos a los acontecimientos, tal y como tuve ocasión de vivirlos y contemplarlos.
Como iba diciendo, las últimas frases del Galileo, -ordenando a sus ínti-mos que partieran hacia el norte- marcarían el resto de aquel agitado do-mingo. Según mi cuenta particular, ésta había sido la aparición número diez. Las nueve primeras tuvieron lugar en Jerusalén, Betania y en el cami-no que conduce a la aldea de Ammaus. Todas ellas, como ya relaté, a lo largo del anterior domingo, 9 de abril. Semanas después me vería obligado a rectificar este cómputo. Jesús de Nazaret también se presentó a otras gentes y en lugares insospechados. Tales sucesos -¡cómo no!-, serían igualmente ignorados por los llamados «escritores sagrados».
Es posible que los cronómetros del módulo no marcasen más allá de las 18 horas y 5 minutos cuando, en mitad de un sobrecogedor silencio, el rabí desapareció de nuestra vista. El pasmo de los presentes -¿o debería califi-carlos de «ausentes»?- se mantuvo cinco o diez segundos más. Y, de pron-to, la cámara enloqueció. No tengo muy claro cómo se desarrollaron los hechos. Fue como un trueno o como una caldera que estalla. Juan, Simón Pedro y los gemelos fueron los primeros en «volver en sí». Saltaron sobre la mesa y, aullando, cantando y vociferando como energúmenos, se abraza-ron, arrastrando al resto a una especie de histeria colectiva. Las copas, pla-tos y la inacabada cena se desparramaron por la «U» y el entarimado, sal-picando a los enloquecidos galileos. Nadie hizo un mal gesto. En realidad,


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aquellas reacciones fueron tan lógicas como necesarias. La tensión, dudas, miedos e incertidumbres fueron inmolados en el fuego de una incontenible alegría. Tentado estuve de unirme al griterío. Pero me contuve, disfrutando de aquel caos, tan saludable como justificado. Bartolomé y Felipe, demuda-dos, miraban sin ver, víctimas de una risa nerviosa. Simón, el Zelote, re-puesto temporalmente de su profundo abatimiento, palmeaba también al compás de los que brincaban sobre la maltrecha mesa. Sus ojos, abiertos e inmensos como galaxias, iban y venían, posándose en sus compañeros, en un afán -así lo creo- de corroborar cuanto había presenciado.
Tomás, sentado en el mismo diván, era uno de los más afectados por la aparición. Parecía ausente. Con los codos clavados en los muslos, ocultaba el rostro entre sus manos, gimiendo y llorando amargamente. Mateo Leví, solícito, pasó su brazo sobre los hombros del tímido y desolado «mellizo», en un intento por consolarle.
En cuanto a Andrés, tan desconcertado como Tomás, necesitó un tiempo para reaccionar. Sus recientes burlas, improperios y reproches a cuantos habían creído en la resurrección debían pesar en su alma como una piedra de molino. Y al fin, pálido como la cal, se incorporó. Subió a lo alto de la «U» y, dulcemente, apartó al delirante Juan Zebedeo, situándose frente a su hermano. Pedro, al verle, cesó en sus manifestaciones y saltos de júbilo. Se observaron mutuamente y, sin mediar palabra, el ex jefe del grupo se precipitó hacia Simón, abrazándole. Los aplausos y vítores arreciaron.
En mitad del tumulto, Santiago de Zebedeo, como siempre, fue el hombre práctico, frío y calculador. Aunque su mirada, tan radiante como las de los demás, le traicionase, fue el único que conservó un mínimo de lógica y de sentido común. Movido por estos sentimientos, y por una curiosidad quizá tan acusada como la mía, tomó una de las lucernas, avanzando hacia el muro. Sigilosamente me uní a él. Aproximó la lamparilla de aceite al piso de madera por el que había caminado Jesús, examinando el recorrido del Re-sucitado. Al llegar a la pared, cubierta en aquel punto por un largo y delica-do tapiz de lino de En-Gedi, el «hijo del trueno» ajeno al tumulto del cená-culo- elevó la candelilla, centrando su atención en la zona por la que se había volatilizado el Galileo. Paseó la amarillenta y frágil llama a una cuarta de los finos hilos púrpura y carmesí, comprobando que el tejido no presen-taba la menor señal de deterioro.
Seguí sus movimientos. Tanto él como yo sabíamos que al otro lado del tapiz sólo había un grueso muro de piedra calcárea. A pesar de todo, des-confiado, presionó la tela a diferentes alturas. Finalmente, descargando su maltrecho escepticismo en un profundo e interminable suspiro, giró su an-guloso rostro, dedicándome una mirada plena de satisfacción. Le sonreí. Ni Santiago ni yo podíamos entenderlo. Pero así era. El Maestro se había des-


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materializado frente a la pared o, quién sabe, quizá había sido capaz de atravesarla. Me propuse no pensar en ello. Y el Zebedeo, decidido, avanzó hacia la puerta de doble hoja, desatrancándola con un seco y contundente puntapié. Minutos más tarde, alertados por el discípulo, la familia y servi-dumbre de Marcos irrumpía en tropel en la sala, uniéndose a la barahúnda. Los gritos, preguntas, cánticos, palmas y risas se prolongaron durante más de media hora. Poco a poco, Elías, Simón Pedro y Santiago lograron apaci-guar los ánimos, haciendo ver a sus compañeros que el tiempo apremiaba. Si deseaban ejecutar la orden del Maestro, y partir lo antes posible hacia Galilea, era menester poner manos a la obra. El viaje hacia el mar de Tibe-ríades era largo y los preparativos se habían visto interrumpidos una y otra vez.
Hacia las ocho, la casi totalidad de los íntimos de Jesús habían descendido al espacioso patio a cielo abierto. Y allí, en torno al fuego, mientras Felipe, el intendente, se afanaba con los gemelos en la puesta a punto de la impe-dimenta, el resto -recompuesto el talante- dedicó buena parte de las dos primeras vigilias (la de la noche y medianoche) a examinar su situación. A pesar de la euforia, eran conscientes de su delicada posición frente a la cas-ta sacerdotal que había perseguido y crucificado al rabí. Andrés, prudente y receloso, recordó las preocupantes noticias traídas una semana antes por José de Arimatea. Las medidas promulgadas por Caifás, el sumo sacerdote, y sus secuaces en la noche del domingo anterior continuaban en vigor. «Aquellos que se atrevieran a proclamar la vuelta a la vida de Jesús de Na-zaret serían expulsados de las sinagogas. » La segunda de estas medidas -que según los confidentes del anciano sanedrita no pudo ser sometida a vo-tación- especificaba que «todo aquel que declarase haber visto o hablado con el Resucitado podría ser condenado a muerte».
A pesar de la fuerza moral que, evidentemente, les había inyectado la presencia del Maestro, aquellos galileos, sabedores del odio y del poder de la clase dirigente judía, se enzarzaron en una nueva y agria polémica. Pe-dro, fogoso e irreflexivo como siempre, llevó su mano izquierda a la empu-ñadura de la espada, arengándolos para que sepultaran los viejos temores y se lanzaran a las calles, anunciando la buena nueva. La mayoría rechazó la peligrosa y prematura sugerencia de Simón. Ciertamente, aquellos siete días de silencio y total ocultamiento por parte de los discípulos habían cal-mado el furor de los sanedritas. Es más, el ininterrumpido fluir de noticias que llegaba hasta la mansión de los Marcos apuntaba hacia un absoluto y definitivo «aplastamiento del grupo evangélico». Ésta, al parecer, era la creencia de Caifás y su gente. En cuanto a los rumores de la «absurda y fantástica resurrección del Galileo», los saduceos y escribas -una vez dicta-das las ya mencionadas normas- los estimaron y definieron como «los últi-


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mos coletazos de un movimiento agonizante». El paso del tiempo y la in-toxicación de la sobornada guardia del templo harían el resto. Ésta era la si-tuación en Jerusalén, al filo del amanecer de aquel lunes, 17 de abril.
Como cabía suponer, los encendidos discursos de Simón, aunque atrayen-tes, fueron desestimados. Santiago, Mateo Leví y su hermano Andrés le in-terrumpieron una y otra vez y, con el silencioso respaldo del resto, trataron de convencerle de lo arriesgado de semejante empresa. De momento, si en verdad estimaban las palabras de Jesús, lo único que importaba era cumplir su orden. Curiosamente, y creo que debo referirme a ello antes de prose-guir, a partir de aquella noche del domingo, 16 de abril, la figura de Simón Pedro experimentó un notable auge. El Maestro -a pesar de lo que sugieren algunos evangelistas- jamás le otorgó la jefatura y dirección del «cuerpo apostólico». Ni hubo votación o maniobra alguna por parte de los íntimos para su designación como cabeza visible de los nuevos evangelizadores. En realidad, los hechos se encadenaron por sí mismos. Y con el paso de los dí-as, el inquebrantable entusiasmo de Pedro y su innegable capacidad orato-ria hicieron el resto. Los discípulos, de forma tácita, aceptaron al volcánico galileo como el hombre idóneo para representarlos y dirigir los discursos. Éstas, y no otras, fueron las auténticas razones que le llevarían al puesto de todos conocido.
Simón Pedro se resignó y, una hora antes de la «vigilia del canto del ga-llo» (hacia las 04 de la madrugada), el grupo, temeroso de ser descubierto por los espías del Sanedrín, adoptó la resolución -por unanimidad- de aban-donar la Ciudad Santa antes del alba. Confundidos en la oscuridad de la no-che, su partida de Jerusalén podría resultar menos comprometida.
María Marcos, con su proverbial diligencia, aparentemente ajena a las dis-cusiones y polémicas de los discípulos, no había guardado un momento de respiro. Durante toda la noche la vi entrar y salir del patio, cambiando im-presiones con Felipe y, siempre discreta y silenciosa, adelantando la obliga-da molienda del grano. En esta oportunidad, la servidumbre no utilizó el pequeño mortero de piedra, tan común en las casas judías. A eso de la me-dianoche, dos de los sirvientes depositaron en el patio un pesado artilugio, consistente en dos grandes discos de basalto. El inferior, de unos noventa centímetros de diámetro por veinte de altura, presentaba la cara superior sensiblemente convexa. En el centro emergía un sólido pivote de hierro de otros treinta o treinta y cinco centímetros de longitud. A verlos aparecer, in-trigado, abandoné por unos instantes el acogedor fuego, observando sus diestras maniobras. Uno de ellos extendió un paño de tela sobre el enladri-llado del piso y, acto seguido, no sin esfuerzo, tomaron la mencionada rue-da, situándola en el centro de la negra arpillera. A continuación repitieron la operación, encajando la segunda rueda de basalto en el eje de la primera


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muela. La superior, de algo más de medio metro de diámetro, había sido labrada de tal forma que la superficie inferior, notablemente cóncava, se acoplase a la perfección con la que descansaba sobre el pavimento. El orifi-cio que perforaba este disco superior, en el que entraba el pivote de hierro, semejaba un embudo. Comprendí que se trataba de un «molino» casero, con una mayor capacidad de trituración y, por tanto, muy útil en determi-nadas circunstancias. Y aquélla, sin duda, era una situación de emergencia. Encajadas «las dos muelas» -éste era, al parecer, el nombre del aparejo-, uno de los sirvientes echó mano de una vasija de piedra rojiza repleta de trigo, iniciando la molienda propiamente dicha. Con la izquierda hizo presa en un mango de madera, empotrado verticalmente en el filo de la rueda superior, haciéndola girar con fuerza. Al mismo tiempo, con la mano dere-cha, fue vaciando los puñados de grano sobre el embudo central. Durante algunos minutos permanecí absorto y maravillado ante el primitivo e inge-nioso sistema. El áspero bramido del basalto, girando lenta e inexorable-mente, se adueñó del lugar, obligando a los discípulos a elevar el tono de sus voces. Transcurrida una media hora, el segundo sirviente se arrodilló frente al molino, relevando al primero. La monótona y cansina trituración concluiría pasadas las dos de la madrugada. Los sudorosos criados desmon-taron las muelas y María, asistida por el joven Juan Marcos, fue depositando el fruto de la molienda sobre un cedazo, trenzado a base de cerdas, en cuyo aro de madera había sido suspendido un mugriento saco de hule, capaz pa-ra media efa, aproximadamente; es decir, alrededor de 22 kilos. Cuando la harina hubo llenado la mitad del saco, el benjamín procedió a su cierre, abandonándolo en manos del intendente. A partir de esos momentos, con el sobrante de la molienda, la señora de la casa centró su atención en el amasado y en la cocción de las apetitosas tortas circulares que había tenido oportunidad de degustar en otras ocasiones. Prudentemente, conocedora de su secundario papel entre los hombres, aguardó a que éstos fijaran el mo-mento de la partida. Eran, como dije, las cuatro de la madrugada. Entonces intercambió una señal con Elías, su marido, y, de inmediato, la servidumbre comenzó el reparto de las doradas tortas de trigo y de sendos cuencos de arcilla, con una hirviente ración de leche de cabra. Encantado, el servicial Juan Marcos se ocupó de mi desayuno. Abrió el crujiente pan e, imitando al resto de los comensales, lo roció de aceite. Un espeso y dorado aceite de oliva que impregnó la masa, haciéndola, si cabe, más gustosa y digerible.
La colación terminaría pronto. Felipe, en el centro del corro que formaban los galileos, batió palmas, reclamando la atención de los presentes. Hasta esos momentos no había tenido oportunidad de asistir a los preparativos y prolegómenos de uno de aquellos frecuentes viajes del grupo. Cada cual, evidentemente, sabía su cometido. El intendente señaló los bultos y petates


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que se alineaban al pie de uno de los muros y, con un lacónico «Vamos allá», los animó a ponerse en movimiento. La escena que contemplé a con-tinuación me dejó gratamente sorprendido. A excepción de Felipe y de Ju-das y Santiago de Alfeo, el resto, en silencio, fue a situarse en hilera, frente al responsable de la intendencia y de los referidos gemelos. Éstos, bajo la atenta mirada de Felipe, desanudaron dos sacos de cuero y extrajeron de cada uno de ellos un par de sandalias con suelas planas, de madera o hier-ba prensada, y un calabacín seco, respectivamente. Este último aparecía provisto de una larga, negra y desgastada cuerda. En el interior de cada una de las rústicas «cantimploras» podía escucharse el seco golpeteo de un guijarro. Resultaba desconcertante. A pesar de su continuo e intenso con-tacto con el rabí de Galilea y de haber sido partícipes de sus abiertas y libe-rales enseñanzas, aquellos judíos seguían aferrados a muchas de las ances-trales y asfixiantes normas religiosas de la comunidad. Ésta era una de ellas. En una posterior conexión con la «curta», «Santa Claus», nuestro or-denador central, me pondría en antecedentes del origen de semejante cos-tumbre. Según el capítulo XVII, 6, del Sabbath, los caminantes y peregrinos debían proveerse de una de estas calabazas secas y ahuecadas, introdu-ciendo en su interior una piedra que, amén de hacerlas más pesadas, les permitieran sacar agua de los pozos, sin necesidad de recurrir a los servi-cios de hombre y mujer «impuros».
Cada hombre amarró su par de sandalias de repuesto al ceñidor, colgan-do el calabacín en bandolera. Terminado el reparto, Felipe reclamó la pre-sencia de Simón, el Zelote, y de Santiago de Zebedeo. Ambos se encargarí-an de la pesada lona que, enrollada alrededor de tres largos y rugosos palos de conífera, hacía las veces de tienda de campaña. (En la dramática ma-drugada del jueves al viernes -como quizá recuerde quién haya seguido es-tas memorias-, el audaz David Zebedeo, jefe de los «correos», tuvo la pre-caución de desmantelar el campamento existente en la finca de Getsemaní, trasladando parte de los enseres al domicilio de Elías Marcos. También la bolsa, con los dineros del grupo, fue puesta por David en manos del nuevo y provisional administrador: Mateo, el «publicano».)
Durante la primera etapa del viaje -eso deduje de las palabras del inten-dente-, los gemelos cargarían el odre destinado al agua y el saco de los ví-veres. El pellejo en cuestión, viejo y embreado hasta la saciedad, tenía una capacidad de 10 bats o jarras. (Unos 30 o 40 litros.) La curtida y ennegre-cida piel de cabra había sido dotada de un par de correas de cuero, cosidas a los laterales, que facilitaban su manipulación, haciendo más llevadero el transporte.
Nadie protestó. Todos dieron por hecho que, en la segunda jornada, la impedimenta pasarla a nuevas manos. En verdad, aquellos hombres disfru-


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taban de una rigurosa y eficaz organización. Una organización que yo igno-raba casi por completo. Sabía, por ejemplo, que Judas Iscariote había sido el responsable de la tesorería. Y que Felipe corría con la oscura y, a veces, ingrata labor del abastecimiento y de la intendencia en general. También supe del papel de Andrés, hasta esos momentos jefe indiscutible del grupo. Pero ¿qué sabía del resto? Cada uno tenía encomendada una misión. Pude intuirlo, poco a poco. Era lo más lógico. De lo contrario, aquellos años de estrecha cooperación con el Maestro habrían naufragado. Lástima que los evangelistas no hicieran mención de estas labores específicas, decisivas en la buena marcha de la llamada «vida pública» del Maestro. ¿Qué sabía, por ejemplo, de Mateo Leví? ¿Cuál había sido su tarea? ¿Por qué Juan, su her-mano Santiago y Pedro habían permanecido «más cerca» que los demás de la persona de Jesús? ¿Es que el rabí hacía distinciones? No, por supuesto... ¿Y qué decir de los gemelos? En cuanto a Simón, el Zelote, Bartolomé y Tomás, mi desconocimiento acerca de sus tareas era igualmente total. A lo largo de esa madrugada creí descubrir la misión del «mellizo». En pleno tra-jín, poco antes de la partida, le vi cambiar impresiones con Felipe. Hablaban del itinerario a seguir. Tomás, sin titubeos, como si hubiera hecho aquella ruta en numerosas oportunidades, le adelantó el «plan de viaje». La jorna-da de aquel lunes los llevaría a Jericó. Eso representaba unos 183 estadios. (Aproximadamente, 34 kilómetros.) El martes lo dedicarían a la etapa más dura: Jericó-Monte Gilboa, siguiendo la margen derecha del río Jordán. Por último, el miércoles, 19, Gilboa-Bet Saida, en el extremo nordeste del mar de Tiberíades, pasando por las ciudades de Tarichea -muy cerca de la se-gunda desembocadura del Jordán-, Hippos y Kursi, ambas en la costa este del lago. En total, alrededor de 130 kilómetros.
(En palabras de Tomás, algo más de 85 millas romanas. Debo recordar que, en Palestina, desde la conquista helena,
los judíos habían terminado por aceptar diferentes unidades de medida. El «estadio», sin ir más lejos, era una de ellas. Equivalía a 600 pies o 185 me-tros. Por su parte, los romanos, entre otras, habían introducido la «milla» (1478 metros). En nuestras múltiples peripecias por aquellas tierras del año 30, y en los acontecimientos que alcanzamos a vivir desde el año 25, tanto mi hermano como yo tuvimos múltiples ocasiones de tropezar con los famo-sos «hitos miliaires» del imperio. Pero ésta es otra historia-)
El intendente aceptó el programa de Tomás. Y, como decía, empecé a sospechar que el papel del «mellizo» era justamente éste: el de «guía» o responsable de los itinerarios. Tenía que encontrar tiempo para dialogar con los once y conocer a fondo sus trabajos, sus pensamientos, inquietudes y, sobre todo, la situación de sus respectivas familias. Algo en lo que apenas reparan los textos sagrados y que, desde mi modesto parecer, también en-


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cierra su importancia. ¿Tiempo digo? Pero ¿cuándo? La primera fase de nuestra misión llegaba a su fin. Esa misma mañana deberíamos activar el módulo y trasladarnos al norte.
Judas de Alfeo, uno de los gemelos, responsable del odre, lo cargó sobre sus espaldas, procurando que el estrecho y puntiagudo cuello apuntara a tierra. No hacía falta preguntar por qué. De esta guisa, en caso de necesi-dad, el desagüe del precioso líquido podía efectuarse sin necesidad de des-cargar el «depósito». Bastaba con que el caminante se inclinara y soltara el tapón de madera para proveerse de la necesaria ración. De acuerdo con otra costumbre romana, el agua del pellejo había sido «cortada» a base de vinagre. Para ser puntual, con una suerte de vino fermentado, que daba a la bebida un toque tan satisfactorio como refrescante y que los legionarios romanos y etíopes llamaban «posca». En más de una ocasión, cuando el vi-no escaseaba, los nómadas y judíos lo reemplazaban con un áspero jugo de palma, igualmente fermentado.
Las vituallas, gentilmente suministradas por la señora de la casa, consis-tían en legumbres -habas y lentejas-, grano tostado, algunos pellizcos de comino y hierbabuena (ideales para aderezar las comidas), una jarra de miel blanca y un más que generoso surtido de pasas de Corinto, dátiles e higos secos y prensados, formando una especie de «pan» negro y brillante.. Todo ello, con la mencionada carga de flor de harina, constituía una acepta-ble dieta, suficiente para tres o cuatro días.
Algunos hombres, siguiendo otro veterano hábito, anudaron sus respecti-vos sudarium alrededor de las cabezas. Al verlos con los pañolones sobre las frentes, una querida imagen apareció en mi memoria. Emocionado, re-cordé mi primer encuentro con Jesús, en la hacienda de Lázaro. El Maestro lucía también sobre las sienes una de aquellas bandas de tela, tan útiles pa-ra contener el sudor en las largas caminatas. ¡Dios mío!, ¿cuándo volvería a verle? El Destino tenía la palabra.
La casi totalidad del grupo, a excepción de Tomás y Mateo Leví, recogió y enrolló sus túnicas a la cintura,
«apretándose los riñones». La sabia expresión de Lucas (XII, 35) estaba plenamente justificada. De esta forma, las holgadas prendas de lana o lino no entorpecían el paso del caminante. Me situé al lado de Juan y, discreta-mente, le pregunté por qué Mateo y el «mellizo» no disponían sus chaluk como el resto. El Zebedeo sonrió maliciosamente. Las razones de uno y otro no podían ser más opuestas. La de Leví me pareció lógica. En su faja des-cansaba el dinero de todos. En caso de necesidad, el acceso a la bolsa debía ser rápido y sin entorpecimientos.
-En cuanto a Tomás -susurró Juan, haciendo un gesto en dirección a Ma-ría Marcos-, lo hará en seguida...


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Comprendí la velada alusión. La aversión del galileo por las mujeres lle-gaba a estos extremos. Lo que no sabía entonces era la causa de tal miso-ginia o aborrecimiento del sexo femenino.
Y a eso de las 04 horas y 30 minutos, el parlanchín y desenfadado Felipe procedió a la última revista. La idea del próximo retorno a sus hogares les había devuelto parte del perdido buen humor. Al encararse con Santiago Al-feo, el intendente refunfuñó.
Golpeó cariñosamente la vacía vaina de madera que emergía por debajo de la ágora, o ancha faja, que hacía las veces de ceñidor, interrogando al despistado gemelo. El dócil pescador hizo ademán de soltar el saco de los víveres, con el fin de recuperar el olvidado gladius. Pero el voluntarioso Juan Marcos se adelantó, precipitándose hacia el piso superior. No me can-saré de insistir en ello. Aunque parezca un contrasentido, en aquellos tiem-pos la totalidad de los íntimos portaba bajo los ropones sendas espadas. Unas espadas que jamás abandonaban. Desconozco si eran duchos en su manejo -probablemente no demasiado-, pero a fe mía que, al verles arma-dos, uno experimentaba una desapacible sensación. ¡Qué confundidos están los cristianos y creyentes respecto a esos hombres!
Ultimada la inspección, los galileos -de acuerdo a su costumbre y arraiga-da fe religiosa- entonaron el Oye, Israel. El cántico se elevó recio y compac-to hacia las últimas estrellas de Jerusalén. En sus corazones, la derrotada esperanza en el reino brotaba de nuevo, pujante e incontenible. La familia Marcos se unió a la plegaria y yo, respetuosamente, como pagano, me reti-ré a uno de los ángulos del patio. Mi propósito era unirme a la expedición hasta la cercana Betania o sus inmediaciones. Desde allí emprenderla el as-censo a la cumbre del Olivete y me reunirla con mi hermano. El hecho de abandonar la Ciudad Santa en compañía me tranquilizó.
La despedida fue parca en palabras. Elías, su esposa, el benjamín de la casa y los sirvientes correspondieron a los entrañables besos, y, sin más, los once fueron desfilando hacia el portón de salida. Intencionadamente me quedé rezagado. Mi gratitud hacia los anfitriones era tan sincera como ¡limi-tada.
-Y tú, Jasón, ¿también nos dejas?
El tono de Elías, apagado y entristecido, me hizo titubear. No sabía qué decirles. Asentí con la cabeza y, cuando me disponía a abrazarlos, Juan Marcos, acurrucado hasta esos momentos entre los brazos de su madre, es-talló en un amargo llanto. Entre hipos, suplicó a sus padres que le autoriza-ran a unirse a los «amigos de Jesús». Como pudo, aferrado a María, les re-cordó que él también deseaba ver al Maestro. Elías y yo nos miramos en-ternecidos. La madre acarició los cabellos del adolescente en un vano inten-to por persuadirle. El muchacho arreció en sus lágrimas y lamentos, pata-


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leando con furia. Fue inútil. El dueño de la casa, impaciente, zanjó la escena con un imperativo «Banim!» (¡Niño!). Y marcando con el dedo la dirección de sus aposentos, le obligó a retirarse.
Una vez más, por puro compromiso, prometí regresar a Jerusalén en cuanto me fuera posible. Elías se resignó, admitiendo que «la mano de Dios, bendito sea su nombre, me había llevado hasta su hogar y que, a pe-sar de mis negocios en Galilea, ese mismo poder divino me devolvería a la Ciudad Santa». No se equivocó. Lamentablemente, sus días estaban conta-dos y ya no volverla a verle.
En el umbral de la puerta me recomendó que no dejara de visitar a un viejo amigo suyo -un tal Muraschu-, judío helenizado y honrado monopolei, asentado en la ciudad de Teverya (Tiberiades). Los comerciantes griegos llamaban así a los mayoristas que comerciaban con trigo, aceite, salazones de pescado y conservas de frutas secas, entre otras actividades. El mono-polei en cuestión –según Elías-, hombre bien relacionado en la Galilea, po-dría aconsejarme en mis transacciones de vino y maderas, abriéndome nu-merosas puertas. Memoricé el nombre y, tras besarnos en ambas mejillas, me adentré en la oscuridad de las calles de Jerusalén. El grupo de los once me había sacado cierta ventaja y esto me inquietó. Tenía que alcanzarlo.
A aquellas horas -las 05 de la madrugada-, el tránsito en solitario por los andurriales del barrio bajo y por los caminos que confluían en la ciudad no era muy recomendable. En esta ocasión, mis temores no fueron infundados.
A zancadas, con la dudosa ayuda de las mortecinas lámparas de aceite que parpadeaban en los cruces de aquel dédalo de calles y rampas escalo-nadas, fui orientándome hacia el extremo sureste de la ciudad, en busca de la puerta de la Fuente. Las únicas señales de vida en el barrio bajo las constituían los inquietantes ríos de ratas, deslizándose negros y veloces de una pared a otra o trepando sobre las basuras e inmundicias, alertadas y desconfiadas al paso de aquel humano. El rítmico ronroneo de la molienda fue ganando en extensión e intensidad, coincidiendo, aquí y allá, con la aparición de nuevas candelas en el interior de patios y casuchas. Agradecí el abrigo del manto. La madrugada se presentaba fresca.
Eliseo respondió preocupado. Hacía horas que no restablecía la conexión auditiva. Le confirmé mi posición e intenciones, añadiendo que, con un poco de suerte, arribaría a la «base madre» treinta o cuarenta minutos después del orto solar, fijado en aquel 17 de abril para las 05 horas y 40 minutos. Mi hermano se mostró conforme. Todo estaba dispuesto para el despegue de la «cuna».


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-Tal y como preveíamos -añadió de pasada-, el frente borrascoso detec-tado por el oeste en la mañana de ayer, domingo, ha penetrado en la línea Jaffa-Sidón y amenaza con cubrir el país.
Eliseo procedió a la lectura de los datos meteorológicos. El láser del cei-lómetro, no ofrecía dudas: los Cb (cumulonimbus), espesos y verticales, viajando a poco más de 6 000 pies (unos 2 000 metros), podían acarrear-nos dificultades en el vuelo hacia el mar de Galilea. Según el banco de da-tos de «Santa Claus», estos vientos del Mediterráneo, tan frecuentes y be-neficiosos en Palestina entre los meses de marzo a mayo, eran imprevisi-bles. En ocasiones, dependiendo de múltiples factores, tomaban dirección sur: hacia los montes de Judá. Otras, escalaban las alturas del actual Líba-no, saturándose de humedad en las cumbres nevadas del Hermón y, des-cendiendo en forma tormentosa, barrían el norte de Israel. Esta última po-sibilidad podía representar graves riesgos para nuestra misión. El módulo no había sido diseñado para soportar las fuertes turbulencias que, en gene-ral, acompañan a los Cb: intensos vientos, granizo, fenómenos eléctricos y engelamiento.
-En una hora -simplificó Eliseo con su habitual pragmatismo-, el rawin ve-rificará la dirección y fuerza dominantes de los vientos. Esperaremos. Cam-bio y cierro.
Me pareció excelente. Los cumulonimbus -mejor dicho, nuestro teórico encuentro con ellos- sólo eran una lejana contingencia. La vida me ha en-señado a ocuparme de las cosas, una a una y en el momento justo. Y en aquellos instantes, mi único objetivo era dar alcance a los galileos.
Respiré aliviado. El noble pórtico herodiado que rodeaba la «taza» del En-viado también conocida entonces como piscina de Siloé, fue una buena re-ferencia. Desde allí al arco de la puerta de la Fuente, en la muralla meridio-nal, apenas si restaban cien o. ciento cincuenta pasos.
Pero al doblar la esquina sur de la cisterna, algo frenó mi marcha. A una treintena de metros, difuminados en el claroscuro de la vigilia de la maña-na, distinguí el flamear de unos mantos. Eran cinco hombres. Descendían rápidos por la pendiente escalonada que moría a las puertas de la ciudad. En una primera ojeada los confundí con los íntimos de Jesús. Pero no. Sus andares eran distintos. Además, sus túnicas, o chaluks, no aparecían reco-gidos en la cintura. Lo intempestivo de la hora y el hecho de que llevaran idéntica dirección a la nuestra me hizo desconfiar.
Se detuvieron bajo el portalón. Y allí, de entre los mendigos, lisiados y vagabundos que dormitaban al amparo de los grandes sillares, se destacó un individuo. Parlamentaron brevemente y a continuación reanudaron el paso. El sexto hombre se unió al grupo y, con grandes prisas, se alejaron de la muralla en dirección al viaducto que salvaba la torrentera del Cedrón.


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El impecable puente -a cuarenta metros sobre el valle- marcaba el naci-miento de uno de los senderos que llevaba a la aldea de Betania, al este de Jerusalén.
Quizá fue el instinto. El caso es que, al verlos tomar aquella ruta, experi-menté un cierto desosiego. Guardé las distancias, maldiciendo mi mala es-trella. Aquella media docena de judíos ocupaba la casi totalidad de la calza-da, obstaculizando mi avance. Para adelantarlos -dado el vigoroso ritmo que imprimían a su paso- habría tenido que hacerlo a la carrera. Franca-mente, no me pareció muy sensato. Así que, resignado, me orillé, mante-niéndome a la expectativa. Como digo, aquel grupo tenía «algo» especial. «Algo» que no encajaba. No portaban bultos, ni tampoco los típicos y casi obligados bastones de peregrino. Sus prisas, además, no resultaban norma-les. De vez en cuando agitaban los brazos -como si discutieran-, señalando, ora en dirección a los cerros de Moab, en el este, ora al fondo del camino.
Nos cruzamos con una pareja de felah, o campesinos, arropados en grue-sos capotes de lana, que arreaban uno de aquellos altos y gallardos asnos «mascate», de pelo blanco grisáceo y largas orejas, cargado hasta los topes de legumbres y cimbreantes gavillas de sarmientos. Al aproximarse al pelo-tón, el felah que marchaba en cabeza reaccionó de manera peculiar. Sujetó la bestia, que inmovilizó, al tiempo que, sumiso y respetuoso, inclinaba la cabeza al paso de los judíos. Aquel gesto me dejó perplejo. Los individuos prosiguieron, casi sin reparar en los campesinos. Pero, de pronto, uno de ellos dio media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, preguntó algo al que sujetaba las riendas. La claridad del nuevo día empezaba a despuntar sobre los lejanos cerros del desierto de Judá. Fue entonces cuando, entre los rojos pliegues del ropón del que había retrocedido, descubrí algo que puso de manifiesto la identidad de los que me precedían. Sujeta al ceñidor y colgan-do en el costado derecho aparecía una de las temidas porras claveteadas, de uso común entre los policías betusianos del Templo. Con seguridad, de-bían de hallarse apostados en las inmediaciones de la casa de Elías Marcos, pendientes de los movimientos de los «desarrapados galileos», como califi-caban a los íntimos del Maestro. En el fondo, era lógico. La casta sacerdotal no descansaría hasta aniquilar el blasfemo e incómodo movimiento que había encabezado el rabí. Aquellos discípulos eran todavía una amenaza, y lo más probable es que Caifás hubiera impartido severas órdenes a los levi-tas y confidentes. Pero ¿cuáles eran sus intenciones? ¿Se trataba de sim-ples espías, encargados de vigilar e informar?
Cubiertos los tres o cuatro primeros estadios -de los quince (2 775 me-tros) que nos separaban de Betania-, el camino alcanzó su cota máxima (680 metros), girando a la izquierda, en dirección nordeste. Desde aquel punto, bordeando siempre la falda sur del monte de las Aceitunas, se preci-


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pitaba suavemente hacia Betfagé, en una recta de casi medio kilómetro. Al conquistar el repecho me detuve. A mi espalda retumbó el doble tañido de bronce de las trompetas del Templo, anunciando la salida del sol. Los levi-tas no tardarían en abrir la puerta de doble hoja, también llamaba de Nica-nor, autorizando así la entrada en el atrio de los Gentiles. Al fondo del sen-dero, a cosa de trescientos metros, apareció ante mí el apretado grupo de los galileos. Caminaban raudos. Al parecer, no se habían percatado de la proximidad de los esbirros. Éstos, al distinguir su objetivo, aceleraron la marcha. Un lejano y solitario toque de trompeta, recordando la primera oración del día, sirvió de detonante. Los betusianos, enardecidos, echaron mano de sus mazas, emprendiendo una veloz carrera hacia los once. Quedé paralizado. El griterío de los fanáticos llegó hasta el grupo de cabeza. Y los discípulos, tan atónitos como yo, se revolvieron, contemplando la carga. ¿Qué podía hacer? Obviamente, mucho. Hubiera sido suficiente con activar el sistema ultrasónico de la «vara de Moisés» para dejar inconscientes a la mayoría. Y ciego de ira salí tras ellos, dispuesto a inutilizarlos. A mitad de camino cesé en mi alocada carrera. Estaba a punto de violar la más estricta y sagrada de las normas de la operación. No, ése no era mi papel. A pesar de mis sentimientos y natural simpatía hacia los galileos, debía mantener-me al margen. Y así fue. Mis amigos, en un alarde de serenidad, arrojaron los bultos a tierra, formando una cerrada piña. Simón, el Zelote, Santiago de Zebedeo y Pedro se situaron en primera fila y, con una sangre fría que aún me conmueve, dejaron que se aproximaran. Los seis hombres del sumo sacerdote, confiados ante la aparente pasividad de sus contrincantes, arre-ciaron en sus imprecaciones, levantando los bastones por encima de sus cabezas. Los últimos metros fueron dramáticos. Los betusianos, imparables, se disponían a descargar sus porras cuando, súbitamente, a un grito de Si-món, los once desenvainaron las espadas, que destellaron afiladas y ame-nazantes. La fulminante y sincronizada reacción del grupo, con los gladius apuntando a los pechos de los esbirros, fue decisiva. Éstos, desconcertados, quedaron clavados al polvo del camino. El Zelote y los suyos aprovecharon aquel instante de duda y, corno un solo hombre, paso a paso, avanzaron hacia los acobardados judíos. Lo que aconteció en esos críticos momentos no aparece muy claro en mi memoria. Torpe de mí, pendiente del inminente choque, no reparé en lo improcedente de mi posición, a espaldas y escasos metros del pelotón que enarbolaba las mazas. Recuerdo, eso sí, un potente y furioso grito de Pedro, mentando a la madre de un tal Ben Bebay. Este esbirro, al parecer, era el jefe de aquel puñado de betusianos y muy famoso en Jerusalén por su triste misión entre los sacerdotes del Templo. (Según consta en el Yoma 23.a tenía que azotar a los que intentaban hacer tram-pas en el sorteo de las funciones culturales.) Y en cuestión de segundos,


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aquel tropel se deshizo de los bastones, huyendo precipitadamente. En el tumulto, varios de los esbirros, espantados, fueron a topar con quien esto escribe, derribándome y pisoteándome. Cuando intenté rehacer mi maltre-cha humanidad, el filo de una espada sobre mi garganta me hizo desistir. Quebrantado y medio ciego por la polvareda, fui incapaz de reaccionar. Sentí en mi cuello el frío hierro del gladius y, por un momento, desprotegi-do en aquel punto por la «piel de serpiente», creí llegada mí hora.
-¡Jasón!... ¡Maldita sea...!
La presión del arma cesó y, a duras penas, restregando
la tierra de mi rostro, luché por incorporarme. Alguien acudió en mi auxi-lio. Cuando, al fin, comprendí lo ocurrido, Simón, el Zelote, blandiendo su espada, me recordó que había estado a un paso de la muerte y que, en lo sucesivo, me mostrara más cauteloso. Tomé buena nota. Aquella desafor-tunada situación no debía repetirse.
El grupo, sin embargo, alejado el peligro, se alegró de haberme recupe-rado. Y ufanos y desenvueltos cargaron de nuevo los bártulos y reempren-dieron el camino. Si he descrito este incidente no ha sido sólo por ser fiel a lo que me tocó vivir. Entiendo que la actitud de los llamados «embajadores del reino» prestos a desenfundar sus armas y repeler el ataque resulta de suma importancia para comprender mejor sus ideas e impulsos. A pesar de las enseñanzas y de la posible resurrección de Jesús, los íntimos necesitarí-an de un prolongado proceso de cambio y maduración para llegar a ser los dóciles y pacíficos apóstoles que, años más tarde, no dudarían incluso en sacrificar sus vidas en beneficio de la evangelización de los hombres. Creo sinceramente que, en estos dos mil años, los cristianos han sublimado la imagen individual y colectiva del cuerpo apostólico, elevándola a una cate-goría que no corresponde a la realidad. En aquel tiempo, como acabo de re-latar, el comportamiento de los galileos discurría por unos cauces mucho más lógicos y humanos de lo que hoy enseñan y pretenden las Iglesias. Pe-ro tiempo habrá de seguir aportando pruebas.
Los contratiempos no habían concluido. A un tiro de piedra de la encalada Betania surgió el segundo problema de la mañana. La hacienda de Marta y María era un obligado alto en el camino. Los Zebedeo deseaban abrazar a Salomé, su madre, y, al mismo tiempo, recibir en el grupo a María, la ma-dre del Maestro, escoltándola hasta Bet Saida. Pero, inesperadamente, de entre las higueras y sicomoros que sombreaban la ruta, un conocido perso-naje saltó al centro del sendero, obligándonos a suspender la marcha. Per-plejos, los once se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. Y el benjamín de los Marcos, jadeante por la carrera practicada desde Jerusalén y churre-toso por el reciente llanto, esbozó, una no muy confiada sonrisa.
-Quiero ver al rabí...


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La excusa no le sirvió de mucho. Andrés intercambió algunas palabras con el resto y, convencidos de que aquélla era una nueva travesura del mu-chacho, adoptaron la posición más sensata. El ex jefe de los galileos se arrodilló frente a él y, acariciando los sudorosos cabellos, intentó persuadir-le, haciéndole ver que, a su ídolo, no le hubiera entusiasmado semejante fuga. Juan Marcos, impaciente, desvió la mirada, buscando apoyo en los si-lenciosos discípulos. Nadie cedió. Y el asunto quedó liquidado. El adolescen-te bajó la cabeza y, pateando con rabia, salió como un meteoro en dirección a la ciudad.
Antes de que se pusieran nuevamente en movimiento, aproveché la cir-cunstancia para resolver mi incómoda situación. Algunos se extrañaron ante lo inesperado de mi despedida. A pesar de mi condición de gentil, la mayo-ría sentía un sincero aprecio por aquel larguirucho y aparentemente bravo comerciante griego, que no les había abandonado en tan difíciles momen-tos. Juan y Andrés presionaron para que siguiera con ellos hasta la Galilea. La excusa de mis negocios en Jerusalén no fue muy convincente. Sin em-bargo, habituados a mi contradictorio comportamiento, no insistieron. Les adelanté que «determinadas transacciones comerciales» me conducirían en breve a las ciudades de Tiberíades y Cafarnaum y que ésa sería una inme-jorable oportunidad para reanudar nuestra amistad y seguir abonando mi leal admiración hacia el Jesús -remaché- «que estaba cambiando mis es-quemas». Supongo que me creyeron. Instantes después partíamos en di-recciones opuestas. Ellos hacia Betania y yo, cargado de remordimientos, al encuentro del módulo.
Esperé a que desaparecieran en el entramado de la aldea. No había tiem-po que perder. Abandoné la solitaria vía principal y, como en ocasiones pre-cedentes, inicié la ascensión del monte de los Olivos por la estrecha senda que serpenteaba hacia la cima. El encendido grana de aquel amanecer pre-sagiaba un día radiante, al menos en aquellas latitudes. Me sentí reconfor-tado. La operación marchaba. Y lo inminente de la nueva singladura, rumbo al norte, me llenó de fuerza. A mi paso, bandadas de pardas alondras re-montaron el vuelo, planeando inquietas sobre las hileras de olivos y acebu-ches. Todo parecía tranquilo. Por supuesto, me equivoqué en mis aprecia-ciones. El Destino, imprevisible, nos reservaba otra sorpresa. «Algo» que ni Eliseo ni yo podíamos imaginar y que, a corto plazo, nos colocaría en una delicada situación. Fue a escasa distancia de la cumbre. Al detenerme para enjugar el sudor y establecer la conexión previa a mi ingreso en la «cuna», un crujido me sobresaltó. Me volví intrigado. El bosquecillo de olivos por el que atravesaba en aquellos momentos seguía solitario, brillando al tibio sol de la mañana e incomodado a ratos por el raudo vuelo de las madrugadoras golondrinas. Quizá me había precipitado. La ladera oriental, hasta donde al-


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canzaba mi vista, se hallaba desierta. Presioné mi oído derecho y, sin más, anuncié al módulo mi posición e inmediata aproximación al «punto de con-tacto». Reanudé el avance, dejando la senda a mi izquierda y adentrándo-me en la mancha de monte bajo que ascendía hacia el norte. El pedregoso calvero sobre el que se asentaba la nave no distaba más de 300 o 400 pies. Pero no pude evitarlo. Fue superior a mí. Conforme sorteaba los abrojos y retamas, aquella sensación se hizo densa e incómoda.
Era similar a la percibida en la mañana del martes cuando, en plena labor de restitución de los lienzos mortuorios, muy cerca del bosque de algarro-bos, creí notar la proximidad de alguien.
-No puede sen Quién y por qué tendrían que espiarme.
El razonamiento no me tranquilizó. Y girando sobre los talones, lancé una segunda ojeada a mi alrededor. El corazón dio un respingo. A un centenar de metros, en la linde de los olivos que acababa de cruzar, medio distinguí una silueta humana, desdibujada entre los atormentados brazos de un ár-bol. Me estremecí. Abrí la conexión auditiva y, aceleran do el paso, advertí a Eliseo de la inesperada «compañía».
-Recibido. Activo cinturón de infrarrojos hasta trescientos pies. Continúa a la escucha., Cambio.
Busqué las «crótalos» y, nervioso, las ajusté a los ojos, dispuesto a locali-zar el módulo e ingresar en él sin demora. Al contacto con las lentes espe-ciales, los colores del paisaje cambiaron drásticamente. El verdor de la ma-leza y del olivar se transformó en un rojo sangre, mientras el cielo intensifi-caba su celeste y la piedra caliza se tornaba gris pardo. Al punto, en el cen-tro del calvero, a unos doscientos pies, se levantó ante mí la mole de la na-ve, pulsante y sanguinolenta. La membrana exterior, sometida a una eleva-da temperatura, blanqueaba una ancha faja, en el centro de las paredes, mientras el área de motores -ahora fría- se perdía en un suave y difumina-do verde violeta.
Mi hermano no tardó en confirmar mis sospechas. Como es sabido, cual-quier cuerpo cuya temperatura sea superior al cero absoluto (-273 grados centígrados) emite energía infrarroja, o IR. Esta emisión de rayos infrarro-jos, invisibles al ojo humano, está ocasionada por las oscilaciones atómicas en el interior de las moléculas y, por tanto, estrechamente ligada a la tem-peratura corporal. Al entrar en el radio de acción del primer cinturón de se-guridad del módulo, el intruso era detectado al momento.
-¡Roger! ¡Atención, Jasón! Afirmativo. Target en pantalla...
La verificación me hizo temblar. ¿Quién podía ser? ¿Qué pretendía?
-Se mueve en rumbo ciento sesenta... Muy despacio. Lo tienes a tus «cin-co». Distancia al módulo: doscientos diez pies y avanzando. ¿Me recibes? Cambio.


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-Te escucho «cinco por cinco» -repliqué entre jadeos- Entendí a mis «cin-co». Cambio.
-Roger. A tus «cinco». ¿Distingues la «curta»9 Cambio.
-Afirmativo. En un minuto estoy contigo.
-OK En el momento que ingreses en la nave liberaré el escudo gravitato-rio. Cambio.
Esta segunda defensa, como creo haber especificado, consistía en una poderosa emisión de ondas gravitatorias que, partiendo de la membrana ubicada en el fuselaje, se proyectaba a 30 pies, envolviendo la nave. En ca-so de emergencia, esta semiesfera invisible actuaba como un muro de con-tención. Cualquier individuo que intentara traspasar dicho umbral se encon-traría con algo similar a un «viento huracanado», imposible de franquear.
Con un resoplido, la escalerilla hidráulica descendió hasta tocar las lajas de piedra.
-¡Vamos, Jasón! Un poco más. La pantalla te «ve» a treinta pies.
Pero, ante la sorpresa de Eliseo, en lugar de introducirme en la «cuna», giré sobre mí mismo, deteniéndome en el límite de seguridad de¡ escudo gravitatorio.
-¿Qué sucede? ¡Jasón!
No sé muy bien por qué lo hice. Quizá por curiosidad. El caso es que, de espaldas a la nave, busqué al intruso.
-¡Jasón!...
La voz de Eliseo, entre suplicante e imperativa, me hizo dudar. Aquel in-dividuo, al comprobar cómo detenía mis pasos, abandonó su huidiza acti-tud, aventurándose en el calvero a cuerpo descubierto. Y despacio, sin de-jar de observarme, fue ganando terreno.
-¡Responde!... ¡Jasón!... ¿Qué demonios sucede?
-Un momento -repliqué a media voz-. Creo que debemos identificarle. ¿Va armado? Cambio.
-Negativo. El IR no detecta objeto metálico alguno.
Aquello me tranquilizó relativamente. En previsión de cualquier contin-gencia, deslicé la mano derecha hacia el extremo superior de la «vara de Moisés», dispuesto a activar los ultrasonidos ante el menor indicio de agre-sión.
Estas ondas -en una frecuencia que oscilaba entre los 16 000 y los 1010 herzios- podían ser proyectadas y dirigidas sobre el cráneo del personaje que se aproximaba y provocarle una pasajera alteración del aparato «vesti-bular».
En décimas de segundo, el oído interno del sujeto sufría la invasión de di-chos ultrasonidos, «bloqueando» el conducto semicircular membranoso, con la consiguiente y transitoria pérdida de la posición de la cabeza y del cuerpo


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en el espacio Nada grave, a decir verdad, pero lo suficientemente drástico y eficaz como para inmovilizar al presunto agresor durante algunos minutos.
A poco más de 100 pies (unos 33 metros) del lugar donde me hallaba, el individuo se detuvo. Las «crótalos» no me permitían identificarle con niti-dez. Su rostro, en la distancia, presentaba una tonalidad rojiza que escamo-teaba sus facciones. La túnica, originalmente blanca, aparecía azulada y las piernas y manos, teñidas de un intenso verde naranja. Consecuencia del es-fuerzo, su temperatura corporal había aumentado en zonas muy concretas. Así, por ejemplo, el cuello, axilas y sienes ofrecían un blanco mate en la vi-sión infrarroja.
De pronto, algo en lo que no había reparado hasta esos momentos me hizo saltar del recelo al estupor. Casi hubiera preferido enfrentarme a una fiera o a uno de los fanáticos betusianos antes que apurar semejante prue-ba... Y el corazón, intuyendo una penosa situación, avivó su frecuencia. Aquella criatura apenas si levantaba metro y medio del suelo. Quizá menos. ¡Era un niño! Un presentimiento me descompuso. Retiré una de las «lenti-llas» y, en efecto, al normalizar la visión en el ojo derecho, la estampa me-nuda de un Juan Marcos inmóvil y tan desconcertado como yo, apareció an-te mí, pulverizando mis esquemas. Me sentí atrapado. Aquella situación, de una especial gravedad, no había sido contemplada por los especialistas de Caballo de Troya. ¿Qué debía hacer?
Sabía de la inteligencia y tozudez del muchacho. Insinuarle u ordenarle que diera media vuelta y se alejara habría resultado tan inútil como contra-producente. No disponía de muchas opciones. Por supuesto, no dudé de sus buenos propósitos. Quizá aquel inoportuno seguimiento obedecía tan sólo a otra de sus diabluras infantiles o a la necesidad de consuelo. Rechacé la idea de que estuviera al corriente de mis entradas y salidas de la nave. Eso era imposible. Su comportamiento hacia mí hubiera sido radicalmente dis-tinto. Además, los sistemas de localización del módulo le habrían descubier-to.
Bregué por hallar una solución. Pero ¿cuál? ¿Qué podía explicarle?
Consumidos aquellos segundos de mutua y tensa observación, el benja-mín reaccionó. Levantó su brazo izquierdo en señal de saludo y, dispuesto a reunirse con su viejo amigo, continuó el avance. Impotente, me dejé llevar por el instinto. Alcé el cayado y, profiriendo un potente grito, le conminé para que se detuviera. El brusco gesto, la gravedad de mi semblante y el imperativo tono de voz surtieron efecto. El niño, sin comprender, obedeció. Asustado, examinó su entorno, tratando de localizar algún invisible peligro. Al no conseguirlo, levantó la vista hacia mí, encogiéndose de hombros. Evi-dentemente no comprendía mi extraño comportamiento, ni yo estaba dis-puesto a entrar en detalles. Presioné mi oído derecho y, resuelto a zanjar la


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cuestión, transmití a Eliseo la orden de encendido del motor principal, aler-tándole para un despegue de emergencia. Mi hermano, eficaz como de cos-tumbre, no formuló preguntas. Era consciente de que «algo» grave y singu-lar me ocurría y, segundos después de cerrar la conexión auditiva, el afilado silbido de los silenciadores del J 85 irrumpió en el calvero multiplicando el desconcierto de Juan Marcos. Aterrado: retrocedió algunos pasos, moviendo la cabeza en todas direcciones, en un frenético intento por ubicar e identifi-car
el agudo y, para él, misterioso sonido que, incontenible, se adueñó de la cima, provocando la estampida de pájaros e insectos. Hábil y oportunamen-te, Eliseo cubrió mi retirada, estrenando otra de las medidas de seguridad incorporada a la «cuna». De pronto, de las cuatro aristas superiores de la nave brotaron sendos chorros de «humo». Un «humo» blanco y espeso que, aparentemente nacido de la nada (no olvidemos que el apantallamien-to IR hacía invisible el módulo), fue derramándose lento y compacto hacia las amarillentas rocas, transformándose en segundos en una mágica y gi-gantesca «nube» cúbica. Y sucedió lo inevitable. El adolescente, desencaja-do, tomando la niebla por una visión celeste, cayó en tierra, ocultando el rostro contra el polvo. Fue una situación especialmente dolorosa. Hubiera deseado tranquilizarle y aclarar el error. Pero, impotente, permanecí mudo. El «mal» estaba hecho. Quizá más adelante, suponiendo que volviéramos a vernos, tuviera la ocasión de deshacer el equívoco, restando importancia a lo que acababa de oír y contemplar. No en vano, entre mis «atribuciones», figuraba la de «mago» y «augur»...
Y aprovechando su confusión, di media vuelta, penetrando en la provi-dencial cortina de humo e incorporándome a la nave.
Aturdido, con una amarga sensación en lo más hondo de mi alma, me desprendí de la ch1amys y, sin perder un segundo, fui a ocupar mi lugar frente al panel de mandos. Eliseo, pendiente de los instrumentos y del mo-nitor en el que seguía presente el eco del joven Juan Marcos, hizo ademán de activar el cinturón gravitatorio. Pero, dada la inmovilidad del muchacho, le sugerí que prescindiéramos del segundo escudo. En principio, el silbido del motor y el espeso camuflaje que nos envolvía resultaban más que sufi-cientes.
Y a las 08 horas y 16 minutos -casi una hora antes de lo previsto- la nave despegó de la cumbre del monte de las Aceitunas.
El plan de vuelo, minuciosamente estudiado, fue readaptado por mi her-mano en los últimos y críticos momentos, anulando el programa inicial del computador central en lo que al instante del despegue se refiere. Éste, da-


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das las circunstancias, fue enteramente manual, estableciendo el enlace au-tomático con «Santa Claus» a partir del estacionario.
-Ascendiendo... ¡Roger!... Mientras Eliseo atendía a la maniobra de ele-vación, revisé y di lectura al panel de instrumentos.
-Temperatura de toberas en OK.. Reglaje de la plataforma de inercia sin variación... Ligera vibración... Indicaciones de velocidad...
-OK-.. Dame caudalímetro.
-Quemando según lo estimado... Leo 5,2 kilos por segundo...
-Roger, Jasón... Ascendiendo a 30 por segundo... 400 pies y subiendo...
-OK.. A 400 para estacionario.
-¿Combustible?
-A 13 segundos del despegue leo 67,6 kilos... -Entendí 67,6-
-Afirmativo... Estamos a 97,6 por ciento.
-500... 550... ¿Tiempo para estacionario?
-A 600 pies, seis segundos y siete décimas.
-Preparados cohetes auxiliares...
-Roger... 700 pies y subiendo a 01 por segundo.
Los sistemas -dóciles y precisos- elevaron la «cuna» hasta el nivel de es-tacionario.
-¡800 pies! Frenando.... no tengo «banderas».
-¿Combustible y tiempo?
-Leo 138,3 kilos. Estamos a 97,2 por ciento. Tiempo de ascensión a nivel ocho: 26 segundos, 6 décimas.
-Entendí 26.
-Afirmativo.
-Roger. Paso a automático. -Eliseo tecleó sobre el terminal del ordenador central, restableciendo el programa director. A partir de esos instantes, nuestro eficiente «Santa Claus» se hizo cargo de la nueva singladura. Ami-go, es todo tuyo...
-OY- Rectificando a radial 075.
La nave giró hacia el nordeste, al encuentro con el punto J: Jericó. El plan de vuelo contemplaba las siguientes fases: una vez consumado el despegue y estabilizados en el nivel 8, la «cuna» se dirigirla al mencionado punto J, situado a 14 millas (23 kilómetros). Desde allí, con una ligera modificación del rumbo, deberíamos situarnos en la vertical del río Jordán (punto J2), a 5 millas (9 kilómetros) de J.
En una tercera etapa, el módulo giraría a radial 330, cubriendo las 42 mi-llas que separaban J2 de la ciudad helenizada de Scythópolis (punto S). En un cuarto movimiento, pasaríamos a rumbo 360, a la búsqueda del extremo sur del mar de Tiberíades, con un total de 15 millas (27 kilómetros). Por úl-timo, cruzando el lago de sur a noroeste (radial 320), descenderíamos en

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