jueves, 23 de mayo de 2013

CABALLO DE TROYA 3 DE L APAG 21 A LA PAG 40


nocer y conversar con Shelley Waschsmnn, un eminente arqueólogo, que llevaba la responsabilidad de los trabajos de estudio y restauración de una embarcación descubierta en la orilla oeste del lago de Galilea. Un bote que, según los primeros tanteos de los científicos, podía corresponder a una épo-ca relativamente cercana a la de Jesús. Esta, como otras, fueron simples excusas, como ya dije, para justificar mis ¡das y venidas por Israel. Y ahora me venía de perlas para mi inmediato objetivo. Rachel, con la admirable eficacia de los judíos, había practicado las gestiones precisas para la culmi-nación de dicha entrevista. Shelley se mostró conforme, invitándome a su casa de Cesarea. Aquel súbito cambio en los planes no pareció alarmar a la funcionaria. Era lógico que deseara aprovechar las horas muertas del sába-do con un asunto como aquél. Además, Cesarea se encuentra al norte de Jerusalén. Justo en dirección opuesta al emplazamiento de la base militar que -se suponía- yo no podía pisar..
Gentilmente, y con una subterránea habilidad, Rachel intentó averiguar cuánto tiempo pensaba quedarme en la ciudad costera de Cesarea, si dis-ponía de un medio de transporte y si tenía intención de alojarme en algún hotel próximo. No supe satisfacer su curiosidad. En parte porque ni yo mismo lo sabía, y, sobre todo, porque no estaba en mi ánimo revelarle mis auténticas intenciones. Algo confusa, me recordó una serie de visitas pre-vistas para los días inmediatos, «recomendándome» que le telefoneara a mi regreso. Reconozco que soy hábil para persuadir y asumo también mi gran pecado de incumplidor de promesas. Así que, dócilmente, le prometí cuanto deseó. Cumplirlo o no, era harina de otro costal...
Dispuse un elemental y austero equipaje y, confiado, inicié las gestiones para salir esa misma tarde hacia Cesarea. La fatalidad congeló cada uno de mis movimientos. Casi había olvidado que era sábado. En el hotel me insi-nuaron -como única vía para hacerme con un vehículo que contratara a un chofer árabe. Es triste. En muchas de estas pesquisas, las mayores pérdi-das de tiempo, de dinero y de fuerza, son desencadenadas por contratiem-pos de esta o similar naturaleza.
En esos instantes, mientras dialogaba con aquella atractiva y severa re-cepcionista, algunas de sus preguntas pasaron casi inadvertidas para mí. Respondí seca y mecánicamente que no pensaba dejar el hotel y que sólo se trataba de una excursión de fin de semana. Fue después, al marcar el te-léfono de uno de mis amigos árabes de Jerusalén -Anthony Salman, director de una agencia de viajes-, cuando las palabras de la hebrea resucitaron en mi memoria. Me estremecí. Pero, automáticamente, me reproché a mí mismo tanta suspicacia. ¿Es que empezaba a ver espías por todas partes?
La cuestión quedó zanjada. Anthony me procuraría ese coche. Pero con dos condiciones: dado lo avanzado del día, sólo podría estar listo a primera


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hora de la mañana del sábado y con la inexcusable obligación de contratar a un chofer y a un guía, igualmente árabes. Aquello me sublevó. Pero no tenía alternativa. Y esa noche, mientras repasaba el plan, me propuse dar-les esquinazo en el momento oportuno. No veía muy claro el porqué de aquellas exigencias. Y mi natural desconfianza se impuso.
Los recelos -ya no sé si infundados- crecieron lo suyo cuando, en la ma-ñana de ese sábado, 22 de noviembre, un tal Michael se presentó a mí co-mo el guía designado por Salman. Había vivido en España, hablaba caste-llano y, durante el centenar largo de kilómetros que nos separaban de Ce-sarea, se mostró igualmente interesado en mis actividades profesionales y, en especial, en mi plan de trabajo para esos días. Le correspondí con la misma amabilidad, pero sin soltar prenda sobre mis auténticos objetivos. Tanto y tan específico interés por mi labor como periodista y escritor no era normal. Así que, sin pensarlo dos veces, opté por desembarazarme de mis acompañantes antes de la caída del sol.
Tras la instructiva reunión con Wasclismann, el arqueólogo judío-canadiense, ordené al silencioso conductor que tomara la carretera de Na-zaret. No hubo muchas preguntas. Al atacar el último repecho que desem-boca en la entrañable ciudad de Jesús, les indiqué que detuvieran el auto-móvil a las puertas del hotel Nazaret, en las afueras de la población. Y an-tes de que pudieran reaccionar, me despedí de ellos, informándoles que prescindía de sus servicios y que, si lo deseaban, podían regresar a Jerusa-lén. Ni siquiera me atreví a mirar atrás. Al cruzar la puerta del oscuro y ve-tusto albergue, guía y chofer continuaban enzarzados en una airada discu-sión, en árabe, que, naturalmente, no comprendí.
En realidad, aquélla era una vieja táctica. Siempre que emprendo una in-vestigación -digamos que «comprometida»- tengo la precaución de reservar habitaciones en dos o tres hoteles, simultáneamente. A veces compensa.
La noche dominaba ya las calles de Nazaret y, muy a pesar mío, tuve que resignarme y aguardar al nuevo día. La luz era vital para mi siguiente y trascendental pesquisa.
Creo que, a estas alturas, estoy hecho y sobradamente dispuesto a amol-darme a todo tipo de alojamientos. Sinceramente, después de quince años de infatigables correrías por el mundo, entiendo que he visto y sufrido más, incluso, de lo aconsejable. Pero la tristeza de aquel hotel nazareno no pue-de ser descrita. Así que, incapaz de soportarlo, me lancé a la casi desierta ciudad. Nazaret, como tantos otros lugares santos, no es, ni remotamente, lo que uno pueda imaginar. El turismo, la civilización y los siglos han liqui-dado todo vestigio de la aldea que cobijó al Hijo del Hombre durante más de veinte años. Hoy, dominada por una mayoría árabe, es sólo un lugar de obligado y siempre vertiginoso paso de peregrinaciones de toda índole y


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confesión. únicamente aquel cielo azabache, que las desordenadas colinas sobre las que se asienta la localidad hacen más cercano, puede estremecer de emoción a un visitante medianamente despierto. La miríada de estrellas, vivas entonces por el frío de Galilea, son las mismas que velaron los queha-ceres e inquietudes de ese personaje que, como al mayor, me tiene atrapa-do.
Mis pasos, como en ocasiones precedentes, me llevaron a la basílica de la Anunciación. Y no por un afán de orar –cosa que debería practicar más a menudo-, sino por saludar a algunos de los pacientes y venerables francis-canos. A pesar del escaso tiempo transcurrido en Israel, las tensiones habí-an sido lo suficientemente intensas como para necesitar unos gramos de compañía. Gracias al cielo, aquel apacible rato de tertulia con los padre Ra-fael y Uriarte resultaría doblemente útil. De un lado, como digo, llenó mi so-ledad. Días más tarde serviría como coartada, sacándome de un serio aprie-to... Pero no debo saltarme los acontecimientos.
La inquietud y el nerviosismo pudieron conmigo. Así que, tras otra noche en vela, salté de la cama, esperando el amanecer. A las 5 horas y 39 minu-tos de aquel domingo, una difusa luz naranja ascendió por detrás de las co-linas, despertando a la ciudad.
Dos horas después, tras no pocos regateos, logré convencer y contratar a uno de los taxistas. Tentado estuve de prescindir de aquellos tozudos ára-bes y servirme del bus 431 que hace la ruta hasta Tiberiades, costeando después por la orilla occidental del lago. Pero, según mis informaciones, es-tos autocares públicos circulaban muy lejos de mi verdadero punto de des-tino. No había opción. El trato fue cerrado y, tras desembolsar los seiscien-tos dólares, Solimán Hakim, mi nuevo guía, se deshizo en parabienes y re-verencias -todo ello en una caótica mezcla de inglés, italiano y árabe-, ju-rándome por su salud que no me arrepentiría de tan sabia decisión.
El cielo, celeste, prometía una jornada tibia y luminosa. Me acomodé jun-to al parlanchín Solimán y, respondiendo con monosílabos a su incontenible verborrea, vi desaparecer a mis espaldas los últimos contrafuertes de Naza-ret. «Éste -me animé- tiene que ser un día decisivo ... »
El potente Mercedes desafiaba bien las curvas. Y en poco más de diez mi-nutos dejó en lontananza Caná (hoy conocida por Kafr Karmá) y sus abrup-tos y blancos despeñaderos, en dirección al cruce de Haifa-Tiberiades, en la ruta 77. Veinte minutos después llaneábamos a toda velocidad hacia el mar de Galilea. Siguiendo mis instrucciones, Solimán evitó el populoso núcleo urbano de Teverya o Tiberíades, rodeando el lago por la carretera 90. Poco faltó para que, obedeciendo otro de mis típicos impulsos, interrumpiera el viaje y aprovechara la ocasión presentándome en la Jefatura de la Policía, en la mencionada ciudad de Tiberíades. Al exponerles mi propósito de re-


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construir, en solitario, la caminata de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, tanto en el consulado de España en Jerusalén como el doctor Liba me recomendaron que -dado lo peligroso de la zona del río Jordán, fronteri-za con Jordania- acudiera a las autoridades policiales y militares judías, con el fin de explicarles mi proyecto y obtener así los imprescindibles salvocon-ductos. Pero vencí la tentación. Lo primero era lo primero...
Y, de pronto, el mar de Galilea se presentó a mi derecha. Aquel azul in-móvil, pintado de verde y bruma en sus lejanas orillas, me recordó que via-jaba por los que, un día, fueron escenarios de buena parte de la vida terre-na del Maestro. Y una contenida emoción encendió mi espíritu. Aquellos la-res sí conservaban toda su pureza, todo el poder y todo el magnetismo de los campos, laderas, senderos o aguas por los que se había movido Jesús. Y me prometí buscar un respiro y descender de nuevo a las negras y pedre-gosas «costas» de aquel mar. Necesitaba respirar su brisa. Sentir los ligeros pasos del Maestro y el tímido chapoteo de las olas entre los guijarros de ba-salto.
Solimán me sacó de tan apacibles y reconfortantes pensamientos, seña-lándome el kibbutz Ginnosar, al borde del lago. Shelley Waschsmann, en efecto, me había informado que la mal llamada «barca de Jesús» -descubierta, como ya mencioné, a principios de ese año de 1986 por los hermanos Yuval y Moshe Lufan- había sido transportada hasta un pequeño museo, especialmente abierto y acondicionado en el kibbutz que ahora te-nía ante mí. Allí deberá permanecer, por espacio de siete o nueve años, sumergida en una solución de cera sintética. El árabe, deseando compla-cerme, insistió para que nos detuviéramos en la granja-hotel que constituye el citado kibbutz, pasando a visitar el valioso bote. Una reliquia de inesti-mable valor arqueológico -no en vano se trata de la primera embarcación de los tiempos de Cristo hallada en el referido Kinneret o mar de Galilea-, pero que, desafortunadamente, los intereses crematísticos han catalogado ya como un nuevo motivo de peregrinación religiosa. Así se hace la Historia.
Fui terminante. Era preciso continuar. Mi objetivo era otro y muy distinto. El guía masculló unas ininteligibles palabras en árabe, demostrando su con-trariedad con un bronco acelerón. Mi negativa -gracias al cielo- le mantuvo en silencio durante aquellos últimos 17 kilómetros. Ascendimos a buena marcha, siempre por la ruta 90, y, tras dejar a la izquierda Rosh Pinna, la nevada cumbre del Hermón en el horizonte me anunció la inminente proxi-midad de mi destino. Y los nervios, como una premonición, se desataron en mi estómago.
Solimán sonrió. Me indicó el lugar y redujo la velocidad. A los pocos minutos giraba a la izquierda, abandonando la carretera general e introdu-


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ciendo el vehículo en una pésima pista que ascendía hasta las mismísimas puertas de aquel gigantesco «triángulo» isósceles.
Fue inevitable. Mi corazón presentía algo. Y las palmas de mis manos co-menzaron a gotear.
Solimán, con un recuperado buen humor, me rogó que esperase en el co-che. Descendió con parsimonia y se encaminó al austero chamizo que hacía las veces de puesto de control. Un aburrido guarda nos recibió con curiosi-dad. Las visitas no debían de ser muy frecuentes en aquel apartado rincón de Galilea. Mucho menos, la de un supuesto turista extranjero que, ade-más, llegaba en solitario. Ignoro lo que hablaron, pero a juzgar por los as-pavientos del guía y las intermitentes e incisivas miradas que me lanzara el guarda; o fui tomado por un excéntrico millonario o por algo peor.. Satisfe-cho el obligado ceremonial, el cetrino y espigado guarda -siempre sin qui-tarme ojo- procedió a levantar la pequeña barrera y a franquearme el paso.
Solimán, visiblemente satisfecho, me extendió los tres tickets. Acto se-guido penetró en la explanada que se abría ante nosotros. Eran las nueve de la mañana.
Leí los boletos sin terminar de creérmelo. En todos ellos -en el azul, el verde y el marrón- aparecía la misma tipografía: « National Parks Authori-ty», y un nombre largamente acariciado: «Tell-HAZOR.»
El Mercedes se detuvo. Sentí miedo. Allí, en el lugar más insospechado de aquella meseta, podía estar la clave del enigma. «Mira, envío mi mensajero delante de ti, MARCOS 1.2. Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0. El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.»
El criptograma, permanentemente instalado en mi memoria, sonó esta vez con un timbre especial. Me estremecí. ¿Encontraría allí lo que tanto an-siaba? Pero ¿qué era lo que buscaba?
El árabe me observó sin comprender. Mis dedos temblaban, y yo, con la vista fija en el horizonte, parecía atornillado al asiento.
-¿Le ocurre algo, señor?
No recuerdo haberle contestado. Y Solimán, intrigado, presionó mi brazo izquierdo, insistiendo:
-¡Señor .. ! ¿Se encuentra bien?
-¿Cómo?... ¡Ah! Sí -balbuceé al fin, saliendo de aquella especie de blo-queo mental.
Hice acopio de fuerzas y, decidido, abandoné el automóvil. Abrí mi inse-parable bolsa de las cámaras y, buscando apaciguar mi excitación, dediqué unos minutos a la revisión del equipo. El guía, curioso, me dejó hacer, pen-diente de cada uno de mis movimientos. Colgué una de las máquinas de mi


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cuello y, tras comprobar el buen funcionamiento de la brújula, cinta métri-ca, medidor de pasos y otros artilugios, me situé frente a las ruinas. ¿Por dónde empezar? «Hazor es su nombre ... » Sí, al fin estaba en Hazor. Pero ¿qué quería insinuar el mayor?
No tenía ni la más remota idea del tiempo que debería consumir en aque-lla exploración. Así que, con el firme propósito de gozar de una entera liber-tad de acción, hice ver a Solimán que mi visita podía alargarse y que lo más prudente era que organizara su jornada como creyera oportuno. Pero el guía se negó a moverse de su sitio. Me encogí de hombros y, dándole la es-palda, avancé hacia el corazón del tell. Por lo que llevaba leído y estudiado, aquella pequeña colina artificial, de 40 metros de altitud en su zona más elevada, fue construida hace más de cinco mil años, desempeñando lo largo de su historia- un papel de gran importancia estratégica en el nudo natural de comunicaciones en que se hallaba enclavada. Por allí habían discurrido los caminos de Damasco a Megiddo y de Sidón a Beisán. La transparencia y luminosidad de aquel día permitían divisar, al oeste, las tierras azules del Líbano y, al este, las verdes laderas de las alturas de Golán. Pero mi objeti-vo quizá se encontraba allí mismo: en aquella meseta o plataforma que, a vista de pájaro, recordaba la figura de un descomunal y ocre triángulo isós-celes, dominando una feraz campiña. A las puertas de las ruinas consulté algunas de las notas contenidas en mi cuaderno «de campo». Las respeta-bles dimensiones de la ciudad fortaleza me acobardaron: 470 metros de oeste a este y 175 de norte a sur, en su parte más ancha. Hacia el oeste -es decir, en el imaginario vértice del triángulo- la meseta pierde altura en sucesivas terrazas. Y todo ello sabiamente cercado por los restos de muros y fosos. En definitiva, un apretado y monumental conglomerado de restos arqueológicos que, según los expertos, pertenece a veintiún asentamientos humanos y, obviamente, a otros tantos y remotos períodos de la Historia . Demasiado para mi escasa capacidad e información...
En este singular tipo de búsqueda -lo sé por experiencia- la disciplina y el método son de vital importancia. Conviene proceder con extrema calma, sin despreciar detalle alguno, por muy insustancial o pueril que pueda parecer. Y sin perder de vista tales premisas arranqué con lo que podría calificar co-mo una inicial «torna de contacto» con el lugar. El molesto handicap, no me cansaré de insistir en ello, de no saber lo que buscaba, tensó aún más mis sentidos. Quizá la pista de las «alas» era el único y endeble apoyo en tan loca investigación. Y lentamente, como si una «fuerza» extrahumana hubie-ra congelado el tiempo, empecé aquella nueva fase de mi labor.
La oblicua luz de la mañana había despertado a un ejército de sombras, que corrían perezosamente hacia el oeste. Y los amarillos, ocres y blancos del laberinto arqueológico fueron avivándose. Tomé el estrecho sendero


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arenoso que rodea la meseta por el acantilado norte, con los ojos y el cora-zón entregados a cuanto me rodeaba. Era el único visitante y ello me per-mitía una total libertad de movimientos.
«Hazor es su nombre ... »
A primera vista, aquel caótico entramado de muros, patios, palacios se-miderruídos, de columnatas segadas por la destrucción y los siglos, edificios públicos sin techumbre y de los restos a medio levantar del fortín helenísti-co, no parecía apuntar indicio o señal algunos que atraparan mi atención. Eran sólo piedras. Pilares y basamentos dormidos, importunados ahora, aquí y allá, por el monótono crujir de la arenisca bajo mis botas. Aquellos iniciales minutos de infructuosa búsqueda aceleraron mi ánimo. Debía con-servar la calma. Y reanudé la lenta marcha, bordeando la fortaleza en todo su perímetro.
« ... y sus alas te llevarán al guía. »
El mensaje del mayor -¿o eran imaginaciones mías? continuaba en primer plano, derramándose, con mi vista, en cada bloque de piedra, en cada es-quina, en cada sombra...
Al filo de las diez horas, cuando estaba a punto de cerrar la primera gira de inspección, unas húmedas y toscas escalinatas, ubicadas en la cara este de la explanada y que se perdían en las entrañas de Hazor, me hicieron ti-tubean Unos carteles amarillos, en hebreo e inglés, anunciaban la entrada a un túnel. Y un soplo de esperanza me hizo temblar. Pero me contuve. Pri-mero debía «peinar» la superficie de la ciudad fortaleza.
Al recalar en el punto de partida consulté el medidor de pasos. La aguja marcaba 402. Aquel dato, la verdad, no revelaba gran cosa. Sumando los dígitos, en efecto, aparecía el misterioso «6». Pero ¿de qué me servía? Ano-té esta y otras imprecisas observaciones y, tras inspirar profundamente, procedí al segundo «asalto». Solimán, a lo lejos, dormitaba en el interior del automóvil. Mentalmente dividí la fortaleza en tres sectores, adentrán-dome en el primero: en el situado al norte. Olvidando toda norma, me des-entendí de los senderillos que zigzagueaban entre las ruinas, acomodándo-me a mis propios impulsos. Salté muros, acaricié las rugosas columnas, trepé a las demolidas casamatas y, sudoroso, busqué incluso desde lo más elevado de las paredes del fortín. Por fortuna, como ya señalé, Hazor se hallaba entonces solitaria y en silencio, y el puesto de control quedaba rela-tivamente apartado. No había riesgo, al menos de momento, de que mi heterodoxa visita pudiera llamar la atención de los vigilantes.
«... y sus alas te llevarán al guía.>,
¿Sus alas? En mi creciente desconcierto llegué a imaginar que el mayor, en su hipotético deambular por aquella meseta, podría haber descubierto algún tipo de alineamiento o de figura geométrica que recordaran unas


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alas. Siempre con la brújula en la mano-, cambié repetidas veces de posi-ción, oteando el maremágnum de piedra. Fui incapaz de distinguir el menor vestigio. Ni las rudimentarias calles, ni el confuso trazado de la ciudadela, se parecían a lo que yo perseguía. Allí, las únicas «alas» eran las de mi re-calentada imaginación. Descendí sobre el terroso pavimento, repitiendo la exploración a lo largo del segundo y tercer sectores. ¡Era desolador! Si el mayor había jugado con algún símbolo, restos de cerámica o estela funera-ria, estaba claro que debía buscar en otra dirección. Las ruinas de Hazor, al menos lo que llevaba visto, eran sólo eso: unas ruinas desnudas, desprovis-tas de inscripciones, estatuas o ajuares, incapaces de arrojar un poco de luz. Y de pronto, sentado sobre una de las piedras, mientras pugnaba por recapitular, tuve un presentimiento. ¿Y si las fatigosas alas» pertenecieran a algo que había sido desenterrado en Hazor y trasladado a Dios sabe dón-de?
Aquel flash, perturbador, me hundió en el desaliento. Y allí, humillado en mitad de unas remotas ruinas arqueológicas, fui memorizando lo que había visto y leído en la gruesa documentación bibliográfica sobre Hazor. En los tres años de excavaciones, los arqueólogos habían rescatado una miríada de objetos votivos, figurillas de deidades, centenares de vasijas, escarabeos egipcios -uno de ellos, incluso, con el nombre de Amenofis-, relieves religio-sos, máscaras litúrgicas, óstraca, la famosa estrella circunscrita (signo de la realeza), formidables esculturas de leones y, en fin, hasta nueve massebot o estelas, una de ellas con dos enigmáticas manos en actitud de plegaria. Todo un arsenal perteneciente a 21 ciudades y períodos distintos. Y todo ello, si la memoria no me traicionaba, sin la menor relación con unas «alas». Ciertamente, aún quedaba mucho por revisar. Pero & si no conse-guía descubrir un solo motivo alado? ¿Y si las intenciones del criptograma se movían en otra dirección.
Me incorporé y, golpeando el muro con rabia, levanté los ojos al cielo, clamando por una pista. Estaba nuevamente perdido. La «respuesta», aun-que una vez más no supe verla en esos críticos momentos, llegó sutil y puntual. Suspiré y, un tanto avergonzado de mi propio dramatismo, volví a sentarme. Encendí un pitillo y, sin saber por qué, caí de nuevo sobre el cuaderno de «campo». Releí las notas y, poco a poco, al tiempo que me se-renaba, fui aproximándome a un comentario -subrayado en rojo- y que había copiado en España de una carta procedente de Munich. Su autora -M. Klein- escribía a propósito del enigma: «... Claro que, en principio, puede pensarse que Hazor se refiere más bien a un animal o personaje con alas. Por eso dudo un poco de su relación con la ciudad bíblica del mismo nom-bre. Sin embargo, pudiera ser también que cualquier figurita sacada de Hazor y ahora en un museo, tuviera algo que ver con el asunto. »


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Evidentemente, no supe interpretar aquel «signo». Me llamó la atención, sí, la curiosa y oportuna «coincidencia» de ideas. Pero ahí quedó todo. En ocasiones, la excesiva autoconfianza o el estúpido engreimiento desembo-can en rotundos fracasos. Aquel desmoronamiento, sin embargo, se esfumó a la par que el cigarrillo. Recompuse mis fuerzas y, como si allí no hubiera pasado nada, me alejé de la ciudadela en dirección este, dispuesto a inten-tarlo en el misterioso túnel que viera dos horas antes.
No es que sea muy practicante de la religión en la que fui educado, pero instintivamente, al poner el pie en el primer escalón, hice la señal de la cruz. La boca del túnel me sobrecogió. ¿Qué me aguardaba en aquellas pro-fundidades?
La excavación practicada por Yadin -siempre respetuosa con los trazados primigenios- desciende en vertical. Se trata de un enorme pozo cuadrangu-lar de poco más de 10 metros de lado, con una sucesión de rampas escalo-nadas, ganadas al terreno rojizo del tell por cada uno de los laterales del mencionado pozo.
Y muy despacio, con el corazón agitado, fui avanzando. Por mera precau-ción, antes de tocar el primer y húmedo peldaño, dispuse el Schritte (medi-dor de pasos), situando la aguja en el cero. La luz entraba sin dificultades hasta el fondo de la perforación, situado a unos doce metros de la superfi-cie. El silencio era completo. Consulté la brújula en cada uno de los estra-tos, pero no advertí alteración alguna. Las paredes, cuidadosamente cepi-lladas por los arqueólogos, no presentaban tampoco otras evidencias o se-ñales que no fueran las lógicamente derivadas de los trabajos de deses-combro y de la humedad. De todas formas, dediqué un tiempo al examen de los diferentes corles existentes en los muros. La experiencia fue nula. En el pozo no pude, o no supe, encontrar un solo detalle que encajara con el criptograma. Pero faltaba una segunda galería.
Al ganar el último de los peldaños me detuve. Frente a mí se abría un co-rredor de unos cinco metros de altura, pésimamente iluminado por algunos mortecinos y espaciados puntos de luz amarillenta. El túnel, ciertamente tenebroso, descendía hacia quién sabe dónde, en un brusco desnivel de 30 o 35 grados. Las paredes chorreaban humedad. Agucé el oído, intentando captar algún sonido. No fue posible. Sólo mi desacompasado ritmo cardíaco retumbaba en mi pecho. Aguardé unos segundos, procurando que mis pupi-las se amoldaran a la oscuridad. Pero no alcancé a distinguir el fondo del pasadizo. Fue entonces, al trastear en la bolsa del equipo fotográfico, en busca de una inexistente linterna, cuando reparé en el cuentapasos. A la luz del mechero, al tiempo que maldecía mi falta de previsión, procedí a desen-gancharlo del cinturón. La aguja se hallaba inmovilizada en 150 pasos.


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«¿Ciento cincuenta?», repetí en voz alta. El eco se propagó en la oscuridad. Sentí un escalofrío. La suma de los dígitos daba «6». Otra vez el misterioso número... ¿Cómo era posible? ¿Y si el step-pas hubiera errado? Era dudoso. E, ilusionado con tan famélico dato, regresé por donde había bajado, conta-bilizando los escalones.
«... El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía. » A la carrera, nervioso por confirmar la cifra, fui remontando las rampas, lle-gando a la superficie sin resuello..¡ Maldito tabaco!...
En efecto. No había error. Las escaleras sumaban 150 peldaños. Me dejé caer contra la barandilla que protegía el último de los vuelos de acceso al pozo y, mientras recuperaba el aliento, fui desgranando algunas hipótesis. Todas, cuando menos, se me antojaron retorcidas. ¿Es que debía asociar las «alas» con aquellas rampas escal6nadas? ¿Podían conducirme al guía? ¿Era el «6» el número secreto de las plumas de las alas de Hazor?
Ahora, al recordar tamañas desventuras, no puedo por menos que sonre-ír. El mayor, casi con seguridad, había visitado las ruinas de Hazor. Sin yo saberlo, al manejar el cómputo de los peldaños, había acertado. Pero, ab-sorto en el hallazgo, perdí de vista un factor, inherente al mayor y a sus enigmas: su natural inclinación al juego del despiste...
Admitiendo la forzada tesis de que tales rampas de tierra fueran las «alas» del «mensajero», y de que el número secreto fuera el seis, dichas escalinatas tenían que llevarme al «guía». Pero ¿quién o qué era el «guía»? ¿Me topaba con él en el subterráneo?
Sólo había una forma de salir de dudas.
En el fondo lo agradecí. Lo averiguado hasta ese momento en Hazor era tan poco relevante que aquella «luz» -o cualquiera otra, por muy pobre que hubiera sido hizo el milagro de devolverme la esperanza. Me precipité esca-leras abajo y, ansioso por penetrar en el túnel, poco faltó para que diera con mis huesos en tierra en uno de los resbaladizos tramos. El susto me hizo recapacitar. Tenía que proceder con cautela. En la boca de la segunda galería seguían reinando el silencio y una pastosa penumbra. Encendedor en mano caminé por el centro del túnel. La acusada pendiente resultaba in-cómoda y, prudentemente, me hice a un lado, pegándome al chorreante e irregular muro de la derecha. Fue una marcha lenta. Expectante. Con la frágil llama azul-amarillenta del mechero explorando cada centímetro cua-drado de piedra. Cada cuatro o cinco pasos cambiaba de pared, repitiendo la minuciosa operación de búsqueda. La abrupta bóveda del subterráneo tampoco revelaba inscripción o indicio alguno.
Sentí frió. La humedad aumentaba. Súbitamente, mientras revisaba uno de los muros a la luz del mechero, creí escuchar algo. Apagué la llama e, inmóvil como una estatua, esperé. El corazón había empezado a palpitar


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con violencia. Pero aquel fugaz y sordo sonido -algo así como un chapoteo- no se repitió. El fondo de pasadizo continuaba en tinieblas. Era difícil preci-sar sus perfiles y lo que pudiera albergar en lo más profundo. No voy a ocultarlo: una familiar sensación de miedo hizo temblar mis rodillas. Y unas frías gotas -de sudor resbalaron por mis costados.
Peleé conmigo mismo, tratando de razonar. Allí, seguramente, no había nadie. Todo era fruto de la tensión. No salí muy convencido del lance. El instinto -más que la inteligencia- difícilmente se equivoca.
¿Qué hacía? ¿Continuaba avanzando o daba media vuelta, obedeciendo la lógica y natural inclinación a salir de aquel antro? -
Tragué la escasa saliva que me quedaba y, aceptando el imprevisto desa-fío, caminé sigilosamente, sin despegarme del muro derecho. Esta vez lo hice a oscuras. «Si se trataba de una falsa alarma -razoné con dificultad-, tiempo y oportunidad habría de repasar los paños de tierra que restaban por explorar. »
Según mis cálculos, llevaba recorridos unos diez o quince metros, igno-rando cuánto faltaba para la culminación del túnel. Siguiendo una vieja tác-tica, inspiré profundamente y repetidas veces, buscando apaciguar la fre-cuencia cardiaca. Lo logré a medias. Estaba seguro de haber escuchado aquel ruido. Esta idea, unida a las tinieblas y al no menos lúgubre silencio del recinto, habían hecho saltar mis alarmas.
El piso se hacía cada vez más deslizante. Procuré aferrarme a los pedre-gosos entrantes de la pared, no dando un solo paso sin antes tantear la so-lidez del inclinado pavimento. Cuando había ganado veinte o veinticinco metros, otro seco golpe llegó con nitidez. Ahora no había dudas. Era como si una piedra, o algo contundente, topara con un muro. Los escalofríos me recorrieron en oleadas. En un arranque accioné el mechero, al tiempo que lanzaba un inseguro: «¿Quién hay ahí?»
No hubo respuesta. Pero, coincidiendo con el encendido de la llama, dos nuevos golpeteos -más cercanos- me helaron la sangre. Ahora, y sólo aho-ra, rememorando la escena, se me antoja tragicómica. En aquellos instan-tes, consecuencia del miedo y de los nervios, en lo único que reparé fue en una acuciante necesidad de orinar. Obviamente me contuve.
Entorné los ojos y, forzando la vista, creí distinguirá no mucha distancia una informe mezcolanza de sombras verticales y horizontales. ¿Qué demo-nios era aquello?
La curiosidad -nunca he logrado entender la extremada fuerza de tal atri-buto- se impuso al miedo. Sin embargo, necesité algunos segundos para mover las piernas. Con el brazo derecho tenso como un mástil, soportando el doloroso contacto con el recalentado mechero, seguí aproximándome a lo


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que intuía como el final del subterráneo. El silencio, de nuevo, era total. Un silencio cargado de presagios. Saturado por mi propio miedo.
¿Sombras estilizadas? ¿Sombras inmóviles, dibujando un incierto amasijo de líneas (?) verticales y horizontales? ¿0 no estaban inmóviles? Estas interrogantes me acompañaron los últimos metros, al tiempo que -gracias al cielo- la pobrísima radiación de mi encendedor fue rompiendo la negrura. Me detuve. Paseé la diminuta luz a izquierda y derecha y, de improviso, re-cibí un fétido olor. Sujeté la mano derecha con la izquierda, en un esfuerzo por inmovilizar la llama. La candela osciló, agitada por algún tipo de co-rriente. A los pocos minutos descubría ante mí -a cosa de tres o cuatro me-tros- una rudimentaria y semipodrida valla de madera, que me cerraba el paso. Respiré con alivio. Ligeramente encorvado, todavía con los músculos en guardia, me situé frente a los listones que ponían fin a aquella zona del túnel. La barrera apenas si alcanzaba un metro de altura. Me asomé despa-cio y, al extender el mechero, comprendí. Sencillamente, había cubierto los treinta o treinta y cinco metros de un subterráneo que moría en una piscina o cisterna, inundada de una agua hedionda y verdinegra. En cuanto al en-jambre de «sombras», no era otra cosa que un apretado bosque de palos y postes que apuntalaba la techumbre del cubículo a derecha e izquierda. No sabía si reír o llorar. El miedo me había jugado una mala pasada. E, incom-prensiblemente, olvidé los extraños ruidos. La calma volvió a mí y, deseoso de proseguir la búsqueda, dediqué un tiempo a pasear arriba y abajo de la valla de seguridad, examinando las maderas. Todo era normal. Al otro lado el declive del terreno concluía bruscamente. Semienterrados, distinguí cua-tro relucientes y enormes peldaños de basalto que se hundían en la charca. Mi rudimentario sistema de iluminación no me permitía ver más allá de dos o tres metros. En consecuencia, desconocía las dimensiones de la cisterna y lo que pudiera haber al otro lado de las primeras hileras de postes. - Era el momento de considerar mi situación. Frente a la mugrienta valla, respiran-do las nauseabundas emanaciones del agua estancada, fijé la vista y los pensamientos en la negra incógnita que tenía ante mí. Busqué en la memo-ria. La verdad es que apenas si había leído gran cosa sobre aquella parte de las excavaciones de Hazor. Sin duda, se trataba de un antiquísimo sistema hidráulico, ideado para el abastecimiento de una ciudad-fortaleza que, como registra la historia, se vio sometida a diversos y prolongados asedios. Lo asombroso es que, después de tantos siglos, el agua siguiera llenando el fondo del subterráneo. Calculé el camino recorrido, estimando que podía hallarme a 25 o 30 metros de profundidad. Mi gran duda era si debía arriesgarme a continuar la marcha, explorando el resto del túnel. (Lo de «marcha» era un decir, claro. La cerca de madera estaba allí por algo.) Ex-


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perimenté un incómodo desasosiego. Pero lo atribuí al cúmulo de contrarie-dades que venía padeciendo. «¿Y si la clave del misterio estuviera más allá?» La tiranía del criptograma se dejó sentir por enésima vez. «¿Es que iba a tirar la toalla ante la primera seria dificultad que me cerrase el cami-no?»
La decisión estaba casi asumida cuando, en mitad de la oscuridad, escu-ché un nuevo y misterioso golpe. Fue como un «plof». Prendí el encendedor y, al momento, descubrí el fatigoso avance de unas ondas en la superficie de la cisterna. Algo se había precipitado en las aguas. Y el miedo resucitó. Elevé la llama en un intento de visualizar el techo de la galería. Quizá se tratase de algún desprendimiento, tan habituales en túneles de esta natura-leza. La sola idea de un derrumbe me sobrecogió. Pero, al punto, al recono-cer el rocoso y compacto techo abovedado, rechacé la ocurrencia. Entonces, si no era una piedra lo que acababa de agitar la piscina... El recuerdo de és-te y de los golpes precedentes me acobardó. Como ya señalé, los había ol-vidado. En un santiamén, mi imaginación se encargó de debilitar mis esca-sos ánimos. ¿Y si la charca -cuya profundidad desconocía- ocultaba algún animal? Discutí conmigo mismo. Eso no era razonable. ¿Qué clase de bestia podría sobrevivir en una ciénaga así? Peores cosas había visto. Claro que cabía también la posibilidad de que, en el extremo oculto del túnel... Me au-torrebatí sin miramientos. Eso no tenía mucho sentido. Si la galería conti-nuaba, e incluso disponía de una segunda entrada, ¿por qué suponer que allí, en algún oscuro e incierto nicho del subterráneo, tenía que haber una guarida de perros o animales asilvestrados? Además -remaché con convic-ción-, ese o esos supuestos perros no habrían desaparecido bajo las aguas.
« ... y sus alas te llevarán al guía. »
¡Maldita sea! La curiosidad seguía minando mi sentido común. ¿Qué había al otro lado de la cisterna y del andamiaje de sustentación del túnel? Era menester aclararlo. Si retornaba a la superficie sin intentarlo, jamás me lo perdonaría. Y, lo que era peor, quizá perdiese la ocasión de despejar el enigma.
¡Al diablo con todo! Aseguré la bolsa de las cámaras contra mi espalda, situando la correa en bandolera y, pleno de coraje y de una insensata in-consciencia, salté la cerca.
El terreno, al filo de los peldaños de basalto, era fangoso. A derecha e iz-quierda, hundidos en el barro, se levantaban los primeros puntales de ma-dera. Mi propósito era trepar por ellos y, con toda la precaución del mundo, deslizarme sobre los travesaños hasta el final de los mismos. En aquellos agitados instantes no vi una fórmula mejor para salvar la charca.
Mis manos se humedecieron al palpar los maderos de la izquierda. «Mal asunto», sentencié. A la luz del mechero inspeccioné las bases. Se hallaban


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deterioradas. Era de esperar. Aquel armazón, dispuesto por los hombres de Yadin, venía soportando un desgaste de treinta años. La humedad de la cis-terna, implacable, lo había corrompido todo o casi todo. Examiné los clavos que soldaban los palos horizontales a los verticales. La mayor parte -corroída por el óxido- no ofrecía mucha seguridad. ¿Resistirían mi peso? Decidí verificarlo. Me apoyé con ambas manos sobre el travesaño más bajo, situado a cosa de ochenta centímetros del terreno, propinándole varios e inmisericordes empellones. La estructura se resintió, crujiendo amenazado-ra. Fue un aviso. Pero no todo terminó ahí. Amén de patinar peligrosamente sobre la curvatura del madero, al tercer o cuarto «embate» escuché un nuevo «plof». Esta vez, a mi derecha y muy próximo. Me revolví frenético. La única respuesta fue otra cansina serie de ondas circulares avanzando hacia mis pies y el silencio. Un silencio que secó mi garganta. El irritante misterio de aquellos golpes empezaba a encolerizarme. Descendí hasta el último de los escalones y, en cuclillas, acerqué la llama a las aguas. Fue in-útil. La negrura era impenetrable. Agité la superficie con la mano izquierda y, al acercar los dedos a la nariz, un agudo olor a podrido me echó para atrás. Permanecí pensativo y expectante, bregando con la oscuridad. Al po-co, por mi izquierda, junto a uno de los postes ubicado a metro y medio, emergieron varias burbujas. Sentí cómo los vellos de la nuca se erizaban. No tuve valor para moverme. Aquellas burbujas, las únicas que había ob-servado desde que llegara a la cisterna, confirmaron mis iniciales sospe-chas. Allí abajo habitaba o se movía algo... Segundos después otro burbu-jeo, más intenso, delató la presencia del supuesto animal junto a la base del poste contiguo. Parecía alejarse hacia el interior de la charca. Temblan-do de miedo, hecho un ovillo sobre el húmedo peldaño, fui abriendo la cre-mallera de la bolsa, tanteando las máquinas. Si «aquello» -lo que fuera- asomaba entre las aguas, un oportuno flashazo me permitiría fotografiarlo y dejarlo temporalmente ciego... En caso de peligro, esa ceguera jugaría a mi favor. Los segundos transcurrieron tensos e interminables. Con los múscu-los agarrotados fui paseando la vista por la ciénaga, esperando que, en cualquier momento, la o las bestias irrumpieran en la superficie. De pronto caí en la cuenta de que me hallaba con medio cuerpo fuera del escalón, prácticamente sobre las aguas. ¿Y si el responsable de las burbujas bucea-ba hasta el filo de la piscina? La repentina y angustiosa idea pulverizó mi menguado valor. Y de un salto retrocedí hasta la valla. El frío sudor y el miedo destilaban ya por los cuatro costados. Pero el túnel continuó en si-lencio. Nada alteró sus aguas. Y despacio, muy despacio, fui recomponiendo mi malparado espíritu. Los que me conocen un poco saben que, a estas al-turas de la vida, sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésta fue una de esas ocasiones en la que maldije mi escasa fortaleza de ánimo.


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Guardé la cámara fotográfica y, mascullando toda suerte de improperios contra mí mismo, avancé hasta el andamiaje de la derecha. Se habían ter-minado las inspecciones y el rosario de fantasías. «Aquí no hay y no pasa nada -fui repitiéndome mientras me asía a uno de los palos, emprendiendo la escalada- Aquí sólo hay miedo ... »
No me equivocaba en lo del miedo. En lo otro, desgraciadamente, sí.
¡Estúpido de mí! jamás aprenderé. Los primeros movimientos fueron sen-cillos. Molestos y delicados ante lo resbaladizo de los troncos, pero de esca-sa dificultad. El entibado moría a unos cinco metros de la superficie de la charca. Tanteé varios de los travesaños horizontales, eligiendo uno de los más gruesos. Ante la presión de mi pie, gimió levemente. Pero soportó el peso. El largo madero, claveteado a los postes verticales, se hallaba a unos dos metros sobre el nivel de la ciénaga, perdiéndose en la profundidad del túnel. Aquella batería de postes y tablas, al igual que la que había sido plantada en el lateral izquierdo del subterráneo, formaba un intrincado la-berinto de difícil acceso. Los troncos horizontales habían sido dispuestos a medio metro uno de otro, reforzados en el interior de la masa del andamia-je con decenas de estacas, apuntaladas en aspa. Intentar el avance por el centro de la estructura habría sido laborioso en extremo. Así que, en mi afán por ganar tiempo, elegí la cara externa: desnuda y vertical sobre las aguas. Frente a este podrido e improvisado «puente» -a cuestión de cuatro o cinco metros- corría paralela, como digo, la estructura de la izquierda.
Atrapé el mechero entre los dientes y, midiendo cada paso, probando palmo a palmo la integridad y resistencia del tronco al que me aferraba, fui avanzando. La humedad, conforme me adentraba en el interior de la cister-na, fue en aumento. Un moho negruzco envolvía la mayor parte de las ma-deras, deshaciéndose entre mis dedos y suelas. Tomé aliento y, al mirar hacia abajo, la mancha negra de las aguas y el recuerdo de las burbujas me estremecieron. Si alguno de los tramos cedía, mi situación podía ser com-prometida. Espanté tan funestos presagios y, con los cinco sentidos en cada centímetro dé madera, reanudé la marcha.
Todo fue relativamente bien hasta que, a cinco o seis metros de la orilla, al sortear otro de los postes, los viejos golpeteos me helaron la sangre. Pe-gué la cara al madero y, conteniendo la respiración, escuché. Los ruidos, ahora, eran continuos. Encadenados. Muy cercanos. Y percibí cómo todos los vellos de mi cuerpo se erizaban a un tiempo. Tras unos segundos de in-decisión, abrazado al poste con todas mis fuerzas, incliné la cabeza, bus-cando la charca. La oscuridad no me facilitó las cosas. No acertaba a com-prender..


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De pronto, algo golpeó mi bolsa. Fue un impacto seco. Violento. Las pier-nas se doblaron y una dolorosa lengua de fuego se propagó por mi vientre. Clavé los dedos en la madera, aterrorizado ante la «agresión» y,,sobre to-do, ante la idea de perder el equilibrio y caer.
¡Dios mío! ¡Algo se movía a mi espalda, pateando y arañando la bolsa de las cámaras! Era pesado y topaba violenta y anárquicamente contra mis ri-ñones. El pánico bloqueó mi garganta. No podía volverme. Ignoraba lo que se revolvía a mis espaldas y, aunque el instinto me ordenaba soltar una de las manos y defenderme, la posibilidad de resbalar y precipitarme en las aguas fue más poderosa. En aquellos eternos segundos noté cómo el ani-mal se asomaba al filo de la bolsa, desequilibrándome. Y ciego por el páni-co, comencé a agitarme, balanceando el equipo a derecha e izquierda con histérica desesperación. En los primeros vaivenes, la «cosa» debió de clavar sus garras en el cuero, resistiendo, imperturbable, las violentas oscilacio-nes. A la quinta o sexta convulsión, la bolsa recobró su peso habitual. El animal, sin duda, había saltado.
Al aminorar la tensión, las fuerzas cayeron en picado. Tuve que abrazar-me al madero, temblando de pies a cabeza. Los escalofríos y aquel miedo cerval habían hundido mis dientes en el encendedor, perforando el plástico. Cerré los ojos, luchando por reprimir la agitada respiración. Pero los golpes continuaban a mi alrededor, quebrando el silencio del túnel y mis desorde-nados intentos de serenarme. Me sentía impotente. Incapaz de avanzar 0 retroceder. Mi obsesión en tan dramáticos momentos era que otro u otros animales pudieran precipitarse sobre mi cuerpo. Evidentemente, los impac-tos en el agua eran provocados por aquellos «invisibles» seres.
No sé cuánto tiempo permanecí aferrado al poste, acobardado e indefen-so. Sólo cuando los topetazos decrecieron, haciéndose más espaciados y distantes, la lucidez volvió a mí. Tenía que actuar. No podía atascarme en lo alto del andamiaje, sin saber a qué atenerme y con la permanente amenaza de una caída en unas aguas infectadas de Dios sabe qué criaturas.
«Sí, lo primero, antes de adoptar una decisión, es iluminar mi entorno. »
El miedo -quien lo haya padecido sabrá comprenderme- tiene estas y otras absurdas consecuencias. Uno habla solo. Y yo empecé a dialogar conmigo mismo, con la voz quebrada, en un fervoroso deseo de «sentirme acompañado».
«... ¡El mechero! Claro ... »
Pero el mecanismo no respondió.
«¡Dios!... ¿Qué pasa?»
Uno, dos, tres golpes a la ruedecilla dentada. Era inútil. Me abracé de nuevo al pestilente y húmedo madero y, a tientas, abrí al máximo el paso


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del gas. Los estériles fogonazos habían recrudecido el ritmo de los golpes y los chapoteos en la ciénaga.
« ¡Vamos, vamos! »
Al segundo o tercer intento, una larga y trepidante llamarada -al fin- bro-tó impetuosa ante mis ojos. Y con el pulso tembloroso y desarmado, levan-té la candela por encima de mi cabeza, hacia los travesaños superiores. El túnel se iluminó. Al instante, al descubrir lo que bullía sobre los palos y ma-deros, los cabellos y toda mi piel se tensaron como agujas. El pavor y la re-pugnancia me hicieron vomitar entre dolorosas arcadas. Pensé que iba a desmayarme. Y en un supremo intento por conservar el sentido, golpeé mi frente contra el puntal...
« ¡Jesucristo! »
Aquella reacción animal me salvó momentáneamente. Con un agrio sa-bor, sin poder controlar los temblores que me sacudían como un muñeco, me oriné de miedo. Nunca me había ocurrido. Lo confieso.
Con los ojos espantados aproximé la llama al palo horizontal que descan-saba a medio metro de mis erizados cabellos, profiriendo un desgarrador: « ¡Fuera! ... »
El aullido, más que grito, y la proximidad del fuego surtieron efecto, y de-cenas de ratas que pululaban y se amontonaban en el entibado de la galería treparon y huyeron en todas direcciones, empujándose y cayendo a la cié-naga.
Eran ratas grises. Muchas de ellas, enormes como gatos, chorreantes y con sus repulsivos pelajes inhiestos como púas.
Entre escalofríos fui dirigiendo la llamarada arriba y abajo, a derecha e izquierda, tratando de averiguar el número de las que se retorcían y circu-laban veloces por los postes cercanos. Imposible calcularlo. Quizá fueran más de un centenar.
Es curioso. El instinto de conservación tomó las riendas y, mientras agita-ba mi amenazante brazo derecho, una '91 atropellada secuencia de posibles soluciones desfiló por mi capar de allí. En cerebro. Lo más sensato era re-troceder y es alguna ocasión había leído algo sobre tales roedores y sabía de su voracidad, inteligencia y capacidad destructora. También es cierto que raramente atacan o se enfrentan a un enemigo superior. Pero ¿cómo saber si aquella colonia reaccionaría así? ¿Y si estaban hambrientas?
La enloquecida dispersión de los núcleos más próximos me tranquilizó a medias. Estaban tan aterrorizadas como yo, aunque no podía fiarme. Algu-nas, quizá las más viejas, fueron a refugiarse en lo más intrincado del bos-que de palos, desapareciendo en las tinieblas. Otras, en cambio, a pruden-cial distancia del fuego, se revolvían nerviosas, agitando sus peladas colas


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en el vacío y levantando los puntiagudos hocicos en actitud dudosa. Sus uñas y dientes destellaban a cada movimiento, llenándome de pavor. Varias de las ratas -no supe nunca si las más audaces o hambrientas- se atrevie-ron a cruzar por el poste horizontal más próximo y paralelo al que me ser-vía de asidero. Centímetros antes de llegar a la altura de mis ojos, frenadas por las temblorosas acometidas de la llama que sostenía entre los dedos, daban media vuelta o se sentaban sobre sus cuartos traseros, orientando sus sanguinolentos pabellones auditivos hacia el anárquico ir y venir del mechero. Desafiantes, como digo, algunas llegaban a aventurarse por el travesaño, corriendo veloces frente a mi rostro. En una de las ocasiones, medio enloquecido, acerté a golpear con los nudillos en el espeso pelaje de uno de los animales. Y el fuego prendió en su vientre. La rata se revolvió y, entre chillidos, lanzó una dentellada a la zona incendiada. El dolor la obligó a buscar el poste vertical más cercano y, enroscando su cola en el madero, descendió veloz hacia la charca. El siseo del fuego al contacto con el agua y una pequeña humareda pusieron punto final al lance. Sin poder reprimir mi angustia, estallé en un nuevo y prolongado grito que provocaría otro preci-pitado alejamiento de los roedores. Con asombrosa habilidad, saltando por encima de sus congéneres, muchas de las alimañas, ayudándose siempre de sus colas, tomaron el camino de la ciénaga, corriendo postes abajo hasta zambullirse en sus aguas.
Algo reconfortado (?) por mi pequeño triunfo, deslicé la mano izquierda por el palo vertical y, en cuclillas, intenté iluminar la piscina. Por debajo de mis pies, en los maderos, gracias a Dios, no distinguí ninguno de los escu-rridizos y negros bultos. La cloaca, en cambio, parecía un hervidero. Las ra-tas grises, resistentes nadadoras, se dirigían veloces hacia la orilla y el en-tablado de la izquierda. ¡Dios mío! Si caía al agua podía darme por muer-to...
Y obedeciendo al instinto de conservación, empecé a retroceder, a la bús-queda de tierra firme.
«Hazor es su nombre ... »
Nunca lo he asimilado. ¿Cómo un hombre atemorizado puede doblegar su natural inclinación a huir y, en cuestión de segundos, enfrentarse a lo que le acobarda? Quizá ésta sea una de las maravillosas paradojas de la condi-ción humana...
La cuestión es que, cuando apenas llevaba recorridos unos metros, la «fuerza» que siempre me acompaña resurgió en mí. Y las frases del cripto-grama se entremezclaron con otros no menos violentos reproches.
«... y sus alas te llevarán al guía. »
«No, no puedo abandonar .. »


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«... El número secreto de sus plumas...
«¡Sólo son ratas!»
«... el que ha de preparar tu camino. »
«¡Es preciso luchar!»
¡Maldición! Mi ánimo, muy a pesar mío, empezaba a fortalecerse. Las ra-tas, al menos de momento, no habían dado muestras de agresividad. Quizá pudiera alcanzar el otro extremo del subterráneo. Pero el miedo, tan sólido como el deseo de ganar la cara oculta de la galería, me hizo dudar.
«¡Dios de los cielos! ¡Decídete! Si al menos tuviera algo con que defen-derme ... »
No tenía más remedio que apagar el mechero. La cápsula metálica abra-saba. Pero la sola idea de la oscuridad, rodeado de aquel enjambre de ra-tas, me estremeció. Recordé el cuaderno «de campo». Sí, aquello podía servir. Sus estrechas y alargadas hojas darían un respiro al encendedor.
Arranqué varias de las páginas en blanco y, retorciéndolas, improvisé una antorcha. Estaba decidido. Sujeté el providencial bloc a mi cintura, hun-diéndolo en parte sobre el vientre, y, en otro arrebato, me precipité hacia el interior del túnel. Debía actuar con celeridad. Aquella frágil «tea» no duraría mucho. El fuego devoraba el papel y yo seguía ignorando la profundidad del entibado. Entre escalofríos, aferrado al palo horizontal con la mano izquier-da y dividiendo las miradas entre el poste sobre el que caminaba, las in-quietas ratas y el fuego, conseguí avanzar una docena de pasos. En parte por liberar la tensión y el pánico y también para ahuyentar a los habitantes del subterráneo, acompañé los movimientos de otros tantos y sonoros aulli-dos que hicieron enloquecer al eco, multiplicando las carreras de las alima-ñas y los chapoteos en la ciénaga.
Resistí la proximidad del fuego hasta que, a escasos milímetros de los de-dos, el calor me hizo soltar la antorcha. Las tinieblas se precipitaron sobre el lugar. Arrecié en los gritos, mientras torpemente preparaba una segunda tea. La aparición de la lumbre no apaciguó el frenético bombeo de mi cora-zón. Mi pecho se agitaba violentamente. Escruté los palos inmediatos. Las ratas, cada vez más alteradas, habían dejado de huir, amontonándose con-vulsas y chillonas a tres o cuatro metros por delante de mí. Otras retrocedí-an, evitando los travesaños sobre los que me encontraba. Grité con más fuerza, protegiendo mi cuerpo con el fuego. No entendía aquella peligrosa retención y vuelta atrás de los roedores. ¿Por qué no escapaban hacia 10 más profundo de la galería? La respuesta estaba frente a mí. Confuso y pendiente de las ratas, no lo comprendí hasta chocar casi con ella.
En uno de los avances de la tea creí verla. Sí, ahora estoy seguro. El res-plandor amarillento la iluminó fugazmente. Pero sólo cuando el pie izquier-


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do fue a topar con ella, el presentimiento se hizo realidad. La más decep-cionante de las realidades.
«¡Oh, no!»
Palpé incrédulo. La rugosidad de la roca fue demoledora. Allí mismo se secaron mis fuerzas y la última gota de esperanza. El túnel finalizaba en una pared cementada, lisa y desnuda. Atónito, moví la tea a diestra y si-niestra, buscando un hueco, un pasadizo, una continuación de la galería. Imposible. Los únicos orificios eran los practicados por los trabajadores de Yadin a la hora de perforar el subterráneo con los maderos de sustentación. Unos boquetes que las ratas se habían encargado de ensanchar, acondicio-nándolos como madrigueras. El crepitar del fuego, chamuscándome los de-dos, me hizo reaccionar. Las brasas escaparon de mi mano y el silencio, las tinieblas y la desolación se abatieron sobre mí. Por un instante había olvi-dado dónde me hallaba. El sentimiento de frustración era total.
¡Qué estupidez la mía!
Ya sólo. cabía volver. Deshacer lo andado. Antes, claro, era preciso salvar aquella veintena de metros, sobre unos maderos semipodridos, resbaladizos e infectados de ratas...
La sensación de inutilidad fue tan profunda que -digo yo- durante los pri-meros minutos eclipsó al miedo. Maquinalmente desgajé las postreras hojas del cuaderno, incendiándolas. La fortuna no estaba de mi lado. Al tantear en el pantalón, con el fin de guardar el mechero, éste se escurrió entre los mojados dedos, cayendo a la ciénaga.
«¡Mierda!»
Fue la gota que, Colmó mi indignación. ¿Cómo iba a cruzar la estructura de madera? Sin la protección del fuego, la manada de roedores podía aba-lanzarse sobre mí... Y un copioso sudor bañó mis sienes. Contemplé la osci-lante llama como hipnotizado. Apenas si tenía antorcha para uno o dos mi-nutos. Sin embargo, el galopante miedo vino a sacudirme y a sacudir mi exhausto cerebro.
Aún quedaban hojas en el cuaderno «de campo». Pero ésas -repletas de anotaciones- eran sagradas. Pensé en sacrificar la cazadora o la camisa... Afortunadamente reparé en otro elemento, de más fácil y cómodo manejo. Trasladé la tea a la mano izquierda y, sin pérdida de tiempo, me apoderé de uno de los rollos de película. Atrapé la cola entre los dientes y tiré del cha-sis. Al segundo golpe, el metro y medio de negativo quedó al descubierto, culebreando entre las piernas.
Debía trabajar con precisión. Sin demoras. Caminé hasta el poste vertical más cercano y, antes de que la endeble antorcha se agotara, envolví chasis y película en las agonizantes llamas. El vela

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